domingo, 1 de septiembre de 2013

Pablo Neruda en el fin de su mundo

31/Agosto/2013
Laberinto
Darío Oses

El 21 de noviembre de 1972, Pablo Neruda vuelve a Chile. Había partido a Europa el 2 de marzo del año anterior, como embajador en París, y recibido el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo. Su regreso debió ser apoteósico, pero la sombra de su enfermedad y la amenaza del golpe de Estado, estaban ya muy presentes en las vidas del país y del poeta.
Al acto oficial de bienvenida, que se realizó en el Estadio Nacional el 5 de diciembre, asistieron las máximas autoridades del país y representantes de los estudiantes y trabajadores de todo Chile. Pero no llegaron las cien mil personas que se esperaba. Actuó un grupo ecuestre de Carabineros y luego entraron en la cancha los perros policiales. Para Volodia Teitelboim ése fue un augurio de lo que ocurrirá meses después, cuando el Estadio fue convertido en un campo de prisioneros. “Aquel acto nos dejó a todos cierta sensación de hielo. El poeta estaba enfermo y al país lo habían enfermado, inyectándole desde fuera toneladas mortales de rencor”, escribió.
Al poeta le gustaba esperar el año nuevo en su casa de Valparaíso, La Sebastiana. Allí vio llegar 1973. Su amigo y vecino, el doctor Francisco Velasco, anota que en aquella última cena de Año Nuevo de Pablo Neruda, el poeta, “ya estando muy enfermo, se preocupó como siempre de todos los detalles, y a cada comensal se le entregaba un libreto con el menú.”
El año venía cargado de presagios. El último de los sueños del poeta fue construir Cantalao, un lugar para escritores y artistas. Él mismo donó un magnífico terreno de acantilados, roqueríos y rompientes que había comprado en Punta de Tralca. Volodia Teitelboim cuenta que una mañana él, junto a Neruda y al arquitecto Sergio Castillo Velasco, caminaron hacia la cabaña que tenía el poeta en Cantalao y la encontraron destruida. Fue un acto de puro vandalismo: “Las fechorías contra sus sueños de Cantalao le dolieron. Más que descorazonarlo fueron para él campanadas anunciadoras de tiempos malos…”
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El fantasma de la guerra civil rondaba por la mente del poeta. En su discurso del Estadio Nacional dijo:
Hace ochenta años, poderosas compañías europeas, que en esa época dominaban Chile, promovieron una guerra civil entre chilenos. Llevaron al frenesí las discrepancias entre el parlamento y el presidente. Entre los muertos de aquella guerra civil se cuenta un presidente grandioso y generoso. Se llamaba José Manuel Balmaceda. Se burlaron de él, lo amenazaron, lo escarnecieron y lo insultaron hasta llevarlo al suicidio.
Esto es casi lo mismo que terminaría ocurriéndole al presidente Salvador Allende. Neruda estaba vaticinando.
Algunos meses después, en mayo de 1973, al hablar por cadena de televisión, sobre los peligros de enfrentamiento en Chile, dijo:
…fui testigo de muchos de los sucesos y episodios más desgarradores de nuestro tiempo en España. La guerra civil instigada por el fascismo (…) dejó un millón de muertos y medio millón de españoles en el destierro. El odio y la muerte malograron más de una generación florida de jóvenes españoles y no dejó una casa sin un crespón de duelo, ni una familia sin un hijo, hermano o padre en la cárcel o en el destierro.
El poeta seguía viendo el futuro de su país en el espejo del pasado.
En un encuentro con el presidente Allende en Isla Negra, el viernes 2 de febrero de 1973, Neruda le anunció su renuncia al cargo de embajador en Francia, que formalizó en una carta fechada el 5 de febrero.
En uno de sus párrafos, dice: “No te sorprenderá mi decisión ya que cuando acepté el alto honor que me hacías, te signifiqué mi propósito de no permanecer mucho tiempo lejos de la patria. Ahora el contacto recobrado de la vida chilena y de nuestra tierra extraordinaria, me ha afirmado en mis deseos de quedarme en Chile definitivamente.”
Es posible que en este “definitivamente”, se deslice un presentimiento de muerte.

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En la correspondencia que recibe el poeta en los últimos meses de su vida, se encuentran peticiones de todo tipo. Abundan también las invitaciones a actos en Chile y el extranjero. Hay envíos de poemas y poemarios de escritores que le piden su opinión. Pero el motivo más frecuente es la preocupación por la salud del poeta. Algunos van más lejos y le ofrecen soluciones milagrosas. Así, por ejemplo, el escritor Alfredo Gómez Morel le escribe el 31 de enero: “Soy amigo personal de Monsieur Adó Moreau de la Meusse (…) persona dotada de facultades extrasensoriales realmente increíbles. Sana todo tipo de dolencias, incluyendo entre ellas algunos casos de cáncer.” Luego da algunos ejemplos de sanaciones milagrosas por imposición de las manos y le anuncia que Monsieur Moreau está dispuesto a atender a Neruda gratuitamente en Isla Negra.
El 17 de marzo recibe otro ofrecimiento, de la Orden Samaritana Internacional, la más antigua de las órdenes de caballería. Su última presidenta honoraria había sido la esposa del Kaiser Guillermo II. Su sede anterior había estado en Berlín, en el sector ocupado por los rusos después de la Segunda Guerra Mundial. Desde ahí se trasladó a Santiago de Chile. Este establecimiento ocupaba la terapia natural enseñada por la Universidad Naturista de Berlín, con la que había sanado al canciller Bismarck de un cáncer. La carta declara que a este sitio acudían enfermos graves, muchos con muletas que salían sin ellas. Ofrecían a Neruda la posibilidad de internarse por una temporada para recibir tratamiento.
Pero a Neruda no lo convencían mucho estas terapias. Su reticencia se advierte en una carta que le envía el 23 de abril, la folclorista Carmen Cuevas Mackenna, quien le insiste en que acepte un remedio mágico que ha rechazado ya tres veces. Se trata de unas píldoras que vienen desde Honduras, y con las que el doctor Antonio Horvath ha sanado a mucha gente de artritis, reuma, gota y ha curado 53 tipos de cáncer y hasta algunas clases de locura. Todo eso, dice ella, “con estas pildoritas que tú olímpicamente desechas”.
A pesar de su estado de salud, Neruda seguía escribiendo. Trabajaba en sus memorias y en la conclusión de varios libros de poesía con los que quería celebrar su cumpleaños 70, el 12 de julio de 1974.
El periodista Luis Alberto Mansilla lo visitó el 30 de agosto de 1973. Escribe: “Lo encontré en su biblioteca, frente al fuego de la chimenea. Me pareció sombrío y desanimado. Tenía en sus rodillas un ejemplar de Desolación, de Gabriela Mistral. Me dijo que le habían impresionado una vez más los Sonetos de la muerte y leyó algunas estrofas (…) Veía todos los noticiarios de la televisión, escuchaba la radio, leía todos los diarios que aparecían. ¿No crees, dijo, que estamos en vísperas de una guerra civil?”
El doctor Francisco Velasco recuerda la última visita de Neruda a Valparaíso: “…ya casi no podía caminar, las metástasis cancerosas de los huesos de la cadera le provocaban dolores intensos (…) Lentamente, apoyado en mi hombro y ayudándose con un bastón, caminó todo el largo callejón hasta llegar a la casa. Ya en La Sebastiana, no pudo subir las escalas, y con un fornido mocetón que hacía el aseo doméstico, lo subimos en silla de manos hasta su dormitorio, ubicado en el piso más alto.”
Otro testimonio interesante es el del escritor y periodista José Miguel Varas: “Pablo pasaba la mayor parte del tiempo en Isla Negra, su mal le permitía escasa movilidad y, a la vez, el torbellino político impedía que llegaran desde Santiago a verlo algunos de sus informantes habituales. Las visitas a Isla Negra se espaciaban y él se sentía, en algunos momentos, al margen de los acontecimientos que se sucedían con demasiada rapidez…”
Varas trabajaba entonces en el departamento de prensa de Televisión Nacional. Él y el escritor Fernando Alegría habían acordado visitar a Neruda el 11 de septiembre. Recuerda que escuchó por última vez la voz de Neruda ese mismo día, alrededor de las 7 de la mañana, “cuando lo llamé para decirle que había un golpe militar en Valparaíso (era lo que se sabía hasta ese momento) y que parecía muy difícil que fuese a visitarlo…
“—Tal vez más tarde…
—Tal vez nunca —me dijo con voz fatigada.
Así fue.”
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Matilde Urrutia recuerda en sus Memorias aquel aciago 11 de septiembre: “Como todos los días, estábamos alegres, conversando de los mil detalles para afrontar otra jornada. Era muy temprano. Encendimos la radio para oír noticias. Entonces, todo cambió (…) ese día marcaría para nosotros el fin y la muerte de un modo de vida. (…)
“Pablo reacciona en forma extraña para mí, distinta del hombre batallador y fuerte que yo conozco —anota Matilde—. En su actitud, en sus ojos, hay un brillo vacío, inconscientemente desesperado (…) Pablo en ese momento estaba muerto, quebrado por dentro; esa fuerza inmensa de lucha que lo sostuvo siempre, ya no la tenía.”
Años después, en una entrevista de Inés María Cardone para el diario La Tercera, Matilde dijo: “…en otras circunstancias, si él hubiera estado completamente sano, esto lo habría hecho saltar como un león, como saltó en el tiempo terrible de la otra dictadura, de González Videla. Pero ahora yo sentí algo en sus ojos, una cosa desesperada, y yo para distraerlo un poco, pedí el desayuno, le hablaba pero no quiso tomar nada, es una cosa muy difícil de explicar, pero en ese momento Pablo ya estaba quebrado.”
Esa indefensión debió sentirla también el poeta en su vida personal. Si antes, por el conflicto político habían mermado las visitas a Isla Negra, ahora, con el toque de queda y la represión, ya no llegaba nadie.
“Estamos aquí, solos, sintiendo toda la amargura del mundo —escribe Matilde—. Salvador Allende asesinado. La Moneda incendiada…”
La alusión a la muerte se pasea por la casa: “Ese día llamaron varias veces de Europa, de Alemania, de España, de Francia; querían saber de Pablo. En el extranjero se había dado la noticia de que Pablo había muerto…”, recuerda Matilde.
El mismísimo Augusto Pinochet desmintió la muerte del poeta, en una hipócrita declaración a un periodista de la emisora de Radio Franco Luxemburguesa RTL: “Pablo Neruda no está muerto y es libre.” Más adelante asegura que “respeta al anciano poeta, premio Nobel de Literatura, a quien todos amamos, pues es un valor nacional.”
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A pesar de estas declaraciones de amor, el poeta, solo, asilado y enfermo ve cómo su mundo, antes amable, iba convirtiéndose en una pesadilla, y ese país que hasta el día anterior le rendía homenajes y lo trataba con toda clase de consideraciones, se transformaba hasta hacerse irreconocible. Matilde tenía problemas hasta para conseguir a una practicante que fuera a ponerle las inyecciones. Su casa, que había sido visitada por los personajes más ilustres, fue allanada por una patrulla militar. La última fiesta que se hizo en ella, la celebración del 18 de septiembre 1973, fue un reflejo triste de otras fiestas patrias. “Llegaron algunos amigos —escribe Matilde—. Las noticias que traían de Santiago eran alarmantes; nuestros amigos estaban escondidos o presos y muchos, muertos. Yo me daba cuenta de que Pablo recibía todas estas noticias como si fueran puñales…”
El 19 por la mañana, el poeta se despide de su casa en Isla Negra. Viaja a Santiago acompañado por Matilde, en ambulancia. En el camino los detienen y los someten a revisiones vejatorias.
Llegaron a la Clínica Santa María. Allí sigue recibiendo noticias de la destrucción del país que había amado. El poeta entra en un estado febril: “Una desesperación muy grande hizo presa de Pablo —escribe Matilde—, tenía los ojos espantados, como si estuviera viendo los muertos tirados en las calles…” Era, con seguridad, la desesperación de no poder hacer nada. El poeta que había ganado un enorme prestigio y una autoridad moral importante, no solo en su país, estaba en una situación en la que nada de eso valía para nada. El hombre que luchó contra el fascismo desde la Alianza de Intelectuales y el Comité de Ayuda a la Unión Soviética en guerra, ahora estaba postrado, en un país dominado por el fascismo. Él, que ayudó fraternalmente a los refugiados españoles a salir de los campos de concentración en que estaban hacinados, ya no podía ayudar a nadie.

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Neruda fue un testigo privilegiado del siglo XX, y actor de grandes procesos sociales y culturales. Conoció y fue amigo de algunas de las grandes figuras de la literatura y el arte de este siglo. A partir de 1956, vacila el optimismo histórico que había mostrado en libros como Las uvas y el viento. Pero hay un flujo y un reflujo permanente en su confianza en el porvenir del hombre. En la extensa entrevista que le hizo Rita Guivert, en enero de 1970, él mismo cita unos versos de uno de sus libros más pesimistas, Fin de mundo:
No nos hagamos ilusiones/ nos aconseja el calendario, todo seguirá como sigue,/ la tierra no tiene remedio:/ en otras regiones celestes/ hay que buscar alojamiento.
Pero enseguida advierte que ninguna de las cosas que dice pueden quedar como afirmaciones eternas: “Estoy dispuesto a contradecirme mientras viva.”
Su optimismo histórico revivió con el triunfo de la Unidad Popular en 1970. Creyó en el proyecto del socialismo por la vía democrática, que parecía la culminación de una lucha que se había iniciado en el gobierno del presidente José Manuel Balmaceda, derrocado en 1891; lucha que prosiguió en los años 20, cuando entran nuevos actores en la escena
política: los sectores medios, la juventud estudiantil y una clase proletaria que se había formado en las mineras de carbón y en las salitreras. Desde entonces, con sangre, sudor y lágrimas, los trabajadores consiguieron ampliar la democracia política y social. Se fortalecieron los sindicatos y el Estado empresario, asistencial y docente, y al fin dos de las grandes aspiraciones de los sectores progresistas: la reforma agraria y la nacionalización del cobre.
Neruda vivió parte de este proceso, con sus avances y retrocesos. Celebra el triunfo del Frente Popular, en 1938, y la derrota del fascismo, en 1945. Lamenta el vencimiento de la República española, en 1939, y sufre en carne propia las repercusiones de la Guerra Fría en Chile, cuando el presidente González Videla proscribe al Partido Comunista. Él mismo fue perseguido y tuvo que salir clandestinamente al exilio.
Pero el poeta creía que el camino era ese: el de la “ardiente paciencia” para tolerar las derrotas que llevan a la victoria. Por eso en su discurso, al recibir el Premio Nobel, dice: “Yo escogí el camino de una responsabilidad compartida (…) preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso.” Y concluye: “solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres.”
Cuando ve el derrumbe de ese proyecto político en el que había puesto todo su empeño, se quiebra. Tiene al menos una certeza: él ya no va alcanzar a ver el triunfo final. Y quizás también la sospecha de que se clausuraba para siempre ese tiempo de paciencia ardiente y empecinadas esperanzas.
El poeta debe haber tenido conciencia de que estaba viviendo el fin de su propio mundo. ¿Habrá pensado en la posibilidad de seguir viviendo en ese país extraño y hostil que se empezaba a construir sobre las ruinas del viejo Chile amable y hospitalario?
El gobierno de México le ofreció asilo y hasta un avión para trasladarlo a ese país. Neruda había conocido el exilio, entre 1949 y 1952. Pero ese fue un exilio con la certeza del retorno. Ahora sabía que si dejaba el país, sería para no volver. Conocía bien la suerte de tantos transterrados españoles.
Entretanto veía cómo el fascismo resucitaba y se apoderaba de su propia patria. Debe haber visto también, en la televisión, a su viejo adversario, Gabriel González Videla, que apareció en las celebraciones del triunfo de los militares golpistas.
En esos días, además, estaba revisando sus Memorias, es decir, recapitulando toda su vida, e inevitablemente ha de haberlo hecho desde la perspectiva de la derrota.
Pero el poeta siguió en la lucha. Con el funeral de Neruda se inició la transfiguración simbólica de su figura, que se convirtió en uno de los emblemas más poderosos de la resistencia a la dictadura.

*Escritor y periodista. Actualmente es director de la biblioteca y archivos de la Fundación Pablo Neruda en Chile

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