domingo, 22 de septiembre de 2013

Alfredo R. Placencia a la luz de la poesía

22/Septiembre/2013
Jornada Semanal
Jorge Souza Jauffred

Se ordenó como sacerdote pero también
ofició como poeta. Guardaba los borradores
de sus versos en sus bolsillos repletos.
Soportó el dolor y la tristeza, pero reclamó
a la divinidad por el sufrimiento. Defendió sus
convicciones con recios sermones y alguna
vez hasta con golpes, pese a su investidura.
Tuvo una mujer a la que nunca renunció y un
hijo al que siempre reconoció. Y fue molesto
para algunos jerarcas católicos,
principalmente para el arzobispo de
Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez.
Alfredo R. Placencia escribió una obra poética
profundamente humana, si bien con fuertes
tonalidades religiosas. En sus diez libros –tres
publicados en 1924 con dinero que reunió su compañera Josefina Cortés y siete después de su muerte– dio testimonio de una vida intensa, marcada por las dificultades y la pobreza, pero iluminada por la luz de la poesía. En sus textos encontramos anhelos, dolores y mucha añoranza; retratos de paisajes, personas,
poblados y hasta de su perro, todo expuesto con estilo personal y sinceridad descarnada.
Nació en Jalostotitlán en 1875 –cinco años después que Amado Nervo, a quien admiraba– en el seno de una familia muy humilde. En el poema “El buen Bartolo”, apunta la pobreza del taller de su padre, Ramón Placencia, sastre del pueblo, y los sueños que tenía de ver a sus tres hijos, Alfredo, Cristina e Higinio, convertidos en poeta, monja y soldado, respectivamente:
Dios que mira y que protege hasta el ansia más secreta
¿dejará burlada el ansia del maestro del taller?...
¿No será monja la niña de quebrada piel de asceta...?
¿No hará Dios de los pequeños un soldado y un poeta...?
Bien lo puede hacer.
Cuando niño fue enviado a estudiar a Guadalajara y por la necesidad se vio obligado a vender periódicos en el jardín del Carmen. Contó al poeta Alfonso Gutiérrez Hermosillo que ahí encontró a “una niña preciosa de doce años, de gran falda cónica, de ojos azules que yo me embelesaba en contemplar […] Una vez […] vino a regalarme una flor […] ¡Qué fuerte cosa! No acababa de irse, y volvía la cara con frecuencia. Yo estaba entumecido, con los ojos anchos y la boca anhelante de desaparecer. De pronto, quise llevarme la flor a un sitio que yo solo conociera, cuando la suela de mi roto calzado me hizo caer. Durante un segundo, resollando sobre las baldosas, me sumí en mi desgracia, y al levantarme, mis pantalones que estaban desgarrados, por obra del movimiento pusiéronse a lucir sus lacerias. La niña estaba viéndome, sonriendo todavía. Lloré de pena y no la vi más”.
Años después ingresó al seminario. Su hermana Cristina se convirtió en monja, y el benjamín de la familia, Higinio, entró al servicio de las Armas, lo que le costó finalmente la vida. Los tres cumplieron el sueño paterno.
Ordenado sacerdote en 1899, el joven cura comenzó un periplo de casi treinta años, a través de dieciséis pueblos, algunos empobrecidos y alejados de Guadalajara, además de dos exilios, uno en 1922 a Fillmore, Estados Unidos, y otro, en 1928, a Usulután, El Salvador, en donde la gente pedía que lo convirtieran obispo. Tal itinerario fue resultado, en parte, de su complicada relación con la jerarquía eclesiástica. Con Orozco y Jiménez sostuvo varios desencuentros. Uno de ellos, relatado en el libro Alfredo R. Placencia. Poesía completa, obra indispensable, prologada y compilada por Ernesto Flores, señala que “el día que llegó el señor Orozco y Jiménez (a Atoyac), ya estaban las calles arregladas esperándolo cuando llegaron los carrancistas”. Ante la situación, el prelado quería caballos para escapar, pero Placencia insistía en que debía quedarse a convivir, en una velada literaria, con el pueblo. El arzobispo, molesto, partió y dijo “estos poetas no sirven para nada”.
En documentos de la Arquidiócesis que ha publicado José C. Martín en la revista virtual Sincronía, es posible seguir casi paso a paso esta complicada relación, que ni siquiera su amistad con el canónigo Antonio Correa, entonces secretario de la Mitra, pudo aliviar. A él escribía con frecuencia solicitando su apoyo y exponiendo sus quejas. Finalmente, el amigo dejó de atender sus llamados y Placencia se distanció.
Los testimonios de cuarenta y cinco personas, que trataron a Placencia y que recogió Ernesto Flores en su libro, lo pintan con matices distintos, como un hombre generoso, compasivo, solidario, alegre, culto, sobrio y con carácter recio. Era un hombre que se quitaba el saco para entregarlo a otro, que no toleraba los abusos y que jamás aceptó la hipocresía. Alguna vez, en respuesta a la recomendación de que acatara las disposiciones superiores para que ascendiera en la jerarquía, replicó: “no soy víbora para arrastrarme”.
Otras actitudes del vate tampoco fueron ortodoxas. Tocaba el saxofón con la banda del pueblo, en las serenatas; organizaba veladas literarias en las que solía declamar con alta voz y casi con lágrimas poemas propios o ajenos. Más aún, hombre bien parecido, agradable y culto, el padre tenía entre las feligresas, de cuando en cuando, sus admiradoras. Como aquella muchacha, la Chata Padilla, “muy salidora” que lo buscaba en su casa para confesarse y le preguntaba al llegar: “¿Padre, con quién soñó anoche?”, mientras se sentaba frente a él, lo miraba intensamente y cruzaba la pierna.
Sin embargo, Placencia nunca dejó de cumplir con sus compromisos religiosos. Se levantaba a las cuatro de la mañana para oficiar misa y cumplía una rutina estricta que incluía, no pocas veces, la contemplación nocturna de las estrellas y la escritura de poemas. Para él, la poesía no era el simple ejercicio del adorno retórico, sino la entrega a una vocación profunda que descubrió desde muy joven. Por algo en sus textos llama “hermanos” a los autores inmortales y afirma categórico que él, desde que nació, fue poeta.
Por eso, aunque su trabajo sacerdotal estuvo salpicado de problemas, encontró calma y luz en su oficio de escritor. Sus textos son casi un diario íntimo de los acontecimientos trascendentes: la muerte de sus padres, la pérdida de sus hermanos, la entrega de su querido saxofón soprano a otra persona, la enfermedad de una monja, el amor a su hijo y hasta su sueño de vivir al lado de Josefina Cortés, la mujer de su vida, quedaron registrados con maestría en poemas personalísimos, coloreados con imágenes inusuales y enriquecidos con la fuerza de la pasión. En un poema que le dedica a ella, Placencia sueña: “Sobre la Playa Larga voy a hacer mi casita/ que mire al cielo siempre y siempre mire al mar/ Así veré que el tiempo a mis pies se retuerza/ y que el cielo me abra toda su inmensidad.”
Igualmente, en El paso del dolor, plasma la profunda pena por la muerte de sus padres. En un poema de ese libro, “Autónoma”, personifica al dolor, que lo llama: “Sube, poeta./ Asciende hasta el crestón/ de la angustia suprema.// Aquí te aguardo.” Y él lo sigue hasta la cima, donde va a ejecutarse un sacrificio y, al no ver a ninguna víctima, entiende:
Tu silencio me hablaba ¿Quién podría
ser la víctima allí, de no ser yo?
Y me abracé a mi cruz, y comenzaste
la dura transfixión.
Sobre la roca escueta agonizaba
la última luz del sol.
En Del cuartel y del claustro retrata a su hermana Cristina y a su hermano Higinio. El libro está dedicado a ellos, a sus tempranas muertes y al pesar que le causaron:
¿Qué hago con los clarines de la tropa…?
¿Qué haré con la campana del convento…?
Los clarines están tocando a “diana”,
Y convida a las monjas la sonora campana.
[…]
Mis muertos nada oyen, los dos andan de viaje.
Consciente del dolor, el poeta se queja de la injusticia celestial. Su voz externa desde un suave “Ten piedad”, dirigido a la Madre, hasta un impaciente “Abre bien las compuertas”, en el que dice a Dios:
“Tocad, que si tocareis se os abrirá”, dijiste.
Por eso llego y toco
y tus misericordias seculares invoco.
Señor: cúmpleme ahora lo que me prometiste.
Otro ejemplo es su famoso “Ciego Dios”, que comienza con lo que parece una blasfemia (“Así te ves mejor, crucificado./ Bien quisieras herir, pero no puedes.”) e incluye, antes del enternecimiento final, otro reclamo: “¿Qué maldad, ni qué error, ni qué ceguera…!/ Tu amor lo quiso y la ceguera es tuya.” Aunque en su obra se respire la influencia de la Biblia, sobre todo de los Salmos, el Libro de Job, los Evangelios y el Cantar, Placencia es mucho más que un poeta religioso.
Cuando Placencia murió, apenas unas quince personas acompañaron su sepelio, entre ellas Agustín Yáñez y Alfonso Gutiérrez Hermosillo, entonces jóvenes autores que publicaban la revista Bandera de Provincias y que sentían una gran admiración por él. Murió, dice Josefina Cortés, su mujer, “de un fuerte dolor”. Y explica en el libro de Flores: “¿Qué día es ahora?” Y le dije: “18”. Dijo: “Ojalá y me muera el día 19, el día del señor San José.” “Ay, padre, ¿por qué dice eso?” “Sí, ya sería una tristeza que me aliviara. Mejor, ya estoy preparado para la muerte.”
Murió el día 20 de mayo de 1930, en Guadalajara.
Varios testigos coinciden: en las postrimerías de su vida, parecía “un ancianito”, aunque sólo tenía cincuenta y cuatro años cuando falleció. A medida que pasan los decenios, la voz de Placencia crece en el horizonte. Fue el hombre de Jalos un poeta completo, un gran poeta, que habló con el dolor, con el cielo, con Cristo y con María. Un poeta que pidió para su muerte: “Quiero un lecho raído, burdo, austero/ del hospital más pobre. Quiero una/ alondra que me cante en el alero;/ y si es tal mi fortuna/ que sea noche lunar en que me muero.” Con esto y “con mi atroz inmensidad de olvido/ contento moriré; nada más pido”. Queden como epitafio sus propias palabras: “Muera yo como Él quiere,/ ya que viví a mi antojo y he pecado a mi gusto.”

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