lunes, 29 de marzo de 2010

¿De qué hablas?

29/Marzo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Escucha, por cada buen libro que pueda yo sugerirte, tú escucharás toneladas de basura en los medios, en un día verás más aberraciones que las que un hombre de la Edad Media pudo haber visto durante toda su vida, serás víctima de los consejos más estúpidos por parte de las personas más necias que hayan existido jamás y quedarás tan aturdido que ni el mejor escritor del mundo podrá sacarte de tu marasmo. Así que mejor me abstengo y no te recomiendo nada. No veo caso en añadir más lodo al pantano.

“Ningún libro podrá oponerse a la avalancha de necedades que nuestra época ha preparado para ti. Y si un día te das cuenta de ello estarás tan hundido en el estiércol que tus pies no tocarán la tierra y sentirás que flotas dentro de una atmósfera tibia y evanescente. ¿Qué tal? A mí me parece un espléndido futuro, una suerte de vía rápida hacia la nada, un buen modo de existir sin sentirse culpable. Ningún filósofo vendrá a quitarte la venda de los ojos ni a mostrarte el camino, pues están ocupados en sus propios asuntos. Por lo demás, ellos escriben en publicaciones especializadas que no van a llegar a tus manos, y es mejor que así sea, pues de lo contrario no comprenderías nada y acumularías más odios contra personas que no conoces”.

Habría querido que siendo yo joven alguien se dirigiera a mí de esta manera, sin embargo es casi imposible que se nos hable con la verdad. En vez de eso tuve varios profesores en la primaria que pusieron libros en mis manos. Ellos no volvieron a saber de mí y seguramente vivieron pensando que al menos en mi caso habían hecho lo correcto. Y ahora un montón de años después creo que habría preferido una decepción temprana. Una pista que me diera señales de que los buenos libros no podrían evitar la miseria que se avecinaba ¿Pero quién iba a saberlo entonces en una improvisada escuela de gobierno? Nadie, acaso las dos niñas que besaba a escondidas y que después del beso sonreían antes de ir corriendo a esconderse de mi mirada.

Cuando Nietzsche tuvo que referirse a las categorías del conocimiento que con tanta minucia había elaborado Kant, se mofó alegando que lo único que deseaba su autor era impresionar a los lectores escribiendo lo más difícil que a nadie se le hubiera ocurrido antes respecto a la metafísica. Para Nietzsche esa clase de explicaciones eran adornos, además de una muestra de la floritura vacía que tanto gusta a los alemanes. He tenido presente este pasaje de Más allá del bien y del mal desde su lectura en mi primera y única juventud. El estilo vehemente y desordenado de Nietzsche no impidió que esas palabras se mantuvieran en pie dentro de mi cabeza. La idea de que somos empujados por una voluntad de poder que no pide nuestro consentimiento y a la que deseamos dominar por medio de explicaciones fatuas, es una idea que aún no ha podido ser refutada.

“No creas en nada de lo que te dicen, desconfía de quienes creen poseer algún tipo de conocimiento absoluto. Detrás de cada persona que cree detentar algún tipo de verdad se esconde un ser inseguro que no podría siquiera fundamentar la milésima parte de lo que dice. Actuamos sin comprender del todo las razones que nos llevan a realizar dichas acciones y no hacemos sino pensar lo que de todos modos tiene que ser pensado. Somos presa de una fuerza que nos rebasa y nos lanza al vacío. De modo que mejor siéntate y trata de no molestar a nadie con tus opiniones o tus juicios”.

Nadie se dirigió a mí de esta manera (excepto Nietzsche a quien por cierto leía con azoro e ignorancia): lo habría agradecido tanto. Hoy después de un par de meses he terminado la lectura de un libro del filósofo Thomas Nagel (Una visión desde ningún lugar), quien después de discurrir acerca del conocimiento, la mente, la realidad y el pensamiento escribe las frases siguientes: (1) “No puedo salir por completo de mí mismo”, y (2) “Al final de la senda que parece conducir a la libertad y al conocimiento se encuentran el escepticismo y la impotencia”, la primera afirmación niega que sea posible la objetividad, la segunda nos habla del dilema de un filósofo cuando quiere comprender o explicar el sentido íntimo de la libertad. En fin, nadie sabe con certeza de lo que está hablando. Y yo el primero.


domingo, 28 de marzo de 2010

El lector y el crítico

28/Marzo/2010
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

A decir de Alfonso Reyes, “sin cierto olvido de la utilidad, los libros no podrían ser apreciados”. Más aún: la excesiva persistencia de la utilidad puede dañar el gusto por lo que se hace. Por ello, Reyes sostiene que “para el profesional sin vocación (que sin duda los hay), la lectura puede llegar a ser una tarea enojosa, como el teatro para el inspector de espectáculos o como para la cortesana las caricias”.

¿Exageraba Reyes? No lo creo. La lectura antes que cualquier cosa produce en el lector un disfrute disparado por los intereses más variados, pero disfrute al fin. Es un ejercicio de amenidad y con frecuencia de deleite que no debe ser anulado por una vocación profesional mal entendida. Por ello, no hay peor motivo para leer un libro que el exclusivo propósito de escribir una reseña crítica.

No son pocos los profesionales de la “crítica literaria” que consideran que ya es suficiente servicio (por lo que les van a pagar) si sólo solapean y cuartaforrean los libros que detestan. No ponen, desde luego, alegría ninguna (no digamos ya amor) en lo que hacen, de la misma manera que procede, según la observación de Alfonso Reyes, la cortesana (asqueada) con sus desapasionadas caricias profesionales.

Dedicarse a prodigar caricias profesionales en la crítica (sea de poesía o de otro género) a lo único que puede conducirnos es al hartazgo, ya no sólo hacia los malos libros o hacia aquellos que consideramos malos, sino en general hacia cualquier libro. ¿Puede un hombre culto estar harto de los libros? Hipócritamente, muchos dirán que no. No vaya a ser que los tilden de antiintelectuales o, peor aún, que los consideren brutos. Pero, en una carta, Alfonso Reyes, más sincero que muchos, le escribió lo siguiente a Jorge Luis Borges: “Estoy deleitado con El Aleph. Acaso por culpa de mis obligaciones didácticas, me siento harto de los libros. Usted me reconcilia con las letras.”

El gran problema de algunos críticos profesionales es que acaban por no disfrutar los libros, sino sólo (y esto si acaso) la escritura de su crítica que, con demasiada frecuencia, pierde de vista el libro que disparó la crítica. Son abundantes las reseñas literarias mediante las cuales nos enteramos más de la “extraordinaria” vida del crítico que de alguna virtud, así sea pequeña, del libro que presuntamente disparó la crítica. De hecho, hay críticos que definitivamente piensan que lo único importante es lo que escriben, no lo que leen. De ahí que se puedan dar el lujo de no leer los libros que critican.

¿En qué momento el lector se echó a perder el gozo y comenzó a leer los libros con el único objetivo de producir críticas, es decir caricias profesionales? Sin duda, en el momento mismo en que hizo rutina y férrea disciplina un ejercicio placentero adulterado por un fin interesado y mercenario. En uno de sus ensayos de La experiencia literaria, Reyes se permite el siguiente sarcasmo: “Erudito conozco que se dispensaba de leer y se recorría todo un libro deslizando sobre las páginas una tarjeta en blanco en busca de las solas mayúsculas; más, aún, en busca de la letra A: ¡es que trataba de despojar las citas sobre Ausonio! ¡Habladle a él de la amenidad de la lectura!”

A lo largo de su dilatada experiencia con los libros, y bien que sabía de lo que hablaba, Reyes llegó a la siguiente conclusión: “Verdad amarga que el deleite de leer, cuando no hay verdadero amor, disminuye conforme sube la categoría de los lectores.” Lo que, si no hay obligación, comienza casi siempre con alegría, puede tornarse, producto de la práctica rutinaria, en demanda enojosa y contrariedad. “No puedo salir a caminar, a dar un paseo o a contemplar el mundo y a ejercitar el pensamiento y la emoción, ¡porque tengo que leer un libro!” Y quien esto puede decir, y de hecho lo dice, lo expresa, entre dientes, con rabia.

¡Tener que leer un libro! ¡Vaya deber ingrato! Tarea enojosa de la que sólo nos salva el espíritu poético que en la voz del gran Fernando Pessoa nos dice: “¡Ay, qué placer/ no cumplir un deber!/ ¡Tener un libro que leer/ y dejarlo de hacer!”

Mientras no entendamos que el escritor y el lector (aun en el caso de que sean profesionales del libro) no deben sufrir lo que hacen, sino disfrutarlo lo más intensamente posible, mientras no lo entendamos, digo, seguirá habiendo malhumorados que despotriquen todo el tiempo desde un oficio (el de lector, el de escritor) que, como alguna vez dijo Augusto Monterroso, no debería perder jamás su amateurismo, su poética definición de “quehacer aficionado”.


sábado, 27 de marzo de 2010

Las universidades y los cerdos

27/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Las sabidurías antiguas se reservaban a iniciados. No cualquiera podía tener acceso a cierta información.

Para recibirla había que atravesar un proceso de educación que excluía a aquellos que no alcanzaban el nivel de conciencia necesario.

No cualquiera, por ejemplo, podía hacer uso de algunos medios de representación ni cualquiera conocía el sentido de textos clave.

Estas tradiciones estaban convencidas que entregar indiscriminadamente el saber lo destruía o banalizaba: no todos están listos para él.

En nuestra época, la democratización (exoterismo) del saber deshizo esta práctica. Aunque nadie, por otro lado, se le ocurriría dar clases (abiertas a cualquiera) para hacer bombas. Mantenemos la convicción de restringir cierto acceso al conocimiento.

El fin del esoterismo es positivo. Pero ha producido intensos desajustes.

Dar gnosis a pocos individuos se explica porque sabemos que la absorción de información disensual tiene un efecto psicológico.

Según Jung, cuando el yo es inundado de conocimiento inconsciente ocurre una inflación.

Personas que tragan saber sin romper su autodefinición rígida padecen un desbordamiento, incluso al grado se sentirse omniscientes. “Pierden piso”. Esto explica por qué mucha gente en las artes y humanidades se pira de egolatría, cerrazón, verborragia, pedantería y se sienten divinas.

Su yo obeso les produce una sensación de superioridad. A este fenómeno de crecimiento mal asimilado, los griegos le llamaban hubris; nosotros, arrogancia.

Esto sucede en las universidades. Los estudiantes semi-exitosamente entran en contacto con contenidos inusuales de la realidad psíquica mediante experiencias rituales (digamos, el teatro), simbolización voluntaria o accidental (el arte visual) o introspecciones intensas (la lectura). Sin saber manejarlos.

Ni docentes ni estudiantes han sido advertidos de la inflación del yo.

Artistas, profesores, músicos, psicólogos, sacerdotes e intelectuales y los propios lectores padecen también este fenómeno. Asimilan abruptamente conocimiento que detona engrosamiento de la psique, su yo engorda y la fantasía acerca de sí mismo se dispara.

Las culturas antiguas preparaban a los alumnos mediante experiencias (ordalías, ritos, ejercicios) que debilitaban el ego previamente a su reestructuración. En cambio, en las universidades repartimos los más altos saberes sin entender que su posesión tendrá un inevitable efecto psíquico, cuya manifestación visible será desde una arrogancia gremial hasta neurosis individuales muy marcadas.

Enseñar filosofía, artes, letras o psicología sin un proceso de preparación psíquica del aprendiz es como darle una pistola a un borracho. Sin saberlo, hacemos eso que el libro que más inflación psíquica ha producido en el mundo —la Biblia— llamaba dar “perlas a los cerdos”.

Jaime Sabines: uno es el deseo

27/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
Marco Antonio Campos

En dos famosos poemas del primer libro de Jaime Sabines (Horal, 1950), “Yo no lo sé de cierto” y “Los amorosos”, por diversas vías dicen en algún momento lo mismo. En el primero leemos: “Yo no lo sé de cierto, pero supongo,/ que una mujer y un hombre/ algún día se quieren,/ se van quedando solos poco a poco,/ algo en corazón les dice que están solos,/ solos sobre la tierra se penetran,/ se van matando el uno al otro”. En el otro: “Los amorosos andan como locos/ porque están solos, solos, solos,/ entregándose, dándose a cada rato,/ llorando porque no salvan al amor”. Uno en otra y una en otro en una soledad en la que son uno. O como dice Sabines en cartas a Josefa de otra manera: “Yo te quiero así: mía pero tuya al mismo tiempo”. O: “Eres ya mía, sin palabras, sin giros, sin metáforas; mía ya sin ti misma, como tuyo sin mí: los dos en uno, sin nosotros”. A su vez ella podría haber repetido lo que Madame Butterfly al lugarteniente Pinkerton: “Nosotros dos, afuera el mundo”. El noviazgo de Jaime Sabines y Josefa Rodríguez empezó en 1947 y culminó cuando se casaron en mayo de 1953. Ambos poemas, escritos antes de 1950, en algo o mucho tiene que ver ella y tienen que ver con el contenido de este libro, Cartas a Chepita: Los amorosos, editado por la editorial Planeta, con prólogos de la propia Josefa Rodríguez, Carlos Monsiváis y Bárbara Jacobs.

Dos tercios de las misivas y poemas incluidos son de 1946-1949 y el otro tercio de 1950-1952, es decir, los seis años del periodo miguelalemanista. Sin embargo, no deja de sorprender que en los seis años Sabines no escriba una opinión política, ni hable de lo que sucede en Ciudad de México, ni de la situación del país, y apenas si describa paisajes o lugares urbanos. Principalmente Sabines escribe las cartas cuando está en Ciudad de México y Chepita en Tuxtla o al revés. “Las razones para estas separaciones abundaban: uno de los dos tenía exámenes y no iba de vacaciones, o se enfermaba y no podía viajar, o cambiaba de carrera, como Jaime, que pasó a la Facultad de Filosofía y Letras después de casi tres años de Medicina. A veces también faltaba el dinero o un problema familiar no nos dejaba compartir la vida en donde estuviésemos. Eran estas cartas lo que nos unía en la distancia”, dice Josefa Rodríguez (Chepita) en un primer prólogo muy bien escrito. En Ciudad de México Chepita estudiaba Odontología y una vez recibida ejerció su profesión en Salubridad y el ISSSTE.

Hasta donde sabemos Sabines guardó pocas cartas de la novia; debieron ser cientos, porque hubo temporadas en que ella escribía una diaria. Una de las mejores pruebas del amor de Sabines es la asiduidad con que le escribía, él, a quien no le gustaba escribir cartas. Que yo sepa, salvo envíos aislados, Sabines nunca tuvo una verdadera correspondencia con nadie más. Casi todas las cartas a Josefa son manuscritas, incluso a lápiz o a varias tintas, si bien hay algunas redactadas en máquina mecánica. Si se quiere conocer más al joven Sabines y su primera poesía, o mejor dicho, si se quiere ahondar en el corazón de Sabines, deben leerse estas cartas.

Como en toda relación larga de pareja, se hallan en las cartas la alegría del amor próximo, la tristeza y desesperación de la lejanía, los breves pleitos, las ganas de pelear, las cursilerías a las que ningún enamorado escapa, las dudas, los celos, la molestia ante los entrometimientos de la familia de la novia, el estallido de quien piensa que la mujer sólo es de él y a él le pertenece. “Me importa(n) un pito tu profesión y tus relaciones sociales”, dice en una carta llena de enfado. No falta también el detalle misógino: “A una mujer que se pone a pensar no hay que tomarla en serio”. Más allá de eso se puede concluir que en conjunto el libro llega a parecer, o lo es, una sola carta de amor sin desamor.

En estas cartas de lejanía Sabines reitera una y otra vez a la novia cuánto la desea a fuego vivo y aun llega a decir en un momento que se siente vencido por “una lujuria enferma y agotadora”; no conocemos las cartas de Chepita, pero dos frases de ella que Jaime reproduce en una carta, parecen dignas de la monja portuguesa, o más cerca de nosotros, de Rosario a Manuel M. Flores: “Mi sangre quema” o “Te siento a mi lado, en mi carne, a todas horas…”

En torno de los amorosos que van quedándose solos, encontramos que las personas más mencionadas, casi siempre con diminutivos, son miembros de la familia Rodríguez, en especial dos hermanas: Elvira (Villita) y Elisa (Chita) y el hermano Jorge (Jorgito); para las dos primeras Jaime siempre tiene expresiones de afecto, si bien a Elisa la tilda informal, y del varón, a quien ve mucho en Ciudad de México, no deja de reflejar, su atolondramiento e irresponsabilidad juvenil. Son mencionados, pero mucho menos, miembros de la familia Sabines: los hermanos Juan y Jorge, y los padres Julio y Doña Luz, quizá porque Jaime comprendía o intuía que a la novia le interesaba saber más de su familia. En torno de ellos giran (son mencionados en las cartas) numerosos primos, tíos, amigos y ex compañeros de escuela chiapanecos. Chiapas, para ellos, era el centro del mundo.

Con el tiempo las personas no cambian de manera esencial, sino se adaptan o abren partes de su personalidad que se les desconocía o que aun ellos mismos desconocían. El carácter de Sabines, para quienes pudimos tratarlo un poco, se retrata muy bien aquí: amoroso, aburrido, fastidiado, enojado, tierno, regañón, exigente, alegre, triste, explosivo, sereno, desdeñoso, quejoso, compasivo, tan directo y franco en momentos que podía parecer grosero, y vanidoso hasta la ingenuidad cuando (se) trata de ameritar su poesía.

Sabines dibuja en las cartas los periodos de su vida en Tuxtla a fines de los cuarenta y principios de los cincuenta: los días monótonos y escuetos; la sustancial falta de dinero; el trabajo soporífero en la mueblería de la que eran propietarios su padre y su hermano Juan en la 1ª Poniente 6; el calor enfebrecido que puede llegar a los 40º; las idas a bailes en el Casino, en el Teatro Madero, en el hotel Bonampak, en el club Tispas, en casas; el gusto por el cine y los paseos en el parque; las reuniones en el café Mayab a las siete de la noche, donde, además de las conversaciones sobre cosas de aquella capital de estado con vida de pueblo, jugaba ajedrez, hablaba de poesía y leía versos; las recitaciones públicas y visitas a casas de familiares y amigos.

Respecto a Ciudad de México, al llegar, muy al principio, habitó en un departamento de calle Santo Domingo, pero todas las cartas a Chepita tienen el remitente de República de Cuba 43-8. Alquilaba el cuarto. Menos que un edificio era de hecho una vecindad. Jaime vivía en la quinta chilla y sufría casi siempre para completar siquiera el mes. Su vida transcurre en casi su totalidad, o al menos es lo que se ve en las cartas, en el Centro Histórico. La inmensa mayoría de los barrios de la Ciudad —salvo Azcapotzalco— se hallan desaparecidos del epistolario como por arte de ausencia. ¡Es increíble, pero no hay en seis años una sola línea en las misivas donde mencione, pese a morar en pleno Centro Histórico, ni el Zócalo, ni la plaza Santo Domingo, ni la calle Madero, ni Bellas Artes, ni la Alameda, ni el Teatro Lírico —que estaba enfrente del edificio donde habitaba—, es más, ni un solo nombre de una calle! Muchas veces escribe de que está en su cuarto, escribiendo, leyendo o tirado en la cama, o que lo visitó fulano y zutano, y en algunas que ha bebido o beberá, pero cuida no decir que se emborracha. Parece fumar y tomar café todo el tiempo. Oye constantemente la radio. De lo más desesperante son los domingos tristes, inútiles, malogrados.

Según el lugar donde escriba puede hartarse de esa ciudad. En noviembre de 1948 con hartazgo dice, por ejemplo, que en Tuxtla “todo es tonto, vacío, superficial”, y en noviembre de 1951 despotrica contra la capital: “Ahora estoy cansado de [la Ciudad de] México, de esta vida agitada, revuelta, sin sentido. Aunque tú no estuvieses lejos, ya estuviera cansado. Han sido muchos años. Ahora deseo irme, vivir, vegetar en Tuxtla, estar un poco equilibrado. Todo esto es prostitución, enfermedad y artificio. Quiero ver árboles, animales, gente sana, simple, tonta, no importa”.

Después de la poesía el arte que le gustó más fue el cine. No hay lugar público al que más acuda en México y Tuxtla. Sin embargo, jamás comenta las películas que vio, y más, ni siquiera cómo se titulaban. En las ausencias de Josefa en México solía ir solo o con la cuñada Elisa a los cinemas Río, Venus y ocasionalmente al Rex, donde daban dos o tres películas.

Si el muy joven Sabines, al principio nerudeaba en ocasiones al escribir las cartas, o más concretamente adaptaba versos de los Veinte poemas de amor, después, ya con un lenguaje inimitable, dándose cuenta o no, sabineaba, y muchos pasajes de las cartas podrían ser fragmentos de poemas en prosa, y si se tuviera un poco de paciencia, aislando y reuniendo esos fragmentos, se podría hacer un magnífico poema en prosa. Pongamos algunos fragmentos de cuando tenía 21 y 22 años que podrían caber en cualquiera de sus espléndidos libros de poesía: “Qué tontas me parecen en este momento la luna y las rosas y las palabras tiernas, cuando estás aquí tan ausente, tan ausente, a media hora de mis labios y tan lejos, a media hora de mi corazón y tan distante” (...) “Te digo que te quiero, te repito que estás en mí como yo mismo, te confieso otra vez que estoy enfermo de ti, que me eres necesaria como un vicio tremendo, imprescindible, exacta, insoportable” (…) “El dolor es pan diario, ineludible; es una cosa como el aire, de ayer, de hoy, de siempre; no hay que darle importancia; déjalo entrar a tu casa, y arréglale un rincón por allí, en donde no estorbe mucho y pase inadvertido, un pequeño rincón de miseria y de esperanza” (…) “Somos un accidente en el amor; nomás un accidente —una caída de piedra, el vuelo de una hoja, un lamento” (…) “Cualquiera diría, yo diría que es imposible que no estés a mi lado, que tú estás en el aire a un paso mío, que alrededor de mí tu imagen habla y siente, pero no, no te tocan mis ojos, no te advierten mis labios, no estás, no eres, no existes “ (…) “Ahora estoy yo también para mandar al diablo todo. Tengo sueño y estoy cansado —ya nada me preocupa y todo me aflige” (…).

Salvo una o dos cartas, Sabines habla muy poco de la vida literaria, de sus propios libros y aun si dice estar escribiendo poemas, sólo menciona una vez los títulos (“A Tuxtla” e “Introducción a la muerte”), poemas que nunca llevó a un libro.

En entrevistas Sabines declaró varias veces que no temía los periodos largos de esterilidad, porque la escritura ineludiblemente volvería; a principios de abril de 1949 fue una de esas veces que la poesía llegó como en ráfagas: “Y luego he estado haciendo poesías como una máquina. Algún día te enviaré lo que me guste. Así voy a terminar en un industrial del verso. ‘Sabines y Cía. Versificación S.A.’”. Sabines solía escribir sus poemas en horas de la noche y de la madrugada.

En años consecutivos (1950, 1951 y 1952), publica Horal, La señal y Adán y Eva. “Estoy preparando mi libro”, escribe en noviembre de 1949 desde Ciudad de México. Es la primera referencia de lo que sería pocos meses después la publicación de Horal. “Hoy empezaron a imprimirlo. Yo creo que en estos días que esté aquí podré corregir más o menos la mitad. No esperaré más”, escribe a la novia desde Tuxtla el 8 de mayo de 1950. Y nueve días después: “Todos los días me los paso en la imprenta; cuando menos voy a dejar corregido todo el libro”.

En 1951 publica en Ciudad de México en edición de autor La señal. Entre noviembre y diciembre se le vuelven una pesadilla los avatares para que aparezca. Una y otra vez habla de que estuvo en la imprenta, comenta los avances de la edición y se queja de la feroz lentitud de los impresores. No quiere regresar a Tuxtla sin llevar ejemplares. Al fin, a mediados de diciembre le entregan el tiraje. Respecto al poema-libro Adán y Eva (1952), dice a principios de noviembre de 1951 que ya ha escrito algo, “y esto me alegra”.

Por las cartas se sabe que leía mucho. Como Alí Chumacero, Sabines fue un frecuente lector de la Biblia, pero a diferencia de Alí, no la utilizaba sólo como fuente de imágenes y metáforas, sino vivía con intensidad sus páginas, y aun con Josefa le gustaba leer los Salmos, el Cantar de los cantares, el Eclesiastés e incesantemente el libro de Ezequiel.

En una carta de septiembre de 1949, comenta a Josefa que con un periodista (Carlos Ruiseñor) y un pintor (Humberto Maldonado), ambos chiapanecos, piensan sacar pronto un “periodiquito” que se llamará Yuria. El impreso jamás salió, pero 18 años más tarde (quizá no lo imaginaba en aquel 1949), Sabines publicaría un hermoso libro con ese título y también le pondría Yuria al rancho que compró en su estado nativo, situado en el camino de Comitán a las lagunas de Montebello.

De publicaciones periódicas se refiere a Amanecer, periódico estudiantil chiapaneco, y a la revista América, en los que publica poemas, pero no comenta de los colaboradores ni de las colaboraciones, y nunca menciona, salvo a Fernando Salmerón, a sus amigos escritores y dramaturgos, que eran también compañeros de la facultad de Filosofía y Letras: Sergio Galindo, Jesús Arellano, Sergio Magaña, Miguel Guardia, Ramón Xirau, Dolores Castro… En dos o tres ocasiones le informa que irá a ver a Chayito (Rosario) Castellanos, de quien al parecer, en algún momento, Josefa tuvo celos. De la escuela de Letras sólo nombra a un maestro, el “Viejito” [Julio] Torri, quien la daba clases de Historia y Español. Sin embargo, cuenta en una carta de julio de 1949 que algunos sábados viene a su departamento un caudal de pintores y escritores, y con una deliciosa vanidad no exenta de ingenuidad, el muchacho de 23 años, que aún no publica un libro, anota: “Todos escuchan y aplauden mis versos y se van convencidos de que soy el mejor poeta de México; convencimiento que es necesario reforzar el sábado siguiente, ‘no estando en mi casa’ y culpándolos de no haber ido a tiempo.” Y pasa a decir de inmediato, ubicándose mejor, que ha conocido en los últimos meses: “Escritores que gozan de prestigio, pintores famosos, periodistas, gente de teatro, artistas de toda clase. Gentes de ésas a las que yo creía muy lejos en Tuxtla, y que aquí me tratan como a uno de los suyos, y con cierta consideración especial, con cierto respeto, no sé si debido a mi figura incomunicable o a estima espiritual”.

A fines de 1951 está a punto de actuar “en un papel principal” en una comedia del director de teatro Fernando Wagner, quien iba a llevarla a Tuxtla. No sabemos qué papel tendría Jaime, pero acabó casi de inmediato desechando la idea.

Jaime no terminaría la carrera de Letras en la UNAM debido a un accidente que tiene su padre en 1952. Debió quedarse en Tuxtla. Sólo le faltó pagar la materia de Latín. La última carta de este ciclo, enviada desde Tapachula, está fechada el 20 de abril de 1952. En giras por el estado acompaña como orador al futuro gobernador priista (Efraín Aranda Osorio). “Todo es ir de un lado a otro, mítines, banquetes, bailes, visitas a obras públicas, baños en el mar de Tonalá, calor, barbacoa hoy en San Benito, viaje en armón al vivo sol, más calor, [agua mineral de] Tehuacán, discursos, etc.” Ya viviendo la pareja en Tuxtla la correspondencia se corta. En mayo del año siguiente se casan. Terminarían para siempre las lejanías y asesinarían la palabra esperar.

Mientras leía las cartas que Jaime Sabines escribió a Josefa Rodríguez (Chepita) entre los 21 y los 26 años, no dejaba de volverme de continuo un verso del gran poeta quebequense Gaston Miron: “Que je t’attends dans la station de nous-deux” (“Que yo te espero en la estación de nosotros dos”), el cual, me parece, podría haberlo escrito Sabines a la novia en los momentos de más honda congoja y de tristeza de las separaciones.




lunes, 22 de marzo de 2010

Drogas

22/Marzo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Recuerdo que siendo un adolescente cayó en mis manos un ejemplar de Mi lucha, el panfleto que escribiera Adolfo Hitler para exponer sus ideas. En ese entonces me encontraba indefenso ante los embates de cualquier clase de sermón y pese a desconocer la circunstancia en la que había sido escrito el libro terminé su lectura. Hoy, varias décadas después, mientras leo Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?, de Carl Amery, me encuentro con varios párrafos extraídos de Mi lucha que me producen, además de un rechazo inmediato, un malestar físico que aumenta mi mal humor. Me consuela saber que ahora puedo hacer frente a las sandeces ideológicas que en aquel entonces me impresionaron.

Quiero imaginarme que cuando escuché por primera vez decir a una persona que las drogas son perniciosas tampoco tuve manera de oponerme a su sermón y es probable que haya dado como ciertas todas sus opiniones. Y es que si alguien está contra las drogas sin hacer matices o diferencias entre ellas lo que está haciendo es más bien manifestarse contra el demonio. Por supuesto habemos personas que no creemos en demonios ni en demás entelequias parecidas y nos gustaría ser un poco menos vagos en cuestiones que en la actualidad resultan ser tan importantes. Creo que para no dejarse amilanar ante concepciones o términos que lo abarcan todo es mejor separar, comparar y hacer diferencias entre las distintas sustancias capaces de afectarnos una vez que han entrado a nuestro cuerpo.

En su libro Aprendiendo de las drogas, Antonio Escohotado cita al médico renacentista Paracelso cuando escribe: “Sólo la dosis hace de algo un veneno”. Y si menciono estas palabras es porque el “mal” siempre es relativo en cuanto depende de la circunstancia en la que actúa. Pero no intento hacer aquí una crítica a la concepción común que tenemos de las drogas, ni tampoco valerme de una razón histórica o científica para llevar a cabo esa crítica, pues ambos caminos (la tradición y el saber positivo) son sólo una parte de un fenómeno mucho más complicado. En todo caso, me parece más urgente defender los derechos individuales que necesitan las personas para hacer más fuertes las democracias liberales (dentro de un Estado sólido que procure al máximo estas libertades) y evitar que nos sea impuesta una imagen del “mal” en cuya concepción nosotros no podemos participar. Un ejemplo: si deseo beber cantidades extremas de café, no aceptaré una prohibición que no tome en cuenta mi opinión al respecto de si quiero o no envenenarme con dicha bebida. (Dice Escohotado que un litro de café concentrado equivale a consumir aproximadamente un gramo de cocaína, aunque como he dicho antes no quisiera por ahora hacer esta clase de analogías pues su sencilla manipulación vuelve el asunto aún más confuso).

Lo que no creo es que deje de haber consumidores de cocaína o marihuana en México. Y su presencia alienta a los proveedores quienes encuentran de este modo su oportunidad de participar en el mercado sin pagar impuestos y sin mostrar ningún respeto por las leyes de la comunidad. Y el cúmulo de crímenes, muertes absurdas, degradación, corrupción que provoca la prohibición irracional de estas drogas es tan considerable que quien la continúa sosteniendo comienza a volverse cómplice y promotor de estos lamentables hechos. Creo que en el futuro se valorará o se juzgará duramente a quienes pudiendo buscar soluciones alternativas a una guerra sin sentido (quiero decir legalizar, ordenar, regular la producción de sustancias que de todas maneras van a ser consumidas) han preferido mantener el estado de cosas a toda costa. No es justo acusar a una autoridad por intentar cumplir las leyes, pero sí culpar a los legisladores que no crean leyes acordes a la realidad de su tiempo.

Fortalecer las instituciones de prevención y salud, aumentar el peso de las libertades individuales, aumentar el nivel de la educación, regular la calidad de las sustancias que dejen de ser prohibidas, poseer un buen sistema de justicia, cobrar impuestos a quienes se dediquen al mercado de drogas (como se hace con las empresas que venden alcohol y demás), evitar sus monopolios y sobre todo no construir -desde el miedo irracional, el desconocimiento y los prejuicios- un demonio o una idea del mal hegemónicos, son acciones más sensatas que poner a todo un ejército a combatir a un enemigo que nunca podrá vencer. Las razones de su lucha son sinrazones.


domingo, 21 de marzo de 2010

J.D. Salinger: el guardián al descubierto

21/Marzo/2010
La Jornada Semanal
Guillermo Vega Zaragoza

A unas cuantas horas de haberse dado a conocer la muerte de J. D. Salinger, el 27 de enero de 2010, Bret Easton Ellis, el otrora enfant terrible de la literatura estadunidense de los ochenta con American Psycho, envió el siguiente mensaje en Twitter: ¡¡Sí!! Gracias a Dios por fin está muerto. He esperado este día por una jodida eternidad. ¡¡¡De fiesta esta noche!!! En tanto, el también célebre Jay McInerney, consideró a Salinger el escritor norteamericano más influyente desde Hemingway. Y abundó el autor de Bright Lights , Big City : Como Mark Twain, a quien imitó en la línea que abre The Catcher in the Rye , inyectó un nuevo tono coloquial en nuestra literatura. Es imposible imaginar la obra de Philip Roth o John Updike sin su influencia. Varias generaciones después, escritores como David Foster Wallace y Dave Eggers parecen aún estar calcando a Holden.” Sin duda, de Holden Caulfield, el joven inconformista de la postguerra, a Patrick Bateman, el ejecutivo asesino de Wall Street, parece haber transcurrido una eternidad. El mundo ha cambiado enormidades al igual que los lectores. Piedra angular de la “Literatura del No”, de aquella cofradía de los Bartlebys, inventada por Enrique Vila-Matas, hombres que se negaron a seguir escribiendo, como Juan Rulfo, Arthur Rimbaud y tantos otros, Salinger continúa provocando entusiasmos y enconos.

Más allá de las especulaciones acerca de la posibilidad de que luego de su muerte salgan a la luz los textos que Salinger escribió durante su autoimpuesto silencio de más de cuarenta y cinco años, resulta interesante echar un vistazo a algunas valoraciones acerca de su magra obra: apenas treinta y seis textos publicados, incluida una novela, el último de ellos en 1965.

Jerome David Salinger nació el primero de enero de 1919 en Nueva York. A los diecisiete se enroló en la academia militar y publicó su primer cuento en 1940. Se alistó en el ejército en 1942, partió a Europa. Recibió entrenamiento de contrainteligencia y participó en varios enfrentamientos contra los nazis. En Alemania ayudó a liberar un campo de concentración y participó en el interrogatorio de los prisioneros de guerra. En 1944 entró en París, con las primeras tropas estadunidenses que liberaron la ciudad. Ahí encontró a Ernest Hemingway, que trabajaba como corresponsal de guerra. Simpatizaron de inmediato y Salinger le enseñó sus relatos. Cuando su unidad desembarcó en Normandía, llevaba una máquina de escribir entre sus pertenencias.

Poco después del fin de las hostilidades, Jerry sufrió un colapso nervioso debido al estrés postraumático y fue relevado de su cargo en 1945. Su experiencia en la guerra lo marcó profundamente y le hizo cambiar su opinión sobre la humanidad. En el libro de memorias de su hija Margaret, El guardián de los sueños (Debate, 2002), Salinger llega a decirle, a propósito de sus días en el ejército: “Nunca consigues deshacerte de ese olor a piel carbonizada.”

En diez años aparecieron veintiséis relatos suyos en diversas revistas, hasta que en 1951 publicó su única novela, The Catcher in the Rye , la cual no fue muy bien recibida. Es célebre la reseña de James Stern en The New York Times , recién aparecido el libro, titulada “Ay, el mundo es un lugar asqueroso”, en la que imita el estilo utilizado del habla del personaje principal: “Este Salinger, es un tipo de cuentos cortos. Y sabe cómo escribir acerca de los chicos. Pero este libro está muy largo. Se pone un poco monótono. Me deprime. De veras que sí.” Para ese entonces, Salinger ya había publicado ocho de los relatos que incluiría en 1953 en el volumen Nueve cuentos , entre ellos varios considerados como verdaderas joyas del género: “Un día perfecto para el pez plátano” y “Para Esmé, con amor y sordidez.”

En Cuentos y cuentistas. El canon del cuento (Páginas de Espuma, 2009), Harold Bloom confiesa que la relectura de los cuentos de Salinger resulta una experiencia heterogénea. “Todos ellos tienen su componente de época: retratos de una perdida Nueva York, o de neoyorquinos fuera de su ciudad, en la América posterior a la segunda guerra mundial que desapareció para siempre con la ‘revolución cultural' (por ponerle un nombre) a finales de la década los años sesenta.” Bloom afirma que sus personajes siguen resultándole encantadores y se vuelven estremecedores por “su humana espiritualidad, ajena al dogma y a la maldad”. Pone de relieve su oído para los diálogos, “heredado de Hemingway y de Fitzgerald”, y apunta que “la destreza de Salinger está fuera de toda duda; sus relatos se ejecutan exactamente como él pretende y se sostienen como narraciones, incluso si las actitudes sociales puedan parecer ahora con frecuencia arcaicas o pintorescas”.

Es difícil rastrear si los cuentos de Salinger fueron traducidos al español y publicados en España o Latinoamérica antes de la aparición de su única novel a. Lo que sí se sabe es que fue la Compañía General Fabril Editora, de Argentina, la que publicó en 1961 la primera traducción de la novela de Salinger, realizada por Manuel Méndez de Andes, bajo el título de El cazador oculto , título que algunos consideran más sugerente que el casi literal El guardián entre el centeno , de la versión de Alianza Editorial traducida por Carmen Criado y publicada en 1978.

Para el peruano Alfredo Bryce Echenique –autor de Un mundo para Julius , novela emparentada en más de un sentido con la de Salinger–, el personaje de Holden Caulfield “es un típico adolescente de Manhattan, al que Salinger apenas le permite moverse por una ciudad bastante anónima que, en el fondo, no es más que el fantasma del Nueva York de Scott Fitzgerald […], que Salinger convirtió en el paisaje simbólico adecuado para situar su crónica del creciente dominio del utilitarismo en la vida norteamericana”.

Por su parte, en el ensayo “ j. d. Salinger o el suicidio en abonos”, incluido en Vuelo sobre las profundidades (Lumen, 2008), el mexicano José Agustín hace un recuento de la vida y obra de Salinger, autor que tuvo una influencia decisiva en su propia escritura, sobre todo al principio de su carrera, en novelas como La tumba , De perfil y Se está haciendo tarde (final en laguna) , así como en la de Gustavo Sáinz, sobre todo en Gazapo . Sin Salinger no es posible entender lo que Margo Glanz denominó como “La Onda.”

José Agustín resume así el significado de la no-vela de Salinger: “Fuera del ‘sentido y de las metas de la vida' tradicionales, desgastadas ya a mediados del siglo xx , un joven sensible, que percibe la insensatez del sistema y carece de espacios para expresarse y moverse, puede ver que la sociedad es una cárcel o un laberinto asfixiante. Holden no es rebelde por naturaleza, por el contrario, su sencillez lo hace no pedir demasiado; podría adaptarse fácilmente. Pero no es así, y desde el principio no encaja, siempre está profundamente insatisfecho. Por eso The Catcher... está tan ligado a la contracultura y se volvió un clásico de la generación de los sesenta.”

En 1961 se publicó Franny and Zooey, dos historias aparecidas con anterioridad sobre los miembros de la familia Glass, personajes clave de su universo narrativo. Se trata de un relato corto y una noveleta, que funcionan como una sola obra. Nuevament e la crítica estuvo dividida. Nada menos que George Steiner consideró a “Zooey” como “una pieza de deforme autoindulgencia”. No obstante, cuarenta años después en la New York Review of Books , Janet Malcom la calificó como “la obra maestra de Salinger”.

En su reseña del libro para el nyt , John Updike afirmó que “la intensa atención de Salinger a los gestos y la entonación lo ayudan a convertirlo, entre sus contemporáneos, en un artista literario único y relevante”, y señaló que “sus ficciones, en lugar de ser adustas bravuconadas, tienen humor y atractivo, su irónica pero persistente desesperanza aborda la forma y el matiz de la vida americana actual”. Sin embargo, advirtió que corría el peligro de convertirse en enrevesado y estático: “El sentido de la composición no está entre las fortalezas de Salinger.”

Dos años después, en 1963, de nuevo Salinger reuniría en libro dos narraciones ya publicadas: Raise High the Roof Beam, Carpenters, and Seymour: An Introduction, más capítulos de la saga de los Glass. Cuando se reeditó el libro en español en 2004, el escritor argentino Rodrigo Fresán señaló que estos relatos poseen una cualidad misteriosa: “Salinger es un escritor virósico y con alta potencia de contagio; un escritor que contamina y que hay que saber manejar con precaución”, porque “se corre el riesgo de quedar atrapado entre sus redes”. Salinger, dice Fresán, tiene que ver más con el lector que con el escritor. “Salinger enseña más a leer que a escribir y tal vez por eso, para muchos, Salinger es un autor ‘menor'. Su literatura existe más en función de sus lectores que de sus colegas; de la necesidad de producir determinados efectos en los lectores; de ‘atacar' iluminando”.

El 19 de junio de 1965 apareció el último cuento publicado por Salinger: “Hapworth 16, 1924”, una larga carta del joven Seymour Glass, el mismo personaje de “A Perfect Day for Bananafish”. En 1997 se amagó con que aparecería en forma de libro, pero su publicación fue pospuesta indefinidamente. Se trata de un relato cronológicamente anterior a todas las incursiones de la familia Glass en el universo narrativo de Salinger. Fue interpretado por algunos como el cierre de un ciclo y así lo fue. A partir de entonces, lo demás fue silencio.

Atenuada por biografías desautorizadas y libros de memorias que revelaban detalles sórdidos de su vida, con los años la obra de Salinger, sobre todo, El guardián… se convirtió en objeto de culto y lectura obligatoria en las preparatorias. Sin embargo, poco a poco los lectores más jóvenes lo fueron abandonando. Con algo de pesar, Bryce Echenique apunta: “Puedo pensar en pocos escritores que hayan vivido tan de cerca como Salinger el abandono masivo y casi simultáneo de sus muchísimos lectores. Fiel a sus obsesiones o limitado por ellas, la sensibilidad de Salinger le impide salir de su vecindario o su clase social, y sus personajes continúan hundiéndose en su neurosis cotidiana y en su visión de una jungla de asfalto en la que ni los pícaros logran sobrevivir. Esto hace que, ya a principio de los sesenta, la crítica empiece a impacientarse con el empecinamiento de un autor que se niega a salir de su guarida para respirar los aires de cambio.”

En junio de 2009, un juez federal ordenó que se detuviera temporalmente la publicación de 60 Years Later: Coming Through the Rye (60 años después: Atravesando el centeno), una especie de continuación de la historia de Holden Caulfield escrita por un tal j. d. California, de Suecia, donde el famoso personaje creado por Salinger es un vejete que se escapó del asilo y su bienamada hermana Phoebe una drogadicta hundida en la locura.

A propósito de esta situación, la editora de la New York Times Book Review , Jennifer Schuessler, se dio a la tarea de investigar qué tanto los lectores jóvenes seguían identificándose con el héroe adolescente . Lo que encontró no fue muy halagüeño. Los jóvenes de hoy ya no son como los de los sesentas. En general, los estudiantes ya no sienten mucha compasión por los antihéroes alienados y se enfocan más en distinguirse de la sociedad que en tratar de cambiarla. “Ahora los héroes de la cultura popular son los nerds que conquistan el mundo –como Harry Potter– y no los adorables perdedores que lo rechazan”, apunta Schuessler. Un estudiante de quince años confesó: “En mi clase todos odiamos a Holden. Queríamos decirle: ‘Cállate y tómate tu Prozac.'”

No obstante, independientemente de su popularidad actual, es posible seguir suscribiendo lo que Bryce Echenique señaló en 1994: Salinger fue un escritor lleno de oficio, de talento, de sensibilidad y maestría; que, al igual que otros grandes escritores antes que él, escribió con la esperanza de influir en la vida espiritual de sus lectores, y que realmente tocó un punto neurálgico de la sociedad estadunidense: el horror ante la irrecuperabilidad de la juventud. Como apuntó con certeza Fresán, Salinger es y seguirá siendo, de algún modo, la juventud, nuestra juventud. “Es un escritor que nos recuerda demasiadas cosas de nosotros mismos; su relectura en ocasiones nos perturba no por quién es él sino por quiénes fuimos nosotros.”


Precio y aprecio de los libros

21/Marzo/2010
La Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Gabriel Zaid hizo el siguiente diagnóstico hace ya varios años: “Hay millones de personas con estudios universitarios. Por mal que estén económicamente, pertenecen a la capa superior de la población. Pues bien, estos millones de personas superiores en educación y en ingresos, no dan mercado para más de dos o tres mil ejemplares por título, o mucho menos. Y si las masas universitarias compran pocos libros, ¿para qué hablar de masas pobres, analfabetismo, poco poder adquisitivo, precios excesivos? El problema del libro no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir.”

Complemento de este diagnóstico es la siguiente certeza, también zaidiana: “En las estadísticas de la unesco , puede verse que la explosión de títulos publicados en el siglo xx es paralela a la explosión de títulos universitarios. Pero la explosión dice más d e la oferta que de la demanda. Los graduados universitarios tienen más interés en publicar libros que en leerlos.”

Para una considerable proporción de universitarios, piensa Zaid, “publicar es parte de los trámites normales en una carrera académica o burocrática. Es como redactar expedientes y formularios debidamente llenados para concursar. Nada tiene que ver con leer y escribir. Leer es difícil, quita tiempo a la carrera y no permite ganar puntos más que en la bibliografía citable. Publicar sirve para hacer méritos. Leer no sirve para nada: es un vicio, una felicidad”.

A lo largo de mis reflexiones y relecturas sobre el libro he vuelto una y otra vez a estas lúcidas consideraciones de Gabriel Zaid, porque, en gran medida, la verdad de estas afirmaciones sigue inalterable y, en mi experiencia directa y en mis investigaciones sigo constatando que, en efecto, el problema de la lectura no radica en los que no tienen ni alfabeto ni dinero, sino en los que tienen “educación superior” y poder adquisitivo suficiente para comprar libros pero que, en lugar de libros, mil veces prefieren comprar coches, viajes, ciertos lujos alcanzables, entradas para el futbol, trajes de marca, iPods, black-berrys, teléfonos celulares y demás dispositivos tecnológicos, comidas en restaurantes, suscripciones a clubes deportivos, etcétera, y por cuyos precios casi nunca se espantan ni protestan como cuando lo hacen al saber que un libro cuesta la ¡estratosférica cantidad de doscientos pesos!

Esto se debe, paradójicamente, y vuelvo a Zaid, a lo que él ha denominado, el valor simbólico del libro, es decir el carácter “sacramental” que le hemos dado al objeto libro en una sociedad que considera políticamente correcto tenerles aprecio y, al mismo tiempo, no concederles precio.

No se equivocaba el gran Antonio Machado cuando, en unas de sus canciones, dijo que “todo necio/ confunde valor y precio”. En efecto, valor y precio son dos cosas muy distintas que mucha gente suele confundir. Valor es el grado de utilidad y aptitud de aquello que satisface nuestras necesidades o nos proporciona bienestar o deleite. Precio es la cantidad pecuniaria en la que se estima algo. El valor puede ser poco y el precio alto, o a la inversa: el precio, bajo, y el valor incalculable.

No poca gente piensa que los libros deberían ser baratísimos cuando no gratuitos. Sin embargo, quienes creen esto, no piensan ni remotamente lo mismo respecto de su coche, su celular, su televisor, su contrato d e televisión por cable, su computadora, s us pantalones, camisas, vestidos, blusas, zapatos, bolsos, etcétera. Lo que pagan por estos bienes y servicios suelen tener precios mucho más elevados que el de los libros, y sin embargo los libros, extrañamente, siempre les parecen más caros, prohibitivos incluso.

En 1973, en un espléndido ensayo que lleva por título “Pidiendo para libros” (revista Plural , número 18), Zaid explicaba: “La mismísima gente que agasaja a un escritor y se gasta horas y cientos de pesos pagándole una cena, sale con que no ha leído su libro ¡por falta de tiempo! o porque cuesta ¡cuarenta pesos! La gente que se cree con derecho a recibir libros gratis (elogiosamente dedicados) no se queda en ayunas esperando que le manden el pan hasta su casa, gratis y con dedicatoria.”

En este sentido, el valor simbólico del libro es tan grande, que se le pone en un pedestal, como el punto culminante de la noble cultura y el monumento más prodigioso que ha creado el pensamiento del ser humano, pero muy pocos están dispuestos a pagar por él no ya digamos algo razonable, sino ni siquiera una bicoca. Que una camisa cueste seiscientos pesos, pasa, pero que tengamos que pagar trescientos por un libro, resulta un escándalo.

El trabajo intelectual y espiritual que se encuentra en los libros resulta entonces no tener valor económico, sino sólo aprecio cultural, un aprecio que le conceden incluso los que no leen. Por ejemplo, los padres de familia analfabetos o semianalfabetos, que envían a sus hijos a la universidad, a fin de que se superen educativa, social, profesional y jerárquicamente, y consigan “saber para subir”, saben que los libros son buenos y aun extraordinarios, aunque no hayan leído ninguno, y casi todos dicen que son carísimos, aunque lo que cuesta el televisor podría alcanzar para comprar cincuenta libros. El enaltecimiento discursivo del libro y de la cultura escrita, que suele hacer todo el mundo, no corresponde, ni siquiera en el gobierno, con la asignación presupuestal que cabría esperar de tamaña alabanza.

Por ejemplo, las partidas presupuestales para renovación de acervos en bibliotecas públicas son magras cuando no ridículas o inexistentes. Pero el peso de los discursos es siempre apantallador, con el noble aderezo de las citas citables y los lugares comunes de rigor: “el mejor amigo del hombre es el libro”, “los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra”, “no hay nada como los libros para ser libres”, “hay que leer para ser mejores”, y mil sentencias más.

Escribía Zaid hace casi cuatro décadas: “La misma persona que se gasta 150 pesos en una camisa que va a pasar de moda inmediatamente, y que protesta por los 40 pesos de un libro, desechará la camisa sin el menor escrúpulo, pero nunca tendrá el valor de desechar el libro: sentiría que comete un sacrilegio.”

Hablar bien del libro por su nobleza e importancia cultural y, al mismo tiempo, conspirar contra la lectura con el pretexto de que leer es muy caro, son dos acciones que, desde un punto de vista racional, nos tienen que dejar francamente perplejos.

Cada vez que tengo la experiencia de una charla, una conferencia o un curso sobre lectura, entre el público participante son infaltables las personas que me encaran y que afirman que una de las razones funda-mentales, cuando no la fundamental, para que la gente no lea en México es que “¡los libros son muy caros!”.

Casi todos creemos o podemos creer esto, en gran medida porque es una creencia noblemente aceptada y políticamente correcta y porque, además, nos releva de llevar a cabo un análisis objetivo de las cosas. Cuando procedemos, más allá de la creencia, a poner a prueba la veracidad de esta afirmación, el asunto cambia de modo radical, y puedo demostrar por qué.

Suelo someter a prueba esta afirmación catastrofista cada vez que acudo a las librerías, que es bastante seguido, y lamento decirles a esas personas que el 99.99 por ciento de las veces su noble creencia sale derrotada. Pero, para no partir únicamente de hipótesis que nadie tiene obligación de creer, daré un ejemplo concreto. El martes 11 de agosto de 2009, a las seis y media de la tarde, entré a una librería en Coyoacán, en Ciudad de México. Salí una hora después con cinco libros en las manos. Pagué por todos ellos la cantidad de 256 pesos.

Detallo los títulos a continuación: Una biografía de Maquiavelo (Editorial Prensa Española, Madrid, 1971), que venía yo buscando desde hace al menos cinco años; Ciudadela (Editorial Goncourt, Buenos Aires, 1966), de Antoine de Saint-Exupéry, libro hermosísimo traducido por Hellen Ferro; Soljenitsin acusa (Editorial Juventud, Barcelona, 1974), con selección y prólogo de Leopold Labedz, en cuyas páginas se recogen los testimonios de la terrible vida que tuvo que soportar el escritor ruso condenado a los campos de concentración por el estalinismo; El vuelo de la inteligencia (Random House Mondadori, México, 2007), de José Antonio Marina, filósofo español cuya lucidez siempre nos ayuda a pensar y, finalmente, Los hechos (Random House Mondadori, 2009), de Philip Roth, la autobiografía de este gran novelista estadunidense, cuya literatura trasciende siempre la ficción y nos sitúa de cara a la realidad.

Insisto en que expongo este caso exacto y veraz, además de verificable, para no partir de ejemplo s o de simples hipótesis. ¿Cuánto pagué por cada uno de estos libros si el paquete de cinco me costó, como ya dije, 256 pesos? Si mi calculadora no miente –y creo que no miente–, cada libro me costó, en promedio, 51 pesos con veinte centavos. Lo más importante es que estos cinco libros no los terminé de leer ni en un día ni en una semana y ni siquiera en un mes. Le dediqué a cada uno de ellos su tiempo, y una semana me quedó muy bien para gozar el primero y luego pasar al siguiente para después continuar con los demás. Estuve gratamente ocupado con ellos treinta y cinco días.

¿Cuánto pagué por cada día de lectura de cinco obras verdaderamente interesantes y, en muchos momentos, intensas y sublimes? Se los diré, según me lo dice a mí la calculadora: 7 pesos y 31 centavos diarios. Si tomamos en cuenta que los cinco libros suman mil 432 páginas, pagué diariamente esos 7 pesos y 31 centavos por cada cuarenta páginas. La tercera parte de lo que pago diariamente por la renta del teléfono fijo que asciende a 20 pesos con 36 centavos (de 611 mensuales) y cuatro veces menos lo que destino al día para el pago de energía eléctrica: 37 pesos cada día, que es la parte proporcional diaria de los 2 mil 222 pesos bimestrales de mi último recibo.

¿Es a esto a lo que podríamos denominar un acceso prohibitivo del libro? No creo que lo puedan decir los universitarios, es decir los profesionistas y aun los estudiantes entre los que no son pocos los que tienen, por ejemplo, el hábito, el gusto y el vicio de fumar, pero no así el de leer, o bien el gusto de conversar por teléfono celular a un precio promedio de entre tres y cinco pesos el minuto.

No censuro en absoluto los hábitos y los vicios. En este terreno tengo por principio que cada quien es libre de elegir y revindicar los suyos en tanto no dañen a los demás o traten de imponerlos a todo el mundo. Lo que sí digo es que si reivindicamos nuestros vicios sin preocuparnos realmente por sus costos (los viciosos no reparan generalmente en este asunto menor), es ilógico afirmar que el problema de la lectura esté en el precio excesivo de los libros.

Es cierto que el precio de los libros es excesivo para quienes solamente obtienen por su trabajo el salario mínimo vigente (entre 54 y 57 pesos), ya que si los trabajadores de salario mínimo llegaran a comprar cada semana un libro de 51 pesos, estarían dedicando m ás del trece por ciento de su remuneració n diaria en pagarse la lectura, pero partir de este argumento no deja de ser demagógico para los que no padecen semejante realidad, y evade el problema fundamental: ese problema ya definido por Zaid y que “no está en los millones de pobres que apenas saben leer y escribir, sino en los millones de universitarios que no quieren leer, sino escribir”.

Y, para no ser imparciales ni maniqueos, no olvidemos ni por un momento que también los trabajadores de salario mínimo pueden ser lectores e invertir algo de su dinero en las historietas y en las publicaciones de amplia circulación comercial que se venden en los puestos de periódicos, y que también gastan en cigarrillos, refrescos, botanas, cervezas, entradas al futbol, etcétera.

En cuanto a los universitarios, regresemos a los 256 pesos que pagué por cinco libros y treinta y cinco días de lectura. Los pude haber destinado también a cigarrillos. Si mi consumo hubiese sido de una cajetilla diaria, cuyo precio va de 20 a 28 pesos, hubiera destinando en fumar entre tres y cuatro veces más el costo diario destinado a la lectura. Elevado este costo a la semana y con los cigarrillos más caros (los vicios, como dice Gabriel Zaid, no admiten economías ni pretextos), hubiese gastado alrededor de 200 pesos, casi cuatro veces el costo de cada uno de los cinco libros que yo adquirí. De hecho, con sólo dejar de fumar nueve días hubiera podido adquirir los cinco libros ya mencionados.

Veamos ahora el caso del teléfono celular. En el esquema más económico (3 pesos el minuto), hablar por celular significaría gastar 256 pesos en una hora con 25 minutos. Si el que paga hablase diariamente –con un esquema muy económico, muy modesto– tan sólo diez minutos diarios, estaría gastando 30 pesos, todos los días, únicamente por hablar por teléfono, lo que equivale a cuatro veces el costo de los 7 pesos y 31 centavos que yo pagué por leer cuarenta páginas diarias.

Luego de estos ejemplos, ¿podemos decir realmente que en México no leemos porque los libros son muy caros? Cada vez que alguien pone este argumento como el fundamento explicativo del problema, está haciendo a un lado el verdadero problema de la lectura. No es el precio de los libros, sino la falta de necesidad de ellos, producto de que no les concedemos un valor económico, lo que nos lleva a no leer. La realidad es que no creemos que leer sea tan bueno como fumar y hablar por teléfono, y por ello concluimos que no se debería pagar nada o casi nada por ello .

Social e individualmente, no le damos al objeto libro su verdadero valor (no el sacramental, sino el real) en una cultura del aprecio por lo que nos gusta y satisface. Siendo así, una camisa siempre nos parecerá más barata que un libro, aunque la camisa cueste 500 pesos y el libro sólo 100. Comer en un restaurante y pagar 350 pesos por persona siempre nos parecerá más económico que entrar en una librería y adquirir un volumen de 200.

Puedo poner otro ejemplo concluyente: poca gente se queja de que los apagones le echen a perder el placer de su lectura; en cambio, todo el mundo se altera o se siente frustrado y enfurecido porque el súbito corte de energía eléctrica le interrumpió su telenovela, su navegación por internet, su partido de futbol o su programa favorito de la tele.

En el colmo de la utilidad o la inutilidad, según se vea, en no pocos casos, los libros sirven para que, en período de vacaciones, nos los llevemos a la playa, los llenemos de arena y manchas de cerveza, salsas, tequila, limón y otras sustancias, y los regresemos a casa, ajados, torcidos y mojados, pero prácticamente sin leer. La placidez en la playa o al borde de la alberca nos distrae, y leer en una silla playera, con el sol en la cara, es una cosa endemoniada. Así que le encontramos, rápidamente, su insospechada utilidad a ese libro que parecía lastre en nuestra maleta: lo abrimos hasta que le truene el lomo, nos lo ponemos sobre los ojos y, al poco tiempo, nos dormimos. Los libros nos cubren del sol y nos sumen en una cálida y feliz oscuridad. ¡Vaya si no son útiles durante las vacaciones!


sábado, 20 de marzo de 2010

Crítica y pseudo-crítica

20/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Las obras de arte son objetos y prácticas de las que no hay que esperar revelación divina alguna. Las obras hablan únicamente de lo social.

Una obra es un dispositivo interactivo para crear información.

Cualquier otra expectativa acerca del arte o la escritura deriva de la Biblia: creer que el libro o la imagen contiene una luz que causa éxtasis o pasmo.

Muchos críticos creen que su labor es anunciar gustos y disgustos. A mí me gusta recomendar compras de obras. Pero eso no me convierte en crítico. Crítica significa análisis, investigación.

Un crítico describe cuál es: la estructura de una obra; el proceso de su producción-recepción y los espacio-tiempos en que cobra sentido.

Cuando un crítico no sabe hacer esto, entonces, escribe textos en que enjuicia si ciertas obras son “buenas” o son “malas”.

En países pesimistas, tales jueces son populares debido a que justifican la apatía. Se les puede reconocer porque hacen fama de destrozar libros, cortina de humo para esconder que descuidan su trabajo: crear sentidos propios a partir de obras ajenas.

Un crítico es alguien que identifica estructuras. Y las estructuras —de una planta, perfume o pintura— no son buenas o malas.

(Cuando alguien no sabe decodificar publicita su opinión estética.)

¿No sería absurdo que un entomólogo firmara artículos en que aclarara que ciertos insectos le parecen feos?

Ese absurdo lo cometen a diarios nuestros pseudo-críticos.

Theodor Adorno decía que este tipo de comentario “recuerda siempre al gesto del que regatea, o el del especialista que discute la autenticidad de una pintura o la coloca entre las obras menores del maestro”. Reducir la obra a mercancía.

Analizar es dividir una estructura en partes —segmentar un proceso— y atribuir relaciones entre los elementos. Cuando el crítico no sabe separar y reacomodar, entonces, charla sobre sus gustos, del mismo modo que mi vecino me platica qué canciones le traen bonitos recuerdos.

Seamos claros. Nos gusta aquello con lo cual nos identificamos.

Cuando a alguien no le gusta un libro u obra de arte significa que no se le parece. Las preferencias estéticas son siempre egolatría escondida.

Los gustos de los críticos son puramente anecdóticos, asunto personal, ¡caracteriológico! Se entiende que sus textos presuman su personalidad. Pero lo medular es el análisis de la obra, es decir, su relación con ella.

La crítica es una ciencia especulativa para fabricar explicaciones inéditas. El crítico explica cómo está hecha una obra que él no hizo pero de la cual es parte.

La crítica es una de las mayores aventuras de nuestro tiempo. No hay que estropearla.

Ya lo dijo Borges: “Censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica”.

La verdadera crítica es una rama del anti-sentimentalismo.


“El periodismo es una pasión devoradora”

20/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
Víctor Núñez Jaime

En más de una hora de conversación, Miguel Ángel Bastenier fuma cuatro cigarrillos DucaDos y bebe una taza de café. En algún momento comenta:

—Para mí un gran periodista es un hombre o una mujer del Renacimiento.

Y enseguida refuerza su afirmación:

—Para ser periodista en el siglo XXI hay que ser capaz de defenderse en todos los campos. Luego ya tendrás tu nicho particular… Pero el gran periodista es aquel que trata de explicar por qué pasan las cosas que pasan. ¡Qué cosa tan gigantesca! ¡Qué ilusión tan luciferina! Cierto. Pero el gran periodista es alguien que trata de abarcar la totalidad aunque, obviamente, muchas veces, sea derrotado”.

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Miguel Ángel Bastenier Martínez era un adolescente cuando comenzó a formar su biblioteca personal. Primero con novelas y luego con libros de historia y de política.

—Tengo ahora —dice— una gran biblioteca de unos seis mil volúmenes. He regalado y he perdido muchos libros. Me he casado tres veces y en esos matrimonios se han ido perdiendo libros por el camino. No obstante, tengo una biblioteca de unos seis mil volúmenes, donde la historia es más importante que la novela. Pero he pasado horas extraordinarias leyendo libros a los que debo varios momentos de realización personal, de satisfacción íntima.

Momentos de aprendizaje los ha tenido no sólo en la universidad, donde estudió Periodismo, Derecho y Literatura inglesa, sino de manera muy especial en la práctica de la profesión periodística. De entre todos sus maestros, el que más destaca es el catalán Josep Pernau al que, por cierto, le dedicó su libro El blanco móvil. Pernau, galardonado apenas el pasado jueves con el premio de honor de la Comunicación Local de la Diputación de Barcelona por su trayectoria profesional, ha dirigido cinco diarios, ha fundado asociaciones de prensa y escribe la columna “Opus Mei” en el El Periódico de Cataluña. Pronto cumplirá 80 años y para Bastenier es el “mayor fabricante de periodistas que haya conocido”.

—Pernau —cuenta— es un maestro sin saberlo, que es la mejor forma de ser maestro. Nunca dictaba cátedra, nunca dictaba teórica. Yo sí doy teórica. Yo, de repente, empiezo a decir y decir… Junto a él aprendías por ósmosis: viendo cómo hacía las cosas, viendo sus reacciones ante los hechos, ante las circunstancias. Su serenidad, su conocimiento, su dignidad… Lo conocí cuando yo era un jovencito y él era mayor y ya todo un gran periodista. Y tuvo siempre la amabilidad de mantenerme cerca, de preocuparse por mí, de ver cómo hacía las cosas. Y una palabra suya equivalía a una clase entera de quien sea, mía o de quien sea. Los periodistas no tenemos un corpus de conocimiento para defendernos, pero hay una práctica. En otras carreras hay una teoría que se desarrolla. En el periodismo hay una práctica sobre la que se teoriza. Es al revés. No existe el saber académico del periodismo. Y la realidad nos presenta casos a las que hay que responder de manera diferente. Hay que reaccionar genéticamente. Hay una biología del periodismo que se nota, sobre todo, en los países anglosajones. Una biología de generaciones que han leído buenos periódicos y, como han leído buenos periódicos, no saben hacerlo mal. El periodista ha de genetizar sus herramientas de trabajo. Ese es el oficio.

Muchos años después, ya como encargado de Relaciones Internacionales de El País, Bastenier trabajó con el sociólogo francés Pierre Bourdieu.

—Es una gran satisfacción haber trabajado con Pierre durante dos años, hasta poco antes de su muerte. Fue una casualidad, como pasan esas cosas. A fin de cuentas yo sólo soy un periodista y él uno de los grandes intelectuales de la modernidad. Recuerdo que en un momento dado se decidió hacer un suplemento cultural entre cinco periódicos: uno italiano, uno alemán, uno francés, uno británico y uno español. Y el director de esa obra era Pierre Bourdieu. Yo era representante de El País. Nos veíamos cada mes, yo iba a París… a su casa, hacíamos cincuenta mil cosas. Y él siempre me trató con un gran afecto, con gran simpatía. Pierre estaba muy interesado por España, hablaba castellano muy bien, aunque entre nosotros prácticamente siempre hablábamos en francés. Siempre tuvo la gentileza que tienen los sabios. Porque los sabios son generosos siempre.

—Otro hombre generoso —continúa— fue Tomás Eloy Martínez, alguien que tenía el dominio total del territorio que pisaba, que verdaderamente se sentía dueño de lo que hacía. Y también era un tipo generoso. Sus artículos, aparte de estar escritos muy bien, son imbatibles. El conocimiento, la dignidad…. Lo grande no es presuntuoso. La gente talentosa no tiene que demostrar nada. ¡Le da igual, no vive para eso! La novela de Perón es genial. Nada explica mejor a Argentina que ese libro… Yo he tenido suerte de conocer a los grandes, ¿sabes? En un momento dado El País me pone como agente de ventas mundial, por decirlo de alguna manera. La otra versión sería decir que yo era el “Embajador de El País”, pero es una versión demasiado positiva. Pero eso me sirvió para conocer a mucha gente en Europa y América Latina.

Su interés por los temas internacionales tiene dos orígenes. En primer lugar, el entorno en el que creció.

—Mi padre era belga, en mi casa se hablaba de cosas que no se hablaban en otras casas, como la Segunda Guerra Mundial, como de De Gaulle… Yo oía hablar de todo ello y me parecía natural que todo mundo se preocupara por De Gaulle. Y eso te marca. Lo “otro”, lo que nos decían que no era de nosotros, lo tenía más presente que muchos de mi generación, que eran menos abiertos a otras realidades. Mi padre, que murió en 1966, era gaullista y lo oía hablar de eso con sus amigos… Además, en mi casa había mucha prensa francesa, novelas en francés. Mi madre, Palmira Martínez, que murió en 1992, leía muchas novelas francesas. Yo no había cumplido los diez años y creía que todo el mundo leía novelas en su casa y encima en otro idioma. Pero tardé tiempo en darme cuenta de la suerte que tenía de vivir en una casa con libros y periódicos. No es que hubiera un tipo de comunicación muy intelectual. No, no es eso. Mi padre era ingeniero y se dedicaba a sus cosas, pero sí hablaba de política europea. Y mi madre era una loca de literatura, pero sin pretensiones. Por diversión, porque le gustaba, porque entraba a otros mundos. Pero no había pretensiones de intelectualidad, era lo natural… No obstante, tardé años en darme cuenta de que eso no era tan común.

Eran los años de la dictadura franquista y en España la información nacional tenía un férreo control. A los censores, en cambio, no les preocupaban mucho el análisis de lo que ocurría en el extranjero.

—En lo internacional, a partir de la segunda mitad de los sesenta, se podía decir de todo y nadie te reprochaba nada. Daba igual. Preocupaban los temas nacionales, que Franco estuviera bien visto, que no se atacase al régimen. Y lo internacional fue mi refugio.

Desde entonces y hasta hoy, se ha ocupado, por ejemplo, del conflicto árabe-israelí y ha escrito dos libros sobre el tema: La guerra de siempre e Israel-Palestina: la casa de la guerra.

Pero al principio, Miguel Ángel Bastenier estudiaba con otro propósito.

—Para serte inmensamente sincero, todo eso tenía un sustrato: el de ser novelista. Bueno, no lo he sido, no lo seré, no funcionaba, no lo hacía suficientemente bien. Alguna cosa escribí y luego la rompí. Nunca publiqué eso. Ni falta que hace. Sobre la marcha me fui encontrando a gusto en el periodismo y estoy muy satisfecho de ello por una cosa: a mí me han pagado durante muchos años e, incluso, bastante bien, por divertirme. No por trabajar. Por divertirme.

La diversión comenzó en el Diario de Barcelona, luego en Tele-Exprés y en El Periódico de Cataluña hasta llegar a El País, en donde se jubiló hace dos años, aunque sigue escribiendo una columna cada semana y redacta la mayoría de los editoriales sobre asuntos latinoamericanos. También es profesor de Reporterismo y Géneros Periodísticos en la Escuela de Periodismo UAM/El País y del Taller “Cómo se escribe un periódico” de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) que preside Gabriel García Márquez.

—Con todo eso te sientes útil —puntualiza—. Piensas que aquello que estás discutiendo, que es lo que yo hago porque no deben dar por bueno algo sólo porque yo lo diga, sirve para aprender. Todo eso es gratificante desde el punto de vista humano.

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Desde hace una década, cada verano, Miguel Ángel Bastenier imparte el “curso largo” de la FNPI en Cartagena de Indias, Colombia, al que acuden 16 jóvenes reporteros latinoamericanos que están iniciando su carrera profesional. Durante cuatro semanas, el profesor y los alumnos trabajan unas ocho horas de lunes a viernes y unas cuatro o cinco los sábados. Los dos o tres primeros días Bastenier hace una exposición teórica y luego los talleristas salen a reportear por las calles de Cartagena. Revisan y corrigen sus textos y, finalmente, analizan y discuten las técnicas y formas de los contenidos de las publicaciones donde trabajan.


Como producto de ese curso-taller, el año pasado se publicó Cómo se escribe un periódico. El chip colonial y los diarios en América Latina. (FCE-FNPI, Bogotá, 2009). Se trata de un libro destinado a formar parte de la bibliografía básica de las escuelas de periodismo. Son 345 páginas de lecciones que tienen el propósito de mejorar los periódicos de América Latina, mediante un diagnóstico de los errores más comunes en las publicaciones de la región y una serie de propuestas para erradicarlos.

El libro abre con una profesión de fe: “Nuestra lealtad primera como periodistas profesionales ha de ser a la lengua castellana, la materia prima con la que nos ganamos la vida, interpretamos la realidad, facilitamos un producto más o menos digerido al lector y, en definitiva, existimos”.

Para el autor, ante las nuevas tecnologías, la prensa latinoamericana ha de transformarse sin haber llegado a su plenitud, como ha ocurrido en el resto de Occidente. Sólo sobrevivirán los diarios perspectivistas y los de proximidad. Es decir, aquellos que ofrezcan un panorama general y sólido sobre lo que pasa en el mundo y los que informen sobre lo que sucede en una zona en particular o local y les sean útiles a los habitantes de ese lugar.

Dice que los diarios de la región padecen el “síndrome de la complicación”: se adorna la información, son repetitivos, tienen un lenguaje protocolario, verboso, que da muchas vueltas a las cosas, reproductor de los boletines de prensa, como si el periodista se sintiera muy importante “y nadie a quien le paguen tan mal puede serlo.” Es el lenguaje del poder hacia los súbditos, herencia de la Colonia, o sea: “el chip colonial”.

En los impresos latinoamericanos hay un exceso de declaracionitis, “sustitución de la acción por la declamación”, y la agenda informativa se centra en lo que dicen los políticos y se descuida a la sociedad. Por eso, dice, “hay que hacer periódicos útiles, que le sirvan de algo al ciudadano, que sean el nuevo electrodoméstico de la casa”, porque la declaracionitis es “periodismo de sobras y agujeros negros, sin luz, movimiento ni personalización”.

Se ocupa, también, de los editores. “Una publicación sin editores o con malos editores carece de estilo, criterio y sentido”. Pero especifica que un editor no sólo debe corregir y controlar, sino sobre todo crear una agenda propia, procurar trabajar temas que no se puedan leer en ningún otro diario. Procurar que los textos respondan al interés del lector.

Además, dedica un apartado a los elementos con los que deben contar los buenos periodistas: conocer la lengua, tener posibilidades económicas, leer libros periódicos y revistas, estudiar una carrera (no necesariamente periodismo), saber idiomas, viajar, tener buena salud, tener conocimientos de informática, ser capaces de trabajar en condiciones mucho menos que óptimas, dudar, aprender de los mejores, estar conscientes de que nunca se terminará de aprender. “Si tuviera que reducir a una frase aquello que debería ser un buen periodista, diría: suspicaz, perspicaz, pertinaz y algo mordaz”.

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Bastenier comienza a hablar ante un auditorio compuesto por periodistas y aprendices de periodista dentro del Primer Encuentro Nacional de Becarios de la Fundación Prensa y Democracia en la Universidad Iberoamericana.

—Con esta cara de uva mala que tengo, ya podrán saber que soy portador de malas noticias: no está garantizada la existencia de los periódicos de papel —dice al comenzar su exposición—. Todos los días disminuyen los compradores. No nos hagamos ilusiones: ya sólo la inercia los impulsa a comprar el diario. Es cierto: llegó la radio y no desaparecieron los periódicos. Llegó la tele y no desparecieron los periódicos. Pero es que esos medios no ofrecen la profundidad que ofrecen los impresos. Internet sí. Y las ediciones digitales se están comiendo a sus propios diarios de papel y todavía no hay un buen plan para recuperar en lo digital lo que se pierde en el papel.

Todos escuchan y toman apuntes en sus libretas.

—En América Latina no hay gran periódico internacional. Ni uno solo. Y el periodismo latinoamericano no logra desprenderse de cuatro lacras: el oficialismo, la declaracionitis, la sobrepolitización y el desconocimiento de lo exterior. Es una prensa que parece el Palacio de Superman: no hay alguien dentro. No hay historias personales, sólo declaraciones huecas. ¿Cómo debería ser un buen periódico? Pues con menos páginas, porque hay que verlos los domingos: con todo el papel que nos venden ese día, a lo mejor un bosquecillo desaparece. Deben tener más periodistas que escriban para una “marca informativa” historias que contengan las tres D: drama, dinero y diversión; un tiraje más corto y enfocarse a un público específico. Tener una agenda propia para no ser igual que la competencia. Explicar por qué ocurren las cosas. Renovar a los editores, paulatinamente, no de un día para otro. No le teman a los diarios gratuitos. Esos son trapos sucios, estropajos.

Al final del día, en la afrancesada Casa Lamm, durante la presentación de su libro, hará un llamado para crear una masa crítica en cada periódico y dejará claro que el mejor periodismo es el que no acaba los textos, el que deja al lector el último tramo del camino, “porque yo no creo en las conclusiones”.

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Miguel Ángel Bastenier tiene, además de la española, la nacionalidad colombiana.

—Simplemente me enamoré del país. Me enamoré de una mujer y, lógicamente, por ahí entra todo. Y sigo enamorado de Colombia. La persona que me indujo a ello estará en su sitio, en su casa, haciendo todo lo que tenga que hacer. Y da igual, ya estoy introducido en el contexto colombiano. Y es más: me he comprado una casa en Cartagena de Indias. Y como no me quedan muchos años de actividad, pienso pasar gran parte de esos años en Colombia. Ya tengo 67… probablemente me queden seis, siete, ocho años productivos. Más no, seamos realistas. Progresivamente me voy retirando, hasta que me instale en Cartagena para ver el mar, que es lo más bonito que puede haber. Como soy de Barcelona, el mar lo he tenido siempre muy presente. Llevo 30 años viviendo en Madrid, me gusta, pero falta el mar. En cambio, en Cartagena me acuesto todas las noches con el sonido de las olas y me levanto cada mañana con ese mismo sonido. Es como resucitar. Además me gusta para nadar. Y Colombia es un gran país.

Hace un ejercicio de autocrítica y comenta que, en algunas ocasiones, se ha sentido decepcionado de sí mismo.

—Yo he querido ser un periodista completo y no lo he conseguido. Mi formación es, excesivamente, enfocada hacia lo internacional. Hay áreas en las que no me siento cómodo. En la Economía, por ejemplo. Y la puñetera verdad es que he tratado de ocultarlo a los demás. Soy realista, sincero. Como dice un amigo, “hay que ser senciricida”, es decir, suicidarse por la sinceridad... O sea: me refugio en lo que creo que saber y no acepto el reto fuera de mi terreno. Además, yo me he sentido inferior con algunas personas. Una de ellas es Juan Luis Cebrián. La otra es Antonio Franco, director y creador de El Periódico de Cataluña. La otra es Josep Pernau, mi maestro. Y en América Latina, Tomás Eloy.

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El patio es cuadrado, lleno de sillas y mesas de madera con sombrillas azules. Todas están vacías. También la alberca. Y, más allá, el jardín. Aquí, en este hotel de cinco estrellas, el silencio sólo lo rompe Bastenier. La tarde es nublada y esta es la recta final de un maratón de entrevistas para promocionar su más reciente libro (“toda la mañana me han preguntado tantas generalidades”). Llegó de España apenas la noche anterior, pero el cansancio no ha logrado opacar su generosidad: “unos cigarrillos y un cafelito siempre ayudan a seguir”, asegura.

No quiere concluir la entrevista sin dejar claro que:

—Ser periodista es una pasión devoradora que, al mismo tiempo, debería ser una pasión humilde. Y no es fácil, ni digo que yo lo sea. El periodismo es el camino. No la meta. El periodismo es una road movie, es una carrera en la que no hay final. Lo que importa de la carrera es el trayecto. El periodista es un señor o señora que a lo largo de los años se va cargando de conocimientos inútiles, como haciendo una joroba de caracol, hasta el día que le sirven para algo. Y el Dios de los periodistas hace que luego todo sirva para algo. Si tienes la paciencia suficiente llegará el día en que emplearás todo aquello que aprendiste y que tenías medio enterrado en la psique, florecerá el día que haga falta y te servirá para algo.

—¿El Dios de los periodistas?...

—Sí. Yo creo en el Dios de los periodistas. Es un Dios que no olvida nunca a los que le han servido bien, a los que se han entregado con dedicación, con interés, con sacrificios… y nunca te queda mal. Yo he sentido, desde jovencito, el vértigo positivo de la página en blanco. Eso siempre me ha hecho sentir que, mal que bien, mi artículo funcionará. Yo he mirado desde siempre las páginas en blanco con el convencimiento absoluto de que Dios Nuestro Señor conseguirá que yo logre hilar las palabras y las frases para que el resultado sea, como mínimo, aceptable. Alguna vez no lo habrá sido, claro. Pero el vértigo de la página en blanco es lo que nos pone en funcionamiento. Es algo vital para los periodistas. Ahora ya no hay página en blanco, lo sé. Hay pantalla en blanco. Pero se entiende… Pues eso: el vértigo de la página en blanco y el Dios de los periodistas son una misma cosa. Si tú crees en ello, la página en blanco te echará una mano, te inspirará y dará sentido al vértigo que sientes.


lunes, 15 de marzo de 2010

Letras

15/Marzo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“¿En quién confiar?” Es la pregunta que las personas se hacen a menudo después de vivir la experiencia de una constante decepción política. Esta desconfianza va seguida de una duda evidente: ¿cómo se forman las personas una opinión no manipulada y certera acerca de lo que sucede a su alrededor? No es sencillo hacerlo pues los humanos se han atado a mundos que desconocen por completo y pocas veces saben de donde vienen incluso los alimentos que consumen. Trabajan en ordenadores acerca de los cuales conocen sólo el funcionamiento superficial y cuando se enferman acuden a hospitales en donde su palabra carece de valor a la hora de enfrentar la palabra del especialista. Para saber acerca de un tema desconocido escuchan a un experto o se informan a través de periódicos, noticieros o desde las infinitas parábolas que se reproducen en la red todos los días. La formación técnica se valora más que el conocimiento humanista (son los números, no las letras lo que importa en estos días) y por ende la concepción que vamos formando acerca de la buena convivencia, la moral o de las instituciones públicas no es el desenlace de la reflexión ni del conocimiento histórico, sino un acuerdo esquemático sin raíces que puede manipularse en cuanto su consistencia es endeble. Yo sigo bostezando cada vez que la tecnología da lugar a una nueva estrategia de comunicación. No creo que sea necesaria más comunicación, sino más sentido.

Las estadísticas se han convertido en religión para quienes tienen pereza de pensar y éstas sirven a cualquiera que las interprete según la orientación de sus propios intereses. Estamos saturados de estadísticas vacías, movedizas, alejadas de cualquier acepción de lo complejo. Cada década los asombrosos datos de pobreza mundial se repiten como un vals en el salón de palacio sin que se perciba en el horizonte un alivio en el dolor humano que estas cifras ocultan a causa de su común permanecer desligadas de lo real. ¿Cómo entonces echar una mirada por los alrededores sin sentirse perdido? ¿Qué clase de conclusiones se obtienen de toda esta confusión?

Me dirán que soy un cobarde, pero yo me he refugiado en la literatura. Son las palabras las que dan vida a las cosas, la mano de obra que fabrica objetos, no porque los nombra sino porque los inventa. De las buenas novelas he aprendido a conocer, no a acumular máximas, y este conocer no descansa en un método y sí en un desorden que uno administra como puede: con mesura o con miedo. El conocimiento es incompleto por esencia y eso se muestra en la literatura. Lo que ocurre es lo que ocurre más la palabra.

La literatura es conversación y es también un convivir del pasado con el presente. Las novelas no progresan (aún gozando de una refinada técnica literaria) porque son consecuencia de la tierra donde fueron escritas: son la cultura más el genio propio de quien las escribe, más el azar que se entromete. Y al ser relatos de un pasado que vive en el presente (o de un presente que descansa en el pasado) ofrecen por medio de la conversación entre lector y escritor conocimiento del mundo en que vivimos. Es justo esta razón la que me hace afirmar que la literatura nos puede dar algunas pistas para comprender nociones de justicia que ayuden a las personas a comprender la realidad y a convivir sin violencia en sociedades lanzadas como zombis hacia un futuro que se anhela sólo por mera y pura pulsión irreflexiva.

Leyendo novelas obtengo también nociones éticas sin tener que acudir o someterme a jergas técnicas especializadas en temas que me conciernen en la vida cotidiana. De allí que si la literatura crea mundo a través del lenguaje, entonces también puede ser un campo propicio para comprender las distintas caras de la justicia, la maldad o el carácter moral de la política diaria. Y no me parece absurdo pensar que -sin transformar en dogma ningún género literario- sea posible crear una crítica de las costumbres o una utopía moral que forme horizonte y permita saber en quién confiar dentro de las instituciones políticas.

P.D. Me he enterado hace unos días que la policía puede detener tu auto, catearte y tratarte como un sospechoso de robar autos. Carajo, pero si ellos son los principales sospechosos de la ciudadanía. ¿Cómo pueden determinar sus sospechas? ¿Están capacitados para hacerlo? Y la desconfianza continúa.

sábado, 13 de marzo de 2010

“Reinventarse es un ejercicio de libertad”

13/Marzo/2010
Suplemento Laberinto
José Luis Martínez

Jacobo Fitz-James Stuart creó Ediciones Siruela en 1982. Tenía 26 años y era —lo sigue siendo— un apasionado de las novelas artúricas, de la literatura olvidada de la Edad Media, que fue la base de su proyecto editorial. El éxito, lo dice él mismo, fue fulminante. En diciembre de 1985 publicó el primer número de El Paseante, una revista que durante trece años se dedicó a explorar con rigor las ideas estéticas de los ochenta y noventa. En 2004, en uno de los mejores momentos de su editorial, decidió venderla para irse a vivir al campo y continuar una de sus grandes pasiones: la lectura. Un año después, con su esposa Inka Martí, fundó una nueva empresa: Atalanta, que dirige desde su finca en Ampurdán, en la provincia de Gerona, cuya promoción determinó su reciente visita a México.

Conde de Siruela, de ahí su nombre de batalla, el editor habla con Laberinto sobre su experiencia en el mundo de los libros y de su relación con algunos de los más grandes escritores del siglo XX.

¿Cómo se inicia en la edición?

Soy autodidacta, aprendí en las imprentas, cometiendo errores. Habría sido magnífico tener un guía, un maestro, pero no lo tuve.

¿Qué es lo primero que hace como editor?

Un volumen de bibliofilia, de quinientos ejemplares. Era una novela artúrica con grabados de artista, un libro caro que ganó el premio al mejor editado del año en España. Fue una locura. Gracias al premio, se vendieron todos los ejemplares.

Yo tenía 26 años, durante dos o tres había estudiado literatura medieval y leído todas las obras que giran en torno a la vida de Arturo, el último mito creado en Occidente. Estaba fascinado y me pregunté: ¿Por qué a otras personas no les van a gustar estas historias? Por eso fundé Siruela y el éxito fue fulminante.

¿Qué significó para usted abandonar Siruela?

No fue fácil dejar a los autores. Por otro lado, reinventarse es un ejercicio de libertad y de vitalidad muy grande, uno rejuvenece. Ahora estoy haciendo lo mismo que hacía a los 28 o 30 años. Es un reto nuevo.

¿Cómo se define como editor?

Soy un artesano. La labor que realiza un editor es una especie de artesanía intelectual, paciente, con gran dedicación.

¿Sigue alguna rutina en su trabajo?

Leo muy temprano o por la tarde. Las mañanas se las dedico a la editorial; todos los problemas de Atalanta se resuelven por la mañana —al vivir en el campo, me he vuelto un poco gallina para armonizar con la naturaleza.

¿Qué opina de la relación entre autor, editor y crítico?

Históricamente, siempre ha sido una relación conflictiva. Es un conflicto necesario; si cada cual cumple su cometido, la cosa va bien. El autor debe de escribir y no promocionarse, para eso está el editor.

¿Qué piensa de la autoedición que se da en internet?

Por un lado están surgiendo cosas interesantes, pero por otro puras bobadas. Eso de hacer novelas por celular, me parece una majadería. En cuanto a la crítica, la agilidad y perspicacia de la que se realiza en los blogs me parece mayor que la de los suplementos culturales, que ciertamente es más reposada. El placer de la lectura, La tormenta en una vaso, Encuentro con los libros y En un bosque extranjero son blogs que tienen entre 20 o 25 mil usuarios amantes de la literatura; en ellos se hace una crítica todos los días que no está nada mal. Cuando los suplementos culturales están en la cuerda floja, los blogs están cumpliendo una labor importante en cuanto a la crítica; yo soy partidario de ellos.

En sus entrevistas usted se ha referido con frecuencia a la imaginación y a la memoria…

En Atalanta he querido desarrollar tres ideas: la brevedad, la imaginación y la memoria. ¿Por qué la memoria? Porque el ejercicio de la memoria es necesario. La actualidad, debido sobre todo a los medios de comunicación, está absorbiendo todas las categorías de la cultura: hoy en día la cultura tiene que ser noticia y los lectores, en general, no van más allá de los siglos XIX y XX, cuando la literatura es una.

Para el buen lector toda la literatura es contemporánea. Eso sí: hay que saber elegir, no se pueden seleccionar reliquias, obras para exponer en los museos, sino símbolos vivos de diferentes épocas, que tengan actualidad. Como la mitología griega, los presocráticos, el I Ching o una novela como La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, la más antigua escrita por una mujer. En la época en que fue escrita, a las mujeres se les negaba el acceso a la cultura; debido a esa prohibición, ella escribió una novela de mil páginas para sesenta personas de su corte.

Otro campo que me interesa explorar es el de la imaginación. Siempre he estado interesado en la imaginación, empecé haciendo literatura artúrica y ahora soy también un especialista en literatura fantástica. En Siruela publiqué La biblioteca de Babel, una colección de 33 títulos dirigida por Jorge Luis Borges, y muchos libros más del género fantástico en la serie El ojo sin párpado.

En Atalanta he querido llevar la imaginación a un terreno más extremo, más filosófico, más experimental. Como sucede con los libros El fuego secreto de los filósofos y Realidad daimónica, en los que Patrick Harpur nos hace ver que la realidad, vista a través de la imaginación, está mediatizada. Si una persona se enamora, es su imaginación la que proyecta a la persona amada y la trasforma. La realidad no es literal, es un proceso que se elabora en la mente. Es por eso que la imaginación lo envuelve todo.

¿El editor es un historiador de la imaginación?

De alguna manera. El proyecto de Atalanta en sus tres colecciones: Ars Brevis, Memoria Mundi e Imaginatio Vera, es lo que pretende: una historia de la imaginación. En ellas tendrás la mitología de la India, de Egipto, de Grecia. Libros como Armonía de las esferas, donde Joscelyn Godwin reúne textos de Platón, Plinio el Viejo, Ptolomeo, Pico della Mirandola y muchos otros autores. O bien las Tres novelas en imágenes de Marx Ernst (La mujer de cien cabezas, 1929; Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo, 1930; y Una semana de bondad, 1934) que son obras fundamentales del surrealismo, con imágenes potentes, profundas.

Usted ha dicho que la belleza es lo más difícil y lo más democrático. ¿Cómo explica esta paradoja?

La estética no me interesa, porque puede ser instantánea o artificial, pero la belleza —ese invento de los griegos— la entiende un niño, una persona muy simple y una persona muy cultivada. La belleza tiene una especie de inmanencia. Todo mundo la percibe. La estética es una reproducción artificial y cultural de la belleza, en cambio, la belleza en sí es un misterio…

Usted ha tenido relación con tres escritores preocupados por la imaginación y la memoria: Borges, Calvino y Cioran…

Cuando tenía 27 años monté un curso de literatura fantástica en la Universidad Menéndez Pelayo de Sevilla. Con esa temeridad de la juventud, llamé a Borges y me dijo que aceptaba participar; llamé a Calvino y también me dijo que sí. La verdad es que con ellos logré un curso fabuloso.

Me gustaba visitar a Cioran en su casa en París; no era su editor, pero me gustaba verlo. Yo era muy joven y él me aceptaba. Luego lo publiqué en El Paseante, una revista muy interesante en la que no tenía cortapisas con los derechos: podía publicar a quien me diera la gana, si autor accedía a ello. El primer texto de Olivers Sacks que salió en España su publicó en El Paseante.

¿Qué recuerda de Borges?

Era una persona con un sentido del humor a flor de piel. Es curioso: era una persona muy sencilla, nada pretenciosa. Lo mismo que Calvino. ¡Cuanto más importantes son las personas más sencillas se vuelven!, aunque, claro, hay de todo. La vanidad es algo consustancial al arte; incluso me atrevería a decir que una diva de la ópera, si no es vanidosa me produciría sospecha.

¿De qué hablaba con Calvino?

Calvino era una persona de una sensibilidad extraordinaria, era tímido. Cuando hablaba le costaba mucho precisar su pensamiento, quizá por eso escribía: para precisar sus ideas. Era un hombre bastante hermético, cuando yo le conocí no hablaba y yo estaba horrorizado, lo conocí más manteniendo la amistad con Chichita —su mujer—. Cuando Calvino conoció a Borges tampoco habló…

¿Y Cioran?

Era un hombre con un enorme sentido del humor, nos la pasábamos muy bien. Yo creo que la gente trágica es humorista. Por ejemplo, Kafka se reía muchísimo con Max Brod cuando contaba sus cuentos. Cioran lo mismo: era un hombre que se reía mucho. Si bien el humorista tiene un fondo trágico, el trágico sin humor no viviría más de un mes.