sábado, 30 de agosto de 2014

LA CRACKIFICACION

30/Agosto/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Entre los narradores mexicanos nacidos a partir de los años setenta se busca lo post-norteño. La literatura del norte es aquello con lo que se desea “romper”, ya que cambió temáticas, estilísticas, formas y sujetos que terminaron siendo indeseables por poner en riesgo la identidad del escritor mexicano tradicional.

Los nuevos narradores mexicanos desean romper con la literatura del norte. ¿Y qué se desea continuar? El Crack.
El Crack no tuvo obras maestras —libros que exploran un aspecto desconocido de la forma o el hombre— pero sí éxitos: En busca de Klingsor de Volpi y una larga lista de obras menores (en el buen sentido de la expresión y, a veces, en el intento fallido de alcanzar más lectores).

Pero su mayor legado no son sus libros sino su forma de concebir la literatura: lo post-boómico profesional sin tensión con el mercado o la forma canónica mexicana (la literatura revolucionaria… institucional).

El Crack más bien se caracterizó por facturar obras literarias que dicen romper con lo nacional pero curiosamente terminan representándolo. De nuevo, Volpi es la mejor encarnación de esta paradoja.

Si revisamos su trayectoria, el Crack ha mantenido una política literaria conservadora, sin entrar en conflicto con el campo literario o el gobierno en turno.

Se anunciaron como una ruptura pero en lo literario más bien fueron un aeropuerto internacional entre una literatura mexicana y otra literatura mexicana.

En el paso de un siglo a otro, Carlos Fuentes se convirtió en el escritor que cumplió los manifiestos del Crack; y el Crack manifestó querer convertirse en Carlos Fuentes.

¿Entonces fue ruptura con qué? Quizá con la Onda o Fadanelli —que fueron mayor ruptura— pero no con el canon.

Fuentes y el Crack deben verse como dos variantes de un mismo tipo de literato mexicano tradicional, que no es ni virtud ni defecto sino, simplemente, lo “respetable” y, en este estado de cosas, lo “prudente”.

Si miramos sus resultados, el Crack fue exitoso. Son referencia internacional; tienen un buen número de títulos entre sus miembros y dejaron una forma de pensar la prosa y un estatus intelectual y presencia que los escritores mexicanos posteriores desean.

Externamente, la clave del Crack fue ser una novedad sin ser una ruptura con los valores del mercado (real y posible); internamente, su clave fue proveer de estabilidad al sistema.

Entre los narradores nacidos en los años setenta u ochenta, entonces, nadie habla hoy de querer ser post-Crack; al contrario, su secreto es querer repetir el perfil del Crack, con una innovación: tener a Krauze más de su lado.

Algunos nombres se han propuesto para escritores setenteros y ochenteros (a quienes, por cierto, ya les llegó su hora o, mejor dicho, parece que ya se les pasó).
Pero propondré otro: los Crackificados.

martes, 26 de agosto de 2014

El misterioso origen de los cronopios

26/Agosto/2014
La Jornada
Javier Aranda Luna

Lo saben sus lectores: Julio Cortázar –cuyo centenario recordamos hoy– murió hace 30 años y cada día escribe mejor.
Más allá de los ismos y del “boom latinoamericano”, con los que se relaciona su obra, sus cuentos, novelas y poemas continúan atrayendo nuevos lectores con el poder magnético de sus palabras.
Hace tiempo escribí que las grandes obras crean su propia legislación, fijan sus reglas, crean sus propios universos. Permean el imaginario colectivo con atmósferas, frases, historias, personajes, imágenes poderosas que se vuelven indelebles.
Ya no es posible imaginar al mundo sin Don Quijote, sin Romeo y Julieta, sin el minotauro que habita el centro del laberinto. Tampoco sin los cronopios, los famas, los esperanzas, las manscupias o sin ese idioma en el que los amantes cifran sus pasiones y que Cortázar nos dio a conocer en el capítulo 68 de Rayuela: “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes…”
Ese idioma se llama glíglico y todos, en algún momento, hemos recurrido a él inventando algunas palabras, resemantizando otras para tender esos puentes de entendimiento y complicidad que sólo pueden cifrar y descifrar quienes sostienen pláticas de sobrecama.
Todos sabemos qué es un cronopio aunque no podamos definirlo. Todos podemos entender el glíglico aunque tal vez seamos incapaces de poderlo escribir. Su importancia es tal que existen tesis académicas sobre ese idioma inexistente fijado magistralmente por Julio Cortázar.
Uno tiende a pensar que las nuevas palabras o los seres inventados por los escritores son producto de un laboratorio donde los ingredientes y las mezclas son minuciosamente preparados. En el caso de Julio Cortázar no es así:
Un día en un teatro de París durante el intervalo entre un acto y el siguiente tuvo la visión interior de unos seres que se paseaban en el aire y eran como globos verdes. Globos que tenían orejas y una figura humanoide aunque no eran exactamente seres humanos. Y así como tuvo la visión de esos seres redondos y verdosos le llegó su nombre: cronopios.
A Cortázar le divertía mucho ver cómo críticos sesudos descifraban la etimología de la palaba cronopio porque no tenía que ver con lo que elucubraban: naturalmente la relacionaban con Cronos, el dios del tiempo. Pero no tenían que ver nada con el tiempo, en absoluto. Días después aparecieron sus antagonistas: los famas.
Los cronopios comentó en algunas conferencias los sintió como unos seres muy libres, anárquicos, locos. Capaces de las peores tonterías y al mismo tiempo llenos de astucia, de sentido del humor, una cierta gracia. Y a los famas los vio con mucho cuello, mucha corbata, mucho sombrero y mucha importancia. Eran los representantes de la buena conducta, del deber ser, del mundo de las sanciones y los castigos.
El mundo de los cronopios, los famas y los esperanzas se fue articulando en algunos cuentos que formaron Historias de cronopios y de famas. Textos ligeros y lúdicos que algunos amigos le objetaron a Cortázar por ser demasiado lúdicos.
Sus críticos, amigos o no, no se habían dado cuenta que para Cortázar el juego era importante porque el escritor empieza jugando con las palabras al seleccionarlas, combinarlas o rechazarlas. Un juego serio e importante como el juego de los niños que berrean cuando los quieren sacar de ese mundo apasionado y fundamental. Aunque el juego divierte, su sentido es tan profundo que debemos tomárnoslo en serio. El juego es un territorio personal, un territorio que se comparte y se respeta y nos permite en su infinita combinatoria mirar las cosas de este mundo desde otra perspectiva.
No me extraña que le atrajera poderosamente el surrealismo en su juventud. El surrealismo fue para Julio Cortázar una gran lección. Lección más que literaria, metafísica: le mostró la posibilidad de enfrentar la realidad cotidiana no a partir de la lógica aristotélica sino a partir de los intersticios del mundo. Acercarse a las cosas a partir de las excepciones más que de las leyes. A partir de esas hendiduras secretas a las que accedemos gracias al amor y al humor, dos ejes del surrealismo. Muchas exposiciones de pintores surrealistas engendraron no pocos de sus cuentos fantásticos. No para copiar los temas de los cuadros sino por el estímulo que producían en el corazón creativo del Gran Cronopio.
Además de ser un gran escritor Julio Cortázar fue un estupendo lector. Por eso sabía que escribir y leer significan siempre interrogar y analizar la realidad. También luchar para cambiarla desde adentro, desde el pensamiento y la conciencia de los que escriben y de los que leen. No es forzoso, decía que esa literatura tuviera un contenido político: un poema de amor, un relato puramente imaginado bastaban para lograr ese cambio.
Desde 1958, según su correspondencia, Cortázar quería escribir una novela que fuera una especie de resumen de muchos deseos, de muchas nociones, de muchas esperanzas y también, por qué no, de muchos fracasos. La crónica de una locura. Estaba convencido de que nada ocurre de una cierta manera, sino que cada cosa es a la vez muchísimas cosas. Por eso quería construir una narración hecha desde múltiples ángulos. La primer versión de Rayuela que originalmente se iba a llamar Mandala estaba llena de materia explosiva, una especie de bomba atómica en el escenario de la literatura latinoamericana. Y no exageraba.
Desde sus primeros cuentos publicados en Bestiario en 1951 Julio Cortázar nos mostró que para él la literatura era un juego demasiado serio como para improvisarlo. Un juego donde la imaginación es su principal ingrediente y el lenguaje minuciosamente estructurado el único camino para provocarla.
Con los lectores de Julio Cortázar pasan los años, persisten los momentos. Momentos que son un cuento, el fragmento de una novela, la sombra de Charlie Parker en El perseguidor, los versos de un poema o la aparición de un cronopio que encontramos al doblar la esquina de cualquier calle y en cualquier lugar. Su juego está jugado, por eso cada día escribe mejor.

domingo, 24 de agosto de 2014

El traductor de sueños

24/Agosto/2014
Confabulario
Leonardo Tarifeño

En la formación de un lector hay momentos decisivos. Para el lector en español, uno de esos momentos es el descubrimiento de la obra de Julio Cortázar. Casi podría decirse que, tras pasar por el vértigo y la intensidad de sus mejores páginas, se vuelve a leer otros libros sólo para evocar esa inolvidable emoción de asombro y misterio. La lectura se transforma en una droga que exige una dosis por lo menos comparable, y madurar como amante de la literatura implica admitir que esa experiencia de deslumbramiento iniciático es única e irrepetible. Los críticos más malintencionados del autor de Rayuela, que no son pocos, sostienen que se trata de un narrador a la medida de las fantasías adolescentes. La acusación ignora que abrir la puerta del mundo cortazariano supone pasar del fervor juvenil por Bestiario y Final del juego a la resignada aceptación, tan adulta y sensata, de que ya no habrá nada igual a leer “Casa tomada”, “Circe” o “La noche boca arriba” por primera vez. Quizás por eso, al revés de lo que señalan sus críticos, no hay lector de Cortázar que no salga de sus libros convertido en mayor de edad. Es difícil imaginar una prueba más poderosa que esa a la hora de explicar por qué se trata de un gran escritor.

En su Argentina natal, de donde se fue en 1951 y a la que regresó muy poco antes de su muerte, el canon crítico ha entronizado a otros autores muy distintos y el elogio a Cortázar quedó relegado al oportunismo de su reivindicación política. Allí, los paradigmas de la reflexión sobre la literatura argentina contemporánea y posterior a Borges son Manuel Puig, Antonio di Benedetto y Juan José Saer; a Cortázar se lo encasilla como un vanguardista tardío, sentimental y afrancesado, cuyo principal mérito no pasaría de retomar el acento fantástico de Horacio Quiroga y Felisberto Hernández. Los recelos ocasionados en su momento por su autoexilio, las críticas al peronismo y su latinoamericanismo revolucionario ejercido cómodamente desde París se tradujeron en cierta animadversión hacia su obra, de la que la siempre cruel élite académica se ha regodeado en destacar sus caídas más estruendosas: el sentimentalismo de Rayuela, el lirismo político de Nicaragua, tan violentamente dulce, el absurdo naïve de Historias de cronopios y de famas. Ese egoísmo intelectual, expresado en la ausencia de una relectura crítica que funcione como brújula en su vasto continente literario, ha abandonado su herencia al fanatismo de sus incondicionales o a la curiosidad de sus lectores de ocasión, extremos de un horizonte donde nadie parece capaz de trazar un mapa de lectura que guíe hacia las mejores orillas. Como ocurre con todo gran escritor, en Cortázar hay cumbres extraordinarias y episodios olvidables. La celebración por el centenario de su nacimiento es una oportunidad inmejorable para recordar que la historia literaria juzga a un escritor por sus mejores momentos, y que para ello conviene que sus contemporáneos eviten caer en el abismo de la generalización.

Al igual que el resto de sus compañeros de ruta del boom, Cortázar fue un autor profundamente marcado por los valores de su tiempo. Nacido poco menos de un mes después del estallido de la Primera Guerra Mundial, formado como lector mientras el surrealismo y el dadaísmo le robaban la palabra “vanguardia” a la jerga militar, encontró su destino de escritor en el cruce de la fascinación política, la revolución filosófico-literaria que encabezara André Breton (y redefiniera Jean Cocteau) y el orientalismo domesticado que surcó la cultura occidental a partir de los años sesenta. En su cartografía política brillan, con mayor o menor intensidad, las preocupaciones de Libro de Manuel, la crítica a la burguesía de Historias de cronopios y de famas y el ambiente de Fantomas contra los vampiros multinacionales; a su universo lúdico alimentado por las vanguardias corresponden Rayuela (que originalmente iba a llamarse “Mandala”), 62 Modelo para armar, el viaje a ninguna parte de Los autonautas de la cosmopista y buena parte de sus cuentos, en los que los sueños, el azar y la desconfianza hacia los parámetros de lo que llamamos “realidad” constituyen sus pilares fundamentales.

A diferencia de sus novelas, atravesadas por los afiebrados mandatos y asuntos de su época, es justamente en los cuentos donde se adivina el mundo más auténtico y genuino del autor, aquel en el que lo fantástico irrumpe en la vida cotidiana y demuestra que nada, ni siquiera los sencillos actos de leer un cuento (“Continuidad de los parques”) o de ponerse un suéter (“No se culpe a nadie”) son lo que parecen. En palabras del propio Cortázar, esa mirada propia se la debe a Edgar Allan Poe. “Yo desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo —le confió a Elena Poniatowska en 1974—. Los leí a los 9 años y por Poe viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta muy tarde, en la adolescencia. Pero Poe me enseñó lo que es la gran literatura y lo que es el cuento”.

A mediados de los años cincuenta, ya autoexiliado en París y no mucho después de la publicación de su estupendo Bestiario (1951), Cortázar acepta el encargo de la Universidad de Puerto Rico de traducir toda la obra en prosa de Poe. “Fue un trabajo enorme y duró mucho tiempo, pero fue un trabajo magnífico porque ¡hay que ver todo lo que yo aprendí de inglés traduciendo a Poe!”, recuerda ante Poniatowska. Vista la fuerza y la capacidad de seducción de Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), los volúmenes que reúnen la producción de esos años dedicados a Poe, cabe suponer que no sólo inglés aprendió del gran autor de “La caída de la casa Usher”. En la traducción literaria, el intérprete se ve obligado a sumergirse en las cadencias del idioma, los ritmos de las frases y las resonancias ocultas de las palabras. Se convierte en el escultor clandestino de un estilo ajeno, con un material —el lenguaje— que debe inventar a la medida del carácter que reclaman la historia y los personajes soñados por otro. Un traductor insuperable, como llegó a serlo Cortázar en sus trabajos con Poe y Marguerite Yourcenar, es un médium entre dos idiomas, la escritura y la personalidad del autor traducido, de quien debe intentar comprender las motivaciones, deseos y frustraciones plasmadas en la trama íntima, lingüística, de los textos. Con esa carga de intuición personal y conocimiento de la técnica literaria, Cortázar le regaló un Poe perfecto al idioma castellano y a cambio extrajo para sí las claves narrativas que convirtieron a “El pozo y el péndulo”, “El corazón delator” y “El hombre de la multitud” en auténticos clásicos de la literatura universal. Hoy quizás no esté de más imaginar que, a su manera, muchos de los mejores relatos de Cortázar (“No se culpe a nadie”, “Carta a una señorita en París”, “Casa tomada”, “Axolotl”, “Las babas del Diablo”) representan traducciones ejemplares de Poe. O mejor dicho: recreaciones personales de una escritura capaz de evocar lo que el propio Cortázar sintió cuando leyó, a los nueve años, los extraordinarios relatos del maestro del terror y del suspenso. Una evocación del asombro y el misterio que educaron al escritor argentino en el amor a los libros, un momento decisivo en su formación de lector que él lograría transformar en la puesta en escena narrativa de su condición de escritor.

Del Cortázar revolucionario llama la atención la candidez con la que se asoma a la política, siempre seguro de que no hay ninguna razón para pensar que el poder puede corromper a sus amigos Fidel Castro y Daniel Ortega. Hoy es difícil saber si su defensa de la presunta “ingenuidad” de líderes que han demostrado ser de todo menos ingenuos es un escándalo de amoralidad o un caso clínico de ternura ciega. “La ingenuidad revolucionaria, que es tan frecuente en nuestros países —y es bueno que sea así— le da al hombre una hermosa seguridad, porque siente que tiene la verdad en la mano y la quiere comunicar”, le dijo a Osvaldo Soriano en 1983, en una célebre entrevista publicada en la revista Crisis. Ingenuo convencido de que los ingenuos son los demás, el Cortázar que declara estar orgulloso de aconsejar a Tomás Borge o a la cúpula revolucionaria castrista es el que ha envejecido a mayor velocidad. Nicaragua, tan violentamente dulce constituye un involuntario monumento a la nefasta incapacidad de los intelectuales para aceptar que la política es uno de los nombres del Eje del Mal. Libro de Manuel pretendió ser crítico con los movimientos guerrilleros y sólo demostró el espeluznante desconocimiento del autor de la intimidad cotidiana de aquello que pretendía analizar. No es este el Cortázar sutil y deslumbrante que hechiza a los lectores. De todos los rings a los que se subió en su época, este es el único del que se bajó maltrecho.

Contra todo pronóstico, el Cortázar vanguardista sobrevive como un pionero del pastiche y la fragmentación. En una era de ADN digital que privilegia el collage de informaciones y la lectura “a la carta”, Rayuela se mantiene vigente gracias a la estimulante sensación de libertad que contagia desde la primera hasta la última página, sean ellas las que fueran. Lo mismo parece ocurrir con 62, en definitiva un desprendimiento de Rayuela, y los singularísimos textos breves y misceláneos de Último round o La vuelta al día en ochenta mundos. En cada uno de estos libros se adivina un autor arriesgado y lúdico, de una escritura fresca y juvenil, del todo identificable con la imagen icónica que la fotógrafa argentina Sara Facio capturara en 1967, donde se ve a un Julio de edad indescifrable, con ojos de galán bohemio y cigarrillo en la boca sin encender. Este es un Cortázar entrañable y perenne, que vale más por sus frases que por sus personajes, autor de un puñado de libros que difícilmente perderán su espíritu de contraseñas generacionales de una sensibilidad idealista. Son obras que se recuerdan como alegres compañeros de vida, amigos que dejan huella aunque nunca se los vuelva a ver.

Mientras tanto, a mitad de camino entre el impulso político y la frescura vanguardista, el Cortázar cuentista es el que muy probablemente represente mejor al escritor que construyó un mundo inolvidable para millones de lectores. De Bestiario a Deshoras, pasando por Todos los fuegos el fuego y Queremos tanto a Glenda, no hay un libro suyo de narrativa breve que no conserve una imagen inmortal. Los coches que se acumulan en el embotellamiento metafísico de “La autopista del sur”, los conejos que habitan el estómago del protagonista de “Carta a una señorita en París” y la mujer que intercambia identidades con su doble mientras cruza un puente en “Lejana” parecen sueños que comunican “el lado de acá” y “el lado de allá” de la realidad, paisajes de visiones que el virtuosismo de unas frases de vértigo hace verosímiles a través de un pulso inspirado por el ritmo del free jazz y el bailoteo hipnótico de los grandes campeones de boxeo. “El buen cuentista es un boxeador muy astuto, muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando las resistencias más sólidas del adversario”, escribió Cortázar alguna vez. De esa manera, sin que el lector logre advertir cómo y cuándo, su vida cambia en el paso de una oración a otra, tal como le ocurre a los protagonistas de “La noche boca arriba” o “Axolotl”. Para entender el nuevo mundo que se abre en esas páginas, el lector sólo quiere leer otro cuento. Lo que no sabe es que “del lado de allá” del libro no hay sólo un escritor, sino un traductor de sueños.

La música de Cortázar

24/Agosto/2014
Confabulario
Luis Pérez Santoja

A pocos autores asociamos con la música como a Julio Cortázar. En su obra no es sólo que haya personajes músicos o melómanos o que alguien asista a conciertos, sino que la esencia de la música es parte de la cotidianidad y del pensamiento de muchos personajes. En Cortázar tal asociación siempre se ha inclinado al jazz, debido a su pasión y conocimiento y por sus perennes alusiones al mismo, más cercano a lectores y a críticos, alejados de la música clásica. Además de varios ensayos sobre músicos Cortázar, hizo narraciones que dependen totalmente del fenómeno musical, como su emblemática novela Rayuela, impregnada de jazz en más de un sentido.

Pero también la música clásica está inmersa en los textos de Cortázar y, en menor grado, el tango y la canción francesa. Sus personajes, aun los no cultos e intelectuales, hacen referencias a compositores de la vanguardia clásica de las primeras décadas del siglo XX y por sus páginas pasan preludios y fugas de Bach, cuartetos de Beethoven, sinfonías de Haydn y obras de Mahler o de Berg y la indeterminación de Cage y el azar libertario de Stockhausen. Cortázar demostró en más de un cuento y en un capítulo de Rayuela que un concierto clásico puede ser contexto ideal de una narración.

El jazz… y otros, de Rayuela… y otros

Cortázar afirmó en más de una entrevista que su literatura y el jazz estaban muy ligados, sus texto cargados del ritmo y del empuje del swing o del be-bop; incluso confesó que pasajes de Rayuela los escribió mientras pensaba en improvisaciones del jazz y en la música clásica moderna, con su liberación tonal y sus estructuras aleatorias, que no es otra cosa que improvisación. Quien lea aunque sea un cuento de Cortázar percibe que lo más notorio de su estilo y su lenguaje es el ritmo cadencioso, su tono coloquial y ese modo de truncar las frases en momentos en que parece haberlo dicho todo; como esas frases musicales en las que el compositor no ha “resuelto” la tonalidad y la música concluye con una sensación de que faltó algo más y que a veces sí, que voy por más y que ahí te cuento.

De chico Cortázar estudió piano y un poco de clarinete en el ámbito familiar y después, la trompeta. (“En un tiempo la tocaba pésimamente, para tortura de mis vecinos, pero ahora… vivo en los aviones. Y la trompeta es un instrumento implacable que exige una preparación de los labios y eso sólo se consigue tocando seguido… debo confesarte que yo soy un músico frustrado”). Pero más allá de ese aprendizaje, la música fue su verdadera pasión y su tema favorito de conversación; si acaso le gustaba hablar de box y, ni modo… de literatura.

Melómano absoluto (“Me obligaron a tocar el piano desde los ocho hasta los trece… una tía mía, fanática de Bach y de Chopin fue la que hizo de mi un melómano…”), Cortázar era poseedor de una vasta colección de discos (tanto en antiguos de 78 rpm como en “modernos” LP de acetato) y que son los que menciona por las páginas de Rayuela, como en las interminables y presuntuosas reuniones del Club de la Serpiente, con sus variopintos personajes de posibles artistas y escritores basados en conocidos del autor: Etienne (pintor), Gregorovius (herzegovino, se llama Osip como Mandelstam), Guy Monod, Perico (sólo se sabe que lee), Horacio Oliveira —álter ego de Cortázar— y la elusiva Maga, y Ronald (pianista) y Babs —otro ineludible álter ego suyo porque él es quien posee y “les larga” o “les suelta” los innumerables discos que escuchan y discuten (“Ronald les soltó un John Coltrane que hizo bufar a Perico”). En la segunda parte del libro, los sesudos diálogos se darán entre Oliveira y Gekrepten y Traveler y Talita.

Ahí están Parker, Davis, Armstrong, Bessie Smith, Hawkins, Gillespie, Young, Wilson, Roll Morton, la Holiday y la Fitzgerald, Powell, Hampton y sobre todo, pero sobre todo, el primer Ellington, Bix Beiderbecke —jazzista de culto, por si alguno no lo fuera, muerto a los 28— y el gran Thelonius Monk, su icono emblemático.

Curiosamente los favoritos de Cortázar eran los iniciadores del jazz. Cuando escribe Rayuela obra, estaba en pleno apogeo el revolucionario free jazz, pero Cortázar crea un himno literario a los orígenes del género, sin ocultar su admiración por los más cercanos: Peterson, Mulligan, Ornette Coleman —iniciador del “jazz libre” (libertino, diría yo)—

Sheep, Getz y hasta Keith Jarrett. En cambio, no era un conocedor apasionado del rock de su tiempo y se avergonzaba de que casi sólo le gustaban The Beatles y Rolling Stones y más los primeros.

¿Será posible para un lector actual imaginar que Cortázar pudo no tener siquiera la noción de que pronto el mundo discográfico estaría contenido en un disco compacto? ¿Habría agregado a Rayuela otras ideas y frases discófilas si hubiera conocido el CD?

Pobre de quien no esté familiarizado al menos con los nombres y estilos del jazz porque no entenderá las discusiones sobre música entre estos seres —adoloridos e indolentes, tan pintorescos ellos— cuando casi cualquier sentimiento o conflicto existencial pareciera tener un símil en una pieza o estilo musical o en un intérprete legendario; y el equivalente clásico no queda atrás con alusiones repentinas (la Maga, “si verdaderamente se llamaba Lucía como Mimí”, aludiendo al aria de la La Bohéme que dice: “Si, me llaman Mimí, pero mi nombre es Lucía”.)

¡Ah, Rayuela! Quién no sabe a estas alturas que su estructura es libre, con al menos dos modos de leerla, uno de ellos alternando capítulos en un desorden ordenado (aleatoriedad controlada por el director, decimos en música) y, después, tantas lecturas como dicte el azar decidido por el lector; quién no sabe que su base se basa en el sentido de la indeterminación narrativa y cronológica que, tal vez, ni el propio autor conoce.

¿Por qué Rayuela nos deja siempre al final una sensación de tristeza, de desamparo incluso; eso que nos provocan las grandes novelas-río o las sagas decimonónicas o las historias de formación, sin que sea una de ellas? ¿Será porque a pesar de su permanente sentido del humor, tan corrosivo a veces, tan ingenuo otras, tan Cortázar siempre, permea en ella un espíritu evocador y nostálgico contenido en su lenguaje, su historia, sus personajes tan vivos que no quisiéramos que termine la lectura (¿la lejanía del terruño, la desaparecida Maga, el triste destino de Rocamadour, el tiempo perdido del pasado musical?).

De El perseguidor a “Las Ménades”

Tal vez dos de los textos más logrados y definitivos de Cortázar que tengan como tema la música, jazz o clásica, sean El perseguidor y el perturbador cuento “Las Ménades”.

El perseguidor, obsesiva novela corta, es uno de los mejores momentos de la obra total de Cortázar y, después de Rayuela, es su obra más comentada, analizada y, tal vez, leída, resultado lógico por ser una narración tradicional en estructura y lejana de los elementos de estilo, lenguaje y temática más característicos de Cortázar. Esta obra maestra también es muy atractiva por su apariencia de biografía de un trompetista real, que es y no es Charlie Parker, pero que nos lo recuerda a cada instante. Además, está implícito el fenómeno de la creación artística de todo género, la subjetividad del arte y, sobre todo, de la crítica musical. Hay más de un “perseguidor” en este texto de Cortázar que se refiere a la búsqueda de un ideal creativo, de “la otra realidad de la vida” a través de la música, a través del jazz. Pero El perseguidor exige mayor espacio para ser analizado y seguir sus ejemplos musicales, por suerte no tan alejados de los de Rayuela, aunque más concentrados en Parker y sus colegas.

Un concierto convencional, con un público normal, puede devenir en otras cosas: en una representación de la histeria colectiva producto de la idolatría, en una alegoría sobre las mitológicas ménades y en una de las obras maestras de Julio Cortázar, el cuento “Las Ménades”. Como pasa con el jazz, es usual que el cuento se analice más por su relación con la mitología y menos sobre sus indispensables detalles musicales.

Las ménades eran las ninfas servidoras del dios Dionisos, dios del vino y del exceso (para los romanos, Baco). Al ser aquellas poseídas por Dionisos, adquieren tal locura mística que en sus ritos orgiásticos comían carne humana cruda. Las ménades también se relacionan con Orfeo, músico y poeta (envidiable hijo de Apolo, dios de la música y de Calíope, musa de la poesía) que atraía a todos con su lira y su canto y dio a conocer las ciencias y el arte a los hombres. Después de su trágica relación con Eurídice, Orfeo se retira del mundo y muere devorado por las ménades por rechazar el culto dionisiaco o tal vez a ellas mismas. Cortázar transporta sus ménades y a Las Bacantes de Eurípides a una sala de conciertos.

En una ciudad de la provincia argentina hacia los años cuarenta, en un concierto sinfónico se celebran las “bodas de plata con la música” del director y el público muestra su adoración por el Maestro, quien los sacó de su pobre contexto musical. Es “gente tranquila”, tradicional, de “y después volando a casa que mañana hay un trabajo loco en la oficina”, pero no por ello son menos snobs en su actitud social y más en un concierto clásico. Según avanza el concierto, crece el entusiasmo fanático por el Maestro, con esa pasión que el público llega a sentir por los artistas o por una religión —en la antigüedad, por un dios—. Durante la última obra, surgen muestras de una excitación anormal que al final se vuelve una histeria colectiva; para adorar a su ídolo, el público no vacila en acercarse al escenario y trepar para atrapar al director y a los músicos, bajarlos incluso con violencia demencial y culminar en un ritual de canibalismo, genialmente insinuado por Cortázar en la frase final (la mujer de rojo “se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían”).

Abundan los elementos mitológicos de las ménades: las mujeres inician la violencia ritual, incluso la mujer de rojo es el sacerdote que la inicia; el estado de éxtasis del “cortejo” que avanza por los pasillos antes del fin del concierto; el sacrificio canibalesco. No falta un ciego en el público, como Apolo y, por si fuera poco, está Orfeo cuya música influía en la naturaleza y en los humanos, como el idolatrado Maestro, que causa excelsas sensaciones con el poder de la música. Y ambos son destrozados y engullidos. Barbarie vs. civilización.

Cortázar expresa su melomanía sin par, pero también satiriza sin piedad: a los expertos en acústica teatral en que cada asiduo a conciertos se convierte (“…jamás fila trece, porque hay una especie de pozo de aire donde no entra la música; ni tampoco el lado izquierdo… algunos instrumentos dan la impresión de apartarse de la orquesta…”); a los grandes directores y sus seguidores (“viejo zorro”, “insolente arbitrariedad estética” y “profundo olfato psicológico” para sus programas; “al final lo ovacionaban por cualquier cosa, por sólo verlo…”) y al público convencional que “prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer”.

Cortázar se complace en informarnos del programa para, con gran sentido del humor, satirizar los vicios de la melomanía convencional: “Con Mendelssohn (Sueño de una noche de verano) se pondrían cómodos, después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas silbables (‘en vez de una orquesta son como susurros de voces de duendes’). Debussy los haría sentirse artistas, porque no cualquiera entiende su música. Y luego, el plato fuerte, el gran masaje vibratorio beethoveniano…” (la Quinta Sinfonía).

La idolatría por el viejo Maestro, que eterniza los aplausos tras cada obra, es lo primero que no da Cortázar (“—A veces pienso que debería dirigir mirando hacia la sala, porque también nosotros somos un poco sus músicos”, dice alguno). Entre las familias asistentes la música o las cualidades del Maestro son los temas de discusión. Como otro snob asistente, el narrador-Cortázar nos presume su conocimiento y erudición al mencionar músicos como Joseph-Édouard Risler, pianista hoy olvidado.

Y el magistral manejo metafórico podría habernos advertido del trágico desarrollo que se avecina: “Miré hacia… las galerías altas; una masa negra, como moscas en un tarro de dulce”, “los trajes de los hombres daban la impresión de bandadas de cuervos”, y el contundente “Casi nadie oyó el primer grito…”.

Cuando los aplausos estallan sobre la misma música, inaudito en un concierto clásico, como un desahogo incontenible, es señal inequívoca de la transformación que la adoración fanática y el poder de la música han ejercido sobre ese público hasta ahora tranquilo y convencional. Y todo ello mientras suena, “desencadenado por el Maestro”, el furor beethoveniano en sus pasajes finales; no olvidemos que es un canto a la victoria contra el destino y que todo puede suceder. Después el estruendo ya no será de los músicos, sino contra los músicos y sus instrumentos, “un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a parecerse al silencio”. Pero lo que sucede en ese ritual devastador y destructivo lo debo dejar de tarea al lector. Todo resumen sería una burda imitación de la genialidad de Cortázar para lograr que la intensidad musical aumente paralelamente a la intensidad narrativa.

Pero… ¿Y Berthe Trépat?

El capítulo 23 de Rayuela (capitulo imprescindible “del lado de allá”) es uno de los tres más extensos del libro y eso de entrada nos confirma el interés del Cortázar por la música clásica y su facilidad para transmitir elementos narrativos a través de la música. El capítulo sobre la pianista Berthe Trépat es tan real y su personaje tan humano en su deprimente patetismo que parece tan Ionescu como Zolá, pero es Cortázar.

Una tarde lluviosa, un hastiado Oliveira, narrador a ratos de Rayuela, elige entrar a un concierto en un centro cultural parisino. La descripción del teatro semivacío, los detalles de los no muy singulares asistentes y los del programa que se tocará contrastan con el triunfal inicio de “Las Ménades”. Madame Berthe Trépat, “medalla de oro” en quién sabe qué o dónde, según dice el papel mimeografiado, interpretará una obra en primera audición mundial, Tres movimientos discontinuos de Rose Bob; una obra en primera audición en París, Pavana para el General Leclerc de Alix Alix y al final, Síntesis-Délibes-Saint-Saëns de Délibes, Saint-Saëns y Trépat. Los títulos y los autores, producto de la invención de Cortázar —excepto, claro, Delibes y Saint-Saëns—, nos predisponen como a Oliveira, quien piensa: “Joder, joder con el programa”, aunque después afirmará con humor: “Sólo obras de primera audición, un gran mérito en este mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego”.

Por supuesto, en esta “secuencia” de Rayuela, Cortázar intenta satirizar los extremos que padecía la composición vanguardista de su tiempo, la dispersión de las formas musicales, las invenciones de fácil gratuidad al alcance del poco ingenio y creatividad y de la baja calidad conceptual de parte de la música nueva, además del rechazo inevitable del público que, tristemente y sin considerar la calidad, aún la rechaza (“en ese mundo… de furtivas súplicas a los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte ver-da-de-ro, la facha de Alix Alix y Rose Bob, los sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el concierto… las listas infructuosas de invitaciones, la desolación entre bambalinas al ver la sala vacía y tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo mismo”). El genio literario de Cortázar nunca fue tan grande, o sea, como siempre.

Y París, meca que bien valía cualquier misa, se convirtió en una ciudad acogedora de movimientos fundadores, residencia de compositores valiosos o de pretendientes a serlo, conciertos y salas de todo nivel, que fueron receptores y expositores de “novedosos” estrenos y búsquedas: la innovación profunda y genial junto a la “tomadura de pelo”.

Está de más decir que algo así Cortázar sólo lo podía hacer mediante su sentido de humor más cáustico y agresivo. Leer el preámbulo al concierto en el que un presentador justifica ante las 20 personas del público las características y la trascendencia de lo que va a escuchar es uno de los grandes párrafos de Cortázar, que lamentablemente reproducirlo escapa a la posibilidad de este texto. Las ingeniosas descripciones sobre cada obra, con un afilado sarcasmo, deben ser leídas y no resumidas aquí, para captar sus certeros dardos cortazarianos. Quienes hemos sido testigos asiduos y permanentes de la evolución de la música “clásica” del siglo XX podríamos reconocer los ejemplos que Cortázar impone al público del concierto de Berthe Trépat.

Oliveira aplaude más divertido que decepcionado y divide su atención entre el “extraordinario bodrio” que la Trépat “descerrajaba a todo vapor y la forma furtiva con que viejos y jóvenes se mandaban mudar…” En un momento ya eran ocho o nueve personas, que pronto serían cuatro y finalmente sólo Oliveira, sentado en la primera fila “para acompañar un poco más a la ejecutante”.

Cuando todo termina, la Trépat quebrada por el fracaso y la huida del público, ante la incongruencia de un aplauso, Horacio sólo dice “Bravo, madame”. A partir de aquí el capítulo da un giro pues en su intento de consolarla Oliveira la acompaña a su casa y en ese helado y mojado paseo por algunas calles de París, conocemos más al patético personaje que vive una realidad distorsionada de su arte y de su propia vida.

La crítica de Cortázar no sólo está destinada a la creación musical de su tiempo, que en general admiraba, sino al fenómeno del conservadurismo del público, alejado de los estrenos de música nueva. La sala vacía que enfrenta y trauma a Berthe Trépat es un hecho mundial que ya dura muchos años. La contrapartida es la de los músicos obligados a hacer música “de museo” para no tener la sala vacía.

Una vez más un concierto y su música son pretexto para una descripción musical, esta vez tan real y patética de ese personaje conmovedor e inolvidable (que finalmente se desdibuja en autoengaño y arrogancia) y para exponer el genio de este gran escritor.

…Y basta. ¿Terminó la búsqueda frustrada de la Maga? ¿Encontró Cortázar a la Maga? ¿A la Musa? Todo esto son piezas de esta partitura modélica para armar… y que Monk y que Alban Berg… y no hay tu tía.

OTRAS RAYUELAS MUSICALES…

* No es “Las Ménades” el único texto en que Cortázar narra un concierto de piano con todo e histeria colectiva. En Un tal Lucas, colección de viñetas sobre el personaje del título, se narra cómo ante la pieza de regalo que toca un pianista el público “se concede una crisis de histeria similar a la exaltación paroxística” del músico al tocar la obra que escoge.

* Cortázar también escribió diversos textos ensayísticos dedicados a músicos específicos: “Louis, enormísimo cronopio”, “Para las Escenas Infantiles de Robert Schumann”, “La vuelta al piano de Thelonius Monk”, “Desde el otro lado”, entre otros.

* En Libro de Manuel, estamos en los terrenos de la música aleatoria y la libertad interpretativa, cuyo autor inaugural fue Karlheinz Stockhausen (que Andrés escucha paralelamente a Jelly Roll Morton). En esta obra podríamos ver cómo literatura y música están integradas con procedimientos similares en un intento de Cortázar de unir el arte y la revolución.

* Cortázar no pretendió nunca componer alguna canción, pero sí escribió letras para tangos. Algunos de ellos fueron Noticia para viajeros, musicalizado por César Isella; Noticias para viajeros, de Rogelio Botanz; los más conocidos Veredas de Buenos Aires y La cruz del Sur, ambos con música de Edgardo Cantón; el más significativo es El árbol que tú olvidaste porque, si no miente la cantante Suma Paz, le hizo la música Atahualpa Yupanqui y otro tango, más curioso, El árbol, el río, el hombre, realizado por Cortázar mismo sobre una canción popular catalana y que invariablemente se confunde con el anterior tango de árboles. Y hay por lo menos un disco, editado en 1980, Trottoirs de Buenos Aires, integrado por tangos con letra de Cortázar.

* Hay más personajes melómanos en otros textos de Cortázar, como el Raimundo Velloz de “Mudanza”, uno de sus primeros cuentos, de publicación póstuma; el protagonista del estupendo “Carta a una señorita en París” (“como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart”); el Mauricio de “Relato con un fondo de agua” que oye jazz y toma mate; y “Las caras de la medalla”, con los personajes más melómanos de todos los cuentos, Javier y Mireille, y con mayor número de obras y músicos clásicos citados, en el que ella silba un tema de Mahler en el ascensor o llora cuando escucha un quinteto de Brahms y coinciden “en Schubert pero no en Bartók” y los dos toman un vino blanco que “a Brahms le hubiera gustado… seguros de que el vino blanco tenía que haberle gustado a Brahms”. También el personaje del Diario de Andrés Fava, extraído de El examen, ambos textos póstumos, escucha jazz clásico y es un precursor de Oliveira y de los otros miembros del Club.

* No es nada gratuito que Pilar Peyrats titulara Jazzuela, a su libro y compilación en CD de los temas de jazz que “se escuchan” en la novela, ambos editados en España en 2001, ahora posiblemente conseguible mediante “bajada virtual” en algún servidor.

Elena Garro: ¿Una biografía imposible?

24/Agosto/2014
Confabulario
Lucía Melgar

Denostada por sus críticos o “enemigos” como traidora a sus pares en 1968, o como “loca” o paranoica; idealizada por algunas de sus admiradoras como escritora incomprendida o víctima de los amos del poder cultural mexicano, la escritora Elena Garro ha dejado una estela de enigmas que a 16 años de su muerte no se han resuelto. Nos ha legado también, y eso es fundamental, una obra cuya riqueza y vigencia son cada vez más notables para los lectores, en particular para la gente joven que mira con ojos nuevos los hechos terribles o maravillosos que marcan sus páramos y ciudades.

Aunque en el aniversario de la muerte, o nacimiento, de una escritora, importa sobre todo conmemorar su obra y, en el caso de Garro, subrayar la importancia de recuperarla en todo su esplendor y complejidad para la literatura y para el feminismo (aunque no se identificara con él), en el año del centenario del nacimiento de Paz y a unos meses de la muerte, en tristes circunstancias, de su hija Helena, quisiera detenerme aquí en la dificultad de aprehender su figura pública.

Una biografía (a la europea ) sería indispensable para entender mejor a “Elena Garro” como intelectual comprometida en los años cincuenta y sesenta, y como escritora (¿auto?) exiliada a partir de 1972. Nos permitiría también adentrarnos en el “campo cultural” mexicano más allá de la esquemática visión en blanco y negro, de grupos de poder y figuras (des)encontradas, que afectó mucho tiempo la recepción de la obra garriana y que, con algunas excepciones, aún subsiste.

En efecto, aunque tras su muerte, el 22 de agosto de 1998, la sombra de la política y la figura de su ex marido Octavio Paz perdieron algo del influjo, negativo, que habían tenido en la recepción y valoración de la obra de Garro, todavía parte de la crítica y del público descalifican a la autora por su supuesta “locura” o “maldad” —a veces sin haberla leído— y se pierden así de una literatura que el propio Paz consideraba admirable. Algunos recuerdan su pasión “excesiva” por los gatos, otros la “traición del 68″, otros más sus chismes o sus amantes. En su “paranoia” tiende a verse una falla inherente y a borrarse su sentido psicosocial. Pocos relacionan la capacidad crítica que se despliega en dramas como Los perrosEl rastroEl árbol o Felipe Ángeles (por sólo hablar de su teatro) con esa des-calificación: si los niños y los locos dicen la verdad, ¿no se consideraría “loca” a Garro en su época, al menos en parte, por decir verdades que minaban la imagen de la “buena sociedad” mexicana y su ilusión de modernidad? ¿Acaso en los años sesenta era común mostrar la complicidad social con la violencia contra las mujeres, la violación y lo que hoy llamamos “feminicidio”? ¿Acaso no resultaría chocante  —o no lo es aún— mostrar la discriminación racista de la clase alta hacia las indígenas y, por justicia poética, otorgarle a la víctima el poder retórico necesario para invertir los papeles y matar a su victimaria? ¿Acaso en 1968 no resonarían escandalosamente  —lo mismo que hoy— las palabras de Felipe Ángeles contra las mentiras y abusos del poder del Primer Jefe?

No pretendo con esto reducir a la escritora a una “disidente” ni negar sus rasgos paranoicos posteriores al 68, sino apuntar a la necesidad de releer la vida y obra de Garro desde la complejidad misma de una sociedad que no ha superado el machismo y de un ámbito cultural que todavía pone en duda el lugar de las mujeres en la alta cultura, sobre todo si son heterodoxas y “escandalosas” como lo fue Garro en su época. Tampoco pretendo esquivar el espinoso asunto del 68, que es precisamente uno de los enigmas más oscuros de su vida pública. A reserva de tratar el tema en detalle en otro momento, cabe sugerir sobre este tema que la pregunta no es si Garro fue o no espía de la Dirección General de Seguridad (en mi opinión, no, en la de otros, sí); sino más bien por qué se le condena todavía como “traidora a sus pares” sin tomar en cuenta las circunstancias de esa “traición” ni sus relaciones previas con los grupos culturales de entonces. No interesa justificar(la), sí debería interesarnos entender qué llevó a una crítica de la historia oficial a estigmatizar a los intelectuales que apoyaban al movimiento estudiantil y a acusar públicamente a más de uno ellos, en vez de limitarse a defenderse a sí misma de las acusaciones, en primera plana, que la convertían ante la opinión pública en integrante de un “complot comunista contra el gobierno” (el 6 de octubre del 68). ¿Podemos hablar de complicidades en una época de intensa represión? ¿Actuó Garro cegada por el pánico, por el resentimiento o por un súbito (e inexplicable) fervor autoritario? Tal vez nunca lo sepamos con certeza pero importaría preguntarlo a la luz de una historia intelectual que todavía está en proceso.

Si bien a primera vista la vida de Garro parecería ofrecer grandes posibilidades para una biografía, el camino para escribirla está plagado de obstáculos, algunos de ellos sembrados por la propia autora. En efecto, además de los sesgos que por años han permeado el examen de sus relaciones con Octavio Paz y con grupos específicos, la muerte de testigos clave, y la intensidad de las polémicas que todavía suscita, Garro misma multiplicó pistas falsas y silencios tanto en su ficción autobiográfica como en sus diarios y cartas conservados en el archivo de la Universidad de Princeton.

elaborar una biografía de su autora. Por ejemplo, el periodo de su vida en París entre 1945 y 1951 puede documentarse, así sea indirectamente, a través de su correspondencia con Bianco y de las cartas de Bioy Casares, uno de los periodos más importantes para su escritura y para comprender su actitud posterior ante su literatura, México y el exilio. En cambio, su estancia en España de 1974 a 1981 sólo puede rastrearse a través de algunos de sus diarios y cartas, en particular de la correspondencia con Gabriela Mora, que esta publicó (BUAP, 2007).

Un segundo obstáculo es la imagen múltiple que de sí misma crea la autora. Por ejemplo, en relación con la crítica chilena, no siempre es franca, proyecta una imagen de sí misma influida por circunstancias ajenas a su corresponsal o por las expectativas que tiene respecto de ella. También subsisten huecos temporales y asuntos que no se aclaran. Por ejemplo, ¿por qué cesó Garro su correspondencia con Mora? ¿Porque no le convenció la entrevista que esta le había hecho? Podría corregirla. ¿No confiaba en que Mora no la publicara, como ella quería? ¿Le molestaron las alusiones de esta a la necesidad de que Helenita trabajara? ¿Ya no le era útil Mora? Estas preguntas quedan aún sin respuesta. Ni en el diario ni en las cartas hay explicaciones suficientes.

La dificultad principal, sin embargo, no radica en lo perdido sino en lo que la escritora dejó y borró a través de los años. Dueña de una voz múltiple magistral, Garro crea y recrea su imagen y la de los demás. Sus escritos privados prueban que el sujeto que escribe no es único ni homogéneo. Esto no es excepción, al contrario. Lo particular aquí es la variedad de voces y la intensidad de ciertas contradicciones, evidentes sobre todo porque Garro usa el lenguaje con maestría.

No es que ella se invente distintas personas para cada interlocutor, pero sí puede decirse que, según sus circunstancias, sus expectativas respecto a su corresponsal y su estado anímico, las cartas escritas en fechas próximas, o en la misma, pueden contrastar entre sí por su tono o por el enfoque de los mismos hechos contados. Así, por ejemplo, cuando se lee su correspondencia con sus hermanas y con su amiga de juventud, Ninfa Santos, es evidente que con su hermana menor, Estrella, adopta una actitud maternal y sobreprotectora; con su hermana mayor, Deva, en cambio, comenta con seriedad libros y hechos políticos, y también se pelea, a veces con furia, indignación o rencor. En contraste, sus intercambios con Ninfa Santos muestran a una Elena más reflexiva, lúcida, a veces desesperada y deprimida, que busca y mantiene un diálogo entre iguales. Con ella la escritora subraya la necesidad de afirmar un pasado común como condición para un intercambio que sea un diálogo no un cruce de monólogos, y como un vínculo hacia un futuro también común. Las cartas a Santos son de las más confiables para entender el pensamiento de Garro y su experiencia en el exilio.

En cambio, otras enviadas a amigos menos cercanos o a conocidos sugieren cierta “hipocresía” y una manipulación más obvia de su voz narrativa. En algunos de ellos parece ver a ratos más una fuente de ayuda que una relación de amistad. Por ejemplo, si bien consideraba a Fernández Unsaín uno de los pocos amigos que le habían sido leales en el 68, cuando le escribe desde París, agobiada de problemas, lo elogia en exceso y acentúa el tono patético para conmoverlo. Esas son quizá de sus misivas menos atractivas, aunque contengan datos interesantes. En casos más excepcionales, la expectativa del interlocutor y la imagen que quiere dar de sí misma la llevan a adoptar una máscara falsa, como lo sugiere un pasaje de su diario donde comenta que elogió el libro de un escritor mexicano aunque le parecía detestable. Tal vez por su propia falsedad, duda de la sinceridad de sus visitantes al grado que sus expresiones de afecto la asustan. “Debo estar paranoica”, añade.

Más que la hipocresía que se le podría achacar, cabe destacar que algunas alusiones características de las cartas y diarios de Garro remiten a preocupaciones por asuntos mexicanos, en particular las relaciones de la gente, y las suyas, con Octavio Paz. Por ejemplo, cuando trata con gente que tuvo diferencias con este, se siente en un terreno común. En cambio, si alguien le parece sospechoso, en su diario lo pinta como amigo, conocido o, peor, espía, de Paz  —lo que implica que puede o quiere dañarla—. Ante él o ella Garro mide sus palabras o de plano le evade, lo cual confirmaría su “paranoia” en esa época. Al mismo tiempo no pierde su lucidez: la crítica certera al estilo doble, engañoso o pretencioso de ciertos escritores hispanoamericanos, sobre todo cuando se trata de memorias o autobiografías, se repite no sólo en su diario sino en varios pasajes de sus escritos, y en algunas declaraciones públicas. Verdad y mentira se entremezclan así a veces al mismo nivel.

Las “mentiras” de Garro ante ciertos interlocutores pueden verse como rasgo de carácter condenable pero son también un síntoma. La cuestión aquí es por qué miente Garro y por qué siente la necesidad de hacerlo, incluso ante personajes secundarios o con gente que la ha ayudado como Mora. En el caso del escritor mexicano cabe pensar que a veces lo hacía para “quedar bien”, no sólo con él sino con su grupo, lo cual sólo le funcionaba a corto plazo ya que a la larga explotaban sus diferencias con uno y otros. En otros casos su incapacidad de empatía es obvia.

En general, los diarios y cartas de los años ochenta y principios de los noventa sugieren que Garro todavía daba gran importancia a su imagen pública y que esta preocupación incidía tanto en su actuación como en su correspondencia. Lo que también cabe destacar es que en la construcción de sí que elabora Garro hay a veces una tendencia defensiva muy marcada que la lleva a no decir lo que piensa o a desdecirse, porque no quiere que se sepa o se publique lo que piensa por temor a las repercusiones que podrían tener en la vida de su hija, o de la suya y porque ella misma ve el mundo cultural mexicano como un campo de lucha entre grupos, en la que no sabe lidiar.

***

Las voces de Garro en sus cartas y en su diario crean una imagen múltiple, fragmentada y contradictoria; su reiteración de ciertos episodios clave de su vida, como su matrimonio o el 68, apuntan a una zona traumática. También encienden la sospecha de que la escritora buscaba dejar el testimonio más verdadero y creíble, convencer de su verdad, más que documentarla para sí misma. En la medida en que se siente, o está, atrapada entre el poder creciente de Paz en los años setenta y ochenta y la sombra persistente del 68 mexicano, Garro proyecta imágenes deformadas y deformantes de sí misma y de su mundo. En este sentido, su archivo invita no sólo a preguntar por los hechos y las palabras sino por las razones detrás de esos hechos y esas palabras. Esto no equivale a descalificar todo lo que dice Garro (como algunos han hecho con los pasajes problemáticos de las Memorias de Helena Paz) sino a buscar una comprensión más profunda de la autora y sus circunstancias a la luz de los hechos públicos y privados que para ella (y no sólo para otros) fueron importantes.

La dimensión poética de Cortázar

24/Agosto/2014
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

En nuestro tiempo se concibe la obra literaria como una manifestación poética total, que abraza simultáneamente formas aparentes como el poema, el teatro y la narración.
Julio Cortázar
La literatura es un arte que mantiene en su seno familiar íntimas relaciones fraternales. Hay poesía en la novela y narrativa en muchos poemas; en el teatro hay fábula y algunos dramas están escritos en verso. Generalmente los narradores muestran una vena lírica, aunque no sea su inclinación manifiesta, y los poetas dejan su huella en cada línea que escriben sea el formato que sea. En definitiva, muchas veces es la estructura lo que determina, pero el texto literario cultiva en sí mismo todos los géneros.

Un poema se puede percibir como la narración de una historia, por ejemplo estos versos de Bukowski que, al leerlos, se convierten en relato: “Hoy/ conocí a un genio en el tren/ como de 6 años de edad;/ se sentó a mi lado y/ mientras el tren/ avanzaba a lo largo de la costa,/ llegamos hasta el océano./ Entonces él me miró y dijo:/ no es hermoso’./ Fue la primera vez/ que me percaté/ de ello.”
A su vez, también podemos declamar un texto en prosa y los oyentes apreciarlo en hechura de estrofas y versos. Es interesante hacer la prueba con el famosísimo capítulo 7 de Rayuela: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas.”
Rara vez un escritor se limita a cultivar un solo género literario, aunque casi siempre hay una faceta de su trabajo que lo identifica. Todos reconocemos a Cortázar por esa portentosa construcción multiforme que es Rayuela; muchos, por sus inquietantes cuentos donde los límites se diluyen dentro de un marco esférico, inestable y perfecto; los menos lo aprecian por sus poemas formales y su poesía amorosa, inquieta y expresiva. Lo cierto es que si leemos los cientos de páginas del volumen IV de sus obras completas, Poesía y poética (Barcelona, 2005), no nos quedarán dudas sobre su indiscutible condición de poeta. Porque desde su infancia
Cortázar escribía poemas; sin embargo, de los veinticinco libros que publicó apenas cuatro eran de versos. El primero de todos estaba lleno de sonetos y el último es una recopilación de poemas; en medio, una obra literaria singular y heterogénea donde nos fue filtrando su poesía de diversas maneras.
Vida y obra
Escribir y respirar no son dos ritmos diferentes.
Julio Cortázar
Cortázar tuvo una particular relación con los géneros literarios. De niño la poesía le fluía como lenguaje propio: “Una facilidad inquietante (no para mí, para mi madre que imaginaba plagios disimulados) a la hora de escribir poemas perfectamente medidos y de impecables rimas”; y a pesar de que poseía esa esencia lírica, casi siempre encubrió su dimensión de poeta. De la etapa argentina nos queda un libro de sonetos, Presencia (1938), que el autor firmó con el seudónimo de Julio Denis. En Europa publicó dos poemarios en diferentes épocas: Pameos y meopas (Barcelona, 1971), Le ragioni della collera (Roma, 1982), pero incluyó poemas en muchos otros libros donde también gustaba de escribir prosa poética, lo que llamaba prosemas.
Lo curioso es que Cortázar guardó durante décadas escritos y apuntes tomados aquí y allá: “Poemas de bolsillo, de rato libre en el café, de avión en plena noche, de hoteles incontables.” Al final de su vida nos los dejó como regalo de despedida, recopilados en un volumen cuajado de poemas, Salvo el crepúsculo (México, 1984), que toma su nombre de un haikú de Matsuo Basho: “Este camino/ ya nadie lo recorre/ salvo el crepúsculo.”
Este libro no es una autobiografía en formato de antología poética –“recelo de lo autobiográfico, de lo antológico”–; se trata del último experimento de Cortázar, “un discurso del no método” sobre su manera de hacer poesía; una obra elaborada y organizada siguiendo la intuición y la certeza que dieron al escritor sus años de experiencia: “No aceptar otro orden que el de las afinidades, otra cronología que la del corazón, otro horario que el de los encuentros a deshora, los verdaderos.” El resultado es un volumen imprescindible para conocer a Cortázar, donde los versos se alternan con textos en prosa que son comentarios sobre su forma de construir el libro y las sensaciones que, después del tiempo, le transmiten sus poemas; y a pesar de que un amigo le decía, “todo plan de alternar poemas con prosas es suicida”, el autor nos confiesa: “Sigo tercamente convencido que poesía y prosa se potencian recíprocamente y que lecturas alternadas no las agreden o derogan.”
De esta manera Cortázar trazó el círculo de su obra literaria con comienzo y final poético. Una narrativa que recorre su camino a fuerza de lenguaje, de palabras que abren y cierran eslabones de historias y personajes que se concatenan; literatura pura, inquieta en su forma, exploradora de territorios vírgenes, repleta de búsquedas y encuentros, trasgresora y pionera.
Julio Cortázar también fue circular en su itinerario vital: nació en 1914 Bruselas, en plena guerra europea: “Mi nacimiento fue un producto del turismo y la diplomacia”; después de pasar por Suiza y permanecer unos meses en Barcelona llegó con cuatro años a Argentina. Vive su infancia y juventud en Buenos Aires, a los treinta y siete años regresa a Europa y reside en París hasta su muerte, en 1984. De niño fue un lector compulsivo que intentó componer un poema épico que relatara la historia del hombre sobre la Tierra. Maestro y profesor de literatura en ciudades de provincia, a los veinticuatro años publicó el ya referido poemario Presencia, y después sus primeros cuentos: “Llama al teléfono, Delia” (El despertar, octubre 1941) y “La bruja” (Correo Literario, 1944). En Los Anales de Buenos Aires, revista literaria dirigida por Borges, aparecieron dos relatos: “Casa tomada”, ilustrado por Norah Borges en 1946, y “Bestiario” (1947), que tiempo después daría título a su primer libro de cuentos. También publicó ensayos literarios, entre ellos un artículo sobre Rimbaud en la revista Huella (1941); otro titulado “La urna griega en la poesía de John Keats” (Revista de Estudios Clásicos de la Universidad de Cuyo, 1946) y “Teoría del túnel”, un interesante trabajo donde manifiesta que la narrativa debe fundir el surrealismo con el existencialismo y la poesía con la prosa: “Una novela comportará la simbiosis de los modos enunciativos y poéticos del idioma.”
En 1948 obtuvo el título de traductor público de inglés y francés, y escribió dos novelas que no serían editadas hasta después de su muerte: Divertimento y El examen (1986). En 1949 publicó Los reyes, un poema dramático concebido como obra de teatro, que pasó desapercibido en su época. En 1951 se instala en París, donde trabaja como intérprete para la Unesco. Sus traducciones de obras literarias, entre ellas textos de Poe, Gide y Chesterton, tienen la solvencia del profesional y del escritor; esa maestría se comprueba tanto en el Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, como en las inolvidables Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar: “La traducción me parece fascinante como trabajo paraliterario o literario en segundo grado.”
Julio Cortázar fue un escritor prolífico y audaz. En su obra destacan los libros de relatos: Bestiario (1951), ocho cuentos que contienen el germen de su mundo narrativo, donde “por primera vez me sentí realmente seguro de lo que quería decir”. En Final del juego (1956) encontramos un Cortázar “más maduro y exigente”, que ya llevaba cinco años de vida en París; Las armas secretas (1959) incluye relatos como “El perseguidor”, un homenaje al saxofonista Charly Parker, que es uno de los momentos cruciales de su narrativa, y “Las babas del diablo”, que sirvió de base a Antonioni para su película Blow-Up (1966). Siguieron Todos los fuegos el fuego (1966), Casa tomada (1969), Octaedro (1974) y Alguien que anda por ahí (1977), que contiene “Apocalipsis en Solentiname”, relato de su encuentro clandestino en Nicaragua con Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez. Con Queremos tanto a Glenda (1980) y Deshoras (1982) concluye una de sus facetas más geniales, la de cuentista.
Son bien conocidas las novelas que Cortázar publicó en vida: Los premios (1960), que fue escrita durante un viaje en barco de Europa a América; Rayuela (1963) y sus derivados, 62 Modelo para armar (1968), un experimento literario que tiene como eje articular un poema (“En la ciudad”) y La casilla de los Morelli (1973); por último, El libro de Manuel (1973), que desarrolla temas políticos y humanistas.
La obra de Cortázar nos sorprende con libros experimentales, auténticas misceláneas que incluyen textos de todos los géneros, imágenes fotográficas, pinturas y dibujos, que dejan constancia de su lucha incansable por ensanchar la literatura, donde trasgresión e innovación son punta de lanza. Entre otros podemos citar: Historias de cronopios y de famas (1962); La vuelta al día en ochenta mundos (1967); Ceremonias (1968); Último round (1969); Viaje alrededor de una mesa (1970); Prosa del observatorio (1972); Fantomas contra los vampiros multinacionales, historieta publicada en el periódico Excélsior (1975); Silvalandia, con textos inspirados en dibujos de Julio Silva (1975); y Un tal Lucas (1979), conjunto de notas, poemas y apuntes de un alter ego del autor.
La responsabilidad del poeta
Hablo de la responsabilidad del poeta, ese irresponsable por derecho propio, ese anarquista enamorado de un orden solar y jamás del nuevo orden.
Julio Cortázar
Julio Cortázar es un agitador literario que creó un género propio lleno de experimentación y cargado de oficio. Según su criterio, el escritor debe ser un explorador, una persona que va delante abriendo brecha: “escritores que entiendan y vivan su tarea como las máscaras de proa,/ adelantadas en la carrera de la nave, recibiendo/ todo el viento y la sal de las espumas”; que ejerce de investigador imaginativo y artesano del lenguaje, porque el verbo, además de ser la materia que integra el cuerpo de la literatura, también es la herramienta con la que hay que explorar y construir el universo literario: “Ser escritor/ poeta/ novelista/ narrador/ es decir ficcionante, imaginante, delirante,/ …/ quiere decir en primerísimo lugar/ que el lenguaje es un medio, como siempre,/ pero este medio es más que medio,/ es como mínimo tres cuartos./…/ y hay otra cosa, simple y grave:/ no se conocen límites a la imaginación/ como no sean los del verbo,/ lenguaje e invención son enemigos fraternales/ y de esa lucha nace la literatura.” (Un tal Lucas)
Desde Presencia, su primer libro, Cortázar comienza un camino literario donde late una dimensión poética que mantiene el pulso a lo largo de un trayecto que culmina con la publicación de Salvo el crepúsculo. El recorrido intermedio es el viaje vital de un poeta comprometido, consigo mismo y con los demás, como creador literario y persona social: “Para mí la poesía es una piedra de afilar, prepara siempre alguna cosa para el combate de adentro o de afuera.” Un camino que transita por estaciones que tomaron forma de libro y no se sujetaron a un diseño establecido sino que asumieron el riesgo de experimentar y construir. El resultado es una serie de edificios únicos, en los que la arquitectura literaria se reinventa gracias a la magia del maestro que domina a la perfección el uso singular de las palabras.
En su obra siempre se vislumbra al poeta en busca de versos que funcionen como puente entre realidades diversas, para ir más allá de la percepción unívoca y hacer un mestizaje de lo evidente con lo mágico, de lo rígido con lo voluble. En el centenario de su nacimiento, Cortázar se mantiene a la vanguardia porque sus textos son visiones que se cuelan en la estructura lineal del mundo previsible, por un hueco que permite otros enfoques. Una apuesta clara por lo natural frente a lo retórico, por lo marginal como anverso de lo estrictamente profesional, por la improvisación y la ruptura frente al aburrimiento de los esquemas comunes. En definitiva, la escritura con factor de riesgo, un peligro real para la continuidad del orden establecido.


México en las cartas de Cortázar

24/Agosto/2014
Jornada Semanal
Ricardo Bada

Quinientas cincuenta y tres veces se menciona a México y/o a los mexicanos en la correspondencia de Cortázar, y el espacio de un artículo es deveras insuficiente para lo que, con clamorosa evidencia, está pidiendo un ensayo. Pero un artículo sí ofrece espacio bastante como para aproximarnos al tema con un par de buenos ejemplos.
El primero de ellos, y el primero de todos, se encuentra en una carta del 14/VI/1952, desde París, a su mejor amigo, Eduardo Jonquières, en Buenos Aires. En ella le platica que acaba de escribir dos cuentos, uno de ellos el más mexicano de todos los suyos, “Axolotl”. Luego le refiere que acudió a una exposición de Tesoros de la Edad Media en Italia, donde descubrió un Cristo de Andrea Pisano con “los brazos en alto y la cruz también: Y. Aquello adquiere un ímpetu de vuelo casi terrible.” Y que le dijo a Sergio, un amigo común: “Si yo fuera pintor o escultor, iría más allá: ¿por qué no tallar un Cristo que sea a la vez su propia cruz? [...] Cuatro días después entro en una inconcebible exposición de arte mexicano en el subsuelo del Musée d’Art Moderne. En una sala de obras coloniales veo mi idea realizada por un imaginero indio: una terrible cabeza de Cristo que se continúa por la cruz en sí. Créeme que tuve casi miedo.”
Dos años más tarde, en una carta a Damián Bayón, crítico de arte e historiador argentino, fechada también en París, 20/VII/1954, le pregunta: “¿Vas a escribirnos desde México? México es uno de los países que están en mi lista, pero pasan los años sin que me llegue la hora de ir a verlo. Si por casualidad conoces o ves a Orfila Reynal, dale muchos saludos míos. Y lo mismo a Octavio Paz, que es un muchacho simplemente extraordinario, y todo un poeta.” Al final se despide así: “Hasta siempre, Damián, y escríbenos desde algún rinconcito mexicano, entre dos chamales (no sé lo que son pero suena a mexicano).”
Dos meses después, siempre desde París, el 27/IX/1954, le escribe a Alfonso Reyes: “Muy querido maestro: Emma Susana Speratti Piñero y Ana María Barrenechea me han enviado la carta que Don Alejandro Quijano remitió a usted el 7 del corriente, y la cual consiente en otorgarme una credencial como colaborador de Novedades. No me será fácil encontrar las palabras para darle a usted las gracias por su generosa intervención en este asunto, cuyo buen éxito habrá de permitirme continuar residiendo en París. Ahora más que nunca siento de veras no haber tenido el gusto de conocer a usted personalmente, pues me hubiera sido más fácil decirle hoy por carta lo que valoro su gesto, y todo lo que representa para mí. En los días que usted vivía en Buenos Aires yo era demasiado joven para acercarme en otra forma que a través de sus libros. Y hoy me separan muchas aguas y muchas tierras de su mano que, sin embargo, se ha tendido hacia la mía y que estrecho con tanto cariño y tanta admiración. De todos modos Emma y Ana María que me conocen bien, sabrán decirle mucho más de lo que hallará usted en estas malas líneas. Delego en ellas la forma viva y presente de mi gratitud y mi amistad. Acepte el gran abrazo de quien lo admira y lo quiere, Julio Cortázar.”
A Eduardo Hugo Castagnino, 15/VII/1955: “Espero la aparición de un libro [Final del juego, Los Presentes, 1956], que me están editando en México, donde de golpe han aparecido unos admiradores que se han hecho cargo de la edición, con particular regocijo por mi parte.
Ya tendrás un ejemplar, si no me despierto antes y descubro que era un sueño.”
A Eduardo Jonquières, 27/V/1956: “El libro de cuentos está por salir en México; me prometen ejemplares para este mes o el que viene. (Los relojes aztecas son tan blandos como los de Dalí, y sus calendarios deben responder a la teoría de la expansión del universo).”
Cartas de un hombre en París
A Paul Blackburn, 20/IV/1958: “Lo único que se me ha escapado de tu traducción es ‘una caballeriza llena de mexicanos’. Sé que los mexicanos aman mucho a los caballos, como los argentinos, pero un establo lleno de mexicanos es demasiado para mí. Me he quedado muy perplejo.”
A Carlos Fuentes el 7/IX/1958 sobre La región más transparente: “No siendo mexicano, ignorándolo todo del ambiente que suscita y refleja a la vez una novela como la suya, tengo ventajas y desventajas igualmente peligrosas con respecto a los lectores de allá. Las desventajas son obvias, [...] pero, en cambio, creo tener alguna ventaja que quizá falte allá: en primer lugar la falta de compromiso con esa realidad en que usted está comprometido y, dentro del mismo juego, todos los lectores mexicanos. Puedo leer el libro como si fuera una novela de, digamos, Joyce Cary o Boris Pasternak; ¡qué diferencia cuando me llega de Buenos Aires alguna tentativa de explicación o crítica de los problemas argentinos!”
A Amparo Dávila, 25/I/1964: “Me maravilló la película Memorias de un mexicano, que sin duda conoces; jamás me hubiera imaginado que existían tantos documentos gráficos de la revolución, y que algunos fueran tan hermosos.”
A Paco Porrúa, 19/V/1964: “¿Conocés a un crítico de Excélsior, de México, llamado Francisco Zendejas? Se mandó tres artículos seguidos sobre Rayuela, a cual más delirante, y acabó diciendo que el libro era la declaración de independencia de la literatura latinoamericana. Pues mira, mano, cómo vamos mero mero...” Y al mismo corresponsal, el 4/IV/1966: “Un mexicano quiere filmar Rayuela. ¿Locura, hongos halucinógenos [sic] o sonso nada más?”
A Julio Silva, 23/VIII/1966: “Trabajo mucho en La vuelta al día en 80 mundos, que así se llamará el libro-collage que saldrá en México el año que viene. Nada me haría más feliz que contar con tu consejo y ayuda para la diagramación de ese libro, que será una especie de almanaque de textos cortos y muy diversos, un libro para cronopios. El editor me da bastante carta blanca para meter viñetas, mapas, galletitas secas, gatos disecados, etc. Además me propone cajas fabulosas, incluida una de 24 x 20, que es una exageración.”
A Francisco de la Maza, 4/VI/1967: “Quiero agradecerle su hermoso Antinoo, que acabo de leer en estos días. Desde luego, un libro a tal punto exhaustivo es de por sí un documento de un valor fuera de lo común; pero en su caso, afortunadamente, hay mucho más que eso, hay la presencia continua de un escritor y un artista, de alguien para quien el tema resulta evidentemente consustancial.”
A Paco Porrúa, el 26/VII/1967, le habla de la editorial Siglo XXI, que va a publicarle La vuelta al día en 80 mundos: “Parece muy dinámica, y en todo caso ha hecho todo lo posible por demostrarme que hasta mis zapatos viejos pueden ser editados ventajosamente en México.”
Y el 21/I/1968, al mismo corresponsal: “Me alegró lo que me decís de La vuelta al día, que está muy lejos de ser un libro ‘importante’ pero en cambio tiene, creo, muchas páginas divertidas. En México y en Cuba el libro es una especie de explosión, y me dicen que también en la Argentina. En todo caso yo tengo aquí ríos de cartas con toda clase de comentarios, desde el amor hasta el insulto.”
A Roberto Fernández Retamar, desde París, 20/I/1968: “Octavio Paz renunció a su cargo de embajador después de la masacre de México. Me manda un poema y una carta que explica y da su terrible y hermoso sentido al poema.” Y el mismo día, a Omar del Carlo: “Hiciste bien en divertirte con lo que llamas mi malhumor subterráneo, porque en todo caso no estaba dirigido contra vos ni mucho menos. Estos son tiempos de malhumor metafísico, histérico, lo que quieras: Biafra, México, Vietnam, las opciones son diversas. En todo caso, perdoname la posible brusquedad; te repito que nada tiene que ver con vos.”
A Paul Blackburn, 19/XI/1968: “Como recibo más dinero que antes, de México, la Argentina y ahora de los Estados Unidos, confío en poder trabajar menos en la Unesco y otras mierdas.”
A Eduardo Jonquières, 1/VIII/1969: “Maduro despacito la idea de irme a México el año que viene; de golpe tengo tanta libertad entre las manos que casi me da miedo.”
A Lezama Lima, 16/VIII/1970: “Sí, conocí al poeta [José Carlos] Becerra en Londres, me lo presentó Vargas Llosa, y era tan tímido que llevaba su libro para mí, ya dedicado, y no se animó a sacarlo del bolsillo aunque pasamos una velada juntos; lo dejó en manos de Mario, que me lo entregó más tarde. Su muerte me ha dolido profundamente, y he pensado en la extraña paradoja de que haya encontrado las Tijeras por manejar de noche su automóvil, cosa que no había hecho jamás pues era muy distraído y sus amigos le suplicaban que solamente guiara de día para no perder demasiado el rumbo. Curioso, sí, que el poeta, ese licántropo, no haya podido llegar al fin de la etapa en la oscuridad, que unos faros o una sombra de álamo lo hayan desviado hacia el barranco donde había de matarse.”
A Félix Grande, 15/II/1971: “Pues no, viejo, no tengo ningún domicilio de Octavio en México, pero pienso que si le escribes al Colegio de México, en el cual como quizá sabes tiene que hacer un curso este año, la carta le llegará sin problema. La otra solución es escribirle c/o Mortiz. Vi apenas de paso a Octavio cuando vino unos días a París, pues yo estaba ya yéndome a La Habana y todo se redujo a unos tragos y un abrazo.”
A Evelyn Picón Garfield, el 15/X/1973: “¿Te acuerdas de esa parte en que te cuento que un señor mexicano, en casa de Allende, juró haberme visto en la TV mexicana, entrevistado por una muchacha rubia? Era en febrero de este año. Pues bien, hace una semana, y por primera vez en mi vida, acepté dejarme entrevistar por la televisión, pues me daba la oportunidad de atacar a la Junta militar de Chile, hablar de Pablo Neruda, y definir mi idea de la revolución en América Latina. Me filmaron aquí, en París, hace seis días. La persona que me entrevistó se llama Silvia Lemus, y es una muchacha rubia. Y me entrevistó para la televisión de México.”
A Ana María Hernández, 21/I/1975: “Hubiera sido muy hermoso encontrarnos en París o en otro lado durante tus vacaciones, pero la frase anterior te estará diciendo ya que no será posible esta vez. En febrero (dentro de tres semanas más o menos) tengo que ir a México por la reunión del Tribunal de Helsinki, que se reúne para ocuparse de Chile. Me lo pidieron la Tencha Allende y Carlos Altamirano cuando nos vimos en Bruselas; también estará García Márquez, y no me puedo negar.”
A Rosario Santos, 31/III/1975: “En México, después de una semana agotadora de trabajo, pude escaparme en un auto y recorrer todo el país, quedándome en los pueblitos, hablando con la gente y conociendo todo lo que no puede dar la capital.”
A Ángel Rama, 16/IX/1975: “Cristina Peri Rossi está en unos líos terribles en España, y tendrá que irse en algún momento porque no le renovaron el pasaporte. Yo le voy a buscar colaboraciones en diarios de México, y te pido que si hay una chance en Caracas, me lo digas. Cristina tiene una cantidad de cuentos y poemas inéditos, y además ha escrito notas periodísticas, reseñas, etc. Sus calidades vos las conocés mejor que yo. Gracias por ella y por mí de antemano.”
A Evelyn Picón Garfield, 24/VIII/1976: “Lamento que los puritanismos mexicanos te hayan malogrado un poco las vacaciones; esa gente es en verdad muy extraña y yo no termino de comprenderla. Cada vez que he ido a México, he esperado una especie de revelación sobre su carácter, pero es inútil, me vuelvo a París con la misma ignorancia.”
A Ofelia Cortázar, desde Zihuatanejo, el 13/VII/1980: “Estamos en una playa bastante solitaria, pasando nuestras vacaciones con el hijito de Carol. El lugar es bellísimo y el mar azul y caliente, de modo que es perfecto para descansar y tostarse; falta nos hacía después de tantos viajes y tanto trabajo en París.“ Y una semana más tarde, desde el mismo lugar, le cuenta a Luis Tomasello maravillas de la playa y el sol y el descanso que están teniendo allá. En los mismos términos se expresa en cartas a su madre, el 18/VIII/1980, desde Zihuatanejo, y luego desde San Francisco, el 23/IX/1980: “Nuestro viaje final por México fue muy hermoso. Combinamos autos alquilados con aviones locales para recorrer diversas partes del territorio, y así en dos semanas pudimos ver una gran cantidad de cosas hermosas. Yo ya conocía parte de eso, pero Carol era la primera vez que venía a México, de modo que fue muy agradable mostrarle ciudades, ruinas y paisajes; luego fuimos a otros lugares que yo no conocía, y entonces el placer fue todavía más grande.” Un mes después, 23/X/1980, y asimismo desde San Francisco (donde Cortázar ha ido para dictar un curso de literatura en Berkeley), vuelve a decirle a su madre: “Cada vez que pensamos en esta temporada en México nos parece todavía más hermosa.”
Last but not least, remataremos esta cosecha de citas con la de una carta a Jaime Salinas, también desde Berkeley y también el 23/X/1980: “Me gustaría mucho que me acusaras recibo de la llegada de este envío, pues aunque el correo de aquí es seguro (el de México me llevó casi al harakiri), lo mismo prefiero estar seguro de que no te has quedado esperando sin que yo lo sepa.”


“Él veía un mundo que convertía a su modo”: Edith Aron

23/Agosto/214
Laberinto
Julio I. Gódinez Hernández

Un encuentro casual es lo menos casual en la vida. La puerta está entreabierta. Quizá siempre esté así, a la espera de un visitante fortuito. Quizá solo sea que adentro me espera el personaje más enigmático de la literatura hispanoamericana.
Tras golpear la pequeña aldaba, una voz aguda que proviene del fondo del pequeñísimo departamento de St. John’s Woods —una lujosa área al noroeste de Londres— me pide que empuje la puerta. La intensa luz que entra por la ventana me ciega por un momento. Sobre una silla de escritorio de metal con ruedas, como envuelta por el halo de su aura, está Edith Aron, la mujer que inspiró a Julio Cortázar. Es la Maga, aunque diga lo contrario.
Si bien ya no es la mujer de silueta y cintura delgada descrita en Rayuela, la reconozco al fondo del salón: sus ojos verdes, su “fina cara de traslúcida piel”. A sus casi noventa años sonríe sin sorpresa.
“Bienvenido”, me dice alegre, rodeada de su microuniverso de libros viejos en el que se encuentra un ejemplar de El Llano en llamas y que va de piso a techo, un espacio repleto de carpetas que contienen borradores a máquina y a mano que quizá formen parte de una historia imaginaria, fotografías en blanco y negro que son como ventanas que se asoman al pasado, recortes de periódico que hasta hace un momento parecían flotar en el aire y que de pronto, en un cándido movimiento que pareció ordenado por ella misma, han vuelto a su sitio en los estantes polvorientos.
“¿Te molesta si prendo la televisión?”, pregunta ya con el control remoto en la mano, arrastrándose sobre la “maldita silla de escritorio con rueditas”. Es el mediodía de un miércoles cualquiera, la hora en que la televisión pública transmite el espectáculo de la política inglesa. Los tories se lanzan con todo sobre los laboristas en el Palacio de Westminster. Discuten a gritos, sin perder las formas, sobre el presupuesto para educación. Edith me sonríe y señala la pantalla.
A pesar de que en el mundo intelectual siempre se supo quién era la mujer que inspiró al personaje que Oliveira busca en Rayuela, fue hasta hace diez años cuando ella, que ahora pinta coquetamente sus labios, dio una entrevista sin conceder por completo si era o no la Maga. “No soy yo. Ella es un personaje literario”, dijo entonces Edith Aron, quien conoció y trató a Julio Cortázar en París. “Él vio todo de una manera contraria a la que yo lo hice. En un pedazo de papel él veía un mundo que convertía a su modo”.

***
Edith Aron nació en 1927, en una familia judía asentada en una región alemana que parecía óptima para ofrecerle el mundo intelectual. Como Sarre se halla en la frontera entre Luxemburgo y Francia, Edith convivió con el francés y el alemán desde muy joven.
La ríspida relación que mantenían sus padres hizo que su mamá, de entonces 40 años, y ella, de siete, abandonaran Alemania en 1934 para trasladarse a Argentina, donde vivían unos parientes. En Buenos Aires, Edith ingresó al Colegio Pestalozzi. Cinco años más tarde, en 1939, la madre, Else Wolf, comenzó a recibir en una pensión que había instalado en la capital porteña a grupos de judíos que escapaban del nazismo.
Con acento marcadamente argentino y mientras acaricia una cajetilla de Philip Morris Ultra Lights, los únicos cigarros que ahora tiene permitido fumar, Edith recuerda una fotografía de su papá pegada al muro junto a su cama. “Cada noche lo veía”, dice con la nostalgia de una amante del tango.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, Edith recibió una carta de su padre. Decía que estaba vivo y que había huido de Sarre gracias a que alguien lo alertó de la presencia de los nazis. El hombre al que no había visto en quince años, y que recordaba gracias a la fotografía junto a su cama, la invitaba a visitarlo.

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La primera vez que Edith Aron vio a Julio Cortázar fue en la oficina de cambio del barco italiano Conte Biacamano. Era enero de 1950 y ambos viajaban de Argentina a Europa. Lo único que a esa chica de 23 años le llamó la atención de aquel joven fue su porte y la forma peculiar de pronunciar la “r”, “muy a la francesa por haber nacido y pasado unos años en Bruselas”.
Edith volvió a ver a Julio otras dos veces en el salón principal. Comía con sus compañeras de camarote y las hacía reír. La noche siguiente, Cortázar y un amigo suyo tocaron un tango en el piano. Ni él ni ella cruzaron palabra alguna. Al desembarcar en Cannes, donde la esperaba un enviado de su padre, Edith no imaginó que una serie de coincidencias la harían enamorarse de quien sería uno de los mejores escritores del siglo XX.
Edith llegó a ese París en el que uno podía encontrarse a personajes como Jacques Prévert o Albert Camus en el Café de Flore o en el Deux Magots. El destino hizo que Edith se encontrara tres veces con Cortázar por casualidad. “Él creía que las cosas pasaban por algo. La primera vez que lo volví a ver fue en un cine al terminar la función de Juana de Arco. Ahí intercambiamos algunas palabras cuando nos reconocimos como pasajeros del buque italiano. La segunda vez lo vi en una librería cuando llevé un encargo. Nos saludamos y fue todo. La tercera sucedió en una visita a los jardines de Luxemburgo. Entonces él quedó muy impresionado, así que nos fuimos a tomar un café. Me leyó un poema y hablamos de amigos comunes de Buenos Aires”.
Le pregunto si no le parecía sorprendente encontrarse con aquel joven alto y delgado en una ciudad tan grande como París. Edith dice que no. Sus encuentros fueron más frecuentes, lo mismo en la Rue de Seine que en el Pont des Arts, como describe Cortázar en Rayuela, y a través de citas acordadas y visitas espontáneas. Sin embargo, después de unas semanas, Cortázar regresó a Argentina.

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Mientras batalla con la silla de la que, dice, no se ha podido parar desde hace dos años, Edith recuerda que en 1951 recibió una carta de Cortázar en la que le decía que había ganado una beca y volvía a París.
Por aquellos años conoció a Octavio Paz en el Café de Flore. Más tarde traduciría algunos de sus poemas al alemán, musicalizados con flauta, arpa y violonchelo por un germano de nombre Aribert Reimann y que Edith guarda celosamente, un tesoro al que solo me deja tomar un par de fotografías.
Fue por aquellos días cuando Edith encontró, “ya un poco roto en el atardecer de un helado marzo”, un paraguas en la Place de la Concorde. “Lo usaste muchísimo —narra Cortázar en Rayuela—, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída […] y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de la basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo enrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril y desde ahí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca”.
“Aquello es lo único real de todo el libro”, sostiene Edith. Eso ocurrió en 1952, “el año de Cortázar”, el tiempo en que estuvieron más cercanos que nunca, más enamorados, un momento de inflexión en su vida. Julio le pidió que viviera con él; ella no aceptó porque deseaba estudiar.
Un día, mientras comían, Cortázar jugaba con unas migas de pan. La miró y le dijo: “Tengo ganas de escribir un libro mágico”. Así nació Rayuela.

***
En diciembre de 1952, Julio Cortázar invitó a Aurora Bernárdez a París, una chica argentina con la que compartía algunos intereses y por la que también se sentía atraído. “Ella era una mujer con la que él tenía más cosas en común. Al final se decidió por ella y se casaron. A mí me dolió mucho, me hizo mucho daño. Él quería que siguiéramos siendo amigos”.
Aron pagaba la renta traduciendo textos del alemán al español y viceversa, soñando con ser escritora. Mucho tiempo después, en 1963, Cortázar le envió una copia de la recién publicada Rayuela. “No me gustó la dedicatoria, era tan fría que decidí arrancar la página”. No obstante, por una carta que el escritor argentino le hizo llegar, supo que en el libro había un personaje inspirado en ella.
—¿Y aquella página con la dedicatoria? ¿Qué le hizo?
—Por ahí debe de estar, entre tanto papel.
Entre 1963 y 1964 la madre enfermó y Edith Aron tuvo que viajar a Argentina. Le pidió a Cortázar, que para entonces ya era un escritor consagrado y de quien Edith había traducido algunos cuentos, que le ayudara explicándole a los editores su mala situación, pues con el viaje iba a retrasar la entrega de unos manuscritos. “No obstante, al volver de Argentina ya nadie quería que hiciera sus traducciones; tuve que volverme profesora de idiomas”. Edith no supo qué sucedió sino hasta mucho tiempo después. Cuando se publicó la correspondencia de Julio Cortázar, Edith leyó una misiva que el autor de Bestiario le había enviado en 1964 al editor Paco Porrúa: “No necesito decirte quién es Edith, vos lo habrás adivinado hace mucho, ¿verdad? Entonces, ¿vos te imaginás Rayuela traducida por ella? […] En Rayuela, te acordarás, la Maga confundía a Tomás de Aquino con el otro Tomás. Eso ocurriría a cada línea”. Estas palabras rompieron todo lo que Edith Aron pensaba de Julio Cortázar.
Volvieron a verse en dos ocasiones: una en la Feria del Libro de Frankfurt y otra en el Metro de Londres, en 1977, donde Edith vivía con su esposo y su hija Joanna. “Él me preguntó si no pensaba que ese encuentro tenía algún sentido, y me pidió que nos viéramos al otro día pero yo ya no creía en la casualidad. Al llegar a la estación de Picadilly dije ‘Me voy’, y nunca volví a saber de él hasta que un día de 1984 abrí el periódico en un café y leí que había muerto”.
La tarde se va a pique entre un intenso olor a ungüento y ceniza en St. John’s Woods. En su pequeño departamento, Edith Aron deja, por ahora, de escarbar en su memoria para maldecir nuevamente con una sonrisa a la silla de escritorio mientras, entre todo ese universo revuelto, encuentra casualmente una carta de Julio Cortázar.