domingo, 27 de diciembre de 2015

La Revolución cubana y nuestros literatos

27/Diciembre/2015
Confabulario
Huberto Batis





En las oficinas de la revista Política, donde Carlos Valdés y yo empezamos a editar Cuadernos del Viento, también se reunían intelectuales como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea y Luis Villoro. Ellos hacían una revista que se llamaba El Espectador, feroz contra el gobierno de Díaz Ordaz.



Además de su simpatía por la Revolución cubana y por los movimientos de izquierda en América Latina, Carlos Fuentes se había mantenido como simpatizante de Fidel Castro, aunque cuidadoso. En una ocasión lo habían invitado a una reunión literaria, musical, teatral con John F. Kennedy. Fuentes llegó en avión a Estados Unidos, pero lo detuvieron en la aduana. Dijeron que era un comunista, un castrista. Sin mostrar la invitación, aceptó que lo detuvieran, le impidieran el paso y lo regresaron a México. Al llegar dijo: “El señor Kennedy no manda en su país, ahí manda la CIA porque él me invita y la CIA no me deja entrar”. ¡Qué colmillo tuvo Carlos Fuentes al manejar este asunto porque Kennedy envió su avión personal a recogerlo, ordenó que lo llevaran en bandeja de plata, para salvar esa metida de pata!



En cambio, Emmanuel Carballo estuvo muy ligado a Cuba. De ahí trajo originales de escritores que luego iban a ser mal vistos por Fidel Castro y por los comunistas que se apoderaron de la revolución. Trajo textos, entre otros, de Reynaldo Arenas, a quien publicó. También fue muy amigo de la Casa de las Américas, que dirigía Haydée Santamaría, en donde fue juez de concursos literarios.



A Cuba habían ido, de mis conocidos, Juan José Arreola, Jorge Ibargüengoitia, Juan García Ponce, José de la Colina y Jaime García Terrés, entre otros. De regreso, García Terrés dedicó un número de la Revista de la Universidad a la Revolución Cubana, que confiscó el gobierno. Habían regresado entusiasmados pero también críticos de lo que empezaba a ocurrir en Cuba, como la ejecución de homosexuales y los juicios en contra de algunos escritores que el gobierno cubano no consideró suficientemente revolucionarios, como Heberto Padilla. Fue un escándalo mundial porque Padilla fue humillado y obligado a explicar lo inexplicable: no ser lo suficientemente revolucionario. ¿Cómo te retractas de eso? De ser un burgués, de ser un capitalista, todavía.



Juan García Ponce iba a ser juez en una ocasión de los concursos de Casa de las Américas. En una reunión de esos concursos había conocido a Marta Traba, esposa de Ángel Rama. Traba era una crítica de arte muy famosa y su esposo el crítico literario de la revista Marcha, de Uruguay. García Ponce me contó que para verse con Marta Traba en el Hotel Hilton había pretendido ir a su cuarto. Tocó y entró en su habitación, pero rápidamente llegaron unos milicianos que les dijeron que no se podían reunir en una habitación, que debían salir a platicar en público. Y el mejor lugar que encontraron fue la plataforma de los clavados en una alberca, donde se acostaron. No sé qué más pasó, Juan sólo me contó que ahí pudieron burlar la mirada de los vigilantes.



Por esas fechas había jóvenes latinoamericanos en estos círculos. Algunos eran adictos a la Revista de la Universidad, como el cuentista Augusto Monterroso, que había llegado a México cuando el gobierno de Jacobo Árbenz lo nombró en un puesto en la embajada de Guatemala en México. Tengo que contarles cómo nació el cuento de “El dinosaurio”. El Dinosaurio era una persona real. Le decíamos así porque era grandote. Se llamaba José Durand, escritor y filólogo peruano que pasaba temporadas entre México, Estados Unidos y Perú. En una casa vivían varios latinoamericanos. Durand iba a visitarlos y se ponían hasta atrás. Una noche Monterroso dijo: “Estoy muy cansado. Me voy a dormir”. Cuando despertó, “El Dinosaurio todavía estaba allí”… hasta atrás, José Durand. Entonces Tito dijo: “¡Chin! Hice un cuento genial. La realidad me dio un cuento genial”. Era una bobada, un cuate al que le decían El Dinosaurio. Qué genialidad de Tito para convertirlo en un cuento hoy de fama universal. El mejor cuento breve que se ha escrito es casi un accidente de la literatura. Eso lo viví yo, cuando Tito me lo contaba, yo no lo podía creer: “Hay tesis sobre ese cuento, libros enormes. Todas las implicaciones que tiene de todos los posibles orígenes, un asunto baladí”.



En México hubo repercusiones por la Revolución cubana. A principios de los 60, el director del periódico Novedades pidió la renuncia de Fernando Benítez al frente del suplemento México en la Cultura. ¿Por qué? Por haber alabado a la Revolución cubana. El Novedades, que dirigía Ramón Beteta —que había sido secretario de Hacienda en el gobierno de Miguel Alemán— lo consideró un error y pidió su salida. Nos fuimos todos los colaboradores con él. El presidente Adolfo López Mateos todavía alcanzó a darle a Benítez un dinero para que intentara salvar su suplemento, y con ese dinero se fue a hacer La Cultura en México, se lo dio a José Pagés Llergo para que empezaran a pagar los suplementos insertos en la revista Siempre!. Todo mundo le decía a Benítez que por qué con ese dinero no hacia su publicación independiente. Él dijo que no, que era mejor que fuera un suplemento inserto en una publicación de circulación nacional, en una revista tan conocida y leída como Siempre!.



Oficialmente, la salida de Benítez de Novedades fue por ese número dedicado a la Revolución cubana. Pero en el fondo había un pleito entre Benítez y el reportero Carlos Denegri, del Excélsior. Mientras Denegri atacaba a Beteta, Benítez lo defendía. Y cada que lo defendía, Denegri atacaba más. Beteta le dijo: “Ya no me defiendas, compadre, porque recibo más cañonazos”. No sé qué pleito había entre ellos. Sólo sé que Denegri lo atacaba. Total que Beteta estaba muy molesto con Benítez. Lo de la Revolución cubana fue un pretexto para deshacerse de él.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Guillermo Tovar de Teresa y la crítica literaria

26/Diciembre/2015
Laberinto
Evodio Escalante

A los críticos literarios no nos gusta que los “fuereños” se entrometan en nuestros asuntos. Conjeturo que a ello se debe a que haya transcurrido sin consecuencias la aparición del importante “Hallazgo en torno a los Contemporáneos” (Vuelta núm. 206, enero de 1994) que dio a conocer hace ya poco más de veinte años el historiador Guillermo Tovar de Teresa. El texto, empero, resulta notable no solo por la temeridad que representa pisar terrenos supuestamente ajenos, sino porque contiene una doble y se diría perentoria invitación: a que se reconozca el papel de Jaime Torres Bodet como orquestador de la famosa Antología de la poesía mexicana moderna que habrían publicado los Contemporáneos en 1928, y a que se inicie entre nosotros, tomando como base las aportaciones de Samuel Ramos en su libro Hipótesis (1928), un ejercicio de “crítica de la crítica” que logre otorgarle a esta disciplina una dimensión a la vez artística y filosófica. De esta manera, según el diagnóstico de Ramos, se podría superar para siempre “la crítica inconcluyente del erudito; la pedante y dogmática del académico; o bien la incomprensiva y frívola de los críticos de salón”. No está por demás añadir que Ramos fue, ni más ni menos, el filósofo del grupo Contemporáneos.

Investigador acucioso, lector sagaz y disciplinado, Tovar de Teresa capta un cambio que se habría producido en la temperatura de la época. Desdeñada y menospreciada durante muchos años, la figura de Torres Bodet parecía entrar en una etapa de revaloración. La mejor prueba de ello es que el siempre influyente Octavio Paz, pese a los malentendidos y desencuentros con el funcionario y el escritor de los que él mismo informa, acepta la invitación que le hace El Colegio de México para abrir con una conferencia magistral acerca de Torres Bodet el congreso en torno a Contemporáneos celebrado en marzo de 1992. La disertación de Paz, que publican Rafael Olea Franco y Anthony Stanton en el libro Los Contemporáneos en el laberinto de la crítica (1994), pese a ciertas notas contradictorias, es un abierto elogio del poeta, el narrador, el memorialista y el eficaz funcionario que fue Torres Bodet.

En su ensayo, Tovar de Teresa da cuenta de esta conferencia de Paz y se sigue de frente para afirmar que a Torres Bodet se debe la aparición de la Antología de la poesía mexicana moderna. Fue, como asevera Tovar, “la única audacia que Torres Bodet llevó a cabo como crítico literario”, no importa que después se arrepintiera de ella. La audacia, como todos recuerdan, más allá de la labor recopilatoria en la que varios intervinieron, consistió en haber persuadido a un escritor por entonces desconocido (Jorge Cuesta) a que firmara la recopilación como si fuera propia, y que agregara un breve prólogo pertinente. Las reseñas chillaron: es una antología que vale lo que Cuesta. ¿En que basa Tovar su aseveración? En que cayó en sus manos el ejemplar de la Antología que habría pertenecido a la biblioteca de Jaime Torres Bodet y encontró que ésta contenía, en cada una de las notas de presentación de los autores seleccionados, inscripciones de puño y letra del autor de Cripta indicando quién las habría redactado. Las iniciales corresponden todas ellas a miembros del grupo Contemporáneos: JTB (Jaime Torres Bodet), EGR (Enrique González Rojo) y XV (Xavier Villaurrutia). La nota perteneciente a Francisco A. de Icaza se habría quedado sin iniciales, lo que da pie para que se conjeture que bien pudo haberla redactado Bernardo Ortiz de Montellano, al parecer también involucrado en el proyecto.

La tesis de Tovar la confirma la publicación que hiciera Fernando Curiel de Casi oficios. Cartas cruzadas entre Jaime Torres Bodet y Alfonso Reyes (El Colegio de México/  El Colegio Nacional, México, 1994). En misiva que le dirige el primero al segundo, cuando éste era embajador de México en Argentina, con fecha del 6 de octubre de 1927, aparece este párrafo sin duda revelador: “le diré —muy en confianza— que estamos trabajando algunos amigos y yo en la composición de una antología de la nueva poesía mexicana. En ella ocupará usted el lugar que merece, es decir, no agrupado entre los escritores del intermedio desaparecido, como algunas opiniones quisieran, sino entre los poetas de hoy, entre los absolutamente nuevos”. Poco importa que en el libro la promesa no se cumpliera, y que Reyes quedara en efecto entre los del “intermedio”. Aquí lo decisivo es el papel de Torres Bodet como orquestador del producto.

Como nuestros críticos e historiadores de la literatura, sin embargo, parecen todavía no acusar recibo de la documentada tesis de Guillermo Tovar de Teresa, reciclo en su memoria este asunto puntual con la esperanza de que se registren sus consecuencias. ¿Es mucho pedir?

El otro asunto, más abierto y complejo, tiene que ver con el ejercicio de la crítica literaria. Tovar postula la necesidad de una “crítica de la crítica” que tendría que apoyarse en postulados filosóficos. Para tal efecto, retoma algunas de las ideas de Benedetto Croce tal y como las recicla entre nosotros el traductor de su Breviario de estética (Editorial Cultura, México, 1925), Samuel Ramos. Aunque me parece difícil de demostrar que, como quiere Tovar, las notas de presentación de la mencionada Antología corresponden a las ideas de la crítica difundidas por el pensador italiano, no hay duda de que da en el clavo cuando se inconforma con una crítica que prefiere ceñirse al valor de las definiciones, y que al objeto mismo (la obra de arte, el milagro) prefiere la idea del objeto. El crítico debe discernir, en lugar de imponer, y falla cuando por intolerancia o por megalomanía se concibe a sí mismo como “juez supremo de todas las cosas y único dueño de la verdad”. Aunque el gusto y la exégesis (el comentario) son antecedentes indispensables, el crítico literario debe aproximarse a la intuición del artista con el objeto de transformar su intuición enpercepción, para con ello darle a su acto de juzgar “su carácter de operación espiritual e intelectual”. Esto significa que el crítico se obliga “a ser artista y filósofo”, superando así las limitaciones de la crítica del erudito, la académica y la de salón.


Sin duda, a Tovar le impresionaron estas líneas de Ramos, en el prólogo al libro antes citado: “La crítica marca el instante en que un movimiento artístico e intelectual toma conciencia de sí mismo y trata de precisar sus ligas con el pasado y el presente, y busca su orientación en el porvenir”. Ello la convierte en alimento indispensable de todo artista que se respete, pues le ayuda a situarse en el puesto que le corresponde dentro de un determinado momento histórico. Pero hay más. Para Ramos, “el ejercicio de la crítica presupone amplia documentación histórica y trabajos de exégesis, pero en su resultado final implica un acto de pura inteligencia” (cursivas mías). Según Ramos, pero creo que igualmente esto está implícito en el texto de Tovar, “el hombre erudito y estudioso, pero sin un talento superior, no puede ser crítico”. Puedo resumir así la exhortación de Guillermo Tovar de Teresa: para entender a Contemporáneos correctamente, primero hay que entender el impacto que en ellos habría tenido la estética de Croce y su divulgación en México por Ramos.

martes, 22 de diciembre de 2015

Carta a Juan Rulfo

Diciembre/2015
Letras Libres
Fernando del Paso

¿A que no sabes con qué me salieron el otro día, Juan? Ni te imaginas. No sabes las cosas que dice la gente cuando no tiene nada que decir. Pues fíjate que andaba yo por París, porque te dije que venía a París, ¿no es cierto? Bueno, te lo estoy diciendo. Andaba yo por aquí. No te diré que muy quitado de la pena porque ahorita tengo varios problemas que no viene al caso contar, cuando de sopetón, así, de sopetón, me dicen que nos habías dejado: que te habías ido.

Mira, tengo que confesarte que cuando me lo dijeron estaba tan hundido en mis preocupaciones, como te decía, que casi no me di cuenta cabal de lo que me estaban contando. Y después, fíjate lo que son las cosas, esa misma noche, yo di la noticia por la radio. Yo, imagínate, Juan, diciéndoles a todos lo que yo mismo no había entendido. Porque lo que me dijeron no fue que se había ido el escritor Juan Rulfo, no; lo que me dijeron fue que se me había ido un amigo. Y yo no lo supe sino poco a poquito, poco a poquito y de repente también, sí, de repente, cuando escuché tu voz, cuando puse el disco de Voz viva de México de la Universidad donde leíste “Luvina” y “¡Diles que no me maten!”. Y esa voz me caló muy hondo. Porque esa voz, esa voz, yo la conozco muy bien.

Perdóname, Juan, perdóname si no te escribí nunca, pero como me habían dicho que tú jamás contestabas una carta, pues yo dije: Entonces para qué le escribo. Y ahora me arrepiento; me arrepiento, Juan. Ahora quisiera que tú hubieras tenido varias cartas mías aunque yo no tuviera ninguna tuya. En serio. Me arrepiento porque yo tuve la culpa. Yo fui el que me fui de México, ¿no? Y no te escribí. Me duele porque no se pueden pasar tantos años, creo que dieciséis desde que salí, sin escribirles a los amigos, ¿no es cierto? No es cuestión nada más de decir, como fray Luis, “como decíamos ayer”, porque no, no fue ayer, sino hace muchos años cuando nos reuníamos una y hasta dos veces por semana, ¿te acuerdas?, en el café del sanatorio Dalinde. Allí se nos iban las horas. ¡Qué las horas! Ahí nos pasábamos años y felices días platicando y fumando como chacuacos. Quien nos hubiera visto, a veces tan serios, habría pensado que nomás hablábamos de literatura. Y sí, claro, platicábamos de Knut Hamsun y de Faulkner y de Camus y de Melville, todo revuelto. De Conrad, de Thomas Wolfe, de André Gide. Nunca conocí a nadie que hubiera leído tantas novelas. ¿A qué horas las leías, Juan? Se me hace que a veces hacías trampa. Pero también te decía, ¿te acuerdas?, nos dedicábamos al chisme como dos comadres, ni más ni menos.

Y a veces, de pronto, tú te ponías a hacer literatura sin darte cuenta. Te ponías a contarme historias que yo no sabía si eran ciertas o eran puras invenciones, o si se iban volviendo ciertas cuando las estabas inventando. Me acuerdo muy bien, Juan, muy bien, como si te estuviera oyendo.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Cuadernos del Viento

13/Diciembre/2015
Confabulario
Huberto Batis

Carlos Valdés (1928-1991), con quien fundé Cuadernos del Viento, también era de Guadalajara y muy amigo de Emmanuel Carballo. Él nos presentó en El Colegio de México en una reunión de becarios de don Alfonso Reyes; se habían conocido en un concierto en el Teatro Degollado y eran condiscípulos del Instituto de Ciencias de Guadalajara. Intentaron hacer una revista que se iba a llamar Dadá. Valdés era hijo de una familia de mineros e industriales, y su papá había sido vendedor de todo; él trabajaba en una imprenta que hacía etiquetas de todo tipo: chocolate, tequila… Su mamá era lectora, igual que su abuelo materno. De ahí venía su afición por la literatura.

Carballo había llevado a Carlos Valdés a la Revista de la Universidad de México, en donde él y Carlos Fuentes eran jefes de Redacción. Cuando ellos se dedicaron a la Revista Mexicana de Literatura, Jaime García Terrés, director de la Revista, nombró jefe de Redacción a Juan Martín y como secretarios a Juan García Ponce y a Carlos Valdés. Luego García Terrés me encargó la revisión de estilo y la corrección de pruebas. Para mí ese fue una gran oportunidad. Tenía que leer dos o tres veces el material tan rico con el equipo que había en la Imprenta Universitaria y me ayudé a la formación de páginas.

Carlos Valdés era cuentista y novelista. Tenía un relato de un hombre que se enamoraba de un maniquí en una tienda de aparatos ortopédicos que estaba en el Centro. Era una mezcla sádica, masoquista, erótica de un maniquí al que le ponían una pierna de palo, y sin un brazo, un maniquí al que se le veía el cerebro y tenía un corte por donde podían sacarle el corazón y otros órganos. Su primer libro se llamóAusencias y se publicó en una colección que dirigía Juan José Arreola que se llamó Los Presentes. Arreola los cosía él mismo y los planchaba para que quedaran mejor. Estaban hechos a mano, como un arte, pero en realidad era pobreza; no tenían dinero para pagar una imprenta que cosiera los libros.

Yo estaba en primer año de la Facultad de Filosofía y Letras y escribía cuentos y poemas que publicaba donde podía. Por ejemplo, en el suplemento cultural de El Nacional, que dirigía el poeta Juan Rejano o con Sergio Galindo en la Universidad Veracruzana. Pero Carlos Valdés y yo empezamos a quejarnos de que no teníamos dónde publicar y decidimos hacer una revista a la vez de independizarnos de nuestras familias. Nuestra revista se llamó Cuadernos del Viento. Debió haber sido Cuadernos al Viento porque queríamos decir: “que el viento nos lleve a todo partes”. Pensábamos ponerle Ehécatl, como se dice “viento” en náhuatl, que hubiera sido peor todavía. Por suerte se impuso la cordura. Con todo este aprendizaje nos organizábamos en la imprenta de Manuel Marcúe Pardiñas, donde se hacía Política, una revista muy crítica al presidente Díaz Ordaz.

Decidimos que la suscripción anual a Cuadernos del Viento costaría 50 pesos. Un ojo de gringa –así le decían a los billetes de 50 porque eran azules–, era mucho dinero. Mis condiscípulas vendían las suscripciones a sus familiares, amigos y a los profesores. Publicamos poesía desde el primer número, pero lo que nos llamaba más la atención era la narrativa. Seguimos como modelo unir gente de todas las creencias, partidos, estéticas y rumbos, que no hubiera predilección de ninguna especie. Optamos por hacer una revista de jóvenes, abierta a todo. En Cuadernos del Viento empezamos a publicar incluso novelas por entregas, como se había usado en el siglo XIX.

La publicidad nos la dieron la UNAM, Bellas Artes, la Secretaría de Hacienda, el Fondo de Cultura Económica, Editorial Era y la editorial Joaquín Mortiz. Pagaban mil pesos por página y eso nos ayudó a cimentar la parte económica de la revista. El segundo año nos dimos cuenta de que debíamos intensificar la publicidad. Vender una revista en las librerías es una ilusión. Nadie compraba revistas en las librerías. Para estar en puestos de periódicos debíamos tirar más de mil ejemplares y la Unión de Voceadores pedía un número gratis que ellos iban a vender sin pagarte nada.

Valdés también era un iluso. Quería triunfar por sí mismo. Tenía una mujer que sabía inglés. Ella le traducía sus textos y los enviaban a Estados Unidos, a ver dónde pegaban, pero no pegaban en ninguna parte. Quería que Cuadernos del Viento se convirtiera en una empresa y no había manera de convertirse en nada importante. También era muy fantasioso. Cuando vivíamos juntos abría la ventana y gritaba hacia la noche: “Te amo, te amo”. “Mira, han contestado por ahí”, decía. Pero lo que le contestaban era: “¡Chinga a tu madre, cabrón! ¡No estés chingando!”. Y en una ocasión me dijo: “Tocan la puerta. Debe serLa Inesperada. ¡Ah, Inesperada! Adelante, pase usted”. Y entró un fantasma y cerró la puerta. Y dijo: “Mira, ha llegado La Inesperada”. Y así un día llego una mujer con la que se casó. Pero yo lo hice antes, y él se tuvo que cambiar al otro piso.

Cuando terminó el primer año de Cuadernos del Viento apareció una crítica de Juan Vicente Melo en laRevista Mexicana de Literatura que tituló irónicamente “Lo que el viento se llevó”. O sea, los Cuadernosse perdieron en la nada, el viento se los llevó, arrasó con todo. Melo pertenecía al grupo de la Revista Mexicana de Literatura, que para ese entonces dirigía Juan García Ponce con un selecto grupo en la Redacción, donde estaban Jorge Ibargüengoitia, Inés Arredondo, José de la Colina, Gabriel Zaid, Rita Murúa y otros.

Decía que para qué hacíamos una revista de mil ejemplares cuando estábamos diciendo que el viento nos llevara. Nos criticó ferozmente, pero desde el punto de vista elitista por publicar a artistas desconocidos y plebeyos, como José Agustín,  Parménides García Saldaña y Gustavo Sainz, en vez de publicar a Juan García Ponce, Salvador Elizondo. No es que fuéramos democráticos, pero estábamos en contra de los grupos cerrados. El grupo de Jaime García Terrés era cerrado, el grupo de la Revista Mexicana de Literatura era cerrado. El de Benítez, México en la Cultura, era la mafia, cerradísimo. A Benítez le decíancapo de la mafia.

Poco después Carlos Valdés abandonó la revista. Se sintió afligido por la burla de Melo, a quien yo contesté línea por línea. Seguramente en la Revista de la Universidad le hacían burla, siempre en broma, pero eso duele. Sentí mucha tristeza que no apareciera el nombre de mi compañero de aventura y lo mantuve un tiempo. Eso fue el segundo año. La revista duró cinco años más. Nadie llegó a ocupar el lugar de Carlos y me di cuenta de que tenía que hacer la revista yo solo. Nadie me ayudaría. Al final invité a Esther Seligson a que me ayudara a conseguir suscripciones, anuncios y a administrar el dinero de la revista.

Seguí haciendo Cuadernos del Viento y después me invitaron a la Revista Mexicana de Literatura, la que nos había criticado. Ahí éramos los exquisitos y nos permitíamos rechazar textos de escritores valiosísimos de todo el mundo. A mí me publicaban  colaboraciones, traducciones y lo que podía conseguir. García Terrés tenía celos de que nosotros publicáramos materiales que él podría publicar en laRevista de la Universidad.

Al final mis maestros Agustín Yáñez y José Luis Martínez llegaron a secretario de Educación y a la dirección de Bellas Artes. Me fui a trabajar con ellos, cuando me encargaron la Revista de Bellas Artes; decidí dejar Cuadernos del Viento a un grupo de compañeros míos. Nunca se pusieron de acuerdo y la revista se perdió. Había iniciado la segunda época de dos números.

Los cambios de las instituciones políticas, de gobierno, alteran las cosas. En  1966 viene la caída del rector Ignacio Chávez y la llegada de Barros Sierra. El cambio del rector cambia al director de Difusión Cultural y éste cambia las políticas culturales. Eso ha sido siempre. Jaime García Terrés fue nombrado embajador en Grecia y dejó la Revista de la Universidad en otras manos. Fue cuando llegó Gastón García Cantú a tratar de “poner orden” y vino la persecución de Juan Vicente Melo, quien dirigía La Casa del Lago, espléndidamente.

Vientos de Fronda empezaban a soplar.

El caos de adentro

13/Diciembre/2015
Confabulario
Geney Beltrán Félix

Treinta y dos cuentos publicados en 18 años, entre 1959 y 1977. Después de eso, el silencio.

Un silencio de tres décadas: se vio roto sólo una vez, en 2008, con la aparición de cinco nuevos textos.

Así, con una muy compacta producción narrativa, Amparo Dávila (Pinos, Zacatecas, 1928) se ha vuelto un nombre siempre vivo en las antologías y los recuentos de la ficción breve del siglo XX mexicano. No ha sido su obra aquilatada, es cierto, como la de una autora central, en esa altura irrefutable donde pululan los nombres de Juan Rulfo o José Revueltas. Su sitio es más discreto, un poco, diríamos, en las esquinas del dominio literario; pero es permanente.

Su primer libro, Tiempo destrozado, sale de las prensas del Fondo de Cultura Económica en 1959, y la da a conocer como una escritora de medidos recursos: una prosa directa y transparente, nunca distraída de su función de narrar, y una concepción clásica del cuento: narraciones redondas armadas con herramientas modernas (el discurso indirecto libre, sobre todo), que buscan y desarrollan un efecto único, sin nada que falte ni sobre; sin audacias ni caídas.

En este esbozo no se consigna, sin embargo, lo que vuelve distintiva la prosa de Dávila, su vocación inusual. No hay en sus páginas regionalismo, ni una crítica social explícita; su enfoque de la vida urbana se da más que nada en las esferas domésticas, no se le delata interés por escenarios ni búsquedas cosmopolitas. Su intuición narrativa vendría de otro cauce: el terror psicológico modulado por las formas de la literatura fantástica europea del XIX.

Hay en los cuentos de Amparo Dávila esa pausa de ambigüedad o vacilación —que Tzvetan Todorov señala como propia de la ficción fantástica—, durante la cual quien lee se cuestiona: ¿es real o imaginario lo que se me cuenta?, ¿responden estos hechos a la lógica de la razón o a una escala sobrenatural? Sea en tercera o en primera persona, una particularidad se sostiene en el hilo narrativo de Amparo Dávila: el punto nodal desde el que se genera la historia es la percepción del personaje. Todo o casi todo se juega desde la aprehensión insuficiente de los sentidos (antes que nada, el oído y la vista).

En algunos casos —no los más abundantes—, hay indicios claros de que el entorno amenazante no lo es tal, sino que así es registrado en virtud de la alteración paranoide del protagonista. En esa vena leemos la historia de un joven oficinista que entra en pánico ante la visita de un hombre imprevisto; una tras otra, las prospecciones que nacen en su mente antes de siquiera verlo o conversar con él lo hacen suponer fatídicas consecuencias para su futuro: su madre ha muerto, le han endosado un desfalco en su empleo, la familia de su novia quiere romper el compromiso nupcial (“Un boleto a cualquier parte”, de Tiempo destrozado). En otras páginas, una mujer soltera se ve seguida en la calle por un hombre, amabilísimo por lo demás, quien, según ella teme, habrá de intentar violarla (“Tina Reyes”, de Música concreta, 1964). Más que un viso humorístico ante la desbocada imaginación de habitantes comunes y corrientes de la gran ciudad, lo que subyace a la trama es algo más sigilosamente grave: las presiones sociales —como las del matrimonio y el éxito económico— se incrustan en la psique del individuo hasta impedirle un vislumbre mesurado de la realidad. Tina Reyes, por ejemplo, al no haberse aún casado, va por la vida con una intermitente sensación de fracaso e insatisfacción sexual: “qué pena, qué mala suerte que ese cuerpo, tan bien hecho, se marchitara a la sombra de la soledad, sin conocer ni una caricia”.

Si el temor ante las presencias del afuera puntea el tránsito dislocado de estos personajes, hay otros ejemplos, más nutridos, en que el miedo viene provocado por figuraciones domésticas de la otredad. Una fuerza siniestra ha penetrado en el sitio de la seguridad y el descanso: la casa propia, la misma recámara incluso. Surge así otra capa, inestable y hostil, de la diaria existencia: noche tras noche, el personaje cree escuchar o ver algo que se rehusaría a cualquier aclaración lógica. Puede tratarse de ruidos de ratones que nunca sucumben a la menor trampa o de un espejo que a medianoche cesa de reflejar las formas y deviene un pozo negro (“La señorita Julia” y “El espejo”, de Tiempo destrozado), de la voz de una costurera que quién sabe cómo semeja el croar de un sapo, o de sombras indiscernibles en la oscuridad de una construcción antigua (el extraordinario “Música concreta” y “El jardín de las tumbas”, de Música concreta). Ya no hay modo de retomar el sueño, y todo en la vida se fractura, sin que la luz del sol sea poderosa para diluir el espesor de estas perturbaciones. Ante los gestos de duda de amigos y parientes, que sospechan un desorden puramente nervioso, los personajes no llegan a conocer otra respuesta sino el decaimiento y el fatalismo.

Aunque estos cuentos dejan resquicios abiertos para una interpretación sobrenatural (y hay ejemplos en los que la hesitación de lo fantástico queda definitivamente del lado de lo maravilloso, como en “Estocolmo 3”, de Árboles petrificados, 1977),  creo pertinente leerlos como agudas metáforas del insomnio. Los afanes y exigencias de la ciudad moderna han roto con los antiquísimos ciclos de la vida humana mandados por la luz del día: las horas del dormir se ven crecientemente aminoradas. A la par de este desajuste, el ser humano no ha logrado dejar atrás su pavor atávico de la oscuridad, ese trecho azaroso en que la sola pervivencia está en peligro ante inasibles potestades. Y más aun: la imposibilidad de dormir y descansar viene espoleada por inseguridades en la familia y el trabajo, por abandonos, pérdidas, quebrantos de cara a patrones de vida y conducta propios de la existencia urbana o en general exigidos por las convenciones sociales, y que resultan difíciles de cumplir en su entereza para cierta clase de temperamentos sensibles. En “Música concreta”, Marcela, abatida al descubrir el adulterio de su esposo, trasfigura en su mente los rasgos de la supuesta amante, una costurera, hasta dotarlos del cariz avieso de un anfibio. El croar de su adversaria de amores certifica su derrota ante la presión de sostener viva su unión; ese sonido deviene una música atroz, densa hasta casi llegar a la materialidad y volverse, así, perceptible para otras personas. La madre del narrador en “El espejo”, por su parte, tiene las visiones nocturnas a partir de que su hijo, con quien lleva un vínculo de tufo incestuoso, la recluye en un hospital para salir a un viaje de semanas. El insomnio, así, se proyecta en horripilantes presencias invasivas que los protagonistas no reconocen como nacidas de sí y que, al paralizarlos con la sugestión de estar encarando potencias espectrales, los destrozan por dentro.

Ahora bien: no todo ocurre en el ominoso flujo de la noche. Hay otros cuentos de Amparo Dávila en los que la otredad enemiga tiene energía y voluntad bajo la luz. Se trata en estas instancias de un ser nunca dibujado con precisión, al que se le han franqueado las puertas de la casa. Pudiera ser un niño recogido por caridad o un par de mascotas indomeñables (“El huésped” y “Moisés y Gaspar”, de Tiempo destrozado) o un hermano nacido con vehementes trastornos mentales (“Óscar”, de Árboles petrificados). No es dable siquiera describir los rasgos de estos seres, mitad animales mitad humanos, porque, además, se hallan siempre pujantes, en movimiento, y esa impulsividad da pie a la ansiedad y el pánico. Hay un punto ciego en su existencia que abona a la percepción exigua, descompuesta, de quienes los sufren: lo único cierto y contundente son las repercusiones tremebundas que dejan en el ánimo y el vivir de sus anfitriones. No es arduo identificar en estas agresivas formas de la otredad desdoblamientos de la propia psique; en ellas cobrarían carne aparente los ímpetus de autodestrucción con que el individuo desea fustigarse por faltas no asumidas como tales, o por lo menos no desde la consciencia: el odio al esposo (“El huésped”), la inclinación incestuosa entre hermanos (“Moisés y Gaspar”), el haber abandonado a la familia para mudarse a la gran ciudad (“Óscar”). El ejemplo más escabroso de estas existencias se halla, creo, en “Alta cocina”, de Tiempo destrozado, uno de los textos más antologados de la autora; en dos apretadas páginas, un hombre recuerda cómo, en su infancia, unos inquietos animalitos, jamás delineados con presteza, aullaban interminablemente mientras se les cocinaba, pues no eran otra cosa que el delicioso alimento preferido de su familia y de todo el pueblo.

Es posible, así, identificar en esta ficción una deriva: la identidad se halla sujeta a un proceso de vulneración. Esta pauta conoce en la obra de Dávila, en efecto, otras variantes. La escisión interior puede darse, con el recurso tradicional del Doppegänger, en un caso de violencia de género: un amante despechado ve cómo otro hombre, un Mr Hyde de sí mismo, asesina a la mujer que se ha resistido a consentir sus avances (“Final de una lucha”). Otros ejemplos son el de un hombre aturdido por la obligación de buscar un nuevo departamento y quien entrevé la ensoñación escapista de convertirse en árbol (“Muerte en el bosque”, de Tiempo destrozado), o el de un voraz hombre de negocios que luego de una férrea enfermedad, cuando ya se ha obsesionado con la noción de su propia muerte, cree ver en la calle el paso de su cortejo fúnebre (“El entierro”, de Música concreta). No hay una inclinación por el diálogo interior ni por el certero conocimiento de sí en estos personajes; su vida anímica está subyugada por instintos básicos de ataque o huida que poco a poco suprimen hasta el mínimo imperio de sus dotes racionales.

Observo en este quebrantamiento de las claves esenciales que sostienen la identidad una lectura crítica de dos pilares de la sociedad moderna en que el México capitalista del medio siglo —en plena fase de estabilidad social, crecimiento urbano y galopante industrialización— se estaba convirtiendo: el matrimonio y el trabajo. Es frecuente hallar en Dávila a mujeres infelices por vivir en uniones desastradas, sin pasar nunca por la ternura y con una fatigosa cuenta de labores y cuidados domésticos (“Representaba para mi marido algo como un mueble, que se acostumbra uno a ver en un determinado sitio”, informa la narradora de “El huésped”). En “El último verano” (de Árboles pretrificados), un ama de casa ya llena de hijos queda embarazada; afligida, piensa que un bebé más no implica sino más cansancio y desasosiego. Luego de abortar, sin embargo, en un delirio forjado por la culpa se ve atacada por animales extraños en los que habría subsistido la vida del feto. Aunque la sociedad las señala como metas para la felicidad de cualquier adulto, la conyugalidad y la familia se dejan ver al fin como trampas que asfixian y propician la anulación del individuo, sobre todo de la mujer, en mucho por no contar con parejas comprensivas sino con esposos machistas y desentendidos. Algo similar se da con el trabajo: Dávila pone mayormente la mirada del lado de quienes —mujeres u hombres— viven explotados al hallarse bajo la presión de evitar el despido para no perderse en la precariedad; su dedicación a la oficina, por más que ejemplar, no los exime de la sospecha, el desvío, la posible falla inadvertida y fuera de su control.

No es menor el mérito de Dávila: en tres breves tomos registró, con espeluznantes metáforas, los desarreglos de la mente a que da nacimiento una sociedad fracturada en sus ámbitos nodales, el hogar y el empleo. La movediza imaginación de la autora zacatecana, quien con tardía justicia recibe este martes 15 la Medalla de Oro de Bellas Artes, sigue siendo expresiva de los poderes con que la palabra literaria divulga la fiereza del terror a que la psique humana se ve sometida en los inclementes, inmorales entornos de la vida moderna. Como dice un misterioso personaje del cuento “El patio cuadrado”: “el caos de adentro se proyecta siempre hacia afuera”.

Manuel Puig a un cuarto de siglo de su muerte

13/Diciembre/2015
Jornada Semanal
José María Espinasa

Hace veinticinco años, en 1990, murió en Cuernavaca Manuel Puig (1932). El autor de Boquitas pintadashabía escrito con su obra maestra El beso de la mujer araña en 1983, el cerrojazo de la época dorada delBoom latinoamericano, iniciado en 1963, con La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa (1936), él único sobreviviente de ese período dorado en el que abundaron las obras extraordinarias. Los cinco lustros transcurridos desde su fallecimiento, a la vez que han señalado el papel que Puig tuvo en aquel momento narrativo, también han hecho que nos olvidemos un poco de él. Algunos libreros y editores me dicen que tiene lectores constantes y que sus libros siguen circulando; mi sensación es sin embargo que se le lee poco y está un tanto olvidado.
Puig, discretamente, había buscado en nuestro país refugio contra las amenazas que pendían sobre él en la Argentina de la violencia y la dictadura, y en el clima benigno de la ciudad de la eterna primavera una defensa contra su frágil salud. Debió ser doloroso para él sentir que no podía ni vivir en ni regresar a su país, pues es evidente que más allá de su actitud y formación cosmopolita estaba muy ligado a su tierra.
La muerte temprana de Puig, cuando aún no cumplía sesenta años, lo ha hecho conservarse como elautor joven del Boom, con una frescura admirable en sus libros y una condición de niño travieso permanente, algo que comparte con un amigo y compañero de aventuras cinematográficas, Fernando Vallejo, outsider fascinante del período posterior a El beso de la mujer araña. Para los autores del Boom, el cine es una fascinación y un espejismo, un camelo y una trampa, una vocación imposible que sin embargo condiciona y fertiliza su escritura. Vargas Llosa tuvo en algún momento la tentación, desafortunada, de dirigir la adaptación de Pantaleón y las visitadoras; Gabriel García Márquez intentó una y otra vez ver en la pantalla sus ficciones con la misma calidad que en el texto y lo consiguió a cuentagotas; Cabrera Infante, como Puig, pero de manera muy distinta, hizo del celuloide y su trivia la savia vital de sus libros y su vida. Bioy Casares, Carlos Fuentes, José Donoso…, quién no tuvo un momento de idilio con el cine que condicionó sus novelas.
Puig estudió cine en Roma para descubrirse novelista y El beso... es uno de los homenajes literarios más profundos al invento de los hermanos Lumière. Qué admiraban esos novelistas en la pantalla: ¿las posibilidades técnicas de otra forma de la narrativa, los arquetipos que creaba en el imaginario popular en su breve existencia, las posibilidades de alcanzar un público de enormes proporciones, el placer recuperado de una Scherezada colectiva? De todo un mucho.
Para el narrador argentino el cine clásico de Hollywood, pero también el cine de rumberas, el tango y la canción ranchera daban un tono delirante al sentido trágico que muchas veces se perfila en las películas y en las canciones. Hay en esa cultura popular una retórica que entusiasma y dota de colores y anécdotas al escritor que busca sin duda esa condición, en palabras de José Alfredo Jiménez, de un mundo raro.
No entenderíamos la literatura, y en especial la escrita en español, sin esa fascinación cinematográfica. Y, sin embargo, el tiempo, su manera de ocurrir y de durar no era la misma, de allí que sea muy difícil llevar sus novelas a la pantalla. Tal vez la mejor adaptación de obras del Boom sea El lugar sin límites, dirigido por Arturo Ripstein, en la que Manuel Puig colaboró como guionista. Lo que hace una buena película, como una buena novela, no son las virtudes de su anécdota, sino la elección de un tiempo narrativo, de una forma de la duración. Así, la pregunta que no nos han respondido ambas formas narrativas –cine y texto– es cómo abordar el guión cinematográfico. Su carácter de instrumento subsidiario de una obra futura (la película) lo condena a tener un carácter embrionario y no poder ser juzgado en sí mismo.
A la vez, guionistas como Hugo Argüelles o Rafael Azcona es evidente que tienen una condición de autor en sus libretos, por no hablar de Dalton Trumbo en inglés o de Marguerite Duras en francés. Si un buen guión da una mala película, nos obliga a olvidarnos de la última para recuperar el primero como obra autónoma. Y si un guión da una buena película solemos olvidarnos de él. Complejo callejón sin salida. Y hay además un problema adicional: los guiones no filmados, peculiar trastienda de los escritores que no alcanza el interés sino en muy contados casos, de los diarios, cartas y borradores de novelas no concluidas.
En algunos casos es natural: Josefina Vicens es autora de dos novelas y los muchos guiones que firmó es probable que no los escribiera ella sino acaso sólo los supervisaba. José Revueltas trabajó en el cine y si bien esa cercanía influyó en algunas técnicas narrativas de sus novelas, siempre lo consideró un trabajo alimenticio y por eso no forman parte de sus “obras completas”. Puig, en cambio, sí tuvo en sus trabajos para el cine una relación vocacional muy intensa en la que se jugaba no sólo su anhelo juvenil, sino toda una estética formada por la frecuentación de la sala de cine. Es decir: una mitología.
El guión es entonces un estado larvario de la obra, un acto en potencia de aquello que le dará cumplimiento, pero cuando ese guión no se filma o cambia de estatus por la muerte del autor y se vuelve texto póstumo, su potencia implota y nos permite vislumbrar qué es lo que buscaba un autor en su obra futura y ya no escrita, pero también en la escrita previamente. El carácter provisional del guión hace que el escritor esté más expuesto, más visible, más desnudo en sus intenciones.
¿Ha cambiado la actitud de los escritores ante el cine? No en realidad, aunque la fascinación ha tomado otros rasgos. Sigue siendo, sin duda, una referencia inmediata de los múltiples cauces narrativos contemporáneos. Se mantiene también, aunque de manera restringida, como un espacio laboral, aunque son menos los escritores que aspiran a dirigir películas. También ha cambiado la manera de mirar sus mitologías. Pueden ser incluso los mismos referentes, por ejemplo, Rita Hayworth. En 1968, Puig se dio a conocer como novelista con La traición de Rita Hayworth. Hoy, casi cincuenta años después, Sandra Lorenzano publica La estirpe del silencio. Dos espléndidas novelas con el mismo referente y un tono y una actitud absolutamente distintos.
Estas desordenadas reflexiones sobre el cine, la literatura y el guión responden a la reciente lectura deAmor del bueno y otras tramas mexicanas, guiones que la Secretaría de Cultura de Morelos y el Conaculta han puesto a circular en estos días en libro. Y como una manera de recordar a uno de los grandes narradores de nuestra lengua a veinticinco años de su muerte 

domingo, 29 de noviembre de 2015

El libro del año

29/Noviembre/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Hace tiempo que no se publicaba en México tan hermoso y tan llamado a permanecer en su calidad de clásico como los Diarios 1945–1985, de Salvador Elizondo. La fotógrafa Paulina Lavista, su viuda, debe sentirse muy orgullosa de su propio trabajo como custodia de la llama que alumbra la obra de uno de nuestros escritores singulares. También debe estar feliz del espectacular diseño del libro impreso por el FCE, mérito no sólo de los diseñadores, sino de ella misma, que con amor abrió a la vista del lector la enorme y gruesa caligrafía de Elizondo a través de sus legendarios cuadernos, junto al riquísimo material fotográfico, proveniente del archivo familiar del escritor junto a las fotos, numerosísimas, que Paulina le tomó.

De los Diarios elizondianos ya conocíamos fragmentos publicados en Letras Libres durante 2008 pero aquella lectura, por ser fragmentaria en el sentido restrictivo de la palabra, no me dejó tan satisfecho como la del tomo completo, finalizado, por ahora en 1985. No me cabe duda que en pocos años tendremos una segunda entrega de la cual ya existe un precioso adelanto en El mar de iguanas (Atalanta, Girona, 2010) donde se publica la versión nocturna de los diarios de Elizondo, los Noctuarios (1986–1997) que, como su nombre lo indica fueron redactados exclusivamente durante las noches del escritor a espaldas de la Plaza de Santa Catarina y donde están algunas de sus especulaciones más arriesgadas. Siendo indispensables al menos tres de sus ficciones (El hipogeo secreto, tan ninguneado, Farabeuf o la crónica de un instante y el maravilloso Elsinore), pocos autores mexicanos han crecido tanto después de su muerte como él. Finalmente, en 2012, también el FCE publicó la poesía de juventud de la cual él renegaba y que es sorprendente. Sobre todo en las formas breves, Contubernio de espejos (poemas 1960–1964), del joven Elizondo, jeune amateur oscilante entre la pintura, el cine y la literatura, escribió una poesía del todo ajena a su época. A veces parece “postmodernista” en el sentido de Enrique González Martínez y otras, precisa y sentenciosa, parecida a la del último Brodsky o el último Heaney.

Las entradas infantiles pues Elizondo comienza su diario a los doce años en la escuela militar de Los Ángeles, California, que inspirará Elsinore: un cuaderno (1988) y las más propiamente adolescentes, son deliciosas por previsibles: primeras mujeres y primeros deslumbramientos (Dostoievsky, Mozart, Proust, Céline) a los cuales se sumará no sólo su grand tour por las ciudades europeas, en las cuales descubre la extravagancia retrógrada de España, simpatiza con el comunismo, descubre el cine italiano que le enseña a ver México con los ojos de Fellini y encuentra, primero que nadie, que la trabajosa interpretación identitaria emprendida entonces por el grupo Hiperión, ya estaba bien trazada en D.H. Lawrence desde los años veinte, lo cual lo convence, según anota el 22 de noviembre de 1954 que “yo no puedo arrastrar a nadie a los infiernos. Una vida académica requiere cordura de la que carezco y una vida de agitación política requiere contacto con los hombres, lo cual aborrezco”.

Dandy, Elizondo estuvo lejos de ser un maldito aun cuando a Paulina, cuando se fugó con el escritor, en el invierno de 1968, le advirtieron que sería víctima de los martirios chinos diseccionados por el doctor Farabeuf, cosa que fortuna no ocurrió. El 10 de junio de 1971, cuando enterados de la matanza, Paz y sus amigos se fueron a hacer un desplegado de protesta a la casa de Fuentes, Elizondo consigna que allí estuvieron, en efecto, pero para tomarse una copa, lo cual no se contradice con lo otro, pero dibuja al académico de la lengua y miembro del Colegio Nacional, un hombre decente del Antiguo Régimen ligado estrechamente a su familia y a su servidumbre doméstica, caballero respetuoso de literatos en apariencia tan convencionales como su adorado tío don Enrique, Jaime Torres Bodet o el crítico Antonio Castro Leal al mismo tiempo que dirigía la escandalosa revista S.nob e hizo de James Joyce, su lectura permanente e infinita, con Pound, en segundo lugar. Esa contradicción vital entre el conservadurismo y la vanguardia (tomada de otro de sus penates, Valéry) se constata, a cada rato, en sus Diarios pues Elizondo fue el escritor más modernist (en el sentido anglosajón) de su generación. Pero también fue, un mexicanísimo coleccionista de axolotes, aficionado desde niño a la tauromaquia y al futbol, que le parecía el último reducto de un belicismo que echaba de menos. Lector apasionado de Jünger, durante la guerra de las Malvinas fue partidario firme de los ingleses y estudió aquella guerra televisada con maneras de historiador militar, acabando por sugerir que México recuperara por la fuerza las hoy tan publicitadas islas Clipperton. Elizondo, tristemente, no tuvo éxito fuera de México por ser sólo un escritor de su tiempo, autor de una novela como Farabeuf, igual o mejor que las italianas o las francesas de esos días. Pecó de no ser exótico en los dos sentidos de la expresión: ni escribía mexicanadas ni presumía de no escribirlas.

Guardo un último recuerdo muy especial de Elizondo. Antes de que un cáncer pavoroso lo postrara, me los encontré a él y a Paulina en la efímera librería francesa de Altavista (tanto las intervenciones como las librerías francesas, duran poco en México). Salvador, el autor de Camera lucida (1983), no se desprendía de su cámara. Nos sacó una foto a mi padre y a mí, en lo que fue la última visita de éste a una librería pues poco después la arterioesclerosis le borró de manera veloz toda memoria. Ocurre que mi padre había sido su psiquiatra a mediados de los años sesenta y a pesar de haberlo internado dada la gravedad de la situación por la que el escritor atravesaba, Elizondo nunca le guardó rencor, cosa rarísima en esos casos, sino una gratitud y simpatía un tanto extravagante. Aquella foto, para desgracia mía, se perdió. Pero me quedan, como a cientos de lectores, estos Diarios (1945–1985), cuya prosa es la más aguda, precisa y metódica, a la vez empática y metafísica, que narrador alguno haya escrito en México.

Mutaciones de un libro

29/Noviembre/2015
Confabulario
Javier García-Galiano

Entre las calles que Salvador Elizondo frecuentaba placenteramente se hallaba la Calle de la Palma, en el centro del Distrito Federal mexicano, en cuyas tiendas de armería solía detenerse cuando iba a El Colegio Nacional –era un tirador certero, y la de Dolores, que puede identificarse con una forma algo fantasmagórica de un barrio chino. Entre aquello que puede encontrarse en sus tiendas, donde Elizondo compraba chamoy y té verde, hay unas monedas con caracteres chinos que, entre otras cosas, sirven para consultar el I Ching.
Ese libro legendario sigue importando un enigma. “Los mismos sinólogos eruditos”, creía Carl Gustav Jung, “no entienden la aplicación práctica del I Ching y, por ende, han considerado ese libro como una colección de abtrusos ensalmos mágicos”. Leibniz se asombró cuando descubrió que el ordenamiento de los 64 hexagramas coincidía con el sistema numérico binario que había propuesto en una teoría. Hay quien lo considera una representación de la naturaleza y un tratado acerca de la relación del Cielo, la Tierra y el hombre. Otros han descubierto un diccionario en él. Algunos lo comprenden como un libro de sabiduría antigua. Muchos lo buscan como un oráculo. Pero, como decía Jung, “cuando menos se piensa en la teoría del I Ching, se duerme mejor”.
Hay que recordar que en el principio de Farabeuf de Salvador Elizondo, “en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa. Las monedas no tocaron la superficie de la mesa en el mismo momento y produjeron un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, apenas perceptible, que pudo haberse prestado a muchas confusiones. De hecho, ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto”.
Entre otros, en ese acto podría adivinarse una de las formas de consultar el I Ching. Elizondo, que escribió el prólogo para el primer intento de traducción al español de la versión alemana de Richard Wilhelm hecha por Malke Podlipsky, en 1969, sostenía que el sentido de ese libro, “por su misteriosa ambigüedad, está imbricado con cualquier interpretación que se haga de él”.
“Es por eso que el libro sólo se puede describir en los términos de las dos escuelas rivales de interpretación: la ética, que lo concibe como un libro de preceptos; o la mántica, que lo concibe como un libro oracular”.
Joung Kuon Tae, que ha examinado en un libro La presencia del I Ching en la obra de Octavio Paz, Salvador Elizondo y José Agustín, advierte que el dibujo de los más sutiles hexagramas establece el principio de la dualidad del mundo y “la dualidad antagónica es una de las principales preocupaciones en Farabeuf: el Yin y el Yang, el Oriente y el Occidente, el recuerdo y el olvido, la pregunta y la respuesta, el placer y el dolor, el instante y la eternidad, el movimiento y la inmovilidad, la luz y la sombra”.
Cree asimismo que “geográficamente se podría dividir la esfera terrestre por la doctrina del yin y el yang; el yang (principio femenino) es el Oriente donde nace el sol, y el yin (principio masculino) es el Occidente, donde se pone el sol”, y afirma que “existe otra muestra de contraposición entre el Oriente y el Occidente en Farabeuf. Las prácticas adivinatorias de la Enfermera oponen las dos culturas, el I Ching (oriente) y la ouija (occidente), mostradas como método de adivinación complementarios”. Esa adivinación “no es una simple mención del texto, sino la formulación del Chou I como parte del relato (…) cualquiera que sea la interpretación de los Kua que sacó la Enfermera, el destino final de la acción se dirige al lector”. Farabeuf podría proponer también una adivinación que el lector va resolviendo con su lectura.
Carl Gustav Jung sostenía que la ciencia del I Ching “no reposa sobre el principio de casualidad sino sobre uno, hasta ahora no denominado –porque no ha surgido entre nosotros que he designado como principio de sincronicidad”. También los hechos que acaso ocurren en Farabeuf parecen casuales y pueden creerse ajenos y distantes, pero coinciden significativamente.
Elizondo comprendía que “dividimos la realidad en dos partes, pasado y futuro, para juzgar un fenómeno presente actual: Llueve. Para el pensamiento chino eso que nosotros hemos dividido en dos partes es indiviso o infinitamente divisible”. Sabía asimismo que “los chinos no se preguntan ¿qué es el mundo?, sino ¿cómo está en este instante el mundo? El I Ching es la figuración verbal que sólo en el siglo 19 fue no verbal: la fotografía, en occidente”.
El origen de Farabeuf, se sabe, fue una fotografía de un suplicio chino llamado Leng T’che que le mostró José de la Colina en una cafetería, luego de una de las funciones del Cineclub del IFAL, contenida en el ejemplar de Las lágrimas de eros de George Bataille que acababa de comprar en la Librería Francesa.
Como el cultivo de una obsesión, Elizondo parece haber ido transformando literariamente esa imagen. El lunes 4 de marzo de 1963 anotó en uno de sus cuadernos que estaba “madurando mi relato sobre el supliciado de Pekín que ya había yo empezado pero que destruí. Creo que ahora quedará mejor”. También el nombre cambió; en un principio se llamaba Quimera y muchos años después de editarse con el nombre de Farabeuf, Elizondo renegaba del subtítulo: “La crónica de un instante”. En “Frankfurt-París”, uno de los textos que conforman el libro Estanquillo, escribió que “en lo personal debo decir que como siempre me hacen la misma pregunta ya tengo bien preparada la respuesta. Es una pregunta que deriva del subtítulo estrictamente de promoción comercial, agregado al título escueto de mi libro más conocido por sugerencia de su primer editor. Después de casi treinta años apenas he conseguido suprimirlo de la edición norteamericana que salió hace unos meses. Me pregunto que irán a hacer los críticos cuando consiga suprimirlo totalmente”. Sin embargo, en el manuscrito, exhibido recientemente en la muestra dedicada a Farabeuf en la sala Justino Fernández del Palacio de Bellas Artes en el Distrito Federal, el subtítulo está escrito con la letra singular de Elizondo.
No creo que Salvador Elizondo se propusiera escribir un libro derivado del I Ching; adivino que al conjeturar literariamente acerca de la fotografía del supliciado de Pekín, sus conocimientos del I Ching, de los ideogramas chinos, del montaje cinematográfico, de la historia de China determinaron el entramado del libro.
En no pocas ocasiones, Elizondo confesó que había estudiado chino porque su escritura procedía del principio del montaje. Había sido el cinematógrafo el que le reveló ese principio que no dejó de fascinarlo. En sus clases de “Teoría y crítica literaria” en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, hablaba con placer del experimento fílmico que atrevió Lev Vladimirovich Koulechov en los años veinte, en el cual aparecía el rostro inexpresivo del actor Mosjoukine, al cual le introducía imágenes varias: una vela, un plato de sopa humeante, una mujer desnuda, las cuales parecían conferirle diversas expresiones a ese rostro: de circunspección, de gula, de lujuria… También se interesó por la fotografía de Lászlo Moholy-Nagy y había estudiado las teorías de Serguei Eisenstein. Cuando se ensayaba como pintor, Elizondo creía que esa estética proponía ciertos principios de montaje que permitirían instaurar una disciplina pictórica más rigurosa. “Largo tiempo trabajé en esa dirección”, escribió en su autobiografía precoz, “sin conseguir apresar el objetivo que me había propuesto. Al fin de cuentas sólo conseguí pintar un cuadro en el que había yo incorporado las ideas que de una manera muy simplista expresaban los rudimentos del principio de montaje tal y como el propio Eisenstein lo había aplicado en el cine unos veinticinco años antes que entonces. Muchos años después, cuando emprendí el aprendizaje de la escritura china, caí en la cuenta de que los chinos habían conseguido, en su estructura de sus caracteres ideográficos, exactamente los mismos resultados que Eisenstein en sus películas, dos mil años antes”.
En 1965, el año en el que Joaquín Mortiz editó Farabeuf, Elizondo empezó en San Francisco la traducción de un pequeño volumen que había comprado en la librería City Lights: Los caracteres de la escritura china como medio poético de Ernest Fenollosa. Vivía entonces “en la única ciudad del litoral occidental en la que el espíritu y la presencia del Oriente son más manifiestos que en ninguna otra de nuestro continente”. No era mucho lo que sabía acerca de Fenollosa, y lo poco que sabía procedía casi todo de los textos críticos de Ezra Pound: que, como George Santayana, pertenecía a una familia valenciana aclimatada en Boston, que había ocupado distintos cargos en la administración de las artes en Japón, que murió siendo curator de las antigüedades orientales del Museo de Boston, que era autor de una monumental historia del arte oriental y de innumerables trabajos monográficos sobre cuestiones de literatura orientales, que era “tal vez, el único hombre al que Pound admiró sin reservas durante toda su vida”.
En ese pequeño volumen, Fenollosa examina algunos de los principios de la escritura china, cuyos caracteres “son imágenes taquigráficas de acciones o procesos”. Como ejemplo refiere que el ideograma que significa “hablar” es una boca de la que salen dos palabras y una llama. El signo para “crecer con dificultad” es pasto con la raíz torcida.
En Farabeuf se asiste también a “la dramatización de un ideograma” que “es el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar”. Quizá por eso parece una escritura perpetua, que no tiene principio ni fin, que empieza donde termina ¿recuerdas?… y que no ocurre sucesivamente, sino en sincronía, como el I Ching; se trata de “imágenes que permanentemente se transforman”.
Entre los libros de escritura china como The Chinese Language de R. G. D. Forrest, How to study and write Chinese Characters de Walter Simon, The Six Scripts of the Principles of Chinese Writing de Sai Tung o The Thousand Character Classic de Ch’ien Wen, de los diccionarios de Walter Hilier y de Walter Simon que Elizondo atesoraba, hubiera podido encontrarse el libro que alguien dejó olvidado en la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon “y entre cuyas páginas amarillas encontraste dos cartas; una que describía un incidente totalmente banal ocurrido en la playa de un balneario lujoso y otra, redactada febrilmente, un borrador tal vez, muchas de cuyas líneas eran ilegibles y que hablaba de una curiosa ceremonia oriental y proponía, al destinatario, un plan inquietante para conseguir la canonización de un asesino… ¿recuerdas ese libro?”
Aspects Médicaux de la Torture Chinoise… Précis sur la Psychologie… no, Physiologie… y luego decía algo así como: renseignements pris sur place a Pekin pendant la revolte des Chinois en 1900… el autor era H. L. Farabeuf… avec planches et photographies hors texte… Esto es lo que yo recuerdo…”
Las alusiones en Farabeuf no responden a un capricho, sino que importan más que sugerencias significativas que van urdiendo la escritura. La rebelión de los Boxers, esa sociedad secreta de campesinos nacionalistas que se oponían a la invasión extranjera y a los misioneros occidentales, también la conforma; “el suplicio llamado Leng T’che figurado en esa fotografía, empleada como imagen afrodisiaca por el hombre en la mujer, fue realizado, según un viejo ejemplar del North China Daily News, encontrado en un desván de la casa y empleado para proteger el parquet en esa tarde lluviosa, el 29 de enero de 1901, época en que las potencias extranjeras habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo t’uan mejor conocidos como los Boxers
Un manual de uso común en las escuelas de medicina de Francia le deparó a Elizondo un personaje conjetural; me refiero, por supuesto, al Précis de Manuel opératoire de Louis Hubert Farabeuf. Ese médico decimonónico, sus lecciones legendarias en el anfiteatro que actualmente tiene su nombre, sus métodos operatorios, sus teorías acerca de la amputación, su instrumental quirúrgico prevalecen imaginariamente como algo semejante a un mito incipiente que adquiere diversas formas posibles, y las láminas ilustrativas de su manual operatorio conforman visualmente la escritura del libro atendiendo los principios del montaje que lo componen.
En una entrevista, Salvador Elizondo les confesó a Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas que “las explicaciones de Farabeuf las estoy formulando y todavía no las acabo de crear a estas alturas. Cada vez que me preguntan invento una. La que más uso es la del montaje, pero tengo también una generada por la filosofía de Bataille (que se me ha atribuido mucho sin ser cierto); de otro modo también hablo de lo histórico, geográfico, pictórico, fotográfico, etcétera. La explicación con la que me quedaría finalmente es la del montaje, el intento de aplicar el principio de montaje a la composición literaria. Creo que esto satisfaría la mayor parte de las preguntas que se podrían hacer acerca de en qué consiste el método Farabeuf, pero puedo agregar muchas interpretaciones más”.
Quizá se trató también de una pista falsa, pero una noche en su casa de Coyoacán, luego de una de nuestras comidas acostumbradas que derivaban en largas conversaciones, Salvador Elizondo me alargó un volumen diciéndome: “Aquí está el origen de todo…” Era un libro mítico: Psychopatia Sexualis de Richard von Krafft-Ebing.
“Se diría que toda nuestra vida interior está dominada por nuestras obsesiones”, escribió en Camera lucida, “y sin embargo, al cabo de la vida exterior, éstas son sólo unas cuantas y de escasa y fugaz potencia”; entre las obsesiones perdurables que reconocía en él se hallaban la torre de marfil en medio de la isla desierta, la Legión Extranjera y el teatro hipnagógico del Struwwelpeter.
En “Invocación y evocación de la infancia”, uno de los textos que conforman Cuaderno de escritura, Elizondo recordaba ese pequeño libro alemán para niños del doctor Heinrich Hoffmann. “El libro se intitula Der Srtruwwelpeter, título que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta cartoné. Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al Struwwelpeter, que es un niño de edad indefinida al que le ha crecido abundantísima cabellera rubia, así como las uñas de los dedos, que alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o veinticinco centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de Cristo, sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos para recreo de los chiquitines”.
Para Elizondo, “una de las más impresionantes de esas chistosas historietas es la de Conrado, el niño que se chupaba el dedo. Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se lo cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo primero que hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente ilógico suponer, entra el sastre y con sus grandes tijeras le corta los dos pulgares. La historieta termina con una tristísima imagen de Conrado llorando desconsoladamente con las manos chorreando sangre. Como es fácil suponer, la moraleja de esta historieta es que no hay que chuparse los dedos”.
Ese parece ser irónicamente el libro que, en el Teatro Instantáneo del Maestro Farabeuf, la Enfermera, además de los pequeños folletos del doctor Farabeuf, ofrece diciendo: “‘…o este entretenido libro de imágenes para los niños’. Era un libro con pastas de cartón. La Enfermera lo mostraba abierto en las páginas centrales. No he podido olvidar una de aquellas imágenes. Representaba a un niño a quien le habían sido cortados los pulgares. Las manos le sangraban y a sus pies se formaban dos pequeños charcos de sangre. Afuera de aquella casa en la que estaba el niño mutilado estaba lloviendo. Esto es una intuición inexplicable porque no había ningún indicio dentro del grabado que hiciera suponerlo con certeza. Sólo, quizá, el hecho de que en un grabado contiguo aparecía una mujer con un paraguas”.
Se trata asimismo de un recuerdo que, como otros recuerdos, no deja de repetirse variablemente: “Pero tu recuerdas otra imagen, una imagen más remota que todo lo que aquí nos contiene aislados, una imagen que vive, tal vez en tu infancia. La imagen de un niño con las manos sangrantes. Alguien, un desconocido, Farabeuf tal vez, le ha cortado los pulgares de un tajo certero y el niño llora, de pie en medio de una estancia enorme, como esta. A sus pies se van formando unos pequeños charcos de sangre. (Alguien debía haber extendido unos periódicos viejos para que no se manchara el parquet) y escuchas, mientras evocas esta imagen, una voz que dice ‘…por chuparse los dedos, vino el sastre y se los cortó con grandes tijeras…’ y esa voz se repite como un disco rayado. Afuera llueve porque la mujer que te cuenta esta historia lleva un paraguas. Llueve y se repite algo como ahora. Llueve y se repite, se repite y llueve y se repite y llueve”.
Llueve también cuando el doctor Farabeuf traspone el umbral de la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon, llueve cuando una mosca golpea contra el cristal de la ventana, en el vaho de cuyos vidrios alguien ha dibujado el ideograma liú, llueve el 29 de enero de 1901 en Pekín cuando se ejecuta el suplicio llamado Leng T’che, llueve cuando la Enfermera consulta el I Ching, el cual para Salvador Elizondo puede ser asimismo “un manual de caligrafía
Un manual de economía política
Un manual de crimatística
Un manual de economía doméstica
Un manual de economía agrícola y comercial
Un manual de retórica
Un manual calendárico
Un manual de que se trata de un juego
La más interesante que este texto propone”.
*Foto: Salvador Elizondo destinó  muchas horas a trazar ejercicios caligráficos en sus cuadernos de notas, e incluso en las guardas de  los ejemplares de su biblioteca.