jueves, 29 de noviembre de 2012

Rulfo y el paisaje mexicano

29/Noviembre/2012
El Universal
Roberto Gutiérrez Alcalá


Como parte del coloquio “Modernidad y Naturaleza”, organizado por el Seminario Universitario de la Modernidad y las facultades de Ciencias (FC) y de Filosofía y Letras (FFL) de la Universidad Nacional, se llevó a cabo, en el Auditorio Alberto Barajas Celis de la FC, la mesa ”Juan Rulfo: al filo de la naturaleza”.
En ella participaron los escritores Christopher Domínguez y Juan Villoro, así como los académicos Raquel Serur y Francisco Mancera (ambos de la FFL).
Durante su intervención, titulada “El paisaje en la crítica literaria desde los Árcades hasta Juan Rulfo”, Christopher Domínguez expuso que, durante buena parte del siglo XIX y XX, la literatura mexicana se volvió rural y, de esta manera, desarrolló un personaje protagónico: el campesino, que fue “a la vez padre e hijo del mexicano en general”.
Sin embargo, el campo de los poetas de la Arcadia mexicana de principios del siglo XIX se caracterizaba, sobre todo, por la presencia de una naturaleza antinatural, podada, “quizás un poco japonesa, absolutamente funcional y cómoda”.
A partir de esto, Domínguez se preguntó cómo es que se fue metiendo poco a poco la Historia (con mayúscula) en este mundo ingenuo, hasta llegar a la Comala de Rulfo, “un sitio más propio de un fiordo nórdico que de los Altos de Jalisco, siempre oscuro, bajo una noche eterna, convenientemente habitado por fantasmas”.
“He llegado a la conclusión –dijo– de que la serpiente del mundo de Rulfo, autor de la prosa más hermosa y dramática que se haya escrito en México y en cualquier espacio de la literatura en español, entró en esta Arcadia de 1800 gracias a José Joaquín Fernández de Lizardi... La inyección de realidad que Fernández de Lizardi le aplicó al mundo higiénico, aséptico, limitado, perfecto de la Arcadia mexicana no puede sino suscitar más que la simpatía de los lectores. Él nos confronta con el lenguaje popular, con el compromiso político.”
En su oportunidad, Villoro afirmó que el gran desafío narrativo del autor de El llano en llamas y Pedro Páramo es inventar un mundo propio que tiene la característica de reflejar, de manera excepcional, el nuestro.
“Nunca un campesino mexicano ha hablado como un personaje de Juan Rulfo, pero nunca un campesino mexicano ha sonado tan genuino como los personajes de Juan Rulfo. Esta paradójica intención de la naturalidad es uno de los grandes hallazgos en la obra literaria del escritor jalisciense, nacido en 1917.”
A continuación, Villoro se refirió a la construcción imaginaria de la naturaleza emprendida por Rulfo, que pasa por el paisaje mexicano que él conoció como ningún otro escritor de su generación.
“Pero lo que Juan Rulfo hizo como narrador fue trascender eso para crear un paisaje de su invención que en buena medida es una crítica de la naturaleza: es un paisaje agreste, que no necesariamente representa lo que él vivió en Sayula, en Zapotlán El Grande, en San Gabriel, Jalisco, los lugares en los que creció; en realidad, se trata de una construcción escenográfica para situar a sus personajes”, señaló.
Villoro dijo que es muy importante que ese paisaje sea un sitio desértico, porque ahí todo ocurre por excepción.
“El brote de una planta es un milagro, el encuentro entre dos personas es un acontecimiento narrativo: no tienen por qué estar ahí, de repente se encuentran, de modo que todo vínculo que ocurre en el desierto es una encrucijada, es algo inesperado. Las tramas de Juan Rulfo tienen esa circunstancia: en un horizonte sin nadie, de pronto sucede algo”, expresó el también periodista autor de El testigo.
Villoro destacó también la gran importancia de la estética del polvo en la obra de Rulfo y afirmó que toda su literatura está tamizada por ese elemento, precisamente.
Como ejemplo mencionó el cuento Luvina, donde se siente la presencia de un viento negro que parece siempre cargado de ceniza.
En su ponencia, Serur abordó, entre otras cosas, el discurso literario de Juan Rulfo: “Se trata de un discurso estructuralmente fantástico que parte de la creencia, común a todas las formas del cristianismo, de que la vida humana no concluye con la muerte del ser individual, sino que continúa y se completa más allá de la muerte”.
En su trabajo Rizoma, Mancera proyectó en una pantalla varias fotografías tomadas por Juan Rulfo durante sus viajes por el país y leyó algunos apuntes escritos por éste en servilletas o papeles sueltos, en los que hace referencia a distintos aspectos de los paisajes que retrató.

martes, 27 de noviembre de 2012

El regreso del yo

27/Noviembre/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Mucha de la energía que dio pie a los modernismos y vanguardismos de inicios del siglo XX se formó entre las flamas donde se consumió el yo lírico: una figura autorial legitimada por su apego a la experiencia y, luego entonces, la autenticidad de un relato controlado por un sujeto portador de sentido. El autor murió, o volvió a morir, al menos en cierta tradición occidental, más o menos a finales de los sesenta, cuando Barthes y Foucault publicaron sus ensayos “La muerte del autor” y “¿Qué es una obra?”, respectivamente. Muy lejos de molestarse por la pregunta acerca de la originalidad de los textos, que era y es una pregunta sobre la expresión fidedigna de una interioridad autorial o, peor, sobre la propiedad del lenguaje, Barthes insistía en que el texto era “un tejido de citas provenientes de los mil focos de cultura”, cuyo sentido era develado, o fraguado en todo caso —reconstituido, eso sí— por la lectura.
Más recientemente, los conceptualistas han decretado una vez más la muerte del yo lírico, llamando la atención sobre procesos de escritura que transforman al autor en curador de textos, con frecuencia en compañía y a la par de las máquinas. Tal vez por eso deba notarse que dos de los libros que llegan con sendos premios a la FIL de Guadalajara —Canción de tumba, de Julián Herbert, quien se hizo acreedor del Premio Elena Poniatowska, y Sangre en el ojo, de Lina Meruane, que ganó el Sor Juana— se fincan en el terreno de la autoficción: esa forma narrativa del yo en que la delgada línea entre la ficción y la no ficción se vuelve, si cabe, más delgada aún. La división entre el narrador y el autor se cuestiona, si no es que se invalida, a través de la producción de personajes que llevan el nombre del autor y que, aún más, dirigen sus discursos a un tú —la madre en el primer caso; la pareja, en el segundo— desde el que regresan, convertidos en otra cosa.
Generados dentro y por el espacio del hospital donde cae el cuerpo vulnerado, estos textos refieren experiencias muy personales pero siempre en relación a otros: desde la tecnologías de atención social hasta las tácticas de cuidado en núcleos donde lo familiar es polimorfo y singular. Se trata de un yo, en efecto, pero de un yo más allá del discurso identitario: menos preocupado por decirse a sí mismo y más por decir algo del cuerpo en relación a otros y en relación al mundo. Para contextualizar mejor la lectura de estos libros, valdría la pena traer a colación lo que Peter Sloterdijk, Micheal Onfray y Judith Butler, entre otros, han dicho sobre las relaciones entre el yo y el tú y la escritura.
Sloterdijk recurre al concepto de la escritura nerviosa (marcada por tatuajes emocionales conocidos como engramas, que “ninguna educación es capaz de cubrir del todo y ninguna conversación logra esconder del todo”) para argumentar, apoyándose en la célebre cita de Paul Celan, que “la poesía no se impone, se expone”. Y el exponerse —al menos en el caso del Sloterdijk que escribió esa lección de Frankfurt que responde al título de “La vida tatuada”— ciertamente involucra el gesto de autodesnudamiento que pone en juego el tatuaje original y que es, desde un inicio, “un gesto de apertura, una victoria sobre la asfixia, un paso hacia delante, un exhibirse, un manifestarse y darse a oír, un sacrificio de la intimidad en aras de la publicidad, una renuncia a la noche y niebla de la privacidad en beneficio de una ilustración bajo un cielo común”. En el arte primero es el testimonio y luego la creación puesto que, de otra manera, sin ese tatuaje primigenio que pone en movimiento al lenguaje, que con-mociona al lenguaje, el arte solo “será ejemplo de transmisión de una miseria brillante”: una impostura.
Por su parte, Onfray parece abogar por algo parecido cuando decidió concluir su Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar con una coda de título “Por una novela autobiográfica”. Sirviéndose de la obra de Luciano de Samóstata, Onfray trae a colación dos lecciones, a saber: que “los filósofos manifiestan un talento verdadero para construir mundos extraordinarios, pero inhabitables”, y que “los filósofos enseñan unas virtudes que se cuidan mucho de practicar. Venden morales que se reconocen incapaces de activar”. Dar cuenta de uno mismo en este caso no constituye un acto superfluo de exhibición personal, sino una estrategia retórica y moral que liga la idea profesada y la vida vivida. “La lección que podemos retener de los doxógrafos antiguos sigue siendo importante”, argumenta Onfray, “cuando la vida filosófica necesita, y hasta exige, la novela autobiográfica, cuando una obra presenta interés solamente si produce efectos en lo real inmediato, visible y reparable”.
Dar cuenta de uno mismo es contar una historia del yo, pero es también contar con una historia del tú. El yo, dice Butler en Giving an Account of Oneself, es difícilmente esa estructura unitaria y hermética que forma parte de un contexto más o menos estático dentro del cual gravita, rozando apenas otras entidades parecidas. Siguiendo a Adriana Caverero y en contraste con una visión nietzscheana de la vida, Butler dice que “yo existo en importante medida para ti, en virtud de tu existencia. Si pierdo de perspectiva el destinatario, si no tengo un tú a quien aludir, entonces me he perdido a mí misma. Es posible contar una autobiografía solo para otro, y uno puede referenciar un ‘yo’ solo en relación a un ‘tú’: sin el tú mi historia es imposible”. Pero estar antecedido, y luego entonces constituido, por el otro constituye un testimonio de la radical opacidad del yo para consigo mismo. De ahí que el yo sea en realidad una rasgadura.
Un recuento de uno mismo debería enunciarse en una forma narrativa que diera testimonio de tal modo relacional de la vulnerabilidad humana. Una autobiografía, en este sentido, tendría que ser sobre todo el testimonio de un desconocimiento, una biografía del otro tal como aparece, en modo enigmático, en mí. Tres títulos para consideración: La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein; La autobiografía de mi madre, de Jamaica Kinckaid, y Autobiografía de Rojo, de Anne Carson. Entendido de esta manera, dar cuenta de uno mismo a través de un relato del yo deja de ser un ejercicio narcisista apegado a la autenticidad de la experiencia, y la emoción de la experiencia, que lo suscita, es decir, el canto del yo lírico, para convertirse en una ex–céntrica excursión por la opacidad que eres tú en mí. Bienvenidos, pues, esa Canción de tumba y esa Sangre en el ojo.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Slow books

24/Noviembre/2012
Laberinto
David Toscana

A veces envidio a la gente que lee a alta velocidad. A veces, no. Los textos literarios prefiero leerlos lentamente, dándole a cada palabra su sonido; a cada frase su ritmo. Más aún, me gusta leerlos en voz alta.
De un escritor se dice que debe encontrar una “voz propia”. También el lector ha de hallarla. Pues bien, la mejor forma de dar con ella es voceando a los grandes poetas y prosistas, a ver qué tanto nos contaminamos con ellos. Personalmente, he encontrado que el mejor ejercicio es la literatura del Siglo de Oro, más específicamente: el teatro.
Salto de una obra a otra, de un personaje a otro. Actúo y dirijo, y aunque nunca pronuncio como gachupín, sino como el vil norteño que soy, mi ego acaba por decirme que soy mejor que Garrick.
Entre las prosas contemporáneas para leerse sonoramente están las de García Márquez, Daniel Sada, Juan Rulfo y las letanías de Carlos Fuentes o Fernando del Paso. El buen lector sabe descifrar el ánimo, tono y cadencia que exige cada texto sin necesidad de que el autor lo señale con indicaciones de andante, allegro o adagio, tropo o non tropo. Aunque siempre queda espacio para la interpretación.
La parte del poor Yorick en Hamlet, la leo “alla Richard Burton”, con tono ligero y burlón; en cambio me parece descarrilada la interpretación trágica y susurrante que le da Kenneth Branagh.
Si veo a alguien leyendo Cien años de soledad, y noto que pasa las páginas con celeridad, pensaré que está convirtiendo la excelente prosa en una práctica de narración de carreras de caballos.
Vargas Llosa cuenta que leyó Los hermanos Karamazov de un tirón. Caramba. Cuando me aplico en ese mismo asunto, yo me llevo una semana. Y no quisiera tardar menos, pues aunque Dostoievski no es un músico con las palabras, sí es un demonio con el alma. Y esta es una novela con la que quiero dialogar y meditar. Quiero detenerme un rato y alzar mi copa con los discursos de Iván y Dmitri. Pronunciarlos en voz alta. Aunque más parezca una pierna de puerco que una copa de vino, no es una novela para devorar, sino para degustar.
Es el caso con toda la buena literatura. Y entre más bella, más hay que regodearse. Nada de echarse un rapidín.
Así como la llamada fast food suele ser pésima, podríamos decir que hay fast books: esas cosas bestselleras en las que no hay arte, y lo único relevante es el “qué va a pasar”. Pero todos los clásicos literarios han de ser slow books dignos de una comilona interminable que se va celebrando a mordiscos.
En esta mesa cambian los modales. Aquí vale hacerlo con la boca abierta, hablar al masticar. Aquí vale jugar con la comida.
Y volviendo a Dmitri Karamazov… En algún episodio dice: “No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”. ¿De qué me sirve darme por enterado? De poco. Aquí interrumpo la lectura mientras pienso si yo haré lo mismo.
Los grandes libros no fueron escritos para monologar. Si el lector no acepta diálogo, voz y prosa será un pobre lector aunque su biblioteca sea más extensa que la de los buenos lectores.

Bryce y el Premio FIL

25/Noviembre/2012
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Desde el principio, al leer la noticia, me pareció que el premio FIL de Literatura en Lenguas Romances otorgado al novelista Alfredo Bryce Echenique sería inmediatamente cuestionado y tendría visos de escándalo. Me pareció una vejación a los mexicanos dar dos millones de pesos de recursos públicos de un país pobre a un escritor de dudosa moral. Debo confesar mi ignorancia respecto a quiénes son la mayoría de los miembros del jurado: a excepción del crítico peruano Julio Ortega y de Jorge Volpi, ya muy devaluado literariamente, no conozco a los otros.
Sé (él me lo dijo por teléfono poco después del anuncio del premio y poco antes de morir) que el poeta peruano Antonio Cisneros, de quien Julio Ortega conoce detalladamente la obra, estaba entre los aspirantes. Me parece que de habérsele dado (Cisneros era en ese momento uno de los tres o cuatro mejores poetas vivos en nuestra lengua) el premio habría ganado en renombre y resonancia. Entre Cisneros y Bryce… 
Desde el anuncio del premio, en decenas de artículos, en comentarios en la red, en cartas de académicos y en los corrillos literarios el rechazo fue prácticamente unánime. Asimismo, leí con interés a escritores y periodistas mexicanos que lo defendían, pero me pareció que no se acababa de comprender que no se trataba de plagios científicos (que serían igualmente vituperables), sino de artículos literarios, y el periodismo es un trabajo hermano de la literatura, y, lo peor, que Bryce no hizo los plagios por divertirse. No era Pierre Menard sino un fullero. Que por buenas o maravillosas que fueran dos o tres de sus novelas, Bryce había plagiado con toda conciencia. Cuando dice ahora que no ha plagiado nunca, quiere hacer creer que “los frustrados” mexicanos que lo han reprobado son una sarta de imbéciles, cuando lo más fácil es que cualquiera puede entrar a internet y ver los ejemplos de sus plagios en los cuales no quitó una coma. Bryce declaró a principios de octubre en Lima que lo habían desmultado; con toda conciencia otra vez mentía; el INDECOPI peruano (Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual) precisó el 3 de octubre de 2012 que no ha devuelto al escritor la multa de “71 mil soles (unos 20 mil dólares), impuesta al escritor Bryce Echenique, por plagio de artículos literarios” (el subrayado es mío). El INDECOPI menciona dieciséis artículos plagiados.
Sin embargo, lo que me motivó definitivamente a escribir estas páginas son sus declaraciones al diario español El País, claro, luego de haber recibido en Lima los 150 mil dólares. Es una verdadera colección de palos de ciego. Sus respuestas muestran o que se volvió loco, o está desesperado, o es un mentiroso sin redención, quien cree que, porque él lo dice, sus mentiras deben creérselas todos. Ya antes en twitter a sus críticos en México les había dicho: “¡Que se jodan!” y que eran unos “frustrados”; ahora, en El País, respondió una tontería tras otra tras otra. Los principales sujetos de su rabia por poner en duda moralmente su premio, me parece, serían por un lado la investigadora chilena María Soledad de la Cerda, que descubrió y reveló sus plagios, y por el otro, escritores como Fernando del Paso, José Emilio Pacheco y Juan Villoro, quien ha sido su más lúcido e implacable crítico. De la investigadora chilena hizo la siguiente alusión: “Todo ha sido por maldad de alguien. Por envidia.” Pero ¿de qué podía tenerle envidia la investigadora que simplemente mostró lo que es: un tramposo? Al ataque, María Soledad de la Cerda respondió lacónicamente que los que se jodieron fueron “la literatura, los plagiados, el Premio FIL y el Estado mexicano que entregó 150 mil dólares a una persona que no lo merecía”.
José Emilio Pacheco dijo que el premio a Bryce había sido un “incidente desdichado”; Fernando del Paso ha repetido que el premio fue una equivocación; Villoro subrayó en tres artículos que la tarea estética del escritor debe hermanarse con la moral. ¿Qué dijo Bryce de ellos y a quienes han reprobado el premio? Uno no puede menos sino soltar la carcajada: “Es un grupo de extrema derecha. Hay gente que quiere todos los premios para ellos. Son unos frustrados.” ¿Fernando del Paso, José Emilio Pacheco y Juan Villoro son de extrema derecha y quieren o quiere alguno todos los premios y son unos frustrados? Es sabido que los tres son de una izquierda moderada, magníficos escritores y tienen un reconocimiento internacional. ¿Qué pueden envidiarle? ¿De qué pueden estar “frustrados”? La opinión de Bryce resultaría comiquísima –sobre todo lo de la “extrema derecha”–si no fuera porque el otorgamiento del premio a él es un asunto grave e injustificable. Al ataque en El País, Del Paso contestó que el señor ya no sabe lo que dice y parece no estar en sus cabales; Villoro, al responder a la periodista Yanet Aguilar Sosa de El Universal (7/XI/2012) –ya lo había escrito en dos artículos–, reprobó que los directivos de la FIL llevaran el premio a Bryce a su casa de Lima, y expresó lapidariamente: “La solución de dar el premio a domicilio ofende a todo mundo. Los organizadores se avergüenzan del premiado y no quieren que venga, ponen en duda la elección del jurado y desoyen las voces críticas. Es la peor salida posible. ¿Quién gana con algo así?”  
La directora de la FIL, Nubia Macías, ha declarado que “es uno de los varios premios” que se otorgan en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara. Es explicable que los organizadores traten de minimizar el hecho para hacer un control de daños, pero los cientos de miles de personas que han asistido a la feria a lo largo de dos décadas saben que el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances es lo más visiblemente importante de la feria, y muchos sabemos que el golpe al premio, al dárselo a Bryce, fue directo a la cara y al corazón de la organización. Después de que se vieron obligados a quitarle el nombre de Juan Rulfo al premio, el de ahora es un estacazo mucho más duro por su índole moral al permitir que se dé la distinción a un vivales del oficio literario.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Cincuenta años de compañía

10/Noviembre/2012
El Espectador
Héctor Abad Faciolince

¿En 1961, cuando se publica El coronel no tiene quien le escriba? No, esa fue una edición casi secreta que su editor, Aguirre, no consiguió vender. ¿En 1963, cuando Cortázar publica Rayuela, o en el 66, cuando Vargas Llosa publica La casa verde? ¿O más bien en mayo de 1967, cuando García Márquez publica Cien años de soledad? Quizá para encontrar un punto intermedio podemos aceptar la fecha que ha propuesto la Fundación Miguel de Cervantes: 1962. En este año mágico para las letras latinoamericanas, Mario Vargas Llosa gana el Premio Biblioteca Breve en Barcelona con La ciudad y los perros, Carlos Fuentes publica en México La muerte de Artemio Cruz, y García Márquez en España La mala hora (en edición corregida por puristas censores idiomáticos, que Gabo repudió).
En realidad no importa el año: ese decenio de los sesentas fue, en todo caso, un período de iluminación en el que las letras latinoamericanas deslumbraron al mundo. Han pasado 50 años desde entonces, y aunque medio siglo tal vez sea todavía poco tiempo como para hacer un balance definitivo, algunas cuentas provisionales sí pueden hacerse. Las hizo esta semana Mario Vargas Llosa, en Madrid. En este momento él es el único protagonista del boom que todavía puede hacerlo, cosa que él mismo reconoció, no sin cierta nostalgia. Oyéndolo recapitular lo que fue el boom mediante anécdotas en apariencia intrascendentes, pensé en los elementos que se combinaron en un mismo momento para desatar ese fenómeno: primero, la personalidad arrolladora de cuatro escritores, que no sólo escribían bien, sino que tenían un enorme encanto personal; estos cuatro se unieron en una amistad firme; fueron impulsados por una sagaz agente literaria (Carmen Balcells), y quizá también manipulados por la máquina propagandística de una revolución —la cubana— que en ese momento despertaba simpatías entre los intelectuales del Primer Mundo. Todo esto al mismo tiempo era como encontrar los astros alineados para que se produjera esa explosión irrepetible.
No faltará el iconoclasta que menosprecie el fenómeno desde el punto de vista literario; tampoco faltará quien diga que se trató de una operación comercial y política, mezcla de capitalismo catalán con comunismo cubano. Pero estas críticas suenan ridículas cuando se releen los libros que se publicaron en aquellos años, o cuando se constata que dos de sus representantes recibieron, al cabo del tiempo, el Premio Nobel. Hubo casualidades, hubo suerte, algunos se encontraron en el momento adecuado, pero llegaron allí con obras que desde entonces forman parte de nuestra memoria de cosas imaginadas. Esos libros se añadieron a nuestro mundo real, y lo completaron, con el encanto fantástico de lo irreal.
El boom tuvo además la fuerza necesaria como para hacer ver otras obras latinoamericanas —quizá incluso más grandes que los libros de sus protagonistas indudables— que no habían recibido tanta atención: los cuentos, ensayos y poemas de Borges; las primeras novelas de Onetti; el Pedro Páramo de Rulfo o el Paradiso de Lezama Lima, y algunos libros de Cabrera Infante o de José Donoso. El boom iluminó hacia atrás y también abrió un camino hacia adelante.
La literatura latinoamericana no empezó con el boom (Sor Juana, Sarmiento, López Velarde...), ni tampoco terminó ahí (Lispector, Bolaño, Villoro…). Pero el antes y el después no recibieron sombras del boom, sino luz de la explosión de un grupo de genios.

Un año sin el escritor Daniel Sada

18/Noviembre/2012
El Universal
Yanet Aguilar

Daniel Sada tenía una regla inquebrantable: destruir todas las notas, mapas, planeaciones, esquemas y diseños que hacía para cada una de sus novelas, cuentos o poemas. En cuanto tenía en sus manos la primera edición de esa nueva obra, él destruía todo. Era una especie de mantra para empezar sin ataduras y de cero la siguiente historia que ya estaba madura en su cabeza. Sólo entonces se sentaba a escribir y volvía a entrar en el paisaje literario que construyó a lo largo de más de tres décadas y media de carrera.
Sin embargo y a pesar de su afán por destruir cualquier manuscrito o esquema que hacía en libretas profesionales de cuadro chico, siempre de cuadro chico, y escritas con pluma fuente con su letra bien chiquita, algunas cosas quedaron en el archivo personal del escritor al que se adentró EL UNIVERSAL gracias a la generosidad de Adriana Jiménez, viuda del narrador nacido en Mexicali, Baja California en 1953.
Allí está el esquema, planeación y diseño de A la vista (Anagrama, 2011), la última novela que el escritor vio salir de la imprenta. Con letra pequeña y escrita siempre en hexagramas como en el I Chiang, uno de los grandes libros chinos que se sabía de memoria y a los que acudía permanentemente para definir qué debía pasar con el personaje o para dónde debería ir la historia, está la planificación de esa novela que también ocurre en el norte, su territorio.
Justo hoy que se cumple el primer aniversario de la muerte del orfebre del lenguaje, entramos a su mundo y a su biblioteca. A su departamento en la colonia Condesa donde él permanece. Allí sobre una cómoda y frente a todos sus libros, está la urna de madera con sus cenizas –no en Coahuila como lo había previsto la familia-, está su gorra negra de lana, fotografías con sus hijas, una de las muchas notas que le escribía a su viuda, a su “Chiquita”; está el diploma y la medalla de oro del Premio Nacional de Ciencias y Artes que le fue entregado de manera póstuma.
Adriana Jiménez dice que Daniel Sada murió despuesito de que le dijera: “ganaste” y él le diera un apretón de mano en señal de haber comprendido que ese día le habían concedido el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la categoría de Lingüística y Literatura. Dice que el paro respiratorio que acabó con la vida del escritor, cuando apenas tenía 58 años, ocurrió un día después, el 18 de noviembre de 212. Ella es la mayor conocedora del proceso creativo del narrador que en una entrevista con EL UNIVERSAL en 2009, dos meses después de ganar el Premio Herralde de Novela, señalaba:
“Mucha gente me reprocha mi ritmo, dicen que es asfixiante y que el empeño que impongo en mis textos desquicia a la gente. Yo necesito que los lectores cumplan mis reglas del juego; es necesario que el lector haga un pacto con mis libros para que se venzan todos los obstáculos y esos obstáculos se vencen en las primeras páginas; es que ahora la mayoría de los lectores no quiere asumir retos de nada. Si fuera periodista tendría que escribir para que todos entiendan, pero como autor exijo que entren a mi mundo, que se ciñan por mi ritmo y lenguaje”, dijo Sada.
Y así entramos a su mundo, a su territorio y a su paisaje literario. A ver los diccionarios que se “devoraba”, en los que dejaba mapas de sus ciudades imaginarias como puntos de lectura, esos que casi están desechos de tanto que los usaba, leía con pasión hoja por hoja de diccionarios de sinónimos y antónimos, de definiciones. Su preferido era el Diccionario de ideas afines, de Fernando Corripio, que luce ajado pero vivo.
Jiménez habla: “En realidad no hay un archivo como tal, son vestigios, porque él así trabajaba, no le gustaba guardar los restos, ni las cosas que proyectaba. No es mucho”.
Sin embargo es todo, conocer y revisar esos pocos apuntes, entre los que se encuentra el esquema de La búsqueda inmóvil, una novela que nunca llegó a buen puerto con dolor del autor y de sus lectores. Está la vieja computadora en la que escribió las novelas que aparecieron a partir del perfecto artificio Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y donde tecleó la última: El lenguaje del juego, que dejó concluida y se público hace tres meses ; ahí abordó el tema del narco.
El territorio del orfebre
Adriana abre una de las dos libretas que tiene sobre la mesa; al hacerlo nos abre de par en par el paisaje creativo del narrador que es considerado un “escritor barroco” y un “explorador del lenguaje”. Desvela su proceso creativo, las manías y obsesiones, sus gustos literarios: por La divina comedia de Dante Alighieri, en una edición de 1967; El zafarrancho aquel de vía Merulana de Carlo Emilio Gadda; Jacques, el fatalista de Denis Diderot.
“Él memorizaba las frases que iba construyendo, cuando no tenía las manos en el teclado, él rumiaba las frases para ver cómo sonaban y después las vertía a la escritura, era todo un procedimiento interno que solía llamar el paisaje interior. Escribía mucho y cuando no estaba escribiendo, también. Fuera de eso era un hombre muy de a pie”, recuerda Jiménez.
Asegura que Daniel era muy minucioso, todo lo calculaba, pero decía que el procedimiento no era tanto cerebral, también instintivo; le apasionaba trabajar el léxico de una manera muy depurada, dice, no sólo encontrar el término preciso que a veces podía ser un arcaísmo o un neologismo -una palabra que él inventaba-, un refrán o una frase que escuchaba; estaba muy pendiente de la puntuación y de que la historia corriera.
“Se ha hablado mucho de que es un escritor formalista, que hace mucho énfasis en la métrica, en el narrador que es muy característico. Solía decir que cuando fue becario del Centro Mexicano de Escritores, sus maestros fueron Rulfo y Elizondo quien hacía mucho énfasis en el aspecto forma, le gustaba como Daniel estructuraba las historias y su manejo del lenguaje y Rulfo le decía: ‘cuente, cuente, cuente’ ”, evoca la viuda.
La catedrática de la UACM habla también de los libros que han salido tras su muerte: La escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada, de Tierra Adentro; traducciones a inglés, francés e italiano de Una de dos, Casi nunca (Premio Herralde); está por definirse el caso de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe; Posdata prepara uno con periodismo, ensayos y prólogos, que se llamará Sin mirar a los lados. Mientras, recuerda la pasión de Daniel Sada por las tres cosas que le parecían perfectas: el soneto, el ajedrez y el beisbol, y mientras mira justamente el ajedrez de éste le regaló a la hija de ambos antes de morir, Adriana Jiménez celebra el cuento más corto escrito por Sada Pase lo que pase, que es aforístico y premonitorio, contenido en su Reunión de cuentos (FCE, 2012), allí Sada dijo: “Quizá entienda en la otra vida, en ésta sólo imagino”. Ella, sabe que Daniel Sada ya ha entendido.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Un virus planetario

14/Noviembre/2012
El País
Jorge Volpi


1. Boom Bang. Hoy, cuando lo políticamente correcto es torpedear cualquier mito, se insiste en que el boom fue una pura invención editorial. Un fenómeno de mercado. Una eficaz estrategia de marketing. Un golpe de estado y una toma del poder cultural. O, en otro sentido, se busca arrinconar a sus miembros oficiales —Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez, Cortázar y acaso también Donoso y Onetti— para desempolvar las sombras de otros grandes ocultas detrás de ellos: Ribeyro, Di Benedetto, Ibargüengoitia, Puig, Elizondo, Saer, Castellanos, Pitol, Arredondo, tratando de desplazar sus escrituras “marginales” hacia el centro. Nombrar es reunir (y también excluir), y el término boom, tan abierto o cerrado como se quiera, no cesa de despertar suspicacias. Como fuere, adentro o al margen de la etiqueta, durante la época de su predominio y expansión —1962, el año de La ciudad y los perros, a 1982, cuando se le concede el Nobel a García Márquez— hubo en América Latina una concentración de talento literario sólo equivalente (asumo la desmesura) al Siglo de Oro, el periodo isabelino, el Siglo de las Luces, la Rusia decimonónica o la Viena fin-de-siècle. Con su improbable acumulación de obras maestras. Uno podrá cuestionar la hubris política o estética de sus miembros, pero sus libros permanecen como piezas ineludibles de una tradición que sin ellos no existiría como tal. Nadie cuestiona la genialidad de sus predecesores —el espectro que va de Borges a Rulfo—, o de sus contemporáneos —algunos de ellos ya nombrados—, pero la energía desatada por el boom, o más bien por los booms que convivieron en el boom,aún se expande por todo el planeta.

2. El factor RM. Poco importa si sus antecedentes se encuentran en el Romanticismo alemán o en Carpentier, en la fantasía borgiana o en Asturias, en los cuentos infantiles o en Rulfo: el realismo mágico a la García Márquez es la invención más contagiosa surgida de nuestras tierras. A fuerza de verlo repetido hasta la extenuación, casi nos sorprende que un procedimiento tan elemental pueda haber infectado tantas mentes. Pero esa es justo la naturaleza de las ideas geniales: adaptarse mejor que sus competidoras a los distintos medios. Así, Cien años de soledad no sólo es un portento de imaginación, sino la pieza literaria más influyente escrita en español desde el Quijote (asumo, otra vez, la desmesura). García Márquez no podía saber que su deslumbrante retrato de familias iba a convertirse en una herramienta —un arma de destrucción masiva— para uso extensivo de los novelistas provenientes de otras naciones periféricas. La intrusión de la magia en la vida cotidiana, frente a la calculada indiferencia de sus testigos, se convirtió de pronto en la mejor fórmula para expresar las contradicciones del mundo no-occidental en una época en que este se caracterizaba por su miseria y su brutalidad política. Igual en África o en la India, o China o en Turquía, el realismo mágico permitía huir del realismo imperialista —seña de identidad europea y estadounidense— para dibujar escenarios contradictorios en los que la herencia tradicional, con su caudal de mitos y leyendas, podía entretejerse con la difícil modernización que sufrían, a pasos forzados, estas sociedades. De Salman Rushdie a Mo Yan, de Soyinka a Murakami, de Roy a Achebe —sobran los ejemplos— el procedimiento garciamarquiano devenía una inspiración original. Los latinoamericanos podemos argüir que la reiteración del recurso terminó por hostigar nuestros paladares o que su fuerza acabó diluida en sus epígonos, pero de nada sirve negar su virulencia: hoy, el realismo mágico continúa siendo una pandemia.
3. Baby-Boom. Resulta tan fácil decir que las últimas obras de los autores del boom no valen nada. O descalificarlos por su compromiso político, o por sus virajes ideológicos, o por su apoyo a figuras impresentables. Renegar del modelo de intelectual público que encarnaron o impusieron. Burlarse de su compostura, o de su falta de compostura, de su elegancia o su falta de elegancia, de su brillo al hablar o sus tartamudeos. Lo único que no puede hacerse, en América Latina, es olvidarlos. Quien más rápido llegó a esta conclusión, y mejor supo encararla, fue Roberto Bolaño: detestaba al boom con la misma pasión con que lo veneraba. Y sus libros son la mejor prueba de que esta suma de emociones, de la ira recalcitrante a la admiración desbocada, es el único antídoto contra estos monstruos. Sólo desestimarlos te reduce a la amargura. Sólo admirarlos te convierte en su sirviente. A todos ellos, a los oficiales y a los marginales, los incómodos protagonistas de nuestra Edad de Oro, no queda sino odiarlos amorosamente o amarlos rabiosamente. Sin medias tintas.

Las tramas del ‘boom’

15/Noviembre/2012
El País
Diamela Eltit

La América Latina sesentera, convulsionada en parte importante de sus geografías por los cambios culturales mundiales y la creciente demanda por la recuperación de sus “materias primas”, fue el contexto político y cultural que favoreció la emergencia y, más adelante, la expansión del boom literario. La irrupción del grupo de los jóvenes escritores que conformaron el llamado boomhace medio siglo (Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso) potenció en ese espacio liberador, tal como si se cumpliera el sueño bolivariano, la América que se hizo una a partir de las propuestas estéticas de sus escritores. A pesar del reducido número de autores que participaron de un estatus similar al de los rockstars, hoy, después de cincuenta años de la consolidación de ese fenómeno, vale la pena pensarlo para entender mejor la trama de las inscripciones literarias.
Antes de ese explosivo hito, en Latinoamérica ya había un conjunto fundamental de escritores que formaban un canon nítido y elocuente: Jorge Luis Borges, Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti, entre los más apreciados. Sin embargo, su internacionalización estaba obstaculizada por las dificultades de las editoriales locales que no conseguían el paso fluido a través de las fronteras. El conocimiento de cada escritor, en términos generales, estaba más bien ligado a su localidad y a la profundización de lo nacional mediante la relación con el Estado.
Pero la emergencia boom, liderada por el aparato editorial español, puso de manifiesto el encierro casi claustrofóbico de lo local americano. La escala de difusión del nuevo movimiento marcó una distancia sideral con los canales de distribución y de difusión del resto de las literaturas continentales. Así, este evento marcó también el inicio de la era comercial para una parte de la literatura latinoamericana organizada, en buena medida, por la figura inédita para las letras latinas del “agente literario” (particularmente la Agencia de Carmen Balcells). Una figura nueva que abría una cadena perfectamente articulada entre la obra del escritor, las casas editoriales, las traducciones y los expertos aparatos de promoción culturales.
De esa manera se puso en marcha un circuito antes inexistente. Los efectos del boom generaron las distancias entre centros y periferias literarias. En los centros los superstars del boom y, en los bordes de la fama, los teloneros que, si bien tenían una relativa existencia internacional, permanecían alojados en segundos planos. Y, desde luego, los escritores absolutamente locales radicados en sus países que no conseguían la atención de las poderosas editoriales españolas que, a su vez, operaban como pasaportes (mediante los agentes literarios) para otras lenguas y diversos territorios.
El boom nació y murió con sus exponentes originales y, en ese sentido, se convirtió en un boomerang. No consiguió una continuidad en parte porque los mapas político-culturales se modificaron a gran escala y con una extraordinaria velocidad; la cadena de golpes de Estado que asolaron al sur del continente, la diáspora intelectual, los llamados “inxilios” (o el exilio interior), la muerte de Franco y el proceso de rearticulación cultural española, la emergencia de literaturas de Este en los momentos en que de desplomaban los llamados “socialismos reales”, abrieron nuevos focos de atención editorial en un mundo que se volvía cada vez más extenso y móvil.
El avance capitalista se reforzó en todas las esferas de la producción y el consumo, hasta alcanzar también el mercado editorial. El best seller multiplicó las ganancias y las literaturas emergentes y su bagaje de propuestas estéticas se consolidaron como individualidades que coexistían con el resto de las literaturas del mundo. La antigua cohesión latinoamericana que agrupaba el extenso continente se volvió irrepetible.
En ese sentido, el mundo editorial español se volcó literalmente al mundo y el boom que tanto prestigio y atención mediática había provocado se convirtió en objeto de estudio académico, en nostalgia ante un pasado de esplendor y, especialmente, en un hito curioso de la historia literaria.
Mientras el siglo XXI sigue articulando su vertiginoso proceso globalizador que garantiza las comunicaciones masivas e instantáneas, en el mundo editorial se ha producido una conmoción. Junto con las mega editoriales y sus constante fusiones de capital, las editoriales independientes proliferan por el mundo latinoamericano y en el territorio español, en parte porque los costos de producción de libros se han vuelto más accesibles. No obstante, los aparatos de difusión continúan con parecidas dificultades a las que experimentaban en la época pre-globalizada. Desde esta perspectiva se puede hablar de una atomización pero, a la vez, de una democratización del espectro literario.
En este contexto parece difícil la producción de un nuevo boom, porque los signos actuales más bien aluden a una dispersión que a un campo cohesionado de escrituras. Para promover un debate propositivo e iluminador, las actuales celebraciones conmemorativas del boom podrían, junto a la celebración de indudable importancia de los autores, analizar el apretado nudo histórico y comercial que favoreció esa particular escena literaria.
Tal vez la pregunta más ardiente que esa época genera sea la ausencia manifiesta de escritoras. Una pregunta filosa que quizás hoy, cincuenta años después, puede resultar todavía pertinente para el mundo latinoamericano que sigue al “pie de la letra” su visión más bien masculina de la configuración de los mapas literarios. Y esta falta no es sólo una herencia del boom sino también una costumbre y acaso una agenda.



martes, 13 de noviembre de 2012

La lista que hizo historia

3/Noviembre/2012
El País
Amelia Castilla

En el ambiente literario iberoamericano se respiraba una especie de internacionalismo que antes no existía: los argentinos conocían lo que se hacía en México o en Colombia. En los sesenta se decía que la capital de América Latina era París porque allí se encontraron todos los escritores de aquella zona, unos exiliados de las dictaduras de sus países, mientras que otros estaban en misiones diplomáticas. El movimiento literario que estaba naciendo disponía de corte propia, ejército y artillería. En la capital francesa, el crítico Emir Rodríguez Monegal fundó la revista Nuevo Mundo cuyo propósito fundamental era promocionar esta nueva cultura literaria. Los autores se movían con su séquito, y la prensa, en especial la argentina, hablaba ya de una “concienciación literaria”. Sus obras circulaban por el continente gracias a las distribuidoras y a la nueva actitud de las editoriales. A los universitarios e intelectuales se les sumó un numeroso grupo de lectores que devoraba apasionadamente novelas como Rayuela, La ciudad y los perros o Pedro Páramo. El boom latinoamericano contó con muchos escritores y tres polos geográficos: Buenos Aires, México y Barcelona, donde la relación con Carlos Barral fue clave. Entre ellos, los más jóvenes se apodaron la Mafia. No eran íntimos, pero unos remitían a otros y salían juntos en las fotos. Había también sus pugnas internas, odios y celos irreconciliables, pero eso contribuyó también a agrandar la leyenda.
En ese ambiente y sin proponérselo, Luis Harss (Valparaíso, Chile, 1936), profesor de Letras y escritor, estableció el canon de lo que luego se conoció como el boom latinoamericano. Y lo hizo, como muchas cosas en la vida, por casualidad. Cuenta que fue Julio Cortázar, con el que se encontró en París, quien le animó a escribir un libro que captara las nuevas tendencias literarias. A estas alturas, casi cincuenta años después, ya nadie le puede negar su olfato literario. Los nuestros se publicó en inglés y pasó con más pena que gloria, hasta que la Editorial Sudamericana lo publicó, unos meses después, en 1966, en español. Se trataba de un ensayo de crítica literaria con 10 entrevistas a otros tantos autores iberoamericanos; algunos como Borges, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Juan Carlos Onetti o Cortázar, ya consagrados, pero otros, como Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa o Gabriel García Márquez no superaban la cuarentena; João Guimarães Rosa era el único de ascendencia brasileña. La región más trasparente de Fuentes ya contaba con lectores, pero Cien años de soledad de García Márquez era un manuscrito inacabado cuando entrevistó a su autor en la localidad mexicana de Pátzcuaro. A todos les unía la idea de que su país común era el español. El idioma se había convertido en un artefacto arcaico que necesitaba renovarse. Lo cambiaron, dejando de lado el floreo literario que marcaba la época por el habla de la calle. Fuera, les esperaba un público hambriento por reconocerse en historias cercanas. Los nuestros no llegó a editarse en España, pero se convirtió en libro de obligado estudio. Alfaguara lo recupera ahora en el cincuenta aniversario del fenómeno literario.
Aquellos escritores descubrieron que era más eficaz escribir como se habla o como se sueña para trasladar historias cercanas y populares. El lenguaje y su forma local, el idioma es identidad. “Usar el lenguaje ajeno es alienación”, cuenta Luis Harss desde su casa, en un pequeño pueblo del Estado de Pensilvania, donde vive retirado de la enseñanza y de la crítica, entretenido ahora en la escritura de un nuevo relato. Este escritor ha desarrollado su propia teoría sobre el lenguaje, relacionada con el arranque de lo que fue la búsqueda de la novela totalizadora: los escritores iberoamericanos (aunque los de clase culta hablaban francés) se educaban leyendo traducciones del ruso, del alemán o del inglés. “En general versiones muy torpes, de editoriales españolas que deformaban, estereotipaban o censuraban. Quedaba un muñón parecido a todos los otros muñones que salían del mismo proceso. Se ha observado que el lenguaje de la traducción es generalmente el término medio de la época con sus mediocridades, lugares comunes y percepciones desgastadas, una horma rígida y un mortero. Eso es lo que leían los escritores, en eso se inspiraban, por eso todo salía tan mal y sin imaginación. Después se abrieron las puertas al mundo. Más cultura literaria, más manejo de idiomas, mejores traducciones, a veces por escritores buenos, por poetas, gente sensible. El escritor se educó, vio más, pudo más. La traducción se interiorizó, en vez de representar superficies”. Así empezó a redactarse la nueva novela.
Visto con la perspectiva que da el tiempo, se entiende por definición que ningún boom puede durar. En las universidades norteamericanas han florecido los departamentos de estudios latinoamericanos, pero se trata de una corriente solo para especialistas. En cambio, la nueva novela sí ha generado “un mar de fondo”. “Sigue, en el sentido que dejó modelos, descubrimientos, abrió dimensiones. No se puede escribir en Latinoamérica sin haber pasado por allí. Como no podían escribir las generaciones de Estados Unidos sin haber pasado por Hemingway y Faulkner. ¿Medio siglo después cuántos de la lista de Harss se han convertido ya en referencias universales? “Borges ya figura como un habitante de muchos otros mundos, y en muchos idiomas. García Márquez aparece en miles de novelas, su lista de imitadores es interminable; Macondo ha pasado a ser lo que Barthes llamó ‘un recuerdo de la imaginación’. Estoy casi seguro de que, como Hemingway y Faulkner, seguirán siendo fronteras entre un antes y un después. Cortázar, el más radical, desgraciadamente se conoce poco fuera del idioma español, queda muy atado a la lógica interna del idioma argentino. Cortázar es puro jazz y es difícil de transportar. Se lo distingue en Roberto Bolaño. Y en todos los que, sin saber por qué, tratan de escribir como se habla”.
Por correo electrónico escribe que Los nuestros se corresponde con una época de su vida, pero “quedó allá atrás”. Le gusta y le divierte recordar a la gente y hablar de los temas de época y las circunstancias que rodearon el libro, pero hace mucho que está en otras cosas. “No he seguido las carreras de esos escritores. A algunos los he leído de vez en cuando por placer. A otros no los he tocado en ¿cuarenta-cincuenta? años, dejaron totalmente de interesarme, ¿qué quieren que les diga? Uno no se queda donde estaba”. En esa estela de placer que provoca la nostalgia bien entendida se detiene a hablar de dos editores fundamentales: Roger Klein y Paco Porrúa. Curiosamente fue un editor estadounidense, un tipo alerta a todo lo que pasaba en el mundo literario en cualquier idioma, el primero en proponer el libro. Sin la pequeña ayuda financiera que le dio Roger Klein de Harper & Row en Nueva York (unos 1.500 dólares), Los nuestros no existiría. “Se me ocurre que de su propio bolsillo. Era de una gran familia judía de joyeros. Un tipo raro en EE UU, donde se conoce poco y se traduce menos. Yo me resistía a muerte. Había abandonado Argentina, huyendo del peronismo, y me había instalado en EE UU. Había roto espiritualmente con Latinoamérica y el idioma español, pero Klein me regaló su persistencia. Curiosamente, después, por problemas personales (fue gay antes de tiempo) perdió el interés”. El original inglés salió huérfano, nunca vendió nada, y Klein se suicidó dos o tres años más tarde dejando un gran vacío.
El fracaso que supuso su publicación en inglés no arredró a Editorial Sudamericana cuando decidió publicar el libro en español. Paco Porrúa (A Coruña, 1922), editor de Minotauro, que luego distribuiría Los nuestros, se movía más en el terreno de la ciencia ficción, pero tenía buen apetito para los autores nuevos. Por eso se alió mano a mano con Harss en una precipitada traducción. “Fuimos como hermanos, poco tiempo, cuando nos distanciamos lo extrañé mucho”. Los nuestros se vendió más de lo esperado y funcionó, especialmente, como texto universitario, pero con el tiempo se convirtió en el manual para el conocimiento de ese movimiento literario que representaban los 10 autores entrevistados en el libro.
El boom también dejó sus víctimas, sobre todo entre los escritores jóvenes, un derroche de talento en el que no todos se salvaron. “Hubo una conciencia de círculo vicioso. Los que estaban en cierta cosa y no en otra. No hay duda, la mafia, el club, entre los que se sentían brillar. No hablo de mi selección, que es secundaria. Digo entre ellos. Alrededor del boom siempre hubo esos otros, interesantes y raros, que quedaron fuera por cuestiones ajenas a su calidad, como Felisberto Hernández que murió justo antes de empezar Harss sus entrevistas. “Escribía en sótanos, era pianista y lo imagino siempre al teclado, proyectando sus historias en una pantalla de cine (fue acompañante de cine mudo). Juan José Saer, que me quedó bajo el radar; no había llegado a ser él todavía en los sesenta. En esos días empezaba Manuel Puig La traición de Rita Hayworth. Es de 1968 con la estética del cine popular y los boleros. Cabrera Infante. José Donoso. Salvador Garmendia, venezolano, el de ‘los pequeños seres’ de la vida ciudadana. Un extrañísimo novelista talmúdico argentino, Mario Satz, casi ilegible, vivía en Barcelona. Les pasó a muchos”, remata.
De entre las víctimas, Harss conoció personalmente la tristeza de un narrador de mucho valor: José María Arguedas, el novelista peruano. “Conoció el ayllu, el hogar que le dio de chico la comunidad indígena y que después perdió. Trató de evocarlo en español sin perder la magia metafórica del animismo quechua. Escribió un libro notable, autobiográfico, Los ríos profundos. Es de 1958, a orillas del boom; había leído a Joyce. Su protagonista también es un Dédalo. Había gozado de mucho prestigio en su país, pero se movía todavía dentro de algunas limitaciones del indigenismo; fue excluido explícitamente del canon, humillado en artículos y comentarios, y se mató en 1969. Dejó un diario suicida, en su última novela, inconclusa, El zorro de arriba y el zorro de abajo. Diatribas (lamentables) contra sus detractores, pero también un acercamiento a la muerte, a la tierra, a las moscas, único en la literatura de Latinoamérica. Se fue comiendo barro como vino”. Un caso de perdedor total, antes de saber quién era Harss lo recuerda sentado tocando la flauta en un rincón, en una fiesta de izquierdas en California. “Un momento de soledad tan aguda que me quedó la imagen para siempre”.
Los nuestros. Luis Harss. Alfaguara. Madrid, 2012. 411 páginas. 18,50 euros (electrónico: 9,99).

Viendo nacer una generación clásica
ALEJO CARPENTIER. ((La Habana, 1904) fue quizás el primero de nuestros novelistas en querer asumir la experiencia latinoamericana en su totalidad, por encima de sus efímeras variantes regionales y nacionales. Nuestra novela estaba en su infancia cuando empezó a escribir. Era poco más que escenografía. Su aparato era pomposo y retórico. Recorrió de punta a punta nuestro mundo tratando de asimilar e integrar todo lo que encontraba hasta poseerlo. Se buscaba como todo latinoamericano en la fábula y el mito. Su pasión ha sido seguir los pasos perdidos del continente, descifrar sus oráculos olvidados. El resultado es una obra de gran alcance y vigor.
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS. Vivió y sufrió su época, y supo expresar su dolor. Ha hecho de su obra una especie de tribunal de apelaciones, refugio de los humildes con sus penas anónimas, templo de piedad y justicia donde claman las voces de los desposeídos… Visto hoy en perspectiva, El Señor Presidente ha envejecido, no intimida. Lo que da fuerza al libro es la sensación de que es un espejo deformado pero reconocible de una realidad sórdida, tristemente conocida por todos los que han recorrido los barrios bajos de las ciudades latinoamericanas. Pero es probable que se le recuerde por Hombres de maíz, un libro arrollador, en el que persigue lo que llama “un idioma americano”. Se da cuenta de que el floreo retórico y los lugares comunes de la prosa académica han sido la plaga de nuestra novela.
JORGE LUIS BORGES. Ha inventado su propio género, a medio camino entre el cuento y el ensayo, para darse completa libertad de movimiento. Varían las proporciones, pero la tendencia es siempre, como él dice, “estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético”. Pero hay algo más: una aspiración al absoluto que se vislumbra en las formas de la imaginación… Un cuento de Borges es algo muy especial. Cada uno de ellos rompe el molde. Combina felizmente, y en las formas más inesperadas, el suspenso y el teorema. Usa la sorpresa, la falsa apariencia y el argumento sofístico a la manera de la novela policiaca; mezcla la burla y la metafísica, la lógica y la argucia, la realidad y el hecho apócrifo.
JOÃO GUIMARÃES ROSA. Lleva cada línea del paisaje impresa en la palma de la mano. Hubo exploradores que abrieron fronteras en el interior, apropiándose de lejanas tierras de pastoreo que a veces fueron verdes y florecieron hasta convertirse en prósperas fazendas. Echar ancla en esas regiones inhóspitas siempre estuvo en conflicto con el espíritu vagabundo. La vida nunca era completamente sedentaria. Bajo el colono estaba el nómada. Guimarães Rosa encarna esa dualidad… Nadie ha penetrado como él en la psicología del habitante del sertão. El lenguaje es densamente emotivo, mezcla de erudición y dialecto, lleno de giros inesperados, inversiones, proverbios, interjecciones, preguntas retóricas.
JUAN CARLOS ONETTI. Hay en él algo genuinamente autóctono que va mucho más hondo que las estridentes protestas de nacionalismo literario que caracterizan a tantos de sus compatriotas. Los años que ha pasado entre Montevideo y Buenos Aires lo han asimilado al alma y al carácter de la zona. No fue él quien inventó la novela urbana en el Uruguay; el género ya existía, pero la ciudad muchas veces estaba en Europa, y en otros tiempos. Los escenarios locales no eran considerados dignos de interés. Onetti cambió todo eso. La vida breve puede ser su obra maestra, libro de inagotables desdoblamientos, un monumento a la evasión a través de la literatura.
JULIO CORTÁZAR. Es la prueba que necesitábamos de que existe una poderosa fuerza mutante en nuestra literatura que lleva a la metafísica (o la patafísica cuando la metafísica se toma en chiste). Brillante, minucioso, provocativo, adelantándose a todos sus contemporáneos latinoamericanos en el riesgo y la innovación… Es un hombre de fuertes anticuerpos. Con el tiempo ha ido descartando los efectos fáciles de la narrativa tradicional: el melodrama, la sensiblería, la causalidad evidente, la construcción sistemática, las amabilidades y la demagogia retórica. Ha buscado en la paradoja el verdadero acorde. Es difícil por el momento medir su impacto. Rayuela (1963) fue un huracán, es una obra ambiciosa e intrépida, a la vez un manifiesto filosófico, una rebelión contra el lenguaje literario y la crónica de una extraordinaria aventura espiritual.
JUAN RULFO. Sus libros están en un paisaje de tragedia clásica, los muertos lo persiguen. Sabe que el peso de los antepasados aumenta con la distancia. El de los suyos, que están lejos, no lo ha descargado nunca. Se ha pasado la vida abriendo tumbas en busca de sus orígenes perdidos. Su brillante y breve carrera ha sido uno de los milagros de nuestra literatura. No es, en el fondo, un renovador sino, al contrario, el más sutil de los tradicionalistas. Pero ahí radica su fuerza. Escribe sobre lo que conoce y siente, con la sencilla pasión del hombre de la tierra en contacto inmediato y profundo con las cosas elementales: el amor y la muerte, la esperanza, el hambre, la violencia. Con él, la literatura regional pierde su militancia panfletaria, su folclore. …Su lenguaje es tan parco y severo como su mundo. Es un estoico que no blasfema contra la vida, acepta el destino. Por eso su obra brilla como un fulgor lapidario. Pedro Páramo no es épica sino elegia. El ritmo del lenguaje es el de la sangre.
CARLOS FUENTES. En 1959 publicó La región más transparente, una supernovela en la que se narra, como lo llamaba el autor, “la biografía de una ciudad y una síntesis del presente mexicano”. La novela estaba destinada en cierta forma a ser un foro para las opiniones contradictorias de la época. Se llama al debate, no a una decisión final. Refleja la preocupación de ese momento por fijar, por resumir, por destilar lo mexicano. Está entre los poquísimos escritores latinoamericanos que dominan las disciplinas del cuento, ¿será por la simpatía que siente por la literatura norteamericana, donde florece el género?... El cuento además se presta idealmente a la pirueta brillante que siempre tienta a Fuentes. Es el arte de la baraja y la sorpresa, y nadie lo sabe mejor que él, que maneja la forma como si la hubiera inventado.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ. Su empecinamiento nace de la nostalgia: por una época y por un lugar. Ha estado fuera demasiado tiempo. “Se me están enfriando los mitos”. Hará cualquier cosa para revivirlos. Son la luz —y la felicidad de la inspiración— que le viene de su infancia. En La hojarasca se destacan ya ciertos prototipos que poblarán los otros libros: el vetusto coronel, el médico de alma atormentada, la serena y consecuente figura femenina, siempre en García Márquez, un baluarte en la adversidad… Mas allá de los hechos cotidianos que constituyen el relato se advierte la intención mágica… Una misma subjetividad anima a todas sus creaciones. Los papeles que se reparten derivan todos de un solo repertorio mental. …La próxima fase del libro, que anuncia para marzo o abril de 1967, se llamará Cien años de soledad. Será la muy esperada biografía del elusivo coronel revolucionario, Aureliano Buendía. Será como la base del rompecabezas cuyas piezas ha venido dando en los libros precedentes.
MARIO VARGAS LLOSA. Cuando acababa de cumplir los 26, con sólo dos obras a su nombre, ya se destacaba entre nuestros escritores jóvenes. Era un inspirado que parecía haber nacido bajo una lengua de fuego. Tenía fuerza, fe y la verdadera furia creadora. La fama le había llegado pronto, pero se la había ganado honradamente. Hasta ahora ha sido menos profundo que pródigo. Su visión es limitada, sus caracterizaciones pueden ser esquemáticas y hasta simplistas, y es un empedernido determinista y antivisionario, pero una invencible riqueza de temperamento, una poderosa carga emotiva y una interioridad que él niega pero no puede reprimir dan densidad a su materia dramática. La ciudad y los perros (1962), su primera novela, narra la vida del colegio militar Leoncio Prado. Dos generales lo denunciaron, calificándolo de profanación y acusando al autor de ser enemigo del Perú y comunista.
Párrafos extraídos de Los nuestros, de Luis Harss.




 

Lo que aprendí del boom


3/Noviembre/2012
El País


Guadalupe Nettel (México, 1976)
Gracias al boom aprendí algunas cosas que han influido en mi forma de ver la literatura: la primera —y basta leer La ciudad y los perros para darse cuenta— es que la novela no es necesariamente un género de madurez y que es posible practicarlo de manera virtuosa siendo aun muy joven. La segunda, y la más importante de todas, es que se debe escribir desde quienes somos, desde aquello que nos hace únicos e irrepetibles, en vez de querer imitar el estilo de los autores a los que admiramos. Esto lo entendí leyendo a Gabriel García Márquez, pero también a todos los escritores que, en vez de concentrarse en buscar su propia voz, intentan reproducir el estilo del escritor colombiano. La tercera es que más vale no pertenecer a ningún grupo literario que encasille nuestra literatura y la cuarta es que el amor —tanto por las personas como por los libros— es eterno mientras dura.
 Mayra Santos-Febres (Puerto Rico, 1966)
Como muchos otros escritores de mi generación, crecí en el boom. El boom construyó un sistema de referencias más literario que real, pero que apelaba a las ansias de identidad que necesitábamos como región. Del boom aprendimos todos que se puede ser un latinoamericano universal. Además, pudo brindar claves para la creación y captación de realidades tan distintas como las de Orhan Pamuk, Salman Rushdie, Toni Morrison, Paul Auster o Ben Okri. Todos estos escritores han confesado su deuda con el boom. Saber que Colombia, México, Perú, España y Puerto Rico decidieron mediante sus escritores que éramos familia, a mí me hizo crecer con un panorama que sobrepasa la geografía. Sentirme heredera de una tradición tan vasta me incita a querer superar los legados del boom, y fraguar (y se debe fraguar) otra manera de ser ibero / latinoamericano / universal en el mundo.
Damián Tabarovsky (Argentina, 1967)
 El boom retoma la ilusión de que el escritor latinoamericano tiene que tener algo de for export, de very typical (Bolaño es el último avatar del boom) con algunas gotitas de denuncia social y pasteurización de tradiciones locales. A la vez, introduce la novedad de que para ser escritor, o aún peor, hombre de letras, hace falta tener a una Carmen Balcells, o alguien como Carmen Balcells, o a muchos como Carmen Balcells; expresa el momento en que Barcelona comenzó a volverse sede del poder económico editorial en castellano; informa sobre la necesidad del mercadeo de izquierda como paradigma de la figura mediática del escritor latinoamericano (García Marketing, como lo llamaba Fogwill). Lamentablemente no aprendí demasiado de esas cosas. O por la negativa, tal vez sí, mucho. Algo más: hace poco releí Pedro Páramo y Tratados en La Habana, casi antagónicos y ambos notables.
Wendy Guerra (Cuba, 1970)
 El boom es mi certeza de que en medio de las crisis o la guerra fría, el autor puede generar patologías literarias, divinos síntomas de escritura excepcionales en un estilo común a sus contemporáneos. Como en el Renacimiento, en geografías distintas surgen tópicos comunes, evidencias culturales antes inverosímiles y la literatura patenta, exhibe, prueba lo que antes parecía una alucinación endémica. Lo inaceptable es reconocido a través de la alta palabra. Nací en 1970, soy un personaje concebido tras la copulación colectiva en un mar de misiles y poesía lezamiana, ellos me entrenaron en defender mi literatura (que es mi persona) por misterioso que pueda resultarle a quienes (hoy) impiden sea editada o leída. Comprendí que yo misma soy ese personaje literario pensado, escrito, dibujado por la mano del boom, yo soy su hija, existo y tengo voz por ellos, a pesar de las nuevas guerras frías.
Yuri Herrera (México, 1970)
Quizá lo primero es lo que los mismos escritores del boom aprendieron de los modernistas: que la voluntad de estilo define la mirada sobre la realidad y la fuerza de su narrativa. Que la del boom, entre otras cosas, adolece de ser una lista compuesta casi exclusivamente por hombres. Que un fenómeno mercadotécnico a veces solo es eso, y a veces se aprovecha de algo evidente, como que la mejor literatura en lengua española ya se estaba escribiendo en el continente americano. Que un buen escritor no necesariamente es una autoridad moral: algunos de los que escribieron las mejores novelas del siglo XX también plagiaron el trabajo de otros, sostuvieron amistades con dictadores, justificaron invasiones injustificables y subordinaron sus opiniones políticas a las necesidades de sus patrocinadores. Que una buena novela sobrevive a las mezquindades de sus autores e inclusive a su propio éxito.
Alberto Fuguet (Chile, 1964)
Lo que más aprendí del boom: lecciones de vida, ejemplos a no seguir. No tratar de abarcarlo todo, no ser tan grande. Poder tropezar. Aprendizajes: las mafias funcionan, una agente superpoderosa puede lograr mucho, un autor vale más que su editorial. ¿Qué más? La idea de España como casa matriz me complica. El boom (onomatopeya inglesa para designar el estallido de una bomba: rara definición, ¿no?) fetichizó la figura del autor; los transformó en superhéroes. Le dio acceso al poder e hizo que estuviera demasiado cerca de este. Pero lo que más me complica es la idea de que unos ganaron y otros quedaron fuera. El nosotros. Uno de “los nuestros”. Lo tenían muy claro: quién era quién. Hoy, claro, el veredicto ha cambiado. Puig ahora es delantero. Quedan algunas obras maestras, lo que no es poco. Y la esperanza de que ojalá nunca vuelva a ocurrir.
Juan Gabriel Vásquez (Colombia, 1973)
Entre los muchos legados de esa generación extraordinaria, uno me interesa especialmente: el derecho a la contaminación. Me refiero al destierro de todo nacionalismo literario, al choque voluntario de la provinciana y castiza novela latinoamericana con otras lenguas y otras tradiciones: otras voces, otros ámbitos. Borges y Onetti habían entreabierto las ventanas de nuestra literatura para que por ellas entraran los otros, de Kipling y Stevenson a Faulkner y Céline; pero esas rupturas los obligaron a justificarse repetidamente, y fueron siempre miradas como heterodoxias o herejías. El boom convirtió aquella ventanilla entreabierta en una tronera: entró a saco en la gran novela moderna, y nos legó a los que vinimos después la posibilidad de mirar más allá de nuestra lengua y nuestras fronteras para construir novelas. Y eso hemos hecho: sin pedir permiso y, sobre todo, sin causar escándalo.
Andrés Neuman (Argentina, 1977)
Ninguna etiqueta explica la realidad, pero algunas la mutilan hasta volverla incomprensible. De eso que llamamos boom aprendí el abismo entre los rótulos y las obras. ¿Qué tiene que ver Lezama con Onetti? ¿Por qué García Márquez (1927) y Vargas Llosa (1936) sí, mientras Puig (1932) no? ¿Hasta cuándo maestros como Di Benedetto o Ribeyro seguirán fuera de la foto? ¿Por qué no figuran poetas, habiéndolos brillantes? ¿No resulta sospechoso que ni siquiera Elena Garro, Silvina Ocampo o Clarice Lispector aparezcan en tan viriles listas? De eso que llamamos boom admiro la ambición estética de sus autores, que me hace pensar en la infinitud de la escritura; y recelo de sus mesianismos políticos, que me hacen pensar en la patología del liderazgo. Entre tanta generalización, dos décadas de textos extraordinarios. Tan grandes que merecen ser leídos como por primera vez, desordenando los manuales.
Iván Thays (Perú, 1968)
Antes del boom, los escritores eran parte de una tribu literaria regionalista, y quienes cumplían ese requisito no existían en el radar literario; el boom rompió esa reducción tribal y se organizó bajo un criterio insoslayable: la libertad formal y la libertad a la hora de escoger los temas. Gracias a su talento y a esa libertad, sus libros —incluso los que pueden ser considerados más “regionales”— pudieron leerse no solo como un folleto informativo sobre un continente exótico, sino además como textos cuyos temas comprometían a todos los seres humanos. El boom ganó un espacio para los escritores que habían llegado antes y para los que íbamos a llegar después. Si algo aprendí de ellos es a no someterme a una agenda nacional, latinoamericana o del propio boom para escribir, y a defender mi derecho —no siempre respetado o asumido por los demás— a ser leído fuera de cualquier tribu.
Julián Herbert (México, 1971)
Me resulta caricaturesca la actitud de autores de mi generación que descalifican íntegramente el boom. Por otro lado, me entusiasman poco los libros que García Márquez, Fuentes o Vargas Llosa publicaron durante las dos últimas décadas. La región más transparente, La tía Julia y el escribidor o Crónica de una muerte anunciada siguen siendo un gozo. También muchos cuentos de Cortázar. Pero mis narradores latinoamericanos favoritos del periodo —Cabrera Infante, Ibargüengoitia, Julio Ramón Ribeyro, Manuel Puig— no son, en sentido estricto, parte del boom: más bien refieren una sensibilidad pop que se aleja del exotismo y el simbolismo autoinfligidos y privilegia el humor sobre lo sublime. No creo que el boom sea un fenómeno generacional, sino editorial y, hasta cierto punto, una actitud ante el lenguaje. Si esto es verdad, entonces prefiero el bip: una literatura en tonos más punzantes.

¿Por qué hay que matar el ‘boom’?

7/Noviembre/2012
El País
Juan Cruz

La leyenda dice que el polaco Gombrowicz juntó a su alrededor en Buenos Aires a poetas adictos a los que gritó, al despedirse, desde el barco:
— ¡Maten a Borges!
Los escritores siempre han querido matar a sus padres. Algún tiempos después de que autores latinoamericanos de hace cincuenta años (Vargas Llosa, Fuentes, García Márquez, Cortázar, Cabrera Infante, Donoso, Bryce...) se hicieran boom y habitaran entre nosotros, hubo hijos literarios que quisieron matar esas influencias. En sentido figurado, como quería decir Gombrowicz.
Comenzamos a contarle esa anécdota a Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) y él la continuó: “Pues yo creo que no hay que matar a nadie. ¡Ni en sentido figurado!”
Fresán hablaba después del discurso con el que Vargas Llosa abrió el lunes en Casa de América el coloquio con el que la cátedra de su nombre conmemora los cincuenta años del boom y el medio siglo de la publicación de La ciudad y los perros. Vargas Llosa hizo recuento personal de ese largo trayecto ante “cuarenta escritores embarazados” de literatura (como los llamó el director de la cátedra, Juan José Armas Marcelo). Vienen de todas partes y todos tienen en las venas sangre de aquel fecundo periodo literario.
A algunos de esos escritores, como Fresán, les preguntamos por la manía de matar al padre, y en este caso al boom. Dice Fresán: “De hecho yo leo para vivir más, no para matar a nadie”. La lectura, además, “es el modo más barato de sobrevivir. Yo no tengo nada contra el boom como tal, pero sí contra la idea de emularlo constantemente”.
Fue una amenaza, como todo aprendizaje. Dice Alonso Cueto (Lima, 1954): “Aprender de los escritores del boom es una de las tareas más difíciles para un escritor que viene después de ellos. Recoger esta gran tradición literaria sin que se sienta su influencia y a la vez buscando una voz original es duro, pero creo que no hay otra postura posible. La liberación del lenguaje que supusieron estos escritores es un don que hemos recibido los que vinimos después”.
Su compatriota Fernando Iwasaki (Lima, 1961) nació con La ciudad y los perros, “y fui lector de las obras del boom desde la secundaria, nunca he tenido otros sentimientos que no sean la admiración y el cariño. No sería quien soy sin Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez y Cabrera Infante”.
La respuesta más contundente sobre la vieja pretensión de aniquilar esa influencia es de Arturo Fontaine (Chile, 1952): “La envidia se enmascara”. Añade: “Desde el Siglo de Oro que no ocurría en la lengua algo como el boom, entendido en un sentido amplio, es decir, incluyendo a Borges. En cuanto a mí, fueron las lecturas de mi adolescencia, leerlos fue sentir la libertad”.
“Esa manía de matar al padre —incluso con mera simbología freudiana—”, dice Héctor Abad Faciolince (Colombia, 1958), “me parece una idiotez, salvo que el padre sea un delincuente. Con los grandes del boom no podemos sentir más que agradecimiento: fueron ellos los que nos abrieron las puertas del mundo y de los lectores. Nos quitaron complejos de idiotas o de subdesarrollados. Nos mostraron caminos literarios completamente nuevos, y no para seguirlos por el mismo sendero, sino para buscar salidas nuevas en cualquier encrucijada”.
Juan Gabriel Vásquez, colombiano de 1973: “Menosprecio o ninguneo o asesinato de esa generación me parece un síntoma inequívoco de mediocridad intelectual, y aún de una cierta incultura. Los que trabajamos con la lengua española, si nos dejamos llevar por motivaciones o por resentimientos ocultos, sabemos que una es la lengua antes y otra después de Borges, García Márquez o Cabrera Infante. Yo estoy más bien entre quienes piensan en los autores del boom (y sus padres: Carpentier, Onetti) como los verdaderos fundadores de la tradición novelística latinoamericana. Ellos son nuestros clásicos”.
Andrés Ibáñez (Madrid, 1961) tiene la sensación de que el deseo (o la necesidad) de matar a los padres literarios del boom es más acusada entre los latinoamericanos que entre los españoles. A lo mejor me equivoco, pero creo que ellos los sienten más como antecedentes directos que nosotros. En cuanto a mí, no siento el menor deseo de matar nada del boom”.
Ha habido quienes han querido matar el boom como quisieron matar a Rubén, le decimos al nicaragënse Sergio Ramírez (1942). “Los hijos quieren matar siempre a los padres, y no pocas veces a los abuelos, pero es generalmente un sarampión de adolescencia. Luego se termina por reconocer la herencia. Por mi parte, siendo adolescente nunca tuve esos instintos criminales respecto al boom. Soy de la generación inmediata posterior, el postboom, me abrieron muchas puertas y perspectivas, técnicas de narrar, me dieron visiones nuevas de América Latina, un adolescente aprendiendo de quienes en su mayoría eran muy jóvenes”.
Carlos Franz, chileno nacido en Ginebra en 1959, cuenta por qué no se puede matar al boom como Gombrowicz querían que mataran a Borges: “Porque es inmortal. Cuanto más quieren matarlo más vive y mejor”. ¿Y por qué es importante no matarlo? Gonzalo Celorio (México, 1948): “Supone el regreso de una tradición, y a la vez es el antecedente de lo que Fuentes llamó el boomerang”. Está vivo, no pueden matarlo, dice el novelista mexicano.

 

Hitos de la literatura latinoamericana

9/Noviembre/2012
El País
W. M. S.

Durante todo el siglo XX y hasta antes de la eclosión del llamado Boom en 1962, América Latina produjo grandes obras literarias, aunque muchas de ellas no tuvieran el reconocimiento en su momento, y otras tantas fueran redescubiertas gracias al fenómeno literario de los años sesenta. Si el siglo XX empezó bajo la gran presencia de Rubén Darío, luego se diversificó, enriqueció y exploró al encadenar una serie de novelas, cuentos, ensayos y poemarios que marcaron la literatura en español y sirvieron de base a la literatura por venir. Los siguientes son algunos de esos libros:
 

1918 Los heraldos negros. César Vallejo
Cuentos de la selva. Horacio Quiroga
El dulce daño. Alfonsina Storni
1920 El hombre muerto. Horacio Quiroga
Languidez. Alfonsina Storni
1922. Trilce. César Vallejo
1924. La vorágine. José Eustasio Rivera
Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pablo Neruda
1926. Don Segundo sombra. Ricardo Güiraldes
El juguete rabioso. Roberto Arlt
Cuentos para una inglesa desesperada. Eduardo Mallea
Los desterrados. Horacio Quiroga
La marquesa de Yolombó. Tomás Carrasquilla
1929. Doña Bárbara. Rómulo Gallegos
1930. Leyendas de Guatemala. Miguel Ángel Asturias
1931. Altazor. Vicente Huidobro
Las lanzas coloradas. Arturo Uslar Pietri
1933. Écue-Yamba.O. Alejo Carpentier
Luna silvestre. Octavio Paz
Pedro Blanco. Lino Navás Calvo
1934. Huasipungo. Jorge Icaza
Canaima. Rómulo Gallegos
1935. Historia universal de la infamia. Jorge Luis Borges
Residencia en la tierra. Pablo Neruda
La ciudad junto al río inmóvil. Eduardo Mallea
1936. Historia de la eternidad. Jorge Luis Borges
1937. Muerte de Narciso. José Lezama Lima
1938. Tala. Gabriela Mistral
1939. El pozo. Juan Carlos Onetti
1941. Entre la piedra y la flor. Octavio Paz
El mundo es ancho y ajeno. Ciro Alegría
1940. La invención de Morel. Adolfo Bioy Casares
1944. Ficciones. Jorge Luis Borges
1945. Plan de evasión. Adolfo Bioy Casares
1946. El señor presidente. Miguel Ángel Asturias
1947 Al filo del agua. Agustín Yáñez
1948. El túnel. Ernesto Sábato
Adán Buenosayres. Leopoldo Marechal
1949. El reino de este mundo. Alejo Carpentier
Hombres de maíz. Miguel Ángel Asturias
Libertad bajo palabra. Octavio Paz
1950. Canto general. Pablo Neruda
El laberinto de la soledad. Octavio Paz
La vida breve. Juan Carlos Onetti
1952 Confabulario. Juan José Arreola
1953. El llano en llamas. Juan Rulfo
Los pasos perdidos. Alejo Carpentier
1954. Lagar. Gabriela Mistral
1955. Pedro Páramo. Juan Rulfo
Los gallinazos sin plumas. Julio Ramón Ribeyro
1957. Coronación. José Donoso
1958. La región más transparente. Carlos Fuentes
Los ríos profundos. José María Arguedas
1959. Obras completas (y otros cuentos). Augusto Monterroso
1960. La tregua. Mario Benedetti
Los premios. Julio Cortázar
Hijo de hombre. Augusto Roa Bastos
Así en la paz como en la guerra. Guillermo Cabrera Infante
Crónica de san Gabriel. Julio Ramón Ribeyro
1961. El astillero. Juan Carlos Onetti
Sobre héroes y tumbas. Ernesto Sabato
El coronel no tiene quien le escriba. Gabriel García Márquez
BOOM
1962. El siglo de las luces. Alejo Carpentier
Historias de Cronopios y de Famas. Julio Cortázar
Sudeste. Haroldo Conti
La muerte de Artemio Cruz. Carlos Fuentes
La ciudad y los perros. Mario Vargas Llosa
La mala hora. Gabriel García Márquez
Los funerales de la Mama Grande. Gabriel García Márquez
Aura. Carlos Fuentes
Bomarzo. Manuel Mujica Láinez
Salamandra. Octavio Paz
Los juegos peligrosos. Olga Orozco
1963. Rayuela. Julio Cortázar
Noción de patria. Mario Benedetti
Morada al sur. Aurelio Arturo
Gestos. Severo Sarduy
1964. Juntacadáveres. Juan Carlos Onetti
Tres tristes tigres. Guillermo Cabrera Infante
Cuando éramos niños. Mario Benedetti
Las botellas y los hombres y Tres historias sublevantes (cuentos). Julio Ramón Ribeyro
Todas las sangres. José María Arguedas
1965. El lugar sin límites. José Donoso
Los geniecillos dominicales. Julio Ramón Ribeyro
El peso de la noche. Jorge Edwards
Los trabajos y las noches. Alejandra Pizarnik
Juegos del archipiélago. Horacio Vázquez-Rial
1966. Paradiso. José Lezama Lima
La casa verde. Mario Vargas Llosa
Todos los fuegos el fuego. Julio Cortázar
El baldío. Augusto Roa Bastos
José Trigo. Fernando del Paso
1967. Cien años de soledad. Gabriel García Márquez
Los cachorros. Mario Vargas Llosa
Cambio de piel. Carlos Fuentes
Madera quemada. Roa Bastos
Las máscaras. Jorge Edwards
De dónde son los cantantes. Severo Sarduy
No hay tal lugar. Sergio Pitol
Claude Levi-Strauss o el nuevo festín de Esopo. Octavio Paz
La oscuridad es otro sol. Olga Orozco
1968. Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo y El ahogado más hermoso del mundo. García Márquez
La muerte y otras sorpresas. Mario Benedetti
Huerto cerrado. Alfredo Bryece Echenique
La traición de Rita Haywroth. Manuel Puig
Extracción De La Piedra De La Locura. Alejandra Pizarnik
1969. Conversación en La Catedral. M. Vargas Llosa
Boquitas pintadas. Manuel Puig
La oveja negra y demás fábulas. Augusto Monterroso
Quemar las naves. M. Benedetti
Temas y variaciones. Jorge Edwards
El mundo alucinante. Reinaldo Arenas
1970. El obsceno pájaro de la noche. José Donoso
Poesía completa. José Lezama Lima
Un mundo para Julius. Alfredo Bryce Echenique
El vals de los reptiles y Redoble por Rancas. Manuel Scorza
El informe de Brodie. Jorge Luis Borges




1962, el año prodigioso

11/Noviembre/2012
El País
Winston Manrique Sabogal

El año del deslumbramiento fue 1962. El primer gran fulgor. Como si todo se hubiera estado preparando para coincidir ese año en una especie de pirotecnia literaria, del comienzo de una década irrepetible en la literatura latinoamericana.
En ese año publicaron autores prestigiosos que aún no gozaban de una gran resonancia internacional junto a otros relativamente jóvenes en el mundo de la literatura. Todos dieron el fogonazo que permitió iluminar el pasado literario del continente y avistar el futuro de sus letras. Una mirada telegráfica sobre esa fecha arroja lo siguiente:
1- Congreso de Intelectuales de Concepción (Chile)
2- El siglo de las luces. Alejo Carpentier
3- Historias de Cronopios y de Famas. Julio Cortázar
4- Sudeste. Haroldo Conti
5- La muerte de Artemio Cruz. Carlos Fuentes
6- La ciudad y los perros. Mario Vargas Llosa
7- La mala hora. Gabriel García Márquez
8- Los funerales de la Mama Grande. Gabriel García Márquez
9- Aura. Carlos Fuentes
A partir de 1962 se rescatan y se hace justicia sobre algunos grandes nombres que desde comienzos del siglo XX y hasta los años cincuenta venían publicando con reconocimiento en sus países pero no con la suficiente relevancia transcontinental. Ellos fueron los continuadores de una ruta exploratoria a través del idioma español abierta por Rubén Darío desde finales de siglo XIX. Es así como en 1918 empezaron a aparecer obras clave ya no solo para la literatura latinoamericana, sino en español. Es el año del poemario Los heraldos negros, de César Vallejo, y del libro de relatos Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga. Y así medio centenar de títulos ya clásicos hasta 1961.
Cuando llega 1962, el año lo inaugura Chile en enero con el Congreso de Intelectuales de Concepción. Lo que significa que ya entonces había una conciencia clara del valor de lo que se había hecho, se estaba haciendo y se podía hacer en el ámbito de la creación literaria en América Latina.
El periodo de maduración fue tal que si entre 1918 y 1961 se editó medio centenar de obras importantes, entre 1962 y 1970 aparecieron casi cuarenta libros inolvidables y escritores que pasaron a la historia de la literatura.
Los años del boom son un momento milagroso en el cual, si al comienzo destacaron 4 o 6 autores, la verdad es que pueden ser 15 o 20 nombres los que aparecieron o se fortalecieron para enriquecer la literatura en español. Más allá de si eran amigos entre ellos, participaban en reuniones, compartían editorial o comulgaban con las ideas de la revolución cubana.
José Donoso escribió en 1972 Historia personal del boom, donde ya analizaba lo ocurrido y ofrecía una mirada panorámica. Coincidencia de intereses, inquietudes, ambiciones y formas diversas de ver, asumir y vivir el mundo y la literatura. Donoso establecía círculos del boom. Las cuatro sillas principales eran para Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, mientras  que reconocía que una quinta, según decían, la adjudicaban a él o a Juan Carlos Onetti. Luego se refería a otro círculo de autores y tras este otro. Pero el tiempo ha confirmado el valor y aportación de todos ellos.
El 62 fue el año donde prendió la mecha del boom con ese congreso y esos ocho libros. A partir de entonces, todo fue cuesta arriba. Como una carrera en la que cada año intenta superar al anterior en cantidad y calidad de títulos. Obras que confirmaron el buen destino de sus escritores en el mapa internacional.
¿De dónde viene todo eso? Del mestizaje del idioma, de la pérdida del miedo a manejar el lenguaje en lecciones dejadas por autores como Rubén Darío, del ánimo de sus escritores por conocer sin prejuicios el legado literario universal clásico y prestar especial atención a los autores más contemporáneos tanto en otros idiomas como en el propio: Faulkner, Sartre, Cervantes, Rulfo, Kafka, Homero, Woolf, Carpentier, Hemingway… Los leyeron, los comentaron y los asimilaron. En un segundo bloque estaría el contacto físico de los escritores con el mundo. Es su espíritu cosmopolita y de exploración por voluntad propia u obligados por las circunstancias. Pero siempre atentos y abiertos a explorar y dejarse sorprender.

Del mestizaje y la lengua literaria

11/Noviembre/2012
El País
J. M. Caballero Bonald

Como se ha repetido hasta la saciedad, hace ahora medio siglo brota en Latinoamérica (y reverbera en España) una poco menos que insólita floración novelística. Fue un fenómeno llamativo, digamos que tuvo algo de coincidencia imprevista, pero que ya se había ido fraguando a través de algunos eminentes ejemplos anteriores. Es fácil establecer, en un somero recuento, esas oleadas consecutivas de narradores que preceden al advenimiento del ya incorregiblemente llamado boom. Me refiero a lo que podría constituir un primer linaje de grandes novelistas hispanoamericanos: José Eustasio Rivera, Rómulo Gallego, Güiraldes, Horacio Quiroga, Asturias, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, etc. (contemporáneos todos ellos de Valle-Inclán, Azorín, Baroja.) Años después, se podría igualmente juntar una nómina de narradores que secundan las avanzadas precedentes y consolidan las venideras: Onetti, Rulfo, Borges, Arguedas, Carpentier, Múgica Laínez, Lezama… Es como si se hubiese estado preparando la eclosión de una nueva cultura literaria tanto más fecunda cuanto más enraizada en la libertad de los mestizajes lingüísticos. Y una pregunta tal vez intempestiva: ¿qué habría pasado si esos citados novelistas hubiesen disfrutado de una estrecha relación de amistad y compartido experiencias similares, incluido el vehículo editorial? ¿No se habría producido una especie de pre-boom (perdón por el palabro) con más que sobrada capacidad para aminorar el brillo del boom?
Decía Carlos Fuentes en expresión afortunada que todos los escritores en lengua española “tienen un mismo origen: el territorio de La Mancha en el que nace nuestra novela”. De acuerdo. Ese cervantino lugar de La Mancha es consecuentemente nuestra patria común, el eje maestro de nuestra lengua literaria. Si repito esa idea tan consabida es por una razón muy simple: porque cuando hablamos de nuestra lengua literaria, de nuestra literatura, ese pronombre posesivo -nuestra- debe entenderse en su más inocultable diversificación geográfica del Rey Don Pedro.
Los cultivadores de esas literaturas, estén donde estén, son justamente copartícipes de una propiedad parcelada según las normas de cada personalidad nacional. Aunque la posesión -la patria común- sea la lengua, las mismas fronteras geográficas diversifican otros tantos nutrientes expresivos ligados a sus respectivos mestizajes. Comparto en este sentido la tesis del policentrismo: nadie puede monopolizar el centro rector de esa red de variantes lingüísticas; todos los que hablamos español somos copropietarios de ese bien común. Por supuesto que existen rasgos distintivos, peculiaridades congénitas, pero la pluralidad de normas tiene aquí el valor inequívoco de una gran casa cuya unidad viene definida por el conjunto de sus distintas habitaciones.
Todas las literaturas que se escriben en una misma lengua constituyen, por tanto, un consorcio, una conjunción de herencias no necesariamente afines. Ni los naturales condicionamientos geopolíticos ni los influjos de los caracteres nacionales, perturban para nada esa operativa evidencia. Las literaturas escritas en lengua española pertenecen obviamente a una especie de condominio cultural, aun conservando sus respectivas fórmulas expresivas prestigiadas por cada tradición propia. Algo parecido a lo que el gran antropólogo cubano Fernando Ortiz denominó transculturación. Las diferencias que puedan rastrearse -pongo por caso- en el español de Colombia, Perú o Argentina, son del mismo orden teórico que las que puedan advertirse entre los distintos usos del español en Andalucía, Aragón o Asturias. Cada uno se moviliza, natural y afortunadamente, a partir de sus respectivas peculiaridades geográficas, de sus naturales mestizajes históricos.
Hasta hace poco, el diccionario era más bien parco en la definición de las voces mestizo y mestizaje, referidas sin más al cruzamiento de razas distintas y no a la confluencia de culturas. A nadie se le oculta además que la voz mestizo podía llegar a ser bastante ambigua y suscitó algunas equívocas desviaciones semánticas. Recuérdese, sin ir más lejos, que en ciertos ámbitos sociales europeos, el mestizaje dispone de una acepción de directo alcance vejatorio. Entre nosotros, sin embargo, ese concepto acabó asociándose a la convivencia de culturas o a la resultante magnánima de esa convivencia, vinculada ahora al campo ultramarino de la lengua. Un campo que debe entenderse, con óptica justiciera, como una mancomunidad, una copropiedad referida indistintamente a todos y cada uno de los hispanohablantes de veinte nacionalidades.
Pero tal vez convenga matizar un poco esa cuestión, en especial por lo que respecta a algún que otro alarmismo sobre las corrupciones y fragmentaciones del idioma. Recuérdese que Borges respondía en un artículo, con irónica sagacidad, a las alarmas de Américo Castro sobre las graves alteraciones que éste advertía en el español rioplatense. Esos presuntos desvíos lingüísticos no suponían para Borges más que “ejercicios caricaturales”, hablas arrabaleras, tan contagiadas de impurezas -añado yo- como podían estarlo los rasgos dialectales propios de cada región peninsular. El purismo léxico remite por lo común al estancamiento de las ideas. Digamos que un purista es un racista en versión lexicológica. Aquel tan aireado manifiesto de Neruda, abogando por una poesía “impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilias, profecías, declaraciones de amor y de odio...”, esa afirmación –digo- era algo más que una mera ocurrencia retórica, era toda una paladina declaración de principios. Neruda rescata de las trastiendas originarias del idioma unas palabras maltratadas por la rutina, disecadas por el rigorismo académico, y las reconstruye, las dota de una nueva y libre capacidad comunicativa. El poeta se apropia efectivamente de un aluvión de equivalencias poéticas con la realidad que incluían, aparte de una serie de elementos oriundos de la tradición, lo que podrían ser sus variantes más contaminadas de impurezas, entendiendo por impureza lo enemistado con lo convencional, con lo inerte. Qué extraordinaria lengua impura la que hablaron, pongo por caso, Pedro Páramo, Díaz Grey, el Jaguar, Aureliano Buendía, Oppiano Licario, la Maga, Artemio Cruz… Y un hecho significativo a este respecto, hubo en los primeros tiempos del boom algún lector editorial, presunto seguidor de puristas, que juzgó impublicables en España novelas luego notorias porque estaban escritas en mexicano, en peruano, en argentino. Un dictamen que quedó finalmente invalidado por su propia majadería.
Permítaseme un apunte retrospectivo. Los primeros cronistas de Indias se enfrentan a un mundo insólito por desconocido, sin ningún previo referente cultural, a una realidad maravillosa (a lo “real maravilloso”, por usar el término acuñado por Carpentier). Y crean una prosa como recién alumbrada, cuya vitalidad exuberante se correspondía con la exuberante vitalidad de las nuevas realidades. En el castellano de fines del XV, de principios del XVI, se opera algo así como una conmoción imaginativa. No había palabras para nombrar las cosas desconocidas, las sensaciones ignoradas. Como en Macondo, “el mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre”. Pero en vez de señalarlas con el dedo, se moviliza una confluencia de voces hispanas y prehispanas: todo un enriquecimiento mutuo propiciado por la invasión -por la invención, diría Vargas Llosa- de la realidad. La literatura se inyecta así sus propios tónicos verbales. El asombro ante la naturaleza inusitada posibilita el asombro de otra nueva especie de literatura más integradora. Basta releer a los grandes historiadores de Indias -Díaz del Castillo, López de Gómara, Fernández de Oviedo- para corroborar hasta qué punto la realidad de un mundo nuevo ha movilizado un nuevo enriquecimiento de la lengua. ¿Cómo referirse si no, en castellano, a los animales, plantas, alimentos, utensilios de la vida cotidiana propiedad de los indios?
Ahí se delimita teóricamente una conducta del lenguaje ante la realidad no muy distinta a la usada por los consecutivos renovadores latinoamericanos de la literatura. Pensemos en esa común cultura literaria que va, por ejemplo, de sor Juana Inés de la Cruz a César Vallejo, del Inca Garcilaso a Rubén Darío, de José Asunción Silva a Alfonso Reyes, entre los que se va estabilizando, por así decirlo, una literatura criolla, es decir, una literatura nacida en América de padres españoles. O una literatura propiamente mestiza, gestada en el cruce léxico y sintáctico de lo amerindio y lo español. En cualquier caso, se trata de un mestizaje lingüístico tan natural y prolífico como el de la sangre, similar en cierta manera al sincretismo religioso. Algo que realmente solo ocurrió -conviene reiterarlo- en el ámbito social y cultural de la conquista de América por parte de españoles y portugueses y que constituye, a no dudarlo, un paradigma histórico: el más digno fundamento de una coexistencia que prevaleció a pesar de tantos expolios culturales, atropellos doctrinarios, desmanes sin cuento. Resulta indudable además que todo eso obedeció a un proceso natural verificado a espaldas de los poderes políticos y religiosos. Ahí se fundamentan los modernos conceptos de lo multirracial como norma de conducta, pero también de lo multicultural como modelo de convivencia. El primer hispanoamericano propiamente dicho fue hijo, pongamos por caso, de un marinero de Palos de la Frontera y de una india pipil de San Salvador. A partir de ahí, el ritual de la vida de cada día, pero también el arte y la literatura, se van haciendo mestizos. Una evidencia que salta por encima de todas las demasías y despojamientos y acaba avecindándose en las páginas del derecho consuetudinario.
No se olvide que la conquista y colonización de América del Norte fue hecha por puritanos (es decir, por calvinistas ingleses y holandeses) que emigraron a la otra orilla del Atlántico con sus bagajes de pueblo elegido, predestinado a apropiarse de aquel territorio después de aniquilar a sus propietarios. Con independencia de los terribles métodos utilizados, la colonización española estaba encaminada a la expansión del Imperio y a la redención a ultranza de los indios, mientras que la anglosajona fue una empresa privada financiada por calvinistas enfrentados al poder metropolitano y escogidos por Dios para adueñarse de las tierras de unos salvajes. En contra de lo que ocurrió en otras latitudes, en Iberoamérica se acabó intercalando una sociedad española o portuguesa en otras aborígenes, generando así una sociedad paulatinamente mestiza. Para los anglosajones el término mestizo era más bien un insulto, una aberración teológica; para los españoles tenía el sentido de una prolongación natural en el nuevo mundo de sus propios mestizajes históricos. Al margen de tantas barbaries y latrocinios, el cruce de formas de vida española e indígena da origen a una nueva realidad social adosada en una nueva realidad física. Ni siquiera los copiosos argumentos sobre la destrucción de las Indias, invalidan esa evidencia. No me refiero sólo al núcleo racial de los indios sojuzgados y perplejos, sino al de los negros ferozmente esclavizados. Si antaño se hablaba en la Península en latín, en hebreo, en árabe -hasta que el castellano acaba absorbiéndolos como lengua imperial-, en Ultramar el idioma de los invasores convive con el de los invadidos -guaraní, quechua, nahuatl, araucano, maya- y el de los negros -yoruba, mandinga, carabalí-, hasta constituir ese espléndido mosaico del español hablado en Chile, en Cuba, en México, en Uruguay. Ocurrió como con algunas mezclas de vinos diferentes, esos coupages cuyo resultado final mejora la calidad de las partes. Así se volvió a revitalizar en cada caso el español, porque así lo demandaba la geografía física y humana donde se trasplantó.
La reacción contra las formas rígidas, anquilosadas, del español metropolitano no fue más que una natural reacción literaria, aparte de lo que pudiera tener de enfrentamiento político a otras tiránicas formas de colonialismo. La inflexible pureza del idioma es la antítesis del mestizaje vivificante. Como nadie ignora, un diccionario recoge, antes que las voces que las autoridades literarias avalan, las legitimadas por la frecuencia del uso popular. Y en América había multitud de palabras que tenían que integrarse necesariamente en el caudal léxico de las variantes del español que allí se hablaba. No deja de ser aleccionador, por otra parte, que muchas voces ya desusadas en España permanecieran muy vivas en ciertas zonas hispanoamericanas, no como arcaísmos sino como ejemplos lozanos de los reflujos expansivos de la lengua. Los primitivos colonos que fueron estableciéndose en el Nuevo Mundo, se llevaron con ellos sus maneras de vivir, sus fanatismos religiosos y sus tácticas de rapiña, pero también la norma lingüística que les era propia.
El resultado de ese largo proceso de mestizajes lingüísticos se hace más notorio cuando la América hispana se escinde de la metrópoli y recorre los caminos históricos de su independencia, muchos de cuyos artífices -por cierto- eran criollos, como Bolívar, Miranda o San Martín, y muchos de cuyos herederos en la lucha por la libertad eran mestizos, como Benito Juárez, Emiliano Zapata o Porfirio Díaz. Y fue precisamente otro mestizo, Rubén Darío, el que iba a inaugurar una magistral síntesis poética que sirvió de guía a todas las poéticas surgidas en las áreas geográficas hispanohablantes. Un mestizo nicaragüense emprende una hazaña literaria que afectaría de manera decisiva al desarrollo de toda la poesía escrita en español a partir de entonces. Darío no pertenece a la otra orilla oceánica del idioma, es un depositario de nuestra lengua común que aglutina en su obra elementos de la tradición clásica española, de la aborigen centroamericana y, en este caso, de la parnasiana francesa. Ahí rebrota el sedimento integrador de una expresión poética que supuso, de hecho, el germen de toda una serie de nuevas posibilidades creadoras dentro de nuestra lengua literaria. Darío devuelve a la literatura española, en una magistral reconversión estética, lo que la literatura española había trasvasado a América.
Los andaluces Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, el gallego Valle-Inclán, los vascos Unamuno y Baroja, los levantinos Azorín o Gabriel Miró, el canario Tomás Morales -por ejemplo- se instalan de uno u otro modo en esa reciente tradición. Y en esa misma tradición, adaptada a su medio, comparecen los mexicanos Gutiérrez Nájera y López Velarde, los cubanos José Martí y Julián del Casal, el colombiano José Asunción Silva, el uruguayo Herrera y Reissig, el argentino Leopoldo Lugones, etc. La paulatina consolidación de nuestra literatura contemporánea -la de España y la de América- consiste precisamente en eso: en una conciencia lingüística de espléndida diversidad. Algo que también cabría referir a la poesía afroantillana -o afrohispana- de un Nicolás Guillén, un Palés Matos o un Emilio Ballagas, cuando la rítmica sonoridad de las voces negras bulle en el torrente léxico del español.
Cierto que resulta de veras fascinante atravesar ese inmenso territorio que va de la Patagonia al río Bravo, y aun penetra en Estados Unidos, y entenderse en la misma lengua dentro de su natural diversificación de matices, giros, hábitos dialectales. Esa evidencia emocionante basta para ratificar que, al margen de todos los ultrajes y expolios de la historia, las mezclas culturales que se fraguan en Ultramar propiciaron una nueva siembra lingüística que llegó a convertirse en el más fecundo logro de la presencia española en América. Asolamos, quién lo duda, civilizaciones insignes, inculcamos fanatismos e intolerancias, pero abrimos la ruta integradora de una lengua y una cultura literaria que prevaleció hasta nuestros días.
(Recuerdo a este respecto una anécdota que he oído contar atribuida a otros, pero de la que también yo fui protagonista. Un día, cuando yo vivía en Colombia, viajaba con unos amigos por lo que allí llaman Tierra caliente. Nos detuvimos en una cantina y allí nos sentamos un rato, cuando el cantinero, muy respetuosamente, me preguntó si yo era español. Yo le pregunté a mi vez que en qué lo había notado. “En el dialecto”, respondió el cantinero. Un excelente compendio, en tres palabras, de la historia social del mestizaje.)
Bien. Una última apostilla. Hay un libro de Carlos Fuentes que alcanzó especial resonancia en América Latina y no demasiada en España, pese a su condición -digamos- fundacional. Me refiero, claro, a La nueva novela hispanoamericana, publicada en México en 1969. En ese libro, y aparte del dictamen general sobre los factores históricos de cambio en la narrativa en cuestión, se estudian cinco novelistas contemporáneos: Vargas Llosa, Carpentier, García Márquez, Cortázar y Juan Goytisolo. (Es significativa la inclusión de Goytisolo como correlato español del boom.) Los juicios de Fuentes a propósito de la evolución de la novela hispanoamericana tuvieron en cierta forma algo de proféticos. El autor revisita esa novelística en busca de las causas que propiciaron su apogeo y fija así un primer canon de lo que se llamaría el boom, fundamentalmente referido a la reconquista literaria de la lengua. Las circunstancias políticas en no pocos países latinoamericanos -y, por supuesto, en España- eran entonces bastante conflictivas, incluso podían llegar a ser asfixiantes. Y no por casualidad eligió Fuentes a unos escritores (son sus palabras) “que toman partido por la civilización frente a la barbarie”, enfocando así de modo unitario un fenómeno que afectó por igual a todas las literaturas escritas en lengua española.
Frente a la ideología dominante y al suministro de una lengua oficialmente depauperada, los novelistas hispánicos que empiezan a publicar en la década de los 60, habían descubierto que esa lengua común necesitaba de alguna suerte de rehabilitación, de remozamiento, frente a los desgastes y anemias del inmovilismo. Es lo que ya habían emprendido sus inmediatos antecesores: Onetti, Rulfo, Borges, Carpentier, Lezama, Arguedas, Octavio Paz, forjando una literatura que “reivindica la necesidad evidente de ser ante todo escritura”. Por encima de restricciones didácticas, de modelos anquilosados, se estabiliza una literatura –una poética- que cimenta en el lenguaje su exclusiva razón de ser.
Es cierto que, al margen de los condicionamientos socioculturales de cada país, no sería discreto dejar de reiterar el estímulo indirecto que supuso para la cultura literaria de Latinoamérica la triunfante revolución cubana. Como es bien sabido, en La Habana arraiga entonces una creciente atención por la literatura que estaba produciéndose en Latinoamérica. Los exponentes de lo que pronto se llamaría el boom se adhieren en aquellos primeros años 60 a los supuestos revolucionarios cubanos. La historia -y la vida- eran muy distintos entonces a lo que serían poco después. Los más o menos prolongados marasmos y trances difíciles que afectaban a un buen número de países de Latinoamérica (y por supuesto a España) acusan de pronto una agitación que conecta, a través del campo ideológico, con el literario. Desde un principio, La Habana se encarga de catapultar, con no improvisada astucia, la imagen global de unos hechos culturales hasta hacía poco diseminados, desdibujados por su propio aislamiento o sus precarias posibilidades de expansión.
En todo caso, lo que de veras promovió una creciente atracción universal fue el poderoso rango expresivo de unas pocas novelas que, aparte del natural “exotismo” temático, respondían en muy estimable medida a “una nueva fundación del lenguaje.” Frente a la obediencia a normas ya fosilizadas, ese lenguaje proponía el desacato, la afortunada reinvención de una lengua literaria instintivamente forjada en la memoria de tantos mestizajes históricos. Como bien se sabe, el eje editorial de Barcelona (con Carlos Barral a la cabeza y ramificaciones en México y Buenos Aires) hizo todo lo demás: canalizó en parte la nueva novela latinoamericana y auspició la recuperación de escritores de anteriores generaciones. En principio se trataba de cuatro o cinco narradores amigos, más o menos residentes a la sazón en Barcelona. La tiranía didáctica de los manuales canonizó sin más el retrato de los componentes del boom: García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Fuentes, a veces Edward, a veces Donoso, una especie de númerus clausus que desplazaba tácitamente a otros colegas de notable personalidad, aunque a la larga también acabarían favorecidos por la onda expansiva del boom.
En un angosto margen de tiempo -de 1962 a 1967- se publican La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, Rayuela, Cien años de soledad, El peso de la noche, El lugar sin límites. Las afinidades poéticas de sus autores era tan relativa como copiosa su unánime conciencia de renovación en libertad de un lenguaje literario malgastado. Y algo ciertamente ejemplar: esa media docena de narradores convierten en universal el español que usan los mexicanos, los limeños, los bonaerenses, los bogotanos, los santiaguinos; trasmutan en lengua literaria el habla local, a la vez que habilitan nuevas técnicas novelísticas y nuevas propuestas innovadoras. Una restauración a la que habría que ir sumando enseguida a Sergio Pitol, Cabrera Infante, Julio Ramón Rybeiro, Gómez Valderrama, Elizondo, Manuel Puig, Fernando del Paso, Bryce Echenique, etc. Es el ciclo aún inacabado del post-boom, surgido en cualesquiera de las áreas del español ultramarino. Ahí están ya, por ejemplo, sobradamente refrendados los Fernando Vallejo, Roberto Bolaño, Sergio Ramírez, Juan Villoro, Jorge Volpi, Leonardo Padura, Santiago Roncagliolo, etc. Y así hasta llegar a los más recientes propósitos generacionales de revisión estética del boom, una nueva búsqueda de empresas literarias más complejas, más libres, como pedía aquel “manifiesto del crack” que puso en circulación Jorge Volpi, o demandaba aquel otro movimiento infrarrealista en el que Roberto Bolaño hereda de Roberto Matta la idea de “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”, una medida ciertamente saludable. Y por ahí andamos, a ver qué pasa.