domingo, 25 de enero de 2015

“Los prejuicios ante Paz han desaparecido”

25/Enero/2014
Confabulario
Yaneth Aguílar Sosa

En cuanto los amigos y cercanos a Octavio Paz se enteraron que el crítico literario Christopher Domínguez Michael estaba escribiendo una biografía del Premio Nobel de Literatura 1990, se acercaron a él para compartirle documentos, anécdotas e historias vividas con el poeta. En esa búsqueda de reunir todos los materiales relativos a la vida y la obra de Paz, Domínguez Michael tenía varios precedentes: el libro de Guillermo Sheridan y los varios acercamientos de Enrique Krauze, también sabía que este libro va a envejecer rápidamente como envejecen las buenas biografías, pues saldrán nuevos libros y documentos en torno a esta figura fundamental de la literatura universal.

“Cuando estaba yo acabando el libro ya se había abierto en Princeton la correspondencia entre Fuentes y Paz que ya no ví. Pero sin duda, si algo tiene mi libro es que este es el testimonio de un escritor contemporáneo a Octavio Paz y aspira a ser una vida y obra de Octavio Paz que funcione lo mismo para quien tiene un conocimiento general de la obra pero quiere sintetizarlo, que para quien se acerca por primera vez. Es mucho pedir pero ese fue el objetivo”, señala Christopher Domínguez Michael al hablar de su libro Octavio Paz en su siglo, publicado por Aguilar.

Esa obra que días antes de ser lanzada en español, ya había sido presentada en París en su versión francesa, es la manera de Christopher Domínguez Michael de retribuirle algo por la amistad y las enseñanzas que recibió de Octavio Paz.

¿Cómo decide entrar a esta figura controvertida pero central de las letras mexicanas?
Estuve diez años con Octavio Paz en el consejo de redacción de la revista Vuelta lo cual me hizo ser testigo de los últimos diez años de su vida, de trabajar con él, de escucharlo, de ser su discípulo con mis otros compañeros, cuando él muere, en varios de nosotros quedó la necesidad de rendir testimonio de él y durante los años fue cambiado mucho la naturaleza del testimonio que yo quería rendir hasta que llegué a la conclusión de que había que hacer un trabajo largo, serio, exhaustivo, sabiendo que es un trabajo que una vez publicado iba a empezar a envejecer rápidamente.

¿Cuál era el reto de este trabajo en medio de tantos libros sobre Paz que han aparecido en los últimos años?
El reto es sencillamente sintético, hay muchísimos libros sobre Octavio Paz, hace poco presenté dos que ya no alcancé a utilizar porque no me daban los tiempos, pero creo que si alguna virtud tiene Octavio Paz en su siglo es que es una síntesis de lo que había hasta el momento que acabé de escribirlo en julio y abarca la gran mayoría de los materiales que estaban a mi disposición; tiene un interés sintético de organizar; armé el rompecabezas. Claro que habrá otros trabajos, otros rompecabezas.

¿No se ha terminado de abordar la figura de Paz?
Octavio Paz es un clásico y lo que define a un clásico es que cada generación lo redescubre, este es el Octavio Paz de alguien que fue un muchacho, que fui yo, que se encontró con él a los 27 años en los últimos diez años de su vida. El Octavio Paz dentro de 50 años, escrito con mayor documentación, mayor objetividad y mayor distancia, por un investigador australiano, por ejemplo, será distinto. No es lo mismo leer una biografía de Paul Valéry de 1950 a leer una biografía de 1990. No necesariamente es mejor la de 90 que la de 50, son distintas.

¿Qué tanto se puede ser objetivo cuando está vibrando la emoción?
Uno de los escrúpulos que yo tenía para escribir o no escribir este libro era decir: “bueno yo estuve demasiado cercano a la figura de Octavio como para poder actuar con objetividad”, aunque sé que la objetividad no existe en ciencias sociales. No es una hagiografía, ahí están sus defectos que no son mayores a los tuyos o a los míos como toda persona, está su vida privada en la medida en que pude plantearme las líneas del decoro que uno se plantea frente alguien que uno admiró y quiso, están sus contradicciones políticas que las tiene cualquiera que hace política. Hacer política es pactar con el diablo como decía Max Weber y Paz pactó varias veces; a veces con resultados muy buenos para México y para la lucha por la libertad frente al Estado en el mundo, a veces sus decisiones políticas fueron erráticas o contraproducentes. Sí, hay cariño, admiración, hay empatía y simpatía, pero también hay muchas cosas que yo dejo abiertas para que el público tome la decisión que considere conveniente.

¿Ha cambiado el acercamiento de las nuevas generaciones?
Es muy difícil saberlo, hace un par de semanas estuve en París presentando la edición francesa del libro, el promedio de edad de los asistentes al acto era 65 años, daba la impresión de que estábamos ante un culto en extinción, pero visto en México, quienes dan clases frecuentemente dicen que justamente por el tiempo que ha pasado y por los prejuicios negativos y positivos ante Octavio Paz han desaparecido, quienes dan clases de literatura dicen que hay una nueva generación de lectores que está entrando a la obra de Paz con mayor libertad que nosotros que lo teníamos ahí.

Este año no solo salió mi libro, se completó la nueva edición mexicana de las obras completas, salió una infinidad de material nuevo, creo que está sobre la mesa una nueva biblioteca para acercarse a Paz que algunos pocos jóvenes, que son los que siempre valen, van a leerlos con mucha atención.

¿Dice que es una biografía no autorizada, Marie Jo no le pidió ver el manuscrito?
Cero, cero. Yo había hablado con Marie Jo varias veces antes, yo no le dije nada, en marzo le hablé y le dije estoy haciendo esto, necesito hablar contigo para cosas imprecisas que te quiero preguntar, si quieres ver el libro te lo llevo a tu casa en este momento, me dijo no, adelante. Me cito en su café preferido en Polanco en la ciudad de México y me contestó preguntas personales precisas que yo le hice, pero en ningún momento pedí su autorización, procuro ser menos amigo de Sócrates que de la verdad. Pues autorizada no es.

El incierto regreso del tiempo

25/Enero/2014
Confabulario
Alberto Ruy Sánchez

Aunque se anunciaron como conferencias y se llevaron a cabo como lecturas de poemas comentados, los seis actos públicos que Octavio Paz decidió hacer en marzo de 1975 fueron mucho más que eso. Y de ahí la importancia capital de este libro. El ciclo entero se convirtió para el poeta en una especie de ritual público del “fuego nuevo” que él describiría “como la ceremonia de los aztecas, donde el tiempo que acaba es el tiempo que comienza.” Tabla rasa que lo dejaba con la sensación de mirar hacia lo inesperado, como en el poema Primero de enero, que acababa de escribir y con el que cerró esas lecturas: “Las puertas del año se abren, como las del lenguaje, hacia lo desconocido”.

Esta dimensión de renacimiento fue tan importante en ese momento como la revisión de su pasado. Y, justamente porque estas conferencias fueron escritas frente a dos abismos indisolubles: donde lo que pasó se ha agotado y lo que viene es incierto, la tensión creativa y reflexiva que emana de este libro es extrema. En ese mismo poema final, Octavio Paz describió su doble incertidumbre temporal: “Por el segundo de un segundo sentí lo que el azteca, acechando desde el peñón del promontorio, por las rendijas de los horizontes, el incierto regreso del tiempo.”

Octavio Paz estaba a punto de cumplir 61 años y cuarenta de publicar poesía. Esta revisión pública de sus poemas implicó una rigurosa labor de descarte y reescritura. El resultado de esa reinvención de sí mismo en su obra se hizo evidente unos años después, cuando publicó el volumen Poemas 1935-1975. Es uno de los momentos más álgidos de su vida creativa. Y su ritual de fuego nuevo implicará también, necesariamente, una nueva toma de conciencia y formulación del sentido que había ido adquiriendo a cada paso su labor de poeta, es decir, su manera de estar en el mundo. Para él, la creación de poemas y la reflexión sobre el sentido de esa creación son vasos comunicantes, imposibles uno sin el otro. Así, otra parte fundamental de este ritual de fuego nuevo será el ensayo Los hijos del limo, balance de la poesía de Occidente desde el punto de vista de un escritor hispanoamericano. Publicado un año antes de estas conferencias.

Si su obra de creación y su reflexión son “dos alas del mismo pájaro” que vuela alto y veloz hacia el fuego del sol, estas conferencias son la columna vertebral de ese vuelo. Octavio Paz había hecho el mismo ritual casi veinte años antes, al editar Libertad bajo palabra 1935-1957, sobre una primera versión de 1949. Un volumen que asimila y transforma seis libros anteriores pero que él no consideraba una antología sino su verdadero primer libro. El único donde se manifiesta totalmente su propia voz. Y que culmina, como en cada ciclo, con un gran poema extenso. En aquel momento fue Piedra de Sol. Poema ritual si los hay, que sintetiza todas su experimentaciones y hallazgos. Aquel primer balance fue acompañado de un inusitado esfuerzo de reflexión poética que asombraría entonces y que sigue haciéndolo: El arco y la lira. En él responde a las preguntas que lo asediaban: ¿Qué sentido tenía obstinarse en escribir poemas? ¿No era una deserción ante los retos de la historia, de la vida? “El título viene de Heráclito y alude a la lucha de los opuestos, el arco del guerrero y la lira del canto personal, conflicto que la poesía convierte en armonía, ritmo e imagen.”

Los hijos del limo será la continuación de El arco y la lira. Y será también, veinte años después, el reconocimiento de la profundidad del abismo. De las relaciones paradójicas y contradictorias entre la Historia y la creación poética. Y al hablar del momento histórico que vive la poesía, Octavio Paz menciona abiertamente el final de un ciclo y el inicio de otro. Explica la convergencia de los poetas que imitan el pasado con los que tratan de romper con él. Tradición de ruptura y ocaso de las vanguardias. “Convergencia y disolución: entramos en un mundo desconocido.” Así, este segundo balance, estas lecturas comentadas se sitúan en un momento crucial, no a la mitad del camino de su vida creativa sino a dos terceras partes de ella. Que es justo también el tiempo del siglo en el que Octavio Paz considera que termina una época poética de nuestra lengua y del mundo. “La exploración de los nuevos poetas se va a encaminar por vías distintas a las de mi juventud”.

Las primeras conferencias y lecturas, como es lógico, dan testimonio de la formación del poeta, sus búsquedas y errores, lo que él llama su primera carpintería. El oficio y sus avatares. Hace un recuento de todo lo que va asimilando de las vanguardias de su tiempo y de la poesía barroca. Lo clásico y lo nuevo. Cuenta con qué modulación vivió cada encuentro con obras y personas y sensibilidades colectivas. Tiene al comienzo el aire entusiasta de “cartas a un joven poeta” que va ganando densidad histórica y va madurando entre más riesgos corre. Leemos y oímos al poeta experimental que prueba varios caminos y no siempre acierta. Pero que es ávido aprendiz eterno del oficio. En el sentido material y espiritual del término. Todo lo devora y lo transforma desde su cuerpo múltiple, con su voz cambiante, en algo nuevo. Lo vemos recorrer continuamente otros horizontes hasta llegar a los de la India, Pakistán y Afganistán, donde sucede su descubrimiento radical de que “el tiempo del amor es el mismo para los dioses y para los hombres. Es una de nuestras posibilidades, diríamos, para trascender nuestra visión humana.”

Uno de los tesoros de este libro es la introducción detallada que nos da de su complejo poema Viento entero. Sutilmente distinta a otras que no fueron dichas sino tan sólo escritas. Quienes lo escuchamos en vivo podemos notar en la escritura de todas estas conferencias pero especialmente en el comentario de este poema, el grano de su voz, la palpitación peculiar de sus razones errantes. Y aunque en esta ocasión la nota directamente autobiográfica no es explícita, podemos darnos cuenta de que ha entrado en su vida y en su poesía una presencia, en el sentido tanto corporal como espiritual del término, que transformará a partir de ese momento su poética en una erótica. Especialmente cuando nos dice: “en cada estrofa, paisaje nocturno, la mujer como anima mundi, es decir como centro y alma de la noche universal.”

Lo escuchamos después dubitativo: “Estas lecturas retrospectivas han provocado en mí emociones y sentimientos contradictorios: simpatía y repulsión por el que fui, aprobación y disgusto por lo que escribí.” En esa misma sesión, la penúltima, su recorrido deja de ser estrictamente cronológico y geográfico para explorar “la fuerza de gravedad del amor” como deseo de regresar al comienzo. Y la poesía no como conocimiento sino como reconocimiento. “La poesía, el amor y la contemplación son maneras de reconocer, de reconocernos a nosotros, a los otros y al mundo.” Octavio Paz esboza aquí las ideas que desarrollará en las siguientes décadas sobre lo que la poesía puede ofrecer al mundo moderno que comienza apenas a darse cuenta de la inmensa fragilidad humana atrapada en los engranajes del rudo avance económico y lo destructivo que puede ser creer en el progreso a ultranza. Menciona, incluso, en ese 1975, los riesgos del “calentamiento excesivo de la atmósfera”, entre otros. “Si la poesía no es progreso tampoco es retroceso, es regreso. Volver al comienzo, hacia el comienzo. Regreso a nosotros mismos.”

Mientras que la ciudad de México a la que regresó le parecería devastada por una equívoca idea de progreso y de modernidad, su poesía se adentraría en ese viaje “Hacia el comienzo”, como titularía uno de sus poemas clave de entonces. No hay mención directa en estas conferencias pero es importante saber que mientras las daba, en la revista Plural, que editaría de 1970 a 1976, lleva a cabo una batalla por transformar al país criticando el anquilosamiento ideológico generalizado y el anquilosamiento antidemocrático: “La petrificación de los espíritus.”

Es significativo que aquel último poema leído en esas sesiones sea a la vez un poema de amor, rasgo que será dominante en lo que vendrá de su obra. Pero al mismo tiempo un poema de complicidad con la amada ante los retos inciertos del instante. Veinte años después, su último gran poema extenso será Carta de Creencia, una cantata sobre el amor desde el amor. Así, en este segundo balance muchos temas y caminos apenas enunciados, no sólo el del amor, se desarrollarán ampliamente en las décadas siguientes. Se puede decir que aquí están los apuntes de mucho de lo que luego escribirá en otras obras, extensas y breves.

Habrá, casi otros veinte años después, un tercer balance marcado en el vaso comunicante de la reflexión por el libro La otra voz: poesía y fin de siglo. Y en el vaso de la creación, por la edición de su Obra poética 1935-1998. A la hora de editar sus obras completas, Octavio Paz decidió que el primer volumen, llamado La casa de la presencia: poesía e historia, debería contener sus reflexiones sobre la poesía. Fundamentalmente los tres libros mencionados: El arco y la lira, Los hijos del limo y La otra voz. Y el último volumen debería contener sus poemas. Entre esos dos libros, todos los demás. Como dos paréntesis mayores, la poesía y la reflexión sobre ella concentran, contienen, justifican, multiplican, suman y restan en la obra de Octavio Paz a los ensayos políticos, literarios, culturales, estéticos. Y es precisamente en estas conferencias del fuego nuevo donde el poeta muestra cómo y por qué, todo en su escritura y su reflexión emana y está vinculado neurálgicamente a la creación poética.

Emmanuel Carballo y la autobiografía

25/Enero/2014
Jornada Semanal
Vilma Fuentes

Era el año de 1966. Froylán López Narváez entregó el manuscrito de mi primera novela a Emmanuel Carballo, quien andaba buscando “nuevos talentos” para su naciente editorial Diógenes. Mi edad y mi escritura le interesaron. Sería la “José Agustín femenina” y la “Françoise Sagan mexicana”. Por fortuna, no fui ni uno ni otra, pues manuscrito, pruebas de galera y copias fueron devorados por las llamas con mi consentimiento. Sólo me quedaron el contrato y la maqueta de la portada de Autodestrucción, título premonitorio de esa novela.
Antes del justo enojo de Emmanuel ante este acto, nos reímos mucho. Lo conocí en su casa de Copilco, donde vivía con Neus Espresate. Formaban una pareja radiante, ¿no irradiaban amor? Durante los primeros tiempos de su relación, me contó Emmanuel, Neus y él siguieron en un mapa los avances de Castro y sus tropas en Cuba como si fueran los de su relación amorosa.
Escuchar a Carballo durante las tardes asoleadas de 1967 era, para mí, entrar a la caverna de Alí Babá de libros. Emmanuel conocía todos los secretos de la vida tras bambalinas del mundo literario mexicano de la época. Mundillo descrito sin complacencias, con sorna y, sobre todo, ingenio, donde los elogios, raros, sonaban verdaderos, en su “Diario Público”. En persona, su sarcasmo era de una ferocidad sólo comparable, entonces, a la de Salvador Elizondo. “Sans la liberté de blâmer, il n’y a pas d’éloge flatteur” (Sin la libertad de vituperar, no hay elogio halagüeño), señala Beaumarchais con esta evidencia a menudo olvidada por los autores de interminables florilegios de panegíricos laudatorios. Virulento, cáustico, Emmanuel arrancaba la sonrisa a los más escépticos. Su espíritu, de la familia de Voltaire, lejos de la acidez avinagrada del viejo Novo, se expresaba en frases lapidarias donde resonaba los ecos de la verdad.
Carballo decidió crear  una colección de “Autobiografías”. Calibradas, había que contar su vida en cuarenta páginas. El desafío era un vértigo y una fascinación. Los riesgos y peligros eran muchos y mortales. Salvador Elizondo los sorteó con verdadero genio. Su “Autobiografía” es una joya de la literatura sin literatura. En cuarenta páginas toca el milagro del ser y el enigma del tiempo, las interrogaciones sobre la locura y la obra de arte, su vida, el amor, las mujeres. Cuenta su huida de los amores descompuestos que vive con dos hermanas, el recorte de periódico que le envían a Europa, donde aparece la noticia del suicidio atroz, degollándose, de una de ellas. Punto y aparte genial, Salvador prosigue su relato: “La arquitectura en Roma…”
José Agustín logra también narrar su aún corta vida, en ese entonces, sin artificios literarios, insolente: amor y viaje a Cuba. Pitol escribe párrafos magistrales, como ése donde habla de Luis Prieto, sus caminatas y los encuentros insólitos en las calles de México, momentos de epifanía que sólo se viven gracias a la magia de Prieto.
En los años sesenta escribí una segunda “Autobiografía” a pedido de Silvia Molina, quien deseaba renovar la idea de tal colección. Quizás, algún día, si una autobiografía llega a parecer aproximarse más de cerca a la inasible verdad, me decidiré a publicar las solicitadas por Carballo, en los años sesenta, y por Molina en los noventa.
Escribir su autobiografía es una tentación frecuente, no sólo entre escritores, también entre personas que desean contar su vida con la esperanza de comprenderla. La autobiografía es, sin embargo, un ejercicio peligroso. ¿Cómo no caer en la trampa de la complacencia vis a vis de sí mismo? Sobre todo cuando el autor se enternece con recuerdos infantiles, sus descubrimientos de la vida, del amor, convencido de revelar al mundo una experiencia única, sin percatarse que esto es único sólo para él.
Riesgo más grave que la complacencia es la mala fe de la autojustificación. Sus autores parecen, en ocasiones, librarse a un alegato de defensa en una corte: se explica, se justifica, responde a una acusación imaginaria. De alguna manera, quiere ser el juez de sus actos sin dar la palabra a los otros, tratando de usurpar el papel del tiempo e introducirse en la Historia.
Existe un ejemplo de autobiografía perfecta. Se trata, de manera asombrosa, de una obra filosófica. En este monumento del pensamiento, El discurso del método, René Descartes comienza por contar su vida en unas páginas. Libro fundamental, denso en su brevedad. Su objeto es establecer las reglas para distinguir lo verdadero de lo falso, y Descartes se ajusta a sus propias reglas. Con rigor y sobriedad, el filósofo expone unos cuantos hechos verdaderos de su infancia, su educación, la formación de su espíritu, los errores que le enseñaron, y la manera en que aprendió, poco a poco, a dudar de todo. Los lazos entre lo vivido y el descubrimiento de su sistema de pensamiento con un arte llevado a la perfección. No falta ninguna palabra, ninguna está de más.
Se podría evocar también la autobiografía de Virgilio. Se halla contenida en sólo dos versos latinos: Mantua me genuit, Calabri rapuerunt, tenet nunc Parthenope
La cuestión esencial de una autobiografía, como en toda obra de escritura, es la búsqueda de la verdad. Un autor pretende no tener una ambición diferente. Cumplir ese deseo es un desafío: la verdad, como un espejismo, se aleja a medida en que se le aproxima. Rousseau presenta sus Confesiones como el libro más sincero jamás escrito. Pero la sinceridad es una virtud moral, la verdad es un enigma indisoluble.
Esa es acaso la paradoja más misteriosa de la literatura: la verdad se encuentra, a veces, mejor en la invención que en un relato fiel, en apariencia, a lo real. Quizá sea necesario dar algunos rodeos para acceder a la parte más oscura y verdadera de la existencia. Aureliano Buendía y Úrsula tiene más realidad, son más reales, e inolvidables que muchas personas de carne y hueso. Los personajes de Proust siguen vivos y cada uno de ellos encarna la verdad de su autor. Flaubert confiesa su verdad cuando dice: “Madame Bovary soy yo.”
Pero el striptease es un arte y un don que no se da a todos. Qué le vamos a hacer: los dioses son caprichosos.

sábado, 24 de enero de 2015

Cristina Pacheco: “José Emilio nunca quiso convertirse en una cita literaria”

24/Enero/2014
Laberinto
José Luis Martínez

Cristina vio por primera vez a José Emilio en la Facultad de Filosofía y Letras. Eran finales de los años cincuenta. Las muchachas iban a la Universidad arregladas como si fueran a un desfile de modas: “Eran espectaculares —recuerda Cristina—, había unas muy bellas y todas ansiaban parecer muy originales en sus atuendos”.

José Emilio iba siempre de traje, era muy pálido y muy tímido. Fueron compañeros en una clase de latín, pero como él estaba muy adelantado, el maestro Poncelis lo mandó a un grupo superior. Dejaron de verse. Esporádicamente, Carlos Monsiváis asistía a ese curso y se hizo muy amigo de ella.

 “Un día —recuerda Cristina—, iba caminando por la explanada de Ciudad Universitaria cuando vi a Carlos con José Emilio. Nos saludamos y me dijo: ‘Él es José Emilio Pacheco, es poeta’. Él y yo intercambiamos frases obligadas: ‘Mucho gusto, ojalá que nos veamos pronto’ ”.

Cristina trabajaba en la Universidad en el departamento de Servicios Escolares levantando el papel carbón que se utilizaba para hacer las boletas. Luego pasó como auxiliar a la ventanilla 41, a la que acudían los estudiantes de música, obstetricia y enfermería. Meses después tuvo oportunidad de presentar un examen para desempeñarse como secretaria del arquitecto Raúl Enríquez, subdirector de Difusión Cultural, que se encontraba en el décimo piso de la Rectoría. Era el sitio de reunión de los colaboradores de la Revista de la Universidad, entre ellos José Emilio.

Meses después, Difusión Cultural organizó una exposición de Picasso en el Museo de Arquitectura. En el coctel de inauguración, como secretaria, Cristina debía atender a los invitados: funcionarios, artistas, escritores, entre los que se encontraba José Emilio. Se acercó a Cristina para elogiar la exposición, pero dijo que preferiría verla cuando hubiese menos gente e hiciera menos calor. Este comentario lo hizo, tal vez, porque Cristina llevaba un abrigo (prestado) muy bello pero muy impropio para el clima en la sala. Como no logró convencerla de que se lo quitara, la invitó a salir para tomar el fresco. Ella aceptó, pero le advirtió que ya casi era hora de volver a su casa. Él se ofreció a llevarla hasta el paradero. Pero como el camión no llegaba, le propuso caminar hacia Insurgentes en busca de un taxi. Ella estuvo de acuerdo. Mientras caminaban, empezaron a conversar acerca de su trabajo, su vida, sus cosas y, sin darse cuenta, llegaron a la calle de Pestalozzi, al edificio donde ella vivía. “Al despedirnos —recuerda Cristina—, me propuso que volviéramos a vernos y me regaló un número de Nivel con sus poemas. ‘¿Quiere leerlos?’, me dijo. Le contesté que sí. Yo estaba familiarizada con sus textos, porque una de mis obligaciones en Difusión Cultural era pasar en limpio las colaboraciones para la Revista de la Universidad. Aquella noche, sin decirlo, empezó un noviazgo que duró muy poco tiempo”.

Cristina agrega: “Aparte de que nos veíamos en el décimo piso, nos pasábamos la tarde caminando. Un día me invitó a su casa. Estaba en Eugenia, era muy grande, olía a nardos y escuchábamos el péndulo de un reloj antiguo. Subimos al estudio de José Emilio. Era un cuarto largo dividido por una cortina verde, cerca de la ventana había un escritorio (donde ahora trabajo) y un sillón. Todo lo demás eran libreros —que ahora están en mi casa—, con puertas de cristal. José Emilio las abría para mostrarme sus libros más preciados. Me obsequió Carlota en Weimar, de Thomas Mann, el primero de los muchos libros que me regaló. Luego se puso a enseñarme sus papeles, sus cuadernos, sus plumas. Al fin bajamos a la sala y en ese momento llegaron sus padres, no los conocía y me impresionaron: él por su sobriedad y su magnífica figura; ella por su belleza y su porte. Intercambiamos miradas, como si las dos supiéramos lo que iba a suceder entre José Emilio y yo. Después de muchas ocasiones volví a la casa de Eugenia, José Emilio y yo subíamos al estudio, hasta allá nos llevaban los platillos elaborados por Conchita —la mejor cocinera que he conocido— y mientras los disfrutábamos hacíamos planes para nuestro futuro.

***
Hacia el fin de año, los padres de José Emilio lo mandaron en un crucero a Panamá. Fue su primera separación. Al irse, él le encargó a Cristina sus artículos y le pidió, por favor, que los pasara en limpio y los entregara en la revista. Ella aceptó el encargo porque era una forma de permanecer junto a él, aunque con el temor de que durante la travesía se interesara por otra muchacha.

Pocos sabían de su noviazgo. Cuando decidieron casarse, hubo opiniones contrarias. Muchos de sus amigos y conocidos desaprobaron la boda; otros, en cambio, la celebraron: Max Aub, Fernando Benítez, Carlos Monsiváis, Vicente y Albita Rojo, Tito Monterroso, Juan García Ponce, Roberto Fernández Balbuena (con quien Cristina trabajaba) y Salvador Barros Sierra, el gran amigo de José Emilio.

Se casaron en 1961. La celebración consistió en un desayuno en el Sanborns de la calle de Durango, en la colonia Roma, al que convocó Max Aub. Después se fueron de luna de miel a la Hacienda Vista Hermosa, en Morelos, donde leyeron La muerte de Artemio Cruz, que comenzaba a circular. Al cabo de tres días, volvieron a la realidad y tomaron la decisión de vivir por sus propios medios.

“Hubiera sido muy cómodo aceptar la ayuda de sus padres y vivir en su casa —comenta Cristina—. Pero nosotros queríamos algo distinto, algo nuestro. Vivíamos en Tajín 370, era un estudio pequeño, con una ventana diagonal y al fondo un arriate. Teníamos un escritorio (que conservo), un sillón, una máquina de escribir y papeles. Eso era todo, eso era el mundo para nosotros”.

La situación económica era mala. José Emilio buscó otras fuentes de ingresos y empezó a colaborar en la revista Sucesos, de Gustavo Alatriste. La colaboración de Cristina consistía en llevarle los artículos a Raúl Prieto, Nikito Nipongo, director de la revista. Luego de varias conversaciones con Cristina, Prieto le propuso que colaborara en Sucesos. Así comenzó la serie “Ayer y hoy”, firmada con el seudónimo de Juan Ángel Real. Unos meses más tarde, Gustavo Alatriste dejó en sus manos la dirección de la revista La Familia. El pago fue generoso.
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Estuvieron cincuenta y dos años juntos.

“Él decía que lamentaba que no nos hubiéramos conocido antes. Vivíamos relativamente cerca: yo en Pestalozzi y él en Eugenia. Yo tomaba el camión en Mariscal Sucre y él iba al CUM. Decía: ‘Alguna vez tuvimos que habernos encontrado’. No lo creo. Yo lo conocí en CU y fue maravilloso. Por eso digo que a la Universidad le debo todo: educación gratuita, el trabajo, algunos de mis mejores amigos y personas que fueron muy importantes en nuestra vida, como Carlos Fuentes, colaborador de la revista.

“Poco después de nuestra boda, José Emilio me pidió que lo acompañara a entregarle un texto a Fuentes (seguramente para la Revista Mexicana de Literatura). La casa estaba en San Ángel. Lo primero que vi fue una piscina y a Fuentes, con un suéter azul arremangado, leyendo. Su sonrisa fue muy amistosa y su comentario como un regalo para mí: ‘Me gusta, me gusta su esposa, qué bueno que se casaron’. A partir de aquel día tuve por Fuentes un especial afecto y recibí de él muchos otros valiosos regalos: sus conversaciones”.
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Mientras toma un café doble cortado en la librería El Péndulo de la colonia Condesa, Cristina recuerda todo lo que aprendió al lado de José Emilio y también la forma en que él le hablaba de sus intereses y sus gustos, entre ellos la música.

“Aunque su compositor predilecto era Mozart, le fascinaba la música popular: boleros, tangos… Le fascinaba Agustín Lara tanto como José Alfredo; podía pasarse horas escuchando a Gardel, a Rosita Quiroga, a Arsi Acosta cantando ‘La copa rota’. Tenía un especial gusto por los danzones. Lamentaba no haber aprendido a bailarlos, tanto como yo me recrimino por no saber nadar. A José Emilio le gustaba verme bailar, solo una vez lo hicimos y por breves segundos: una experiencia que nunca olvidaré.
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Cristina dice que otra de las cosas extraordinarias de José Emilio era su generosidad, su interés por todo, su respeto por los demás escritores, su fascinación por las palabras: podía pasarse horas o días buscando la precisa, la necesaria. Otra experiencia maravillosa era verlo ordenar sus pensamientos.

“Pude apreciarlo más en los últimos tiempos, cuando trabajábamos más que nunca juntos. De pronto me decía: ‘Tengo que escribir un artículo sobre Beckett’. Enseguida bajábamos a buscar sus libros, revistas donde hubiera artículos acerca de él, diccionarios, notas que tenía guardadas. Lo subíamos todo al cuarto que a partir de ese momento quedaba intransitable. Él en la cama y yo frente a la computadora, guardábamos silencio. De pronto, él decía: ‘No, no voy a poder; necesito más tiempo, es un autor muy difícil. Mejor no entrego, avisa a la revista’. Yo no me preocupaba, sabía que José Emilio respetaba, como nada, el día de entrega. Le pedía que se diera un poco más de tiempo; él fumaba, veía los libros, hacía alguna anotación e insistía en que no iba a poder. Otra vez el silencio, otra vez la quietud, otra vez la espera. Al fin, de pronto, como un chispazo me dictaba el título y la primera frase. Y luego las demás hasta llegar a la línea en que ponía sus iniciales JEP. Después comenzaba la otra etapa, también interminable, la de la corrección”.

¿Cómo era cuando escribía poesía? Cristina responde: “Un misterio, un ser más solitario y nocturno, y también un cazador de palabras. Lo vi buscar, durante más de cuarenta años, el nombre de una rosa que aparece en los Cuartetos de Elliot. Le debo a José Emilio haberme acercado a ese maravilloso escritor, lo sabía todo y todo nos lo dice siempre.
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José Emilio fue un hombre muy querido, no solo por su familia y sus amigos, sino por sus lectores. La clave de este cariño, Cristina la encuentra en su sencillez.

“Nunca habló de sí mismo en tercera persona ni mucho menos. No pensó que era un ser excepcional ni que su trabajo fuera lo más importante en el mundo, para él todos eran valiosos. Me decía: ‘Tal vez te parezca que soy muy buen escritor, pero si me pones a hacer zapatos acabarás viéndome como un perfecto imbécil’.

Y algo más, agrega Cristina: “José Emilio no quiso convertirse en personaje ni hacer de su vida una cita literaria. Compartió sus conocimientos con enorme generosidad. Hay un aspecto muy hermoso, casi infantil, en su carácter: el deslumbramiento que sentía por todas las cosas, hasta las más comunes. Lo recuerdo fascinado por los colibríes que llegaban a nuestra ventana o por el grillo que apareció en una planta y al que bautizamos. A su lado, no conocí el aburrimiento, sabía jugar, jugábamos todo el tiempo, inventamos personajes, situaciones, un idioma: me duele ya no tener con quien hablarlo.
***
Excepto por sus padecimientos físicos, hasta el final José Emilio conservó intactas todas sus facultades.

“Para él fue muy doloroso no poder caminar. Sobrellevó esa limitación con valor e inteligencia. A cambio de esa imposibilidad, todo el tiempo leía y escribía. Tengo muchos papeles escritos por él en las últimas fechas. Me cuesta mucho trabajo verlos, o mirar su pluma o descubrir las manchas de café que dejó en sus cuadernos. Es muy difícil haber vivido tanto tiempo con una persona y saber que ya no está, ni estará. Despacio voy aprendiendo a aceptar esa ausencia. Frente a esta realidad, no voy a abusar de mi derecho a decidir sobre lo que dejó inédito. Son textos que quiero leer con cuidado, despacio, valorándolos —si es posible— más allá de la emoción. Lo que sí dejó concluido son los Cuartetos de Elliot y las notas que son divertidísimas. Con frecuencia me las leía para reírnos y hacer nuevas correcciones. Esta obsesión suya me hizo sentir que en realidad José Emilio no quería desprenderse del señor Elliot: su gran compañero.


Cristina concluye: “José Emilio llegó vivo a la muerte, unas horas antes escribió su último texto. No he vuelto a leerlo. Un día lo haré”.

Una temporada con Berny

24/Enero/2014
Laberinto
Eduardo Cruz Vázquez

En vista de los preparativos del viaje de José Emilio Pacheco a Colombia en el verano de 2004, el poeta y el agregado cultural iniciaron una cálida amistad epistolar. Este texto recupera sus mejores momentos

Como agregado cultural de la embajada de México en Colombia entre junio de 2001 y agosto de 2005, si algo disfruté fue organizar la visita de los exponentes de nuestra cultura. Tan entrañable fue la de José Emilio Pacheco a mediados de junio de 2004 que generó un breve pero intenso intercambio epistolar: mensajes que son cartas que revelan desde las minucias del viaje, pasando por las angustias del trotamundos, hasta emociones vitales al momento de teclear en la computadora.

Al recobrar de mis archivos de ese tiempo colombiano los correos de José Emilio Pacheco (fluyeron del 18 de marzo al 24 de agosto), no exagero al decir que siento su voz. Pocos tienen la dicha de escribir como hablan, de ser leídos como si estuvieran de frente. Al cabo de más de diez años después de esa temporada, a un año de su fallecimiento, Berny el apellido materno de José Emilio Pacheco aparece lleno de intensidades y sabiduría.
Los preparativos
Para la visita de José Emilio se combinaron dos invitaciones: una de la Universidad Nacional de Colombia, a través del escritor Fabio Jurado, con el fin de rendirle un homenaje; la otra del Festival Internacional de Poesía de Medellín. Cuando pactamos su estancia, aún no ganaba el Premio Pablo Neruda. Y cuando ocurrió el fallo, resultó un privilegio que llegara a Colombia antes de recibir el galardón.

En esos años de diplomacia cultural conté con el apoyo de dos extraordinarias colombianas: Olga Beltrán y Paola Cortés. A Paola le tocó velar por la infinidad de detalles que imponía el periplo de José Emilio Pacheco.

El primer correo data del 18 de marzo de 2004. Lo pongo tal cual:
De: berny1939@yahoo.com
A: angol97@yahoo.com.mx
Querido Eduardo:
Muchas gracias por todo lo que has hecho, por la carta y por el mensaje electronico (sic). Perdona mi silencio pero no habia (sic) recibido nada hasta hoy.
Me parece muy generoso el plan de Colombia. Lo unico (sic) es que no se (sic) si a esta edad tendre (sic) fuerzas para resistir el programa. Respecto a la conferencia, se me ocurre algo respecto al encuentro de Bogota (sic) de Tablada y el joven Pellicer en que se origina la vanguardia mexicana. Si es de tu interes (sic) y de los maestros de la universidad sigo adelante. En caso contrario buscare (sic) otro tema.
Te escribo desde la Universidad porque en la casa, si asi (sic) puede llamarse, no tengo aun Internet. No me se (sic) el numero (sic) de fax y del telefono (sic). Te llamo manana (sic) para saludarte y para dartelo (sic). Perdona la falta de acentos. Ignoro como (sic) poner el teclado en espanol (sic),
Te mando un gran abrazo con todo mi afecto
Jose Emilio
Amarrar una agenda de visita es una labor extenuante. José Emilio fue muy organizado.
Del correo del 3 de mayo destaco estas palabras: “Todo me parece bien excepto las entrevistas. Detesto las entrevistas y no quisiera tener atención ninguna sobre mi persona, por lo demás bastante gris”. “Me parece terrible perder ante una grabadora lo único que tenemos: nuestra manera de ordenar las palabras”.

Y del correo del 6 de mayo lo siguiente: “Dile por favor a Paola que hago con ella lo que aquí llaman blind date y que si me acompaña acepto con gusto hasta el martirio de las entrevistas.
“La emoción especial es que, excepto la ceremonia inevitable en Chile, el viaje a Colombia será mi despedida. Se acabaron las lecturas y presentaciones. Ya llegué (en junio) a la tercera edad que es como el tercer mundo: la séptima o novena”.

Cierto, no tuve el cuidado de conservar mis correos. Sin embargo, José Emilio me deslumbró con la cadencia y el seguimiento en las comunicaciones. El 8 de mayo escribió: “Hice mal en adelantarte mis justificables sentimientos de retirada. Son un buen deseo y, como tal, no depende de mi voluntad. Pero no miento cuando te digo que llegué tarde al mundo del espectáculo.

“No me gusta verme ni escucharme. Estos dos factores, o mejor dicho sus contrarios, son indispensables para moverse en el (sic). Pero dime tu (sic) si alguien puede negarse a lo que has organizado en Colombia”.
Los tesoros
En esos meses de 2004, con ayuda de mi querido amigo Marco Antonio Campos (hoy en día un extraordinario “colombiólogo”), me di a la tarea de revisar mi pobre producción poética (fui becario Salvador Novo del Centro Mexicano de Escritores en 1983). Por supuesto, no resistí la idea de pedirle a José Emilio Pacheco su lectura y opiniones. Y eso dio paso a una cauda se sentimientos, entre ellos transmitirle que me veía como un viejo.

Al tenor, Berny me escribió el 9 de mayo. “No sabes cuánto te agradezco esta amistad invisible (por Internet y por teléfono). A lo mejor al vernos las caras no sabremos qué decirnos”. “Yo cometí la estupidez de sentirme viejo a los 30 y ahora que de verdad lo soy comprendo mi error ya irreparable”.

Al dialogar sobre el género epistolar, llegó este bello mensaje el 14 de mayo:
La carta poseía una intimidad que no puede alcanzar este nuevo medio. En tres meses y medio no recibí ninguna. Esa emoción de la que hablas se perdió para siempre. Nunca tuve talento para el género y, sin embargo, escribí muchísimas. Nunca guardé copia. Lo aterrador es que muchas de ellas ahora están en los archivos, no por mi (sic) sino por las amigas y los amigos que se volvieron famosos. Es horrible que alguien diga: “Estuve leyendo tus cartas en el fondo reservado de Donoso en Princeton”. Nunca seguí el consejo de Churchill: “Jamás escribas una carta que te avergonzaría ver publicada”.
Me avergonzarían todas, no por lo que digo sino por su falta de vuelo literario. El último gran corresponsal fue Octavio Paz. De las muchísimas cartas que me envió hay (una) que apareció en Vuelta acerca de Jorge Cuesta.
Gracias por enviarme lo de Botero. Está muy bien.
Saludos a Paola y un gran abrazo.
Flashes entre Bogotá y Medellín
A su llegada al altiplano, disfrutamos de un almuerzo con comida del Valle de Cauca, en el restaurante Fulanitos de La Candelaria. Recorrimos el barrio y los museos del Banco de la República. Me enteré entonces de que había entregado al Banco su colección de grabados de Francisco Toledo para su exhibición y resguardo. Así fue la generosidad de José Emilio Pacheco.

Nuestro recordado escritor se fajó bien con la agenda. Atendió todos sus compromisos, incluyendo numerosas entrevistas. Paola lo recuerda agobiado por la gente en Medellín, amable y discreto, y me cuenta al teléfono que al llegar a la ciudad de la eterna primavera, al subir a su habitación de un céntrico hotel, tan pronto entró al baño y abrió la llave... vino una fuga que de tan incontrolable los llevó a salir corriendo a otro hotel de la ciudad.

De su andar bogotano, cómo olvidar una compra callejera. Al caminar por la Zona Rosa, rumbo a la emisora cultural HJCK, nos abordó un vendedor de plumas. Con la musicalidad y rapidez que puede alcanzar un rolo al hablar, le vendió una fabulosa Montblanc. Traté de persuadir a José Emilio. Fue tal su emoción que no dudó en adquirirla. Pocas horas después, me la obsequió: “La mandas a arreglar o le reclamas al vendedor”. Ni una ni otra cosa pude hacer.

Esa tarde la fotógrafa Indira Restrepo, en plena calle, disfrazó a José Emilio Pacheco. Convirtió su saco en una suerte de gabán de detective, le puso lentes oscuros y tomó la bella y enigmática imagen de un maestro que se rindió a todas las muestras de cariño y admiración: una recepción en la embajada de Chile, una cena en una tienda de antigüedades de La Candelaria, una lectura ¡enorme! en la Casa de Poesía Silva...

Creo que Berny estuvo una semana. Y para fortuna de los colombianos, regresaría en 2009.
En julio de aquel 2004, falleció mi padre. Confieso que dejé de escribirle a José Emilio Pacheco. El 24 de agosto llegó este breve mensaje. “Me alegra haber correspondido mínimamente a todo lo que te debo. Espero con ansia el libro publicado. Es muy distinto leer los textos que en manuscrito. Abrazos”. No volvimos a encontrarnos.

Solo estamos platicando

24/Enero/2015
Laberinto
Sergio J. Monreal

A menudo pareciera que la poesía de José Emilio Pacheco se limitara a decir en voz alta, empleando una tesitura que engañosamente juega a mimetizarse con la de cada día, lo mismo que a todos nos inquieta, lo mismo que a todos nos asusta, lo mismo que todos nos preguntamos. Y en efecto así es. Una significativa parte del poder y la popularidad de su legado poético tiene que ver con esa capacidad de aproximación a lo cotidiano, esa destreza para convertir el diálogo en una conversación entre personas comunes y corrientes, de la que a nadie se invita a excluirse. Pero dimensionar plenamente dicha capacidad y sus alcances exige ir más allá de los automáticos sobreentendidos que tiende a provocar.

Por principio de cuentas, ahí donde existe una obra que genera impresiones de coloquialismo, y que sin embargo logra resonar más allá del específico marco geográfico o circunstancial a que en principio parecía circunscrita, antes que un afán de transcripción literal lo que tenemos es un elaborado y arduo ejercicio de invención. Nada hay más difícil que re-presentar literariamente el habla popular. De modo elocuente, quienes lo han conseguido, desde Shakespeare hasta Jesús Gardea, desde Wordsworth hasta Joyce, desde Lezama hasta Faulkner, no son aquellos que pretendieron calcar con mecánica “fidelidad” modismos y estereotipos, derivando una y otra vez hacia la caricatura involuntaria.

Nos equivocaremos si pretendemos ver en la lírica de Pacheco una voluntad de reproducción servil frente a las entonaciones cotidianas. El poeta comprendió temprano que solo está capacitado para testimoniarnos fielmente quién se atreve generosamente a imaginarnos. El elaborado artificio del lenguaje que maduró incluye entre sus principales méritos la capacidad de invisibilizar su condición de artificio. No es difícil que tal efecto de naturalidad genere el espejismo de que cualquiera puede hablar como él, de que cualquiera puede escribir así. Para evidenciar el equívoco, ni siquiera haría falta aludir a la multitud de imitaciones y feligresías más o menos frontales que esta obra a su pesar ha propiciado, y entre las cuales el ocasional mérito rara vez llega a sobreponerse a la palidez y la amenaza de caducidad. Los imitadores de efectos serán siempre más numerosos que los imitadores de impulsos, pero por fortuna la sostenida persistencia de estos últimos (más valiosos cuanto más escasos) enriquece, ramifica y garantiza la continuidad del canto.

Nadie ha podido hablar como José Emilio Pacheco (o como Jaime Sabines), pero no cesa de engrosarse la legión de quienes se sienten invitados a conversar con él a través de sus libros, sin dar traza de requerir para ello ímprobos esfuerzos ni insalvables obstáculos. Sin embargo, representaría un riesgoso error enfocar el fenómeno apelando a la convencional contraposición entre literatura fácil y literatura difícil. Las demandas de la escritura de Pacheco no son fáciles bajo ningún concepto; no desmerecen, frivolizan ni adelgazan ninguna de las exigencias confesamente heredadas de sus maestros.

Se trata de una escritura que atina el prodigio de mostrar abiertas de par en par para cualquier lector las puertas de las más hondas dificultades y prerrogativas del poeta, que son también las más hondas dificultades y prerrogativas del hombre. Pacheco no se regodea en la banalidad ni descree de lo sagrado: restituye para el ciudadano de a pie preguntas y tareas a menudo asociadas a una suerte de selectividad aristocrática. Su tono conversacional ha de interpretarse antes que nada como una declaración de principios. Las grandes preguntas y las grandes tareas del Espíritu no constituyen la excluyente prebenda de unos pocos elegidos, sino patrimonio común que el poeta procura restituir para todos sus semejantes.

Y la restitución no consiste en ataviarse con espectaculares vestiduras ni descender del cielo empuñando ningún fuego ultraterreno, sino en ocupar como uno más sitio entre los otros y transparentar hasta qué punto ese fuego es la sustancia esencial (enmascarada, sustraída, disimulada, escatimada) de nuestras palabras más habituales, nuestros gestos más humildes y nuestros ritos más cotidianos.

Cierto, sus poemas se detuvieron siempre en los más dolorosos e incómodos territorios del horror, el absurdo, la vileza, la ignominia y el sinsentido. Como si se esmerara justo en diseccionar aquello que preferiríamos no atisbar ni de lejos. Contrastando en términos cuantitativos los poemas donde reivindica de manera franca su confianza (o siquiera su sospecha) de redención, y aquellos donde el escepticismo y la documentada amargura enseñorean su impronta, la desproporción en beneficio de los segundos resultará abrumadora.

No obstante que a través de esas tonalidades oscuras y angustiadas podamos dialogar a propósito de lo que nos oprime, y que el acento del diálogo se afane remitiendo a cada instante al de nuestras conversaciones de todos los días, ya por sí solo debía alertarnos respecto a la verdadera magnitud redentora de esta poesía. Tan importante como el hecho de que Pacheco se empecine o se resigne llevando la charla hacia terrenos de franca desolación resulta el prodigio mismo de que podamos charlar. Porque ello significa que hemos salvaguardado el privilegio de pensar y enunciar en compañía nuestra desolación, revirtiendo la brutal inercia con que ella se esmera por afectarse ubicada más allá de toda posibilidad de comprensión y de conjuro, y negándonos a fungir como inermes víctimas de la soledad, el silencio y el pánico.

Podemos conversar. Y conversamos. Y lo hacemos hundiéndonos precisamente en aquellas simas donde en principio no existiría otra norma que el enmudecimiento ni otra licencia que el ensimismado monólogo. Durante cosa de medio siglo, Pacheco supo resguardar y renovar desde sus versos esa complicidad. Quizás a los ojos de ciertos escepticismos terminales pueda antojarse que eso de estar nada más platicando no sirve para nada, no salva de nada, no resuelve nada. Y el vituperio se bifurcará a partir de ahí en dos sentidos: el partido de quienes apremian a buscar ocupaciones o iniciativas que sí sirvan y resuelvan; y el partido de quienes invitan a eludir fatigas estériles, sobre la certidumbre de que nada resuelve nada, de que nada sirve para nada.

No es desestimable la alternativa de que escepticismos tales den lugar a buena poesía. Pero sin duda la poesía de Pacheco, aun cuando sea capaz de jugar a apropiárselos y valerse de ellos en su infatigable afán de mirarlo y conversarlo todo desde la mayor cantidad de ángulos y puntos de vista posibles, se asienta en intuiciones y convicciones muy distintas.
Sí, en sus poemas nada más estamos platicando. Y ese es nuestro privilegio. Y esa es la medida de nuestra esperanza y nuestra dignidad. Podemos platicar, seguimos platicando. Seguimos jugando a poner en las palabras de todos los días el patrimonio común de nuestras incomprensiones, nuestras preguntas, nuestras intuiciones, nuestros tímidos amagos de respuesta.
Y ese patrimonio reconoce y recupera como propios tanto la cósmica dimensión de las más herméticas meditaciones como la herencia inconmensurable de todas las edades de la Historia; tanto la amplitud circunstancial de la hora humana que nos toca compartir como el infinitesimal reducto del instante individual de cada quien.

Lejos de abrazar el espacio y lenguaje cotidianos en abandono, olvido, descrédito ni mucho menos vilipendio del espacio de lo sagrado, la poesía de Pacheco reconoce, reivindica y resguarda el espacio cotidiano como la medida misma del espacio de lo sagrado.

Nada más estamos platicando. Nada menos. Diálogo de a pie, en apariencia banal e inofensivo, como el de la narrativa y el teatro chejovianos, donde el gesto común del minuto más humilde se vuelve  depositario de todos los misterios que por trágico designio y cómica gracia nos corresponden. Los novios que se indagan a manos y bocas llenas en la penumbra de la sala familiar, y ante la repentina irrupción de la autoridad paterna apelan a la vetusta prenda, al ancestral subterfugio: “Nada más estamos platicando”.

Disculpa que nadie cree, solapada confesión de que estamos haciendo mucho más que platicar (o de que el inocente acto de “nada más” platicar sobreentiende insospechadas implicaciones). ¿A qué le metemos mano cada vez que abrimos un poemario de José Emilio Pacheco? ¿Qué prohibida audacia disimula y a la vez celebra el aire doméstico (pero jamás domesticado) de su tono de voz? ¿No se trata de la audacia de restituirnos derecho a la realidad entera desde donde estamos, desde lo que somos, siempre en solidaria complicidad, siempre en una compañía que por amenazada debe protegerse, alimentarse?

Fuego en reposo de la hoguera, alrededor de la cual nos reunimos a cantar, a contar y a calentarnos. En medio

domingo, 11 de enero de 2015

Vicente Leñero: lecciones de periodismo narrativo

11/Enero/2015
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

Con la muerte de Vicente Leñero se comienza a cerrar el primer ciclo de afirmación crítica, política e informativa del periodismo contemporáneo en México. Los largos y opacos años del nacionalismo revolucionario no se pueden comprender ya sin el filtro de una generación de periodistas y escritores que, con las estrategias de la literatura, ejercieron un periodismo político de amplios poderes críticos y que ayudaron a modificar la definición histórica del Estado mexicano de la postguerra. Un Estado con despóticas facultades “metanarrativas”, que lo mismo “silenciaba” que compraba voluntades periodísticas y que, al mismo tiempo, transformaba en cultura nacional los rituales de su creciente poder de corrupción y simulación.
En un texto de difícil definición periodística por su complejidad narrativa, titulado “La cargada” y que forma parte de su libro Periodismo de emergencia, Vicente Leñero reivindica para el mismo periodismo el derecho a novelar: “Se tiene derecho a suponer, a imaginar, a novelar. / Imaginemos:/ Son las primeras horas de la tarde de un lunes veintidós de septiembre, año de gracia del señor ministro…” Leñero utiliza los poderes de la ficción para completar la comprensión alegórica de la impenetrable coraza del poder político que le toca vivir y padecer. Es el año de 1975, el tiempo previo al “destape” de José López Portillo como candidato del pri a la Presidencia, los estertores nacionalistas de un país que está a punto de romper su estado de gracia autoritario con la reforma política de 1977, pero que sobrevivirá también por la fuerza semiótica de sus comportamientos abiertamente antidemocráticos: “–Que entre la cargada.” Leñero lee los labios del régimen y de paso describe la intimidad, todavía sin la mediación del espectáculo, de una clase política que domina absolutamente los gestos de la sociedad mexicana: “el mitin que brota como un sarampión inevitable”, los discursos interminables que adormecen como una oración a los feligreses del régimen; “pueblo tras pueblo se repite la ceremonia de la consagración al santo Candidato de la mirada generosa”.
También en el libro Periodismo de emergencia, que es una compilación de su obra periodística, Leñero conjuga con enorme pericia la crónica y la entrevista para presentar a una María Félix no siempre indomable, a la que casi sin advertir despoja de esa condición de La Doña, inalcanzable, para humanizar su figura inflexible, perturbadora, que también resguardaba una “secreta femineidad”. Además, Leñero es precursor de esa crónica política sobre el “mundo del espectáculo”; esto se puede encontrar en el peculiar “diario” enamorado de una fan del cantante español Raphael, que también le sirve para registrar satíricamente cierta entonación popular que ya comienza a hacer totalmente suya la semántica melodramática de la cultura de masas: “¡Hoy volví a ver en persona a mi amor, querido diario, y lo oí cantar no una ni tres ni cuatro canciones como en la Alameda, sino veinte, treinta mil! ¡Fui a verlo en su show de El Patio! ¡Ah, qué experiencia maravillosa! ¡No existen palabras para contarlo! ¡Juro que no existen!”
Leñero informa, investiga, pregunta, conversa, indaga, pero también imagina. Uno de los momentos culminantes de su obra está sin duda en Los periodistas. Libro que asume enfáticamente los riesgos de la novelización testimonial, Los periodistas es otro desafío para las lecturas convencionales que separan drásticamente periodismo, literatura y política. Leñero relata sin licencias de ficción “el más duro golpe” al periodismo nacional, por parte del gobierno de Luis Echeverría, el del 8 de julio de 1976 contra el diario Excélsior. La nota introductoria de esta novela es también una lección que nos lleva del periodismo narrativo al ámbito de una literatura conectada de forma directa con los territorios de la verdad política, con la incertidumbre siempre viva de “la verdad de la verdad”: “El episodio, aislado pero elocuente ejemplo de los enfrentamientos entre el gobierno y la prensa en un régimen político como el mexicano, es el tema de esta novela. Subrayo desde un principio el término: novela. Amparado bajo tal género literario y ejercitando los recursos que le son o le pueden ser característicos he escrito este libro sin apartarme, pienso, de los imperativos de una narración periodística. Sin embargo, no he querido recurrir a lo que algunas corrientes tradicionales se empeñan en dictaminar cuando se trata de trasladar a la –ficción– un episodio de lo que llamamos vida real: disfrazar con nombres ficticios y con escenarios deformados los personajes y escenarios del incidente. Por el contrario, consideré forzoso sujetarme con rigor textual a los acontecimientos y apoyar con documentos las peripecias del asunto, porque toda la argumentación testimonial y novelística depende en grado sumo de hechos verdaderos.”
La figura de Vicente Leñero sin duda pertenece a este momento de registro informativo y crítico de los excesos discrecionales del poder político del PRI como partido de Estado durante la segunda mitad del siglo XX, un poder cuya unidad parecía inquebrantable pero que se volvió ampliamente cuestionable en parte gracias a este ejercicio periodístico que se apropiaba sin pudor de las “técnicas” de la literatura; un poder político con un feroz aparato de espionaje e intimidación que lo mismo castigaba y exterminaba selectivamente a los opositores, que “chayoteaba” o “abofeteaba” a los periodistas. Leñero también documenta, con sus crónicas, reportajes y entrevistas, las edades lascivas del viejo PRI: “El pri de antier”, “El PRI de ayer”; es decir, la transición del déspota Estado benefactor al neoliberalismo antidemocrático de Carlos Salinas de Gortari. Leñero narra periodísticamente el encumbramiento corrupto del poder político del PRI, relata la “vida cotidiana” de su autoritarismo a través de sus conversaciones y de la amplificación periodística de sus murmullos, perfila los alcances históricos de su figura longeva y vil como partido de Estado que engendra, con las matanzas de Tlatelolco de 1968 y el halconazo de 1971, con el golpe a Excélsior de 1976, los paradigmas trágicos de su particular “ejercicio del poder”; los rituales de una clase política que vive de la “armonía” del absolutismo de partido. Al haber narrado periodísticamente desde estas perspectivas, Vicente Leñero nos hereda también las claves para actualizar la descripción alegórica de “El PRI de hoy”: un nuevo PRI y un sistema político unificado otra vez bajo su mando, en su fase neoliberal más destructiva, con sus “golpes” mediáticos a favor de una nueva criminalización de la sociedad mexicana, con su infinita vocación antidemocrática y represiva, que ya están dejando nuevas marcas de dolor y espanto en la memoria de todos los mexicanos.

El acto de fe de Vicente Leñero*

11/Enero/2015
Jornada Semanal
Estela Leñero Franco

A mi padre y maestro
Vicente Leñero, hombre polifacético que en su búsqueda de la verdad (y no la absoluta) lo ha apostado todo. En la literatura, el periodismo, el teatro, el cine y en su fe, plasma un universo personal que cala en nuestro inconsciente colectivo. A través de personajes, historias y experimentos formales, da un paso en la literatura de nuestro tiempo. Su influencia como maestro y creador en el teatro mexicano abre nuevos horizontes y marca los corazones de muchos.
La influencia de Vicente Leñero en mi obra dramática y en el teatro en general ha sido fundamental. Aunque mis intereses profesionales estuvieron dirigidos en un principio hacia la Antropología Social, la cercanía con el teatro desde la infancia me hizo inclinarme poco a poco hacia ese mundo y aprenderlo primeramente por ósmosis y en un segundo nivel por lecturas, por ver mucho teatro y por mi participación en el taller que mi padre llevaba a cabo en el estudio de la casa mientras yo hacía mi tesis de licenciatura. El carácter abierto y plural que él inspiraba en el taller permitieron que su influencia fuera un punto de partida para encontrar mi rumbo y mi propia definición como dramaturga. Decidí tomar distancia y me fui a España a estudiar, ver teatro y confirmar mi vocación, lo que hizo que me llenara de otras influencias e incorporara a mi dramaturgia las tendencias que en ese tiempo (1984 y 1985) estaban en los escenarios de distintas partes del mundo. Me impresionó el desasosiego de Beckett y las aplicaciones que el teatro del absurdo podía tener en el realismo en el que me había formado; el minimalismo de Bob Wilson y el teatro épico de Peter Brook dieron a mi formación nuevos horizontes.
Pero mi esencia como dramaturga y gente de teatro se la debo grandemente a mi padre; su posición crítica frente a la sociedad, su incansable experimentación en la dramaturgia por encima de cualquier actitud complaciente frente al público, su defensa de la dramaturgia mexicana, su generosidad, su ser íntegro con una ética congruente entre lo que hace y lo que dice lo han hecho, hasta la actualidad, un ejemplo a seguir. Todo esto no hubiera sido posible si entre sus principios no hubieran estado el respeto y el impulso por el camino individual que cada integrante del taller iba desarrollando en su dramaturgia. Por esto y mucho más, le estoy profundamente agradecida.
Desde la infancia vivimos el teatro como una actividad intrínseca en la familia. Lo disfrutábamos cada fin de semana y no nos conformábamos con eso, sino que obligábamos a nuestros padres a ir una y otra vez a ver la misma obra, a que el zapatero remendón del Teatro Orientación nos claveteara nuestros diminutos zapatos antes de iniciar cada función, o que en Casa de la Paz, Jesús González Dávila nos hiciera reír con aquel personaje bonachón que representaba el rey de El Principito.
Sus primeros años como novelista y cuentista (de 1959 a 1967) los compartió con mi madre y, a pesar de los premios que obtuvo con su segunda novela Los albañiles, vivió el desaliento de la crítica frente a novelas de estructuras más propositivas como Estudio Q y El garabato. Influenciado por el boom latinoamericano de aquellas épocas, que experimentaba con técnicas narrativas de una complejidad inimaginables, Vicente Leñero se incorporó a este movimiento con las manipulaciones literarias y el retorcimiento de las estructuras en las que incursionó en estos primeros siete años de su novelística. Esta actitud lo llevaría, años más tarde, a investigar en el teatro, dentro del realismo, las posibilidades formales que en él se pudieran dar: el manejo de los tiempos, del espacio, del punto de vista, de la identidad de los personajes, de la historia dentro de la historia, etcétera. 
Vicente Leñero empezó a escribir teatro cuando sufrió un atorón en su carrera novelística, cerrando así un primer ciclo como escritor y abriendo otro en un género que consideraba “una forma literaria que se me facilitaba más”. Con la formación periodística que había adquirido al estudiar, en 1956, en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, mientras estudiaba ingeniería, le llamó la atención el polémico caso del monje Lemercier, de Cuernavaca, que había introducido el psicoanálisis dentro de su congregación provocando un escándalo entre la jerarquía eclesiástica. Seguramente su interés también estaba relacionado con la profesión de psicoanalista de mi madre, lo cual los llevó a compartir el caso tanto en su parte investigativa como en la experiencia de la censura que la obra sufrió cuando fue estrenada en 1968, bajo la dirección de Ignacio Retes. Pueblo rechazado se convirtió en noticia, pues su posición crítica ponía en evidencia una Iglesia retrógrada e intransigente frente a un personaje, Lemercier, igualmente intransigente y autoritario, pero no por ello víctima del poder.
Su búsqueda por la verdad le quita a su teatro cualquier tinte maniqueo, al presentar a sus personajes como seres complejos que aunque tengan la razón no dejan de tener una faceta desagradable. Así, en Los albañiles, su segunda obra de teatro, adaptación de su novela, el protagonista, Don José, es un velador olvidado de la mano de Dios pero con una maldad subyacente, que nos provoca sentimientos contradictorios. Desgraciadamente, esta visión no fue compartida por la crítica en 1970 respecto de la obra Compañero, dirigida por el maestro José Solé en el Teatro Hidalgo, ya que la consideraron, en su momento, una “visión cristiana melodramática” que abordaba esquemáticamente la captura y muerte del comandante Che Guevara, en manos del ejército boliviano.
Con el antecedente del “docudrama” originado en los años treinta con las obras del alemán Edwin Piscator y posteriormente desarrollado por sus compatriotas Peter Weiss, Rolf Hochhuth y Heinar Kipphart en los sesenta, Vicente Leñero incursiona en el teatro documental, de 1968 a 1972, considerando al teatro como el medio idóneo para poner en la mesa de discusión temas polémicos de actualidad, cuestionando la historia oficial y planteando la imposibilidad de una verdad absoluta. Desde el teatro, él da su versión de los hechos o la versión de los documentos que ha encontrado del caso. En busca de una objetividad imposible, dota a la realidad de una polifonía de voces para proporcionar al espectador herramientas que le permitan ir más allá del lugar común de la historia.
Una de las cualidades de la obra de Vicente Leñero es su poder para captar de la realidad puntos nodales y provocativos para nuestra sociedad. En este sentido, la mayor parte de estas primeras obras fueron censuradas, unas por las malas palabras que usaban, siendo el uso del lenguaje una de sus aportaciones en el teatro, como en Los albañiles y Los hijos de Sánchez (adaptación de la novela de Oscar Lewis), y otras por los temas que trataba: Pueblo rechazado y El juicio de León Toral y la madre Conchita. En el caso de El martirio de Morelos, estrenada en 1981, por tratarse de un personaje histórico que el presidente en turno abanderaba como su ejemplo y que en la obra de Leñero develaba su retractación.
En El martirio de Morelos, bajo la dirección de Luis de Tavira, expone abiertamente esta postura, creando al personaje El Lector, que manipula un gran libro que representa la historia mexicana, con el que comenta y discute la relatividad de los hechos que consigna la historia y lo que “realmente” sucedió. Este efecto de distanciamiento, del cual echa mano en El martirio de Morelos, ya había sido utilizado por él en Pueblo rechazado a manera de coros: el de los monjes, los periodistas, los católicos y el de los psicoanalistas, reforzando así la idea de la multiplicidad de los puntos de vista; en Compañero, con la presencia de Compañero 1 y Compañero 2, para mostrar dos facetas de un mismo personaje; y en La noche de Hernán Cortés (1991) creando como interlocutor a Gómara o Bernal.
A pesar de su afán de complejizar cualquier historia ideada para el escenario, Vicente Leñero reconoce y reafirma la influencia que Rodolfo Usigli tuvo sobre su obra, tanto por su posición de defensor del teatro mexicano, en contraposición a la dramaturgia española que proliferaba en nuestro teatro, como por su concepto de teatro histórico: “Si no en la estética usigliana, yo sí me considero muy ligado a Usigli en dos aspectos: […] en su preocupación por el realismo […] y en la necesidad de que nuestro teatro sirva para revisar la historia. Así yo empecé a escribir un teatro documental.”
Siendo fiel al espíritu innovador de la literatura del boom latinoamericano, Vicente Leñero no deja de experimentar, en esta primera etapa de su dramaturgia, con sus propuestas estructurales y los espacios escénicos que utiliza. Su narrativa no suele ser lineal y fragmenta el espacio y el tiempo de varias maneras. Recurre a los sueños, al recuerdo, al teatro dentro del teatro, al documento dentro del documento, al efecto de distanciamiento y a los espacios múltiples. Entre sus obras más complejas se encuentra La carpa, inspirada en su novela Estudio Q y dirigida en 1971 por Ignacio Retes en el Teatro Reforma, donde, utilizando un set de televisión como espacio único, nos cuenta la realidad de un actor, que es filmada por un director, llevando a la confusión al primero por no poder distinguir cuándo está actuando y cuándo está viviendo su realidad. Aun cuando sus retos formales eran de sumo interés, esta obra es considerada por Vicente Leñero como un experimento que, según él, “no cuajó” y que poca resonancia tuvo en su tiempo.
Por el contrario, Pueblo rechazado, Los albañiles y El juicio fueron y siguen siendo de gran envergadura para el teatro mexicano. Son obras que todavía se recuerdan y que han dado mucho de qué hablar tanto a nivel nacional como internacional, y por las que se le considera pionero del teatro documental, y algo más, en nuestro país.
Nosotras, como hijas, vivimos aquellas obras como una fiesta. Íbamos a los estrenos vestidas de terciopelo y botones brillantes, con el pelo restirado, y nos sentábamos hasta adelante para ver sudar a los actores. No entendíamos de lo que se trataba, pero sabíamos de la importancia del acontecimiento. Ahí estábamos en el camerino viviendo la tragedia cuando Aarón Hernán, que interpretaba a León Toral en El juicio, se enfermó y por poco se frustra el estreno, o cuando mi padre y Alejandro Luna discutían al ver cómo la genial propuesta del uso del disco giratorio en el Teatro Negrete para la obra de Los hijos de Sánchez hacía un ruidajal tan fuerte que ni se escuchaba a los actores y rompía cualquier intento de ficción. En ese tiempo sólo éramos espectadoras y cómplices por añadidura.
Después de Los hijos de Sánchez (estrenada en 1972 bajo la dirección de Ignacio Retes), mi padre dejó de escribir teatro por cinco años y se dedicó al periodismo y a la narrativa. Trabajó como director de Revista de Revistas y en 1977, después del golpe a Excélsior, inició su labor como subdirector en el semanario Proceso. Escribió en ese tiempo Redil de ovejas, Los periodistas y El evangelio de Lucas Gavilán.
En 1974 abrió su primer taller de dramaturgia en el Centro de Arte Dramático AC (CADAC), que dirigía Héctor Azar, y sus primeros discípulos, que lo seguirían siempre, fueron Leonor Azcárate, Jesús González Dávila y Víctor Hugo Rascón Banda. Ahí permaneció hasta 1977, pero lo dejó porque, dice, “me parecía un contrasentido impulsar la creación dramática en un ambiente nacional donde los responsables del teatro no quieren oír hablar de obras nacionales”.
Desde los sesenta, podemos decir que hasta la fecha, el teatro mexicano ha sido dominado por las propuestas de los directores de escena, los cuales impusieron su visión del teatro de imagen sobre el teatro de texto, el teatro extranjero sobre el nacional, tanto en su nicho de creadores como en los puestos administrativos que ocuparon en el teatro institucional y universitario, con lo que los dramaturgos se vieron marginados y condenados a transitar con su obra bajo el brazo buscando quién se interesara en ella. Así, La mudanza, escrita en 1976, pasó de mano en mano sin ningún éxito: la tuvo Ignacio Retes, Rafael López Miarnau, Julio Castillo y José Solé, hasta que, en 1979, la estrenó Adam Guevara en el Arcos Caracol de la UNAM, con la iluminación y escenografía de Alejandro Luna, y tuvo que conformarse con el concepto del director que excluía la escena final, llena de lirismo, que hacía una alegoría de cómo un matrimonio burgués sumido en sus pequeños problemas era invadido por diversos personajes miserables hasta matarlos. El director representaba a este personaje colectivo con la presencia de un hombre de traje, maquillado de blanco, que circulaba mágicamente por el lugar. El autor poco podía hacer frente a este tipo de decisiones que trastocaban el sentido original de la obra.
Con La mudanza, Vicente Leñero inicia una nueva época dentro de su dramaturgia, para unos de obras domésticas y para otros de obras originales. Lo primordial es cómo él inicia un sendero donde investiga a profundidad las posibilidades del realismo. Su propuesta se ve influenciada por los nuevos caminos que Harold Pinter incursionaba en el teatro , y que implicaban un mayor rigor y al mismo tiempo una mayor libertad. La obra no necesariamente contaba una historia sino que presentaba una situación; los personajes no se explicaban a sí mismos ni era necesario dotarlos de antecedentes. Repetían frases, no respondían a las preguntas que se les planteaban, hablaban entrecortado, a veces hasta incomprensiblemente, se manejaban los silencios y las pausas con diferentes significados y el suspense era uno de los elementos que guiaban subrepticiamente a la obra.
Todos estos descubrimientos nos los transmitió en el taller que reabrió en 1980. Sus discípulos lo buscaron y le pidieron continuar trabajando juntos. Él accedió para que se reunieran en su casa y semanalmente se diera lectura a una obra para proceder al análisis. Temporalmente participaron Sabina Berman, José Ramón Enríquez y Bruce Swancey pero, finalmente, el taller se mantuvo hasta 1990 con la constancia de Leonor Azcárate, Cristina Cepeda, Jesús González Dávila, María Muro, Víctor Hugo Rascón Banda, Tomás Urtusástegui y la mía. En ese tiempo cada uno de nosotros fue investigando diferentes posibilidades del realismo. Y si por una parte unos trabajaban el teatro documental, otros ahondaban en un realismo más poético y al mismo tiempo lleno de crudeza, pues se intentaba abordar la problemática de los desposeídos. Pinter caló profundo dentro del taller y, en mi caso, que pertenecía a una generación más joven que la de ellos, me llevó a escribir obras (varias de ellas premiadas bajo seudónimo) a veces cuestionadas pero respetadas por los mismos compañeros. El espíritu de apertura que imperaba nos permitió trabajar estructuras no aristotélicas, formas fragmentadas, experimentos para ahondar en los sueños, las ilusiones escénicas y muchas veces en el realismo mágico y hasta en el surrealismo.
Además de habernos inducido con su ejemplo por el emocionante y divertido camino de la experimentación (por lo que en ocasiones nos metimos en callejones sin salida), otra de sus principales enseñanzas ha sido la idea de que sólo se aprende a escribir, escribiendo (por eso su defensa del taller frente a los “cursos”), y que el arte de escribir consiste en la reescritura. De nada vale un borrador, una primera idea sobre la obra creyéndola acabada. El oficio, insiste, está en el pulimento, en su corrección, en el saborear ese aplicar los recursos teatrales a conciencia, en revisar el lenguaje, en manejar mañosamente a los personajes y la situación sabiendo ya hacia dónde vamos.
En el taller no solamente se leían las obras que llevábamos, sino que se compartían también los avatares que cada uno vivía en el proceso de montaje de las mismas y la realidad de marginación que sufríamos los dramaturgos. Enfrentábamos las críticas de la llamada “cortina de nopal” y nos impulsábamos a seguir adelante.
A Vicente Leñero el realismo lo llevó a interesantes obras extremas como La visita del ángel y ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? (Entrevista en un acto todavía sin estrenar), donde una situación era trasladada tal cual al escenario. Eran obras hiperrealistas que sucedían en un espacio único y el tiempo escénico se apegaba estrictamente al tiempo real. Así, la primera sucedía en el tiempo exacto en que se cocina una sopa de verduras: desde que se lavan los ingredientes, se pican, se sazonan y se hierven, hasta que el espectador podía oler aquel guiso. Al escribirla calculó exactamente el proceso mientras el personaje de la nieta llenaba de palabras y vitalidad la casa de los abuelos. Pero el maestro no olvidaba la esencia del teatro, lo que lo distingue de la realidad y al final comprendíamos la singularidad de ese día, lo que lo hacía diferente a todos los demás, dándole a la obra un significado trascendente y cotidiano a la vez: la muerte del abuelo.
La visita del Ángel fue llevada al escenario en 1981, en el Teatro Sor Juan Inés de la Cruz, bajo la dirección y la actuación del maestro Retes, y tuvo su reposición en 1995, donde la nieta era interpretada por Eugenia Leñero, mi hermana, que también cayó irremediablemente en las garras del teatro.
La investigación en el hiperrealismo lo llevó a su novelística, cuyo resultado fueron dos obras fundamentales en su trayectoria: La gota de agua, escrita en 1984, y Asesinato, en 1985. La primera es autobiográfica, pues aborda la carencia de agua en nuestra casa de San Pedro de los Pinos, y la segunda, mi favorita entre todas sus novelas, es una investigación exhaustiva de los documentos y las diferentes versiones que se suscitaron alrededor del caso del doble homicidio de los Flores Alavéz.
Frente a la embestida del cine como lenguaje visual preponderante, Vicente Leñero considera que la alternativa del teatro es encontrar lo que sólo puede expresarse en teatro, utilizando los elementos esenciales del mismo: el espacio escénico único y la palabra. Esto lo dice mientras, apenado, reconoce haber cometido muchos pecados, entre los que reconocemos grandes obras que han marcado la forma de hacer teatro en México: Nadie sabe nada, El infierno y La noche de Hernán Cortés. 
En Nadie sabe nada, su principal desafío fue el manejo de los espacios múltiples y simultáneos donde el hilo conductor eran unos documentos dentro del ambiente periodístico. El reto era sumamente complicado y, en 1988, Luis de Tavira lo tomó en sus manos para llevarlo a escena con la compañía del Centro de Experimentación Teatral del INBA, que en ese tiempo dirigía. José de Santiago propuso un dispositivo escenográfico donde pudieran tener vida, al mismo tiempo, once espacios: la redacción de un periódico, la oficina de la procuraduría, una cantina, un cabaret, la calle, un callejón y hasta un vapor. Fue necesario un trabajo dramatúrgico entre el autor y el director al que yo me incorporé, ya que durante cinco años fui asistente de dirección en esa compañía. Así trabajamos un sinfín de historias que sucedían en cada espacio mientras se llevaba a efecto la escena principal de la trama. Estructurarlo fue bastante complicado y el resultado escénico fue un éxito de público. La obra fue censurada, entre otras cosas, por las referencias directas que se hacían a los personajes políticos del momento, y aunque el director de teatro de aquel tiempo, Germán Castillo, se hizo cómplice de las autoridades, con la oposición de la compañía y la solidaridad de la comunidad logramos que la obra se siguiera representando y cerrara temporada con teatro lleno.
El infierno fue otro experimento que escribió en 1989 y aún no se ha llevado a escena. Es una paráfrasis de El infierno, de Dante, donde los espacios van desde la entrada a una cueva, un lodazal, una pradera, un valle sembrado de agujeros, hasta un poeta que transita por ahí de la mano de Juana Inés. Su idea era realizarla en las piedras volcánicas del Espacio Escultórico y que el espectador circulara por aquel lugar acompañando al poeta, pero esto nunca fue posible y se quedó sólo en un libro publicado por la UNAM, que ya va en su segunda edición.
La noche de Hernán Cortés es una obra en donde culminan cantidad de inquietudes y búsquedas dramatúrgicas. Ahí, todo ocurre en un cuarto de Sevilla donde Cortés, ya viejo, recuerda e intenta reconstruir su historia. Estrictamente es un espacio único, pero en realidad se multiplica en la medida en que Cortés trae a la memoria momentos culminantes de su juventud: en Coyoacán, Cempoala y Cuba. Pareciera ser una obra épica, pero en realidad es un proceso introspectivo de un hombre que va perdiendo la memoria. Sus obsesiones las proyecta en un Secretario, Escudero, en un Gómara o Bernal que han dado testimonio de sus obras. Con esta obra inicia un recorrido hacia el interior de su alma para mostrarnos aquellas obsesiones que le aquejan:
cortés (a secretario): Nunca vas a terminar de escribir esta historia. Todo lo olvidas, siempre estás distraído. No conservas en orden mis papeles. Pierdes las llaves. No sabes dónde pusiste los lentes. Dejas que venzan las letras y los pagarés. Tachoneas mis cartas. Confundes las fechas y la pronunciación de los nombres. Pierdes la memoria. Ése Bernal: ése es tu problema. Estás perdiendo la memoria.
La puesta en escena, llevada a cabo por Luis de Tavira con la Compañía Nacional de Teatro en 1992, era un gran y bello espectáculo, y la actuación de Fernando Balzaretti interpretando a Cortés es memorable. La escenografía de Alejandro Luna, tantas veces discutida con el director, tratando de encontrar el concepto, era impecable; pero pesadísima. La obra programada para estrenarse en el Festival de Cádiz casi requería de un avión para transportar una plataforma gigantesca de aluminio, preciosa y significativa: el universo de plata de Cortés, pero completamente impráctica para viajar. También fue a Colombia y a Nicaragua; y yo como asistente de dirección sí que la sufrí. Fui de standing, corrí por la bolsa de clavos al aeropuerto, pues sin ellos nada podía armarse, acomodé espadas, cascos, penachos y un sinfín de utilería, y al mismo tiempo disfruté una obra contemporánea de calidad. Viví en los teatros durante las giras y me emocionó escuchar una y otra vez un texto profundo dicho por personajes de carne y hueso, siempre diferente, viviendo una situación, compartiendo una experiencia con el público. La puesta en escena de La noche de Hernán Cortés fue algo importante y maravilloso, pero como comenta mi madre a mi padre, perdió ese aspecto íntimo de un hombre atribulado y solo, poco antes de morir.
Así también, dentro de esta búsqueda más íntima de su producción se encuentran Hace ya tanto tiempo (escrita en 1984 para una antología del issste y estrenada por primera vez en 1990) y Qué pronto se hace tarde (escrita por encargo de Blas Braidot y Raquel Soane para la compañía de Contigo América en 1996). Ambas son obras que suceden en un espacio único, que recuerdan el hiperrealismo de La visita del Ángel y los diálogos crípticos y sin algún sentido explícito. A partir de la sencillez de un acontecimiento y de la forma de contarlo, surgen estas dos obras de un bordado fino sorprendente, que toca las fibras más sensibles del espectador. “Ya no se trata de grandes retos para la experimentación”, comenta Leñero en una entrevista; “ahora lo que me interesa es la sencillez narrativa, la claridad”.
La carrera de Vicente Leñero como dramaturgo nos hace pensar en las palabras de Víctor Hugo Rascón al expresarse de él como “el hombre más joven de los jóvenes que he conocido”.
El camino de mi padre es rico en veredas, riscos y campiñas; valles y senderos hacia muchos o hacia ningún lugar. Su presente lo pinta de cuerpo entero: siempre investigando, siempre leyendo, siempre escribiendo, siempre queriendo conocer más, aprendiendo un poco más de la vida y siempre enseñándonos, con su ejemplo, una forma de ver la realidad y de ser congruente con ella
*Publicado en Lecciones de los alumnos, Luis Mario Moncada (antologador),
Anónimo Drama, México, 2006.