domingo, 20 de noviembre de 2016

Trovas del yo reunido

20/Noviembre/2016
Confabulario
Hernán Bravo Varela

Uno de los conflictos fundamentales de la poesía moderna radica en la búsqueda de la voz personal entre el ruidoso gentío de la literatura. Vivos y muertos, ilustres y marginales, clásicos y emergentes, son capaces de modular una nueva voz para después ahogarla. César Vallejo parece definir esta dinámica en los siguientes versos: “el pesar de los padres de no poder dejarnos / de arrancar de sus sueños de amor a este mundo; / ante ellos que, como Dios, de tanto amor / se comprendieron hasta creadores / y nos quisieron hasta hacernos daño”. Las afinidades electivas son tan celosas de su magisterio, que suelen confundir la pasantía obligada con alta traición. Sin embargo, todo alumno profesional apenas conoce la diferencia entre ambas; plácida o temerosamente deslumbrado por sus lecturas, termina convertido en el repetidor del piano bien temperado del maestro, en un daño colateral de los “sueños de amor a este mundo” que alguien más tuvo la vehemencia, el visionario instinto parricida, de soñar para sí.
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Como lo supo Pessoa al legar el arcón que contenía a sus setenta heterónimos, uno es y sus circunstancias potenciales. La búsqueda de la otredad no es otra que la del mismísimo e ignoto yo —aunque, tras abandonar la tutoría de los infinitos otros, el yo aparezca con las múltiples versiones de sí—. Durante su constitución, la primera persona del verbo encarna segundas y hasta terceras personas gramaticales. Pero un buen día pasa de ser un mero pronombre posesivo a un inédito nombre propio. Camaleónico, el yo logra adaptarse a su nuevo hábitat, recreándose una y otra vez en él, paulatinamente consciente de que tal hábitat es producto de esa continua recreación.
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El proceso resulta similar al que, bajo el mote de autopoiesis, designa en biología a un sistema autónomo como la célula, capaz de reproducirse y sustentarse a sí mismo. Según sostiene Humberto Maturana en su prefacio a De máquinas y seres vivos. Una teoría sobre la organización biológica (1972), se trata de “explicar y comprender a los seres vivos [obras y autores incluidos] como sistemas en los que tanto lo que pasa con ellos en la soledad de su operar como unidades autónomas, como lo que pasa con ellos en los fenómenos de la convivencia con otros, surge y se da en ellos en y a través de su realización individual como tales entes autónomos”. Así pues, en tanto sistema, la “realización individual” del yo poético depende de una estrecha “convivencia con otros”, pero exige concretarse “en la soledad [hermética] de su operar”. La identidad del yo se revela a través de una máscara poliédrica que nos exhibe no tal y como somos, sino lo(s) que deseamos ser. Una comunidad autónoma del yo que se extiende —ahora mismo, en esta oración— al plural de modestia: esa Legión gramatical y laica de nosotros mismos.
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Inciso medular de la poesía mexicana de nuestro tiempo, Francisco Hernández es bien conocido por sus retratos literarios y monólogos dramáticos. A lo largo de más de una veintena de volúmenes, se ha dedicado a escudriñar el conflicto descrito en los párrafos anteriores: la tragedia fáustica de Robert Schumann, la conversión de Friedrich Hölderlin en su alter egoScardanelli, la última voluntad de estilo de Salvador Díaz Mirón, el oscuro y hasta policiaco objeto del deseo de Emily Dickinson… Mientras tomaba esta serie de “poetografías”, Hernández redactó las entradas de un cuaderno de “viaje a la semilla”, fijando el corpus del cancionero de Mardonio Sinta (1929-1990), su heterónimo. Como Óscar Hahn en Flor de enamorados (1997), donde el chileno reescribe coplas y letrillas medievales, Hernández emplea la redondilla, la octavilla y la décima espinela —bases literarias de la música tradicional de su estado, Veracruz: el son jarocho— con desenfadada maestría. No se trata de piezas residuales o de un exotismo bibliográfico, sino de la rica y hasta gozosa problematización de un arte menor. En otras palabras, la máscara popular que ostenta un poeta mayor para confundirse entre el gentío convidado al carnaval de la literatura.
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Al prologar el compendio de sus milongas en Para las seis cuerdas (1965), Borges advierte al lector que “debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea […] Compuestas hacia mil ochocientos noventa y tantos, estas milongas hubieran sido ingenuas y bravas; ahora son meras elegías”. Las “versadas” de Sinta, en cambio, son todo menos elegías: reinvenciones de formas ligadas al ars longa de la memoria musical y a la vita brevis de la improvisación poética. No es casualidad que algunas agrupaciones que han reformulado el son jarocho —La Mata del Son y Son de Madera, por ejemplo— acudan a Sinta como letrista. En él se aprecia un “estremecimiento nuevo”: cierto nonsense de vena tropical, hecho de asociaciones tan jocosas como arbitrarias (“Me puse a hablar alemán / con una palma de coco. / Me contestó en catalán / diciendo que estaba loco”); un discurso integrado por imágenes de alta temperatura verbal y fórmulas de calibre silogístico, donde la rima consonante brinda el efecto de una coincidencia tan natural como lírica entre ambos componentes (“Para bailar es preciso / tocar un cuerpo invisible. / La música es un hechizo / y no un ruido predecible / porque cuando Dios la hizo / el silencio fue posible”); una voz que mezcla el refranero de la vox populi con las verdades apodícticas de la introspección, la simple y llana voluntad del canto con una especie de surrealismo intuitivo y de barroco atmosférico (“Caballo de dos cabezas / con el cuerpecito verde, / dime a qué santo le rezas / que tu fulgor no se pierde. // […] Caballo bridas de bronce / y nácar a contrapelo, ya deben sonar las once, / ya da principio el desvelo”).
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Tan eclécticos mecanismos no pueden provenir sino de un trovador crítico: alguien que comunica en octosílabos determinado asunto, pero que, al hacerlo, se propone retos expresivos a partir de una conciencia histórica de la tradición oral y del canon literario. En la noticia de Sinta que proporciona Hernández, éste reconoce haberle mostrado no sólo a Rubén Darío y Borges, sino a “Eduardo Carranza, José Martí, Ramón López Velarde y Jaime Sabines, entre otros”. Y prosigue Hernández: “[Sinta] sabía leer y escribir. Sin embargo, me juraba que jamás había redactado unos versos […] Él entonaba sus canciones una y otra vez hasta saberlas de memoria y yo las iba copiando en mis cuadernos”. Pero tanto la negativa a redactar de Sinta como el oficio amanuense de Hernández trazan las líneas paralelas de una misma educación sentimental, la “oscura coincidencia” que une a estos mellizos estéticos. En una entrevista, el último confiesa haber comenzado a escribir —entonar, de acuerdo con la cita anterior, sería un verbo más adecuado— con un propósito en mente: improvisar versos a mitad de las canciones para acompañar las serenatas que él y sus amigos ofrecían en su pueblo natal, San Andrés Tuxtla. Los modelos a seguir eran tanto Darío y Díaz Mirón como los recitativos de los tríos de boleros y de son jarocho o de las orquestas de son montuno. Poco a poco, el repertorio de lecturas fue ampliándose y la escritura, progresivamente más compleja, sustituyó a la recitación; acusó recibo de esa creciente pero silenciosa biblioteca, haciéndose y deshaciéndose a su imagen y semejanza. Para sorpresa de Hernández, entre los futuros autores de su estantería personal encontraríamos a Sinta, quien renunció a la escritura para que su leyenda terminase editada por su prolífico creador.
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En términos de Robert Frost, la poesía es “una manera de recordar aquello que nos empobrecería si lo olvidáramos”. Esta edición definitiva de ¿Quién me quita lo cantado?, que incluye una serie de coplas antes inéditas, no sólo recupera una faceta, una máscara, insustituible de Francisco Hernández, sino una manera familiar de recordar aquello que desconocíamos —la música intuida de una letra ignorada—; una memoria que nace junto con su experiencia: la de un viaje sin regreso a nuestro insospechado punto de partida.
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Es un viaje sin retorno
esto de escribir poesía.
Si hago surcos en contorno
cosecho la flor del día
y entre las lenguas del horno
se quema lo que se enfría.
Ya saben que no me adorno
ni es cosa de valentía:
es un viaje sin retorno
esto de escribir poesía.
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Ciudad de México, 28 de abril de 2016

Ramón López Velarde y Efrén Rebolledo: cien años de La sangre devota y Caro victrix

20/Noviembre/2016
Jornada Semanal
Evodio Escalante

I

Tres acontecimientos poéticos tuvieron lugar en nuestro país en 1916. Primero, la publicación de Poetas nuevos de México, la excelente antología que editó Genaro Estrada; segundo, la aparición de los atrevidos sonetos eróticos que conforman Caro victrix, del parnasiano Efrén Rebolledo, y tercero, la de La sangre devota, el primer libro del joven poeta zacatecano Ramón López Velarde. Acerca de la notable antología de Estrada, certera por los autores que recopila y todavía más por el ramillete de opiniones críticas que reúne en torno a los mismos, me parece lamentable que ninguna editorial del Estado ni de la iniciativa privada se haya preocupado por hacer una nueva edición que la dé a conocer a los lectores de subsecuentes generaciones, máxime si se considera que esta antología fijó la pauta de todas las que habrían de venir. En lo que respecta a Rebolledo y López Velarde, lo que me llama la atención es que los poetas se ubican en posiciones antitéticas. Mientras el diplomático Rebolledo se deleita retratando en sus sonetos escenas de alta temperatura erótica, con menciones explícitas al lesbianismo, al vampirismo, a la erección, a la humedad de la rosa sexual, a la fellatio, el cunnilingus y otras linduras por el estilo, Ramón López Velarde adopta la estrategia del recato y la contención “bien portada”. La sangre devotacumple lo que ofrece. Más allá de la evocación de la provincia y del elogio de las virtudes pueblerinas, al cobijo de la religiosidad ambiente, el libro puede leerse como el recuento de la vida de un poeta en formación, desde los primeros escarceos en el Seminario de provincia, hasta las tentaciones que ofrece la vida adulta en la capital del país.
Tan quiere dar el poeta la impresión de un “alma devota” que refrena los impulsos carnales, que en más de dos ocasiones se da el lujo de expresar su rechazo al amor de las prostitutas, esas mercenarias de la ciudad. A Fuensanta, primer gran amor de su vida, le dice que prefiere la frescura de sus manos al amor aventurero de las “azafatas súbitas de la carne”; en otro poema de La sangre devota, después de decirle: “Tú fuiste, Amada, mi primer amor/ y serás el postrero”, aunque no deja de reconocer que “el alma atónita se queda/ con las venustidades tentadoras”, finalmente le asegura que “quiere mejor santificar las horas/ quedándose a dormir en la almohada” de sus brazos de seda...
En “A la gracia primitiva de las aldeanas”, uno de los poemas emblemáticos del libro, se refiere a las muchachas pueblerinas como verdaderos “vasos de devoción”, y como “arcas piadosas/ en que el amor jamás se contamina”. Aunque confiesa tener hambre y sed de amor, de inmediato asegura que siempre se ha negado “a satisfacerlas en los turbadores/ gozos de ciudades –flores de pecado–.” La tajante declaratoria con la que se cierra el texto no deja lugar a dudas: “Mi hambre de amores y mi sed de ensueño/ que se satisfagan en el ignorado/ grupo de doncellas de un lugar pequeño.”
Los poemas iniciales de La sangre devota pertenecen a la experiencia temprana del autor: rememoran el Seminario y algún amor platónico a una joven novicia. Algunos de ellos postulan una suerte de regresión: el autor quiere volver a la castidad de la infancia. Anhela ser una casta pequeñez. Evoca esos domingos en que las mozas, con “el Lavalle en las manos”, se dirigían a toda prisa a escuchar misa a la iglesia. Luego viene la adolescencia. En “Mi prima Águeda” el autor es ya un rapaz que conoce “la o por lo redondo” y que, ante el luto ceremonioso de la joven, experimenta “calosfríos ignotos”. Mucho se ha dicho que este poema está escrito a la sombra de Francis Jammes. Habría que precisar que López Velarde, que no leía francés, quedó impactado por la traducción que hiciera González Martínez. La persistente rima asonante en o-o que gobierna todo el poema se inspira de modo directo en la traducción un tanto “lugoniana” que hiciera el poeta de “Tuércele el cuello al cisne” y no tanto en la dicción más bien opaca del mismo Jammes.
No dejan de aparecer, aquí y allá, rasgos decadentistas. A la obsesiva Fuensanta no duda en declararle: “Por ti el estar enfermo es estar sano.” En otro texto asegura que su vida está “enferma de fastidio” y que lleva con él una “tristeza crónica”. A una mujer, cuyo nombre desconocemos, le agradece que embalsame con rosas “la cabecera de un convaleciente”. Su entrega incondicional a Fuensanta, por cierto, no está exenta de algún leve toque baudelaireano vinculado al sadomaso-quismo, por eso quiere que su corazón se convierta en los pedales del piano para que ella pueda… aplastarlo con sus extremidades. La primera cuarteta de “Para tus pies” no me deja mentir:

Hoy te contemplo en el piano, señora mía, Fuensanta,
las manos sobre las teclas, en los pedales la planta,
y ambiciona santamente la dicha de los pedales
mi corazón, por estar bajo tus pies ideales.

Algunos de los poemas finales no están inspirados en Fuensanta sino en su segundo y definitivo “amor imposible”: la guapa y letrada Margarita Quijano, a quien conoce ya en la capital del país a donde el poeta se ha trasladado a partir de 1914. Cuando menos uno de los poemas, “Boca flexible y ávida”, lo inspira este nuevo romance que no deja de atormentarlo. En franco contraste con Rebolledo, quien en el primero de los sonetos de Caro victrix describe con todas sus letras un acto carnal consumado, como vemos en “Posesión”:

Se nublaron los cielos de tus ojos,
y como una paloma agonizante,
abatiste en mi pecho tu semblante
que tiñó el rosicler de los sonrojos.

Jardín de nardos y de mirtos rojos
era tu seno mórbido y fragante,
y al sucumbir, abriste palpitante
la puerta de marfil de tus hinojos.

Me diste generosa tus ardientes
labios, tu aguda lengua que cual fino
dardo vibraba en medio de tus dientes.

Y dócil, mustia, como débil hoja
que gime cuando pasa el torbellino
gemiste de delicia y de congoja.

El poeta zacatecano, quien se asume como un agonizante deseoso de decir “amén”, se limita a contemplar a su nueva amada en el momento de comulgar en los oficios religiosos:

Cumplo a mediodía
con el buen precepto de oír misa entera
los domingos; y a estas misas cenitales
concurres tú, agudo perfil; cabellera
tormentosa, nuca morena, ojos fijos;
boca flexible, ávida de lo concienzudo,
hecha para dar los besos prolijos
y articular la sílaba lenta
de un minucioso idilio, y también
para persuadir a un agonizante
a que diga amén.

Aunque reconoce en seguida que esta mujer es “un peligro/ armonioso para mi filosofía petulante”, la sangre no llega al río. Lo que el “amén” consuma no es un acto carnal sino el final de un largo padecer. Donde Efrén Rebolledo se entrega de plano a lujuriosos deleites, se diría que López Velarde prefiere ganar una medalla por su buena conducta.

II

La crítica mexicana aclama La sangre devota por unanimidad. Se trata de una suerte de consagración instantánea. Genaro Estrada lo incluye en su antología de Poetas nuevos de México y ahí recoge algunas de las opiniones de los críticos más influyentes. Antonio Castro Leal le endosa cuatro adjetivos en escalera: sería a la vez sentimental, provinciano, cristiano y silencioso. Afirma Castro Leal: “Este poeta es, por una parte, un poeta profundamente sentimental que no ha olvidado el país en que nació, ni las muchachas de su tierra, ni la Virgen de su parroquia, ni la plaza de su ciudad; y su libro es humilde, sencillo, pintoresco, y su arte firme, diáfano, risueño.” Agrega ahí mismo: “Como es un amante poeta de provincia, es un poeta cristiano. Los cosmopolitas tienen ideas demasiado generales sobre la religión: hay que haber visto desde pequeño su parroquia para tener esa fe suave y legendaria, esa unción inconsciente y cordial.”
Aunque hasta aquí todo parece miel sobre hojuelas, Castro Leal no deja de deslizar esta observación que algo tiene de inquietante: “Este poeta es, por otra parte, un poco extraño y empieza a mostrar un arte paulatinamente oscuro y difícil.”
Estrada recoge también un párrafo de Jesús Villalpando. Este crítico observa “ciertos desfallecimientos de estilo” en López Velarde, pero los juzga sinceros y ajustados a su personalidad. Se atreve a decir que son “intencionales”, lo que no es poca cosa. “A pesar de estas deficiencias, su forma se oye noble y suavemente rítmica, a causa de que el poeta posee un arma formidable para triunfar en ese duelo a muerte, que siempre ha existido, entre el pensamiento y la forma: el manejo del adjetivo como alma del estilo.”
Por si esto no bastara, en una breve nota que publica ese mismo año en la revista La nave, Julio Torri, del círculo del Ateneo de la Juventud, atreve una suerte de profecía que además habrá de cumplirse. Asevera: “López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue de ayer, Manuel José Othón.”
Mi hipótesis es que para obtener este reconocimiento López Velarde tuvo que hacerle un poco a la “mosca muerta”. Creo que es posible imaginar las tremendas presiones a que estuvo sometido este “fuereño”, este bardo de la provincia sin mayores recursos que buscaba ser aceptado por las eminencias de la capital. El rebelde que había en él tenía que disfrazarse para avanzar enmascarado como alguna vez lo había hecho el filósofo René Descartes.
Si uno revisa algunos de los artículos que el entonces desconocido López Velarde había publicado en provincia antes de venirse a vivir a Ciudad de México, encontrará una veta crítica de enorme vigor. Al gran José Juan Tablada, en un artículo que firma con el pseudónimo de Esteban Marcel, lo llega a llamar despectivamente “Tablón”. Admira al poeta González Martínez pero se inconforma cuando éste acepta ingresar a la Academia Mexicana de la Lengua: “Yo tengo una alta opinión de González Martínez y me duele mirarlo junto a los cachivaches del tiempo ancho.” Le parece una incongruencia que un cuerpo tradicional (conformado por vejestorios) admita en su seno a uno de los poetas nuevos. Añade un dictumtremendo pero cierto: “las Academias son conservadoras”. “Darío, Villaespesa, Nervo y Rosado Vega valen más que el envarado criterio académico.” En suma, irreverente y burlón, al López Velarde de provincia los académicos le parecen un aquelarre. Una asamblea de supersticiosos.
En otro artículo en que aborda la poesía de Amado Nervo –aquí sí, firmado con su nombre– la emprende contra las “nulidades que saben gramática”. Reprueba tanto a los “versificadores gafos” como a los “señores que se emperifollan a la academia”.
Para triunfar en la capital López Velarde tenía que ocultar estos posicionamientos críticos. Así lo hizo puntualmente, y obedeciendo esta tónica compuso su primer gran libro, La sangre devota.
¿Toda La sangre devota se somete a un ardid camaleónico? Me parece que no. Observo que hay en el libro, excepción significativa, un cuasi-soneto que se coloca en una tesitura muy diferente. Se trata de “Noches de hotel”, un texto que ha pasado hasta donde sé inadvertido por la crítica y que por su toque sórdido y desencantado, ayuno a la vez de los artificios de la belleza, se parece mucho a lo que por ese entonces estaba escribiendo ts. Eliot. No tengo espacio para detenerme en él. Sólo adelanto que en este poema López Velarde se despide de la familia y del supuesto provinciano que es en términos que me parecen bastante elocuentes:

Lejos quedó el terruño, la familia distante,
y en la hora gris del éxodo medita el caminante
que hay jornadas luctuosas y alegres en el mundo:

Que van pasando juntos por el sórdido hotel
con el cosmopolita dolor del moribundo
los alocados lances de la luna de miel.

Estoy convencido de que en el cosmopolita dolor del moribundo –verso que sintetiza la compleja situación anímica del poeta– se anticipa el rebelde anti-académico que habría de publicar apenas tres años más tarde, también en la capital del país, el libro que le daría la inmortalidad: Zozobra 

sábado, 12 de noviembre de 2016

Efrén Hernández y los escritores raros

12/Noviembre/2016
El cultural
Alejandro Toledo

Según un dicho popular, lo raro es hermano, o primo hermano, de lo feo. Un coloquio universitario, celebrado en la Biblioteca Nacional, propuso a escritores y académicos reflexionar sobre la noción literaria de “raro”, que proviene, claro está, del poeta nicaragüense Rubén Darío, quien así, aunque en plural (Los raros, 1896), llamó a un libro suyo de semblanzas en el que figuran Paul Verlaine, Edgar Allan Poe, Leconte de Lisle, Villiers de l’Isle Adam, León Bloy y el conde de Lautréamont, por señalar sólo algunos.
Resumo algunos apuntes recientes sobre el tema y avanzo hacia Efrén Hernández (1904-1958).
No hay en Darío, como acaso pediría la academia, alguna definición de lo raro o los raros; ésta se conformará a partir de los retratos que hace de esas personalidades, y ciertas señas puestas aquí y allá. Sin embargo, el primer texto revisa El arte en silencio de Camille Mauclair, un “sano volumen”, escribe el nicaragüense, en el que el crítico francés ha agrupado “a varios artistas aislados”. Lo raro se manifiesta, pues (según lo que llevamos expuesto, con la bandera ondeante de Darío), por el aislamiento artístico, la decisión de realizar su oficio sin gran ruido: un arte que se crea en el silencio.
Julio Cortázar publica en 1962 una colección de brevedades titulada Historias de cronopios y de famas. Hay ahí una sección, “Ocupaciones raras”, que parece recordar a Darío, en la que se apunta: “Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”.
Cortázar aplicó algunas veces el término “cronopio” a personajes queridos por él, como Louis Armstrong o Felisberto Hernández. Diríase que uno y otro, el raro de Darío y el cronopio cortazariano, son básicamente la misma especie. A propósito de Felisberto y Macedonio Fernández, también se habla (en el volumen Desencuadernados: vanguardias excéntricas en el Río de la Plata, Julio Prieto, 2002) de “la ex-centricidad como opción deliberada de quedarse fuera —o en un ambiguo borde— de la escena cultural, y de proyectar, en consecuencia, un tipo de discurso encaminado al objetivo aparentemente contradictorio de retirarse, de salir de escena o, cuando menos, de quedarse al fondo, en la penumbra de un segundo término”.
Para encontrar a los raros, hay que hacer a un lado a las figuras centrales del hit parade literario, aquellas que parecen mandar (uso el término taurino) en la República de las Letras, y (sigo en la plaza de toros) atisbar en la sombra acaso al espontáneo que aguarda, oculto en el callejón, el instante en que irrumpirá en el ruedo, no para llamar la atención sino para provocar una ruptura. O hacia aquel que torea en plazas de mala muerte y lo hace sólo por el gusto de armar, ante el asombro de sólo unos cuantos (y quizá no con toros reales sino con carretones, estos artefactos construidos con fierros y cuernos), su propia fiesta brava.
¿Cómo aplicar estas raras nociones a la literatura mexicana? El lector, a su manera, también puede ser un cronopio; y no mira en el teatro a los que están al frente de la puesta sino a quienes parecen fungir como extras, pero que desde su perspectiva algo dislocada (aunque exacta) dan a la obra su razón de ser o su contexto. Mas seguramente ocurriría que lo que un lector-cronopio considere significativo a otro lector-cronopio, sentado así nomás a un lado, en el asiento de junto, le parezca intrascendente, y observe hacia otra parte o simplemente se aburra y vaya a conversar con el acomodador o el que vende las entradas.
Hace más de dos décadas, Daniel González Dueñas y yo publicamos Aperturas sobre el extrañamiento (Conaculta, 1993), en donde reunimos a cuatro figuras marginales, dos de Sudamérica (Felisberto Hernández y Antonio Porchia) y dos de México (Efrén Hernández y Francisco Tario). ¿Por qué Efrén Hernández y Francisco Tario son raros? En estas explicaciones la pluma se pierde un poco. Según la frase de Tolstoi que abre Ana Karenina, todas las familias felices son iguales pero las infelices lo son cada una a su manera. Así pasa con los cronopios: cada uno es raro a su modo, y esa sensación de excentricidad puede ser parte del personaje y su escritura pero también se agrega algo de aquel que lo separa del paisaje. Es decir: cada quien, cada lector, arma su propia lista de escritores raros.
La obra de Efrén Hernández no es muy conocida por el “gran público” (¿otra condición de lo raro?), él hizo de la distracción o la divagación un método; Tario, arquero de futbol y pianista, es uno de los precursores del relato fantástico en nuestro país. El primero, divagante en sus narraciones, construye en el aire de castillos imposibles; y el segundo, animador de objetos (el traje gris, el féretro) y animales (el perro o la gallina), es artífice de algunos cuentos magistrales (como “La noche de Margaret Rose” o “Entre tus dedos helados”).
De una vez despidámonos
Vuelvo a Efrén Hernández, cuya obra nos fue presentada (a Daniel González Dueñas y a mí) hace ya varias décadas por Marco Antonio Millán, quien dirigió la revista América, y un tiempo tuvo al propio Hernández como subdirector. De forma espontánea, cuando lo visitábamos en su casa, Millán solía recitar poemas de Efrén Hernández; y hacia el final de nuestras largas conversaciones le gustaba decir estos versos:
De una vez despidámonos, no
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir ni adiós ya se
pudiera.
Al encontrar este poema en las Obras (1965) de Hernández, editadas por Alí Chumacero, me sorprendió la variación en el último verso, en donde el “decir ni adiós” se convertía en “decir mi adiós”, que lo oscurece. Leámoslo así:
De una vez despidámonos, no
fuera
a acontecer, después, que como
vino,
sin saludar, marchárase el destino,
cuando decir mi adiós ya se
pudiera.
Si convertimos estos versos en prosa, cual si se tratara de un ejercicio de traducción, queda claro que es mejor despedirse de una vez porque el destino, así como vino, sin saludar, puede marcharse, cuando ya ni adiós se pueda decir. Bajo estas reflexiones, y sobre todo con el recuerdo de la recitación de Millán, consideré que había ahí una errata, la eme por la ene; y me permití corregirla en el volumen I de las Obras completas (2007).
De esa experiencia de escuchar a Millán hablar de Efrén Hernández González Dueñas y yo armamos el retrato “Una figura en el paisaje”, incluido en Aperturas sobre el extrañamiento, a la vez base de La invención de sí mismo, que son las memorias de Millán (Memorias Mexicanas, Conaculta, 2009); y de oírlo recitar esos textos pasé, claro, a la búsqueda de las páginas impresas. Fue de nuevo por Millán, quien me regaló la primera edición del poemario Entre apagados muros (1943), espléndido trabajo de la Imprenta Universitaria, entonces bajo la dirección de Francisco Monterde (como se lee en el colofón), con grabados en madera ejecutados por Julio Prieto. Ahora que tomo ese libro entre mis manos se desprende una hoja suelta con tres párrafos que firma Octavio Blanco, hoja de la que no tenía recuerdo. Leo ahí:
Una extraña emoción sobrecoge al leer este libro. Algo como una inmersión en una atmósfera apagada, de misteriosas esencias recónditas. Estos poemas, bañados en linfas clásicas corriendo, circulares, hasta fundirse en las sombras vírgenes, dan, paralelamente, un gusto desconocido y turbador, a sueño sin dormir y una emoción antigua, como el temblor de aquellas fuentes “de semblantes plateados” nacidas en la lengua original de San Juan de la Cruz.
Ya por la pura parte formal de sencilla elegancia, de solemne trazo, por la calidad y riqueza en sordina de sus palabras, ganaría el autor un sitio eminente entre los poetas de México y América.
Frente a esa poesía híbrida y descoyuntada, desabrida y peligrosa, asentada sobre suelos extraños, nace, ejemplificando, la nueva voz de Efrén Hernández. Su pequeño libro pulcro, sus diecisiete poemas verticales se levantan para señalar un nuevo rumbo y oriente.
La hojita fue impresa con posterioridad e insertada en el volumen, con párrafos entresacados de un artículo aparecido en la revista Tiras de colores el 16 de julio de 1943.
No soy bibliófilo, no ando a la caza de primeras ediciones, pero conservo en mi biblioteca algunas muy apreciables, y casi todas me han sido obsequiadas. De Efrén Hernández tengo, además de Entre apagados muros, la edición de autor de Cerrazón sobre Nicomaco (1946), labor de la Imprenta Claridad, de los Hermanos Ramírez, con portada e ilustraciones del propio Efrén; y La paloma, el sótano y la torre (1949), edición de la Secretaría de Educación Pública, con portada e ilustraciones de Gabriel Fernández Ledesma.
No es toda la bibliografía original de Hernández. Si vamos al listado que de ella hizo Luis Mario Schneider, actualizado por Yanna Hadatty Mora para el tomo II de las Obras completas (2012), el comienzo es Tachas (1928), edición de la Secretaría de Educación Pública, con epílogo de Salvador Novo, al que le sigue El señor de palo (1932), editado por Acento.
El tercer libro en la bibliografía de Efrén Hernández es el volumen Cuentos (1941), edición de la Universidad Nacional Autónoma, cuyo colofón es ya un ejercicio efreniano. Dice:
El Lic. Andrés Serra Rojas pidió al autor la colección de sus cuentos, y gestionó y obtuvo el amparo e impresión de este volumen, de la UNAM. Límites de entendimiento y medios —el insuperable Nadie puede añadir un codo a su estatura— han obligado al propio autor a resignarse a compensar tan desusado acto de generosidad, con este vulgarísimo de hacer de su gratitud un documento de dominio público; pues está convencido de que el medio de expresión por excelencia son los hechos, y que si un renglón sincero es edificante, lo es inmensamente más un hecho asimismo sincero, y lo supera, con ventaja que no puede encarecerse, en fecundidad. —Se imprimió en la Imprenta Universitaria, bajo la dirección de Francisco Monterde, y lo ilustró Julio Prieto con la portada y nueve grabados en madera.
Son nueve relatos: “Tachas”, “Santa Teresa”, “Un gran escritor muy bien agradecido”, “El señor de palo”, “Un clavito en el aire”, “Incompañía”, “Sobre causas de títeres”, “Unos cuantos tomates en una repisita” y “Una historia sin brillo”.
En la edición de 1965 de las Obras de Efrén Hernández vienen esos mismos cuentos, en ese orden, más “Don Juan de las Pitas habla de humildad”, “Carta tal vez de más”, “Trabajos de amor perdidos” y “Toñito entre nosotros (Estampa)”. Yo agregué, en el tomo I de las Obras completas de 2007, “Animalita”, hallado en sus papeles.
Por razones que desconozco, en 1965 el tercer cuento cambió su título. Se llamaba, en 1941, “Un gran escritor muy bien agradecido” y perdió el gran en el camino para ser simplemente “Un escritor muy bien agradecido”. Podría ser una decisión de autor o de editor. Sería consecuente con Efrén, afecto a las cosas mínimas, restarle grandiosidad a su protagonista, Jacinto José Pedro. Habría que apoyarse, para sopesar bien el asunto, en el tomo Sus mejores cuentos (1956), de la Editorial Novaro, que se publicó con Efrén aún vivito y coleando.
Éste trata de un joven poeta que al anochecer, para espantar el hambre, sale a caminar por el ahora llamado Centro Histórico de la Ciudad de México. Ese día, o esa noche, se distrae y llega a deshoras a la casa en que vive para descubrir que olvidó o perdió la llave; por abrir la puerta la portera tiene fijada una cuota de diez centavos, que en ese momento el protagonista no puede pagar. Esto lo obliga a quedarse fuera y recorrer, hasta que amanece, las calles de la ciudad, apesadumbrado por esa tragedia menor, ruda para él, al percibir la soledad y la miseria, incluso con la intención, en algún instante, de hacerse daño, de atravesarse el corazón con su navaja.
Irrumpe aquí una curiosa comunión de “haches”: en cuentos como éste, Hernández nos recuerda a Knut Hamsun, el autor noruego, sobre todo en sus novelas iniciales, Hambre (1890) y Pan (1894), sobre seres que pasan noches en vela y rondan por las calles, pues en su caída social han perdido los espacios habituales para vivir. Y en “Un escritor muy bien agradecido”, precisamente en esta parte en la que el abatimiento parece vencer a Jacinto José Pedro, de pronto Efrén se refiere además al violinista ruso Jascha Heifetz, que le da una base musical a su escritura. ¿A qué suena la obra de Efrén Hernández? Suena a Jascha Heifetz. La “trinidad de la hache” estaría integrada, pues, por Hernández, Hamsun y Heifetz.
Mucho de lo que escribe Efrén tiene una base autobiográfica. La paloma, el sótano y la torre describe su infancia en León. En Cerrazón sobre Nicomaco refiere sus extrañamientos de la burocracia posrevolucionaria, tan corrompida entonces como ahora. Y en sus narraciones suelen aparecer, además, quienes lo acompañaron en su tránsito por el mundo. En “Tachas”, por ejemplo, se nombra al Tlacuache César Garizurieta, quien como juez de paz transformó el enamoramiento de Efrén por Beatriz Ponzanelli, una muchacha de la alta sociedad, y un romance que parecía imposible para el muchacho pobre, en un matrimonio legal (realizado en el balcón, con el Tlacuache y Efrén apoyados en una escalera de madera), que es aquello que subyace a “Una historia sin brillo”, el último cuento del volumen.
En “Un escritor muy bien agradecido” surge la pregunta: “¿Cómo había de quererlo alguien, si no tenía ni los diez centavos para pagar la puerta?” Y en “Una historia sin brillo”, aún en sus penurias, el héroe logra sacar a la dama del castillo y la instala en su muy humilde morada, como se lee al final de ese tomo universitario:
Pues ésta es la verdad: que ahora estoy casado, que mi mujer dejó, por mí, un palacio; que la mujer con quien me he casado es rica, y rica en forma tal, que desde que la saqué de la casa de sus padres y la traje a la mía, ésta, tan pobrecita siempre, amaneció a ser un palacio, y aquélla, tan soberbia, tan alzada, quedó sumida en sombra, empobrecida, y llena de toda suerte de ansias, hambres, desazones y miserias.
Así que en Cuentos, en esas nueve narraciones que lo conformaron, está dibujada su historia, desde su paso por la escuela (con Orteguita, “el paciente maestro que dicta en la cátedra de procedimientos”), sus extravíos citadinos como poeta novel, hasta el momento en que logra sentar cabeza, como suele decirse. Brilla ahí Efrén Hernández con sus rarezas.

domingo, 6 de noviembre de 2016

La revista Plural: pilar de la cultura mexicana

6/Noviembre/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

En 1965 y en 1976 la cultura mexicana sufrió dos grandes golpes: la salida de don Arnaldo Orfila Reynal del Fondo de Cultura Económica, por orden de Díaz Ordaz, y la de Julio Scherer García del periódico Excélsior. De inmediato, Octavio Paz renunció con todo su equipo a la revista Plural, que dependía de Excélsior. A Julio Scherer debió reconfortarlo que un intelectual de la talla de Paz se solidarizara con él y con los 103 periodistas que quedaron literalmente en la calle.

Recuerdo la fundación de Plural en octubre de 1971. Al regresar de India, porque había renunciado a la embajada como protesta por la masacre del 2 de octubre de 1968, Paz pensó en fundar una revista porque siempre fue un hacedor de revistas, de Barandal, en 1931, a Vuelta, aunque Letras Libres podría ser su nieta. En pocos países puede verse la continuidad que logró Paz en las revistas literarias que promovió. En América Latina, crear y sostener una revista literaria es una hazaña.

En una comida en el Champs Elysées –entonces en un departamento del Paseo de la Reforma– Octavio Paz sugirió a mi padre que formara yo parte del consejo de redacción de Plural. Como Carlos Monsiváis (sucesor de Fernando Benítez en La Cultura en México, de Siempre!) me había invitado también, repuse que no podría pertenecer a consejo alguno, además de que me sentía y me siento considerablemente inepta para aconsejar.

Plural era una revista grandota, tabloide, con un tamaño equivalente a la mitad de una plana de Excélsior. La diseñaba Kazuya Sakai y la escribían Danubio Torres Fierro, José de la Colina, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Alejandro Rossi y Tomás Segovia, que eran los guapos, y Gabriel Zaid, que era el deslumbrante. Si no fui integrante del consejo de redacción al lado de mi muy querida y recordada Julieta Campos, Octavio sí me encargó varios reportajes, el primero sobre el Festival de Avándaro, el Woodstock mexicano, en las noches del 11 y 12 de septiembre de 1971, en el que entretejí las voces de los jipitecas con las rolas estruendosas del rock. Para escribirlo, muchos jóvenes vinieron a la casa con sus jeans y su pelo largo y me rogaban a las nueve de la mañana que me “agenciara unas chelas”, cosa que disgustaba a Guillermo Haro, aunque no le disgustó la fotografía de una chava que se atrevió a enseñar sus pechos –por cierto preciosos– sentada a horcajadas sobre los hombros de otro chavo de la onda. ¡Me van a correr de mi casa! –lloraba después. “¡Ya ves, te lo dije! ¿Para qué te diste tantos toques?” –comentaban sus cuates. Total, un mundo frágil en el que los padres todavía eran cajas fuertes y muchos chavos condenaban al horrible PRI de sus papás, también horribles.

Permítaseme un pequeño paréntesis para recordar aquí la entrega de Julieta Campos y confirmar que el Pen Club mexicano nunca alcanzó un nivel tan alto como durante los años en que Julieta tomó sus riendas.

Cuando Octavio me pidió otro reportaje sobre el aborto, me retorcí como gusano. ¡Qué mala onda! ¿Por qué yo, por qué yo? Todo lo feo yo. ¿Por qué no puedo escribir un poema, como Ulalume? No, tú, el aborto. ¡Qué gacho, no quiero! ¿Por qué no puedo andar flotando como Ulalume con la mirada en el cielo y la esperanza de que algún día me hable Lewis Carrol? ¿Por qué siempre me toca a mí la obra negra? Elena, ¿no que te importan tanto las causas sociales? –respondía irónico. Tú, a lo tuyo.

Ya Octavio tenía gran conciencia de las demandas del feminismo y el tema del aborto le parecía central; había que contribuir a su despenalización. Fui a las vecindades a escuchar historias de agujas de tejer que perforan el intestino y menjurjes de hierbas abortivas compradas en el mercado Sonora. Él me felicitó cuando le entregué las 20 páginas solicitadas.

Una felicitación de Octavio Paz era un paso a la gloria. Me citaba en su departamento de la calle de Lerma, en el último piso. Nos sentábamos a la mesa del comedor y corregía con ojo de águila página por página. No se le iba una. Esto es así porque es así. Del artículo de Jesusa Palancares cortó una parrafada. Sobra, y lo rayó de arriba abajo. Ojalá y fueras espiritista como Jesusa –protesté. A tu texto sigue sobrándole el final. Bueno, ni modo. Octavio reía mucho, reía con facilidad. También hablaba mucho y las interrupciones lo irritaban. Siempre y casi para todo se refería a André Breton, por eso creo que nada influyó tanto en su vida como el surrealismo.

La revista Plural duró de octubre de 1971 al 8 de julio de 1976, los años del echeverrismo, los años de don Daniel Cosío Villegas y del Excélsior de Julio Scherer García. Scherer repitió en incontables ocasiones cómo lo emocionó la renuncia de Octavio Paz.

A lo largo de sus viajes y sus estancias en universidades de Europa y de Estados Unidos, Octavio y Marie Jo hacían amistades profundas y duraderas. Octavio tenía una prodigiosa capacidad de convocatoria y echó puentes con los talentos de su tiempo. Cioran comentaba que en Francia eran muchísimo más provincianos que en México, porque Octavio lanzaba a escritores que pronto serían célebres y que nadie, hasta entonces, había descubierto. Era verdad, Paz supo conjugar los talentos más diversos. En su revista publicaron de Italo Calvino a Julio Cortázar, de Cioran a Castoriadis, de Carlos Fuentes a Mario Vargas Llosa, de los disidentes rusos, Brodsky y Mandelstam, a Mario de Andrade y a Haroldo de Campos; de Claude Levi-Strauss a Elizabeth Bishop, de Claude Roy, Daniel Bell a Charles Tomlinson y a André Pieyre de Mandiargues. Una tarde, en la Ciudad de México, encontré muy emocionada en la calle de Guadalquivir a otra amiga queridísima, Esther Seligson, tenía una cara de total felicidad y cuando le pregunté si se le había aparecido la Virgen de Guadalupe me respondió: “Me van a publicar en Plural”.

Plural fue la revista de muchísimas voces y también la voz inconfundible de Octavio Paz que allí batalló contra los ideólogos, sus enemigos naturales, que desde allí promovió su versión de la democracia y que allí conjuntó la creación y la crítica. Todas las bibliotecas de las universidades exhibían en sus anaqueles la revista de Octavio, maestros y estudiantes se suscribían a Plural. Harvard, Princeton, Stanford o Mount Holyoke la reclamaban. Plural nos situaba en el concierto de las literaturas del mundo y gracias a ella podíamos leer a autores que nos abrían una puerta antes ignorada. Seguramente Octavio supo cómo destacaban las bibliotecarias a su Plural y a su persona. ¡Oh, he is such a lovely poet! How I love his blue eyes. Desde el lanzamiento de Barandal, en 1931, al lado de tres compañeros de preparatoria Rafael López Malo, Salvador Toscano y Arnulfo Martínez Lavalle, Paz fue una punta de flecha de la edición de revistas culturales en México.

Las grandes páginas que yo leía al comprar Plural en un puesto de periódicos se convirtieron en Vuelta después del golpe a Excélsior y más tarde en Letras Libres –fundada en 1999– y permanecen como testimonio de la fuerza y el poder de continuidad del pensamiento de Octavio Paz en lo más alto de la cultura mexicana.