sábado, 25 de marzo de 2017

Una conversación asombrosa

25/Marzo/2017
El Cultural
Alejandro Toledo

La posibilidad de reunir en volúmenes su columna Inventario le causaba verdadero espanto a José Emilio Pacheco (1939-2014), pues implicaba, para él, un ejercicio infinito de reescritura. En verdad al emprender la faena se hubiera puesto a revisar cada artículo y una primera serie de errores detectados (pues incluso Homero dormita) lo habría conducido al abismo... Además, la columna era work in progress: tenía que escribir la de esa misma semana, que le exigía, como le habían exigido las demás, un examen bibliográfico exhaustivo y una concentración absoluta. ¿Cómo detenerse para revisar todas las anteriores? Era como si hubiera navegado de Veracruz a Cádiz (o viceversa) y casi al llegar a puerto, luego de librar una penúltima tormenta, se le pidiera reconstruir el viaje.
Con seguridad muchos le preguntamos cuándo reuniría el Inventario; y la respuesta, el gesto instantáneo del escritor ante la posibilidad de iniciar algún día esa tarea, recordaba el pasaje más conocido de aquella novela de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) que adaptó para el cine, como Apocalypse Now, Francis Ford Coppola, y que uno fija en la mente con el rostro y la voz, al fin, de Marlon Brando: “¡El horror!” La empresa, por intensa y extensa, quedaba prácticamente descartada, pues José Emilio Pacheco, que respetaba el texto periodístico y entregaba a él lo mejor de su conocimiento y su pluma, tenía más respeto aún por lo que guardan los libros. El salto del semanario, un medio por esencia efímero o con fecha de caducidad casi inmediata, a las páginas de un volumen, era para él realmente mortal.
Su rigor era como el de Leonardo da Vinci: obstinado. Yo le presenté un día la primera edición de El principio del placer (1972) y recordó al instante que en la página 117, sexta línea de arriba abajo, decía “compararlo” en vez de “comprarlo”. Marcó la errata con su pluma fuente. Ante mi ejemplar de Las batallas en el desierto (1981; cuarta reimpresión, 1984) hizo algo similar: reconstruyó el arranque del capítulo siete (página 36), que decía: “Hasta que un día de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaba al español”, y debía decir: “Hasta que un día nublar de los que me encantan y no le gustan a nadie, sentí que era imposible resistir más. Estábamos en clase de lengua nacional como le llamaban al español”. Es decir, agregó con su pluma fuente la palabra “nublar” y la ene a “llamaba”.

CUATRO DÉCADAS DE LA VIDA EN MÉXICO

Por otro lado, seguro sabía de la presión por recoger en libro la columna. Muchos consideraban que era necesario hacerlo. El proyecto se parecía a lo realizado por el mismo Pacheco al colaborar en la reunión de los escritos periodísticos de Salvador Novo para la serie La vida en México, que abarcó varios periodos presidenciales, e incluso podría haberse empleado ese título, porque lo que se cuenta en la antología de Inventario (Era/El Colegio Nacional/Universidad Autónoma de Sinaloa/UNAM, 2017, en tres tomos) prolonga la empresa de Novo al narrar, en cierto modo (aunque la visión geográfica es amplia, con asientos en lo latinoamericano o, mejor, lo hispanoamericano), la vida en México en tiempos de Luis Echeverría y los presidentes que le siguieron, por cuatro décadas, hasta nuestros días.
Curiosamente, Pacheco inicia su labor cuando está por morir Novo, quien deja este mundo el 13 de enero de 1974; y acaso hay ahí un paso de estafeta. Y el límite para José Emilio Pacheco es el último texto, al que le puso el punto final la noche del 24 de enero de 2014 (a cuatro décadas casi exactas del fallecimiento de Novo) luego de tropezar con unos libros y lastimarse la cabeza. Ese fue su “golpe de dados” (diría Mallarmé), el libro como salvación y condena, que esta vez sí abolió el azar.
Cuenta Pacheco (el 2 de junio de 1974) el chiste aquel sobre la corpulencia de Chesterton, según el cual en un ómnibus el escritor británico cedió el asiento a tres señoritas; acá, para realizar esa tarea pendiente de compilar el corpulento Inventario se precisó de cuatro editores (Héctor Manjarrez, Eduardo Antonio Parra, José Ramón Ruisánchez y Paloma Villegas) y un equipo de corrección (con los mismos más Virginia Ruano y Marcelo Uribe). No estaba José Emilio Pacheco para tomar la pluma fuente y cazar la errata.
¿Se actuó como hubiera actuado el escritor, con ese mismo rigor obstinado? Parece que sí, las erratas son mínimas. La compilación puede ser considerada el acontecimiento editorial del año, porque Inventario, lo sabíamos antes y se confirma ahora (con los tres volúmenes en el escritorio), fue más que una columna semanal. Pacheco creó un género a caballo entre el ensayo, la crónica y la creación literaria. Cuando abordaba un asunto tenía el compromiso (con él mismo y con los lectores) de saberlo todo sobre ese tema (lo que se había dicho antes y lo que marcaban las indagaciones más recientes) y decirlo con la mayor claridad expresiva, en su mejor español. Iba siempre a contrarreloj, con un inevitable calendario semanal; aun así, entregaba el texto más adecuado que definía el acontecimiento principal (histórico, social o cultural) de esos días.
Esta asombrosa compilación de saberes y definiciones sobre la época que nos tocó vivir, que se mueve entre la gloria artística y el sobresalto político (sus marcos de referencia), será, ahora, libro de texto o de cabecera, el que muchos querrán llevarse a la isla desierta.

CAPACIDAD DE REACCIÓN

Prima facie (en la revisión, que no lectura a fondo, del Inventario), debe anotarse que una constante es la increíble capacidad de reacción del escritor ante los sucesos significativos. Veamos: el 11 de septiembre de 1973 los militares y la CIA ejecutan un brutal golpe de Estado en Chile y dan muerte al presidente Salvador Allende; el 15 de septiembre, en el suplemento Diorama de la Cultura, del diario Excélsior, publica una breve aunque sustanciosa historia chilena, que ofrece el contexto más amplio posible en el que se dio, o por el que se dio, la asonada.
Días después, el 23 de septiembre, muere Pablo Neruda, en circunstancias que aun ahora no son del todo claras; el 30 de septiembre, en el mismo suplemento cultural, Pacheco revisa a profundidad su obra poética. La escritura ocurre siempre desde el presente. Pacheco (o JEP, su alter ego) no pierde de vista el día (y la hora) en que vive. Desde ahí tira la sonda para capturar instantes del pasado reciente o remoto. Responde al acontecimiento o se anticipa a conmemoraciones y celebraciones. Escribe a un siglo de la muerte de Manuel Acuña o seis siglos de la muerte de Petrarca, en el centenario de Chesterton, Machado, Jack London, Apollinaire, José Asunción Silva, el teléfono y un largo etcétera, el sesquicentenario de Tolstoi o en los dos siglos del nacimiento de Lizardi o los ciento veinte años del nacimiento de Oscar Wilde. El lunes 6 de julio de 1987 recuerda que el lunes 2 de julio de 1967, justo veinte años atrás, apareció en las librerías mexicanas Cien años de soledad, de García Márquez, con la portada del galeón encallado en plena selva.
Como se vio en el caso de Neruda, reacciona del mejor modo a la muerte inesperada. Fallece Novo, ya se dijo, la noche del domingo 13 de enero de 1974 y Pacheco publica el 20 de enero una nota que es resumen de lo que era entonces Novo para los mexicanos y lo que había sido para las letras:
Se enterró bajo pálidos honores oficiales al Cronista de la Ciudad y al Premio Nacional de Letras 1967. Sólo hubo silencio en lo que respecta al poeta incomparable, al primer ensayista de su generación, al gran periodista, al desacralizador, explorador, democratizador que a través de los medios masivos llevó la cultura de élite a todo el que tuviera la buena voluntad de acercarse a ella.
Del proyecto de La vida en México, por cierto, JEP dice de Novo lo que puede aplicarse al mismo JEP de Inventario, pues asegura que ahí figuran
... muchas de las mejores páginas de la prosa mexicana; páginas admirables por su agilidad, precisión, encanto, sabiduría sin esfuerzo, destreza para crear y recoger nuevas palabras [...] En las líneas de Novo no se escucha la voz que predica, amonesta, señala el camino: su tono es el matiz de quien conversa libremente con su amigo múltiple y sin rostro.
Otro ejemplo: muere Rosario Castellanos el 7 de agosto de 1974 y el 11 ya se podía leer la revisión que hacía de su obra poética, narrativa y ensayística:
Cuando pase la conmoción de su muerte, y se relean sus libros, se verá que nadie entre nosotros tuvo en su momento una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer y de mexicana ni hizo de esta conciencia la materia misma de su obra, la línea central de su trabajo.
Sabía decir las palabras justas en el momento justo. Tenía un sentido de la oportunidad que iba más allá de la urgencia periodística, pues podía en pocos días apropiarse del tema, reseñarlo desde sí mismo (encerrado en ese universo complejo que era su biblioteca), con la suma de sus lecturas y sus experiencias vitales.
Esa capacidad es puesta a prueba el 29 de noviembre de 1983 cuando mueren, en un avionazo en el aeropuerto de Barajas, en España, Ángel Rama, Jorge Ibargüengoitia, Manuel Scorza y Marta Traba, y el Inventario respectivo se dilata más de un mes. Escribirá (el 2 de enero de 1984):
Los libros de los muertos nos hablan desde la muerte. Las fotos de los muertos nos miran desde la muerte. Es doloroso escribir de ellos ahora y resulta imposible quedarse en silencio. Han pasado cinco semanas desde aquel intolerable amanecer de Madrid y uno sigue pensando en los amigos muertos. De nada sirven los recursos tradicionales del apunte necrológico. Decir: vivirán en sus obras, nos dejan el consuelo de su memoria, una gran parte de lo que hemos sido muere con ellos, es cierto y es inútil. No tenemos poder alguno contra esas dos palabras que presiden nuestras vidas y nuestras muertes: nunca más.
No obstante, sabrá dar a cada uno su lugar en la historia latinoamericana. Y la cifra de sus contribuciones, por el modo exacto como se les describe (cuatro destinos concentrados en un brillante Inventario), dará algo de consuelo ante la pérdida:
Si los muertos pudieran escuchar lo que los vivos dicen, sabrían los cuatro que sus obras y su memoria nos acompañarán mientras estemos sobre esta tierra que es más pobre y es más triste sin ellos.

VARIEDAD ESTILÍSTICA

Otro rasgo notable es la variedad estilística. Es digno de señalarse la cantidad de géneros a los que recurre. Lo usual es el modo que la academia llama “lógico expositivo”, propio del artículo de opinión, la columna o el ensayo. Cuando se cansa de ello, y a doscientos años de su muerte, escribe (el 10 de julio de 1978) ya no sobre Jean-Jacques Rousseau sino como, o desde, Rousseau, quien lleva la voz cantante, resucitándolo JEP para describirnos:
Vi en el México de 1978 una desigualdad más atroz que la padecida en la Francia de mi tiempo. Vi la miseria de muchos y la opulencia de unos cuantos. Vi la ley distante del interés común y flexible a los intereses de los pocos. Vi la política separada de la moral de que debiera ser inseparable. Vi amos y esclavos y en ningún lado pueblo soberano. Vi ansiedad, deseo de perjudicarse unos a otros, alcanzar el propio beneficio a expensas de los demás y obtener la abundancia y lo superfluo a cambio de la desgracia de muchos...
También (el 17 de julio de 1978) se viste de León Toral, el asesino de Obregón, y cuenta su historia personal del magnicidio... un asunto que desarrollará JEP en varias columnas.
Más: arma un encuentro (el 16 de julio de 1979) entre Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, El Nigromante, en una banca de la Alameda, y los pone a dialogar. Y hace lo mismo, pero con Amado Nervo y López Velarde (el 1 de diciembre de 1980), quienes comentan, desde ultratumba, la Asamblea de jóvenes poetas de México de Gabriel Zaid. Y también conversan, por JEP (el 10 de abril de 1980), Alfonso Reyes y Gabriela Mistral.
El 26 de noviembre de 1979 el Inventario presenta una serie de prosas poéticas, o poemas en prosa, en mínimo homenaje a Juan José Arreola, entre las que aparece, acaso por vez primera, aquella aventura de JEP al convertirse en amanuense de Arreola por el armado, o dictado, del Bestiario. Lo apunta ahí y tal vez olvida que lo contó, pues volverá sobre ello, sorprendido (el 10 de diciembre de 2001), cuando halla una nota de Christopher Domínguez en su Antología de la narrativa mexicana del siglo XX en la que se le describe así, como amanuense de Arreola.
Incluso dirá: “Nunca oculté la historia, aunque tampoco hice nada por difundirla, y me llamó la atención que pudiera saberla alguien nacido cuatro años después de los acontecimientos”.
Lo que seguramente pasó (ahora puede uno darse cuenta) es que Christopher leyó ese primer bosquejo publicado en el Inventario de 1979.

RULFO, HUITZILAC Y DEL PASO

Entre sus columnas más citadas está (en el tomo I de esta antología) la del primero de agosto de 1977 en que reseña las Obras completas de Juan Rulfo de la Biblioteca Ayacucho de Caracas. Sale al paso de lo que llamó una “administrativa calumnia”, según la cual Rulfo no pudo concluir solo Pedro Páramo y tuvo que recurrir a la ayuda de Alí Chumacero (que habría recibido en el Fondo de Cultura Económica un manuscrito informe cercano a las mil cuartillas) o Juan José Arreola... Unas cincuenta veces había escuchado JEP esas teorías delirantes y otras cincuenta veces “la respuesta ha sido desmentir la versión y restituirle a Rulfo la autoría absoluta de su gran obra”. (Y aún ahora hay despistados que vuelven a esto, en un asunto que ha sido muy estudiado.) Otro de sus grandes hits es la crónica de Huitzilac, publicada el 3 de octubre de 1977, en conmemoración de lo ocurrido los días 2 y 3 de octubre de 1927, medio siglo atrás, que en una versión un poco más afinada abrió el libro La sombra de Serrano (Proceso, 1981). Esta historia interesaba a JEP, en gran parte, por el breve aunque digno papel que tuvo en ella José María Pacheco, su padre (mas ese parentesco, acaso por pudor, no se consigna en la crónica), el que, como recordaría luego el mismo JEP
... aun bajo amenaza de fusilamiento se negó a firmar un acta que hiciera aparecer como resultado de un “consejo de guerra” la matanza del general Serrano y sus acompañantes en la carretera de Cuernavaca.
En su columna sobre Noticias del Imperio de Fernando del Paso (4 de enero de 1988), nos damos cuenta cómo pudo darle ya un valor amplio, permanente, a lo que era entonces una novedad literaria:
Noticias del Imperio no está hecha nada más para ser leída; está hecha para ser habitada semanas o aun meses enteros. Si sus ejes geográficos son dos de las grandes ciudades del barroco arquitectónico, Viena y México, si el modelo de su prosa son las grutas de Cacahuamilpa, donde Carlota encontró el perfil infernal de Dante, el dibujo que esta novela recorta contra la tempestad de la historia es la silueta de un castillo. Noticias del Imperio es la novela de los castillos —Schönbrunn, Miramar, Chapultepec, Bouchout— y tiene como ellos ventanales, salas del trono, pasillos, comedores, letrinas y albañales; la ambición de tocar el cielo y elevarse por encima de los demás y el descubrimiento final de que todo es polvo y ceniza, tierra hecha con los despojos de las víctimas del poder.

EL SÍNDROME DE NAZARET

Como Noticias del Imperio, esta antología de Inventario no está hecha nada más para ser leída y releída; hay que habitarla semanas o aun meses enteros. Es el trabajo de cuatro décadas y, a la vez, la concentración de una vida enteramente dedicada a las letras, aunque también a la historia. Si el nivel de exigencia personal, semana a semana, era muy alto, la calidad se mantiene en esa cima. Rara vez pierde el estilo, aunque lo hace, cuando caricaturiza, por ejemplo, uno creería que innecesariamente, al ensayista y bibliófilo Adolfo Castañón.
De todo lo que comenta tiene JEP los pelos en la mano. No hablará nunca de oídas. Cada línea ha sido pensada y repensada. Es casi imposible hallarlo en falta; y cuando ocurre, es él mismo el que se corrige, columnas adelante. Era un espíritu crítico con una fuerte dosis de autocrítica, algo inusual en nuestro medio.
Un ejemplo de su visión exigente y actualizada: en 1979 publica Premiá las Cartas de amor a Nora Barnacle de James Joyce, traducidas por Carlos Millet y con prólogo de Sergio González Rodríguez... y sabe JEP (como escribe el 8 de octubre de 1979) que ese epistolario íntimo “no apareció en su integridad hasta que Richard Ellmann, suprema autoridad joyceana, editó en 1975 Selected Letters of James Joyce”; y según todos los indicios la traducción ofrecida por Premiá fue hecha sobre unos volúmenes anteriores de Letters. Las “cartas sucias” de Joyce en esa primera edición de Premiá son limpias, están curadas de espanto, no por censura sino por desconocimiento. Y JEP lo señala: “En todo caso, debe quedar claro que se trata de un descuido sin dolo por parte de Premiá y no de una concesión a la campaña antipornográfica”.
En una columna sobre García Márquez (del 13 de julio de 1987), atiende JEP las siguientes paradojas: que el escritor más admirado en Colombia sea Octavio Paz y en México lo sea García Márquez; que el más atacado en Colombia sea García Márquez y en México, Paz. Que a uno se le reprochara su castrismo y al otro su anticastrismo. O que los mexicanos propusieran para el Premio Cervantes en 1981 a Juan Carlos Onetti y los uruguayos a Octavio Paz.
Estas paradojas lo llevan a definir el síndrome de Nazaret, expresado en estos términos coloquiales: “Cómo va a ser el Mesías si es el hijo del carpintero y yo jugaba con él en la calle”. Dicho de otros modos: no reconocer lo que se tiene en casa; o aquello de que nadie es profeta en su tierra.
Esto no debería ocurrir, ahora, ante JEP y esta antología de Inventario, encarnación de un milagro que puede lograrse, cuando se tienen las armas adecuadas, en el espacio por lo común efímero de las páginas periodísticas. JEP operó esa magia: con él, en estos tres tomos que antologan su columna semanal (ensayo, historia o creación, en sus múltiples y sorprendentes metamorfosis), lo fugitivo permanece y dura.
Se asoma uno a Inventario (en una navegación primera, aunque con el recuerdo constante de cuando se leían las columnas en el ámbito del semanario) para percatarse de que el diálogo está recomenzando. Pasarán muchas décadas para que esta conversación termine. Habrá que leer y releer lo que hay en esta antología de Inventario (tres grandes tomos de la mejor crítica literaria) para seguirnos preguntando quiénes somos y qué hacemos aquí. Valórese, pues (y consérvese y atesórese), el radiante paso de JEP por el periodismo mexicano.

Una invención de múltiples facetas

25/Marzo/2017
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Todo lector ha experimentado en carne propia el proceso que lo lleva a apasionarse por un libro. Es algo semejante a lo que en ámbitos vivenciales se conoce como “amor a primera vista”, aunque en este caso sería más bien “amor a primera lectura”. Un cuento, una novela, un poema, un ensayo, o un conjunto de textos penetra inteligencia y sensibilidad venciendo resistencias, las estremecen, provocan en ellas una suerte de revolución silenciosa que suele transformar la visión del universo y en ocasiones incluso la vida de quien lee. Al llegar a las líneas finales el lector “tocado por el rayo” sabe que, sin remedio, volverá en el futuro una y otra vez a las mismas páginas tratando de repetir la experiencia, o de enriquecerla a través de diferentes tiempos y perspectivas de lectura. Como los amores, viejos y nuevos, tales libros suelen quedarse grabados en la memoria —y en la piel— sin que nada ni nadie pueda moverlos de ahí, muchas veces sin disminuir su intensidad inicial, aunque otras obras del mismo autor no hayan sido capaces de causar el mismo efecto.
El apasionamiento por un escritor y su obra, sin embargo, opera de manera un tanto distinta: si ya un libro suyo, un poema, un relato o un ensayo nos ha entusiasmado al grado de sentirnos “tocados por un rayo”, es la repetición sostenida de esa experiencia en nuestro fuero interno a través de diversas obras de su autoría la que nos lleva a establecer con él vínculos mucho más perdurables donde se agrupan el interés, la coincidencia de ideas, la confianza, el gusto, la empatía e incluso un cariño intelectual impulsado por el entendimiento y las sensibilidades compatibles, tal como ocurre con el amor en los matrimonios largos y bien avenidos.
Es decir, si la pasión por un libro puede despertar a partir de una sola lectura, la que se da entre la obra de un escritor y su lector precisa de una convivencia más larga en la que, además de los acercamientos recurrentes o repetidos, el escritor debe proveer al otro de un número abundante de textos nuevos con cierta frecuencia. Textos con los que se sostiene esa relación apasionada. Novedades que impiden su desgaste. Es tal vez por ello que la mayoría de los escritores que suelen enamorar a sus lectores son aquellos que se distinguen por su fecundidad, al publicar uno o más libros cada año, o los que cuentan con una colaboración periódica en los medios de comunicación.
En lo que respecta a quien esto escribe, entré en contacto con la obra de José Emilio Pacheco alrededor de los dieciséis años. Si mi recuerdo no me engaña, mi primera lectura de una obra suya fue semejante a la de miles de mexicanos: un maestro del último grado de secundaria me encargó leer Las batallas en el desierto, novela breve que recuerdo haber disfrutado mucho sin captar del todo sus virtudes en aquella primera incursión. Un poco más tarde me topé con una antología publicada por Alianza, en su colección Libro de Bolsillo: Alta traición y otros poemas, de la que memoricé bastantes versos. Pero no fue sino hasta que me hice lector de la revista Proceso, donde aparecía la columna “Inventario”, ya rayando en la edad adulta, cuando en realidad comencé a establecer con JEP una verdadera relación de lector-escritor, apasionada y perdurable.

CAJA DE SORPRESAS

Mis amigos y yo, entonces estudiantes de la carrera de Letras, comprábamos Proceso semana a semana porque nos interesaba la situación del país y en la primera mitad de la década del ochenta había pocos medios informativos a los que consideráramos veraces. No obstante, nos interesaban mucho más las cuestiones culturales que las políticas, por lo que siempre emprendíamos la lectura de la revista de atrás para adelante: iniciábamos con la última página, donde aparecían las caricaturas protagonizadas por “Boogie el aceitoso”, de Fontanarrosa, y de ahí nos saltábamos hasta el “Inventario”, firmado con las siglas JEP. A decir verdad, de muchos números de Proceso esas fueron las únicas secciones que leímos, pues luego de celebrar las ocurrencias humorísticas del cartonista y narrador argentino, y de presumir ante los demás los “trozos” de erudición poética recién adquiridos por medio de las palabras de Pacheco, la revista comenzaba a circular de mano en mano sin que nadie leyera la sección noticiosa ni la política.
De aquella época estudiantil recuerdo con nitidez “Inventarios” como el de “Kafka y Hitler” (1983), donde JEP hablaba de un joven escritor argentino, Ricardo Piglia, que en su primera novela, Respiración artificial —inconseguible en México—, se atrevía a conjeturar un encuentro entre el visionario escritor checo y el genocida nazi en un café de Praga, unas dos décadas antes de la Segunda Guerra Mundial. O la serie de columnas dedicadas a Ignacio Manuel Altamirano y a Vicente Aleixandre en 1984. O la que hablaba de los “Bandidos de ayer y hoy” (1985). O el relato de “La batalla de El Álamo contada por Santa Anna” (1986). A sus lectores nos sorprendía la capacidad de Pacheco para mantenerse al tanto de novedades literarias lejanas y apetecibles, la profundidad de sus lecturas y, sobre todo, el enorme abanico de sus intereses. No era común en esos años —ni lo es ahora— que en el mismo espacio periodístico apareciera una semana la traducción de un puñado de poemas, la siguiente un ensayo sobre José Revueltas, luego una reconstrucción histórica, más tarde una obra teatral de cinco cuartillas, enseguida el perfil del más reciente Premio Nobel de Literatura o el comentario sobre un crimen atroz e inolvidable. “Inventario” era una caja de sorpresas. Nunca sabíamos lo que íbamos a leer en la próxima entrega, pero nuestra pasión por la escritura de JEP nos aseguraba que, sin que importaran ni el tema ni el género abordado en la columna, sería imposible que nos decepcionara.
Al concluir la carrera de Letras la costumbre de adquirir cada número de Proceso continuó, al menos en lo que a mí respecta, y con el tiempo la lectura semanal de “Inventario” devino al mismo tiempo placer, necesidad, vicio, urgencia. No exagero. Creo que muchos de sus lectores asiduos estarán de acuerdo en que la columna firmada por JEP era para nosotros no sólo una verdadera enciclopedia de la historia y la vida cultural de México, sino una ventana para observar con atención los principales sucesos de la historia y la literatura universales, además de ser una excelente cátedra de las posibilidades expresivas del periodismo, de la ficción y de la poesía. Leyendo las entregas semanales de Pacheco uno se daba cuenta de lo que se podía hacer por medio de la escritura, de los libros que era necesario leer para ampliar la visión sobre lo que nos interesaba, del devenir de México y los mexicanos, de los hechos que nos habían convertido en lo que éramos. Cada “Inventario” era semejante a la piedra que cae en el centro de un lago de aguas mansas: los círculos concéntricos que se desprendían de él abarcaban amplios espacios y nos llevaban de una lectura a otra sin agotarse nunca. Porque su autor no sólo exponía un tema, sino que sabía relacionarlo con otros, en ocasiones lejanos o sin conexiones aparentes, estableciendo una serie de correspondencias que no hacían sino obligar a sus lectores a profundizar, a conocer y a disfrutar.

EL TRABAJO MÁS PLACENTERO

Entre los “Inventarios” que más dejaron su huella en este lector, tengo muy presentes los que JEP publicó en 1988 alrededor de la figura y la poesía de Ramón López Velarde, el de 1989 que aborda la sentencia de muerte dictada por el Ayatola Jomeini al novelista Salman Rushdie a raíz de la publicación de Los versos satánicos, los que dedica en 1990 al filósofo judío-alemán Walter Benjamin, el de 1992 que analiza la figura de Fernando Benítez como novelista y, sobre todo, la serie de tres columnas de 1993, es decir, cien años después, sobre la matanza de Tomóchic. Para entonces yo había leído ya la novela de Frías, pero fue hasta después de leer las glosas de Pacheco sobre el libro y los hechos que lo originaron, su paralelismo con la carnicería de Canudos, en Brasil, registrada por Euclides Da Cunha en Los sertones, libro que sirvió de base a Mario Vargas Llosa para escribir La guerra del fin del mundo, y la multitud de líneas históricas y culturales que se desprendieron del suceso, implicando el fanatismo religioso, la presencia de los santos “laicos” en el norte mexicano, la represión porfirista, la lucha magonista, la revolución mexicana y la vida trágica del mismo Heriberto Frías expuestos por las palabras de José Emilio Pacheco que el tema y todas sus implicaciones se convirtieron en una obsesión para mí. Aparte de enciclopedia de la cultura en México, “Inventario” era una cantera inagotable de temas literarios desarrollados y por desarrollar.
Fue hace varios años, no recuerdo la fecha, cuando en una de mis visitas a las oficinas de Ediciones Era, mi casa editorial, al entrar al despacho de Marcelo Uribe vi que sobre su escritorio había un altero imponente de tomos engargolados. Mientras platicábamos de cualquier cosa, aquella inmensa cantidad de papeles atraía mi mirada, sin que supiera de qué se trataba. De pronto Marcelo me dijo “Queremos proponerte un trabajito”, mientras ponía la mano sobre el engargolado de arriba. De inmediato imaginé una lectura kilométrica, tediosa, o una investigación, y una enorme flojera me embargó. ¿Qué es eso?, pregunté mirando la torre de papel. “Nos gustaría, si tienes tiempo y te interesa, que hicieras una primera selección de los ‘Inventarios’ de José Emilio Pacheco”. En cuanto escuché la propuesta, mi flojera se esfumó y fue sustituida por el entusiasmo. En ese instante recordé que había muchas columnas de JEP que quería releer desde tiempo atrás, pero con las mudanzas y accidentes de la vida había perdido las revistas. Y ahora Ediciones Era ponía a mi disposición la colección completa y, por si fuera poco, se trataba de un trabajo, me iban a pagar por ello. Por supuesto, acepté lleno de gusto. Quedamos en que me iría llevando a casa las fotocopias de las columnas dosificadas año por año, y comencé a leerlas.
Siempre he dicho que ese fue el trabajo más placentero que me han encargado desde que soy escritor —y lector—. Pero también debo reconocer que fue una labor difícil. Lo supe desde que recorrí el primer tomo engargolado: ¿cómo seleccionar únicamente algunos textos cuando la verdad era que casi todos me parecían imprescindibles? Sin embargo, esa dificultad multiplicó el gusto de la lectura, pues me vi obligado a leer los “Inventarios” no sólo una vez, sino varias. La razón era ésta: de cada diez columnas que leía, en una primera criba me quedaba con ocho o nueve. Todas me gustaban. Pero si le hubiera llevado así la selección a Marcelo Uribe, se habría quedado con la impresión de que no había hecho bien mi trabajo, por lo que repasaba de nuevo los textos para descartar los que fueran menos atractivos, más imperfectos o aquellos donde las obsesiones del autor lo hacían repetir algunas ideas o planteamientos.
Mi convivencia casi diaria con los “Inventarios” duró alrededor de año y medio. Cerca de dieciocho meses en los que mi biblioteca se enriqueció de manera notable, ya que si leía una columna de JEP donde hablaba de un libro que no conocía, de inmediato iba a buscarlo a la librería porque ya no podía estar sin tenerlo. Si el libro en cuestión estaba fuera de circulación, fatigaba las librerías de viejo de Donceles o de otros rumbos de la ciudad hasta encontrarlo. Pero no sólo mi biblioteca resultó beneficiada. Los textos de Pacheco me desataban la imaginación, me sugerían historias para contar, temas que de otro modo tal vez jamás se me habrían ocurrido. Eso sin contar que, al tener a mi alcance la colección completa, pude ser testigo de la permanencia de los intereses del autor y de cómo, desde 1973 hasta los inicios del siglo XXI, fue perfeccionando cada vez más su lenguaje periodístico, no muy distinto a su prosa narrativa o a su estilo poético: amable, cálido, llano, sin adornos, preciso y contenido.

LA SELECCIÓN FINAL

Pude advertir sin dificultad que leer el trabajo periodístico de José Emilio Pacheco era algo muy semejante a conversar con él en persona: hombre cortés que sabía escuchar pero al mismo tiempo tenía infinidad de cosas que decir, solía iniciar las conversaciones formulándole a su interlocutor alguna pregunta sobre su vida o su trabajo, como invitándolo a que fuera él quien pusiera el asunto sobre la mesa, escuchaba y luego tomaba la palabra, profundizando en el tema, extrayendo de su memoria los datos necesarios para fundamentarlo y luego echando a volar la imaginación para encontrar las correspondencias y relaciones que llevaban la plática a otro nivel o a un tema distinto, sin perder nunca ni la coherencia ni la secuencia, de un modo natural, como si todos los tópicos abordados tuvieran un mismo origen al que había que volver al final para rematar la charla. De igual modo parece proceder en los “Inventarios”, traten de lo que traten.
Cuando Marcelo Uribe me entregó las fotocopias de las primeras entregas de JEP en el suplemento Diorama de la Cultura, de Excélsior, donde la columna apareció de 1973 a 1976, hasta que el presidente Luis Echeverría orquestó el golpe contra el periódico dirigido por Julio Scherer García, me di cuenta que, desde los inicios, Pacheco solía enfocar su mirada tanto en los sucesos trascendentes de la política y la cultura que ocurrían en “tiempo real” como en los acontecimientos pretéritos que los habían desencadenado. Así, uno de los primeros “Inventarios” trata sobre el golpe de Estado en Chile, cuando Pinochet derrocó el gobierno democrático de Salvador Allende. Pero el cronista no se limita a condenar la insurrección y a señalar a los cómplices —la plutocracia chilena, los Estados Unidos—, sino que en un espacio breve, en muy pocas páginas, traza el devenir político de ese país sudamericano desde los tiempos prehispánicos hasta el momento del golpe, estableciendo una apretada genealogía dictatorial con el fin de que sus lectores comprendan los orígenes y las consecuencias históricas del suceso.
Esta capacidad de síntesis, semejante a la que había exhibido Alfonso Reyes en ensayos mínimos como “México en una nuez”, donde en no más de cuatro o cinco cuartillas narraba la historia nacional, es una de las características más sorprendentes de las columnas de JEP, que se sostiene sin menoscabo a lo largo de las cuatro décadas en que las fue publicando: un planteamiento relampagueante, un desarrollo siempre constreñido —aun cuando pareciera desviarse por momentos— a la idea central y una salida, remate o conclusión no pocas veces sorprendente y casi siempre iluminadora. Lo mismo si el “Inventario” aborda un tema histórico, que si analiza la obra de un poeta, que si recrea una batalla célebre, que si aborda una novela o un personaje conocido o no tanto. Tal vez por eso los lectores de Pacheco aseguraban desde décadas atrás que, de publicarse una recopilación de los “Inventarios”, ese libro se convertiría de inmediato en la Biblia del periodismo cultural en nuestro país, acaso en nuestro idioma.
En tanto llevaba a cabo aquella primera selección, cuando le comentaba a algún colega la encomienda que me había hecho Ediciones Era, no faltaba quien me comentara con cierta mala leche: “¿Tú también estás en eso? Ni te hagas ilusiones. Fulano y mengano ya hicieron ese trabajo y se quedó en simple proyecto. Ese libro no se va a publicar jamás”. Yo, sin expresarlo, pensaba para mí: “Esta es la buena”, y respondía que, si no llegaba a la imprenta mi selección, nadie me podría quitar el placer de haber leído los artículos completos. Culminé el encargo cuando el autor aún estaba entre nosotros y continuaba publicado con cierta regularidad su columna en Proceso. El volumen, o los volúmenes seguían sin aparecer. El conocido perfeccionismo de José Emilio Pacheco demoraba la publicación, pues él consideraba que los textos no estaban lo suficientemente pulidos aún, sin contar con que mi selección era demasiado numerosa, lo que exigía la participación de otros antologadores. Luego, mientras las cosas se hallaban en suspenso, sobrevino la repentina muerte del autor, y eso postergó aun más el proyecto.
Finalmente, en este 2017 Ediciones Era ha puesto en circulación tres tomos con la selección final, en la que participaron Héctor Manjarrez, José Ramón Ruisánchez, Paloma Villegas y Marcelo Uribe, de la versión final de Inventario. Antología, en cuya primera página se lee:
Cuando José Emilio Pacheco empezó a publicar su columna el 5 de agosto de 1973 era un joven de treinta y cuatro años. Cuarenta años después, la noche del 24 de enero de 2014, Pacheco afinaba los detalles del segundo “Inventario” dedicado a Juan Gelman a raíz de su muerte, ocurrida diez días antes. Luego de enviar su texto se fue a dormir para no despertar. Entre esas fechas se desarrolló, con algunas pausas pero sin tregua, la obra más importante, influyente y leída de nuestro periodismo cultural.
En un total de alrededor de 2100 páginas los lectores, en especial los jóvenes que no tuvieron la oportunidad de convivir con las palabras de JEP conforme se publicaban, tienen ahora la posibilidad de adentrarse en una de las obras más versátiles de nuestro periodismo y de nuestra literatura, donde sin duda encontrarán las fuentes de lo que somos ahora como individuos, como entes culturales y como país, donde conocerán aspectos de nuestro devenir que poco a poco han sido soslayados hasta olvidarse. Al recorrer estas páginas comprenderán la vocación memorialista de Pacheco como una labor de rescate y preservación, su actitud como hombre de letras que quiere extender a los demás los conocimientos adquiridos en innumerables lecturas, sus dotes de creador serio y lúdico, disfrutarán de su sentido de la ironía y el humor, aprenderán a jugar con los géneros literarios hasta borrar los límites entre uno y otro, y se toparán con personajes, sucesos, relaciones y correspondencias que ni siquiera habían imaginado.

“ENCICLOPEDIA DE LA CULTURA NACIONAL”

Una de las líneas temáticas más atractivas de las columnas antologadas es la que aborda personajes que poco a poco comienzan a ser desconocidos, o que casi siempre lo fueron, como los delincuentes y villanos o los hombres y mujeres-mito que hace tan sólo algunas décadas caminaban por las mismas calles que nosotros pero que el tiempo ha hecho palidecer casi hasta la desaparición. Las columnas dedicadas a ellos presentan un interés doble, porque al recorrer sus líneas uno no está tan seguro de si lee datos fidedignos o ficción, o una mezcla de ambos. Tal es el caso de uno de los asesinos del general Álvaro Obregón, Ernesto Domínguez Puga, a quien la “historia oficial” no reconoce por ningún lado, y a quien el cronista visitó ya anciano para interrogarlo sobre el suceso ocurrido en La Bombilla. Pasa algo semejante con Rosario de la Peña, la mujer que causó el suicidio del poeta Manuel Acuña. Mientras leemos los párrafos dedicados a personajes como estos, la duda se asoma a nuestra mente, pero al final queda desechada porque la prosa del autor nos convence línea tras línea.
Y es que Inventario. Antología es también, además de lo que ya se ha dicho, una suerte de “museo del chisme o del rumor”, pues JEP estaba convencido de que en este país el decir de la gente, los murmullos en los corredores o en las esquinas, en ocasiones son lo que registra los hechos con mayor veracidad. O como el mismo lo afirma: “El paso del tiempo dignifica los chismes de una época y los convierte en historia”. Sea lo que sea, su inclusión en esta “enciclopedia de la cultura nacional” la vuelve más generosa, divertida, informativa, creativa, y nos hace sentir mayor simpatía y devoción por la obra de este hombre de letras que los editores definen así:
Para José Emilio Pacheco, hombre de libros si los hay, “Inventario” fue una forma de vida, una forma de leer, un espacio donde un libro era el pretexto para llegar a otros y a otros y a otros, para tejer historias y relaciones iluminadoras. La abundancia de libros era para él la única riqueza concebible. Esa pasión por saberlo todo y por compartirlo todo lo llevó desde muy joven a intentar este nuevo género, a modificarlo y darle vida en el camino. Esta edición quiere poner en las manos de los lectores el momento más alto del periodismo cultural mexicano que Pacheco llevó a una cumbre que parece inalcanzable.

domingo, 19 de marzo de 2017

Gabriela Mistral: El amor vuela libre en el viento

19/Marzo/2017
Confabulario
Pável Granados

Gabriela Mistral es un personaje que se está desmontando para volver a construirse por completo. Ganó el premio Nobel de Literatura en 1945, el primero después de la Segunda Guerra, aunque su nombre era célebre desde bastante tiempo antes. No sé si la misoginia o la ignorancia nos han entregado una imagen endulzada y agradable de esta escritora frecuentemente despreciada. Cuánta prisa existe en dar un juicio apresurado ante la mayor cantidad de cosas para poder desembarazarse de ellas. Aquel que la inmovilizó dice más o menos: la gran escritora de poemas que no fue dichosa en el amor, que expresó poéticamente su desamor, la mujer que no pudo ser madre y decidió entregar su cariño a la infancia a través de la poesía y la misión educativa… Una imagen que ella odiaba tanto como los críticos que la despreciaban.
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La Asociación de Academias de la Lengua publicó, no hace mucho (2010), antologías de los dos grandes poetas chilenos, Pablo Neruda y la Mistral. Los cuestionamientos sobre la obra de Neruda se han centrado en la incomodidad que suscita que sus Veinte poemas de amor… sean tan populares y en los desacuerdos ideológicos que despiertan sus ideas políticas (al grado de llegar a cuestionar largos periodos creativos). Aunque nunca se ha cuestionado el valor general de su obra. Con la Mistral es completamente distinto, pues se trata de una incomprensión total de su obra y de su personalidad. Una incomprensión que ha cuestionado violentamente la totalidad de su trabajo literario. Con esta edición de la Academia, Gabriela Mistral en verso y prosa, comienza a revelarse la complejidad de su poética y a disipar las inercias críticas. No por completo: todavía hay quienes la consideran una religiosa convencida, mística, plácida.
El mayor prejuicio que la ha seguido es el que dice que su obra es el reflejo fiel de su vida. En 1907, la Mistral había conocido en Elqui a un ferrocarrilero, Romelio Ureta, con el que había tenido un romance. Por entonces, él le dijo que iba a trabajar en las minas del norte para poder reunir dinero para la boda. Poco después de su regreso, la relación terminó y Romelio se fue a un pueblo donde contrajo matrimonio con otra mujer. Dos años más tarde, un amigo le pidió dinero prestado a Ureta; como no tenía esa cantidad, decidió tomarlo de la caja. Se supone que el amigo no pudo pagar la deuda y huyó, así que Romelio se suicidó al ver que no podría reponer el dinero que tomó de su trabajo. Gabriela, quien ya no tenía ninguna relación con el suicida, se enteró por los diarios que Ureta tenía en su cartera una foto de ella. Tres años después, ella comenzó a escribir unos “Sonetos de la muerte” que sólo se decidiría a presentar en un concurso en 1914. Con ellos obtuvo el primer lugar y cierta notoriedad en su país: la profesora rural que escribía unos sonetos inspirados en la muerte de su prometido…
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Sólo que esos poemas no tratan ese tema: es la historia de una mujer que termina de enterrar a su amado y arroja polvo y pétalos sobre su tumba con el deseo de tenerlo exclusivamente para ella. Pero al quedarse sola, canta sus “hermosas venganzas”, pues finalmente él será su posesión. Se trataba de un amado que fue infiel, que decidió dejarla, de pronto, en medio de su felicidad. Cuando ella muera, dice en el segundo soneto, será enterrada con él, y cuando eso ocurra le podrá explicar por qué tuvo que morir tan joven: le revelará que fue ella quien le pidió a Dios que lo matara: “Se detuvo la barca rosa de su vivir”.
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Como se deduce, el amado de los sonetos no se suicidó. Fue, más bien, víctima de la justicia divina. La mujer que le habla a ese muerto tiene poderes sobre la vida y la muerte, tiene injerencia en los designios de Dios, vive aferrada a un rencor que se mantiene vivo hasta en la tumba. La voz poética sólo puede pertenecer a una loca o a una hechicera. Tiene poder o cree tener poder. Pero por alguna razón, en su tiempo sólo se vio a una profesora rural que tuvo un novio suicida, que inspirada en su tragedia tomó a la poesía como un desahogo.
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El jurado le dio el primer lugar a Lucila Godoy Alcayaga, profesora del valle de Elqui. Pero quien habla en esos sonetos es su seudónimo: Gabriela Mistral, eco de Gabriele D’Annunzio, el conocedor de la locura, y de Frédéric Mistral, el poeta provenzal, autor de la Mireya, la joven que exprimió “la fruta ensangrentada del amor”. Un seudónimo: la máscara que, según Oscar Wilde, se necesita para decir la verdad. Pero en este caso, era el personaje creado para mentir, para fingir, para negar. Bajo el nombre de Gabriela Mistral hablan muchas voces: voces de hijas, voces de madres, voces de hechiceras, voces de poetas, las almas sueltas por el viento, la voz antigua de la Biblia… Gabriela Mistral es la voz tensa que contiene las contradicciones, impidiendo que se destruyan entre sí. Una voz que sujeta fuertemente un hato de voces. Una tensión que bien puede desembocar en la locura, ciertamente. Pues existe cierto tono de locura entre su obra; en ocasiones, con la voz de Gabriela Mistral hablan mujeres que no alcanzan a distinguir su realidad, que se les escapa el mundo y cuya mirada se va cubriendo de niebla.
A ella misma, la vida se le fue ocultando detrás de una niebla el día en que Yin-Yin se suicidó, a los 18 años, ingiriendo arsénico: Yin-Yin (Juan Miguel Godoy) era su hijo, pero ella se lo ocultó y por alguna razón siempre le dijo que era adoptivo (o quizás fue un secreto guardado entre los dos). Lo ocultó a todo el mundo. Sólo en 1999, Doris Dana, la acompañante de sus últimos años reveló que el pretendido sobrino se trataba en realidad de su hijo. Existe una carta, breve, con la que él se despidió, con la que anunció su misteriosa decisión: “Querida mamá, creo que mejor hago en abandonar las cosas como están. No he sabido vencer. Espero que en el otro mundo exista más felicidad; cariñosamente Yin-Yin”. Gabriela sufrió un colapso al enterarse de su muerte: al día siguiente, se levantó en el hospital. “¿Quién era la mujer que gritaba anoche?”, le preguntó a la enfermera. “Era usted”.
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Acerca de si se debe de atender el llamado del amor
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Como se sabe, el amor no puede ser evadido; si se le evade, se va, pero regresa para hacer sufrir terribles dolores, pues suele ser vengativo. Hipólito, hace muchos siglos, ya se sabe… su indiferencia al amor, el suicidio de Fedra, su madrastra, y Afrodita, la terrible diosa aleccionando con la muerte a los que se niegan a dar su respectivo sacrificio por ella. Todo eso son las enseñanzas de la literatura en torno a su poderío. Es demandante, caprichoso, inconstante, puede irse y volar –revolotear más bien: en realidad, el amor no tiene grandes vuelos, se cansa rápido, tiene que volver a alimentarse de la persona que lo ha recibido. Mientras bebe sangre es valiente y todopoderoso. Y se arriesga. Pero no puede alejarse demasiado. Es una sombra peligrosa. No habrá terreno que se pise sin pisar el amor, en realidad. Ninguna teoría está completa sin esta variable. Puede tomar las formas más monstruosas. Aunque, hasta aquí, venía figurándomelo como un pequeño mosco incómodo… un zumbido constante y una molestia ciertamente cambiante. Como adopta muchos modos, difícilmente se le puede huir. O cazar. De todas formas, ya regresará a hacerle comer todas sus palabras al que lo niegue. O al que lo acepte. También es inútil apresarlo, pues se deshace entre las manos, por más que se le quiera retener. Si ha decidido irse, se irá. Tiene la última palabra. Y por esa precisa causa, puede volver sin anunciarse. En realidad, somos sus objetos. Si hablamos de él, es porque queremos conocerlo y saber cómo es aquel que mueve nuestras manos, que nos obliga a ir cuando debemos de ir, a callar cuando debemos de callar. Ah, siempre el método indirecto con él. Esperando que aparezca para que lo podamos contemplar. No aparecerá. No de la forma que queremos. Siempre sorprenderá. Por más previsible que sea.
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Diré ahora, pero no con mis palabras, lo que es. Son las palabras de Gabriela Mistral. Pues es que ella lo tomó de una manera un tanto ambigua. Fíjense ustedes: esta mujer sale de su casa un día, baja a la cañada, se atraviesa con el amor y, al volver, no reconoce nada, ni nada la reconoce a ella. Apenas en la mañana había visto ese camino y no lo reconoce. Y mañana, al despertar, va a ser llamada por su nombre, y no lo va creer. Cuando se percate de que es ella a quien sorprendió la dicha, va llorar. Todo es nuevo, porque el amor le ha hecho olvidar toda la vida. Es que la persona que le ha dicho que la ama y que pasará toda la vida con ella, le dio la felicidad de forma tan repentina, como una puñalada. Si no se está preparado para la dicha, puede no soportarse. Ahora escuchen este otro ejemplo: dice la escritora que el amor vuela libre en el viento, que puede usar una voz tímida lo mismo que una voz imperativa, que tiene fuerza para hendir el hielo del glaciar, tú no le puedes oponer una excusa. Se le tiene que escuchar y se le tiene que hospedar. Y aunque mienta, se le tiene que creer. Y se le sigue aunque se tenga la seguridad de que es una ruta que lleva a la muerte.
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Todo esto palpita con fuerza dentro del poema… Desafortunadamente, no llega hasta el rostro de la poeta, inconmovible. Este sentimiento intenta salir de ella, pero choca contra sus propias paredes y se desploma. ¿Es que es más fuerte ella que el amor? Porque han llegado hasta nosotros dos versiones distintas de lo mismo: una escritora ajena a ese llamado y una obra literaria que se ha quemado en el amor hasta el grado de reducirse al silencio antes que volver a tocar ese tema… No es más que una simple pregunta concreta: si se puede explicar lo que en realidad pasaba con esta escritora llena de fuerza y de debilidad. Hasta ahora no; la crítica acerca de la Mistral ha seguido con mucha seguridad y por mucho tiempo en un camino que ha debido de desandar. Volver atrás y comenzar de nuevo. Los presupuestos para hablar de ella eran falsos, lo que significa que no ha sido comprendida, pero no que haya sido incomprendida. Es sólo que hay muy poco en ella de lo que los críticos han supuesto que hay. Han contado una historia en esencia falsa, aunque no exenta de cierto encanto: una joven profesora que fue incapaz de entregarse a un hombre, que fue siempre insatisfecha en el amor. Así es que luego de algunas relaciones fracasadas, decidió mantenerse lejos del amor. Exactamente lo contrario de lo que sugería en sus poemas, cuando afirmaba que no se le puede huir al amor.
El día en que se premió sus “Sonetos a la muerte”, en Santiago de Chile, la Mistral acudió sin que nadie supiera que se trataba de la ganadora. Se sentó anónimamente, entre el público. Si estaba allí no era porque quisiera recibir nada, ni porque deseara ver lo que se opinaba de su trabajo. Ella confesó otra cosa: que iba sólo a ver en persona a uno de los jurados, el poeta Manuel Magallanes Moure, con quien había comenzado desde poco tiempo antes una intensa correspondencia. Magallanes: poeta, casado, refinado, hombre imposible, distante. Ah, y un aspecto importante que señala Volodia Teitelboim, en su biografía de la escritora: un alma “no viril” (lo que quizá encubre la homosexualidad de algunos enamorados). Los aspectos de la personalidad de los hombres con los que se relacionó. El interlocutor perfecto con el que se podría mantener un intercambio epistolar abundante en papel y escaso en resultados. De 1914 a 1922, cientos de cartas entre ellos y ni un solo encuentro; una relación que duró ocho años, de la que se conservan 38 cartas, pero de la cual no es posible decir mucho: todo serían palabras obsesivas para caracterizar a la Mistral, para delinear su violencia psicológica y para ver cómo juega con la entrega sin realizarla jamás. Nueve años de hablar de amor y de entretenerse con la posposición. Bueno, con cierta interrupción, pues durante un tiempo la Mistral fue enviada al sur del país a intentar la “chilenización” de la ciudad de Punta Arenas. A su regreso, volvió a buscar a Manuel, sólo para decirle: regresé pura, tú no fuiste capaz de esperarme con la misma nobleza, mírame para que envejezcas… Con sus reproches, Gabriela intentaba que Magallanes le dijera que la quería, pero parece que en el alma del interlocutor crecía la idea de no dejar todo por ella. Así que esta relación se convirtió en una guerra de destrucción psicológica. La Mistral, en una de sus últimas cartas, le reprocha la manera en que trató su amor durante ocho años: ¿Crees que tu alma es de las mejores, cuando has tirado mi amor, mi vida, como un trapo miserable? Pudo haber un encuentro, una cita en un hotel, pero quien decidió no acudir fue ella. En 1922, ella fue invitada a México por José Vasconcelos. Manuel Magallanes murió dos años más tarde. Hubo otro caso parecido, otro amado refinado y de “maneras femeniles”, Alfredo Videla, con quien se escribió entre 1905 y 1906. Con él ocurrió lo mismo: que no quiso acudir a la única cita y le sugirió encontrarse mejor en el teatro o en el parque pero no en el hotel. Éste es el estilo de los críticos que se han enfrentado a estas situaciones incómodas, en las que la Mistral prefirió mantener su pureza: “No cabe duda que Alfredo intentó seducirla, y si no logró su objetivo, fue porque se estrelló con la fortaleza moral de la joven maestra rural” (Sergio Fernández Larraín).
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Acerca de la pureza, quisiera decir unas palabras, pues me imagino que la Mistral se refiere a lo que antes se le llamaba de esta manera y que no era más que la impureza de la castidad impuesta por la moralidad. Pero ni en ese terreno la imagino constante, pues fue acompañada al Sur por una joven escultora, Laura Rodig, poseedora de los secretos de la escritora, quizá su amante, a la que llevó después a México y a Europa. Y luego, la relación escondida con Doris Dana, a la que conoció en 1948, ya con la celebridad del Nobel y con el peso del suicidio de Yin-Yin. El amor que la acompañó hasta el final. Doris Dana, que a la muerte de Gabriela se refugió en su casa, cuidó la biblioteca de la escritora, sus inéditos, sus cartas, su legado, y que al morir ella, fue a dar a la Biblioteca Nacional de Chile. La historia de sus mujeres, soterrada, apenas se comienza a contar. Una historia que por otra parte, negó la propia Mistral. Y ciertamente, también Doris Dana, hasta el final, furiosa por cualquier sugerencia de un “amor” entre ellas. Dos mujeres que negaron el nombre de su amor, constantemente. Sólo para que en Chile se editaran en 2009 las cartas entre ellas, las cuales destruyeron de inmediato el duro caparazón que tan cuidadosamente habían construido para preservar su amor, y para –de pronto– enfrentarlas a un mundo nuevo que no las mira con extrañeza. No deja de tener su encanto que nuestras miradas se encuentren con las de ellas. El azoro de ellas confrontado con nuestra admiración.
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La extranjera
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 Aún me falta algo que decir para terminar de delinear a Gabriela Mistral. No quedaría esbozado un retrato más o menos entero sin su personalidad pública, la cual parece más fácil de dibujar que sus precipicios interiores. Pero desafortunadamente tampoco es sencillo, pues básicamente su vida social dependió de negar su sexualidad, de que los demás tuvieran de ella una percepción enigmática. La mujer alta e imponente, de ojos verdes, que, con sus grandes faldas, parecía una montaña impasible. Caminando por las calles de los pueblos con una verticalidad inapelable. Por más que ella se sintiera vulnerable. Aunque no sabría decir si esa forma exterior era una forma de su vulnerabilidad. Pero de nuevo: esa existencia pública comenzó con el premio ganado en 1914. De ahí en adelante los chilenos la tomaron en cuenta; no importa que la hayan tomado en cuenta para despreciarla y ocultarla, de todas maneras ésa ya es una forma de existir. Ya desde antes, en la Escuela Normal de La Serena, en donde había trabajado desde 1905, se le humilló, reprobándola en el momento de presentar sus exámenes. Un profesor de Religión encabezó una conspiración ya que consideraba nocivas las ideas de la Mistral en torno a la educación de la mujer, su pensamiento anticlerical y el extraño uso de la palabra “socialismo” en los artículos periodísticos que ya por entonces publicaba. También desde entonces, las autoridades educativas con las que debía de tratar le recriminaban que le quitara tiempo a sus actividades docentes para dedicarlo a escribir poemas.
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Ya con el oro de la Flor de Oro que ganó los Juegos Florales 1914, fue enviada a Magallanes a dirigir una escuela. Pero pronto se dio cuenta que ese oro no era “suficientemente aurífero” y que los habitantes del extremo sur la miraban con desconfianza, que no soportaban su manera de fumar ni los “vocablos tremendos en boca de dama” que la caracterizaban. Ahí comenzó a escribir artículos denunciando la desigualdad social de la región y el drama del trabajo estacionario que hacía que los trabajadores tuvieran nueve meses de desempleo. Sus preocupaciones no estaban desencaminadas pues por la época en que se encontraba ella en el sur ocurrió la matanza de obreros en Puerto Natales (enero de 1919). Una represión que se desató luego de que los obreros de un frigorífico pidieran mejores condiciones de trabajo, y por la que resultaron cuatro trabajadores muertos y treinta heridos. Tuvo gestos con la población de Magallanes que le fueron tomados como una “burla” a su situación, ocultó a un anarcosindicalista perseguido por la policía en el liceo que dirigía. Años después le confesaría al periodista hondureño Rafael Heliodoro Valle: “La clase dentro de la cual me siento, aquella de la que espero más y a la que amo de corazón, es la clase obrera”. No debe olvidarse el compromiso político de la autora: por entonces también escribió un texto titulado “Los derechos de los niños”, que el comunista peruano José Carlos Mariátegui publicó en su revista Amauta (febrero de 1928), un texto de compromiso inmediato, pues Gabriela opinaba que con los niños no se puede usar la palabra “mañana”: el niño se llama Ahora.
En marzo de 1920 fue trasladada a Temuco, en el Centro del país, la ciudad en donde un joven poeta, Pablo Neruda, se acercó a ella para pedirle opinión acerca de sus poemas. Él se sentó frente a ella, en su oficina, mientras leía los textos; luego, ella lo vería con entusiasmo y le recomendaría que siguiera escribiendo y que leyera a los novelistas rusos. Tiempo después, Neruda la recordaría: “En su rostro tostado en que la sangre india predominaba como en un bello cántaro araucano, sus dientes blanquísimos se mostraban en una sonrisa plena y generosa que iluminaba la habitación”.
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Gabriela Mistral vino a México en 1922. Ante el extrañamiento de los mexicanos y los chilenos. El extrañamiento de los chilenos se debía a la larga historia de desprecio que se le tuvo en su propio país. Ya una adversaria en el proceso para dirigir el Liceo Número Seis de Niñas, en Santiago, le había escrito: “No abuse de su gloria”. Y la Mistral había respondido: “No la tengo, mi distinguida compañera. Si la tuviera no se me negaría el derecho a vivir, porque una gloria literaria es tan digna de la consideración de mi país como una gloria pedagógica, y los pueblos cultos saben estimarla como un valor real y saben defender a quien la tiene del hambre y del destierro”. Pero estaba a punto de darse cuenta de que su propio gobierno iba a desconocer esa gloria, pues cuando le llegó la invitación de José Vasconcelos para viajar a México, el Congreso le negó dinero para ayudarla en los gastos del viaje, por más que Luis Emilio Recabarren, el sindicalista chileno, pidiera que la escritora recibiera ayuda económica. Pero Vasconcelos cargó con los gastos de viaje y le asignó sueldo a la escritora, así como a Laura Rodig, su acompañante.
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Fue recibida con grandes honores; Vasconcelos, convencido de su inteligencia, pidió que se le dejara ver todo, que diera su opinión de todos los asuntos educativos de México. Por entonces, Vasconcelos viajó a Chile y, ahí, un ex Presidente le preguntó: “¿Para qué invitaron ustedes a la Mistral habiendo aquí tantas mujeres más interesantes que ella?” Desde su llegada a México se interesó en la educación de las mujeres y fundó escuelas rurales inspirada en las ideas educativas de Tagore y Tolstoi. Gabriela siguió el proyecto de Vasconcelos, a quien describía como un “mal orador, hombre de estudio honesto y opaco, lo menos tropical de este mundo en la conversación…” Tenía por él una admiración inteligente, que le permitió hacerle críticas puntuales a su desempeño político, con la sinceridad que por otra parte él le había pedido. La fuerza del pensamiento de la Mistral se puede sentir en estas pocas líneas que extraigo de una carta que le mandó a Vasconcelos: “Tengo la honra de no haberlo adulado jamás. Debiéndole, como le debo, los años de sosiego en México, mi gratitud no me venda los ojos para contemplarle en toda su reciedumbre de intelectual y en toda su fragilidad de seudo líder. En lo primero es un bronce insigne, en lo segundo, un embeleco. Y Ud. se menoscaba al consentirse el embeleco”.
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No dejó en México ninguna semilla poética, quizá porque en los dos años que permaneció en el país prefirió viajar por el campo que permanecer en la ciudad y conocer de primera mano los problemas de la educación. Viajó en tren y en camiones de la Secretaría por Hidalgo, Morelos, Puebla, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Jalisco, Querétaro y Veracruz… En cada uno de estos sitios dio conferencias, habló con los profesores sobre el sentido de las clases, sobre el material de enseñanza, sobre el uso de las bibliotecas y el aprendizaje de la Historia y la Geografía. Como en Chile, al margen de su trabajo, destinaba tiempo para la poesía. Escribió sobre la artesanía indígena, las montañas mexicanas y el paisaje. Uno de sus descubrimientos literarios en México fue sor Juana Inés de la Cruz, a quien se refirió en varias ocasiones –una de las primeras lectoras modernas de la monja.
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Vasconcelos decidió inaugurar la Escuela Gabriela Mistral para mujeres, en Sadi Carnot 63, en la colonia San Rafael. Para apoyar las clases, se le pidió a la escritora que compilara un libro que apareció con el título Lecturas para mujeres (Secretaría de Educación Pública, 1924) en un tiraje de 20 mil ejemplares. Era una serie de textos fundamentalmente literarios de autores americanos y europeos. Pero tantos honores y homenajes despertaron comentarios xenofóbicos contra su trabajo pedagógico. Las personas que la rodeaban intentaron evitar que ella se enterara, pero finalmente, lo supo. Apenas escuchó esos comentarios, decidió dejar México, pero no sin escribir el prólogo a sus Lecturas para mujeres. Como una especie de venganza, o una muestra de su rencor, no firmó el prólogo, sólo lo tituló: “Palabras de la extranjera”. Para que se supiera que se trataba de una extranjera, sin tierra, como a partir de entonces lo sería, una extranjera en el país de la ausencia: “Nombre suyo, nombre, nunca se lo oí, y en ese país sin nombre me voy a morir”. La niebla distante, la que se ve en la altura de las montañas, la niebla que de pronto pasa como trapos rotos, comenzaba a cercarla. Al final, la envolvió completamente, se convirtió en su país, la niebla formada de incertidumbre: “Desde que soy criatura vagabunda, desterrada voluntaria, parece que no escribo sino en medio de un vaho de fantasmas”.
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Cuando se hizo la primera edición de su poesía en francés, Paul Valéry escribió un prólogo que la autora rechazó por no sentirse comprendida. El mismo valor debió de tenerlo la Asociación de Academias de la Lengua, que debería de haber rechazado el terrible prólogo de Gonzalo Rojas en la edición que ahora circula de la obra de la Mistral, que comienza: “¡Si sabremos Gabriela y yo de la maleza venenosa del chismerío y del rencor!” Yo quisiera seguir diciendo más sobre la Mistral, pues apenas estoy abriendo la cáscara del asunto. Pero lo mejor sería para cualquier lector, atender el trabajo de crítica y descubrimiento de documentos que encabeza Pedro Pablo Zegers en el Archivo del Escritor de la Biblioteca Nacional de Chile, en donde se resguardan los textos que pronto dejarán de ser inéditos.

Aventuras en el periodismo cultural

19/Marzo/2017
Confabulario
Huberto Batis

Luis Spota, el “intelectual”


En la correspondencia entre Carlos Fuentes y Octavio Paz, el primero decía que en México había que cuidarse de Luis Spota, Huberto Batis, José de la Colina y otros de su calaña. Yo nunca crucé palabra con Fuentes, a diferencia de Juan García Ponce y Juan Vicente Melo, quienes sí llegaron a ser sus amigos. Con él coincidimos en el Concurso de Cine Experimental de 1967, en el que Fuentes participó con el guión de un cortometraje: Las dos Elenas, dirigido por Luis Ibáñez; García Ponce con Tajimara, dirigido por Juan José Gurrola; Inés Arredondo con Mariana y La sunamita, dirigidas por Héctor Mendoza, y otros.


El jurado de este concurso estuvo integrado por mí, como representante del INBA; Luis Spota por la Sociedad de Escritores; José de la Colina por la UNAM; Efraín Huerta por Periodistas Cinematográficos de México (PECIME); Jorge Ayala Blanco por la sección de Técnicos y Manuales del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica, y  Andrés Soler, por la Asociación Nacional de Actores, entre otros. Ahí conocimos a Luis Spota Saavedra.


En esas cartas, Paz le contesta a Fuentes que no hay cuidado con nosotros, que Spota no era lo mismo que De la Colina y yo. Y sí, para mí Spota era totalmente ajeno a mi forma de vida, a mi forma de pensar. Spota tenía hábitos muy particulares. Se paraba en la madrugada para irse a los baños de vapor del Hotel Regis, a los que iban muchos políticos, periodistas y empresarios. Un día me invitó a comer a la calle de López, cerca de Bellas Artes, a un restaurante que estaba en un sótano. Como era presidente del Consejo Mundial de Boxeo fuimos al box, en el ring side. Estábamos tan cerca que por cada guantazo que se daban salpicaban los lentes de sangre. Hacía todo esto porque en realidad me estaba “cortejando”. Fue entonces cuando me invitó a ser el coordinador editorial del suplemento que le habían ofrecido en El Heraldo de México. A mí me nombró coordinador y a José de la Colina secretario de redacción.


Pienso que en el fondo nos subestimaba, pero nos necesitaba para hacerse un nombre de “intelectual”. ¿Cómo podía competir con Fuentes si no era reconocido por los intelectuales? Dirigía el suplemento de El Heraldo, pero como no tenía idea de cómo  hacerlo, aunque él era periodista. De la Colina y yo le enseñamos, le dimos nuestros contactos y lo ilustramos en la medida de lo posible.


Recuerdo que él estaba casado con una mujer que padecía alguna enfermedad. Vivían en una casa que nunca conocí, pero que supe que estaba cerca de lo que fue la tienda  Gigante de Revolución y Periférico. Pero también tenía una amante muy guapa, muy alta: Elda Peralta, una sonorense de Hermosillo. Creo que se casó con ella después de que enviudó. Me los encontré muchísimos años después en Cuernavaca. Ella llegó a ser su biógrafa. Escribió un libro que se llama Luis Spota. Las sustancias de la tierra, publicado por Grijalbo.


Recuerdo que en la entrada trasera de El Heraldo había un comedero que se llamaba Pollos Sin Aloas, y cerca de ahí, en la esquina de Cuauhtémoc y Álvaro Obregón, estaba el Cine México. Spota llegaba temprano al suplemento y luego se desaparecía. Su escritorio nunca tenía nada encima. Nada. Todo lo que necesitaba estaba en los cajones. En una ocasión llegó Juan Miguel de Mora Vaquerizo –profesor de sánscrito en la UNAM, periodista, viajero y autor de innumerables novelas de ocasión– y se sentó en su escritorio. Spota sacó una regla y le picó las nalgas.


Yo estuve sólo un año en ese suplemento porque vinieron las que llamaron “Batirrenuncias” de la UNAM en apoyo a Juan Vicente Melo, quien había sido despedido de la Casa del Lago por Gastón García Cantú, nuevo director de Difusión Cultural cuando llegó Javier Barros Sierra a la Rectoría. Como ya he contado, publiqué mi carta de renuncia en el suplemento, lo que provocó mi salida del mismo. Recuerdo que mi carta también se la di a Luis Villoro para que la publicara en la Revista de la Universidad de México. ¡En qué cabeza cabía que me la iba a publicar!


Cuando se publicó en el suplemento, Spota me dijo que la familia Alarcón Chargoy, propietaria del periódico, consideró que era un ataque a la Universidad y que habían pedido mi cabeza. Spota me llevó a un cafecito que estaba enfrente y me dijo: “Bye, bye”. Dudo que el patriarca de la familia, el señor Gabriel Alarcón Chargoy, un empresario poblano, hubiera tenido empacho por la publicación de mi carta. Creo que fue un invento de Spota para deshacerme de mí. Poco después también se desafanó Pepe de la Colina y se quedó al frente de los “intelectuales” que quisieron colaborar con él.



En Tepotzotlán con Esther Seligson


Entre los colaboradores que yo había invitado a colaborar en el suplemento de El Heraldo de México estaba Esther Seligson, con quien tuve una gran amistad. Una mañana nos fuimos a Tepotzotlán, donde hay una hermosa iglesia de los jesuitas, donde está la Pinacoteca Virreinal. Fuimos en mi Volvo blanco, de manufactura suiza, que en esa época era la octava maravilla. No sé cómo me hice de ese auto. Lo había comprado en abonos. Casi nunca he comprado en abonos. Lo único han sido ese auto y mi primera máquina de escribir, una Olivetti Lettera 22 por la que di 100 pesos mensuales durante un año.


Esther y yo íbamos en mi Volvo por una vereda cuando nos encontramos un hermoso puente colonial: el acueducto que llaman Los Arcos del Sitio. Se empezó a construir en el siglo XVIII por los jesuitas, pero cuando Carlos III lo expulsó de sus colonias se quedó inconcluso hasta que en el siglo XIX Pedro Romero de Terreros ordenó que se terminara su construcción. Recuerdo que yo tenía un amigo que en esos arcos se paraba con un pie en cada barandal y luego daba un giro de 180 grados para poner cada uno de sus pies en el punto opuesto. Todo eso lo hacía sobre el abismo. Yo cerraba los ojos imaginando cómo se despedazaba al caer más de 60 metros.


Esther y yo terminamos perdiéndonos en una vereda a bordo del Volvo. Entonces empezó a llover tanto que detuve el auto. Cuando lo quise echar a andar no pude salir hacia adelante. Logré salir de reversa, pero el auto empezó a resbalarse. Fuimos a caer a un torrente de agua que se formó con el agua pluvial. Salimos del auto, que se quedó con la trompa para arriba.


Ahí estábamos nosotros, en medio del monte, empapados y llenos de lodo. A lo lejos vimos las luces de una carretera y fuimos hacia allá caminando entre las milpas. Allí tomamos un camión “guajolotero” en el que llegamos a Ciudad Satélite. Esther llamó a su marido, Alfredo Joskowicz, para avisarle que íbamos a tomar un taxi y le pidió que le avisara a Estela Muñoz Reinier, mi entonces esposa. Ya era de noche. En casa de Esther nos metimos a bañar. Joskowicz nos ayudaba a quitarnos el lodo con una escoba. Después nos llevó a mi casa de Tlalpan. Allí dormimos los cuatro, ya no recuerdo si en el suelo o en la cama, todos atravesados. Nos venció el cansancio.


Al día siguiente le conté a Enrique Alatorre lo que había pasado. Él era mi jefe en Banxico. Entonces se ofreció a ayudarme a recuperar el auto. Cuando llegamos a Tepotzotlán buscamos el sitio exacto donde estaba. Ahí lo vimos en el agua, con la trompa para arriba. Pedimos una grúa, pero el operador se negó a acercarse al auto porque estaba rodeado de lodo. Tuvimos que rentar unos bueyes con yunta. Los peones que nos ayudaron lo amarraron y lo sacaron. Lo llevaron arrastrando por el lodo hasta Tepotzotlán. Esther y Alfredo siguieron colaborando con Spota mucho tiempo.

Trances y trasiegos de la crónica mexicana reciente

19/Marzo/2017
Jornada Semanal
Jezreel Salazar

No es fácil encontrar una práctica social que muestre mejor que la crónica las interacciones que existen entre escritura y realidad. Esto quizá se deba a su ambivalente condición, al mismo tiempo referencial y subjetiva, informativa pero también experiencial. La crónica es un género que hace de la representación de las transformaciones del mundo su quehacer básico, pero a diferencia de la historia transmite la experiencia volviendo vívidos los sucesos, construyendo una retórica de la presencia que recrea, desde un punto de vista subjetivo, lo que le ocurre a una sociedad. Registrar el presente (narrarlo y describirlo), pero al mismo tiempo valorarlo críticamente, parece ser lo que caracteriza no la forma de la crónica sino su voluntad testimonial. Esta impronta no ha sido, sin embargo, la misma a lo largo del tiempo.
Cuando Carlos Monsiváis se propuso hacer la historia mexicana de las mudanzas padecidas por el género, buscó sus raíces en la Crónica de Indias, delineando un proceso marcado por el progreso civilizatorio. Ya desde su título, el ensayo “De la Santa Doctrina al Espíritu Público”, traza un telos optimista, que va de la crónica como arma de conquista, ejercicio del poder y negación de la otredad, hasta la perspectiva de un género que critica toda forma de dominación o exclusión, registra la liberalización de las costumbres y busca aproximarse a la comprensión de aquellos que se hayan en un margen social o cultural. Según Monsiváis, los conservadores “perdieron la batalla por el género”, de modo que la crónica adquirió alma liberal.
Durante más de tres décadas, ese modelo de periodismo detentado por Monsiváis, Elena Poniatowska, Vicente Leñero o Julio Scherer, funcionó de manera puntual. La crónica se desarrolló de la mano de nacientes espacios para la libertad de expresión (Excélsior, Unomásuno, La Jornada, Proceso…) que contribuyeron a sustentar el periodismo como actividad ajena al Estado e implicó un proceso de democratización de bienes culturales, vinculados a la masificación de la educación superior y a una ideología liberal. Además, el género ejerció labores de denuncia y reescritura de la historia oficial recuperando verdades borradas y estableciendo contramemorias críticas; permitió concebir el espacio nacional como espacio no unívoco, sino heterogéneo, remarcando diferencias y disidencias; y discutió el elitismo de la ciudad letrada y la supuesta autonomía de la creación artística, sosteniendo que la escritura literaria no podía estar separada de la arena pública. Toda una nueva generación de cronistas (José Joaquín Blanco, Jaime Avilés, Hermann Bellinghausen, Emiliano Pérez Cruz, Alma Guillermoprieto, Juan Villoro o Fabrizio Mejía Madrid) continuaron esta labor: construyeron imaginarios colectivos en torno a los cuales podían pensarse proyectos de nación alternativos; reordenaron imaginariamente los espacios urbanos que socialmente se hallaban escindidos; visibilizaron lo anónimo, lo ignorado y lo que parecía insignificante, creando una suerte de épica de lo trivial que discrepaba de las prácticas normativas hegemónicas (tanto en lo cultural como en lo político).
No obstante, en años recientes la crónica ha sufrido diversos trances y trasiegos que han desmantelado las certidumbres sobre las que se sustentaba el género. Las políticas de corte neoliberal, el fracaso de la transición democrática, la erosión de la visibilidad pública del intelectual, el regreso de la censura, el financiamiento desmesurado de los aparatos de comunicación social y la crisis institucional generalizada, han limitado el proyecto ideológico que había sostenido al género. Al mismo tiempo que gana espacios, atención y reconocimiento (cada vez hay más becas, antologías y premios centrados en diversas formas de periodismo narrativo), el principio de esperanza que se hallaba detrás de la crónica parece haber sido sustituido por la incertidumbre y la desazón propias de las inseguridades que habitan y definen al país. Si uno lee los textos de cronistas como Marcela Turati, Diego Enrique Osorno, Luis Guillermo Hernández o Alejandro Almazán, se percata que la dimensión pública del género sigue vigente, pero su ideología política ha dejado de sustentarse en una estética que propone al texto como espacio democratizador, incluyente y plural que ciudadaniza al lector. El telón de fondo tiene que ver con el desmantelamiento tangible de tejido social, el embate contra certezas y proyectos colectivos, así como con la crisis de ciertas ficciones que permitían la ilusión de un proyecto de modernización social, político y cultural. Hoy el liberalismo no puede ocultar sus límites, los discursos que habían privilegiado a la sociedad civil no encuentran asideros confiables y la disolución de lo nacional como proyecto viable es parte central de nuestras narrativas cotidianas.
Por ello hay un desplazamiento del campo de interés de lo cronicable: lo mejor del periodismo actual se encuentra en los textos que remiten al campo de la violencia, la nota roja y el crimen organizado, y de manera marginal en la crónica de viajes. Antes, se prestaba atención a otros fenómenos: personajes excéntricos, movimientos sociales, cambios en las costumbres, cultura popular. En los últimos años, las crónicas más iluminadoras son las que concentran su atención en el desmantelamiento de las instituciones, el abismo de la impunidad y la violencia sobre una sociedad cada vez más desamparada y desprovista de derechos. Aquí pienso, por supuesto, en los textos de Sergio González Rodríguez, Magali Tercero, Ricardo Ravelo, Carlos Velázquez o Fernanda Melchor. Asimismo, en los años recientes, Ciudad de México deja de ser el espacio privilegiado para narrar lo social. Existe una diseminación del género hacia otras regiones, sobre todo las afectadas por la violencia abierta, lo que modifica la tradición centralista del género, visibilizando márgenes antes poco atendidos.
Aunado a lo anterior son fundamentales las condiciones materiales en que se escribe hoy periodismo: México es actualmente uno de los países más peligrosos para el oficio. Además de las decenas de periodistas asesinados y desaparecidos, en la última década se han producido diversos ataques a instalaciones de periódicos y radioemisoras, y las amenazas contra reporteros y corresponsales no dejan de aumentar y de multiplicar la autocensura. Las nuevas plataformas digitales, por su parte, han provocado una crisis en el esquema de negocios de la prensa escrita, de modo que los criterios editoriales se han debilitado y los espacios de publicación de la crónica han debido cambiar. No sólo ha envejecido el formato en que se publicaron crónicas clásicas (periódicos, revistas, suplementos), sino que el lector de este tipo de textualidad ya no es el mismo: la emergencia de revistas especializadas en crónica (como Etiqueta Negra, Gatopardo, El Malpensante, FronteraD, Revista Anfibia), el surgimiento de portales noticiosos en línea que fomentan formas del periodismo independiente y la aparición de libros con crónicas que no fueron publicadas previamente en un medio periodístico, dan cuenta de las mutaciones en la circulación del género.
Todas estas novedades han modificado la forma misma de la crónica y son visibles en sus estrategias de escritura. Ignacio Sánchez Prado ha analizado el modo en que los nuevos cronistas enfatizan una perspectiva más individual y afectiva sobre las estéticas comunitaria, plurales y polifónicas previas. Por su parte, Juan Carlos Aguirre, al estudiar crónicas sobre la violencia, afirma la reducción del carácter epistemológico del género: los peligros de escribir periodismo en México y la necesidad de proteger a las fuentes, han acentuado los recursos del anonimato y la anécdota y, con ello, han limitado la precisión documental. Estos cambios son complejos y contradictorios, pues al mismo tiempo que observamos cómo, frente a la coerción política o criminal, la crónica reacciona ficcionalizándose, también puede apreciarse el fenómeno opuesto: el género deja de remarcar su carácter literario (acaso porque la estetización formal resulta innecesaria cuando ha ganado ya un lugar al interior del campo literario). Por eso mismo, en nuestros días son visibles líneas cercanas a la crónica que han reforzado su perfil informativo: el periodismo de investigación parece vivir un auge y los procesos judiciales que deben enfrentar los periodistas (otra forma de censura) ha llevado a gente como Lydia Cacho, Sanjuana Martínez o Jenaro Villamil a remarcar su “credibilidad” a partir del dato exacto y el respaldo documental.
Rossana Reguillo afirma que la crónica sustituyó al melodrama como matriz cultural, instalándose como forma de relatar “lo crónico” (que en nuestro caso sería el fracaso del proceso modernizador). Esto quizá explique otro fenómeno ligado a la crónica de los últimos años: la manera en que ha conjugado militancia y discusión ética. Un ejemplo clave es la organización Periodistas de a pie, que ha hecho múltiples esfuerzos por otorgarle un sentido ético al oficio (desde establecer protocolos de seguridad y manuales para escribir sin discriminación, hasta generar foros para discutir los límites de la libertad de expresión o crear redes para proteger a periodistas perseguidos). Importa remarcar su propuesta de narrar la guerra no desde el sinsentido y la espectacularización de la violencia, sino desde la dignidad de quienes la padecen, “con el fin de encontrar la reserva moral” que posee el país. Vemos ahí un periodismo que se conmueve y se compadece de los efectos perversos que tiene el poder sobre seres humanos que aparentan ser víctimas y victimarios, pero que padecen por igual (aunque no del mismo modo) el horror de nuestro tiempo. Un ejemplo clave de lo que digo es el sitio cadenademano.org, un trabajo periodístico coordinado por Daniela Rea y construido a partir de entrevistas a soldados que participaron en ejecuciones extrajudiciales. En un tiempo en donde los procesos de construcción y circulación de la verdad resultan muy delicados, los nuevos cronistas escriben desde la incertidumbre, pero también desde la compasión. El género no es el mismo, ni ofrece un futuro feliz, pero sigue registrando, desde la complejidad moral, las transformaciones de su tiempo