lunes, 28 de septiembre de 2009

La Generación Yo-yo

2009-09-12
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Después de la Generación X (1967-1976 aprox.) apareció otra generación cuyo mote oficial es “Millenials” (N. Howe y W. Strauss) o “Me Generation”. Su rasgo principal: el ultra-narcisismo.

Prefiero llamarlos Generación 1984 o, en directo, Generación Yo-yo. Ególatras, divertidos y redundantes, los yoyos nacieron en los ochenta y noventa.

La generación anterior estaba marcada por el dúo USA-URSS y, por ende, su visión por default era el maniqueísmo.

La Generación Yo-yo sólo conoció el dominio norteamericano. Son unidimensionales. Creen que sólo hay una manera de hacer las cosas. Y quieren saberla (¡ya!) y aplicarla.

USA es su URSS.

Neonarciso nació en el mercado super-individualista. Para un yoyo volverse sabio significa alcanzar una buena autoestima.

Poco profundos o creativos, su ¿virtud? es “hacer caso” y ser más disciplinados que los apáticos X.

Son autoritarios. Después del desastre de la contracultura, quieren poner “orden”. Son posmo, es decir, no creen que haya diferencia alguna entre la cultura alta y el pop. Juegan a ser tolerantes. Para ellos, ¡todo es cool! Creen que la clave de la existencia es tener la información correcta. (Internet es lo máximo.) Pero como crecieron en un mundo con una sola visión aprobada, los yoyos creen que escuchar muchas opiniones es “bueno” para formar “su propio criterio”.

Popstars —de Amanditita a Britney—, su finalidad es la fama; hacer que su yo sea amado por el mundo tanto como ellos ya lo aman.

Obama me ama y mi e-mail me mima. Y si no me aman, entonces me hago emo.

Según sus propios apologetas, los yoyos son neomoralistas, de altos estándares, y aunque no son innovadores son perseverantes.

¿Su meta? Quitar todo lo que los separe de ser “yo mismo”.

Una vez alcanzado, comienza la autopromoción infatigable vía MySpace, Facebook o YouTube.

No tienen vida, obra o, siquiera, carrera. Tienen campaña.

Ya nacieron sin dios o causas. Pero siguen siendo antropo-crédulos y cuando buscaron en qué creer, encontraron su imagen.

La psicología a nivel mundial no para de asombrarse del crecimiento imparable del narcisismo, amor al estado actual (yo, la perfección andando).

El narcisismo —insatisfacción satisfecha de sí misma— ya es pandemia.

Los yoyos harán que las economías progresen debido a su consumismo, su tecnofilia y, en general, por saber aprovechar los recursos ya existentes. Por eso el iPod y por eso el Kindle.

We are Wikipedia.

El gran problema de los yoyos es que no innovarán n@d@. Ni su literatura, tecnología o investigación serán significativas: lo único que los yoyos desean es hacer más cómodo su mundito. No crean: adaptan. No aportan: se apropian.

Infatuados de sí mismos, nada harán por el mundo.

No dejarán huella. Será como si no hubieran existido.

No pasarán a la historia: los yoyos están hechos de otros. Next!


Ofender

28 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Cómo puede ofenderse a una persona? No solamente valiéndonos de insultos, sino también de observaciones, comentarios o silencios. Y a veces se ofende sin querer como cuando se confunde a un asno con un burro. Tomé de una novela de Canetti el siguiente veredicto: basta situar históricamente a un hombre para predecir sus movimientos o anticiparse a sus acciones: es decir ponerlo en la mira. Si en verdad se quiere dominar a una persona es necesario saber de dónde provienen sus ideas y sus opiniones: conocer, en suma, su educación sentimental. No me seduce totalmente esta idea porque creo que en el caso de una mujer esta sentencia se va de bruces. Me declaro incompetente para comprender la atracción que una mujer ejerce sobre de mí aun cuando conozca todos los detalles de su historia personal o incluso de su anatomía.

Desear que los otros desaparezcan es una de mis peores aficiones (lo sabemos: el infierno son los otros), aunque sólo se vuelve ofensa cuando se los haces saber; de lo contrario seguimos entre amigos. Una palabra mal entendida es capaz de causar una guerra en situaciones extraordinarias y la mujer que se dice enamorada de ti se marcha cuando le haces una observación acerca de su rostro abominable. Por supuesto quien humilla a una mujer haciendo referencia a que su fealdad merece la horca: eso es una patanería que no tiene perdón. En cambio, a las bellas no se les debe tolerar demasiadas necedades pues su belleza es un bien que ellas deberían agradecer todos los días con estricta devoción. Lo contrario no es del todo deseable porque una belleza sin malicia es como una manzana de plástico. Desde mi humilde opinión una mujer hermosa cesa de serlo o cuando está desnuda o cuando está junto a otras mujeres (la soledad aumenta la belleza). El escritor Kingsley Amis solía decir —según cuenta su hijo— que lo que más apreciaba de una mujer desnuda eran sus ojos. Se concentraba en sus pupilas y era entonces cuando encontraba de nuevo el misterio.

Qué sencillo es herir la susceptibilidad de una persona en México. Las causas son de lo más diverso: si no atiendes una llamada telefónica porque estás dormido o no tienes deseos de responder eres de inmediato objeto de un proceso judicial que se lleva a cabo en la cabeza del ofendido. Si organizas una reunión has de entrada ofendido a una docena de personas a quienes no convocaste a tu mesa. Lo mismo sucede cuando intentas ejercer la crítica pues los aludidos suelen dividirla en “halagos” y “ofensas” otorgando a las segundas un peso desmesurado. Buscan con lupa la desaprobación y el escarnio para en seguida lamentarse: les debe ser muy excitante.

Frente a esta sensibilidad extrema a veces he optado por ser aún más descarado o provocador en mis juicios: “Señor, con todo respeto usted me parece emergido de la garganta de un cerdo”. Si de todas maneras vas a ofender pues es mejor hacerlo abiertamente. No obstante es la cortesía, en mi opinión, una de las virtudes más reconfortantes y eficaces que conozco. Ser cortés no es ser hipócrita, sino ejercer la sabiduría en lo que respecta al conocimiento de los demás. No encuentro una manera más elegante de desentenderse del mundo. Si doy por sentado que buena parte de las personas me son odiosas entonces ser cortés es un magnífico método para administrar o paliar mis fobias. Y aún así no estás salvado: muchos se ofenden porque consideran la cortesía una ausencia de honradez o sinceridad. Esto es un dislate porque debido a la experiencia sabemos que la sinceridad en muchos casos suele causar grandes estragos.

Lo que no deja de sorprenderme es que siendo los mexicanos tan susceptibles como son, acepten sin más el aumento de impuestos que les impone una opulenta clase política (una clase en apariencia imposible de ofender). Qué extraño es este comportamiento. Acaso es que lo que somos en el ámbito de la intimidad se encuentra divorciado de lo que somos a la hora de habitar el espacio público. Qué amor por la ofensa se respira en esta sociedad.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Desconfianza

21 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Casi todos los buenos libros fueron escritos antes de que yo naciera. Y cada vez que descubro a un escritor o a un pensador que me interesa ya los gusanos que se lo comieron se han reproducido por varias generaciones. Es por eso que no dejo de sentir tristeza cuando presencio los discursos de tanto atorrante queriendo convencernos de sus razones o certezas, entonces me encierro a leer los libros que escribieron los muertos y a veces encuentro vida en sus hojas. La muerte embellece las ideas, aunque sólo si éstas continúan teniendo raíces. De lo contrario el pasado se hace polvo y misterio.

En un ensayo titulado Contra las grandes palabras, Karl Popper escribió acerca de la responsabilidad de los intelectuales, es decir de quienes han tenido el privilegio de una buena educación o se han beneficiado de la lectura y el estudio de los libros. No los conminaba a pertenecer a determinada tendencia política, sino solamente a expresarse con claridad, “cualquiera de ellos que no sepa hablar de forma sencilla y con claridad no debería decir nada y seguir trabajando hasta que pueda hacerlo.” Se trata de un deber moral para con los otros, pues ¿de qué mejor manera podemos transmitir el conocimiento? Me empecino en este tema porque nadie comprende la crisis económica o política hasta que no la experimenta en su propia persona. Un ejemplo: no se puede justificar un aumento de impuestos frente auna comunidad que percibe la injusticia no a través de argumentos, sino a partir de la infelicidad cotidiana y la ausencia de campos propicios para cultivar su humanidad. Son muchos años de posponer la “abundancia” para el futuro. Las promesas incumplidas matan la buena voluntad y la interpretación maliciosa de las estadísticas confunden hasta a los más versados. La mala retórica nos sepulta como en ninguna otra época de nuestra historia.

No cometeré la ingenuidad de inventarme un diagnóstico de la situación económica. Sabemos de donde provienen nuestros males y cada explicación nos hunde más en el desasosiego. Lo que sí diré es que casi no viajo en automóvil y que disfruto de una buena compañía durante varias veces al mes. Intento estar a la contra siempre que se presenta una buena ocasión, aunque sea sólo para no morirme de aburrimiento, detesto a los poderosos y a quienes han construido una fortuna en el seno de una sociedad empobrecida. Los policías son culpables hasta que no demuestren lo contrario y me río de los exitosos a quienes el día menos pensado les da una enfermedad fulminante. En la medida de lo posible intento vivir con poco dinero y cultivo una concepción de la muerte que a la postre vuelva ridícula mi vanidad. No me convencen los políticos que dicen preocuparse por las personas más desposeídas sin renunciar a su fortuna, ni los jueces que cenan opíparamente en sus mansiones y después dictan sentencias sin conocer a los acusados. Y para terminar: casi todos los programas de televisión abierta me parecen estúpidos y ofensivos. ¿Hacia dónde deseo llegar con esta rabieta? En realidad a ninguna parte, sólo trato de ser claro y sencillo a la hora de dar mis opiniones.

Dice Popper que desgraciadamente los intelectuales, sociólogos, analistas y demás consideran legítimo el espantoso juego de hacer que lo simple parezca complejo y que nuestros oídos se han deformado a tal extremo que sólo podemos escuchar palabras grandilocuentes. Lo contrario es justamente lo que una comunidad sumida en la miseria tendría que cultivar: el conocimiento profundo de sus problemas sumado a la sencilla exposición de esos males. Las palabras necesitan sabia y vida para ser honradas. La sencillez no es sólo consecuencia de un estilo depurado sino de una conciencia honesta. Y en México carecemos de pudor a la hora de mentir: las palabras no son creadas a partir de los actos, sino para ocultarlos. En la vida privada conozco dos males que todo lo vuelven amargo: la perdida del entusiasmo y la desconfianza. Llevadas a lo público son enfermedades que hacen imposible la convivencia.

La mudanza

14 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Qué importa un año más en el tiempo de un muerto?, se preguntaba en un epigrama el escritor Carlos Díaz Dufoo.

En cuanto leí estas palabras se despertó mi obsesión. ¿En qué momento uno se considera un muerto que cumple años? ¿Cuántas desgracias debieron sucederse para que el tiempo deje de tener importancia? Una sensación similar me ha ocupado este último mes después de mudarme de departamento. Me pregunto si será la última vez que me marche con mis libros a cuestas de un lugar a otro. La casa donde uno vive es un vientre, pero en ciertos casos es también un ataúd. Los libros que en teoría despiertan tu imaginación y provocan la libertad, son en realidad un ancla cuando quieres mudarte, un lastre que hace todavía más penoso el movimiento.

Las razones por las que me mudé de casa son claras de manera práctica: los alrededores comenzaron a poblarse de malas personas. De hecho, esta ciudad es un nido de malas personas aunque esa maldad no sea totalmente su responsabilidad. La ciudad de la rapiña y el odio no es un buen lugar para vivir y, sin embargo, la costumbre, las raíces y la asumida conciencia de la desgracia nos impiden comenzar la emigración. Sé que muchas personas no estarán de acuerdo con esta oscura visión y las comprendo: lo mío es consecuencia de una enfermedad del espíritu. Hermann Broch debió sentir una calamidad semejante cuando al principio de una de sus obras escribe: “¿Por qué dejé de sentir el orden de la ciudad como orden y comencé a percibirlo más bien como hastío del ser humano frente a sí mismo, como una pasmosa ignorancia? Y a medida que nuestro barco se acerca al puerto, es decir a la muerte, va dejando de ser embarcación para transformarse en carga.” Esa sensación que Hermann Broch dibuja con refinada melancolía describe mi sensación a la hora de mudarme: soy una carga para mí mismo.

Cuando era niño mi familia se mudó seis veces de departamento antes de que mi padre pudiera comprar una casa en el sur de la ciudad. Para nosotros, los hijos, cada mudanza era una aventura, los rostros de los vecinos, los ruidos misteriosos, las cajas amontonadas, todo se prestaba a la curiosidad. En cambio, ahora que me toca ser el gitano los sufrimientos se amontonan. Rentar en esta ciudad es una afrenta continua, pues el que renta es considerado de entrada un ladrón. Los intermediarios abundan y ser honrado no es nunca suficiente ya que para demostrarlo debe uno humillarse y cumplir con normas que inventaron los propietarios. Sin embargo, no es esto lo que en realidad me preocupa, sino un hecho que de tan concreto es abstracto: ¿la nueva morada será también la última? Tanto mover cajas y subir escaleras para que la esfera que nos recubrirá de los males exteriores se transforme de una noche a otra en un catafalco.

Para ser feliz es necesario no ocuparse demasiado de los otros, escribió Albert Camus en La caída, y a medida que los años pasan este juicio descarado se afianza en mi imaginación. Tenemos entonces a la felicidad como olvido de los demás y como un intento desesperado por abandonar el mundo sin hacer demasiado escándalo: “¡Que vivan los entierros!”, fue el más depurado exhorto de batalla que se permitió un personaje de Camus. Nuestro entierro, quizás la única manera digna que nos es dada para abandonar el anonimato. Hace apenas dos semanas mientras conversaba con un buen amigo, éste me reprochó de manera sutil el que ocupara yo tanto tiempo en narrar las injusticias que brotan como pasto a mi alrededor. Cuánta razón había en sus palabras, “olvidarse de los otros”, que buena oportunidad para respirar un poco de calma.

Sentir miedo es como llenarse de humo por dentro, esta sensación descrita por Francisco Tario es perfecta para describir el miedo que a los conservadores nos causa el movimiento (sólo hay que ver el lodazal al que nos ha llevado el supuesto progreso). En fin: muerte, miedo, infelicidad, desgracias, se preguntarán de dónde proviene todo este melodrama: de ningún lado, sólo es que la mudanza me ha dejado exhausto.

Asco

07 de septiembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Si se me permite un aforismo no brillante, aunque certero, diré que un hombre es sólo la suma de sus vicios. Justo esas manías de las que no puedo escapar forman la esencia de mi modesta biografía. Mi tolerancia hacia los vicios ajenos es enorme siempre que no sean vicios criminales, como los relativos a la corrupción pública. ¿De dónde viene esta tolerancia? No nada más de la reflexión acerca de estos asuntos, sino de una tarde en que me encontré con mi padre en una cantina. Fue una sorpresa porque ninguno de los dos esperaba esa clase de encuentro. Cada uno se hacía acompañar por sus amigos y nuestro saludo fue tibio e incluso cortante. El pudor, el respeto o quién sabe qué sentimientos ridículos me impidieron sentarme a beber con mi padre alguna tarde antes de su muerte. Y me arrepiento. ¿Qué clase de prejuicios pueden atormentar a una persona para que cometa esa clase de tonterías? Siempre será un misterio.

El editor Carlos Barral, a propósito de un relato magnífico, La leyenda del santo bebedor, escribió que los abstemios son en realidad enfermos y que su vida es digna de conmiseración, pues desconocen el placer y el conocimiento profundo de las cosas que nos ofrece el vino. El borracho es experto en los estados del alma y los mundos que imagina son verdaderos en cuanto los vive con una intensidad demasiado humana. La noche oscura del alma se ilumina con unos buenos tragos y las personas se hacen más simpáticas y tratables. Y una cosa más: cuando se está ebrio no es sencillo ocultar la maldad o la mala semilla. En cambio cuántos abstemios son expertos en cultivar la hipocresía y en ocultar sus malas intenciones: el mundo está lleno de estas alimañas.

Los ebrios son la sal de la tierra, pero a condición de que sean simpáticos. Nada más abominable que esos bodrios parlantes llenos de traumas que acaparan la conversación y se ponen violentos a la menor oportunidad. Los tolero hasta cierto punto porque sé que la vida es justamente horror e inmundicia, pero en cuanto puedo me escapo en busca de horizontes menos inhóspitos. Me pregunto cómo es que se puede vivir sobrio en esta ciudad sin contagiarse de una torva locura. La mesura es necesaria para vivir, sin embargo planear la mesura es un tanto ingenuo. Llegar a una mesa anunciando que no se beberá más de dos copas es una bellaquería. Me recuerda un pasaje de la novela El desencantado, en el que una mujer dice: “detesto a la gente que lleva paraguas a los días de campo, porque temen que pueda llover. Los que hacen eso merecerían que les cayera encima un buen aguacero.” La mesura sólo es necesaria en un aspecto: bajo ningún motivo debe uno hacer daño a las personas que nos rodean. Hacerlo no es tener mal vino, sino mala leche.

Una digresión más como es mi costumbre: quienes no toleran los vicios y, sin embargo, soportan a las lacras políticas que los gobiernan no merecen en mi opinión ningún respeto porque un hombre tiene hasta cierto punto derecho a destruirse, pero no a dañar a quienes confían en él. Aparecen en mi memoria unas palabras de Peter Handke que vienen bien a cuento: “Hasta donde puedo recordar me asquea el poder y ese asco no es moral es físico, es una cualidad de cada célula del cuerpo.” Ese es precisamente la clase de asco que ni siquiera el vino puede mitigar.

Una vez que uno ha subido al santo tren de la bebida, el descenso a la tierra de los abstemios es insoportable. La gracia se disuelve de los rostros y no se ve en el paisaje más que rostros marchitos por las obligaciones y los fracasos. Es por esta razón que las recriminaciones provenientes de la salud no tienen cabida en el mundo de los santos bebedores. Se duerme en una habitación distinta, una a donde no llegan los ladridos ni los murmullos de la ratonera. Mi experiencia me alerta cada vez que una mala persona me invita a beber y declino amablemente. Hay personas que se deforman cuando toman licor y se transforman en basiliscos, los reproches colman su lengua, su necesidad de poder crece y hacen que el mundo se vuelva más amargo de lo que es.

Qué mala suerte cuando uno se las encuentra.

Tacaños

31 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Si el dinero marcha hacia el norte yo camino hacia el sur y si va hacia oriente me toma caminando en sentido contrario. Nada más no coincidimos. La cuestión es que mi sentido económico es tan torpe como el avestruz que quiere levantar el vuelo. La verdad es que no le encuentro gracia a acumular bienes y siempre que puedo reparto todo lo que me cae en las manos. Es un defecto personal y espero que mis amigos se enemisten conmigo antes de morirme porque en caso contrario les tocará pagar mi ataúd. En fin, quienes no poseen nada se pueden dar el lujo de ser generosos.

Esto de vivir con lo más mínimo es una obsesión que me acosa desde siempre. Como no tengo talento para ganar más de la cuenta entonces me invento una filosofía de acuerdo con mi condición. La tacañería es uno de los defectos más odiosos de las personas porque tarde o temprano termina contaminando todos sus actos. Los gestos de estreñimiento que los tacaños hacen a la hora de pagar la cuenta muestran que se les ha podrido el alma. Todo el placer que provoca una buena conversación se va a la coladera justo en ese momento. La simpatía se corrompe cuando el que tiene dinero se muestra reacio a ser generoso. Y, sin embargo, qué ingenuidad pensar que puede ser de otra manera.

Los argumentos que usan los tacaños para escatimar su dinero suelen ser patéticos y desmesurados. No me imagino a qué clase de felicidad se hallan condenados si su roñería les impide caminar en el mundo con ligereza. El malestar que me provoca su presencia crece con los días y en mi personal bitácora de valores la tacañería se halla en el mismo nivel que la deslealtad. Aún así me gustaría hacer una excepción con la gente pobre. No sé si existan tacaños pobres, pero en caso de que así sea están perdonados de antemano. Tienen derecho a defender con los dientes lo poco que tienen y cicatear para ellos es más bien un acto de desesperación.

Los codos son tan viles que pueden compartir una mesa con personas pobres y comer y beber opíparamente sin ningún remordimiento, cada moneda invertida en su satisfacción les provoca un dolor placentero, una felicidad incompleta y áspera. El tacaño visita poco el excusado e incluso esos momentos de liberación le causan un inmenso desasosiego. Su estómago es una caja fuerte y sus intestinos son estrechos y congestionados. Es un sistema cerrado perfecto: todo va hacia sí mismo. El tacaño del alma transmite un sentimiento de miseria que incluso poco tiene que ver con lo económico, es más una sensación de desaliento y asco al mismo tiempo. La vida para estos seres no es derrochar, sino acumular: pelea más que perdida cuando llega la muerte.

Que una persona pueda meter en su cuenta de banco miles de millones de pesos de manera legal no es digno de admiración, sino sólo una muestra de que las leyes están mal hechas. Lo que sería motivo de admiración es que devolvieran ese dinero, pero el millonario es tacaño por constitución y sus acciones filantrópicas no son más que cortinas de humo para disimular su inmenso botín. En su particular sistema decimal la generosidad, la mesura y el saber vivir en común están desterrados. Es éste un caso especial de tacañería por omisión. Que admiremos a una persona porque aparece en una lista de millonarios importantes es un símbolo de primitivismo y en lo personal me causa desconsuelo y un enorme desaliento.

El caso ridículo está representado por el tacaño que se convence a sí mismo de que no lo es. Se ha acostumbrado a su parquedad y posee extrañas concepciones de justicia. Está en guerra contra los otros porque ve en ellos enemigos potenciales, ladrones, vividores, ratas que roerán su estómago (su bóveda bancaria) y lo dejarán desnudo. Es curioso que se use el término disparar como sinónimo de invitar. Cuando el tacaño dispara, en realidad quiere asesinar a su invitado. Uno de los escritores más derrochadores y generosos que han existido nunca, Joseph Roth, bromeaba cuando la gente le preguntaba por qué razón se había convertido al catolicismo siendo un viejo. Decía que su decisión era parte de una estrategia: prefería que con su muerte fueran los católicos y no los judíos quienes perdieran a un adepto. Y así fue.

Flores negras

24 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Mi dilema es un viejo dilema y no me pertenece del todo: me siento a escribir esta nota con la conciencia de que pierdo mi tiempo de un modo descarado. No le encuentro sentido a escribir en un diario acerca de literatura o arte cuando en el ambiente común se respira un aire de odio y desesperanza. Las miserias comunes, esas que según Rousseau unen a las personas y permiten estrechar los lazos humanos, aumentan en el presente hasta un punto en el que casi anulan las posibilidades de la creación. No recuerdo haber vivido antes una sensación tan intensa de inutilidad. Se me dirá que el mejor momento para que un escritor saque partido de la realidad es justo cuando las desgracias suceden, pero eso no me convence. En todo caso quiero que las desgracias me sucedan a mí, no a los demás.

Qué cómodo sería sentarse, como pintor de alameda, a esperar que el mundo desfile ante mis ojos, pero no es este mi caso. Los otros no nos dejarán en paz mientras sean desgraciados, de ninguna manera tendremos tanta suerte.

Desde hace cuatro décadas escucho decir a los presidentes que debemos apretarnos el cinturón para soportar una nueva crisis (la metáfora del cinturón es esclarecedora y sugerente pues el cinturón podría apretarse en la cintura o en el cuello, según las circunstancias). A estas declaraciones siguen reacciones de protesta, nace un oso panda y se publican libros donde se exponen las causas de la miseria. Varios años más tarde vuelve a representarse la misma comedia, escena por escena y es entonces cuando nos damos cuenta de que el tiempo no transcurre en lo concerniente a la evolución de las cosas comunes. Es curioso que uno se quede calvo, se consuma por una enfermedad o pierda a sus amigos mientras que la corrupción política siempre se mantiene joven.

Un escritor es en la actualidad un ser bastante extraño: escribe, al menos eso está claro, pero no tiene compromisos que le sean impuestos por una sociedad o una época. Él mismo se impone sus tareas y consume su vida intentando cumplirlas. Esto parece ser un asunto rebasado en las sociedades modernas y liberales: el asunto del escritor o el artista comprometido. Estamos hartos de esa querella un tanto ridícula. Y, sin embargo, el desasosiego regresa no en forma de la pregunta “¿Tiene el escritor o el artista un compromiso con su comunidad?”, sino en la forma de un predicamento íntimo que pone en entredicho el valor común de sus obras. En otras palabras: ¿para qué escribir novelas si cada palabra que aparece viene muerta? Y es así porque las obras “nacen” precisamente en un espacio común que está tan muerto que no es capaz de imaginar soluciones a sus problemas de justicia más agobiantes.

Si las décadas se suceden y las crisis económicas y de justicia continúan, es que los fundamentos o cimientos no funcionan. Hasta un niño podría señalar en qué consisten los abusos y las causas de un estado de cosas semejante. La confianza en el otro está destruida de pies a cabeza y mientras ese lazo no sea restablecido, la tribu o la comunidad estará continuamente derrumbándose. Es una tarea utópica: en el caso de México son muchos países dentro de uno que no existe. Los políticos o empresarios voraces no renunciarán a sus prebendas y por lo tanto nunca comenzarán a trabajar realmente. Es también desalentador presenciar tantas muertes inútiles que se producen con el supuesto fin de hacer respetar las leyes cuando es notorio que las normas a respetar son idiotas o ideales en el peor sentido del término. Los vicios cruzan las paredes a su antojo: ¿que nadie ha enseñado a los gobernantes esta sencilla regla de vida?

El desánimo crece en ambas direcciones: hacia lo exterior en forma de fracaso social y hacia lo interior en conciencia de arte muerto. Justo así nació la tradición romántica en las artes: la decepción que provocó en tantas personas el presenciar que tras las revoluciones o el anuncio de una nueva época la miseria política continuaba. ¿pero a quién puede importarle una definición en este momento? A nadie. Si tantas obras dedicadas a la realización de la buena convivencia humana han servido para tan poco (desde Séneca hasta Habermas, desde Rousseau hasta Rawls, desde Iván Illich hasta Octavio Paz), ¿qué pueden hacer unas pataletas escritas en un diario de un país que no es país?

¿Sentido común?

17 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace décadas, cuando estudiaba ingeniería, me dio clases un profesor mal encarado y de aspecto temible. Tenía tan mala fama que la única persona que decidió inscribirse a su curso de diseño estructural fui yo, nada menos. Lo hice porque la escuela me aburría hasta el tuétano y de ningún modo me perdería la oportunidad de conocer a un ser interesante (sucede tan pocas veces en la vida). No transcurrieron demasiadas clases antes de que me percatara por qué los alumnos huían de este profesor como si transmitiera la peste: era un hombre a quien le interesaba pensar. Para él no pasaba inadvertido su descrédito entre los alumnos, aunque parecía no prestarles demasiada importancia. Se mofaba de ellos a la menor oportunidad y afirmaba que en el transcurso de la carrera estos alumnos perderían el sentido común. Es probable que, como Schopenhauer, mi profesor considerara simios a los alumnos que se resistían a sus clases, pero no creo que su opinión haya sido exagerada pues la experiencia nos dice que un buen número de personas involucionan entre más estudios o dinero acumulan.
Renuncio a señalar en qué consiste tener sentido común o si es posible siquiera hablar de su existencia (quien esté interesado puede volver a Castiglione o a Juan Bautista Vico). El sentido común languidece cuando conocemos a seres humanos tan distintos entre sí que incluso las marcadas diferencias entre un rinoceronte y una oruga se antojan salvables. No sé cómo definir un concepto tan importante, pero sí diré que en la medida de lo posible hago todo lo que está en mis manos para vivir tranquilo. Cuando observo en las avenidas de la ciudad rodar a esas imponentes camionetas blindadas no puedo dejar de pensar que dentro viaja un insecto que ha picado a más de uno. Espero no ofender a nadie, más de lo que ofenden a simple vista estos vehículos atroces que se ostentan como emblema de poder y debilidad a un mismo tiempo. ¿Lo hacen para defenderse de los criminales? Esta es una de las respuestas más tontas e inconsistentes que he escuchado en mi vida. No sólo porque agazapados dentro de sus tanquetas (rodeados de escoltas que en potencia son secuestradores) los hombres acaudalados despiertan una atención desmesurada, sino porque si en realidad desearan vivir tranquilos renunciarían a sumar una densa hilera de ceros a sus cuentas bancarias. Del mismo modo que los alumnos de ingeniería a quienes fustigaba mi profesor, los “seres pudientes” arrojan el sentido común a la letrina apenas comienzan a ganar más dinero del que se necesita para dormir en paz. La sabiduría práctica o la prudencia no acompañan a estas ridículas manifestaciones de poder. Y un día, cuando menos se lo esperen.
No quisiera meterme en terrenos de economía o comentar las parábolas que los hombres de negocios usan para justificarse (la somnolencia acabaría conmigo), ni comentar sobre los límites que debería imponerse el individuo que se considere a sí mismo libre. Aún así no puedo dejar de señalar la presencia, en la comunidad mexicana, de un sentido común cada vez más atrofiado. Es una paradoja que sean los grandes empresarios quienes encabecen movimientos sociales para reclamar protección a sus fortunas. Me imagino a una comadreja exhortando a las gallinas en una asamblea para oponerse a la depredación. ¿En qué momento la prudencia se esfumó de la vida en común? ¿Se fue una madrugada cuando todos dormíamos? Sé que mis vecinos me detestan a causa de mi antipatía, mi mal humor, mi arrogancia y mis pocos deseos de convivir con ellos, pero no van a intentar envenenarme y se han resignado a verme transitar por los pasillos. Si además de todos mis visibles defectos me convirtiera en millonario de la noche a la mañana lo mejor sería tapiar la puerta de mi casa y armarme en espera de una agresión, pues dudo mucho que los vecinos soportaran semejante afrenta. Si al menos fuera guapo.
Concluyo: el problema de ser el único alumno en mi antiguo curso de diseño estructural es que cuando me ausentaba de clases, mi profesor se quedaba sin hablar con nadie. Se paseaba por el pasillo del edificio principal en la Facultad de Ingeniería mirando de reojo las aulas repletas donde otros profesores impartían cátedra. Se le notaba un hombre liberado.

¿Polémicas?

10 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Qué caso tiene vencer en una discusión? Ninguno, acaso aumentarle un poco de peso a la vanidad. Porque si la única meta de la discusión es poner de rodillas a nuestro oponente entonces la conducta más sabia es retirarse de la mesa.

Sobra decir que después de una buena conversación uno se fortalece pues ha tenido oportunidad de asomarse a la vida moral de otra persona. Esto casi nunca sucede porque los oídos sordos son moneda común en estos días en que la "polémica" suele ser tan bien considerada. Una de las causas de esta sordera epidémica es el idealismo: un hombre quiere defender a toda costa sus principios aunque para eso tenga que valerse de crímenes o mentiras (cada vez que un hombre defiende sus ideales hasta las últimas consecuencias alguien sale lastimado). No me opongo a que para vivir con cierto orden o realizar sus proyectos las personas acumulen principios, pero de eso a poner cemento en sus oídos existe todo un abismo.

No quiero hacerme el importante, pero creo poder reconocer a quienes en una discusión lo único que persiguen es recolectar adeptos o imponer sus opiniones. Y no les importa lo sutil o ingenioso de tus argumentos, a sus ojos sólo eres un aspirante a ser convertido, a formar parte de su ejército. Incluso creo ser capaz de reconocerlos cuando se disfrazan de seres tolerantes y comprensivos (son los peores). En opinión de algunos filósofos nuestros juicios éticos se reducen a lo siguiente: primero tenemos intuiciones y después intentamos imponerlas a quienes no poseen esas mismas intuiciones. Estoy seguro de que al leer este artículo más de uno ha pensado en esos religiosos que, libro divino en mano, van los domingos por la mañana tocando puertas para sepultar bajo el peso de sus teorías a los inocentes. Es verdad, aunque no se debe perder el sentido del humor en este caso. Recuerdo a una tía mía que se hallaba tan sola como un ornitorrinco y solía prepararse a conciencia cada domingo para recibir la visita de los evangelistas. Apenas abría la puerta los invitaba a pasar a su sala, les ofrecía limonada o galletas y en seguida comenzaba a discutir con ellos y a contradecirlos. Como después de varias horas ninguna de las posiciones cedía, los predicadores se marchaban exhaustos, pero orgullosos de haber intentado conducir a esa pobre vieja por el camino del bien. ¡Qué manera de prodigarse compañía! Fue una tragedia que después de un año los predicadores perdieran la paciencia y corrieran el rumor entre sus camaradas de que en esa casa no se hacía otra cosa que perder el tiempo. La tía volvió a quedarse sola.

La gracia que me causan los predicadores no es de ninguna manera una falta de respeto hacia ellos. En cambio, los políticos y servidores públicos que fingen escuchar a las personas únicamente con el propósito de ganarse su confianza y esquilmarlos me parecen repugnantes. ¿Alguien conoce a uno? En tierra de sordos es comprensible que pasen montones de años y las polémicas que deberían propiciar bienestar y acuerdos causen justamente lo contrario. En fin, no añadiré más palabras a la desgracia y me concentraré por ahora en los celos. Los celos son cruciales para entender estos asuntos de la sordera. La conciencia de ser engañado no acepta lógica ni argumentos. El celoso escucha sólo lo que quiere escuchar y el desasosiego que le causa la traición imaginaria no le permite actuar con propiedad. Las palabras del traidor suenan siempre sospechosas. Yo he tenido miles de discusiones acerca de estas cuestiones (imaginen lo que deseen) y sé que los oídos del celoso están hechos de piedra.

Si en una discusión se concibe al otro como un contrincante al que debe vencerse, ¿a qué horas van a resolverse los problemas comunes? Un polemista que sabe escuchar, dice Richard Rorty, espera que el otro posea mejores ideas que las suyas. No es sencillo: ¿cómo voy a reconocer que una opinión es más acertada que la mía? (en mi caso no hay problema porque cuando me pongo pesimista creo que el otro siempre tiene razón, y me olvido). No existen verdades absolutas, sino acuerdos que se vuelven verdades. Carajo, ahora el que predica soy yo y eso que apenas es lunes.

La mala educación

03 de agosto de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando las ideas que deseo expresar me parecen sencillas, más trabajo me cuesta ponerlas en palabras. Un lingüista me dirá: “lo que sucede es que no tienes ideas”. Un escritor me acusará: “lo que pasa es que no tienes palabras”. Ambos tendrán razón a su modo, pero yo permaneceré en la frontera de ambas opiniones y continuaré insistiendo. Se pelea duro en estas cuestiones de hacerse comprender, sobre todo cuando se ha tenido tan mala educación como la mía (no asistí a escuelas importantes y mis grados académicos brillan por su ausencia). Me consuelo pensando que si el hombre común necesitara un doctorado para reconocer una injusticia, entonces la sociedad se haría imposible: no podríamos distinguir entre una tragedia y una comedia.

Mis hermanos tienen ahora el mismo problema que acosó a mis padres cuando éramos niños: sus bolsillos no dan lo suficiente para que sus hijos puedan asistir a una escuela de renombre. Sin embargo, su preocupación es hasta cierto punto secundaria porque la educación no pasa necesariamente por la escuela y en la vida cotidiana uno prefiere a un vecino honrado que a un ladrón con estudios. En ausencia de dinero no tengo más remedio que dar consejos (una pésima costumbre) y persuadir a mis hermanos de que para educar bien a un niño es suficiente con prepararlo para que, desde ahora, no aumente más daños a su comunidad. Y si se desea llevar a cabo una tarea tan extenuante (mucha más compleja que obtener 20 licenciaturas) no está de más seguir unos modestos principios.

Nunca olvidaré que antes de entrar a la escuela primaria (en ese tiempo el kínder era una frivolidad y desde mi opinión lo continúa siendo) yo sabía leer y escribir porque mi madre se tomaba un par de horas diarias para ponerme a picar piedra frente un cuaderno. Quien me dio la vida me puso también en el camino de la escritura, es decir me dio armas para intentar comprender el mundo que me rodeaba. Es probable que esa primera enseñanza me llevara en el futuro a convertirme en un autodidacta y a descubrir el hilo negro cientos de veces. No importa, al menos construí sentido desde mi experiencia y me goberné por mis propias reglas. El recuerdo de esa mujer, mi madre, (quien apenas si cursó unos años de escuela) tratando de iniciarme en los misterios del abecedario continúa siendo el fundamento de mis opiniones acerca de la educación.

Richard Rorty, un filósofo de quien desconfía tanto la derecha como la izquierda (síntoma de salud), dice que la capacidad que tenemos de sentir compasión por el sufrimiento de los demás se encuentra por encima de la razón o el sentimiento religioso. Si uno le enseña a sus hijos (sigo con el relamido y empalagoso consejo a mis hermanos) a tener obligaciones frente a otras personas, a respetarlas, a no hacerlas sufrir y a respaldarlas cuando busquen deshacerse de los tiranos, entonces se puede estar seguro de que se ha caminado mucho más lejos que cuando se gastan fortunas para procurarles una educación “privilegiada”. Leer libros de buenos escritores, usar racionalmente la tecnología, hacerse de una conciencia ecológica, alejarse de la televisión abierta cuya programación es un insulto a la buena convivencia, intentar pensar por uno mismo, comprender que no existen verdades definitivas e intentar ser generoso con los más débiles, son los cimientos de una educación real para la que no se requiere más inversión que sensibilidad e intuición civil. Y para ayudarme un poco en esta perorata (el autodidacta nunca está seguro de lo que dice) citaré las palabras de un santo políglota que tiene muchos adeptos, George Steiner: “Ser culto requiere mucho más que erudición y elocuencia. Más que ninguna otra cosa significa cortesía y respeto. La cultura, como el amor, no posee la capacidad de exigir”. He aquí unos sencillos preceptos que podrían servir de guía para quienes no pueden pagar a sus hijos una “buena” educación y que tienen la desgracia de vivir en un país donde la enseñanza escolar pública de nivel básico se halla tan deteriorada. ¿Qué otro camino?

El hombre humilde

27 de julio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

El hombre humilde que se ve a sí mismo como un cero a la izquierda es el ser que más posibilidades tiene de conocer la bondad y convertirse en un hombre bueno. Esta es la conclusión de una filósofa que ha especulado profundamente acerca de la idea del bien, Iris Murdoch. Me parece una noción sensata, pero me pregunto cuántos hombres humildes he conocido en mi vida y me respondo: “son menos que los ornitorrincos.” En cambio, levantas una piedra y encuentras a un vanidoso que cree que el mundo sería distinto y estaría incompleto sin su presencia. Y estos no son los peores ya que existe una clase de personas aún más detestable: esos que pregonan su humildad cuando en realidad son fantoches envanecidos que intentan darnos lecciones de moral. Mi conclusión es por lo tanto algo diferente a la de Murdoch: si esperamos a que los humildes nos muestren el camino a la bondad estamos fritos.

Cada vez que veo a una mujer hermosa me dan ganas de llorar. Estas no son palabras de un filósofo, sino de un buen amigo expresadas en un momento de sinceridad e iluminación. Es una sensación tan real: la profunda melancolía que despierta una belleza que jamás será poseída. Sentado a la mesa de una terraza veo pasar a mi lado a una joven de piernas tensas y lisas, descubro su sonrisa en apariencia indefensa, su cintura derretida en sus caderas ondulantes y de súbito desvío la mirada e intento desterrar su imagen de mi mente. El sufrimiento es tanto que si tuviera suficiente valor me pondría a llorar como un niño que ha perdido a su madre en la multitud. Sin embargo, me decido por la hipocresía y aguardo a que la sensación de vacuidad se marche y enseguida me dirijo a mí mismo unas palabras de consuelo: la belleza no puede ser poseída, sino sólo contemplada desde el sufrimiento del ser finito. Por supuesto no digo estas tonterías, pero muevo la cabeza en señal de desesperanza y digo: ya viviste lo tuyo (que por cierto es el título de la autobiografía de Anthony Burgess: You´ve Had Your Time).

Quisiera hacer una aclaración que viene a cuento: no soy de esa clase de hombres que mira descaradamente a las mujeres o las insulta con piropos obscenos. En una ciudad plagada de criminales urbanos como la nuestra en donde la cobardía es un deporte ampliamente practicado, las mujeres sufren de un acoso constante e incluso han tenido que disimular su belleza para no ser denostadas en la vía pública. Por el contrario, yo intento imaginarme que ellas son fantasmas que mis ojos no pueden reconocer y sólo en contadas ocasiones, cuando es imposible escapar, intercambio con las desconocidas una mirada que de inmediato me hace sentir arrepentido. ¿Me las estoy dando de santo? ¿Les parezco un párroco de pueblo? Es posible, pero como repito a menudo: una buena teoría hace que nuestros actos sean menos idiotas de lo que regularmente son. Y en el caso de las mujeres que mis amigos aman suelo comportarme de una manera mucho más radical. Me convierto en un ser cortés que se suicidaría antes de cometer una fechoría que pusiera en peligro la calma momentánea que permite a los amigos reunirnos en una mesa a charlar y a esperar la muerte con la conciencia de ser queridos. Nada como eso.

Se preguntarán qué tienen que ver los hombres humildes con mis obsesiones personales. Yo también me lo pregunto e intentaré aclarar esta relación: el hombre bueno es el que nos brinda su ausencia, el que desaparece y nos permite caminar libremente. Contra el vanidoso que nos abruma con sus éxitos o el cobarde que persigue y acosa mujeres prefiero al hombre mediocre que no hace daño a nadie y que considera que su presencia casi siempre es innecesaria. Dice Murdoch de los seres humanos que somos animales movidos por la ansiedad de un ego que nos oculta parcialmente el mundo. Y sólo el hombre humilde y sensato podrá a través del amor encontrar una idea del bien que le sea propicia para vivir. No sé si estas palabras me convencen del todo pues a mí no me importa que las personas sean buenas o malas mientras respeten a los demás y hagan lo posible por comportarse como ceros a la izquierda. El hombre cortés, desde mi punto de vista, está por encima del animal bondadoso. La cortesía y la mesura hacen que los hombres sean buenos aunque en el fondo sean bestias. Y eso ya es mucho.

Persona non grata

20 de julio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Las mujeres de mis amigos son un misterio para mí: un enigma que no es sencillo desentrañar. Cierto día de junio espero a un amigo en la cantina para tomarnos un trago y aparece acompañado de una mujer que, según me dice, es su nuevo amor. La cortesía me impide hacer comentarios al respecto e intento comportarme lo más distante posible debido a que descubro en las pupilas de mi amigo una amenaza que en palabras puede traducirse del modo siguiente: “si haces uno de tus estúpidos comentarios acerca de las mujeres, nuestra amistad se acaba”. En ocasiones, las pupilas no amenazan sino que me suplican: “no se te ocurra decir nada comprometedor porque no sabes de lo que esta mujer es capaz”. Mis amigos no tienen razones para preocuparse, ya que trato por todos los medios de ser tan mustio como ellos.

Entre mis tribulaciones más graves se encuentra el hecho de considerar la amistad como la única relación afectiva en verdad humana. Cuando los amores se suicidan o encuentran sus límites muy temprano, me alegra el haber conservado mis amistades a salvo: de lo contrario me marcharía a la tumba con las manos vacías. Ningún sacrificio es suficiente si de conservar a nuestros amigos se trata. Lo primero que un hombre alerta hace a este respecto es desterrar el ánimo competitivo. La rivalidad entre amigos puede ser estimulante o tener sentido humano mientras sea sólo un pasatiempo que no ofenda a quienes queremos. De lo contrario es una patanería más que oscurece el horizonte.

Regresando: cada vez que un amigo me presenta a su nueva amante me pongo a temblar. Sobre todo cuando ella me observa o sopesa mis comentarios con el fin de desaprobarme. En verdad se sufre. No obstante su desprecio, las mujeres no escucharán de mi boca jamás un juicio malvado. Lo que me intimida, en realidad, es ese delicado poder que ellas poseen para reducir a varios de mis amigos a migajas que hasta las palomas hambrientas despreciarían. No aceptaré que mis palabras se malentiendan: conozco la gravedad de una seducción femenina y es cierto que en una situación extrema desollaría a todos mis amigos a cambio de las caricias o la atención de una mujer. Sin embargo, uno debe estar preparado para no llevar a cabo acciones tan injustas: el único atenuante para cometer tamaño disparate (pasar sobre una amistad para ir en pos de la conquista femenina) es que uno se vea envuelto de repente en el laberinto de un amor trágico. Entonces no sólo se merece el perdón, sino la admiración y el pésame. “Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias”, palabras que Sándor Márai ha puesto en boca de uno de sus personajes. Y no las olvido.

Son tan pocos los amigos que se comportan de la misma manera estando o no en compañía de una mujer, que suelo considerarlos seres excepcionales. Los respeto porque no sólo creen en el individuo, sino que se esfuerzan en llevar a cabo su propia vida sin necesidad de rendir cuentas a sus grandes amores. En la amistad el individuo hace de la conciencia de la soledad un refugio y un arma pasajera para combatir el tiempo. En cambio, las parejas de amantes o esposos pierden la batalla desde el principio: la suma de ambos es menos que uno. Es indigesto el tono moralista que poseen mis palabras, pero conforme pasan los años creo que es mejor escribir como un viejo irresponsable que como un doctor especialista. Por cierto, a ninguno de los amigos que he perdido le guardo rencor alguno (el tiempo ha jugado contra nosotros).

No he comentado la amistad femenina ni la que se produce entre seres de sexos divergentes porque este es un breve artículo perdido en medio de un millar de hojas, no un tratado acerca de la amistad. Lo que estas notas quieren decir es que son tantos los casos en que tu pareja te vuelve tan vulnerable e insípido, que para conservar un poco de gracia lo mejor sería largarte a vivir a una ermita. Quizás debido a estas opiniones las mujeres de varios amigos me miran con extrema suspicacia y desean cuanto antes verme en el exilio. Yo evito defenderme: cada quien elegirá qué clase de cuerda va a enredarse en el cuello.

Arrogante

13 de julio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Sesenta años han pasado desde que Robert Walser se quejara de los aburridos ladrillos con que los escritores aterrorizaban a los lectores. Odiaba los ademanes imperiales de la literatura.

No negaré que estas tímidas objeciones me han despertado nostalgia y ternura al mismo tiempo. Al menos en ese entonces la literatura podía hacerse la importante; en cambio hoy los aburridos ladrillos continúan, pero las letras representan sólo uno más entre tantos oficios que se disipan en la confusión de una época marcada por la tecnología y las comunicaciones (es decir, una época de nueva barbarie). Me ha causado curiosidad que en varios círculos la palabra "intelectual" se considere casi un insulto e incluso se use para descalificar la opinión o la calidad moral de una persona. Me parece que esta aversión posee dos aristas evidentes: la primera es que se considera al intelectual un ser que se ubica fuera de la realidad (Y aquel que de leer tiene más uso / De ver letreros sólo esta confuso): es decir, su saber pertenece a un mundo utópico. La segunda causa del encono producido por lo "intelectual" es que en estos tiempos se valora más el actuar que el pensar. Sin duda la aceleración del tiempo histórico nos ha llevado a ser puro movimiento (acción ensimismada e idiota).

No hace más de una semana escuché a un renombrado artista visual ufanarse de no leer novelas ni ensayos y decir que sólo prestaba atención a textos relacionados exclusivamente con su oficio. Acto seguido, pasó a disertar acerca de la importancia de las artes usando conceptos (en realidad palabras) que ni él mismo comprendía y opiniones que habrían hecho sonrojar a Kant cuando tenía tres años. No muchos días antes, mientras comía en una cantina, escuché a una persona de la mesa vecina afirmar que los intelectuales eran arrogantes y, por lo tanto, lo más conveniente era hacerles el vacío: desterrarlos. Una vez que sus compañeros asintieron el juicio lapidario continuaron hablando sobre política hasta que horas después estuvieron a punto de llegar a las manos. Sobra decir que su discusión no era más que un conjunto de opiniones sin ningún sustento y expresadas con tanta arrogancia que harían parecer al intelectual más pedante un manso cordero en medio de una manada de lobos. Y me pregunto si no es más arrogante aquel que cree inventar de nuevo el mundo y desprecia a quienes antes que él han pensado y especulado sobre los mismos asuntos.

Restando unas cuantas penosas excepciones de las que nunca me arrepentiré lo suficiente, hace tiempo que he renunciado a aceptar invitaciones para acudir a la televisión. Me niego a participar en esa caravana de la ignominia porque el individuo se disuelve en aras de la exhibición y porque las personas comienzan a respetarte sólo porque tu espantoso rostro se multiplica en la pantalla como un virus. La televisión cultural —como suele llamársele para acentuar su diferencia—, además de debilitar la imagen del intelectual, es en buena parte provinciana e ingenua ya que se inclina por el saber enciclopédico y desprecia el estímulo reflexivo y la promoción del desorden intelectual. Y cuando hablo de desorden aludo a la capacidad que tienen los seres humanos de quebrantar sus propias convicciones y fundamentos en pos de crear maneras alternativas para imaginar y poblar el mundo en el que vivimos.

Cuando Heidegger, en su Carta al humanismo, señaló que la preocupación de los intelectuales por la cultura les impide pensar y darse a la tarea de profundizar en el conocimiento estaba siendo demasiado idealista, sin embargo abordó un problema todavía vigente. En una época de crisis permanente, la televisión ofrece una imagen de "cultura" bastante timorata (entrevistas tediosas, horas y horas consumidas para diferenciar la palabra jamón de la palabra mamón, jóvenes pedantes que apenas han leído dos libros y ya nos dan lecciones de historia de la literatura, programas banales que intentan demostrarnos que la cultura puede ser divertida): se privilegia la decoración y la gramática sobre la reflexión y el desorden que produce el conocimiento. Las excepciones son numerosas, pero son sepultadas por la miseria intelectual que, en televisión, es una constante. En fin, termino aquí y me marcho a cultivar mi arrogancia en otra parte.

La autoridad de los muertos

06 de julio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Si una obsesión ha marcado mi vida desde el día de mi nacimiento (que en mi caso fue a los veinticuatro años) ha sido la de no imponer mi palabra a los demás. No sólo porque considero que mis opiniones respecto a todos los temas son débiles e insuficientes, sino porque creo que las personas son en verdad otras personas. Por lo tanto, además de respetar mis diferencias con ellas trato de mantenerme a una buena distancia de quienes intentan pensar por mí o tomar decisiones en mi nombre (no tienen ningún derecho a hacer esto aun cuando puedan tener razón). Una buena manera de salvar el honor es carecer de poder y dedicarse a actividades que no dañen al resto de las personas (asunto complicado dada la promiscuidad en que vivimos). Volverme poderoso sería un insulto que no creo merecer y dedicar la vida a acumular dinero me pondría más cerca de los animales que de los seres pensantes (escribir una columna pasajera o publicar novelas son actividades que en realidad no hacen daño a nadie, excepto a quien las realiza). En fin, lo que quiero decir es que la autoridad no se impone, sino se reconoce y que es más sano reconocer la autoridad en los muertos que en los vivos.

Cuando era joven pensaba exactamente lo contrario: dado que procuraba hacerme de un lugar en el mundo hasta los muertos me estorbaban. Me preguntaba por qué razón debía leer libros de personas muertas si había tantos escritores vivos deseosos de ser conocidos: “es una injusticia”, concluía arrogante. Esta aversión hacia los difuntos aumentó cuando comencé a colaborar en el suplemento Sábado, de Huberto Batis: cada vez que una celebridad literaria moría, el suplemento dedicaba varias páginas a su reconocimiento y los primeros artículos que posponían para su publicación eran los míos. El tiempo, como había de esperarse, me puso en mi sitio y comprendí que los muertos son más simpáticos que los vivos, y que los contemporáneos no necesariamente son quienes coinciden en una misma época. Como se lee en el Fedro, de Platón, las palabras en sí mismas no contienen sabiduría, sino que producen saber cuando son expresadas a las personas adecuadas en un momento preciso.

Por razones oscuras, entre mis amistades se encuentra un buen número de personas jóvenes. Lo mismo sucede cuando cometo el error de aceptar una invitación para hablar en público: me percato que me es bastante sencillo entenderme con personas que acaban de salir del cascarón. Yo creo que esto es posible porque no les tengo ningún respeto a priori: quiero decir que para mí los jóvenes no son empalagosas metáforas del futuro, ni mucho menos representan la esperanza de nada. Lo que nos une es que tenemos la desgracia de navegar en el mismo barco y de soportar las mismas calamidades (estructuras políticas y autoritarias que nos hacen civilmente incompletos). Y no obstante estas palabras —un tanto desdeñosas—, mi experiencia me ha dado una buena noticia: advierto en bastantes jóvenes un aburrimiento absoluto y una desconfianza intuitiva hacia los ardides políticos con los que se han querido ocultar los principios de libertad y equidad necesarios en cualquier democracia de raíces liberales. No añadiré más pues los lectores a estas alturas deben vomitar el tema, pero no quería dejar de decir que encuentro más saludable para la sociedad a un joven que duda, cuestiona y reflexiona que a uno que vota (votar tal como están las cosas es un acto nulo en sí mismo).

Termino citando una idea de Paul Feyerabend quien, efectivamente, es un escritor antipático: dice que a los jóvenes no habría que protegerlos de la falsedad, sino también de la verdad (dogmas, ideologías, etc...), pues en caso contrario nunca estarán en condiciones de tomar una decisión libremente, ni de poder superar los errores de su tiempo. Suena bien, ¿pero es posible poner esta sentencia en práctica? No tengo dudas de que es posible, incluso con las personas que la televisión echa a perder diariamente.

Y entonces será lo mismo

29 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

De pronto he tenido un presentimiento, una premonición que es al mismo tiempo conciencia del pasado y aceptación de un destino inevitable. Dentro de 20 años (entonces estaré más muerto que una medusa) abriré el periódico y me encontraré exactamente con las mismas noticias de esta mañana: los mismos criminales, la misma basura mediática, el presidente comprometido, la pobreza de siempre. Y entonces habrá un ingenuo que se rebelará y concebirá la idea de un futuro menos desastroso. Veinte años después este hombre ingenuo leerá el periódico y un presentimiento lo dejará perplejo. Tendrá la sensación de ser un barco encallado que jamás volverá a navegar y se preguntará si en verdad es posible no ser lo que se es. La respuesta que se dará a si mismo lo dejará insatisfecho porque ningún buen argumento es capaz de paliar la angustia que provoca ser una víctima más de la estupidez y el tiempo: acaso el matrimonio —tiempo y estupidez— más cruel de todos los que se han formado sobre la tierra.

La conciencia de haber sido engañado comienza a incubarse demasiado pronto, basta leer un periódico, mirarse al espejo u observar las primeras arrugas de una mujer hermosa: es ésta una comparación demasiado osada e incluso timorata porque la belleza es la debilidad del tiempo, su equivocación y su huella más honrada. Por el contrario, los periódicos o noticieros parecen ser una prueba de la inmovilidad a la que nos condena el estar vivos. Exagero, como es mi costumbre, pero me consuela pensar que la escritura es justo la exageración de los simios, su afán de ser distintos al resto de los seres. La escritura es condena y privilegio de los que dudan (extraña manera de dudar la de imprimir símbolos en los papeles).

Me es bastante complicado, se los confieso, separar mis habilidades personales del mundo en el que éstas se expresan (mi deber y mi ser se confunden entre sí como abominables siameses) y mi sentido de la justicia (equivocado, por supuesto) no me deja dormir en paz. Sin embargo, las noticias cotidianas son un antídoto incomparable contra la rebelión y una muestra de que el pasado no se ha marchará nunca. Y la frase de Voltaire vuelve a resonar en mi cabeza: “Nadie ha encontrado ni encontrará jamás”. ¿Es conveniente pensar de este modo cuando todavía me quedan varios años de vida? Claro que no, concebir las cosas así es entregarse a una tortura constante y renunciar a ese mínimo entusiasmo que, para estar sanas, requieren hasta las plantas más feas.

“No te preocupes, todo va a salir mal”, estas palabras son tan consoladoras como una mujer dormida y las he puesto en práctica cada vez que me embarco en un proyecto idiota (dos palabras que a oídos de un hombre sabio significan exactamente lo mismo). Lo que menos deseo con estas declaraciones es procurarme un confort retórico o usar la literatura para hacerme el interesante. Lo que quiero es construir un principio que a lo largo de los años se imponga por su propio peso: uno se muere a ciegas. El pesimismo no es mi fuerte y en todo caso la literatura es un pretexto para hacer un poco de ruido y poner a parir a las gallinas, pero si mis palabras son capaces de decir lo que intentan decir, entonces me doy yo mismo un consejo: los idiotas ganarán la partida y lo más apropiado es buscar una butaca para celebrar su victoria. Quizás, como sospechaba Camus, el conformista es el único que ha comprendido la realidad. Y me aterra estar tan de acuerdo.

Y las noticias seguirán abriéndose paso ante nosotros: el atentado ecológico, la adolescente en calzones que hace su presentación frente a las cámaras, el líder sindical comiendo en un restaurante exclusivo, el debate entre los políticos, la desgracia en una colonia pobre, el juez que absuelve a los criminales, el secuestro de un empresario, el salvador de la patria, ¿no nos cansamos de tanta miseria? Es evidente que no: nada cambiará en los años que vienen y en la vejez, cuando abramos de nuevo el periódico, nos encontraremos que el mundo no se ha movido siquiera un par de centímetros.

Vida de perros

22 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Para un escritor que ha vivido toda su vida entre palabras, los actos se vuelven cada vez más importantes a la hora de valorar las promesas o los argumentos de las personas (obras son amores). Después de haber leído tantas tramas y de ser testigo de infinidad de confabulaciones literarias, la experiencia me indica que en la vida diaria una buena retórica debe ser acompañada todas las veces por actos humanos que den sentido a las palabras. Entre desconocidos no son las bellas oraciones las que dan constancia de la amistad o el respeto, sino más bien los actos. Y cuando la desconfianza se vuelve endémica y los otros se convierten en el enemigo, sólo los actos son capaces de provocar un respiro o una cierta calma entre los extraños que deben verse la cara aun cuando no lo deseen.

A diferencia de lo que se cree comúnmente, las palabras sólo tienen peso en la literatura. En lo cotidiano se vuelven endebles, se traicionan, tropiezan entre ellas, se acobardan y nos hacen llevar una vida de perros (de perros, no de mascotas). Para evitar tan oscuro horizonte lo que más conviene es sumar peso a tanta palabrería sin cuerpo e intentar que la ética sea también una suma de actos que convivan al lado de algunos sencillos principios de comportamiento. Y estoy en mi derecho de afirmar que me importa poco lo que otros opinen o argumenten porque a estas alturas del partido es posible escuchar cualquier tontería expresada con estudiada solemnidad o con estadísticas que de tan serias se vuelven cómicas. Lo que me importa de los otros es lo que hacen.

En La soberanía del bien, Iris Murdoch se ocupa un rato de este asunto (el de contemplar los actos como valores) y propone un problema que bien mirado está entre nosotros desde el principio de los tiempos. ¿Existe relación entre lo que sucede en el interior de nuestra mente y lo que decimos o hacemos en el mundo externo? ¿En realidad sabemos algo de lo que decimos? Imaginen un enorme número de respuestas posibles y por más profundo que sea el diagnóstico siempre quedaremos un poco a oscuras. Así las cosas, lo que a mí como ciudadano o habitante de una aldea me importa no es lo que los otros piensen o digan, sino lo que hacen: si desean prenderse fuego o si piensan que la mitad de la humanidad es innecesaria no me concierne. Mientras sus actos me indiquen que puedo tenerles confianza y que no me harán daño estaré hasta cierto punto tranquilo.

Vivir unos años más de lo correcto me ha llevado a comprobar una obviedad: que la erosión de los amores y de las amistades es acaso la prueba más dolorosa de que el tiempo existe. Y es entonces cuando no quiero recordar ni visitar el cementerio en que se ha convertido mi memoria: a cado paso un muerto o una decepción. Cuando las amistades terminan tomo de inmediato la responsabilidad de la desgracia, aunque no se me olvida que el tiempo es cómplice en todas estas vicisitudes. Y cuando la caída comienza a ser evidente es que los actos han tomado un camino y otro las palabras. Por eso no conservo casi nada de mi pasado, unas cuantas cartas de mujeres que decían amarme más allá de la miseria a la que nos condenan los años y que ahora ni siquiera me recuerdan. Ni decir que el momento más honrado de nuestra relación fue cuando todo en estas personas —acto y pensamiento vuelto palabras— caminó en una sola dirección.

Si esto sucede en las pasiones amorosas, ¿qué puede esperarse entonces de los extraños? En caso de optimismo uno espera de ellos actos honrados capaces de convencernos de que no estamos en compañía de depredadores. A un político de esos que ensucian el ambiente con su presencia no se le pregunta qué piensa o qué promete sino cómo vive y cuál es la calidad civil de sus actos. Se le pregunta si vive de manera tan modesta como la gente a la que exige su voto (el ascetismo en tiempos de glotonería es un camino que nadie desea tomar). Me detengo, en realidad la única aportación que pueden hacer los políticos mexicanos a la causa de la moralidad pública —ahora que además se han agrupado en un despotismo de partidos— es su desaparición: marcharse y dedicarse a la horticultura o a quitar escamas a los pescados. Tengo la impresión de que vamos dentro de un tren sin ventanas. Y es hora de bajarse.

Una pausa

15 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Somos un bípedo capaz de un sadismo indescriptible, de ferocidad territorial, de todo género de codicia, vulgaridad y abyección”, así describió al ser humano George Steiner. Y me imagino que cuando escribió estas palabras se hallaba de mal humor o al menos desesperado. Lo comprendo porque es mi estado de ánimo cotidiano. Desde joven quise ser un cascarrabias y creo que lo he logrado ampliamente (debe tenerse cuidado con lo que se desea en la juventud porque puede cumplirse). Y cuando mi mal humor se desvanece e intento ser más benigno en mis juicios me percato de que el dinosaurio todavía sigue en el mismo sitio. Los seres humanos siguen siendo como los describe Steiner, aun cuando uno vea las cosas desde una buena butaca.

Después de los 40 años somos duros, brutos y holgazanes, me comentó un amigo que no pierde tiempo en sutilezas. No es una sentencia demasiado elaborada, pero estuve de acuerdo unos segundos con ella. Las palabras que usamos para describir el mundo en que vivimos han sido siempre parciales y misteriosas. A veces conviene más un buen insulto que una mala descripción, así por lo menos damos cierta tranquilidad a nuestro espíritu. Y nadie va a negarme que las malas descripciones abundan y que tanta comunicación ha vuelto menos sensibles a las personas. Los políticos no sólo han acabado con cualquier posibilidad de convivencia, también han hecho inútiles las palabras: no se puede construir sobre el vacío o la mentira. Los comunicadores trabajan también arduamente para transmitir el vacío, están en los medios a todas horas y uno se pregunta si tienen tiempo para leer o meditar sus palabras. El propósito de tanta opinión es colmar el espacio y no permitir la pausa, mantenernos dentro del escenario sin descansar un solo minuto.

Supongamos que renuncio a que otros piensen en mi nombre y decido hacerme cargo yo mismo del asunto. Por lo menos necesito una pausa, y no me refiero a una pausa modesta sino a una inmensa que me salve de las tonterías con que se bombardea a la gente todos los días. Sé que la tumba es un buen sitio para resguardarse del ruido, pero como están las cosas dudo que nos dejen en paz incluso en la fosa. Comprendo ahora la sorpresa de Robert Walser cuando en 1944 se sorprendía por el deseo nómada de las personas: “Hoy se viaja demasiado. La gente parte en bandadas hacia tierras extrañas, sin temor, como si fueran legítimos propietarios”. De la misma manera me sorprende que, en estos días, bandadas de personas opinen sin ningún temor, nos muestren su rostro en carteles que ensombrecen hasta los barrios más feos y nos hablen como si fuéramos seres cuyos sentimientos son del dominio público. Para hacer frente a estos embates, lo más apropiado sería hacer una pausa que, en su acepción más extrema, podría convertirse también en una franca renuncia.

La lectura de buenos libros o el cultivo de la amistad son tareas personales más importantes que poner atención a las campañas políticas de hombres sin escrúpulos y sin conocimiento real de los seres humanos. Ya es suficiente con no hacer mal a los demás como para verse empujado a participar en tan malos espectáculos civiles: la pausa o el destierro voluntario son hoy más bienvenidos que nunca. No se trata de unas simples vacaciones para volver de nuevo al camino, sino de la construcción de remansos o caminos alternativos a los comunes. ¿Cuáles son estos caminos? No lo sé. La importancia que se otorga a las cosas es decisión de cada persona. Y creo que es en esa necesaria pausa donde uno puede inventar salidas a las crisis civiles. Las palabras de Steiner que cité al comienzo de estas notas son comprensibles porque muestran la desesperación del humanista ante la barbarie comunicativa y supuestamente democrática en la que vivimos. Es impotencia y desconsuelo. Y también un magnífico motivo para seguir cultivando el mal humor.

Viene Berlusconi

08 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

La risa y el olvido serían formas bastante elegantes para enfrentar el mundo que habitamos. Sin embargo, se insiste en la argumentación razonada, el estudio minucioso y el análisis de los hechos. Un desperdicio, sin duda, este de los hombres pensantes que son mal vistos y despreciados por la sociedad en la que viven. Fracaso semejante se parece mucho a un destino, es cierto, pero no deja de ser desolador. Me encamino de nuevo a otro suicidio, pero además de ser mi costumbre, creo que es una manera honrada de vivir, así que entremos de lleno en este penoso asunto. Hace varios días uno de los dos monopolios de la televisión mexicana puso en marcha una campaña para limpiar las calles de basura. El propietario del consorcio encabezó las brigadas levanta papeles y aprovechó para dar un mensaje a los televidentes sobre la conveniencia de no ensuciar el espacio público. Qué acción loable la de estas personas, usar un medio reservado al lucro y al entretenimiento para hacer un poco de bien a su sociedad. ¿Y la otra basura?, nos preguntamos los ingenuos, la que sepulta el entendimiento de las personas y que merma su capacidad de comprender, ¿cuándo comenzaremos a barrerla?

Silvio Berlusconi, el impúdico, nos ha demostrado que todo se puede, que cuando una programación está en el aire, como un virus no hay vacuna que pueda remediar los males. La manipulación de los enfermos es el negocio del primer ministro italiano y de sus empresas de comunicación. Enamorar adolescentes o proponer a sus amantes para puestos de elección popular es el pasatiempo de un monarca que no encuentra oposición a sus actos. ¿Por qué Italia ha permitido esta puesta en escena? Es probable que Berlusconi represente el verdadero sentir de la sociedad italiana y en ausencia de una oposición política ha dado por un hecho que el país es su casa. ¿Pero tiene sentido hacer una crítica del espectáculo? Sea una crítica formada en el cinismo posmoderno (Baudrillard) o una que conserve la visión humanista de cultura y comunicación (Sartori), carece de importancia si ésta no encuentra receptores en las personas comunes y en los políticos que dicen representarlas (que los intelectuales ladren, nosotros sí sabemos lo que quiere la gente).

Los funerales de Fellini se llevan a cabo todos los días en la vida política italiana. La comedia sorprende a Europa porque en casi todos los países de su comunidad Berlusconi habría tenido ya que renunciar. Una sociedad no puede sobrevivir si no respeta la capacidad de razón de sus miembros. Y la razón quiere decir diversidad, diferencia y capacidad para saber lo que le conviene a cada quien. ¿Y en México? Sin caer en abismos dramáticos a la italiana diré que estamos peor que los romanos actuales. El virus que ataca a los televidentes carece de control, se mueve en completa libertad y sus efectos crean, como lo ha sostenido Sartori, una regresión fundamental: han empobrecido la capacidad de entender de las personas. Frente a esto las campañas para levantar papeles en las calles son una burla a la Berlusconi.

Este es un breve artículo que no tendrá ninguna repercusión (a eso me refería cuando hablaba del fracaso como destino), pero es justo expresar el sentimiento de desasosiego e impotencia que me causan las historias que acabo de narrar, aún siendo un pesimista sin remedio. Si la televisión es la que educa, entonces tiene grandes responsabilidades, y estas no son levantar basura, sino evitar su difusión. Las televisoras no han inventado el país como sí lo hicieron su cultura y sus revoluciones, pero lo transforman a su conveniencia. En vista de que el congreso carece de poder para evitar que el síndrome Berlusconi y su virus mutante nos azoten y de que la señal en el aire será vehículo para la difusión de la enfermedad, volveré a practicar esas formas tan elegantes y prácticas de supervivencia: la risa y el olvido.



Un premio muy merecido

01 de junio de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Olvidemos por esta vez los rodeos y ensayemos un juicio sumario: en realidad los premios son bastante humillantes, una ruidosa manera de patear el alma de las personas sensibles y una forma de transgredir su intimidad. No encuentro una relación amable entre escribir un libro y ser exhibido por esta causa. Una noche de enero las miradas curiosas se posan en el escritor recién premiado, lo arrancan de su silla y lo convencen de que su labor debe ser reconocida más allá de la lectura: su rostro se vuelve moneda de cambio y el mundo está en paz por un momento. Después de crear estas profundas grietas en el ser íntimo del autor viene otra calamidad: los falsos lectores (esos que leen un par de páginas para estar al tanto) comienzan a hacer su trabajo, loan lo desconocido y aumentan la confusión. Entonces, como si fuera un Cristo, el premiado camina seguido de una estela de nuevos lectores, lisiados, miopes, iluminados, que lo han bajado de la cruz y lo arrastran hacia el templo. Si cada vez hay más premios literarios es porque los buenos lectores escasean.

El que obtiene un premio se lo merece: o porque lo desea o por no tener el talento suficiente para mantenerse apartado. Quien ponga a discusión lo que un jurado decide es que no ha comprendido el juego y se muestra tan inocente como un cordero. En enero de 1943, Robert Walser le confesaba a su amigo Carl Seelig: “¿Sabe por qué nunca llegué a la cumbre como escritor? Se lo diré: porque tenía muy poco instinto social”. Ya en ese entonces elevarse a las “cumbres” de la literatura suponía poseer habilidades sociales, ser cortesano e impúdico, sí, pero en este breve juicio sumario esas cuestiones no nos interesan. La mecánica por medio de la que los hombres hacen alianzas para obtener más poder mueven al bostezo, son fastidiosas, bestiales y carecen de misterio. En política, escribió en un ensayo Norberto Bobbio, la templanza se encuentra ausente y aún más la sencillez que es condición del ser virtuoso y moderado.

Me gustaría saber por qué un escritor propone su obra para una competición olímpica, como si se tratara de conducir un caballo en un hipódromo. Lo hace por dinero, se me dirá, pero aunque esto es cierto, es en realidad secundario (habrá unas pocas y geniales excepciones), el dinero es sólo una motivación más. Lo que se busca con el reconocimiento es poner unos cuantos obstáculos a la muerte para llamar su atención: provocarla y enviarle arrogantes señales de eternidad. Casi todos los escritores desean los premios porque su escritura no es suficiente para dotarlos de fortaleza. Y para quien desprecia con tanto ardor la literatura recibir un premio es un alivio y una oportunidad de olvidarse del asunto.

No es verdad que existan premios más prestigiosos que otros, la diferencia la hacen las equivocaciones. Los jueces casi nunca se equivocan, lo hacen sólo cuando eligen a un autor que no desea ser reconocido. Han excedido sus atribuciones y han vuelto su juego un pasatiempo un tanto macabro: terminar con la escasa vida que aún sobrevive en los medios literarios actuales. No lo he olvidado, también tenemos la cuestión del ritual, la ceremonia, la necesidad de inventar un aura sagrada para nuestro oficio y mostrarle a otros obreros (zapateros, cineastas, analistas y contadores) que lo que hacemos es importante y bien vale una fiesta, una celebración ruidosa que acapare la atención de los vecinos y justifique nuestra presencia en el mundo. De nuevo Bobbio. “El moderado no tiene una gran opinión de sí mismo, no porque se menosprecie, sino porque es propenso a creer más en la miseria que en la grandeza humana, y él es sólo un hombre como los demás.” La moderación y la templanza no son practicadas en nuestros tiempos, y si los artistas o escritores no lo hacen, mucho menos los políticos que suelen sumar con pericia la vanidad y la estupidez.

Así las cosas, quien sea que obtenga un reconocimiento se lo merece, si se trata de un funcionario que ha probado suerte en las letras será aún más conveniente la condecoración porque el susodicho cumplirá estrictamente con las estrategias rituales y diplomáticas. Se encuentra bien entrenado para explorar las cumbres de la literatura, esas a las que ni siquiera mi admirado Robert Walser pudo acceder.

Cero a la izquierda

25 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

En un libro que jamás debió ser publicado, La educación del estoico, Fernando Pessoa describe someramente los límites de un mundo ético: el placer es para los perros, las quejas para las mujeres y los hombres nos quedamos con el honor y el silencio. No es honrado tomar una cita ajena para después inventar teorías que poco o nada tienen que ver con el pensamiento del autor, pero si una editorial prestigiosa lo publica después de muerto, lo mío es en realidad un pecado de adolescentes. Mal paradas han quedado en esta cita las mujeres a quienes se les trata de quejumbrosas, mientras que a los perros se les condena a envenenarse con los placeres. Los hombres sólo debemos callar pues así lo ordenan los cánones del honor. No es una broma añadir que en esta división me habría gustado ser un perro (por supuesto), aunque mesurado en sus placeres, ¿pero quién ha conocido a un perro mesurado a la hora de roer los huesos?

Si los hombres se quejan pierden su honor, muestran sus sentimientos y sus debilidades: se hacen vulnerables. Y me pregunto ¿cómo es que pueden vivir los hombres silenciosos en una comunidad donde la justicia está ausente? Me imagino que matándose entre sí (en silencio, por supuesto) o soportando humillaciones, denuestos y patadas en el trasero. Una sociedad estoica o masoquista como la nuestra no va por buen camino. Los hombres deberían de aprender de las mujeres y no cuidar un honor que en realidad es miedo, escepticismo, desesperanza y sobre todo resignación. En general las mujeres educadas poseen mucho más sentido de la justicia porque a su ser creador añaden el conocimiento de su circunstancia cultural y civil. Si no se aprende de ellas entonces los libros se vuelven un tanto superficiales.

El silencio es buen camino para el individuo que ha tomado la decisión de apartarse, construir en la periferia y esperar una vida menos funesta después de la muerte. Un individuo puede practicar el estoicismo, pero una comunidad estoica es ridícula, al menos en nuestros tiempos. En mi condición de cero a la izquierda me he enterado de varios desastres que no hacen más que hundirme en el desasosiego, uno de ellos es la expulsión del escritor Leonardo da Jandra y su mujer de la casa en la que vivió durante décadas en Cacaluta, Oaxaca y la decisión de destruir la mitad de una reserva ecológica para hacer un campo de golf, además de hoteles donde se solazarán los ceros a la derecha. No entraré en detalles acerca de este deporte practicado ampliamente en el país. Lo que despierta mi curiosidad es que se siga poniendo atención y dinero a los partidos políticos. Después de la tortura proselitista a la que se ha sometido a las personas durante meses, no me cabe duda de que las han puesto aún más en contra de la política. Una pregunta por demás sencilla para hacerse a estas organizaciones en decadencia es la siguiente: si las cosas van tan mal ¿por qué no se unen en torno a soluciones comunes y proponen candidatos únicos que reciban la aprobación de una sociedad en emergencia social y económica? Si responden que no lo hacen porque poseen ideologías distintas estarán diciendo lo correcto: cada quien cuida sus propios intereses.

En nuestra sociedad estoica (impasible ante las desgracias) hay quien sostiene que los ceros a la izquierda no podemos entendernos sin la mediación de partidos aun cuando estos mismos han sido incapaces de responder la siguiente pregunta: ¿si la democracia consiste en que los más pobres gobiernen —por ser más en número— por qué estos nunca progresan? Esperamos ya una cascada de razonamientos que formarán una densa capa de humo para esconder los hechos. En lo que concierne a mí y a varios ceros más (quiero decir menos) creemos que las instituciones se sostienen en principios de convivencia no en los intereses de unos cuantos. ¿Acaso no se percatan del odio y malestar que despiertan? Sí, pero no les importa, con unos pocos votos se mantendrán en su sitio.

En el libro de Pessoa que me he propuesto saquear para escribir este artículo, leo las siguientes líneas: “No hay acción por pequeña que sea que no hiera a otra alma o que no ofenda a nadie.” Es esta la razón por la que ciertos ceros a la izquierda se mantienen en silencio, aunque eso siempre se podrá remediar.

La Filosofía, mendicante

18 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Cuando más se necesita, la Filosofía parece no importarle a nadie. Cuando más evidente es el estado de pesadumbre moral de la sociedad, se pide a los filósofos que se marchen. Ingrata paradoja: se quiere reflexionar y pensar profundamente acerca de los problemas civiles que afectan a los hombres contemporáneos, y lo que hacemos es desterrar a los pensadores. A menudo me encuentro casos en los que se desprecia a la Filosofía con argumentos que los filósofos mismos usaron hace cientos de años. Hoy mismo en México se titubea para incluirla como fundamento de la educación en los bachilleratos. Hojeando un libro me he encontrado de pronto con una afirmación que comparto: “La Filosofía se asemeja al espacio y al tiempo: es difícil imaginarle un fin”. Los ataques contra esta disciplina suelen venir de dos frentes: el primero lo abren los mismos filósofos cuando reflexionan o dudan acerca de la función de su propia actividad; el segundo proviene de quienes creen que no sirve para nada o que no necesita enseñarse en las escuelas. La diferencia entre ambas desconfianzas es enorme: los filósofos dudan como un método para ampliar el conocimiento, en cambio los que desean enviarla al exilio la ven como un obstáculo a sus intereses.

Si un gobierno concibe la educación sólo como un medio para alentar la producción de bienes materiales y preparar a las personas para adaptarse a un mercado global, encontrará resistencia en los ámbitos en donde la filosofía se respeta. Y esa resistencia no es nada más un ponerse en contra del progreso material, sino concebir el progreso de una manera distinta. El examen de uno mismo, el cultivo de las diferencias, la capacidad de dudar, la reflexión acerca de los principios que fundan la convivencia, son más necesarios en estos días que nunca. La dispersión ha oscurecido la presencia de guías en el conocimiento. Estos guías no lo son en el sentido religioso, sino en uno bastante práctico: nos enseñan a caminar pero no nos imponen una dirección precisa. Abrir horizontes como hacen los filósofos no es lo mismo que empujar a una persona a seguir un camino sin su consentimiento. Nuevamente: no hay nada más práctico que una buena teoría.

Cuando la ciencia progresa es porque se comporta como filosofía y lo mismo sucede en todos los aspectos de la vida humana. En un mundo donde se valora tanto el saber de los expertos, se extraña en verdad a quienes pueden mirar más allá de su propia celda: ¿quiénes van a unir todos estos conocimientos dispersos para devolvernos la estatura humana si no son los filósofos? Si hacemos a un lado a quienes están más preparados para darle un sentido humanista al conocimiento, ¿qué clase de sociedad esperamos que sea la nuestra? Siento pena que en México no se les defienda como merecen. Han tenido que ser ellos mismo, a través de asociaciones como el Observatorio Filosófico, quienes se han enfrentado a la SEP para que en el bachillerato no se disuelva a la Filosofía en el campo de las Ciencias Sociales o se le arrincone como una actividad en desuso. El razonamiento, por supuesto no explícito, para imponer estas reformas en las escuelas de Enseñanza Media Superior, es que como la Filosofía sirve para todo entonces no sirve para nada.

En consecuencia no tiene caso refrendarla como una ciencia básica del conocimiento.

Dejemos que sean los mismos filósofos quienes pongan en duda los fundamentos de su actividad, así lo han hecho Wittgenstein, Quine, Derrida, Carnap y Davidson y han enriquecido con sus reflexiones el conocimiento humano. En cambio, las dudas que provienen desde el interés empresarial o de mercado son parciales y cultivan una sola idea del bien. A contracorriente de la pobreza, la mala educación, la confusión respecto a los valores humanos, las dudas sobre la vocación y otras plagas, ciertos jóvenes no esperan que se les resuelvan las dudas o se les indique un camino; al contrario, intentan construirse una vida en sociedad. Y la Filosofía al estimular la reflexión y mostrar lo que hombres de otras épocas han pensado, posee una función mucho más práctica de lo que un mercader puede imaginarse.



Desaparecer

11 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Escribió Cioran que no debemos molestar nunca a los amigos ni siquiera a la hora de nuestro entierro. Según yo no se trata sólo de una frase vacía, sino de un principio de vida hoy en día que la mesura y la discreción no son consideradas virtudes.

Ninguna época contó con tantos sobrenombres como la nuestra (nos sabemos modernos y nuestra vanidad histórica estimula las más copiosas verborreas).

Aun así me gustaría agregar una sentencia más a la confusión: se viven tiempos de absoluta impudicia. La ausencia de pudor es el rasgo común por antonomasia, nadie se limita en sus opiniones, somos blanco de los mensajes más aberrantes y de la publicidad más nociva, morimos de nuestros remedios y no de nuestras enfermedades (Cioran de nuevo), incumplimos el deber moral más importante, desaparecer, hacernos invisibles, no molestar.

Con el ánimo de no ahogarme en abstracciones, les relato que a fines de los años ochenta tuve una novia hermosa y simpática (acepto que no la merecía) con quien estuve a punto de casarme. Lo sé, casarse es una de las peores tonterías que un ser razonable puede hacer, pero en ese entonces hasta los gatos se acostaban con los ratones. A esta novia le hice el piropo más elegante y propio que se me ha ocurrido en la vida. Le dije: “me gustaría que desaparecieras, antes de que comience la caída”. Fue un momento sumamente romántico, estaba enamorado, la deseaba sin poner límites a mi deseo y no me imaginaba una vida sin la presencia de sus bellos ojos azules. Sin embargo, ratifiqué mi demanda: “si me quieres, desaparece”. Es probable que mi actitud se debiera a la precaución y al decoro, además de que me estaba cuidando de una futura decepción y de vivir por siempre en una posición vulnerable.

Acaso mi analogía resulte exagerada, pero quisiera creer que la experiencia que acabo de relatar tiene que ver con la amarga búsqueda de la buena convivencia. El exceso de presencia acaba con las mejores relaciones amorosas y estas contemplan también las relaciones que hacemos con la ciudad y los ciudadanos. En vista de que nadie es poseedor de la verdad lo consecuente es hacerse a un lado, cumplir con las normas, no molestar a nuestros vecinos, ser corteses y en suma: desaparecer (esto dicho del modo más romántico posible). ¿En qué terminó la historia con mi antigua novia? Tomó mis palabras como la propuesta más idiota que hubiera escuchado en su vida y contra lo esperado se mudó a vivir a mi casa, estableció una conveniente relación con mi madre, sedujo a mi padre con sus encantos y puso a toda mi familia de su parte. En solo unos meses el amor se fue por una sentina y con el tiempo ella se convirtió en una de mis pesadillas más incómodas. Incluso pasó por mi cabeza la idea de hacerla desaparecer: solución ridícula puesto que no la amaba tanto como para culminar nuestra pasión de una manera tan literaria.

Joseph de Maistre, quien sigue siendo un autor incorrecto, es decir interesante (sus palabras se niegan a desaparecer) escribió lo siguiente: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas las especies animales está colocado el hombre y su mano destructora no perdona que nada viva”. Es una visión pesimista e intimida a quienes creen que los seres humanos construirán en el futuro una sociedad inteligente en vez de este pastiche de barbarie y computadoras. No obstante su descrédito, la estudiada decepción del pesimista es una especie de método de supervivencia y un estímulo para comportarse en sociedad. En vista de que nadie quiere desaparecer comportándose como un buen ciudadano, hay que mantenerse a la espera de los peores escenarios posibles. Yo, como uno de los personajes de El desencantado, la novela de Budd Schulberg, “ahora mismo me siento tan joven y lleno de vida como un pez muerto”.

El miedo

04 de mayo de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Cómo se prepara uno para afrontar el miedo? No tengo una sola respuesta, pero creo que el conocimiento, la conciencia de la muerte y una buena dosis de humildad son un buen principio para no perecer de temor. Tener conciencia de la muerte es en pocas palabras aceptar que somos finitos y que apenas si poseemos un modesto poder sobre nuestras vidas. Yo siempre he tenido miedo y acaso sea este el primer sentimiento que me abordó al nacer, miedo a un mundo misterioso y hostil en muchos sentidos. Desde niño tuve miedo de la oscuridad hasta que fui consciente de que la oscuridad es precisamente la constante en la vida de los seres humanos. Si vivir no fuera un andar entre sombras no habría ciencias o filosofías iluminando el camino. En mi juventud creí que el conocimiento podría remediar casi todos los males e incluso atenuar el desasosiego causado por la muerte de las personas amadas. Fui demasiado ingenuo y no tomé en cuenta que buena parte de nuestras creencias más profundas son relativas y que la muerte se ahorra todas las palabras. Tampoco quiero exceder mi pesimismo, pues si bien el conocimiento no resuelve el misterio de vivir, es necesario para que el miedo no aumente a un grado que nos vuelva indefensos frente a quienes buscan hacernos daño. La soledad ha sido también uno de mis temores más recurrentes, pero me conforma saber que la compañía será siempre pasajera y que la soledad no es un accidente, sino la constitución misma de la experiencia humana. Quiero pensar que los miedos que me acosaron de niño me han acompañado desde entonces y no se marcharán hasta que me encuentre bien acomodado en mi tumba. Y no importa cuánto avance la ciencia porque los siglos se acumulan y las personas apenas si transforman sus manías más arraigadas (la guerra, la acumulación de bienes materiales o la esperanza de vivir aventuras). De todos mis temores, sin embargo, el más constante es el que me despiertan los extraños, las personas que no conozco o que desean entrometerse en mis asuntos sin conocerme: para mí son más nocivas que la peste. Quizás se tiene conciencia de la maldad humana desde que uno pone los pies en la tierra o acaso sea una certeza que se aprende con la experiencia, pero mientras lo sabemos es más sensato hacerse a la idea de que no conocemos casi nada respecto a los demás y que nuestros vecinos son en principio unos perfectos extraños. Lo contrario no es bueno para vivir en comunidad puesto que si alguien cree conocerme por completo me tratará como a una piedra, como a una cosa carente de toda humanidad. Justo esta sensación debieron tener los judíos durante el régimen nacional socialista o los disidentes de los países comunistas que fueron eliminados o enviados a campos de concentración. Es sencillo concluir que para conservar sus poderes ciertos gobiernos inventan a un enemigo invencible contra el que la población entera debe ponerse en alerta, el caso más reciente o notorio se dio en Estados Unidos cuando se propagó el rumor de que un país terrorista se dedicaba a la creación de armas de destrucción masiva. Fue una maniobra precisa porque esos ciudadanos norteamericanos incapaces siquiera de señalar Iraq en un mapa se llenaron de miedo y, sin razonar, aprobaron su invasión. Los miedos profundos e íntimos no se marcharán, pero en lo concerniente a las cuestiones civiles mi mayor temor es que los ciudadanos se conviertan en rehenes de su ignorancia. El hombre desplazado, impedido de tomar decisiones basadas en su derecho a la libertad es como una piedra sin raíces, una cosa de la que se puede disponer a placer. La sociedad olvida este principio y se torna histérica e impotente, presa sencilla de los poderes mediáticos y víctima del miedo común. Cuántas veces durante el siglo pasado no hemos sido testigos de que se limitan las libertades individuales de las personas a causa de su propio bien, cuando lo que se practica en verdad es su amansamiento. Yo espero cuidar de mis enfermedades y no molestar a los vecinos sin que nadie me lo ordene, es lo menos que se puede esperar de una persona que tiene miedo. Lo demás es un cuento de terror.