viernes, 9 de julio de 2010

Así escribo (Ana Clavel)

Julio/2009
Nexos
Ana Clavel

“Su cuerpo no la contiene”

La verdad es que a mí eso de los rituales y parafernalias del oficio de escritor no se me da. Ni uso una pluma Montblanc —la perdería al día siguiente—, ni prefiero las libretas Moleskine, ni tengo afición por las antediluvianas Remington, ni me seduce la laptop más veloz y nueva del oeste. Si acaso, el café expreso por las mañanas que me ayuda a activarme un poco y que a la vez me permite seguir en un estado de inconciencia similar al de un pez que aletea en una orilla húmeda. Pero ni siquiera eso del café alcanza a ser un ritual de escritura, puesto que no siempre escribo por las mañanas, y ni siquiera me siento a escribir todos los días.

No, yo los libros los escribo antes de empezar a escribirlos, antes incluso de saber que tendrán una vida secreta y propia. Por ejemplo, hay libros que comencé a escribir antes de los tres años, cuando mi padre aún vivía. (Mi padre era inspector agrario pero extrañamente prefería escribir con tinta verde sus reportes, soñaba con comprarse un helicóptero y le encantaba tomar fotografías —como ésa en la que estoy frente a una máquina de escribir y por la cual bromeo que mi destino era ser secretaria… o escritora.)
Cada libro tiene una respiración y un crecimiento propios. El gran Felisberto Hernández explicaba que una historia es como una planta que nace y crece misteriosamente en un rincón del escritor. El deber de uno es cuidar que esa planta no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, que sea lo que está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Hay libros que me han exigido caminar en calidad de invisible por la ciudad de México y treparme al Caballero Alto del Castillo de Chapultepec, libros que me han llevado a incursionar en los baños públicos masculinos y tomarles fotos, libros que me han hecho jugar a las muñecas como sólo
un hombre asomado a sus abismos podría hacerlo. Hay libros que nunca me imaginé escribir.

También hay libros que me imponen contradecirme y me obligan a una liturgia propia: recorto de un periódico la imagen de un jarrón chino; me compro en un mercado de antigüedades un ruinoso mingitorio acorazonado de la marca American Standard y lo dejo dormir en la sala de mi casa; cuelgo de la cabecera de mi cama una postal de Marcel Duchamp jugando al ajedrez con Man Ray. Lo que sí sucede en todos los casos es que voy conteniendo la escritura que empieza a cosquillearme en una costilla del sueño o en la punta de los dedos. Y no la suelto por más que se me revele en jirones de ensueño, por más que me haga temblar de ansiedad.

Voy armando la estructura en mi cabeza, o más propiamente, voy dejando que la historia me prometa cosas: “Si te vas por aquí, encontrarás que el laberinto más perfecto es aquel del que no se desea salir”. A veces tomo notas en servilletas, cuadernos de espiral o engrapados, con una pluma Bic u otra cualquiera con el logo de un hotel o un banco, no importa. O uso una computadora ajena porque la mía se descompone a cada rato.

Poco a poco la tentación de sentarse a escribir comienza a ser insoportable. Pero no cedo. No puedo empezar si no doy con la primera frase. Para escribir, por ejemplo, una primera línea como “La violación comienza con la mirada”, tuve que esperar más de veinte años a que Las Hortensias que había leído en la Facultad de Filosofía y Letras florecieran con una extraña intensidad violeta; así como tuve que recordarme mirando mirar a los hombres: lecciones silenciosas del deseo y sus anatomías que contemplé en la mirada de hermanos y primos mayores desde que era niña.

Pero tampoco puedo terminar de empezar si no doy, aunque sea vagamente, con la última frase. Inventarla o, por ejemplo, retomar la que leí grabada en un epitafio de un cementerio de Oaxaca y que me vino como anillo al dedo para la historia que entonces trabajaba: “Su cuerpo no la contiene”.

Como para mí la escritura es contención y latido, llegada a este límite soy yo la que está a punto de desbordarse. Y claro, ya con el principio y el final de la historia, sin parafernalias ni rituales exteriores, ahora sí, incontenible, termino de escribir.

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