domingo, 18 de junio de 2017

Raúl Renán: cantata a dos voces

18/Junio/2017
Confabulario
José Homero

En “My heart leaps up”, el poeta romántico inglés William Wordsworth intuyó que “el niño es el padre del hombre”. Esta revelación, que en el curso de los años se ha convertido en un auténtico proverbio al punto que se olvida la autoría, se antoja propicio lema para presidir la obra póstuma de Raúl Renán (1928-2017).
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La poesía de Renán aún espera una crítica atenta y razonada que la sitúe dentro de los siglos XX y XXI mexicanos. Acaso su tardío nacimiento editorial –sumaba ya cuatro décadas cuando publica su opúsculo primero–, su afición por el aspecto material de la escritura –fue macluhiano y supo que el medio incluso en la poesía es también el mensaje–, su vibrante ludismo y su espontánea erudición relegaron el cabal y necesario aprecio que exige su talento.
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Lector suyo durante años, además de honrarme con su amistad, Renán me remitió dos veces, sendas versiones de un mismo poema. En 2014 recibí la propuesta de escribir el prólogo de “Herida a dos yoes”. En febrero de este 2017 conocí una nueva versión, más extensa, ahora intitulada “Infancia ajena”. Al consultar con la escritora Norma Salazar, amada musa de Raúl, me entera que aparecerá como libro en una importante editorial. Se trata de un solo poema, que culmina la obra entera de Renán. Elijo con deliberación el verbo: culminar, voz que torna acción una designación: la del punto más alto de un proceso; en una acepción segunda, como solemos usarlo, el punto final. “Infancia ajena” es no sólo en el poema que cierra una trayectoria sino también su culmen. No me impulsan el cariño o la emoción para proclamar que es la mejor obra de Raúl. También, uno de los grandes poemas mexicanos recientes. En ese aún augural examen del lugar de esta poesía en el panteón mexicano estoy convencido que este libro final será el eje.
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II
Renán, conocido autor de poemas breves o de formas más extensas pero prefiriendo el verso de arte menor, nos sorprende con un texto largo. Y complejo. Porque aun cuando el aliento lírico sustenta ritmo y cauce, lo cierto es que se urde con criterio narrativo. Remembranza de las vivencias infantiles, la evocación no es feliz ni se construye en torno al manantial, ya muy agotado, de la infancia paradisíaca sino que por el contrario resulta uno de los testimonios más crudos, más dolorosos, de la niñez quebrantada. Al conocer este elemento biográfico se agiganta aún más la estatura moral del hombre Renán.
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Hay un momento en la historia de la literatura en que novela y poesía comparten e incluso intercambian procedimientos. No preciso convocar los ecos entre la poesía de T. S. Eliot y la novela de James Joyce. Bastaría evocar los climas de Octavio Paz en Pasado en claro y de Juan Vicente Melo en La obediencia nocturna para ilustrar que esa confluencia de temporalidades es confluencia de miradas y sobre todo de relaciones, de relatos de lo que se contempla, lo que se ve. El narrador adulto ve al personaje niño –o joven– desde su propio presente, pero al remontarse en el río del tiempo termina bogando en el presente de aquel. Así, de entrada, los dos presentes, el del escritor maduro quien visita al niño –o joven– que fue, y el de este niño –o joven–, confluyen en uno solo. En la aritmética del verbo, uno más uno no suman dos sino uno: unidad del presente de la escritura.
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En “Infancia ajena” pese a la conciencia de ajenidad el yo adulto vuelve a experimentar el dolor del niño que fue. Es decir, a pesar de instaurar una distancia, indispensable para la recapitulación, el sufrimiento no mengua con los lentes del tiempo sino que al contrario, como la luz del sol tras los cristales graduados, parece avivarse. Quemar. Arder aún en la piel de la memoria. La evocación se torna conmemoración: revivir.
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con cintarazos
que todavía duelen
a la memoria.
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Herida ajena” configura dos tiempos asentando un diálogo entre el poeta maduro y el yo niño. El niño no habla, no se expresa, pues la voz madura sofrena la manifestación de esa voz espectral. Mediante la diferenciación tipográfica y espacial se distinguen en la composición temporalidades y conciencias. Así los versos con alineación izquierda y en variedad de tipografía redonda presentan las vivencias del niño en tercera persona, con voz narrativa que diríamos omnisciente si no supiéramos que la profiera el poeta. Por su parte los bloques de versos situados más a la derecha de la página y distinguidos con itálicas expresan la voz del poeta, quien interpela a su yo niño. Por ello el texto enlaza también focalizaciones, estrategias narrativas en las que aparece incluso el flujo de conciencia.
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En varios de los mejores momentos del poema sucede la alteración, esa confusión entre los yoes que permite por un lado cierta glosolalia, en la vena creacionista de Huidobro, y por la otra la invención al trastrocar la materia verbal, para componer neologismos, vocablos en los que se verbalizan sustantivos, sustantivos que se convierten en adverbios. Aparece aquí el celebrado ludismo de Renán ejercido con sapiencia: el juego no implica alegría sino un estado anímico, una condición pueril. Por ello la dimensión niño del poeta se aprecia en su proliferación verbal, en el recurso de las paronomasias, aliteraciones, y también el guiño, el fulgor que encontramos, el significado grillo que se percibe a través de los entresijos de los versos.
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Los muchos ti _____
dialogodonte
ensordecedor
todos dicen lo mismo
la madre
ciega – siega.
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He hablado de diálogo (“dialogodonte”, corregiría el poeta). En el poema hay no sólo la evocación madura sino la conjunción de dos enfoques. El del adulto acusa omnisciencia, al uso de los narradores realistas. Sin embargo no se mantiene tal distancia, ya que en cada momento los hechos, así sean tamizados de manera indirecta, se expresan desde la concepción del niño, de ese niño que sufre y no deja de sufrir golpes, castigos, hambre, miseria, orfandad. Por ello el poema se genera dentro de sí. El presente no cesa y con su inventiva verbal al servicio de una poderosa y conmovedora emoción, el discurso termina siendo una suerte de Tristram Shandy poético, en el que en su continúa interacción se engendran mutuamente. Uroburo genésico que el texto encausa.
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Coda
Uno emerge de la lectura trastornado de dolor, quebrantado el cuerpo. Sin embargo al alterarnos nos permite resurgir siendo otros. Tal es el logro de la auténtica experiencia poética. Renán en su última excursión al país de sí mismo, al país donde niño abandonado debió engendrarse a sí mismo, nos lega un extraordinario poema.

La búsqueda de la identidad: el Carlos Fuentes cuentista

18/Junio/2017
La Jornada
Enrique Héctor González

Cuentista consumado, novelista de grandes vuelos, dramaturgo a veces y poeta “por omisión”, la obra de Carlos Fuentes no ha perdido aliento ni vigencia.
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Hace cinco años murió Carlos Fuentes y aun hoy en día su legado literario parece seguir pronunciándose en favor de las numerosas novelas que escribió antes que de los ensayos, las obras teatrales o los cuentos, aunque siempre alguno que otro (“Muñeca reina”, “Las dos Elenas”, “Malintizin de las maquilas”) será materia ineludible de recopilaciones del género. Pensando en que el escritor estuvo activo hasta el final, que le sobrevino a los ochenta y tres años, la suya es una obra de la que no nos hemos separado lo suficiente como para balbucir veredictos respecto de su eternidad, advirtiendo, sin embargo, que sus novelas más afamadas (La muerte de Artemio Cruz, Aura, Cambio de piel, por citar tres al azar) se publicaron hace unos cincuenta años, conviene mirar su narrativa de un modo más incluyente, pues no cabe duda de que el autor de Una familia lejana seguirá siendo referente natural entre los prosistas de ficción del siglo pasado.
Un enfoque plausible puede ser, sin duda, el del Fuentes cuentista, pues si bien, como queda claro, nunca alcanzó en este género la notoriedad que le sig-nificaron sus trabajos más extensos, resulta evidente que, a diferencia de Mario Vargas Llosa, el autor mexicano no cultivó la narrativa breve de manera esporádica sino a lo largo de los sesenta años que se mantuvo activo. Por eso fue un acierto que en 2013 el Fondo de Cultura Económica encargara a Omegar Martínez la reunión, en casi un millar de páginas, de sus Cuentos completos pues, aunque es un tanto desaforado afirmar –como lo hace el editor– que es en los relatos breves “donde habita su esencia literaria”, sí es asumible que el espacio limitado del cuento le vino casi siempre bien a un autor dado a los efluvios líricos dentro de su prosa narrativa, desbordamientos de la escritura que en sus novelas pueden caber en la amplia gama que va de lo admirable a lo superfluo, pero que en un cuento, por sus limitadas dimensiones, a menudo resultan imperdonables. Fuentes supo casi siempre domar la intemperancia de esa voz retorizante en sus relatos; no así en las novelas, donde la complacencia de la escritura con la escritura misma fue uno de los ingredientes que dio al traste con sus últimos libros. Porque hay que decirlo con todas sus letras, y reconociendo siempre el aprecio que la literatura de Carlos Fuentes ha generado en la mayoría de sus lectores: desde Terra Nostra (1975), y según Antonio Alatorre desde Cambio de piel(1967), las novelas del autor a menudo fueron volviéndose cada vez más abstrusas y abigarradas, presas de un barroquismo que fue perdiendo el encanto de los primeros tiempos y ya sólo en contadas estaciones (Cristóbal Nonato, ciertos pasajes de Los años con Laura Díaz) cumplieron con la cuota de ese enmascarado magnetismo que atrapa la lectura: sus textos, a veces, se enfangaron en una suerte de derroche polifónico que coqueteaba, ya al final, con el aburrimiento. Es de justicia, no obstante, reconocer que su escritura mágica, sincrética, con la palabra mito a flor de historia y la metáfora latigueando siempre en su prosa pulida, nos da no sólo una “imagen” de México, como la de Juan Rulfo, sino un caleidoscopio cuyo afán totalizador es equiparable al que generan las obras completas de Alfonso Reyes y las de Octavio Paz, y lo convierte, ciertamente, en un “fenómeno de nuestras letras”, como lo señaló en su momento Elena Poniatowska.

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“Cada cuento está escrito con un fantasma sobre nuestros hombros”, anotó alguna vez Carlos Fuentes, y si tomamos la frase con el rigor que le debemos a todo lo que aviva el asombro y la extrañeza, resulta comprensible, entonces, que una de las recopilaciones más celebradas de sus relatos, Cuerpos y ofrendas, lleve ese título donde compiten la presencia carnal del ser y, al mismo tiempo, la naturaleza idolátrica, espiritual, propiamente fantasmal de muchos personajes de sus libros: la figura de la dualidad esencial que la crítica ya se ha encargado de reconocer en su prosa. Desde la primera colección de his-torias breves, Los días enmascarados, denominación igualmente significativa pues, como se sabe, alude a los cinco días finales del año azteca, la ascendencia prehispanista y la casi fijación que desborda la obra de Carlos Fuentes por el pasado mexicano, es asimismo un punto de partida de “la búsqueda de la identidad en la pluralidad y la fugacidad temporal”, atributo que, según Paz, es el tema constante de la narrativa del autor. Sin embargo, la profanación y el horror o, por mejor decirlo, el énfasis que en su obra alcanzan el horror y el éxtasis de la profanación, la vuelta a los cotidianos o remotos fantasmas de una existencia anterior, la tentación del retorno imposible a los lugares sin límite, nos recuerda cómo los cuentos de Fuentes no sólo se escribieron con la ayuda de una presencia espectral sobre sus hombros, sino que esa misma criatura invisible encarna la irremediable violación de los espacios sa-grados que pervive aun en los cuentos neorrealistas o francamente fronterizos con la crónica histórica, propios de la última etapa del Fuentes cuentista.

La evocación de Amilamia en “La muñeca reina”, una de las piezas de narrativa breve más emblemáticas de su obra primera, revela cómo una nota perdida en un viejo libro provoca en el hombre de veintinueve años que cuenta y protagoniza el relato la necesidad de revisitar el jardín donde, quince años atrás, una niña lo sedujo con su facundia fantasmal y persistente. El apunte rescatado del olvido, además de estar escrito con la deliciosa sintaxis y heterodoxa ortografía de la primera infancia (“Amilamia no olbida a su amiguito y me buscas aquí como te lo divujo”), indica el lugar donde la niña vive. El diálogo que la historia establece con “Una rosa para Emily”, de William Faulkner, no deja lugar a dudas acerca de que, si no con el cadáver de la niña, el personaje se encontrará, luego de la resistencia que ofrece el matrimonio de viejos que ahora habita la casa, con un altar que la recuerda, un cuerpo de porcelana, pasta y algodón entre flores y olores y ornamentos conformados por los juguetes destrozados de Amilamia: el féretro de la muñeca reina. El hombre huye, mientras la madre alcanza a decir: “Si de veras la quiso, no vuelva más.” Sin embargo, y luego de un año, él regresa cuando entiende que la nota reencontrada en el libro puede ser un buen regalo para los viejos: otra ofrenda para el altar. Le abre una joven en silla de ruedas, contrahecha, que lo recibe tan familiarmente como suena el “Carlos” con que la voz cascada del viejo, desde el fondo de la casa, le pide que se vaya.
Entre el realismo mágico de Rulfo y la sátira fantástica de Arreola, como observó el crítico Luis Leal, y aun podríase añadir, tensando la cuerda de la ficción con la fricción de la realidad, se ubica la obra de un autor que sabe muy bien, de todos modos, que “en literatura sólo se sabe lo que se imagina”.

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En los diez libros de cuentos de Carlos Fuentes –tres de ellos, en realidad, son volúmenes antológicos–, la nota de la dualidad ya señalada entretiene paralelismos y analogías de un poder de sugerencia que revela a un escritor pensante, alguien que construye su obra luego de haber trazado esquemas de afinidades y semejanzas cuidadosamente dosificados. La escritura, con pasmosa eficiencia, propicia tal entre-lazamiento infinito de destinos y azares que algunos de sus libros de relatos están concebidos como novelas vertidas en forma de cuentos, trasvasamiento que devino devoción en El naranjo, La frontera de cristal y en su última colección de textos breves, Carolina Grau.

Los cincuenta y seis relatos que recoge Omegar Martínez en Cuentos completos dejan suponer que el brumoso lirismo y la complaciente heterodoxia de las úl-timas novelas del autor quizá deban leerse como el laboratorio de donde extrajo las mezclas adecuadas y las sustancias disolventes de ese mar de escritura (en el que a veces naufraga el lector de Carlos Fuentes) para verterlas con mayor eficiencia en su prosa breve. Hay, como en casi cualquier obra, una extraña lucidez en la obcecación con ciertas fórmulas o materiales, algunas recurrencias (el pasado mexicano, la inmundicia de la modernidad, la sofisticación y franca excentricidad de sus personajes) que se resignifican en la medida en que tienen la fuerza de parodiarse a sí mismas. Por ejemplo, en sus ya citadas novelas en forma de cuentos, el afán tautológico del plan narrativo que caracteriza a su prosa obsesiona al autor con la idea de repetir el título general de la obra en cada historia, aludir al detalle del árbol de naranjo o la frontera cristalina en algún punto de todos los relatos. Algunos de ellos se sostienen difícilmente en su anécdota (la estadunidense que termina por aceptar a la sirvienta mexicana, vista su fuerza espiritual, en “Las amigas”, por ejemplo) y sin embargo la pertinencia del conjunto, las observaciones agudísimas de los personajes o el narrador terminan por convertir lo que pudiera rozar la más sorda elementalidad en acerba crítica de una realidad que rebasa inapelablemente las fronteras de la ficción: “Al principio, Miss Amy ni siquiera le dirigía la mirada a Josefina. La vio la primera vez y confirmó todas sus sospechas. Era una india. No entendía por qué esa gente, que en nada se diferenciaba de los iroquois, insistía en llamarse latina o hispana.”
Hay, en varios relatos, párrafos de una línea que acercan o pretenden aproximar la escritura a la cadencia de la poesía; hay parrafadas –no tan abundantes como en las últimas novelas– que parecen retórica pura (“muros que no cerraban sino que abrían otros espacios en el espacio, más allá del espacio, para el espacio, pero también contra el espacio”, se permite en “Salamandra”), que se retuercen en detalles y consideraciones inútiles o saldan, en juegos de palabras o de sentido, su deuda natural de contar, la obligación implícita de todo narrador: entretener con una buena historia, ambientar las situaciones e involucrar al lector; seducir con algo más que la mirada su atención, emplear todo el cuerpo en ello y no reducirse a alentar guiños fementidos o felices de prosa lúcida.
No obstante, cuando hace de la hipérbole y de cierto espíritu rabelaisano ocasión de liviandad (como en ese fragmento cercano al final de “El dueño de la casa”, donde habla del “pedo eucarístico” que se permite un monje); cuando muestra su espléndida aptitud para caracterizar de un plumazo impoluto determinada condición de algún personaje (“Era un ciego, uno de esos ciegos enfermos con la mirada borrada como por una nube interna que sólo le ofrece al mundo un par de ojos disueltos en un espeso esperma legañoso”); cuando emerge de su prosa cierta intuición que le permite deshebrar una realidad determinada, la naturaleza equívoca, estentórea y, en el fondo, vacía de un apelativo conocido (“con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, ‘los Estados Unidos de América’, que era como llamarse, dijo su amigo Daniel Cosío Villegas, ‘El Borracho de la esquina’ o, pen-saba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como ‘Tercer Piso a la Derecha’, por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…”, apunta en “El despojo”), el Fuentes cuentista no le va a la zaga al autor de mo-numentos literarios como La región más transparente y Terra Nostra, novelas donde su talento narrativo goza de una precisión que es idéntica a la que se reconoce en muchos de estos Cuentos completos.

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Novelista prolífico, avasallador; asiduo cuentista, dramaturgo ocasional, ensayista de mérito, poeta por omisión, es difícil saber dónde está el mejor Carlos Fuentes. Si examinamos, como hasta aquí, su incursión en el relato breve, parece evidente que, antes que pronunciarse por su a menudo lúcida densidad, como Omegar Martínez, o por la inagotable fuerza gótica y alucinante de su vasta obra novelística, según lo prefiere el crítico Richard Reeve, resulta más provechoso percibir cómo, luego de cinco años, muchos de los cuentos y un buen número de las novelas de este insigne miembro del cuadrivio del boom siguen siendo muestra inequívoca de su pertinencia literaria 

sábado, 17 de junio de 2017

Memoria de Raúl Renán (1928-2017) Retrato

17/Junio/2017
Laberinto
Varios

La poesía como conversación 

Raúl Renán rompía con el prototipo romántico de la poesía como un monólogo exaltado y practicó ese arte como una de las formas supremas de la conversación. Su obra y vida literarias transcurrieron en la luz y el bullicio de los lugares públicos: en las agencias de publicidad donde coincidió con una generación prodigiosa de escritores; en las mañanas o tardes de café; en los talleres literarios en los que forjó a varias generaciones o en las tertulias con los amigos, donde daba cátedra de su capacidad de escuchar, de su curiosidad e interés genuino por el otro (nada lastra más la conversación que la egolatría) y de su gozosa erudición e inteligencia. Su poesía es otra dimensión de ese arte de la conversación: una lírica que adoptó los más diversos interlocutores desde los clásicos grecolatinos hasta las vanguardias, prodigando a todos su atención, homenajeando a cada uno con un matiz propio y demostrando que la conversación, junto con la sonrisa, son los actos más genuinamente humanos. 

Armando González Torres 


El cronómetro y el ruiseñor 

Desde la arbitrariedad cronológica, Raúl Renán pertenecería a la Generación de Medio Siglo. Tomando en cuenta su participación en el consejo editorial de la revista Estaciones —allí aparece como Raúl Renán González, podría ubicarse también en la promoción de jóvenes escritores que dieron sus primeros pasos en esta publicación auspiciada por Elías Nandino, al lado de Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco o Francisco Cervantes. Más allá de rótulos y círculos literarios, el autor de La gramática fantástica (1983) desestimó cualquier posible precocidad o carrera de escritor, para elegir la paz horaciana de los márgenes y se dio a la demorada tarea de encontrar un timbre y un paisaje capaz de permitirle decir su fervor por las queridas cosas de este mundo. Localizó en los clásicos grecolatinos temas y variaciones para explicarse el presente histórico y el íntimo. Editor lúdico, curioso y audaz, el arte de la tipografía abrió puertas al campo para la experimentación de una escritura ajena a las modas y demás complacencias. La invitación para leerlo y releerlo pondrá al descubierto una obra de excéntrica seducción y poderosamente entrañable. 

Ernesto Lumbreras 


El silencio y el laberinto 

La escritura de Raúl Renán es atizada por la pasión amorosa, por el gusto por la vida, por la emoción de las cosas nuevas, de la experimentación —esa constante en su poesía, en su prosa, en su labor como editor.

La poesía de Raúl va de lo cotidiano al homenaje de la lírica griega y latina, de lo social a la introspección, de la contemplación de la naturaleza al erotismo, siempre con un espíritu alegre, juguetón. En la serie “Del santo oficio del amor”, por ejemplo, al prevenir sobre los secretos de la cópula, dice: “Las orejas del amor/ son para aconsejar/ durante el abrazo/ que soltarse/ es peligroso/ porque en lugar de venir/ nos vamos”.

Nada escapa al interés de Renán: escribe sonetos a la cáscara de naranja, al aire, al agua, a la desazón; transita por la prosa y el verso con la naturalidad de viajero consumado, y al trazar su autorretrato expresa: “Así quedan aquestos los papeles en blanco que esculturan mi rostro. En un ojo el silencio y en el otro el laberinto astillado”. 

José Luis Martínez S. 


Un grano de arroz 

Raúl Renán postuló “Todo es incipit” en el único decálogo que publicó, “Minidecálogo de la ley del minirrelato”, donde sostuvo el principio de su poética sobre la narrativa breve:Gramática fantástica (1983), Los silencios de Homero (1998), Cuadernos en breve (1999) y Cosas de la rutina grosera (2014), género donde se asentó como un pionero por la composición, arquitecturas narrativas, héroes siempre menores, experimentalismo, celebración de la vida, elogio de “las queridas cosas” y el ingenio lingüístico con que pergeñó no solo sus narrativas, sino también su lírica.

“Vida in nucce fue el décimo postulado con que clausuró sus mandamientos literarios: la vida tallada sobre un arroz. Previamente apuntaló el resto de los mandamientos que decidieron su poética del cuento brevísimo: “Amoral”, “Nadanécdota”, “Instantaneidad”, “Esencia de la esencia”, “Omnipersonaje”, “Honduración”. Congruente como fue, el maestro no dejó de predicar su postulado de vida: “Todo es principio”, y regresó a la semilla. 

Javier Perucho 


Un maestro de la transfiguración 

Si algo caracterizó a Raúl Renán fue su inusitada capacidad para mudar de voz. Conoció al dedillo el arte milenario de la metamorfosis. Podía, como en Lámparas oscuras (1976), servirse del haikú para volver a probar los frutos eróticos que adoptan las formas que abundan en la naturaleza, o podía, igual que en A / salto de río, uno de sus últimos libros, convertir la poesía en un surtidor de efectos igualmente sonoros y visuales. Podía también volver la mirada hacia dos de las más irreverentes tradiciones, la de Catulo y Safo, no con otro propósito que el de contemplar la fragilidad de la carne y la prontitud con la cual la belleza invoca a la lujuria y la vida festeja su propia ruina. Y, por qué no, podía correr libre y coloquialmente por el soneto y más tarde probar la brevedad del aforismo y el epigrama, y, aún más, ejercer la libertad suficiente para borrar la línea divisoria entre la autobiografía y la escritura.

Ahora compruebo que ha oficiado su transfiguración definitiva. 

Roberto Pliego 


La asamblea de palabras 

Raúl querido: te extrañaremos en tus palabras y en tu vida, por tu amor a las letras que sabías transformar en obras inclasificables y lúdicas, como ese libro que tanto admiro:Gramática fantástica: “el pájaro con cuyo pico he escrito esta parábola ha levantado el vuelo llevándose entre las patas el hilo de la escritura, de suerte que las palabras que estáis leyendo son del aire y no las que dictó mi ánimo”. Así el hilo de la escritura, que en ti no era diferente del hilo de la vida, sabía desatar magias que nos reconciliaban con el juego y el asombro. En las sesiones que teníamos contigo los becarios del antiguo Inba–Fonapas en la Capilla Alfonsina, nos revelabas con generosidad los secretos del oficio y, sobre todo, nos contaminabas alegremente de tu manera de vivir, serena y gozosa, tan distinta de las pulsiones comunes en el medio literario. Las palabras reveladas y rebeladas de tus poemas se quedan ahora con nosotros: “Y ya el hombre no podrá hablar porque millones de palabras estarán sonando infinitamente en el aire, […] millones de palabras que pensarán por él”. Un beso y muchas gracias hasta siempre, por tu vida y tus palabras, querido Raúl. 

Blanca Luz Pulido 


La espiritualidad 

Cada línea que escribía (suscribía) debía ser traslúcida, impoluta. Luego esas líneas se acoplaban lenta, progresivamente hasta fecundar un verso. En su escritura no faltaba nada. Las imágenes fluían con tempestuosa suavidad, poseían el modo de un afluente de vocablos cardinales. Leerlo inspiraba la sensación de escuchar su voz de ritmo acompasado. El espíritu mundano de Raúl Renán tenía la virtud de rejuvenecer: la edad no transcurría, era un muchacho eterno. Su espíritu poético era similar, tenía la cualidad de renovarse: como escritor fue temerario, la experimentación representó su deporte favorito.

El espíritu fraterno de Raúl Renán fue más que generoso. Cálido, abierto, con un gran sentido del humor. Jamás olvidaré su mirada aguda, la sonrisa a medio camino entre la indulgencia y la ironía, y luego el comentario certero o erudito o la evocación de un personaje que concebía más que una sombra: era su historia, la historia de épocas, de libros, de líneas en las que debía caber el universo entero. 

Iván Ríos Gascón 

Domador de palabras 

Raúl Renán tramó innumerables encuentros desde la bonhomía de la amistad y la creación literaria, pedestales de su magisterio, con lectores y escritores que, con fortuna, suman muchos. Ahí, la realidad furtiva se volvió dúctil y fértil y el poeta meridense supo bucear en la conversación y hallar el justo medio en sus opiniones. Nunca escuchamos de él un juicio lapidario. Para no imponer su punto de vista, sugería la labor del poeta sibarita con el lápiz incendiario, pleno de texturas, experimental, al acecho de la palabra.

Mediante una astucia que él puntualizó y generaciones de escritores hicieron suya (“el poema verdadero habita dentro del poema”), nos instruyó a contener en la brevedad de lo escrito la imagen y la idea. Desde esa combustión poética cómplice, sus libros, rigurosos y transparentes, muestran que la vida es equilibrio entre la dilación y el correr de la memoria. Doy fe de sus batallas con el lenguaje. Y sé de cierto —por la intensa conversación que mantuvimos más de un cuarto de siglo— de las marcas que ha moldeado rastro y rostro de Raúl entre nosotros. Porque en el profundo interior de él, convertido en memoria, arbolece un quimérico “fingidor de sí mismo”. Como Fernando Pessoa, Renán o Raúl o Rauliteo, obran en la transfiguración de su verbo, como en los rieles pareados de la línea educada porque: “Nunca una línea transcurre a la deriva, siempre es un vestigio delgado, reflejo de algo que está siendo Uno”. 

Daniel Téllez 


El editor 

Raúl Renán era un joven de 89 años. En una autobiografía que publicó en la revistaCrítica, acota: “Creo en el arte literario. Confío en que no debemos olvidarlo y la mejor receta para recuperarlo es regresar a la ilusión de encontrar nueva literatura, releer a los clásicos, tanto los distantes griegos como los cercanos mexicanos, y leer con sorpresa a los nuevos autores”. Tenía el talento para comunicarse y apoyar a la gente joven, orillaba —con generosidad y paciencia— a encontrar la voz y el estilo de cada quien.

En un lejanísimo 1991, don Raúl Renán fungía como subdirector del Periódico de Poesía(hubo una época en que la revista fue coeditada por la UNAM y el INBA), pero en realidad era el editor. Traía toda la experiencia y el respeto por haber fundado la editorial La Máquina Eléctrica, una de las colecciones de poesía más acabadas del siglo XX mexicano. Yo era ayudante en los archivos de la entonces Dirección de Literatura del INBA. Por nuestros orígenes peninsulares, don Raúl me adoptó. Una mañana entró a los archivos y con ese dejo yucateco, que jamás perdió: “Enzia, está bien que escribas pero necesitas aprender un oficio. ¿Por qué no me ayudas con el Periódico de Poesía?”

Era una época en que aún el uso de las computadoras no era usual, así que don Raúl me enseñó “el oficio a mano”, sobre las familias tipográficas, la caja y el interlineado, la diagramación y la corrección de planas. Siempre estaré en deuda con don Raúl, no solo cuidó mis primeros pasos en un oficio, sino que me transmitió la pasión, el cuidado y el respeto a la hora de editar un libro.

Buen viaje, don Raúl, “El Quijotito”, como le decía de cariño, al igual que le cantaste a tu bella Mérida: “Millones de palabras se derraman en tu suelo, te extienden”. 

Enzia Verduchi
Un mal pero buen tertuliero 

Todos los poetas parten de una lucha amorosa y a veces enconada con la palabra y Raúl Renán tenía la singularidad de luchar, sí, amorosamente, con las letras, no solo como literatura sino con las letras mismas del abecedario que le sugerían imágenes, contradicciones, historias, poemas.

A través de quizá más de medio siglo, de algunas tertulias en las que sentí su fuerte presencia, generalmente silenciosa —era mal tertuliero pero era buen tertuliero—, tuvimos una grande e intensa amistad, más unidos a veces como amigos por la discusión.

Cómo te echaré de menos, querido Raúl, en la vida, en la amistad, en las letras, pero seguiré dialogando con tu poesía. Te acompañaré muy pronto, amigo, amigo, amigo…

José de la Colina

Vivir en prosa

17/Junio/2017
Babelia
Antonio Muñoz Molina

La poesía puede existir sin escritura, y así es como debió de crearse y transmitirse durante la mayor parte de la historia humana. La prosa, que no puede memorizarse con facilidad por carecer de las pautas métricas y rítmicas del verso, está vinculada necesariamente al acto de escribir y al de leer, aunque no se haya desprendido nunca de su origen en la oralidad. Los textos se escribían sin puntuación ni separaciones entre las palabras: solo leyéndolos en voz alta se podía determinar su sentido. Como muy pocas personas sabían leer, las historias escritas llegaban a través de la voz a la mayor parte de quienes tenían algún acceso a ellas. En la venta manchega de Don Quijote, las mujeres de la familia del ventero y los campesinos y los viajeros que se albergan en ella escuchan con una avidez de trance las historias que vienen impresas en los libros y las que se han copiado a mano. La prosa debió de nacer no de los cuentos populares que al fin y al cabo conocía todo el mundo, y que pasaban con naturalidad de unas generaciones a otras, sino de los relatos de los viajeros que regresaban de lugares a los que no había ido nadie más, en mundos de vidas ancladas a la tierra y muy escasos de caminos practicables y seguros. También en Don Quijote hay un ejemplo espléndido de eso en la historia del Cautivo que ha regresado a España después de más de 20 años de aventuras.
La prosa es una invención de viajeros: traslada por escrito el acto de contar en voz alta. Leemos a Herodoto y reconocemos a un semejante a pesar de la distancia de 25 siglos que nos separa de él. La prosa es una forma pero sobre todo una actitud, una cierta manera de observar, de contar y de reflexionar. Los hexámetros de las tragedias y de los poemas épicos dan cuenta de las historias fabulosas de los dioses y los héroes. La prosa trata de la realidad terrenal y de los seres humanos. Herodoto cuenta lo que ha visto y lo que otros le han contado, y, aunque no renuncia a los prodigios ni a las explicaciones mitológicas, añade siempre una nota escrupulosa de escepticismo, incluso de racionalidad. Se ocupa de distinguir entre lo que él ha visto y lo que le han contado, y en evaluar la credibilidad de los testimonios que usa.
Esa voz remota nos llega con una vividez de narración oral: desde su origen, la prosa tiene la música del habla, el ritmo enérgico y a la vez sosegado de una buena caminata, el fluir de la reflexión y el razonamiento y de la asociación de ideas. En la buena prosa hay una cualidad de instrumento óptico: las palabras, cuanto más efectivas, más alcanzan una invisibilidad de pura transparencia. Nacida del habla, la prosa no se apartará demasiado de ella, por muy sofisticada que se vuelva. Cervantes es tan claro y oral en sus periodos de mayor envergadura sintáctica como en los de inmediatez coloquial; en él, la complicación y el adorno suelen ser paródicos. Por muy largas y sinuosas que sean, las frases de Proust siempre son respirables, porque siempre están hechas con una arquitectura rigurosa. Exigen, desde luego, mucha atención: pero es la misma atención que requiere cualquier obra de arte para ser percibida, o la que merece la persona con la que estamos conversando.
La atención se educa y se fortalece, con beneficios inmediatos. El oído para la prosa se educa exactamente igual que el oído para la música. Un músico avezado puede juzgar una composición leyendo en silencio una partitura. Un escritor tiene la oportunidad de juzgar su propio trabajo con un grado necesario de distancia leyéndolo en voz alta, convirtiéndose así en lector desde fuera de sí mismo. Desde el otro lado, el lector participa activamente en la escritura al someterla a su propio escrutinio oral: le da vida poniéndola a prueba. La prosa, como la fotografía, está tan anclada en el mundo real que solo puede apartarse con éxito de él hasta cierto punto, igual que no puede apartarse demasiado de los límites gramaticales del habla común, una ciudadanía igualitaria en la que al escritor se le reconocen muy pocos privilegios. Que el margen de libertad sea estrecho no quiere decir que frustre las facultades expresivas. La libertad de los arquitectos, la de los bailarines y la de los acróbatas también está muy restringida por la ley de la gravedad.
Le doy más vueltas de lo normal estos días a las propiedades de la prosa porque estoy leyendo a Carson McCullers, ahora que Seix Barral vuelve a editar metódicamente en español toda su obra. Para un prosista, Carson McCullers es un modelo de naturalidad y poesía en la escritura, aparte de una invitación inapelable a la humildad. Quien lea El corazón es un cazador solitario teniendo en cuenta que es la primera novela de una chica de provincias de poco más de 20 años encontrará tantas razones para la admiración como para la envidia. Entre nosotros, la prosa que se celebra es la que tiende a la orfebrería, no la que propone un limpio espejo stendhaliano, una lente bien pulida para observar las cosas. Nuestros lujos verbales se convierten con frecuencia en pedrería aparatosa y proliferación churrigueresca en cuanto se les somete a la prueba de la lectura en voz alta. Carson McCullers escribe con tanta fluidez y tanta precisión que uno se olvida con facilidad de que está leyendo literatura; de pronto un breve quiebro poético, un adjetivo bien situado, aunque no chocante, una frase resulta con la brevedad sintética de un haiku, nos vuelven conscientes de la presencia del estilo. El habla de los personajes está hecha con tanta sofisticación que uno cree simplemente escucharla. No hablo ahora de la ambición constructiva, de la furia política, de la agudeza psicológica, de la variedad de los lugares, las vidas, las voces: quiero concentrarme en lo material de la prosa, como si repasara con los dedos la piedra o la madera de la que está hecha una escultura. Carson McCullers enseña que se puede ser poético sin circunloquios ni adornos y coloquial sin vulgaridades expresivas, y comprometido sin sectarismo y sin jerga ideológica. A través de su voz nos llega el espíritu inmemorial de la prosa, su capacidad para invocar mundos que de otro modo no conoceríamos.

"Estamos oscuros por dentro"

17/Junio/2017
Laberinto
Mariana Bernárdez

Hace siete años Raúl Renán tuvo la generosidad de sostener conmigo una serie de conversaciones bajo la excusa de sus ochenta años. Varios ríos habían pasado bajo el puente y se nos volvió obligado retomar la conversación porque es la forma como el pensamiento y el cariño afirman su asidero. Me seguían sorprendiendo su bonhomía y sencillez. Diría que pocas personas tan bien cumplidas en su hallarse, cuestión lograda al ir abrevando la distancia entre su palabra y la realidad.

“Estoy en un momento donde se ha dado una especie de depuración de los sucesos que componen mi existencia, me he concentrado en lo que me ocupa, y en lo que considero útil y bello en el mundo; quiero fijarme en lo que es más puro. Resultado de esta decantación es observar las situaciones humanas con más sabiduría. Mi entendimiento es una expresión de esto y por eso busco aprovechar el tiempo aceptando que hay una necesaria desmemoria que me lleva de regreso a la infancia, a lo que considero mi origen, en el intento de responder algunas preguntas. La que ocupa mis horas es sobre por qué ocurrieron los hechos de tal manera y no de otra. Al ir tras mi infancia me he ido haciendo más yo mismo. La emoción me desborda. Soy más sensible. He afinado mi capacidad de percepción. Entiendo que todavía tengo cosas no resueltas”. 

¿La sabiduría te ha llevado a entender que hay nudos que están hechos para anudarse? ¿Esto genera una reverberación en tu escritura? 
Yo creo que sí, tendrías que ver lo último que he escrito sobre el “blanco activo”, tópico sugerido por mis alumnos y que me pareció excelente. Lo desarrollé a través de un poema[1] y están contentísimos porque es símbolo del taller que les impartí. 

¿Recuerdas que era un tema referido cuando discutíamos el verso de San Juan de la Cruz “Mi Amado las Montañas”, y aventurábamos que quizá el espacio del poema se daba en el blanco y no en la escritura? 
Ayer, al hacer una grabación, sorprendí a la gente al tratar tal cuestión. Siempre se escucha la idea de que como es un blanco hay un vacío, pero yo connoté que más que vacío es un contenido por sí mismo. El blanco activo y la experimentalidad en la poesía son conceptos que van más allá de lo que la gente cree. Se trata de otra cosa. Celebro que recuerdes nuestras discusiones. 

Hace siete años poética del relámpago fue la expresión que evidenció la brevedad como cohesión de sentido en tu poesía; también hablamos de la experimentación como un arrastre que permite el tránsito en la escritura. Confío en que sigas siendo un “muchacho” y que ese impulso te haya llevado a explorar la hondura del blanco. ¿Qué has encontrado en su espacio? 
Hay una fascinación por el blanco en tanto que es un contenido, lo que significa que es esencial, que es un sí mismo, una concentración de los sentidos y de la luz. Lo que se hace es girar en torno suyo por la natural insuficiencia del lenguaje para describirlo, porque no da de sí para explicarlo ni explicarnos. No hay más que forcejear con el idioma, exigirle un contenido mucho más profundo, una carga más aguda, pero ¿cómo se disloca su fundamento primario para que logre una equivalencia notable entre lo que se dice y aquello que se mienta con la palabra?

A mayor lenguaje, mayor estancia. Estamos más… Por un lado, las palabras nombran el mundo, pero a la par son faltas para hacerlo. Esa carencia que se debe a una fractura inicial permite irónicamente aproximarnos al mundo con el afán de entenderlo y, a la vez, conlleva la minimización del significado. Ahí es donde se le plantea al poeta el salto mortal, aunque curiosamente al poeta esto no se le da como una explicación, sino como algo que ocurre dentro de él, una forma de gratuidad. Tal vez el lector, ese otro que está tratando con lo que el poeta dice, comprenda de manera más precisa. El papel del poeta es escribir lo que se le ha dado ver. Lo escrito le lleva de forma secundaria a entender, a entenderse y, por ende, a explicar. 

¿Qué se esconde tras la pregunta de querer entender y tras él domar las palabras? 
Buscamos aclararnos porque estamos oscuros por dentro. No sabemos. No nos atrevemos a pensar en eso porque es casi la muerte. El lenguaje me permitió introducirme en el gran misterio del “blanco activo” y encontrarme. Diría que es cuando se revelan las cosas, y su adjetivo “activo” muestra la función específica de la blancura. Por eso me hubiera gustado estudiar más idiomas, porque la diversidad de palabras y las relaciones entre una lengua y otra me hubieran aclarado más. 

No creo que la muerte sea oscura. 
No te puedo contrariar. 

Creo que es una forma de claridad. Nadie ha regresado para contarnos lo que pasa. ¿Recuerdas el título de tu poemario Lámparas oscuras? ¿Hay alguna relación con lo que refieres sobre estar oscuros por dentro? 
En ese poemario le confiero a la oscuridad cuerpo físico y a la fisicidad de la voluntad de la emanación luminosa en pro del fenómeno de la poesía. La capacidad de nombrar la lleva a varias posibilidades, entre ellas la de generar una comprensión sobre su naturaleza. Escuchar lo que dice el cuerpo permite recapacitar y a través suyo alumbrarnos. Diría que hoy día hay mucha biología y poca filosofía. No hay la reflexión precisa sobre lo que nos preocupa. Aunque parezca difícil esto de lo que hablamos, es verdad, está a la vista. Si la gente dedicara una hora de su vida diaria a hablar sobre ello, tal vez vería que la muerte no es una oscuridad sino una claridad. “La noche duerme./ Dos lámparas oscuras/ queman mi lecho”.[2] 

¿Moramos el cuerpo porque moramos el lenguaje, hacemos del lenguaje morada? 
Aventuro que quizá por esto la conversación avanza y se enriquece en su fluir; en ello, el propio lenguaje se aclara y se muda. El poema se esconde, surge, emerge, es parte de la energía que se recoge cuando el alma sale del cuerpo. ¿Cómo llega uno a pensar en eso? ¿O le damos un uso a lo que somos? La energía cuando se muestra, nos educa, hay un aprendizaje elemental: no hay palabra plena. Suelo pensar con frecuencia en eso, y trato de mostrar el proceso que implica sostenerse en el filo: la insuficiencia congénita del lenguaje.

Resulta pues más lo que no se puede explicar. Entonces ¿para qué se escribe?, ¿hacia dónde, qué es lo que reverbera detrás de todo esto? Empecé escribiendo narrativa y no sé en qué momento brinque hacia la poesía. Al principio escribía poesía narrativa, ¿o una narración poética?, pero hay bastante trabajo crítico que documenta que lo que escribo es poesía. 

A lo largo de tu escritura hay una reflexión en torno al poema y al verso como línea, espada, flecha, arma que puede abrir las venas de la indignación. El verso hiende, saja… 
La hendidura es para siempre y se hace para aclarar, para revelar. El verso abre paso y esa idea rige la escritura de Pan de tribulaciones. El pan–verso es la vía que atraviesa la tribulación, es el machete que desbroza un camino blanco, un sacbé, un camino–línea que conduce a algo, traza un ascenso físico y emocional hacia una cumbre a la que se llega después de la muerte. 

Hablas poco del mar. 
El mar no está presente en mi infancia, y como era un niño pobre, jamás a alguien se le ocurrió llevarme. Cuando fui por primera vez ya era grandecito, 15 o 16 años, y no me causó gran impresión. En ese momento mi interés primordial se centraba en mi compromiso con la literatura. Las piedras se relacionan con ella de manera íntima. Hay varias versiones sobre lo que significan para mí hasta culminar en el poema “La piedra de las piedras”. Hay que considerar que Mérida era un pedregal, los caminos eran pedregosos, las piedras no tenían un color definido porque eran calizas, y el sol tenía una presencia contundente, al punto de calentarlas y pulverizarlas, piedras opacas cercanas a la cal blanca, y ahora escribo versos que andan tras el blanco. 

Hablemos de la relación “caligrafía-escritura”. Hay un doblez en el escribir–pintar. ¿La caligrafía como arte induce la meditación? Siempre te describen con papel y lápiz en la mano. 
El lápiz no es un arma ni es un instrumento, insisto, lo valioso es su contenido, en la dureza del grafito se concentra el mundo. La madera sirve de estuche y el negro porta consigo la escritura en potencia. Eso significó muchas cosas en mi vida. De niño llevaba un lápiz puntiagudo en la bolsa de la camisa, ¿para qué?, siempre estaba a la espera, creía que algo iba a acontecer dentro de mí y que tendría que escribirlo.

Desde los diez años lo sabía, era cuando trabajaba en una cordelería a pleno sol, le daba vueltas a una manivela para producir energía destinada a tejer el henequén. Estaba quemado por el sol y pelagroso. Eso causaba extrañeza entre las personas con las que trabajaba; y el lápiz, cierto temor porque lo veían como un arma.

Mi madre iba a cobrar mi trabajo el fin de semana, y le pidieron que me llamara la atención porque andaba con un arma afilada en la bolsita de la camisa; y me llamó: “Ay mi’jo pórtate bien, cómo es que llevas algo afilado contigo con lo cual puedas causar daño”. Sus palabras produjeron en mí un sentimiento de orgullo porque confirmé que el lápiz era un arma que habría de sacarme de ahí, y pensé: “Un día voy a escribir”.

Como he contado, mi madre me entregó a una familia de campesinos. Mi tutor era un poco más culto al punto que también cortaba el pelo. Nunca permitió que anduviera perdiendo el tiempo como muchos niños de la calle. Me tenía puesta una mesita en la parte de atrás del taller con papel y lápiz para que copiara las letras de algunos libros y aprendiera a dibujarlas. Eran letras Palmer, bien trazadas, con sus curvitas, como se escribía antes.

El lápiz era un símbolo de algo que me sería útil para ser alguien en la vida. Además, no era como la pluma de tinta que pedían en la escuela y con la que se te manchaba la ropa y las manos. El lápiz era limpio y me evitaba los castigos severísimos a los que estaba sujeto cuando me ensuciaba. Dos reflexiones sobre esto que cuento: la preocupación por la limpieza y lo innecesario de los castigos. A esta edad ciertas cosas que me han perseguido ya no pesan, aunque me quede el hábito.

El mito del lápiz me encanta, incluso colaboré en un libro convocado por José Luis Cuevas; caso extrañísimo porque no lo conocía de ninguna otra ocasión. Obedeció tal invitación porque pocos lo celebran tanto como yo.Supongo que hay una especie de destino. De niño me ponían a copiar las letras, lo cual quiere decir que eso me conduciría a alguna cosa; curioso es que quien me lo ordenaba era una persona que no escribía nada; si acaso, leía despacito el periódico. Tiene gracia eso, lo cierto es que me dio lo que él no tuvo y mi tez blanca me permitió hacer amigos entre la gente rica. Recuerdo que siendo ya de edad uno me increpó despectivamente “Tú, ¿de qué hablas? Si ni siquiera sabes comer”. Me sorprendió, era verdad, no sabía tomar los cubiertos y hacía ruidos al deglutir. En la vida eso no tiene tanta importancia porque es algo que se aprende sin gran dificultad. Te lo comento porque quiero enfatizar el hecho de que la vida es un constante aprendizaje y la curiosidad por aprender me llevó incluso a alterar el lenguaje porque no me satisfacían ciertas palabras y quería hacerlas distintas. Continúo en el empeño y trato de domesticarlo para que diga más. Trato de domar la palabra, de corregirla aunque ello altere ciertas leyes. Diría no blancura sino blanquitud. Lograr mayor distancia, mayor horizonte, mayor vislumbre.



"Un poema es una entidad porque en él resuelves una circunstancia vital. Cuando me extravío, la poesía es el camino de regreso, me hace encontrarme no solo en mi duda sino en el quehacer literario, porque hay agotamiento y repeticiones que afectan la obra.

Diría que el poema viene a mí, yo no lo busco, y es la manera en cómo se define el poeta. Si lo buscas no se da en su claridad. De esa situación surge mi condición de poeta experimental, y eso me ha llevado a tensar el lenguaje cada vez más, porque comprendo, a la par, cada vez más, su naturaleza. Cada día que pasa, estoy más en la carnadura del silencio." 
RR

Blanco activo 

Voy a callarme,
hablar en blanco
para expresar
con mayor representación
visual
mi silencio.
Las comas 
            los puntos aparte 
                        las respuestas
                                  obligadas 
                                               por las letras mayores.

Los gestos
que remedan
el vacío
espacial
que de por sí
crean concomitantes
en una tonalidad pura,
expresiva como un signo
permanente a lo largo
del paso visual
del lenguaje escrito.

Esos blancos
tan necesarios
en la alternancia
del habla
comunicativa
que da ritmo
y musicalidad
armónica y sensata
a la expresión
oculta.

El charco tranquilo
lo refleja espejeante
para leerlo sin prejuicios.



[1] Se reproduce al final de la entrevista. 
[2] De “Lámparas oscuras”, en Poesía completa, tomo uno, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes e Instituto de Cultura de Yucatán, Yucatán, 2011, p.39.