sábado, 31 de julio de 2010

La función de los museos, galerías y artistas

31/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Los museos son bodegas de anomalías que no tuvieron cabida en los demás espacio-tiempos de las sociedades modernas.

Sin los museos, aquello que el arte precursa se hubiera disuelto, dispersado en micro-contextos; sin un refugio, las técnicas, objetos, formas de ser y prácticas artísticas resultarían solubles dentro de sus pequeñas historias regionales.

Solamente en descontextualización pudo improvisarse una continuidad artificial e internacional entre “obras”.

Los museos modernos sirvieron de manuales y almacenes de información disensual, protegida, aislada.

Pero en los museos —templos antropocéntricos—, las obras de arte en lugar de ser entendidas como experimentos semi-conscientes para crear otra civilización fueron valoradas estéticamente como piezas sueltas, exquisita etnografía.

Sedujeron al artista a adorarse a sí mismo.

El arte hoy rinde culto al yo del artista en lugar de ponerlo al servicio de las ciudades que habita.

Pero el pragmatismo norteamericano que cobija a la comunidad artística mundial desde los años cincuenta le ha impedido percatar que el arte debe subordinarse a la creación de otra civilización.

El propio arte asimiló los ataques del conservadurismo; se siente ridículo, utópico, infantil, extravagante.

No obstante, cierto arte sospecha que debe sacrificarse hacia prácticas neo-sociales.

Las galerías tenían como finalidad inconsciente servir de laboratorios para que los sujetos disensuales —conocidos en Occidente como “artistas”, los parias del orden social occidental— tuvieran un espacio-tiempo de experimentación de nuevas formas de ser y hacer.

Los artistas, en su avasallante mayoría, no han comprendido que tales espacios eran sólo zonas para poner a prueba saberes, técnicas, disciplinas, comportamientos, que debían ser exportados y adaptados a las escuelas, instituciones, viviendas y espacios públicos de las sociedades.

El arte hiberna. Después de hibernar, interviene ciudades.

Las técnicas y disciplinas del arte, sin embargo, deben perder su amada “autonomía” y ponerse al servicio de la arquitectura, la terapéutica, el urbanismo. El arte visual, por ejemplo, recobraría su sentido solamente dentro de nuevas religiones, superiores a las religiones del miedo.

Ciencias especulativas acerca del misterio del hombre.

¿Misterio?, pregunta el neopositivismo que domina al arte contemporáneo, ese adorno sofisticado, a la vez inútil y profético, supercapitalista y proto-revolucionario.

El llamado arte público es sólo la puerta hacia la siguiente fase. Si se radicaliza, esta vertiente del arte puede crear urbes.

Si el artista cruza esa puerta, empero, ya no será artista, ya no hará arte.

Por eso no la cruza. Por eso el artista, que teme perder su identidad, dubita. Permanece sin cruzar la puerta; es el hombre del umbral.

El derecho a la cultura

31/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Elena Enríquez Fuentes

Un compromiso aplazado

Hacer del derecho a la cultura, en su dimensión de derecho humano, un principio rector de la política cultural del Estado en México, es hoy una tarea ineludible e inaplazable. Nuestro país, al firmar diversos acuerdos internacionales, desde hace décadas, ha adquirido compromisos que van desde incorporar a su legislación preceptos y normas que aseguren la salvaguarda de los derechos humanos, hasta crear políticas públicas con perspectiva en esta materia.

No contar con una estructura jurídica e institucional que nos permita ejercer el derecho a la cultura, en su carácter de derecho humano, con apego a los acuerdos internacionales que México ha suscrito, ha contribuido a generar el tejido de un entramado social, institucional y jurídico que limita el disfrute de nuestra vida cultural, trunca sus posibilidades de desarrollo y anula el potencial económico que la cultura tiene como recurso. Además, el Estado, al aplazar su tarea de procurar los medios para hacer del derecho a la cultura una realidad, ha sido un factor más que propicia la violación de los derechos humanos.

Incorporar, en 2009, el derecho a la cultura al artículo cuarto de nuestra Constitución convirtió en urgente la necesidad de que el Estado en México cumpla con su deber de crear la infraestructura para ejercer el derecho a la cultura. En este momento el Congreso no puede aplazar más legislar sobre cómo se hará efectivo el derecho a la cultura, es inminente la creación de una Ley General de Cultura que regule entre otras cosas:

—La colindancia del derecho a la cultura con otros derechos humanos, como el derecho a la educación, el derecho de autor, el derecho a la propiedad, el derecho a la información y la libertad de expresión.

—El papel del Estado en el acceso, promoción y difusión de la cultura.

—Los principios que la estructura institucional de la cultura en México tomará como base para enfrentar sus problemas y desafíos.

—La manera como se enfrentarán los problemas constitucionales del multiculturalismo en México.

—La administración del patrimonio cultural.

—La forma como se asumirá la dimensión económica del derecho a la cultura.

Éstos son sólo algunos de los rubros más evidentes que demandan una política cultural clara para pensar en soluciones, crear acuerdos o establecer prioridades.

El hecho anterior trajo a debate nuevamente cómo definir una política cultural y cuáles serían sus principios rectores. Es de llamar la atención, que un número importante de las voces que se han dejado oír en torno a este tema, coinciden en considerar que la política cultural se limita a preservar el patrimonio cultural y fomentar las artes, cuando nos encontramos ante la coyuntura de decidir cuál es la importancia que le vamos a dar a la cultura en México. ¿Vamos a consentir que la política cultural se siga restringiendo a lo que ha sido hasta hoy?, un limitado apoyo a las artes (a través de becas y subsidios) y la mediana administración y preservación de nuestro patrimonio cultural.

Detonador de desarrollo

El derecho a la cultura está contemplado en el artículo 27 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, donde se establece:

1) Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de su comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.

2) Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.

A partir de lo anterior se induce que el derecho a la cultura es detonador de un círculo virtuoso: propicia que todos seamos partícipes de los beneficios de los bienes culturales y promueve su protección; es un mecanismo para conocer y respetar a los demás derechos humanos; busca asegurar el respeto a la creación y la propiedad intelectual, así como la justa remuneración por el uso de las obras producto del trabajo intelectual; permite garantizar el disfrute de los bienes culturales tanto como un factor de desarrollo social, así como un recurso económico renovable y de explotación ilimitada.

Esclarecer cuál es el esquema idóneo que permita: instrumentar la protección y el acceso equitativo y democrático a la cultura para potenciar desarrollo; garantizar el respeto a las identidades culturales y su preservación; y promover el aprovechamiento de la generación de bienes culturales y del patrimonio material e inmaterial como recursos económicos; es el punto nodal de una Ley General de Cultura.

En su intervención, en alguno de los diversos foros realizados desde hace ya casi una década en torno a estos temas, Néstor García Canclini señaló: “la tarea primordial de las leyes, más que resolver problemas, es crear condiciones para que los movimientos de la sociedad conviertan a los problemas en oportunidades”. Hoy claramente estamos ante esa circunstancia.

En su ensayo Literatura y derecho ante la ley, Claudio Magris hace la siguiente reflexión: “La ley instaura su imperio y revela su necesidad allí donde existe o es posible un conflicto; el reino del derecho es la realidad de los conflictos y de la necesidad de mediarlos (…) el derecho parece ligado a la barbarie del conflicto…” El derecho se funda en la necesidad de regular la conducta humana en postulados de justicia. Después de ratificar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las naciones pertenecientes a la ONU han firmado acuerdos específicos como el Pacto internacional de derechos civiles y políticos y el Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales, con el fin de propiciar la creación de una cultura donde los derechos humanos sean el punto de partida tanto de las acciones de los individuos como del Estado. Los derechos humanos son principios que, no sólo están orientados a preservar la paz, surgen de la consideración de que existe un conjunto de prerrogativas, inherentes a la naturaleza de las personas, cuya efectiva realización es indispensable para el desarrollo integral del individuo que vive en una sociedad jurídicamente organizada. Los derechos humanos son inalienables, incondicionales y universales, porque sin su ejercicio no es posible asegurar la dignidad humana, la paz, ni la vida.

¿Por qué el Estado en México tiene la obligación de adoptar el derecho a la cultura?

Desde su promulgación, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, se distinguió por su alto contenido social. En nuestro país, por mandato constitucional, el Estado tiene el deber de garantizar (mediante la gestión, la creación de infraestructura o incluso, si es necesario, proporcionando servicios) el cumplimiento de nuestros derechos constitucionales. Éstos se fundan en la dignidad humana, en nuestra Constitución se manifiestan como garantías individuales. Nacen del conocido planteamiento filosófico-antropológico que plasmó Platón en La República: donde hay una necesidad surge un derecho.

Así, el derecho a la vivienda, a la alimentación, a la educación, a la seguridad, a la libertad de creencias y de expresión, entre otros, y ahora, desde luego, el derecho a la cultura, deben estar garantizados por el Estado, que es el encargado de su tutela. Mientras en otros países la estruc- tura legislativa se limita a armonizar la convivencia entre los individuos, nosotros llevamos más allá el deber del Estado y lo hacemos responsable del bienestar social. Por todo lo anterior, gestionar y crear las condiciones para ejercer el derecho a la cultura tiene implicaciones más complejas que sólo pensar en cómo optimizar el actual aparato administrativo dedicado a la cultura o darle un patrimonio jurídico a las instituciones ya existentes: como Conaculta.

Diagnóstico de derechos culturales

Como ya se mencionó antes, en nuestro país, la implementación de políticas públicas, con perspectiva en los derechos humanos, no es algo que el Estado pueda en este momento decidir hacer o no, es un compromiso adquirido internacionalmente y una obligación que impone la Constitución. El Congreso, al legislar sobre la forma como haremos efectivo el derecho a la cultura, no puede ignorar las implicaciones que se derivan de su carácter de ser un derecho humano. La comisión de cultura de la Cámara de Diputados, y la titular del Conaculta han comunicado que trabajan en la creación de una Ley General de Cultura pero, en ninguna de las acciones anunciadas por ambos se ha mencionado realizar un diagnóstico de derechos culturales. Esta tarea es ineludible en el marco jurídico actual de la cultura en nuestro país. Sólo un diagnóstico de derechos culturales permitiría la formulación de una política cultural acorde con nuestra legislación vigente.

A partir de la obligación internacional adquirida por México de elaborar planes de derechos humanos, se han realizado tres programas federales en 1998, 2002 y 2008, pero en ninguno de ellos se han considerado a los derechos culturales. Sin la información que proporciona un diagnóstico la política cultural carece de sustento.

La política cultural, que se derive de la creación de una Ley General de Cultura, será el punto de partida para implementar políticas públicas. Para que una política pública tenga perspectiva de derechos humanos se requieren varias cosas:

1) Constituir a las personas como sujetos de derechos (este punto es el que ahora está cubierto al incorporar el derecho a la cultura a las garantías individuales).

2) Basarse en las obligaciones interna- cionales a partir de los estándares establecidos en los tratados tanto de Naciones Unidas como los regionales para América, las declaraciones, la jurisprudencia de las cortes internacionales y demás recomendaciones y observaciones generales emitidas por los distintos comités internacionales de derechos humanos.

3) Crear las condiciones para contar con un sistema participativo que involucre a la sociedad civil, academia y demás actores interesados.

4) Establecer mecanismos claros y eficientes de exigibilidad de los derechos.

5) Utilizar los principios de igualdad, no discriminación y perspectiva de género en su elaboración.

6) Establecer entre los principios de cualquier programa la transparencia y la rendición de cuentas.

7) Aplicar los principios de máximo uso de recursos disponibles y prohibir la regresión para asegurar el cumplimiento de mínimos básicos garantizados.

La formulación de toda política pública supone: un ejercicio de diagnóstico para, con la información recabada, elaborar líneas estratégicas y acciones específicas a corto, mediano y largo plazo, así como estándares para establecer metas y evaluar su cumplimiento.

De acuerdo con el Manual de planes de Derechos Humanos, elaborado por la Oficina del alto comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos en 2002, los diagnósticos de derechos humanos permiten, a partir de considerar las obligaciones internacionales, proporcionarle al Estado las herramientas para proteger, respetar y garantizar los derechos (la garantía incluye la prevención, investigación, sanción y reparación de daños). Al identificar el nivel de cumplimiento de las obligaciones internacionales contraídas se pueden identificar prioridades para cumplir en su totalidad.

¿Qué importancia le vamos a conceder a la cultura?

Los países con los estándares más altos de calidad de vida le han dado a la cultura un carácter estratégico, por su valor multidimensional de desarrollo, Michel D. Higgins mientras se desempeñaba como Ministro de Cultura del Reino Unido, en un importante cónclave donde se discutían medidas para enfrentar momentos de crisis hizo esta declaración:

“Cuando asistí por primera vez al Consejo de Ministros de Cultura en 1993… se decía que cuando volviera a haber crecimiento económico podríamos hablar de nuevo de proyectos culturales. Por mi parte dije que era precisamente cuando la economía está estancada, cuando no puedes crear empleo al viejo estilo, cuando las personas están afectadas por el racismo, entonces, es cuando hay que invertir en cultura, porque ello significa invertir en tolerancia, invertir en diversidad, invertir en creatividad e imaginación”.

Hoy el Reino Unido obtiene el 11 por ciento de su PIB por su economía de la cultura, es una de las principales potencias económicas y culturales del mundo. ¿En México cuál va a ser nuestra postura?

31/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Armando González Torres

Montaigne nació en Burdeos en una familia sobre la que pesaba un pasado de conversos, creció entre los rigores de la educación clásica y la vida del campo, fue un hombre ascético y mundano a la vez, conoció a Étienne de La Boétie, y sintió la fascinación y el pronto duelo por la amistad, se mandó hacer una biblioteca para su retiro del mundo, viajó por Europa batallando con sus cálculos renales, regresó a la vida pública para mediar en las guerras de religión, huyó de la ciudad cuando arribó la peste y dedicó gran parte de su vida a un raro género entre la confesión y la iluminación, que ahora se llama ensayo. Cierto, lo que se llama ensayo ya existe desde el mundo griego; sin embargo, su despliegue como género subjetivo y subversivo sólo se opera con Montaigne. Este hombre no sólo asombró a sus contemporáneos con algunas opiniones extravagantes, pues más allá de la sustancia de esos argumentos lo más importante es cómo los esgrimió y representó. Montaigne hace del ensayo un género original, experimental, que, como dice Liliana Weinberg, deslinda la búsqueda del conocimiento de los géneros con autoridad retórica (jurídico, teológico, científico) y propugna una búsqueda más libre, asociada tanto a la introspección como a la observación asistemática del mundo. Así, a diferencia de un género rígido del conocimiento establecido, el ensayo, tal como lo practica Montaigne, se caracteriza por la presencia de la primera persona, tiene una forma libre, más asociativamente musical que lógica (caracterizada a ratos por la yuxtaposición e intercalación de voces); admite la voluntad de estilo y el giro poético y busca mostrar más que demostrar.

El ensayo no es sólo una forma textual sino una actividad intelectual que se caracteriza por su grado de libertad y aventura (“No se atienda, pues, a las materias, sino a la manera cómo las expongo.”). ¿Hasta qué punto es más importante la exposición que los argumentos? Es un cuestionamiento que siempre ha acechado al género y que ha generado críticas y descalificaciones por parte de géneros más serios que pretenden asimilarlo y ayudarlo a redimirse. Lo cierto es que esta subjetividad y movilidad hacen al género del ensayo imprevisible, y lo dotan de una emoción particular, aledaña a la del poema o la narración, que es asistir al proceso de un pensamiento, al apareamiento de intuiciones inconexas, a la épica, tragedia y melodrama de la inteligencia. Pero ¿cómo se inventa este género portentoso? Un reduccionista podría decir que la creación de un género propio por Montaigne responde a circunstancias muy concretas de su vida: la pérdida de su amigo La Boétie, la experimentación en carne propia de la división religiosa y el hecho de vivir en provincias. Porque, de la manera más clara, en Montaigne, el ensayo nace como suplencia de la charla con un interlocutor dilecto, como mediación entre fanatismos y como pensamiento desde los márgenes.

“El PAN nunca ha entendido la cultura”

31/Julio/2010
Suplemento Laberinto
José Luis Martínez

Las palabras de Enrique Krauze son contundentes, animadas por esa pasión crítica de la que hablaba Octavio Paz. En las oficinas de la editorial Clío, el historiador comenta los errores del gobierno federal en las conmemoraciones del Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución, también cuestiona los debates políticos e intelectuales en México –porque “son de escuelita”–, recuerda su amistad con Carlos Monsiváis y explica los motivos de su crítica implacable a Andrés Manuel López Obrador, quien “dividió al país en dos”. Durante el diálogo, cada pregunta recibe una respuesta amplia y categórica que es, al mismo tiempo, una oportunidad para la reflexión y la polémica.

¿Qué piensa de la manera como se han desarrollado los festejos del Bicentenario de la Independencia?

El Bicentenario era, más allá de los festejos, una oportunidad de participación ciudadana y debate colectivo, una oportunidad para enriquecer la vida pública del país. Lo es todavía, aunque ya no creo que se aproveche. Hasta ahora hemos tenido chispazos positivos, como el caso de Discutamos México, un esfuerzo valioso aunque con programas desiguales y hechos de manera algo rápida e improvisada. También hemos tenido espectáculos lamentables, como el mórbido e inútil desfile de los huesos de los héroes. Entonces, hay algunas cosas que están bien, pero en términos generales ¡qué deslucido, qué triste, qué superficial se ve este festejo de la Independencia, incluso comparado con el de 1910!

El énfasis del gobierno federal parece estar más en el Bicentenario que en la Revolución.

El gobierno de Felipe Calderón ha sido incapaz de ver con claridad qué hacer con el Bicentenario. Hay que decirlo con todas sus letras: falló desde un principio. Desechó a personas que pudieron haber hecho un buen trabajo, como Rafael Tovar, y eligió a gente limitada, con una visión anacrónica de la historia, del género llamado “historia de bronce”. Ha faltado, por decirlo así, una filosofía del Bicentenario. Es obvio que había muchas propuestas que no se escucharon, o se escucharon a medias, o se escucharon tarde. Desde principios de 2007, por ejemplo, comenté que debían de separarse los festejos de la Independencia y la Revolución. Escribí ampliamente sobre esto y pronto publicaré un libro —Adiós a los héroes— donde recojo estas ideas. Una de ellas consistía en aprovechar la Conmemoración de la Independencia (que nos vincula claramente y está fuera de toda discusión) para hablar de la riqueza cultural de nuestra historia, todo aquello que Luis González llamó “La construcción de México”.

Es verdad que se recogió la idea de llevar la obra sintética de Luis González a los hogares de México. Pero se necesitaba la contraparte: que los pueblos de México hablaran. No basta con poner un lema: “200 años de ser orgullosamente mexicanos”. Había que llenarlo de sustancia, llevarlo a cada municipio, a cada pueblo; contar (o más bien escuchar) las hazañas locales. Hubiera sido una gran ocasión de recoger la microhistoria de los muchísimos pueblos y ciudades del país, para formar con ellas el mosaico nacional. Propuse que la iniciativa partiera de las escuelas, pero no se hizo, o se está haciendo de manera tardía y muy limitada.

En cuanto a la Revolución, lo que a mi juicio convenía era precisamente discutir su legado en los grandes temas nacionales: agrario, obrero, educativo, democrático. Una reflexión crítica y autocrítica al mayor nivel. Se está haciendo sólo a medias.

Usted habla de la necesidad de debatir los grandes problemas nacionales, pero cuando menos en los medios de comunicación parece que esto sí se está haciendo.

Desde hace mucho tiempo he insistido en que necesitamos mayor calidad, sofisticación e inteligencia en el debate público. Sin duda, ahora el debate en México —en la prensa, en la radio, en todos los medios— es mejor de lo que era hace veinte años, en los tiempos hegemónicos del PRI. Esto hay que admitirlo. Sin embargo, es mucho menos rico de lo que podría ser, y en esto lo que importa es el formato. Los medios de comunicación masiva tendrían que estar inventando fórmulas de debate que sean mucho más que conversaciones de sobremesa. Un debate debe ser preparado a fondo. Los debates mexicanos por televisión son inocuos, académicos, de escuelita, hay que darles un grado más y hacer debates “a la inglesa”, en donde tanto el moderador como los participantes saben que al final de cuentas va a haber un triunfador y un perdedor: que va a “correr sangre”. (Nosotros en el portal Lupa Ciudadana estamos preparando debates con ese formato.) Son cosas que faltan. En suma, sí estamos mejor que antes, pero no estamos discutiendo con la profundidad, el compromiso y la pasión que deberíamos los grandes problemas nacionales.

¿Qué impide que existan en México debates de altura?

En la vida intelectual y política de México hay varios vicios. Uno es el vicio académico. En el área de las humanidades hay una especie de casta que escribe para sí misma, sólo se lee a sí misma y tiene una opinión excesiva sobre sí misma, es inmune a la crítica y a la autocrítica; tiene la pretensión de estar haciendo ciencia, y algunos órganos de la prensa recogen sus opiniones sin cuestionarlas, como si fueran, en efecto, verdades científicas.

Otro vicio muy arraigado en la vida intelectual mexicana es el dogmatismo y la intolerancia, que está presente en órganos de izquierda herederos del dogmatismo y la intolerancia de la Iglesia del siglo XIX, enemiga del pensamiento liberal. En estos órganos, guardianes del dogma, no se practican las reglas básicas de un debate intelectual de altura: la discusión respetuosa, la escucha de opiniones ajenas, la fundamentación de ideas propias.

Entonces, entre un academicismo endogámico y un dogma- tismo intolerante, hay un espacio muy reducido para el pensamiento abierto, plural y liberal. Los académicos no tienen pasión y los dogmáticos tienen demasiada, ciega pasión.

¿Esto ha contribuido a que hayan desaparecido las polémicas intelectuales?

La autenticidad, el compromiso que se vivió en los ochenta en México, cuando la polémica entre Vuelta y Nexos, entre Octavio Paz y Carlos Monsiváis, no existe ahora. Tendríamos que retomar esa pasión intelectual y crítica, porque si no todo se va a extinguir, a disolver, en un páramo de mediocridad: dogmática, académica, mediática. Yo no objeto, por cierto, el surgimiento de los comentaristas políticos, es algo positivo, pero muchos de ellos hablan como oráculos y no tienen un libro publicado.

Paz decía que en México debemos reconciliarnos con el pasado. ¿Lo estamos haciendo?

No, no nos estamos reconciliando con el pasado, hacerlo significaría muchas cosas que, de nuevo, tienen que ver con el debate. Tendríamos que estar debatiendo seriamente los mitos nacionales, volver al tema de lo indígena y español, revisar las distintas vertientes de interpretación de la historia de México en el siglo XIX, ver qué tanta mitología arrastró consigo la Revolución Mexicana, incluido el muralismo. Vivimos en una selva de mitos: el mito del petróleo, el mito de la soberanía…. Tendríamos que estar avanzando mucho más en la desmitificación de nuestra historia para ver a los héroes como hombres de carne y hueso (con virtudes y defectos). Para ver a la Independencia y la Revolución en toda su complejidad, como un proceso en el que intervienen otras figuras además de los “héroes”. Sobre todo, deberíamos rescatar la vida de México en estos 200 años, una vida que fue forjada no por individuos únicos (aunque estos hayan sido centrales) sino por élites rectoras, centenares de figuras, generaciones enteras, del mundo eclesiástico, intelectual, cultural, militar, empresarial, etcétera. Por lo demás, deberíamos rescatar a la Reforma: fue el “momento eje” de México, mucho más decisivo que la Independencia y la Revolución. Pero la mitología de la violencia nos “jala” hacia la veneración de los insurgentes y los revolucionarios. Para mí, por cierto, el mejor insurgente es el más reformista, Morelos, y el mejor revolucionario es Madero, el demócrata liberal.

Todo lo anterior para que el mexicano saliera del 2010 con una idea más plural, más diversa, más compleja, más crítica de la historia de su país; no veo que se esté haciendo. Por eso vivimos el 2010 de manera sonámbula y superficial.

¿Cómo evaluaría las relaciones del PRI con la cultura?

Históricamente el PRI, el sistema político mexicano, tuvo relaciones estrechas y positivas con el mundo de la cultura. Cómo olvidar a las generaciones de diplomáticos que, siendo intelectuales, siendo excelentes escritores, le dieron lustre a las relaciones exteriores de México. Lo mismo cabe decir de la Secretaría de Educación Pública, con secretarios muy reconocidos.

La integración del intelectual mexicano al poder, hasta cierto momento, fue bastante generalizada y funcional. Pero esto se rompió en los sesenta, y qué bueno, porque si el intelectual no utiliza sus armas, que son las de la crítica, se ata de manos y se pone al servicio no del público sino del poder.

De los sesenta en adelante, con Daniel Cosío Villegas a la vanguardia, luego con Octavio Paz y después con otros intelectuales, se comenzó a trabajar en la crítica del poder. Muchos participamos en esa labor, tomamos distancia del poder hegemónico del PRI y creo que hicimos una buena contribución a la transición democrática.

En los últimos diez años, debido al efecto centrífugo de la democracia, el poder ha dejado de escribirse con mayúscula, ha dejado de ser hegemónico: está distribuido en diversos polos. El PAN tiene el poder Ejecutivo, pero el poder también está en el Legislativo (que controla sobre todo el PRI), en el Judicial, en los estados (con partidos diversos), en los medios electrónicos, en los grupos empresariales, en la Iglesia, en los sindicatos, incluso en el narcotráfico. Ha desaparecido esa pirámide de poder que conocimos durante ocho décadas. Uno de esos poderes, minúsculo si se quiere, es el de los intelectuales. Más que un poder, es un prestigio, una autoridad. Lo ideal es que el intelectual cuide ese pequeño poder independiente.


¿Y cómo se relaciona el PAN con la cultura?

El PAN nunca ha entendido la cultura, a pesar de haber sido fundado por un intelectual. No entiende la cultura ni la entenderá, más allá de que tenga buenos o malos funcionarios. La labor de Consuelo Sáizar es buena, pero el gobierno no tiene un proyecto cultural, no sabe cuál es su legado y tiene una seria crisis de identidad. Naturalmente, su relación con los intelectuales es tenue, lejana o mala.

No creo que haya ahora en México ningún intelectual (salvo Alonso Lujambio, que ha escrito libros sobre ese partido) que pueda considerarse ligado al PAN. Tampoco veo muchos intelectuales del PRI. Pero sí hay varios ligados al PRD. La izquierda, alrededor de López Obrador, sí pudo integrar a buena parte de la familia intelectual, cultural y académica de México en 2006, y sigue reteniéndola en gran medida.

¿Con quién se identifica usted?

Con ningún partido. El pensamiento liberal no tiene partido que lo represente. Lamentablemente, entre la izquierda y los liberales existe una ruptura, cuando su convergencia fue un sustento muy importante en la transición democrática. La convergencia entre Heberto Castillo y Luis H. Álvarez fue absolutamente central, pero detrás de Heberto había la convicción de una izquierda que tenía que volverse moderna y del lado de Álvarez un pensamiento mucho más liberal que reaccionario. Entre estos personajes, o si se quiere entre Paz y Monsiváis, guardadas todas las diferencias, cabía el diálogo.

Yo hablé mucho con Monsiváis sobre este tema. Pocos días antes de que lo internaran, me envió una carta que desde luego conservo, diciéndome que estaba horrorizado con los escritos “estalinistas” que publicaban algunos órganos periodísticos criticando a los disidentes cubanos. Nos acercamos por el viejo afecto que nos unía y porque sabíamos que el diálogo entre una revista cultural liberal, heredera de Paz y Cosío Villegas, y el pensamiento de izquierda es fundamental.

En una entrevista para Milenio Televisión, usted comentó que la muerte de Monsiváis debería servir para buscar la concordia en la familia cultural mexicana. Históricamente, ¿ha existido esa concordia?

Por supuesto que las diferencias intelectuales han estado siempre presentes; han existido rencillas entre personas y entre distintas escuelas y revistas. Pero desde que Ignacio Manuel Altamirano la fundó, en la cultura nacional hay una continuidad: en el Porfiriato, en el Ateneo, en los Contemporáneos, en la generación de Octavio Paz.

Veamos el ejemplo de Paz y Revueltas, dos personajes tan distintos y a la vez tan parecidos: nacieron el mismo año, ambos fueron rebeldes, autocríticos y críticos del poder. Convergen en el 68, pero nunca se pelean, siempre se respetan. Eso es lo que yo quisiera. Y luego las siguientes generaciones, la de Fuentes, la de García Ponce, la de Ibargüengoitia… tenían diferencias, pero eran una familia.

Octavio Paz criticó a Monsiváis y éste a Paz; Héctor Aguilar Camín también criticó a Paz y yo, en un texto muy fuerte, a Carlos Fuentes. Estos actos tuvieron su importancia pero no invalidaban una especie de unidad fundamental en la familia cultural mexicana. Todo se rompió en 2006, porque ahí sí se saltaron las trancas. Nunca había ocurrido una integración tan grande no sólo con un proyecto, sino con una persona (sin olvidar el antecedente de Echeverría). La descalificación como “traidores”, de “derecha”, a los que no estaban con AMLO, fue y es escandalosa. Y así, sobre la base de que unos son traidores y otros son santos, no se puede dialogar.

¿Cuál sería la salida a todo esto?

El diálogo, la buena fe —y no estoy hablando de una tregua, sino de una concordia esencial—. Quizá nunca voy a convencer a los que piensan de manera dogmática de mis razones, pero todos merecemos respeto. La vida cultural e intelectual mexicana, debido a las querellas del 2006, se ha degradado, ha perdido la altura y se ha vuelto insoportablemente militante, y sobre esa base nada se puede hacer.

La prueba de lo que estoy diciendo está en internet, en los blogs, donde se dicen cosas increíbles. No hay ya respeto a las obras, a las formas, a las trayectorias, a las ideas. Es una cloaca. ¿Quieres una prueba adicional? Hace dos años caminaba distraídamente por la calle de Argentina, rumbo al Colegio Nacional, cuando de pronto alguien se me cruza rápidamente y me grita: “¡Qué muera Octavio Paz!” Esa es otra muestra de cómo estamos.

¿No pensó que podría ocurrir algo desagradable al presentarse a los funerales de Monsiváis en Bellas Artes?

Nunca tuve la menor duda de ir a Bellas Artes. Conocí a Carlos desde 1969. Fue un amigo entrañable y siempre nos vimos con respeto y afecto, aunque a veces nos criticábamos. Ese día, muchas personas se me acercaron con simpatía. Un muchacho, muy respetuoso, me dijo: “Don Enrique, ¿qué le parece esta demostración del pueblo? Esto es lo que gana un intelectual que está con el pueblo y no con el poder”. Yo le dije que me parecía magnífica. Pero que la implicación (que yo estaba con el poder) era equivocada.

¿Cómo encara ese señalamiento?

Yo no estoy en lo absoluto con el poder. Nunca he estado con el poder, ni con el político ni con ningún otro. Yo ejerzo mi trabajo como escritor y editor de una revista de literatura y de crítica independiente, y tengo un espacio en la televisión nacional (que no me subsidian ni pagan) que llega a un millón de personas por semana (hasta la fecha llevamos más de 350 programas de historia que se han transmitido en todo el país). Si esto, el que la empresa Clío tenga este espacio en Televisa, se interpreta como que yo estoy con “el poder”, pues es una consideración falsa. Porque también Carlos Monsiváis y Carlos Montemayor aparecían en Televisa y les pagaban. Lo mismo sucede con Elenita Poniatowska o Rolando Cordera, todos muy respetables.

Un reportero de Proceso escribió que yo era asesor de Calderón y accionista de Televisa. Envíe una carta a la revista, que publicaron en su edición en internet, donde les digo: “Si ver al Presidente de manera incidental, es ser su asesor, entonces Julio Scherer fue asesor de varios de ellos”, como se ve en su libro Los presidentes. Yo no soy accionista de Televisa, soy miembro de su consejo y tengo un programa ahí desde hace doce años. Y si todo trato con esa empresa (a la que he criticado públicamente) es infamante, que me expliquen por qué hay periodistas de Proceso que aparecen en Televisa, o por qué la revista entabló relaciones cordiales con ella planeando programas en el año 2000.

Volviendo a mi presencia en Bellas Artes. Yo quise significar todo mi afecto y reconocimiento a mi amigo Carlos y mostrar, o tratar de hacerlo, que la demonización por parte de los dogmáticos no me atemoriza.

¿Cree posible la reconciliación que propone? ¿Qué le diría a la familia cultural mexicana?

Mi mensaje al ámbito cultural, desaparecidos casi todos los patriarcas, es el siguiente: no se trata de querernos, se trata de respetarnos, y de hablar. De polemizar lealmente. No es posible que en el mundo intelectual mexicano hayamos descendido a las bajezas, insultos y descalificaciones que algunos órganos practican ahora. Todos los que hemos trabajado por la cultura en México tenemos que hacer el esfuerzo de recobrar un mínimo de esa concordia, de ese respeto que se perdió el día en que apareció el personaje que dividió al país en dos.

¿López Obrador?

Así lo creo. Y no me hubiera tomado el trabajo de escribir ese texto [“El mesías tropical”], de no pensar que López Obrador iba a dañar el país como en efecto lo dañó. Por ejemplo, desprestigiando a la institución electoral; un millón de observadores fueron puestos en entredicho por la voluntad de una persona. Entonces, que una buena parte de la cultura y del sector académico se haya enamorado del proyecto de López Obrador merecía una crítica. Todos los odios que me he concitado alrededor de eso, los asimilo con gusto. Pero es hora de tender una mano a la zona razonable de ese conglomerado y decir: “Señores, vamos a dialogar”. Yo he abierto siempre las páginas de Letras Libres. Pero ellos tienen cerradas (selladas) sus páginas para las voces liberales o disidentes.

Además del texto que menciona, usted ha escrito otros bastante impopulares.

A mí no me ha interesado nunca ser popular, creo en la crítica y me gusta la polémica. En lo que no creo y a lo que me opongo es a la descalificación.


Escribir para no ser o para ser

31/Julio/2010
Suplemento Babelia

Emiliano Monge

Sobre la forma correcta de crear un personaje se han escrito cientos de miles de páginas, por supuesto, inútiles todas: que si éste debe poseer tales cualidades, que si necesita ser reflejo de su tiempo, que si es fundamental la sutileza o la certeza o la entereza. Ni hablar ya de las contribuciones técnicas que los redactores de estas páginas creen hacer a la literatura en nombre de una sintaxis que convertida en derechos de autor se vuelve en sus bolsillos la más acartonada de las praxis. Igual que los fulleros de los parques, los tahúres de las letras venden su mentira disfrazada de promesa: siguiendo la instrucción de este libro crearás un personaje inolvidable.

Peores que estos redactores de mentiras son sus primos más cercanos: los maestros de talleres literarios, esas comadronas especializadas en sacar con fórceps lo que debía sacarse con pujidos, esos caníbales hambrientos que succionan del personaje de su alumno lo único que en verdad era importante: el sudor, la sangre, el músculo y la bilis, esos malabaristas de las horas que cegados por el pago de una próxima visita se vuelven incapaces de aceptar una verdad como un templo: la manera indicada de crear un personaje memorable es fundamentalmente inexplicable. "En arte todo se puede aprender y nada o casi nada se puede enseñar", escribió Eduardo Chillida hace ya varios años.

Por supuesto, no es que sea inexplicable el carácter de un determinado personaje, sus virtudes morales, sus vacíos espirituales o sus carencias vitales, como tampoco resulta inexplicable la estrategia literaria, el tono elegido o las herramientas que se han utilizado para crearlo. Lo que es inexplicable es la gestación del personaje, su emerger en una mente como emergen en la niebla los objetos, el mecanismo de resortes que arrastra un presentimiento desde las profundidades últimas del alma y lo moldea hasta dejarlo convertido en algo más humano que los hombres, en un ser incluso más real que aquél que lo ha creado. Lo que resulta inexplicable es pues lo único importante: la manera en que un autor inventa, insufla de existencia y comparte con su creación el lugar que hasta entonces ocupaba solo en el mundo. "Allí donde fallo yo como hombre, fallan también mis personajes. Por otro lado, ellos sienten orgullo por las mismas cosas que yo, es decir, por los pormenores cotidianos de la vida", aseguró el escritor checo Bohumil Hrabal.

Sé que sobrarán los que tras leer estas palabras me corrijan, los talleristas que me enseñen aquello que no entiendo, los críticos que se apresuren a explicarme lo inexplicable. Antes de que lo hagan, déjenme decir que sé lo fácil que es diseccionar un personaje, un texto, una situación o incluso una palabra, y también lo inútil que resulta. Así que mejor contéstenme cómo es que Tolstói huyó de su muerte, para ser exactos de su casa instantes antes de su muerte, para no morir en las mismas condiciones que Iván Ilich: rodeado de una familia indiferente, interesada y que lo tenía completamente harto. O cómo es posible que Bohumil Hrabal, el autor de obras como Trenes rigurosamente vigilados y Una soledad demasiado ruidosa, se suicidara tirándose de un quinto piso mientras daba de comer a sus palomas: exactamente igual que el más insigne de sus personajes. Escribir para no ser o para ser...

lunes, 26 de julio de 2010

Responso

Julio/2010
Letras Libres
Álvaro Enrigue

1. La muerte de un escritor representa la liberación de su obra: la figura se emborrona en el espacio reservado para lo que ya es sólo anecdótico y su escritura se organiza en un cuerpo por fin coherente, testimonial de todo su tiempo y no sólo de las facciones en que militó, perfecto en su no poder ampliarse más. De Monsiváis podíamos decir misa cuando estaba vivo, pero ahora que sus esfuerzos están concluidos, se afirma lo que probablemente le hubiera gustado más que dijéramos de él: era escritor. El duelo y sus lutos son para los que no pudieron ser lo que querían.

2. México va a ser menos divertido sin Monsiváis evidenciando la estulticia de la clase política, el gusto atronador –por decir lo menos– de los millonarios, el resentimiento pueril de las clases medias. Fue nuestro contemporáneo con más capacidad para envenenar un dardo: en muchas ocasiones una sola línea suya decía más sobre el día anterior en México que la suma de todos los periódicos de la república.

3. Los jaloneos con el cadáver de Monsiváis durante su velación en Bellas Artes hubieran sido dignos sólo de una crónica de Monsiváis. Alguien dijo –juro que lo leí por ahí– sobre la negativa de su familia a bajar el féretro en el Zócalo: “Queríamos que pasara un ratito con los compañeros en huelga del Sindicato de Electricistas.”

4. Cuando un autor desaparece, nuestros plagios se convierten en intertextos, nuestros saqueos en influencias. Mientras escribo, siento que ya puedo dejar el frío de los incisos para hundirme en el gozo de los cabezales.

5. Hay una característica que Monsiváis compartía con Gutiérrez Nájera –fundador de su estirpe. Sus trabajos son tan vastos y curiosos de todas las manifestaciones de la cultura que se van a necesitar muchos años, innumerables profesores gringos y cantidad de editores argentinos para darles unidad. Sus obras completas van a ser como las del Duque Job: tan largas que llevan toda mi vida siendo compiladas en un cubículo de la unam y no se ve para cuándo terminen –el último tomo que vi y ya no compré era de un grado de especialización inquietante: Crítica de teatro iv. El tomo de las de Monsiváis que me gustaría compilar sería Panistas del Bajío.

6. Hace algunas semanas Fernando Serrano hacía notar en un artículo publicado en Excelsior que en los años ochenta temíamos que el español de México fuera avasallado por el inglés de Estados Unidos. Hubo un tiempo en que, efectivamente, las estaciones de fm tenían casi todas nombres en inglés. La hegemonía de la cultura popular estadounidense era tan absoluta que preferir a las bandas británicas era un gesto de izquierdistas. En los años noventa se invirtió la ecuación primero entre los intelectuales y luego masivamente. Ya nadie se ha de acordar, pero de pronto la clase media transitó de bailar a Gloria Gaynor a recuperar a Acerina, de conmoverse con Queen a servir de postre a Chavela Vargas. Ser mexicano podía ser duro, pero ya no daba vergüenza. Tengo la certeza indemostrable de que el motor de esa pequeña corrección en la autoestima nacional fue Monsiváis. A través de su escritura una producción popular que parecía impresentable se puso en conversación con los fenómenos del pop global y resultó que era competitiva, adquirió estatura literaria, reveló una complejidad que nadie había tenido la gentileza de notar.

7. Carlos Monsiváis se murió durante el solsticio de verano. La noche más corta y el día más largo como augurio para la obra de una figura tan extendida e imprescindible que nos resulta inimaginable que deje de ser leída. ¿Va a durar? ¿Qué les va a decir Amor perdido o Aires de familia a los mexicanos que nacieron el día de su muerte? Creo que conforme pasen los años y vayan desapareciendo los sujetos de sus alusiones, lo que hoy nos parece su trabajo más propiamente literario –los estudios sobre poesía, los innumerables prólogos, las genealogías a que era tan afecto– irá volviéndose material de especialistas, mientras sus crónicas periodísticas parecerán cada vez más complejas, cada vez más inteligentes en su disposición metafórica, cada vez más voluptuosas en su relación con el idioma. Tal vez le suceda lo que a Gutiérrez Nájera: sus contemporáneos lo leían como un poeta romántico que cada tanto tenía un desplante lírico más bien inexplicable, y nosotros lo vemos como el inventor de la prosa modernista.


8. A mí me gustaría que Monsiváis fuera el precursor de algo que todavía no tiene nombre y nosotros confundimos con el periodismo sólo porque entendemos sus referentes. ~

El género Monsiváis

Julio/2010
Letras libres
Juan Villoro

Durante décadas, la presencia de Carlos Monsiváis en un sinfín de presentaciones de libros, coloquios, manifestaciones y convites fue vista como algo obvio e inevitable. “Soy un lugar común de la Portales”, dijo alguna vez. Su comparencia en tantos sitios sugería la posibilidad de que contara con replicantes. Lo extraño –el fracaso del evento– hubiera sido que las cosas sucedieran sin tomarlo en cuenta.

Desde muy pronto dejó de ser un mero testigo de los hechos para incorporarse a ellos como protagonista indirecto. Era demasiado célebre para pasar inadvertido. Su cabellera revuelta, su chamarra de mezclilla, su gran mandíbula cruzada por la sonrisa de quien aún no sabe qué pensar (o ya sabe pero prefiere no decirlo), determinaban el acontecer. El icono estaba ahí. Ignorarlo era como no advertir que ya llegó Blue Demon. Al verlo, los cantantes alteraban su repertorio y los ponentes sus citas. Con frecuencia, le pedían que subiera al estrado. No podía ser un cronista neutro de la realidad porque contribuía a crearla. La cultura de masas lo imitó y posó sin recato para él.

Esto no perjudicó su escritura porque los sucesos desnudos le interesaban poco. No buscaba la trama de lo real, sino su representación. En su caso, el editorialista no se separaba del narrador. Uno de sus recursos favoritos consistía en recolectar o inventar declarantes anónimos que discutían los hechos. La voz de la ciudad, el coro griego, el patio del mundo, el rumor popular fueron sus auténticos protagonistas. Las anécdotas, los detalles, la ropa, los sabores, los sueños y las manías de sus testigos nunca le interesaron tanto como lo que pudieran opinar. Sus crónicas eran un simposio interrumpido por sucesos, la asamblea donde distintos oradores polemizaban para contar la historia.

Monsiváis entendía su oficio como un tumultuoso acto de presencia, no sólo a través de los textos, sino de su activísima producción oral. Retratista de voces, recibía el homenaje de los ecos. Identificarse con sus palabras significaba propagarlas. A veces, el rumor de lo que había dicho parecía más veloz que sus declaraciones.

La ironía, el dislate, los datos exactos y las paradojas que ponía en juego en sus escritos alimentaban su conversación. El género Monsiváis era un continuo que pasaba de la página a las llamadas telefónicas, los apodos que ponía con temible certeza, los programas de televisión, los aforismos con los que respondía preguntas al término de sus conferencias. El registro de su oralidad daría para varios libros. Al menos uno de ellos debería estar integrado por parodias e imitaciones. Con técnica teatral, alertaba sobre las debilidades propias y ajenas, llevándolas a un disfrutable exceso. Odiaba hacerse el amable y despreciaba la cortesía protocolaria. Ante la pedantería y la falsa erudición, reaccionaba con firmeza. Si alguien le preguntaba por una magnífica película coreana, respondía: “Me molestó mucho lo que sucedió con las copias que no pudieron ser exhibidas en Uzbekistán.” “Si confundes, quedas de maravilla”, me dijo después de enfrentar a un sabelotodo.

En 2009, en el Festival Hay de Cartagena de Indias, un norteamericano se dirigió a él con una mezcla de interés e insolencia: “Me gustó lo que dijo, pero nadie me puede decir quién es usted, ¿podría recomendarme alguno de sus libros?” Monsiváis fingió paciencia franciscana y contestó: “Me limitaré a dos: El llano en llamas y Pedro Páramo. Algunos maledicientes dicen que no los escribí yo, pero nunca les respondo a mis detractores.”

Su interés por los liberales del siglo xix mexicano también tiene que ver con la combinación de periodismo y oratoria, la discusión que convierte a cada acto público en parte de la Obra. La cultura como proselitismo non-stop.

Medir el tamaño de su ausencia es imposible porque intervino en demasiadas zonas del arte y la política, en forma no siempre evidente. Fue el mayor árbitro entre lo culto y lo popular y uno de los principales dictaminadores del gusto en un país que no sabía que tantas cosas distintas valieran la pena.

Coleccionista de artesanías, grabados y fotografías, también lo fue de las palabras con que los poderosos se incriminan sin saberlo. Su columna “Por mi madre, bohemios” fue el museo del ridículo de los obispos, los políticos y los grandes empresarios de México.

En su casa recibía borradores de desplegados, cartas de renuncia, respuestas para una polémica. “Si mandas eso, te hundes”, mascullaba entre dientes a algún solicitante, y sugería modificaciones que luego aparecían como ideas ajenas. Su impronta de ghost-writer está en numerosos textos, no siempre asociables con sus intereses.

También actuó en películas, escribió letras de canciones, hizo sketches de teatro de revista. Todo esto ingresó en su escritura y volvió a salir de ahí, modificado por los lectores.

El Monsiváis oral y el Monsiváis escrito crearon un género intransferible, el de la realidad comentada, la leyenda instantánea que aspira a colectivizarse, el mito exprés que no tiene copyright.

La condición fragmentaria y dispersa de su obra se explica en gran medida por su renuencia a verse como autor único y definitivo. Necesitaba palabras ajenas para parodiarlas, citarlas in extenso, polemizar con ellas. Sus ideas más genuinas surgían de una dramaturgia en la que intervenían los otros, aliados o adversarios, santos provisionales o diablos de pastorela.

Solía llegar a las conferencias con una carpeta en la que guardaba apuntes para las más distintas circunstancias. Ese hipertexto portátil era emblema de sus pasiones múltiples, que no admitían la conclusión. Su obra es desconocida en la medida en que sólo un mínimo porcentaje se ha publicado en libros. Su futuro como prolífico autor de libros póstumos reclama un editor que no caiga en pecado de beatería y se atreva a discriminar y organizar con imaginación los materiales.

Monsiváis fue una forma de la atmósfera. Sus miles de cuartillas y sus participaciones en todos los foros llegaban con previsible constancia. Con su muerte, lo que dábamos por sentado adquiere inaudita desmesura. Carlos Monsiváis dejó de pertenecer a la vida diaria para incorporarse al género que redefinió: la leyenda. ~

Breve discurso sobre la cultura

Julio/2010
Letras Libres
Mario Vargas Llosa

A lo largo de la historia, la noción de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento teológico; en Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el derecho, en tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes. En épocas más recientes como la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos científicos los que dieron el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra época, cultura siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber.

La cultura estableció siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían con aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban o ignoraban, o eran excluidos de ella por razones sociales y económicas. En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.

En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son.

La más remota señal de este progresivo empastelamiento y confusión de lo que representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo, en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definición no se limitaba a establecer un método para explorar la especificidad de un conglomerado humano en relación con los demás. Quería también, de entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse. El propósito no podía ser más generoso, pero ya sabemos por el famoso dicho que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración, ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto último lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Según esta arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.

Si etnólogos y antropólogos establecieron esta igualación horizontal de las culturas, diluyendo hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los sociólogos por su parte –o, mejor dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria– han llevado a cabo una revolución semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho más libre, genuina, crítica, representativa y audaz. Diré inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijaíl Bajtín dedicó a La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento / El contexto de François Rabelais, en el que contrasta, con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama “cultura popular”, que, según el crítico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con réplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el “abajo humano”, es decir, el sexo, las funciones excrementales, la grosería y oponen el rijoso “mal gusto” al supuesto “buen gusto” de las clases dominantes.

No hay que confundir la clasificación hecha por Bajtín y otros críticos literarios de estirpe sociológica –cultura oficial y cultura popular– con aquella división que desde hace mucho existe en el mundo anglosajón, entre la high brow culture y la low brow culture: la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos siempre dentro de la acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta como T.S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Hemingway o los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaída pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho más radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podía haber en este discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con que representaba las experiencias humanas más compartidas.

De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo “la cultura de la pedofilia”, “la cultura de la mariguana”, “la cultura punqui”, “la cultura de la estética nazi” y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos.

Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es.

Sin embargo, se me objetará, nunca en la historia ha habido un cúmulo tan grande de descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura y la especialización hay tanta distancia como entre el hombre de Cromagnon y los sibaritas neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad, sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especialización a que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de destrucción masiva con el que podríamos desaparecer varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata de una hazaña científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestación flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía T.S. Eliot, “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”.

La cultura es –o era, cuando existía– un denominador común, algo que mantenía viva la comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era, así mismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones inútiles. Nadie puede saber todo de todo –ni antes ni ahora fue posible–, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura.

El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros ámbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demás, lo aíslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber. La especialización, que existió desde los albores de la civilización, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber –las ciencias, las letras, las artes y las técnicas– ejercían una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia.

En su célebre ensayo “Notas para la definición de la cultura”, T.S. Eliot sostuvo que no debe identificarse a esta con el conocimiento –parecía estar hablando para nuestra época más que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que ahora– porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo así como un designio moral. Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religión cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que multiplica los polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos xviii y xix, esta función para un amplio sector del mundo occidental.

Aunque, es cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación.

Jerarquías en el amplio espectro de los saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una élite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra desintegración. Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el mayor número en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz.

Sería equivocado atribuir en este proceso funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las técnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de él y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velázquez está tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner.

Las ideas de especialización y progreso, inseparables de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquella abole a esta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con estas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se ríen con Molière y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a, y dialogan con, quienes en el tiempo en que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y admiraron.

Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado periodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al espacio común de la cultura. Esta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.

Hace ya algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema mayor de nuestro tiempo: la educación.

El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arcoíris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí muchos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.

El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzocortantes. Así, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica. Se habían dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnos circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas –casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género– inadaptables o pendencieros recalcitrantes.

Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: “Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller” (“Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas”). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercana y caminar juntos hasta el colegio. De este modo el riesgo de ser agredidos por los voyous (golfos) se enanizaba. Aquella profesora y sus colegas, que iban diariamente a su trabajo como quien va al infierno, se habían resignado, aprendido a sobrevivir y no parecían imaginar siquiera que ejercer la docencia pudiera ser algo distinto a su vía crucis cotidiano.

En esos días terminaba yo de leer uno de los amenos y sofísticos ensayos de Michel Foucault en el que, con su brillantez habitual, el filósofo francés sostenía que, al igual que la sexualidad, la psiquiatría, la religión, la justicia y el lenguaje, la enseñanza había sido siempre, en el mundo occidental, una de esas “estructuras de poder” erigidas para reprimir y domesticar al cuerpo social, instalando sutiles pero muy eficaces formas de sometimiento y enajenación a fin de garantizar la perpetuación de los privilegios y el control del poder de los grupos sociales dominantes. Bueno, pues, por lo menos en el campo de la enseñanza, a partir de 1968 la autoridad castradora de los instintos libertarios de los jóvenes había volado en pedazos. Pero, a juzgar por aquel documental, que hubiera podido ser filmado en otros muchos lugares de Francia y de toda Europa, el desplome y desprestigio de la idea misma del docente y la docencia –y, en última instancia, de cualquier forma de autoridad– no parecía haber traído la liberación creativa del espíritu juvenil, sino, más bien, convertido a los colegios así liberados, en el mejor de los casos, en instituciones caóticas, y, en el peor, en pequeñas satrapías de matones y precoces delincuentes.

Es evidente que Mayo del 68 no acabó con la “autoridad”, que ya venía sufriendo hacía tiempo un proceso de debilitamiento generalizado en todos los órdenes, desde el político hasta el cultural, sobre todo en el campo de la educación. Pero la revolución de los niños bien, la flor y nata de las clases burguesas y privilegiadas de Francia, quienes fueron los protagonistas de aquel divertido carnaval que proclamó como eslogan del movimiento “¡Prohibido prohibir!”, extendió al concepto de autoridad su partida de defunción. Y dio legitimidad y glamour a la idea de que toda autoridad es sospechosa, perniciosa y deleznable y que el ideal libertario más noble es desconocerla, negarla y destruirla. El poder no se vio afectado en lo más mínimo con este desplante simbólico de los jóvenes rebeldes que, sin saberlo la inmensa mayoría de ellos, llevaron a las barricadas los ideales iconoclastas de pensadores como Foucault. Baste recordar que en las primeras elecciones celebradas en Francia después de Mayo del 68, la derecha gaullista obtuvo una rotunda victoria.

Pero la autoridad, en el sentido romano de auctoritas, no de poder sino, como define en su tercera acepción el Diccionario de la rae, de “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”, no volvió a levantar cabeza. Desde entonces, tanto en Europa como en buena parte del resto del mundo, son prácticamente inexistentes las figuras políticas y culturales que ejercen aquel magisterio, moral e intelectual al mismo tiempo, de la “autoridad” clásica y que encarnaban a nivel popular los maestros, palabra que entonces sonaba tan bien porque se asociaba al saber y al idealismo. En ningún campo ha sido esto tan catastrófico para la cultura como en el de la educación. El maestro, despojado de credibilidad y autoridad, convertido en muchos casos –desde la perspectiva progresista– en representante del poder represivo, es decir en el enemigo al que, para alcanzar la libertad y la dignidad humana, había que resistir, e, incluso, abatir, no sólo perdió la confianza y el respeto sin los cuales era prácticamente imposible que cumpliera eficazmente su función de educador –de transmisor tanto de valores como de conocimientos– ante sus alumnos, sino de los propios padres de familia y de filósofos revolucionarios que, a la manera del autor de Vigilar y castigar, personificaron en él uno de esos siniestros instrumentos de los que –al igual que los guardianes de las cárceles y los psiquiatras de los manicomios– se vale el establecimiento para embridar el espíritu crítico y la sana rebeldía de niños y adolescentes.

Muchos maestros, de muy buena fe, se creyeron esta degradante satanización de sí mismos y contribuyeron, echando baldazos de aceite a la hoguera, a agravar el estropicio haciendo suyas algunas de las más disparatadas secuelas de la ideología de Mayo del 68 en lo relativo a la educación, como considerar aberrante desaprobar a los malos alumnos, hacerlos repetir el curso, e, incluso, poner calificaciones y establecer un orden de prelación en el rendimiento académico de los estudiantes, pues, haciendo semejantes distingos, se propagaría la nefasta noción de jerarquías, el egoísmo, el individualismo, la negación de la igualdad y el racismo. Es verdad que estos extremos no han llegado a afectar a todos los sectores de la vida escolar, pero una de las perversas consecuencias del triunfo de las ideas –de las diatribas y fantasías– de Mayo del 68 ha sido que a raíz de ello se ha acentuado brutalmente la división de clases a partir de las aulas escolares. La enseñanza pública fue uno de los grandes logros de la Francia democrática, republicana y laica. En sus escuelas y colegios, de muy alto nivel, las oleadas de alumnos gozaban de una igualdad de oportunidades que corregía, en cada nueva generación, las asimetrías y privilegios de familia y clase, abriendo a los niños y jóvenes de los sectores más desfavorecidos el camino del progreso, del éxito profesional y del poder político.

El empobrecimiento y desorden que ha padecido la enseñanza pública, tanto en Francia como en el resto del mundo, ha dado a la enseñanza privada, a la que por razones económicas tiene acceso sólo un sector social minoritario de altos ingresos, y que ha sufrido menos los estragos de la supuesta revolución libertaria, un papel preponderante en la forja de los dirigentes políticos, profesionales y culturales de hoy y del futuro. Nunca tan cierto aquello de “nadie sabe para quién trabaja”. Creyendo hacerlo para construir un mundo de veras libre, sin represión, ni enajenación ni autoritarismo, los filósofos libertarios como Michel Foucault y sus inconscientes discípulos obraron muy acertadamente para que, gracias a la gran revolución educativa que propiciaron, los pobres siguieran pobres, los ricos ricos, y los inveterados dueños del poder siempre con el látigo en las manos.

No es arbitrario citar el caso paradójico de Michel Foucault. Sus intenciones críticas eran serias y su ideal libertario innegable.

Su repulsa de la cultura occidental –la única que, con todas sus limitaciones y extravíos, ha hecho progresar la libertad, la democracia y los derechos humanos en la historia– lo indujo a creer que era más factible encontrar la emancipación moral y política apedreando policías, frecuentando los baños “gays” de San Francisco o los clubes sadomasoquistas de París, que en las aulas escolares o las ánforas electorales. Y, en su paranoica denuncia de las estratagemas de que, según él, se valía el poder para someter a la opinión pública a sus dictados, negó hasta el final la realidad del sida –la enfermedad que lo mató– como un embauque más del establecimiento y sus agentes científicos para aterrar a los ciudadanos imponiéndoles la represión sexual. Su caso es paradigmático: el más inteligente pensador de su generación tuvo siempre, junto a la seriedad con que emprendió sus investigaciones en distintos campos del saber –la historia, la psiquiatría, el arte, la sociología, el erotismo y, claro está, la filosofía– una vocación iconoclasta y provocadora –en su primer ensayo había pretendido demostrar que “el hombre no existe”– que a ratos se volvía mero desplante intelectual, gesto desprovisto de seriedad. También en esto Foucault no estuvo solo, hizo suyo un mandato generacional que marcaría a fuego la cultura de su tiempo: una propensión hacia el sofisma y el artificio intelectual.

Es otra de las razones de la pérdida de “autoridad” de los pensadores de nuestro tiempo: no eran serios, jugaban con las ideas y las teorías como los malabaristas de los circos con los pañuelos y palitroques, que divierten y hasta maravillan pero no convencen.

Una de las primeras en advertirlo y criticarlo con dureza fue Gertrude Himmelfarb, que, en una excelente y polémica colección de ensayos titulada Mirando el abismo (On looking into the abyss, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1994), arremetió contra la cultura posmoderna y, sobre todo, el estructuralismo de Michel Foucault y el deconstruccionismo de Jacques Derrida y Paul de Man, corrientes de pensamiento que le parecían frívolas y superficiales comparadas con las escuelas tradicionales de crítica literaria e histórica.

Su libro es también un homenaje a Lionel Trilling, el autor de La imaginación liberal (1950) y muchos otros ensayos sobre la cultura que tuvieron gran influencia en la vida intelectual y académica de la posguerra en Estados Unidos y Europa y al que hoy día pocos recuerdan y ya casi nadie lee. Trilling no era un liberal en lo económico (en este dominio abrigaba más bien tesis socialdemócratas), pero sí en lo político, por su defensa pertinaz de la virtud para él suprema de la tolerancia, de la ley como instrumento de la justicia, y sobre todo en lo cultural, con su fe en las ideas como motor del progreso y su convicción de que las grandes obras literarias enriquecen la vida, mejoran a los hombres y son el sustento de la civilización.

Para un “posmoderno” estas creencias resultan de una ingenuidad arcangélica o de una estupidez supina, al extremo de que nadie se toma siquiera el trabajo de refutarlas. La profesora Himmelfarb muestra cómo, pese a los pocos años que separan a la generación de un Lionel Trilling de las de un Derrida o un Foucault, hay un verdadero abismo infranqueable entre aquel, convencido de que la historia humana es una sola, el conocimiento una empresa totalizadora, el progreso una realidad posible y la literatura una actividad de la imaginación con raíces en la historia y proyecciones en la moral, y quienes han relativizado las nociones de verdad y de valor hasta volverlas ficciones, entronizado como axioma que todas las culturas se equivalen y disociado la literatura de la realidad, confinando a aquella en un mundo autónomo de textos que remiten a otros textos sin relacionarse jamás con la experiencia vivida.

Aunque no comparto del todo la devaluación que Gertrude Himmelfarb hace de Foucault, a quien, con todos los sofismas y exageraciones que puedan reprochársele, por ejemplo en sus teorías sobre las supuestas “estructuras de poder” implícitas en todo lenguaje (el que, según el filósofo francés, transmitiría siempre las palabras e ideas que privilegian a los grupos sociales hegemónicos), hay que reconocerle el haber contribuido a dar a ciertas experiencias marginales y excéntricas (de la sexualidad, de la represión social, de la locura) un derecho de ciudad en la vida cultural, sus críticas a los estragos que la deconstrucción ha causado en el dominio de las humanidades me parecen irrefutables. A los deconstruccionistas debemos, por ejemplo, que en nuestros días sea ya poco menos que inconcebible hablar de “humanidades”, para ellos un síntoma de apolillamiento intelectual y de ceguera científica.

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil –si es divertido o estimulante ya me basta– sino porque si la literatura es lo que él supone –una sucesión o archipiélago de “textos” autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual–, ¿cuál es la razón de “deconstruirlos”? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta constituir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados? Hay una incongruencia absoluta entre una tarea crítica que comienza por proclamar la ineptitud esencial de la literatura para influir sobre la vida (o para ser influida por ella) y para transmitir verdades de cualquier índole asociables a la problemática humana y que, luego, se vuelca tan afanosamente a desmenuzar –y a menudo con alardes intelectuales de inaguantable pretensión– esos monumentos de palabras inútiles. Cuando los teólogos medievales discutían sobre el sexo de los ángeles no perdían el tiempo: por trivial que pareciera, esta cuestión se vinculaba de algún modo para ellos con asuntos tan graves como la salvación o la condena eternas. Pero desmontar unos objetos verbales cuyo ensamblaje se considera, en el mejor de los casos, una intensa nadería formal, una gratuidad verbosa y narcisista que nada enseña sobre nada que no sea ella misma y que carece de moral, es hacer de la crítica literaria una monótona masturbación.

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren en ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías y donde no es raro encontrarlos, en rincones legañosos, entre manuales de yudo y karate u horóscopos chinos).

Para la generación de Lionel Trilling, en cambio, la crítica literaria tenía que ver con las cuestiones centrales del quehacer humano, pues ella veía en la literatura el testimonio por excelencia de las ideas, los mitos, las creencias y los sueños que hacen funcionar a la sociedad y de las secretas frustraciones o estímulos que explican la conducta individual. Su fe en los poderes de la literatura sobre la vida era tan grande que, en uno de los ensayos de La imaginación liberal (del que Gertrude Himmelfarb ha tomado el título de su libro), Trilling se preguntaba si la mera enseñanza de la literatura no era ya, en sí, una manera de desnaturalizar y empobrecer el objeto del estudio. Su argumento se resumía en esta anécdota: “Les he pedido a mis estudiantes que ‘miren el abismo’ (las obras de un Eliot, un Yeats, un Joyce, un Proust) y ellos, obedientes, lo han hecho, tomado sus notas, y luego comentado: muy interesante ¿no?” En otra palabras, la academia congelaba, superficializaba y volvía saber abstracto la trágica y revulsiva humanidad contenida en aquellas obras de imaginación, privándolas de su poderosa fuerza vital, de su capacidad para revolucionar la vida del lector. La profesora Himmelfarb advierte con melancolía toda el agua que ha corrido desde que Lionel Trilling expresaba estos escrúpulos de que al convertirse en materia de estudio la literatura fuera despojada de su alma y de su poderío, hasta la alegre ligereza con que un Paul de Man podía veinte años más tarde valerse de la crítica literaria para “deconstruir” el Holocausto, en una operación intelectual no muy distante de la de los historiadores revisionistas empeñados en negar el exterminio de seis millones de judíos por los nazis.

Ese ensayo de Lionel Trilling sobre la enseñanza de la literatura yo lo he releído varias veces, sobre todo cuando me ha tocado hacer de profesor. Es verdad que hay algo engañoso y paradojal en reducir a una exposición pedagógica, de aire inevitablemente esquemático e impersonal –y a deberes escolares que, para colmo, hay que calificar– unas obras de imaginación que nacieron de experiencias profundas, y, a veces, desgarradoras, de verdaderas inmolaciones humanas, y cuya auténtica valoración sólo puede hacerse, no desde la tribuna de un auditorio, sino en la discreta y reconcentrada intimidad de la lectura y medirse cabalmente por los efectos y repercusiones que ellas tienen en la vida privada del lector.

Yo no recuerdo que alguno de mis profesores de literatura me hiciera sentir que un buen libro nos acerca al abismo de la experiencia humana y a sus efervescentes misterios. Los críticos literarios, en cambio, sí. Recuerdo sobre todo a uno, de la misma generación de Lionel Trilling y que para mí tuvo un efecto parecido al que ejerció este sobre la profesora Himmelfarb, contagiándome su convicción de que lo peor y lo mejor de la aventura humana pasaba siempre por los libros y de que ellos ayudaban a vivir. Me refiero a Edmund Wilson, cuyo extraordinario ensayo sobre la evolución de las ideas y la literatura socialistas, desde que Michelet descubrió a Vico hasta la llegada de Lenin a San Petersburgo, Hacia la estación de Finlandia, cayó en mis manos en mi época de estudiante. En esas páginas de estilo diáfano pensar, imaginar e inventar valiéndose de la pluma era una forma magnífica de actuar y de imprimir una marca en la historia; en cada capítulo se comprobaba que las grandes convulsiones sociales o los menudos destinos individuales estaban visceralmente articulados con el impalpable mundo de las ideas y de las ficciones literarias.

Edmund Wilson no tuvo el dilema pedagógico de Lionel Trilling en lo que concierne a la literatura pues nunca quiso ser profesor universitario. En verdad, ejerció un magisterio mucho más amplio del que acotan los recintos universitarios. Sus artículos y reseñas se publicaban en revistas y periódicos (algo que un crítico “deconstruccionista” consideraría una forma extrema de degradación intelectual) y algunos de sus mejores libros –como el que escribió sobre los manuscritos hallados en el Mar Muerto– fueron reportajes para The New Yorker. Pero el escribir para el gran público profano no le restó rigor ni osadía intelectual; más bien lo obligó a tratar de ser siempre responsable e inteligible a la hora de escribir.

Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana, pues la refleja y contribuye decisivamente a modelarla, y de que, por lo mismo, ella debería ser patrimonio de todos, una actividad que se alimenta en el fondo común de la especie y a la que se puede recurrir incesantemente en busca de un orden cuando parecemos sumidos en el caos, de aliento en momentos de desánimo y de dudas e incertidumbres cuando la realidad que nos rodea parece excesivamente segura y confiable. A la inversa, si se piensa que la función de la literatura es sólo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado del conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos posmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva.

La cultura puede ser experimento y reflexión, pensamiento y sueño, pasión y poesía y una revisión crítica constante y profunda de todas las certidumbres, convicciones, teorías y creencias. Pero ella no puede apartarse de la vida real, de la vida verdadera, de la vida vivida, que no es nunca la de los lugares comunes, la del artificio, el sofisma y la frivolidad, sin riesgo de desintegrarse. Puedo parecer pesimista, pero mi impresión es que, con una irresponsabilidad tan grande como nuestra irreprimible vocación por el juego y la diversión, hemos hecho de la cultura uno de esos vistosos pero frágiles castillos construidos sobre la arena que se deshacen al primer golpe de viento. ~

Vuelta a Copilco

Julio/2010
Letras Libres
Guillermo Sheridan

Guiado por la invisible mano de Luisa Bonilla, en esta entrevista Guillermo Sheridan analiza los principales problemas de la unam: voracidad sindical, ineficacia administrativa, desprecio hacia la docencia, privilegios y canonjías de los órganos administrativos y un largo etcétera.

A diez años de la huelga, y de su libro Allá en el campus grande (Tusquets, 2000), sigue usted siendo muy crítico de la unam. ¿Nada ha cambiado?

Bueno, soy crítico en general, supongo. Hace treinta años que la unam, en su superior sabiduría, me contrató para escribir libros sobre la historia de la poesía mexicana, así que es como mi otro país. Me he pasado la vida en ella y es mi patrona y la quiero y está llena de actividades y personas que admiro y respeto, e, inevitablemente, también reparo en sus vicisitudes y las platico, o me las platico. Lo hago desinteresadamente y sin provecho. Hay quienes creen que lo hago con mala fe o, peor aún, por consigna. Yo me alzo de hombros. Esto de que la unam es un país quizás no sea exageración: tiene territorio, himno, leyes, policía, sistema de gobierno, clases sociales, rituales, política. Vamos, tiene hasta territorio en rebeldía. Y además es de primer mundo: un país welfare, sin desempleo y sin cárceles. Su problema, claro, es que no acuña moneda y genera sólo el 10% de lo que cuesta. Ahora, a diferencia de otras instituciones, sí me parece que en una universidad la crítica es obligatoria y necesaria, y más en México, y más en estos tiempos. Una universidad que critica sin criticarse se devalúa.

La impresión es que no hay mucha crítica sobre las universidades en general.

Bueno, sí, y más ahora que la crítica se ejerce sin cortapisas y que todas las instituciones políticas, económicas y sociales son objeto de crítica, de la baladronada editorial a la crítica serena e inteligente. Y sí, parecería que las universidades tienen una dispensa. Pero me llama la atención más todavía que la universidad misma no se critique, o que no lo haga con tenacidad y enjundia similares a las que algunos que viven en ella ponen en su crítica, digámosle, extramuros. El tonante iracundo que zarandea al gobierno federal en su artículo semanal, escrito en su cubículo de la unam, ¿no tiene nada que criticarle a la unam? El denuedo con que critica al sistema educativo ¿por qué se detiene ante las universidades? Es curioso que cierta unam sea tan conventual y conservadora hacia adentro como “progresista” hacia afuera; pri de su casa y pt de la calle.

Se diría que quien es buen juez por su casa empieza.

Pues sí, pero en México se entiende que el que se mete con la familia no es buen juez: o tiene intereses o es un suicida. “Hay que atrevernos a decir las cosas”, dijo el rector José Narro hace unos días ante el presidente. ¿Podría ser de otro modo? La crítica al interior de la unam no se podría ejercer sin irritar a colegas o grupos, sin arriesgar recompensas o afectar intereses muy entretejidos. Cierta idea de la lealtad que parece incluir la reserva. Y las universidades son instituciones piramidadas, donde se hacen carreras largas que conviene llevar sin sobresaltos. Por otro lado, cuando algún politólogo o economista aplica su ciencia a los problemas de la unam y los hace públicos, no se leen como crítica, sino como política, por ejemplo, porque hay un cargo en disputa. Sólo parece surgir la crítica cuando se ha acumulado un exceso de presión y hay una huelga. Bueno, a veces la crítica “progresista” dice la verdad sobre el sindicato, que tiene todos los vicios tradicionales del sindicalismo mexicano, pero no lo critica por eso, sino por pugnas al interior del prd. Las denuncias son atroces y, luego, el silencio. Por otro lado, habrá muchos universitarios con intereses políticos para los que la unam ya sirve muy bien para lo que debe servir.

¿Ha cambiado la unam en esta década que coincide con la llegada al poder del pan?

Bueno, entre sus ideólogos, si se habla de la transición democrática es para decir que la democracia no sirve, o que la transición fue hacia el lado equivocado, o bien para ponerla de ejemplo y revivir la vieja fantasía de someter los cargos directivos universitarios al voto “popular”, que incluye el de estudiantes y trabajadores. Ya lo dijimos: es un país. Si bien la denuncia del presunto afán privatizador del gobierno se remonta a 1991, 1992, se presume que el gobierno panista aumenta la presión. Ahora, que al hablar de la unam se piense sobre todo en su protagonismo político es ya un signo de que no ha cambiado mucho, y que si la unam sirve para educar e investigar, que es lo mejor que tiene, conserva una plusvalía política, que no es lo mejor que tiene. Estos años han agudizado la disputa sobre si debe ser política o no. Una disputa que viene desde 1933, por lo menos, cuando la agresión de Bassols y la famosa polémica entre Caso y Lombardo, sobre si debe generar y difundir conocimiento sin meterse en política o si es una institución social, un ente político, una cosa pública. Bueno, parecería que esa pugna se ha resuelto en este último sentido y que se cerró el periodo en el que se pensó en el otro.

¿Qué periodo es ese?

El que va, por lo menos, del rectorado de Jorge Carpizo al de Francisco Barnés, aunque tiene algunos antecedentes en 1966, en el de Ignacio Chávez. En 1986 Carpizo publicó un diagnóstico inclemente, Fortaleza y debilidad de la unam. Decía que era “una universidad gigantesca y mal organizada” y que era necesario “lograr que los estudiantes estudien, que los profesores enseñen y que los investigadores investiguen”. La frase me sigue dejando atónito. Propuso un primer paquete de iniciativas: dar de baja a los aviadores (en esto no estoy de acuerdo: hay que meterlos a la cárcel), evaluar con verdad y rigor los informes de labores, limitar el derecho a reprobar y el número de exámenes extraordinarios, condicionar el pase automático a un promedio de 8, etc. Puro sentido común, pues. Y, claro, aumentar las colegiaturas. No tardó en aparecer el piquete activista que cerró la unam en nombre del pueblo, reforzó el derecho a la mediocridad y el status quo y logró el reconocimiento de que los movimientos estudiantiles tienen derecho de veto y son más autónomos que la unam. Carpizo advirtió sobre el riesgo de que acabara en manos de un partido político, decidió no reelegirse (porque en mi país sí hay reelección) y claudicó. La unam aceptó organizar un congreso de reforma para el que se registraron 5 mil ponencias. El congreso tardó años en organizarse y luego se quedó a medio camino, como la revolución. El rector José Sarukhán decía otra frase asombrosa: la necesidad de “academizar” a la universidad. Se reconocía que en los hechos conviven el conocimiento y sus reglas con el poder político y las suyas, y que esa pugna desacademiza. Y bueno, una universidad puede seguirlo siendo sin política, pero no sin academia. Los políticos nunca se quejarán, lamentablemente, de que la unam los “despolitice”.

Y la huelga de 1999 cerró ese periodo.

Eso creo. Confiscó durante diez meses la función académica de la unam y privilegió sus usos políticos. Un carnaval estrepitoso y costosísimo, con boina. Poco antes, durante la campaña presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas sentenció que el PRD se pronunciaba contra las reformas que la unam, en uso de su libertad y su autonomía, proponía discutir. Pues la huelga acabó con esa libertad. Un rector sabe que si dice “vamos a reformarnos” tiene una huelga en una semana. Y bueno, los temores de Carpizo sobre que un partido pudiera pesar tanto en la unam parecen haberse cumplido. Hay quienes dicen ya abiertamente que esa huelga fue causada por las tribus perredistas, como Fernando Belaunzarán, no sólo miembro del prd sino de su directiva. Nadie lo negó. Ahora bien, estos diez años no han erradicado esas tensiones políticas, pero las han controlado. Los rectorados de Juan Ramón de la Fuente y de Narro suman diez años sin conflictos serios...

No ha habido huelgas...

Creo que sólo se ha cerrado una vez, hace poco, cuando el perpetuo líder de su sindicato, senador y diputado también perpetuo, la cerró en solidaridad con el sme. Otro que también es más autónomo que la unam. Calculé que cerrar la unam un día le cuesta al pueblo 170 millones, pues labora 137 días al año y tiene 24 mil millones de presupuesto. Esto cuando la unam denunciaba que el gobierno se lo había disminuido en 200 millones. Por otro lado, esta pax unamita no ha anulado las presiones políticas, las ha amaestrado quizás. No hace mucho el Dr. Ángel Díaz Barriga sostuvo que luego de la huelga la unam decidió compartir el poder con el prd. Esto lo dice un universitario serio, que se dedica a estudiar a la unam y que la representó ante los huelguistas. Dice que a raíz de la huelga se decidió (no dice quién) entregar varias direcciones de la unam a personas (no dice quiénes) cuyos méritos no son tanto académicos como derivados de su militancia en el prd. Se pensaría que fue la compra de un seguro multimodal antihuelgas.

¿Cuál es el beneficio para el prd?

Bueno, se fortalece en una instancia con poder político, fácilmente movilizable; tiene un palacio de invierno para sus cuadros, un enorme sindicato a modo. Y una trinchera con resonancia para golpetear al gobierno: el derecho a la educación, que es la reivindicación más consensada de la revolución mexicana. Lo que dijo Díaz Barriga es grave y uno diría que los defensores de la autonomía y los adversarios de la privatización habrían exigido aclarar el asunto. Pero el prd tiene el monopolio de “lo público”...

Y también sería una violación a la autonomía...

Yo creo que sí. Lo grave es que un director cuyo mérito es su militancia partidista puede trasladarla a su dependencia en forma de proyectos, líneas académicas, mecanismos de ingreso y promoción y sellarla para siempre. Por otro lado, hay que subrayar que Díaz Barriga habló de algunas direcciones. Hay muchos otros directores que hacen bien su trabajo, con eficiencia y desinterés. Por otro lado, en su Estatuto General la unam se ordena a sí misma acoger en su seno “con propósitos exclusivos de docencia e investigación todas las corrientes del pensamiento” y, por lo mismo, ordena tajantemente, que en ella no haya cabida para “las actividades de grupos de política militante”.

En teoría, porque los partidos políticos siempre han estado ahí.

Sí pero, en teoría, en una universidad los reglamentos no se aplican en teoría ni son optativos. Se supone que somos la vanguardia civilizatoria. Y sí, los partidos han estado ahí siempre, pero no limitaron la congruencia universitaria de rectores como Roberto Medellín Ostos, Gómez Morín, Ignacio Chávez, Barros Sierra...

No está usted diciendo que...

No estoy diciendo eso. El papel del rector es difícil; la institución está plagada de tiranteces e intereses. Sobre la presencia de los partidos no hace mucho leí en Proceso una entrevista con el “líder estudiantil, activista político y académico” Imanol Ordorika. Esos epítetos no los pongo yo, mira, así dice la semblanza que puso en Wikipedia. Fue uno de los “líderes históricos” –así les gusta llamarse– de la huelga contra las iniciativas de Carpizo. Luego trabajó para Cuauhtémoc Cárdenas, cuando era poderoso, y luego, cuando ya no lo fue, volvió a la unam. Bueno, en esa entrevista el activista académico denuncia a los “grupos de poder” y los califica de grandes electores; dice que, mientras no haya “democracia”, el poder en la unam seguirá en manos de los ingenieros de ica; los abogados, que serían del pri; los científicos, los médicos, etcétera. Luego hace un relato entreverado sobre cómo todos esos grupos eligieron al Dr. Narro. ¿Eso le complica las cosas o se las facilita? En fin, en cada párrafo se menciona una violación a la autonomía como la cosa más natural (un año después de esas declaraciones el rector le dio a Ordorika un cargo de director). Pero volvamos al tema. Quizás el cambio importante de estos años sea que hasta la huelga del 2000 la unam activista todavía fantaseaba con engendrar una revolución social. Claro, todavía hospeda ideólogos que consideran a las universidades públicas arietes revolucionarios, algo que viene desde el legendario congreso de 1918 en Argentina; ideólogos en el sentido de convertir la revuelta en doctrina, para usar la breve definición de Octavio Paz: simpatizantes de Chávez, los hermanos Castro y hasta de Marcos. Y tienen clientela. Bueno, pero, a partir de 2000, quizás ya no se trate de usar a la unam como ariete, sino como un activo en la lucha de lo que, para no meternos en líos, podemos llamar “las izquierdas”.

¿En qué consiste ese “activo”?

El fin último es alzarse con el poder político (espero que de manera pacífica y democrática) y cambiar el rumbo económico. Su discurso es que la universidad pública es un derecho popular, gratuito y científico que debe producir mexicanos críticos opuestos a la globalización, al capitalismo y a las plagas que impiden que otro mundo sea posible. Ahora bien, rechazar al capitalismo como plataforma de partido es más que legítimo, pero no sé si sea competencia universitaria.
No sé si sea muy universitario oponerse a la realidad, por desagradable que sea, y expulsarla... de la realidad. Eso es una fe, no una decisión racional crítica. ¿El modelo económico es injusto? Pues a analizarlo con razonamientos universitarios. Pero el asunto pesa en la unam porque se parte de que el neoliberalismo desea impedir el acceso a la educación superior para despojar a México de su futuro sometiéndolo a la dependencia tecnológica. Ergo, hay que aislar a la educación superior de “la ideología del mercado”. Y como el gobierno no puede privatizar a las universidades públicas, se le acusa de apoyar a las privadas que, como su nombre lo indica, son parte del complot. La idea es que el gobierno procura infectar a las públicas con virus empresariales: evaluaciones, desempeño, competencias. Y la respuesta de los ideólogos no es competir, sino politizar: la unam “requiere de perspectivas teóricas y analíticas que pongan énfasis en la centralidad de la política y lo político”, como dice Ordorika. El rector dijo hace poco que las universidades deben luchar contra la desesperanza, pero una universidad no es el águila del imss que cubre bajo sus alas a la sociedad. La unam tiene tareas, no misiones. Por otro lado, esa postura afecta a la unam en el sentido académico, pues rechaza las evaluaciones que identifica con el discurso de la eficiencia, el desempeño y la productividad.

Se diría que es un lujo que puede darse a diferencia del pueblo.

Sí, sobre todo de los contribuyentes cautivos, a quienes la realidad exige eficiencia diaria.

El rector tiene esa misma postura, ¿o no?

Hacia afuera, como actor político. Lo interesante es que hacia adentro hay otros elementos. La autocrítica que realizó en su segundo informe fue importante. Dijo que “falta mucho por hacer”, frase ritual pero necesaria, por elemental realismo y por la tendencia obsesiva de la unam a vanagloriarse. Esta ocurrencia de que la unam es “la conciencia de México”, verdaderamente... En todo caso, celebré que el rector hiciera críticas públicas y pronunciara palabras tabú en el mundo de mi raza y del espíritu.

¿Como cuáles?

Bueno, dijo que es necesario aumentar los recursos propios y habló de crear becas-crédito, es decir, rozó el tema de los pagos, aunque sea a posteriori, lo que raspa el dogma de la gratuidad. Y luego habló de dos temas que en cualquier universidad deberían ser naturales: vincular la investigación con el sector productivo y propiciar entre los estudiantes una actitud emprendedora. Pues “crédito”, “financiamiento”, “emprendedor”, “sector productivo”, “eficiencia” son palabras irritantes en cierta unam. Llamó la atención sobre la titulación, que debería ser más alta: sólo 600 doctorados en 2008. El deseo de aumentar la matrícula exige tenacidad para aumentar la titulación, que es más importante. Luego dijo que la unam registró apenas el 2% de las patentes en México en 2008. Bueno, busqué información sobre eso. El Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial (impi) dice que en 2008 se presentaron unas 20 mil “solicitudes de invenciones”. El 89% fueron de extranjeros: patentes farmacéuticas, tecnología, etc. Ahora, de las 2 mil 200 solicitudes mexicanas, sólo 100 fueron de universidades: la unam logró 17 patentes y la Universidad de Nuevo León 12. Pero el itesm logró 31 y subió a 37 en 2009. Ahora, la unam tiene mil 500 científicos “duros” en el sni y el Tec tiene 110. Claro está que, por otro lado, la unam produce la tercera parte de la investigación científica y humanística de México, parte de ella es de calidad según las mediciones internacionales en vigor, y, claro, buena parte no es patentable. Es curioso que en la unam hay ultras que le niegan al itesm carácter de universidad. Curioso y tonto: el itesm patenta, tiene 100 mil alumnos, la mitad tiene becas o crédito, es nacional, su movilidad internacional es elevada, tiene programas de educación continua, otorga 11 mil títulos al año y el 67% de sus maestros son de carrera, porcentaje muy superior al de la unam. Y por favor, no estoy poniendo al itesm como ejemplo neoliberal contra la unam. Pero negarlo es negarse. Esta otra idea de que sólo el egresado de las públicas es consciente y crítico es poco seria. Imposible evaluarlo, medirlo y ver sus resultados. La cosa es que con el dato de las patentes el rector reconoce que hay un problema de vinculación entre academia y sector productivo. Asunto delicado porque el discurso oficial de la unam es que la educación superior es garante de la futura independencia tecnológica del país y, por tanto, debe tener más presupuesto. Pues hasta donde sé nadie comentó este tema de las patentes. Habrían dicho que son cosa del mercado, o habrían viciado el círculo: hay pocas patentes porque hay poco presupuesto. Y si presupuesto equivale a objetivos, pues la unam está en un problema. Lo bueno es que el rector ya habla de que el problema es la calidad de los alumnos, no la cantidad, y ha tocado el tema de la eficiencia.

¿Usted cree que la unam es garante del desarrollo tecnológico?

Es absurdo pasarle esa responsabilidad a las universidades públicas, tan absurdo como que ellas lo asuman. Se le exige al gobierno el financiamiento para desarrollo tecnológico cuando corresponde más al sector privado: en Japón es casi el 75%, el 60% en Alemania y en Estados Unidos. Pero nuestro sector privado, o buena parte de él, pues... digamos que es parte del problema. Otro círculo vicioso. ¿Quién no querría que México fuese capaz de aumentar su competencia tecnológica y que el 90% de esas patentes costosísimas no fueran foráneas? Además las patentes no sólo generan empleos, sino que le dejan dinero a las universidades. Si uno se asoma a la oficina de desarrollo tecnológico de la Universidad de Harvard se encuentra con una enorme tienda de patentes e inventos. No nos podemos resignar a ser un país consumidor de patentes foráneas. Tampoco a que las universidades privadas se limiten a educar administradores locales de esas patentes, ni a que las públicas produzcan sólo mexicanos conscientes que lo denuncien a perpetuidad. Pero cambiar eso implicaría optimizar todo el sistema.

Y arreglar esos problemas que vienen desde los niveles básicos...

Pues sí, porque la educación básica es mala y no se reforma por estar politizada y el desastre en matemáticas y español se antoja irreversible. Ahora, el rector suele decir que sin tecnología propia estamos condenados a la mediocridad y a un futuro hipotecado. Gulp. Quizás sería interesante establecer la relación entre el costo de la unam y su capacidad para generar futuro hoy, porque en el pasado lo hizo muy bien. Un futuro que depende también de los individuos. Es dramático el dato del rector en el sentido de que si la unam ofrece 85 carreras, las solicitudes de ingreso se concentran en una docena. El 70% de los 170 mil estudiantes de la unam quieren ser médicos, dentistas, abogados e ingenieros, punto. Hay 22 mil en leyes, 10 mil en medicina y 10 mil en contaduría. Y 85 mil en ciencias sociales y humanidades. Pero sólo el 20% estudia física y matemáticas, incluyendo a las ingenierías. Es decir, no todo depende de las buenas intenciones de la unam. Supongo que muchos de esos 170 mil estudiantes estarán contagiados por la mentalidad del mercado. Son miles de jóvenes que aspiran a ser eficientes y desean ser evaluados con un rigor que les permita competir en un mercado laboral casi colapsado. Pero la unam no puede acusarlos de ser ambiciosos o mercantiles. Así que no sé. Lo que sí sé es que salir de la dependencia tecnológica sólo se conseguirá creando tecnología, y crear tecnología supone procesos educativos competitivos y rigurosamente evaluados. Politizar la universidad no sirve para lograr soberanía tecnológica, ni menos patentarse.

Entonces ¿qué cree que se deba hacer?

En fin, lo que siempre se dice: aprovechar mejor el presupuesto, adelgazar la burocracia, ahorrar, aumentar los índices de eficiencia, el número y la calidad de los científicos, generar más recursos, acabar con lo fácil y exigir lo difícil. Es muy irritante que un joven abandone la carrera por falta de dinero cuando sus compañeros llegan en autos de lujo, hay funcionarios que ganan fortunas, sindicalistas con becas vitalicias.

Que son muchos...

Pues sí. Axel Didriksson dice que entre 1980 y 1985 el personal administrativo creció en 55% y el académico en 31%. Es decir, que por cada 10 profesores contratados entraron 16.5 administrativos. Y la cifra es engañosa porque sólo uno de esos 10 profesores era de tiempo completo. Es absurdo. Ya hay por lo menos un instituto de la unam en el que hay más empleados administrativos que académicos.

Más los funcionarios onerosos, como los llamó usted.

En una sociedad tan llena de compromisos y grupos y cotos de poder, los altos cuadros administrativos venden y compran seguros laborales: el resultado es un organigrama en eterna expansión. Ahora la moda es, por ejemplo, crear oficinas encargadas de la difusión cultural. Es decir, que difunden la cultura de cada dependencia. Pero hay 200 dependencias... Supongo que la Coordinación de Difusión Cultural no tardará en tener una dirección de difusión cultural. Pero el verdadero problema no es ese. El rector, una vez más, ha hecho un gesto: ordenó que se suspendiesen los gastos de representación, los choferes, los autos de los funcionarios. Qué bueno. Son lujos profundamente ofensivos...

Y que contradicen la demanda de aumento al presupuesto...

Pues sí. Fue una vergüenza que en plena discusión sobre el presupuesto saliera esto de los lujos, pero en fin. Aunque más que un gesto, positivo y todo, lo importante sería quitarle atractivo a la carrera del funcionario y agregárselo a la del académico. Ser funcionario académico debe ser obligatorio, transitorio y carecer de beneficios. Mientras ser funcionario suponga poder y dinero seguirá siendo un obstáculo para mejorar. El rector deplora a menudo la tendencia a la acumulación de bienes y de capital. Pero esa mentalidad no es ajena a la unam, donde hay quienes ganan más que el presidente. Insisto en que hay muchos funcionarios formidables, pero basta con que haya uno abusivo, nepotista, corrupto, para que el sistema sea cuestionable. ¿Para qué quemarse las pestañas si un cargo administrativo es más provechoso? En los sistemas de estímulos internos los directores tienen un apartado especial. Es pasmoso. En fin, esto ya lo he escrito y me fastidia repetirlo. Hace poco escribí un comentario sobre esto en El Universal, al que puedes remitir a los lectores.* Una probadita: el académico mejor pagado (en el nivel 9 de los 9 que hay) tiene un sueldo menor al de 41 de los 44 niveles en el catálogo de funcionarios.

¿Qué hacer?

¿Cambiar de tema? Me acuerdo de un ensayo interesante del ingeniero, y universitario, Antonio Concheiro sobre la unam que salió en la revista Este País hará quince años. Concheiro se contestó diciendo que, como Alicia, la del país de las maravillas, la unam necesitaría correr al doble de su máxima velocidad para siquiera quedarse en su lugar. La otra opción, más esperanzadora, es buscar a Andrés y a Marisol.

¿...?

Marisol Mendoza es una niña que en 2007 tuvo la mayor cantidad de aciertos en la prueba enlace de español en el país. Casi perfecta. Y Andrés Ocampo Montero hizo lo propio en matemáticas. Los dos estaban, por cierto, en primarias públicas, y del interior. Supongo que este mes Marisol y Andrés saldrán de la secundaria. Pues habría que buscarlos y becarlos y cuidarlos y prepararlos para la universidad, cualquier universidad. Sí, hay que luchar contra la desesperanza. ~