sábado, 28 de abril de 2012

El (nuevo) malestar en la cultura/ I

28/Abril/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

La cultura ya no es, como concepto y como práctica, lo que solía ser. Eso nos dice el conjunto de ensayos agrupados en el nuevo libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012). “Las horas han perdido su reloj” (Vicente Huidobro) es el epígrafe natural para documentar este extravío que ha desembocado en “un mundo donde el primer lugar de la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal”.
Desde luego, Vargas Llosa entiende la legitimidad del esparcimiento, pero su libro lo que intenta mostrar es el costo que tiene convertir esta aspiración en “un valor supremo”, ya que tiene “consecuencias inesperadas: la banalización de la cultura, generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo”.
Ese es el punto de partida del libro de Vargas Llosa, cuyo título mantiene una deuda —reconocida por el autor— con el del situacionista francés Guy Debord, La sociedad del espectáculo, aparecido en 1967. (“El libro de Debord contiene hallazgos e intuiciones que coinciden con algunos temas subrayados en mi ensayo, como la idea de que reemplazar el vivir por el representar, hacer la vida una espectadora de sí misma, implica un empobrecimiento de lo humano. Asimismo, su afirmación de que, en un medio en el que la vida ha dejado de ser vivida para ser solo representada, se vive por «procuración», como los actores la vida fingida que encarnan en un escenario o en una pantalla. «El consumidor real se torna un consumidor de ilusiones». Esta lúcida observación sería más que confirmada en los años posteriores a la publicación de su libro”).
Lejos de parecerme contradictorio que un liberal como Vargas Llosa tenga este acercamiento con un pensador marxista como Debord (en otra parte señala las obvias diferencias con él) me parece sumamente alentador para el debate y la crítica de estos temas.
Al fin y al cabo, por vías distintas, Debord y Vargas Llosa llegan a describir una sociedad que hace posible que el espectáculo se sobreponga a la cultura en todos los terrenos. Y de ese avasallamiento surge lo light como lo dominante. El cero esfuerzo intelectivo, la recepción pasiva de un sinnúmero de productos llamados artísticos y culturales con los que se nos atiborra cotidianamente y entre los que nada sobresale lo suficiente como para sobrevivir más allá de una breve temporada.
“La literatura light, como el cine light y el arte light —escribe Vargas Llosa—, da la impresión cómoda al lector y al espectador de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con un mínimo esfuerzo intelectual. De este modo, esa cultura que se pretende avanzada y rupturista, en verdad propaga el conformismo a través de sus manifestaciones peores: la complacencia y la autosatisfacción”.
Para quienes hemos seguido como lectores al autor de Conversación en la Catedral, es claro que estas preocupaciones, muy suyas, han ido en aumento. Su defensa de la alta cultura versus lo que él define como el espectáculo dominante es notable en el curso de los últimos años, a través precisamente de las piezas —periodísticas unas, propiamente ensayísticas otras— reunidas en su libro.
Se puede estar o no de acuerdo con Vargas Llosa en su demoledora crítica de la literatura light, la farsa de una parte del arte contemporáneo o el declive del intelectual en el ámbito crítico, pero es indiscutible que hoy más que nunca hace falta llamar la atención sobre estos temas. Él lo hace con rigor e incluso con la valentía que se precisa en estos tiempos para decir: señores, además de la basura televisiva, abundante, invasiva, estamos consumiendo otras formas de entretenimiento banal en forma de buena literatura, de best sellers con tramas concebidas desde la mayor pobreza de ideas; estamos aceptando como arte descabelladas y grotescas creaciones amparadas en lo conceptual; estamos perdiendo en el ámbito periodístico e intelectual altitud y sentido crítico…
No encuentro en su diagnóstico nada falso, pero quizás son cuestionables algunas de sus conclusiones, resultado en parte de eso que Gilles Lipovetski le señaló en Madrid hace unos días en un diálogo que sostuvieron con motivo de la aparición del libro del escritor peruano (y que reseñó para estas páginas Jesús Alejo): “tengo menos fe que usted en la alta cultura, sobre todo cuando Óscar Wilde pasó 20 años de su vida en prisión, y recuerdo también que la nación más cultivada antes de la guerra era la alemana. La alta cultura no ha protegido a las personas de la barbarie”.
Pero de ello, por razones irremediables de espacio, tendré que hablar en mi próximo artículo.

domingo, 15 de abril de 2012

El ensayo como práctica

Abril/2012
Letras Libres
Rafael Lemus

A veces pasa que algunos escritores dictan poéticas severas y chatas que ni siquiera ellos mismos tienen el cuidado de respetar. Ese es un poco el caso de Luigi Amara, quien hace dos meses publicó aquí (“El ensayo ensayo”, Letras Libres, núm. 158) una apagada disertación sobre el ensayo y quien, afortunadamente, practica una escritura ensayística más potente e irreverente que la que ahí prescribe. Quién sabe si exasperado ante la profusión de papers académicos o sencillamente lampareado por la reciente reedición de los Ensayos de Montaigne, Amara fijó en ese artículo una definición cerrada y esencialista del ensayo –en resumen: un género egotista e impresionista condenado a repetir los ademanes de su supuesto fundador– que ya mereció la atinada sorna de Heriberto Yépez (“Ilusiones del ensayo-ensayo”, Laberinto, 25 de febrero). Convenza o no, el texto es de una utilidad innegable: reúne en unas cuantas páginas los tópicos que suelen blandirse para justificar los ensayos personales o literarios y deslegitimar todas esas prácticas ensayísticas que portan, ay, una tesis y se involucran con la teoría crítica o las ciencias sociales. Desde luego que no está de más discutirlo y disputarle el signo ensayo. ¿Por qué habría uno de contemplar mudamente cómo ciertos ensayistas definen en su provecho el recurso del ensayo, le fijan un origen, delinean sus normas, recortan sus bordes y se lo guardan en el bolsillo?

Hay que empezar ahí donde termina Amara: en esa tosca raya que pinta entre los textos literarios y todos los demás documentos. “Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas –escribe–, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica [...] se queden en el estante de la ‘no ficción’ [...] Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.” Es decir: no conforme con aislar al ensayo –al ensayo auténtico, al ensayo ensayo– de la teoría y de la academia y del periodismo y de la política, al final hace otro poco y lo arrastra hasta el compartimento, en apariencia apacible, de la literatura. Es como si, después de décadas de batallas por desdefinir el arte y perforar la esfera de lo literario, siguiera habiendo solo de dos sopas: o se escribe literatura o se redactan textos que no son literatura. Por fortuna hay otras muchas escrituras mestizas que rebasan esa tiesa dicotomía (manifiestos, crónicas, reseñas, alegatos, textos de artistas) y el ensayo es, creo, una de ellas. El ensayo –al menos como lo han practicado miles y entendido otros tantos– no es, propiamente, una forma artística volcada sobre sí misma ni, tampoco, un simple reporte mal o bien redactado: es una escritura esquiva, inestable, se diría que intersticial, que anda entre varios campos sin fijarse en ninguno, a la vez usando y subvirtiendo elementos de diversas tradiciones. De pronto el autor que ejerce el ensayo penetra el terreno de la narrativa o de la poesía y se vale de la ficción o recarga otro poco su “estilo”. De pronto atraviesa el terreno de la historia o de la crítica literaria, de la sociología o del periodismo, de la ciencia política o de la filosofía, y se lleva consigo datos y términos e ideologías. No es que sea un género híbrido, mitad esto y mitad aquello. Es que no es un género: es una práctica que, cada vez que sucede, adopta rasgos y registros particulares.

Lo mismo en el texto de Amara que en otros elogios del ensayo personal uno acaba topándose tarde o temprano con una aversión, más o menos manifiesta, a la teoría literaria. A veces esa fobia se expresa como denuncia de la academia (y sus “aparatos críticos” y sus “rigideces consensuadas”) y a veces como reproche contra los “autoproclamados posmodernos” que, entre otras “baladronadas efectistas”, cometen el crimen, al parecer imperdonable, de pensar con términos distintos a los que el humanismo liberal nos ha acostumbrado. Pero, a todo esto, ¿por qué se le teme tanto a la teoría? En parte, porque se sabe que las categorías teóricas (qué sé yo: subalternidad, biopolítica, habitus, sensorio, fetichismo de la mercancía) arrastran consigo sus propios referentes y polémicas y que, apenas entran al ensayo, desbordan el dichoso yo del autor, fisuran la artificiosa unidad del texto y atentan contra esa autonomía de la forma que, según algunos, distingue a las creaciones artísticas. Pero, de acuerdo con Adorno, esa es justamente la maniobra que permite el ensayo y que ni los géneros literarios ni los tratados dizque objetivos toleran: el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos. La literatura, para no ensuciar su pretendida especificidad, rara vez le abre la puerta a las categorías teóricas; la filosofía y las ciencias sociales, para no ocuparse de “minucias”, desprecian toda aquella realidad que no fue absorbida por esas categorías. El ensayo, por el contrario, hace esto y aquello: emplea los conceptos, revienta los conceptos, atiende lo que queda fuera de los conceptos.

Apenas si sorprende que el ensayo ensayo defendido por Amara –“subjetivo y tentativo”, enemigo de la teoría y de la academia, desprovisto de tesis y de agenda política, forzado a orbitar indefinidamente alrededor de un yo más bien ilusorio–, en vez de afirmar, masculle: “susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector”. Uno ya se va acostumbrando: o se defiende la naturaleza estética del ensayo, y para ello se ocultan sus coqueteos con el concepto, o se defiende su potencia intelectual, y para ello se ocultan sus coqueteos con la expresión artística. Lo que rara vez se dice, y el texto de Amara de plano descarta, es que son legión los textos ensayísticos que, más que intentar reflejar literariamente o explorar rigurosamente la realidad, se empeñan en afectarla. Basta leer un puñado de ensayos para advertir que no todos se conciben como composiciones literarias ni mucho menos como análisis objetivos de la realidad. Hay que ver: son gestos, son actos, son intervenciones precisas, en momentos y sitios específicos, que debaten ideas, disputan signos, refutan poéticas, abollan sistemas o avanzan una agenda política. Siendo sinceros, si uno atiende las innumerables maneras en que los innumerables autores han ejercido el ensayo, uno terminará reconociendo que no existe, en rigor, un género ensayo, y mucho menos un ensayo ensayo, con su código propio, sus normas y sus prohibiciones, sus comisarios y sus fronteras. Lo que hay son estallidos: textos que poetas y narradores y críticos y políticos y periodistas y sociólogos y demás han arrojado a la arena pública con el fin de encenderla y perturbarla. Lo que hay, ya se dijo, son prácticas: ensayos del ensayo y no ensayo ensayo.

Pero supongamos, nada más por un momento, que de verdad existe una línea gruesa entre la literatura y la no literatura y que el ensayo, el ensayo auténtico, el ensayo ensayo, está, claro, del lado de la literatura. Imaginemos que un hipotético lector –digamos que ingenuo, digamos que mexicano– se toma al pie de la letra el artículo de Amara y reacomoda su biblioteca tal como se le sugiere en las últimas líneas: aquí la literatura, allá todos esos textos contagiados de teoría y política y ruido. Mucho me temo que ese lector tendría que empezar por mover de su sitio más de la mitad de los tomos que componen el ensayo hispanoamericano: ¡Sarmiento y Martí y Rodó y Mariátegui y Vasconcelos y Henríquez Ureña al librero donde se empolva el directorio telefónico! Como la teoría no es literatura, ni pensar que un libro de Foucault pueda descansar al lado de uno de Bellatin o uno de Barthes al lado de uno de Vicens o uno de Butler al lado de uno de Rivera Garza. Como la crónica confía un poco demasiado en el periodismo, Novo y Monsiváis se tornan problemáticos y hasta un tanto sospechosos. A Reyes, ni modo, habrá que dividirlo –unos tomos aquí, otros tomos allá–, y qué pena pero casi todo Cuesta tendrá que abandonar el estante donde descansa con sus amigos poetas y marcharse al librero donde se oxida la crítica literaria. Con Paz, cuidado, es necesario ir volumen por volumen, si no es que página por página:Vislumbres... aquí, El arco... allá, y así y así.

Vamos: ¿no sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura? ~

El alma rusa en Latinoamérica: breve historia de una seducción

15/Abril/2012
Jornada Semanal
Jorge Bustamante García

Para Álvaro Mutis, con gratitud

Muchos escritores nuestros se han sentido fuertemente atraídos por la obra de los escritores rusos. En América Latina ha habido casos emblemáticos. Muy joven, Pablo Neruda ingresó al Liceo de Hombres de Temuco. Allí, una de sus maestras, una señora muy alta “con traje muy largo y zapatos de tacón bajo como los que usan las monjas”, lo introdujo en la lectura de las grandes obras maestras rusas. Esa señora se llamaba Gabriela Mistral y solía comentarle que los escritores rusos eran definitivamente los mejores del mundo. Por esos mismos años, en 1923, cuando José Carlos Mariátegui regresa a Perú desde Europa, se convierte en uno de los principales difusores de los novísimos escritores y artistas rusos, muchos de ellos sus estrictos contemporáneos, que después serían reconocidos como los que conformaron el siglo de plata ruso, esa suerte de espíritu renacentista en plenos años convulsos, no sólo en la poesía, el relato, la novela, sino también en la música, la pintura, el pensamiento sobre el arte, la dramaturgia, la danza, el cine y demás expresiones artísticas.

Mariátegui se empeñó en su difusión, en dar a conocer, así fuera fragmentariamente en revistas y otras publicaciones, a algunos de ellos, y se dedicó a tender puentes, a fomentar su traducción ya fuera del francés, del inglés, del mismo idioma original cuando era posible y de esta manera muchos lectores de estas latitudes, en la década inverosímil de los veinte, leyeron por primera vez en nuestra lengua a Anna Ajmátova, a Boris Pilniak, a Fedor Sologub, a Isaac Bábel, a Maiakovsky, Balmont y Serguéi Esenin. En 1927, al comentar una novela de Lidia Seifulina en el periódico Variedades de Lima, Mariátegui se lamenta de que permanezcan prácticamente inéditos en español los autores más representativos de la nueva literatura rusa, menciona a Blok, Biély, Briúsov y Remízov, este último hostil a la revolución, pero que ha extraído “de la nueva vida rusa, los temas de sus últimos trabajos”.

“Rusia es triste. La tristeza de la fuerza”, escribió el paisano de Mariátegui, el poeta César Vallejo, tras su tercer viaje a Rusia, en 1931. Vallejo fue a Rusia obsesionado por escribir artículos sobre la gente y la revolución, por establecer “verdades” acerca de la nueva forma de vida, y regresó decepcionado. Fue a Rusia y se extravió. Necesitaba permanentemente de traductores y los tuvo de la más diversa condición, desde un miembro del Partido, hasta alguna sobreviviente cercana a la nobleza zarista, que le transmitían cada uno a su manera sus propios puntos de vista. Por eso, tal vez, no logró comprender el lenguaje de esa realidad que intentaba transmitir, porque le resultaba impenetrable. Para Vallejo fue una noche larga y sus dos libros sobre Rusia son, hoy, casi ilegibles. Enfocado en los aparentes aspectos políticos, económicos y hasta ideológicos del complejo devenir de ese momento, pareció olvidarse de lo principal: de lo que latía profundamente en el alma de ese pueblo, algo que los rusos siempre han sabido expresar a través de las posibilidades inverosímiles del arte y la literatura. Para entender a Rusia hay que leer a sus escritores. Y Vallejo parece que no los leyó. Al menos no a aquellos que por esos mismos años hubiera podido escuchar en lecturas, tertulias y veladas literarias, como Bábel, Bulgákov o Pilniak, sus contemporáneos.

Nicanor Parra fue a Rusia por otras razones distintas a las de Vallejo. Fue a una misión imposible: a traducir poesía rusa sin conocer el idioma. El poeta de la antipoesía, y hoy premio Cervantes, vivió al menos seis meses en Rusia, entre 1963 y 1964; conoció todos los bares moscovitas, caminó por sus calles, degustó el pan caliente en pleno invierno, se enamoró de su traductora Margarita Aliguer, realizó recitales en Moscú y Leningrado, y escribió poemas de raro y contenido lirismo (algo verdaderamente extraño en él) sobre esa experiencia, que después conformarían el volumen Canciones rusas. De esos seis meses febriles dedicados a traducir de una lengua que ignoraba, Parra obtuvo después un volumen de 305 páginas con una amplia muestra de autores del siglo XX, sus invenciones de treinta poetas, desde Ajmátova y Tsvietáieva, hasta Vosnessenski y Bela Ajmadulina. Trabajó duro en la adaptación poética a partir de una primera versión literal de José Vento, con el apoyo de dos asesores lingüísticos españoles radicados en Moscú y el entusiasmo incondicional de la Aliguer. El libro, en el que el poeta chileno aparece como compilador, se publicó primero en Moscú, en la Editorial Progreso, y luego en la Editorial Universitaria de Chile. El caso de Parra es un vivo ejemplo de cómo, para un poeta, para un escritor viajero, todo contacto con otra cultura es una posibilidad inmensa para ensanchar su propia obra y su propia vida.

Una pasión por la literatura rusa que perduró toda la vida fue la del poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas. Al contrario de Parra, el autor de La insurrección solitaria, nunca estuvo en Rusia, pero se sentía desde siempre, aunque suene extraño, un poeta de esas tierras. En un poema recuerda a Anna Ajmátova y su amistad con Modigliani en París. Un fragmento de la biografía de la poetisa le servía de materia para su propia poesía. Martínez Rivas leía a Anna en francés y lo que más admiraba de ella era su singular manera de develar las sensaciones y sentimientos sin mencionarlos.

En otros poemas el nicaragüense menciona directamente, además de Ajmátova, a Pushkin, a Gógol y a Goncharov. Del autor de Eugenio Onieguin leía todo lo que encontraba, tanto en inglés como en español, y se convirtió con el tiempo en un experto en su obra y en su vida. En el poema “A quienes no perdieron nada porque nunca tuvieron”, trae a cuento las lágrimas en las mejillas de Pushkin cuando su amigo Gógol le lee el manuscrito de El inspector y el poetasólo acierta a decir “¡Qué triste es nuestra Rusia!” Hay personas que aún no olvidan la onda emoción que embargaba a Martínez Rivas en una conferencia sobre Pushkin que dio en 1991: “Narraba la vida de Pushkin con un conocimiento minucioso que no podía ser resultado sino de un profundo estudio y, aún más, de un profundo cariño”, ha recordado una de las asistentes, su amiga Helena Ramos. Un día antes de que Martínez Rivas fuera internado en un hospital de Managua, en donde moriría unos días después, el 16 de junio de 1998, Helena lo visitó y lo encontró todavía con fuerzas para hablar de literatura. Cuando, de pronto, en algún momento de la conversación se nombró a Pushkin, el poeta nicaragüense con voz cálida y exaltada exclamó: “¡Pushkin! ¡Un genio adorable!” Su admiración por la literatura rusa era tal que alguna vez mencionó que le habría gustado haber sido un poeta ruso, algo que debió sonar desquiciado a los oídos de quienes lo escuchaban. ¿Y por qué precisamente ruso?, se preguntaba tiempo después Helena Ramos, y ella misma se respondía que tal vez por una causa sombría “formulada con hiriente precisión por Anna Ajmátova: ‘La poesía se toma tan en serio en Rusia que se podía hasta asesinar a un poeta por haberla escrito’. Para Carlos Martínez Rivas, probablemente, ésta era una buena razón por la que le hubiera gustado ser un poeta ruso.”

Otro escritor chileno, Jorge Teillier, experimentó un extraño y poderoso influjo del Sergei Esenin del Moscú de taberna y La confesión de un granuja. El poeta Teillier es considerado por la crítica académica uno de los poetas más importantes e influyentes en las últimas décadas en su país. Teillier descubrió a Esenin en los sesenta y ya no pudo ni quiso desprenderse del hondo lirismo del último poeta del campo, el que se liaba a puñetazos con cualquiera, el bello muchacho irreverente amante de Isadora Duncan, que no quiso reservarse para una vida tranquila y cometió muchas faltas; el que bebió vino y fue feliz porque besó a las mujeres; el que prefirió arder al viento que pudrirse después en las ramas; el que inventaba de nuevo en sus versos el tintinear de las hojas de arce sobre la nieve y el aroma de los abedules de su entrañable aldea de Konstantínovo, cerca de Riazan, en fin, el escandaloso poeta imaginista que, extrañamente, sostenía que lo importante no era la imagen, sino el sentimiento poético del mundo. Si Esenin hubiera nacido en Colombia o en México, habría sido un bolerista excepcional, habría compuesto poemas que luego retomaría José Alfredo Jiménez; si hubiera nacido en Buenos Aires habría sido un compositor de tango y de arrabal.

Traductor de Jacques Prévert y de René Guy Cadou, Teillier se lanzó con su amigo Gabriel Barra a la aventura de verter directamente del ruso los poemas de Esenin y así fue como aparecieron por primera vez en castellano, en el convulsionado Chile de 1970, sus versiones de La confesión de un granuja, cuarenta y cinco años después del suicidio del poeta. En el prólogo a ese libro, el chileno afirma que se puede decir de la poesía de Esenin lo que se dijo en su tiempo de la poesía de Francis Jammes: “que aparece como una muchacha desnuda en el rocío”, y agrega que la poesía de Esenin se singulariza por ser un intento de revivir la tierra natal y los días de infancia –esas hermanas gemelas– que constituyen el “paraíso perdido” del poeta. Años después, en el libro Para un pueblo fantasma (1978), del escritor chileno, aparece el poema “Pequeña confesión” dedicado a Esenin y en donde la sombra del poeta ruso surge en cada línea con fuerza y naturalidad: “En medio del camino de la vida/ Vago por las afueras del pueblo/ Y ni siquiera aquí se oyen las carretas/ Cuya música he amado desde niño.” La música de esas “carretas” simboliza el tiempo de la infancia, que en Teillier y su sombra rusa se concretiza en el poema.

Es una larga historia la de los escritores latinoamericanos y su relación con la literatura rusa. Tuve la fortuna en 1973, en Moscú, de escuchar al cubano Eliseo Diego hablar de poesía rusa y de las versiones que había acometido con el método patentado años antes por su colega Nicanor Parra, y mucho antes que él por Pasternak con sus invenciones de Alberti. La velada fue memorable. Eliseo Diego obtenía versiones de Esenin que conmovían a través del puente inverosímil tendido con versiones literales realizadas con anterioridad por hispanistas rusos como Nina Bulgákova y Pável Grushko.

Esta breve historia de una seducción podría ensancharse casi sin término. Muchos escritores latinoamericanos y españoles leyeron intensamente en sus años juveniles a los escritores rusos del XIX y principios del siglo XX. Valdría la pena que alguien recreara esa historia. No solamente eran proclives a leer a los ingleses y franceses, sino también a los rusos, a estos últimos con frecuencia en traducciones desafortunadas, como las de Rafael Cansinos Assens, a quien Borges adoraba. Tal vez por esta razón, cuando al escritor argentino le preguntaban por la literatura rusa, no iba más allá de Dostoievsky y Tolstoi y sólo una vez se refirió a otro autor: Isaac Bábel. Octavio Paz leyó con rigor a los rusos en su juventud y mostró la versatilidad de su conocimiento en una singular entrevista que le concedió al hispanista y traductor Pável Grushko, en 1988. García Márquez se refirió con regocijo a su lectura de El maestro y Margarita, de Bulgákov, antes de Cien años de soledad. Seguramente ya existen tesis académicas que aborden la profunda influencia de Dostoievsky, Andréiev y otros rusos sobre José Revueltas, a quien Juan José Arreola –tan dado a la fina hipérbole– sugirió alguna vez leerlo como autor ruso, antes que como mexicano. Álvaro Mutis es un diestro, lúdico y audaz navegante por ese océano inabarcable. Alguna vez me dijo que le habría gustado visitar Rusia, pero sólo llegó a una costa de Finlandia, en el mar Báltico, desde donde le pareció divisar el remoto reflejo de las luces de Leningrado. Hugo Gutiérrez Vega es un amante, docto, puntual e ingenioso conocedor de las literaturas eslavas y centroeuropeas. Y Sergio Pitol ha construido toda un arca rusa dentro de su obra, en la que se percibe el aroma y el espíritu de esa cultura, con todos sus múltiples matices y sus convulsiones secretas. Pero esto ya es tema para otra invención.


Cabrera Infante y el cine

15/Abril/2012
Jornada Semanal
Raúl Olvera Mijares

En ese océano que es la historia del cine –un siglo escaso con tanto material que una vida humana no bastaría para abarcarlo– la variedad, la hondura y el carácter original de las propuestas han alcanzado un grado superlativo. ¿Cuál es, pues, el papel que le corresponde a la crítica de cine? Por una parte, la crónica pretende dejar registro de aquello que ocurrió en el ámbito cinematográfico; por otra parte, la crítica se propone discriminar clasificar, elucidar la calidad del material. Crítica es posible hacerla desde enfoques especializados, propios de los técnicos (análisis pormenorizados del tiempo, la luz, el manejo actoral), o bien desde una perspectiva más amplia, puramente informativa que –en el caso de Hollywood– ha degenerado en las columnas de chismes y ese seudoacademicismo teñido de historia política, sociología y delirio estructuralista que ha engendrado esa rara y novísima fauna: los cronistas de cine.

Ya en 1964 Guillermo Cabrera Infante publicó sus reseñas cinematográficas en la revista Carteles, aparecidas entre 1953 y 1960, bajo el revelador título de Un oficio del siglo XX, obra firmada por G. Caín, seudónimo que el escritor cubano debía emplear como medida impuesta por la censura. El título del libro destaca que la crónica de cine es una especialidad periodística cuya aparición es relativamente reciente. Cabrera Infante hermosea su libro, o más bien le confiere dignidad literaria –no conformándose con recopilar sus reseñas– inventando la biografía, los gustos y raras aficiones de su alter ego por medio de tres intervenciones sobre este estrafalario personaje, encajándolas al principio, a la mitad y al final del libro.

Resulta ilustrativo considerar la forma como un escritor y periodista aborda el extraño ejercicio de decir qué impresiones le merece un filme, con el fin de suscitar el interés por parte de un futuro espectador, o bien la adhesión o rechazo de otro que ya ha visto la película. Los métodos empleados por Cabrera Infante son tan poco ortodoxos y variados como comentar la cinta revelando –¡oh pecado nefasto!– el final, caer en la chismografía de Hollywood y su mito de las stars, o bien adentrarse en una exploración cuasi freudiana de la biografía y las motivaciones profundas del realizador, siempre a la sombra de Cannes y otros festivales en el Viejo Mundo. ¡Si ahí quedaran las aportaciones del gran escritor y humorista poco se distinguirían de las cápsulas informativas que todavía hoy llenan los diarios otorgándoles estrellitas a las cintas, como otrora en la escuela de párvulos a los niños! Cabrera Infante –menos pueril de lo que presagia su apelativo– va más allá, adentrándose en terreno áspero y montañoso, el de desentrañar el sentido último o la esencia del filme, echando mano de valoraciones estéticas generales, o bien poniendo la obra en relación con otros hitos relevantes en la historia de la cultura. Así su agudeza de ingenio, su hondura humana y su buen sentido de hombre común, solidario con sus iguales, se vuelven manifiestos.

Es verdad, si la actividad de Cabrera Infante se extendió hasta 1960, viéndose restringida a los filmes que podía tener acceso en su nativa y remota isla, la vastedad y completitud de sus comentarios está hasta cierto punto circunscrita. Sus apreciaciones un tanto obtusas del cine mudo, haciéndolo un remedo del verdadero cine, o arte incompleto, parecen desdeñar las aportaciones del expresionismo alemán con obras tan señeras como Metrópolis, de Fritz Lang; Nosferatu, una sinfonía del horror,de Friedrich Wilhelm Murnau, o El infierno blanco de Piz Palü, de Georg Wilhelm Pabst y Arnold Fank, que no se hacen acreedoras por cierto a comentario alguno. El cine inglés es despachado de manera sumaria con las empolvadas versiones del teatro shakespeariano de Laurence Olivier. Wajda y Bergman –basten dos nombres– aparecen apenas en comentarios incidentales, ni qué decir de Tarkovsky, Godard, el último Fellini, el último Visconti y, por supuesto, Greenaway, realizadores cuyas obras magistrales en esa temprana fecha ni siquiera existían.

Parcialidades y criterios severos se suceden: como con Buñuel, de quien defendió Nazarín ante Los 400 golpes, de Truffaut, que acabó con todo por derrotarla en Cannes en 1959, pero del cual se empeña en alabar Robinson Crusoe, una realización francamente dudosa como otras con las que en ocasiones el director español, avecindado en México, se procuró su diario sustento. En contraste, de un rigor rayano en el perfeccionismo más acendrado se muestra con Federico Fellini, de quien Las noches de Cabiria le parece una obra mediocre, centrada sobre su mujer, la Masina, ridícula payasita metida a piruja, Harpo Marx haciendo la calle, en sus propias palabras. Ante La strada, sin embargo, su actitud es muy otra: una de las reseñas más emotivas y hondas de las que aparecen en el volumen se la dedicó a este filme, especie de ejemplificación, naturalista y moderna, nada menos y nada más que de los Evangelios.

Pocos escritores –y mucho menos cronistas en periódicos– han mostrado el amor, la dedicación y a la vez la hondura perceptiva de Guillermo Cabrera Infante. Su manera particular de abordar la reseña haciendo uso de todo el arsenal de recursos, bondades y trucos de un narrador, es un ejemplo de la libertad y la variedad que puede adoptar un artículo hecho sobre obra ajena, ecos de otros ecos cuyas reverberaciones son aún perceptibles después de tanto tiempo. Un oficio del siglo XX es una historia del cine en breves y expresivos retazos, prosa que, por sus distintos valores musicales y humorísticos, se yergue como un extraño monumento que aspira a ser más perenne que el bronce o, al menos, tan resistente al tiempo como él. Todo escritor o periodista que se precie de conocer de cine debería tener entre sus libros de cabecera esta obra, casi misal romano para un cura de la pantalla.


jueves, 12 de abril de 2012

Alfonso Reyes y las comillas

Abril/2012
Nexos
Evodio Escalante

Poner o no poner comillas: de esto se trata. Escribo la frase en cursivas para que los entendidos sepan que sé que estoy citando a un clásico. Es decir, para que no me vayan a acusar de plagio. ¿Tanto miedo a esta palabra? Hay que aceptar que se trata de una palabra temible, de efectos demoledores, y que usarla implica casi siempre, al menos cuando se está dentro del campo literario, una especie de doble moral que no se reconoce a sí misma. Por supuesto que el plagio es reprobable, pero de inmediato hay que admitir que esto está sujeto a gradaciones, y que las gradaciones son casi infinitas. Entre el plagio burdo, apropiación mecánica de un texto con ánimo fraudulento, que todos reprobamos, y el plagio sublimado, podría decirse, se teje toda la historia de la literatura. ¿O alguien podría presumir de originalidad absoluta? El problema con la palabra plagio, en la medida en que se la utiliza como una acusación equivalente al robo, es que pone en juego una moralina perversa de doble rostro. Se vende en el mercado como una acusación moral, cuando en realidad lo que circula bajo el agua es un juicio de crítica literaria, un juicio estético vergonzante que no se atreve a decir su nombre. La mayoría de las veces, si se ve bien el asunto, lo que reprobamos y lo que nos indigna no es el fraude como tal, aunque así lo parezca, sino que el escritor de marras sea tan mal escritor. En suma: denostamos al inepto, al mequetrefe de las letras, y nos hacemos de la vista gorda cuando el plagiario es un poeta o prosista de primer nivel.

Es, como ya lo expresé antes, la doble moral en pleno. Lo notable es que en el caso de los escritores con presunto talento, podría decirse, el plagio se diluye y acaba volviéndose disculpable, el robo se transmuta y se convierte en una prueba más de ingenio en acción. Es fácil comprobar que los escritores de este tipo siempre han sobrevivido a esta clase de acusaciones. Hace unos días descubrí, con estupor que no me abandona, que uno de los títulos de poesía más admirables y hermosos de que se tenga memoria entre nosotros, Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia, está calcado, tal cual, de un poema de ese genio del romanticismo alemán llamado Novalis. Otro poeta, Marco Antonio Montes de Oca, publicó igualmente hace años un libro con un hermoso título: Delante de la luz cantan los pájaros. Esta vez un verso acuñado por Hölderlin.
Octavio Paz no tuvo empacho en usar una frase de Heráclito para designar a su libro de ensayos El arco y la lira. En otro caso, estimo que más grave, se apropió sin escrúpulos del título de una novela histórica que Heriberto Frías había publicado en 1923: ¿Águila o sol?. Con este mismo nombre, en efecto, el escritor de Mixcoac dio a las prensas a principios de los años cincuenta un libro de poemas en prosa de inspiración surrealista. Si esto sucede en el plano más visible, en el nivel de los títulos, ¿se imagina el lector lo que podría estar sucediendo en las letras chiquitas, allá en lo oscurito?

La acusación de plagio más célebre de las letras mexicanas en el pasado siglo la enfrentó precisamente Octavio Paz con la publicación de su primer libro ensayístico, El laberinto de la soledad (1950). Emmanuel Carballo lo acusó, para decirlo en dos frases, de “ningunear” sus fuentes y de haberse apropiado de manera indebida de ideas de Samuel Ramos y Rubén Salazar Mallén. Sostenía Carballo en contra de Paz: “Desarrolla ideas de otros autores, las usa sin indicar su procedencia”. A lo que agregaba enseguida: “Este procedimiento es, casi, una constante en la literatura mexicana: somos afectos a suprimir cuando son imprescindibles las comillas; somos afectos, asimismo, a vestir las ideas ajenas con ropas que disfracen sus orígenes. Despreciamos al autor y aprovechamos su pensamiento”.1 Paz respondió con cinismo y arrojo de juventud: “Unos artículos de Salazar Mallén, que nadie recuerda, y un libro de Samuel Ramos, que todo el mundo conoce son mis fuentes secretas”. Se refería, no podía ser de otro modo, a El perfil del hombre y la cultura en México, que se sigue reeditando aún. Era, nadie podrá negarlo, un reconocimiento del plagio. Lo escribe y lo suscribe el propio Paz, con lo que agrega un sorprendente y violento giro a su argumentación: “De paso: no estoy contra el plagio, cuando la víctima desaparece. Ya se sabe: ‘el león se alimenta del cordero’ ”.

Salazar Mallén protestó, creo que no le faltaba razón, porque no contento con apropiarse de algunas de sus ideas, Paz decretaba su inexistencia como escritor. ¿Qué significa desaparecer a la víctima? ¿No era, guardadas las distancias, lo que pretendían hacer los nazis en los campos de concentración? Decretar “desaparecidos” a Samuel Ramos y a Salazar Mallén era algo más que cinismo. Era una forma de “ningunearlos”, de volverlos nada. Tomando el suceso a broma, en su respuesta a la entrevista de un periodista, este último se hizo fotografiar con una piel de cordero encima. El mensaje era claro. Salazar Mallén podía ser un cordero, en efecto, pero el arrogante león no había logrado desaparecerlo.

Mucho me temo que la actitud cínica y desafiante de Paz estaba inspirada, al menos en parte, en algunos textos del paradigmático Alfonso Reyes, acaso el mayor de nuestros prosistas, y quien en más de una ocasión se pronunció en contra del uso de las comillas. ¿Reyes, con toda su autoridad, auspiciador del plagio? Definitivamente, sí. Juzgue el lector a partir de los textos que transcribo a continuación.

En un texto titulado “De las citas”, que se encuentra en El cazador (Madrid, 1921), Alfonso Reyes sostenía con toda claridad en lo esencial dos cosas que se corresponden con su vocación de ensayista: 1. Que no se debe citar para ennoblecerse con la cita, sino para ennoblecerla a ella; y 2. Que de preferencia las citas no deben ser textuales sino de memoria. “Pasar el nombre si se olvida y saltar la fecha si se ignora sólo son pecados en obras científicas”. Esta observación tiene un valor estratégico porque distingue entre el ensayo y el texto científico riguroso. En el tratado, por supuesto, hay que atenerse al rigor de las fuentes y las fechas. Omitirlas es exponerse a los reproches de lo sabios. Pero en el género más imaginativo del ensayo, por supuesto que pueden pasarse por alto este tipo de marcas disciplinarias.

Cito textualmente a Reyes, para que se vea que no fantaseo: “En rigor no debe citarse sino de memoria, como quieren las Musas; suprímanse, si es preciso, las comillas, con lo que se salva el compromiso de la cita exacta. De mí diré que sólo siendo indispensables las uso, porque han comenzado a avergonzarme: son el signo de lo no incorporado, de lo yuxtapuesto, de lo que no sabemos; ellas sirven admirablemente para exhibir el cuerpo extraño incrustado en nuestro organismo. No puedo pasarlas: me punzan en la garganta como los mosquitos en el vino de que se quejaba Quevedo”.2

Son las Musas, ni más ni menos, las que autorizan esta forma de proceder. Musa ella misma, la memoria juega un papel en todo trabajo auténtico de creación. Por lo demás, como bien apunta Reyes, la memoria es sinónimo de lo que ha sido digerido. A Reyes le avergüenzan las citas textuales porque son la seña de que algo todavía no le pertenece. Lo que no ha sido interiorizado es despreciable en sí. Es como traer a cuento una letra muerta, o lo que es lo mismo, un conocimiento extranjero, que de seguro no ha sido entendido a cabalidad.

Hago referencia a este texto de la primera madurez de Reyes porque juzgo que es el antecedente obligado de otro trabajo, mucho más elaborado, que corresponde a su época final. Me refiero al “Prólogo” de El deslinde. Prolegómenos a la teoría literaria, obra que se publica por primera vez en 1944. En este libro, extraordinariamente ambicioso que de manera explícita se asume como un tratado científico, Reyes retoma e incluso amplía de modo sorprendente su anterior posición. Aunque ahora su argumentación se ha vuelto más compleja, más “filosófica”, si se quiere, sorprende que su autor dé por bueno para el tratado teórico lo que antes estimaba se aplicaba solamente al ensayo. Antes lo autorizaban las Musas, ahora lo autoriza un sentido americano del filosofar.

Afirma Reyes, como previniendo al lector: “Reduzco al mínimo mis referencias bibliográficas […], procurando que ellas correspondan a la necesidad de mis argumentos y sin entregarme a ostentaciones inútiles”. No quiso hacer un libro, asegura ahí mismo, que sea una suerte de inventario meticuloso en el que se dé constancia cabal de todo, de la A a la Z. Por lo demás, confesión que viniendo de Reyes es poco creíble, aduce que en esta ocasión al menos se sintió “poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”. Esta sentencia entrecomillada, que ha sido tomada del “Prólogo” de El Quijote de Cervantes, y que parece tan oportuna, debería empezar a inquietarnos. El novelista Cervantes puede muy bien prescindir de las citas textuales según su gusto y su arbitrio… pero… ¿el autor de un tratado de teoría literaria? ¿No hay algo fuera de lugar?

El argumento filosófico-político, con su evidente toque anticolonialista y por ende emancipador, viene enseguida. Es un argumento complejo que merece citarse completo para su mejor intelección. Asegura Reyes en estas páginas preliminares de El deslinde: “Se ha escrito tanto sobre todas las cosas, que la sola consideración de la montaña acumulada en cada área del saber produce escalofríos y desmayos, y a menudo nos oculta los documentos primeros de nuestro estudio, los objetos mismos y las dos o tres interpretaciones fundamentales que bastan para tomar el contacto. Nuestra América, heredera hoy de un compromiso abrumador de cultura y llamada a continuarlo, no podrá arriesgar su palabra si no se decide a eliminar, en cierta medida, al intermediario”. A lo que agrega, sin inmutarse: “Esta candorosa declaración pudiera ser de funestas consecuencias como regla didáctica para los jóvenes —a quienes no queda otro remedio que confesarles: lo primero es conocerlo todo, y por ahí se comienza—, pero es de correcta aplicación para los hombres maduros que, tras navegar varios años entre las sirtes de la información, han llegado ya a las urgencias creadoras”.

Quien quiera ser un tratadista original, aconseja Reyes, debe eliminar la escoria que se ha acumulado, sólo así se accede “a las cosas mismas”. Las miles de páginas y de interpretaciones que el trabajo de los escoliastas ha venido aglomerando, constituyen una montaña de basura que impide llegar a las fuentes primigenias del saber. En consecuencia, hay que eliminar a las sucursales. El discurso de Reyes adquiere aquí cierto temple fenomenológico y, si no se tratara de un arriesgado anacronismo, diría que me recuerda un poco el argumento que utiliza Heidegger en la “Introducción” de El ser y el tiempo para justificar la tarea de la “destrucción de la metafísica”: las sucesivas interpretaciones se alejan cada vez más del fenómeno originario; en consecuencia, lo que procede es desmantelar o disolver estas capas encubridoras que no nos dejan apreciar las cosas en su prístina aparición.

A esto se agrega un argumento que toma en cuenta las “edades” del hombre. Los jóvenes están obligados a leerlo y conocerlo todo; los hombre maduros, en cambio, deben responder a “las urgencias creadoras”. Esto quiere decir: están de cierto modo obligados a olvidar todo lo que han aprendido para llegar a proponer una idea propia y original. Contra lo que podrían pensar las mentes estrechas, escribir un tratado de teoría literaria es participar en una tarea tan creativa como la de escribir un poema. Sorprendente y genial, por decir lo menos. A favor de Reyes hay que reconocer que su propuesta de sustituir en El deslinde la idea aristotélica de mimesis por del concepto más moderno de ficción resulta original y muy convincente.

Pero continúa la proclama emancipatoria de este intelectual “tercer mundista” que ya se siente “contemporáneo de todos los hombres”. Añade ahí Reyes con desparpajo: “Para los americanos —una vez rebasados los intolerables linderos de la ignorancia, claro está— es mucho menos dañoso descubrir otra vez el Mediterráneo por cuenta propia […], que no el mantenernos en postura de eternos lectores y repetidores de Europa”.3

Para emanciparnos, para llegar a la mayoría de edad intelectual que reclamamos en consonancia con nuestra historia, es necesario que dejemos de repetir como los loros la lección europea. ¡Excelente!

El problema empieza cuando Reyes propone que para lograr este objetivo… debemos aprender convenientemente a olvidar. Si en El cazador Reyes elogiaba a la Musa de la memoria, que es la que permite eliminar las estorbosas comillas, veinte y tantos años más tarde, en El deslinde, la empresa anticolonial lo obliga a prescindir incluso de la memoria. Esto lo hace escribir: “Tenemos que reconocer, aunque en lo particular nos duela y nos alarme a algunos profesionales de la Memoria, que toda neoformación cultural supone, junto con los acarreos de la tradición viva, una reducción económica y una buena dosis de olvido”.4 Somos neoformación, ¡aleluya!, y es esta condición de neotenia histórica, por decirlo así, la que autoriza o acaso incluso exige no una “reducción fenomenológica”, como predicaba Husserl, pero sí una “reducción económica” que se complementaría con “una buena dosis de olvido”.

¿Reducción económica? ¿Paletadas de olvido? ¿De qué se trata? ¿A dónde nos lleva Reyes?

¿El que hayamos leído a Aristóteles nos autoriza omitir el nombre de Valéry, como en efecto hace el propio Reyes en algunas páginas de La experiencia literaria? ¿Porque conocemos a Platón podemos prescindir, por decir algo, de Mallarmé? ¿Plotino nos exime de Vossler? No sin vacilaciones anoto lo anterior. Sospecho que algo de esto es lo que Reyes nos quiere dar a entender al invitarnos a prescindir de ciertos eslabones de la cultura del mundo. Cito otro pasaje que parece significativo en este mismo sentido: “La civilización americana, si ha de nacer, será el resultado de una síntesis que, por disfrutar a la vez de todo el pasado —con una naturalidad que otros pueblos no podrían tener, por lo mismo que ellos han sido partes en el debate—, suprima valientemente algunas etapas intermedias, las cuales han significado meras contingencias históricas para los que han tenido que recorrerlas, pero en modo alguno pueden aspirar a la categoría de imprescindibles necesidades teóricas” (las cursivas son mías).

Esta síntesis que tiene reminiscencias vasconcelianas, esta urgencia americana de darse un ser, parece ser la justificación de estas “supresiones” u “olvidos” deliberados que se supone ha practicado el propio Alfonso Reyes al escribir El deslinde.

A las necesidades de una emancipación americana, sin embargo, Reyes añade al final de este “Prólogo” una justificación personal. De súbito hay un cambio de nivel que no deja de llamar la atención. Lo que eran necesidades teóricas de la cultura americana, en su afán de no repetir mecánicamente las conquistas de la cultura Europea, se convierte en una decisión de tipo personal. El tratado teórico, el afán por establecer las bases de una teoría literaria, revela ser al final menos una necesidad estrictamente intelectual surgida del ser americano que “una investigación retrospectiva del propio itinerario”.

En otras palabras: una investigación del yo personal de Reyes bajo pretex-to de hacer ciencia en el sentido más alto de la expresión. El itinerario personal y la secuencia del pensamiento teórico coinciden como si se tratara de una ecuación matemática. Reyes ha sido, así lo reconoce, un hombre disperso, autor hasta el momento en que escribe esas líneas de una obra diversa, variopinta y miscelánea. Con El deslinde intenta un desquite histórico de índole personal: “Todos tenemos derecho —pero casi siempre nos lo estorba la vida— a procurar la unidad, la confortante unidad. Y cuando, tras de dar al Servicio Exterior de mi país mis mejores años, me veo dichosamente recluido en mi oficio privado […], entonces, antes de que Octubre me invada, tomo la ocasión por los cabellos, como se dice en buen román paladino, y me concentro a interrogar mi imagen del mundo”.

Aquí la crítica, podría decirse, tiene que topar con pared. Si al escribir El deslinde, su libro riguroso de teoría literaria, Reyes en realidad no hace sino interrogar su imagen del mundo, entonces hay algo que ya se perdió en el camino: el rigor científico, la búsqueda americana de objetividad. La enjundia estrictamente “fenomenológica”, o al menos, “fenomenográfica” de la empresa cede su lugar a la siempre voluble biografía de un personaje que puede diseñar a capricho su itinerario, prescindiendo de aquello que según un juicio no le parezca esencial.

No constato esta contradicción interna del pensamiento de Reyes para descalificarlo, sino para ubicar la índole del problema al que nos enfrenta la lectura de lo que debió ser su libro más serio y profundo. Comenzamos eliminando las comillas, seguimos reivindicando el derecho al olvido y terminamos con una invitación a seguir al autor en la interrogación de su imagen del mundo. ¿No estamos, acaso, en el peligroso “todo se vale” de la irresponsabilidad contemporánea?

1 Aunque se trata de un sucedido del dominio común, cito la documentación que reúne Javier Sicilia en Cariátide a destiempo y otros escombros, Xalapa, Gobierno del Estado de Veracruz, 1980, p. 48.
2 Alfonso Reyes, El cazador, en Obras completas de Alfonso Reyes, t. III, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, pp. 163-64.
3 Alfonso Reyes, El deslinde, en Obras completas de Alfonso Reyes, t. XV, Fondo de Cultura Económica, México, 1963, p. 18, cursivas mías.
4 Ibíd., p. 19.

Un manual para lectores de historietas

Abril/2012
Nexos
Armando González Torres

Iba a la mitad de la primaria cuando, conocedora de mi afición a leer y escribir historietas, una amiga de mi madre me regaló un libro que se llamaba Cómo ser escritor. El manual contenía consejos simples para escribir narrativa y poemas, pero yo lo atesoré como un compendio que me revelaba un secreto y me otorgaba una insuperable competencia profesional. La vocación que no sé cómo había adquirido (no provengo de una familia libresca) se arraigó más tenazmente: los años siguientes me convertí en un escritor monstruoso que lo mismo era capaz de utilizar el sonsonete de las rimas de Bécquer para fabricar poemas patrióticos, que garabatear, con retazos de Sartre e imaginería sicalíptica, una novela erótico-existencialista, o esbozar un poema épico-experimental denominado “Armando-Quetzalcóatl”.

Lamento la confidencia de estas precoces desmesuras, pero lo cierto es que ese manual no sólo me hizo perder el temor al ridículo literario, sino que también me inició en ese espíritu sistemático que toma apuntes, hace esquemas y corrige abundantes borradores. Y es que, acaso, el trabajo literario requiere un equilibrio entre regocijo creativo y recogimiento, entre originalidad e imitación, entre desmesura y concisión, entre éxtasis y escepticismo. Lo extático, que mantiene la tensión y la motivación; lo escéptico, que permite el rigor de los ordenamientos, las arquitecturas y el pulimiento.

Trato de reproducir siempre ese delicado equilibrio y si bien no tengo temor a la hoja en blanco y soy capaz de escribir a presión y concentrarme donde sea, mis escritos no perentorios nacen de una larga sedimentación de experiencias y procesamiento técnico. La intuición aparece primero; luego, la documentación, el encadenamiento de ideas o imágenes, la obra negra con sus numerosas expansiones y contracciones del material y los acabados finos que a veces suelen demorar tanto como la hechura total. Paso entonces muchas horas frente al teclado y descanso haciendo adobes: a las jornadas agotadoras de trabajo las sucede, como insólito remanso, la confección de una reseña o la manufactura de una prosa de capricho.

Como material para la escritura me sirve todo: el eventual trabajo de campo en los bajos fondos, la ardua exploración en la biblioteca, la reminiscencia pánica de un sueño, la plática de un taxista o la observación incidental durante una caminata. Así como en la escritura me inclino por la frecuentación diletante de todos los temas, tonos y géneros, también me inclino por la ingestión omnívora de todo tipo de lecturas. El leer con un desorden calculado, el salir de las zonas de confort literarias o evitar las especializaciones estrechas me ha permitido explorar otras dimensiones de la inteligencia y la sensibilidad y muchos de mis autores dilectos no provienen del panteón consagrado de la literatura, sino de los géneros menores o de los territorios aledaños de la filosofía, la psicología o la medicina.

Los géneros que cultivo se vinculan y alimentan mutuamente en un laboratorio que mezcla con armonía sus elementos antagónicos: a veces, una idea deviene demasiado lírica o la lírica se vuelve ideática o conviven las invenciones literarias y el fragmento filosófico. De hecho, cuando escribo, no pienso en el género, pues el encorsetamiento conduce a inhibirse o impostarse, a practicar convenciones y retóricas que entorpecen la circulación natural de una escritura.

Mi máxima aspiración es algún día impregnarle a lo que escribo un matiz que sepa, al mismo tiempo, a descubrimiento y homenaje, a ebriedad y a sobriedad, a disipación y a ascetismo. Ello exige tanto una convicción artística sólida y cierta temeridad, como disciplina y esfuerzo metódico. Por supuesto, adoro la vida social de la literatura, el diálogo, la camaradería y la noche bohemia, pero el proceso creativo requiere austeridad y adiestramientos fatigosos que aconsejan también periodos de apartamiento. Por eso, la necesidad de la organización del tiempo y del establecimiento de jerarquías entre las distintas actividades (en mi caso las sesiones de ejercicio y el trabajo de oficina me ofrecen un contrapeso a la faena literaria). Mis dilemas recurrentes aluden a esas medidas y ponderaciones: ¿cómo combinar la búsqueda de presencia pública con la reserva y soledad indispensables para albergar proyectos de largo plazo? ¿Cómo combatir la precipitación y complacencia al escribir, sin caer en la esterilidad? ¿Cómo evitar aislarse de manera resentida, pero no malearse ni corromperse en las relaciones superficiales y en las complicidades literarias? Y es que la escritura no desdeña el reconocimiento y las recompensas, aunque su retribución esencial es el acto mismo de escribir, esa sensación fugaz de plenitud que se alcanza en una frase afortunada o en una revelación. Por eso, la paciencia, la constancia, la tolerancia a la frustración, la fe en la gracia de las letras y su poder de comunión son fundamentales para mantener ese entusiasmo interior tan difícil de adquirir y tan fácil de vulnerar.

martes, 10 de abril de 2012

Una playlist disponible para el viaje

Abril/2012
Nexos
Iván Ríos Gascón

En Los once de la tribu, Juan Villoro comentó que si José Agustín hubiera cobrado las regalías de todos los libros que leímos gracias a él, estaría forrado de billetes y nadando en la alberca de Elvis Presley. No sólo estoy de acuerdo con Villoro. Agregaría que si muchos incluyéramos en los libros propios un sincero agradecimiento del porqué o por quién comenzamos a escribir, José Agustín sería el mismísimo Elvis Presley.

En mi quinto cumpleaños Ana y Francisco me obsequiaron un ejemplar ilustrado de los Cuatro cuentos de Perrault. Ése fue, formalmente, el primer volumen de mi biblioteca (todavía lo tengo, no tan maltratado a pesar de las batallas y mudanzas que ha padecido) a la que fueron llegando Dickens, Twain, Stevenson y muchos más, pero debo reconocer que el placer de la lectura y la inquietud por escribir se hicieron ruidosamente manifiestas en sexto de primaria con De perfil: el desparpajado periplo de un adolescente clasemediero, rebelde y confundido, que cautiva por la energía de su lenguaje, su mirada socarrona, sus delirantes aventuras. De perfil me contagió el anhelo de contar historias. Sus bacilos, como un germen apocalíptico e incurable, invadieron mi sistema y se declararon un padecimiento terminal a mediados de los ochenta, cuando escribí La mitad de la luna, mi primera novela rigurosamente inédita ya que, por fortuna, Francisco fue implacable: “Hijo, tu libro es un patético remedo de José Agustín”.

¿Qué podía argumentar en su favor un chavo de 16 años que sólo por haber redactado un mamotreto de 150 páginas, ya se creía heredero de Salinger, Capote, Kerouac o William Faulkner pues, si bien, mis lecturas se ampliaron a través de los libreros de mi padre, esas estanterías con las que Ana batallaba para sacudir el polvo y conservar los forros impecables, en mi estilo palpitaba la vibra de La tumba y De perfil?

Música, personajes, aventuras. Tras el desaliento de La mitad de la luna, mi perspectiva literaria se transformó en una especie de cine proyectado en la hoja en blanco. Escuchaba a Joy Division, The Cure, Depeche Mode, The Pixies, Siouxsie and the Banshees. Alternaba a Burroughs, Mailer y Maugham con Carlos Fuentes, García Ponce y Revueltas, sin perder de vista a Balzac, Milan Kundera o Michel Tournier.

Durante la prepa y la facultad viví un periodo de cuentos malos, extrañamente parecidos a mis amores y desgracias. Ocupaba buena parte de mis noches en garrapatear relatos y poemas, armado únicamente con el Sony Walkman del que brotaba un frenético soundtrack para esas voces y criaturas acorraladas por dilemas pasionales, tribulaciones surrealistas, pesadillas mortuorias. El desafío de otra novela semejaba saltar una cerca y cruzar un enorme patio custodiado por un mastín de mandíbulas babeantes, pero al fin superé el trance y acabé Tu imagen en el viento, que sí se publicó y no conservaba ningún trazo (visible al menos) del contagio de la Onda.

En aquel entonces mi trabajo como periodista cultural se mezclaba con el de locutor de radio. Junto con Jairo Calixto Albarrán, conducía un programilla nocturno llamado Pepe el Toro es inocente en la estación Rock101, capitaneada por Jordi Soler. Sin embargo, el título nobiliario de Escritor era algo que se me escapaba. Llamarse a sí mismo de esa manera no sólo era chocante, tampoco servía de nada. A las chicas les gustaba más oírme que leer mis artículos de Excélsior, la crítica fue en mayor medida indiferente, pocos se tomaron la molestia de explorar mi ópera prima.

Música, personajes, aventuras. De mis vueltas recurrentes a los discos, emergió una idea: Morrissey cantaba con The Smiths “There is a Light That Never Goes Out”, una rola melancólica sobre lo sublime de morir al lado de quien amas, transfigurada en el choque aparatoso en una carretera oscura. Los Smiths me inspiraron Luz estéril. El estribillo, las guitarras y las percusiones invocaron a un puñado de criaturas que poblaron mi desvelo y, por vez primera, experimenté una imbatible obsesión por alcanzar el punto final.

Con Luz estéril se gestó, también, lo que hoy es mi liturgia narrativa. Un vaso de whisky, un cigarrillo y una playlist disponible para el viaje pues, con frecuencia, a mi mente llegan decenas de canciones cuando escribo. Cada personaje tiene sus manías auditivas, el ensamble incluye un Billboard personal, como si fuera el ultrasonido de sus entrañas o sus temperamentos. Al fin y al cabo, todos conservamos en la piel o en la memoria una banda sonora para cierta etapa de nuestras vidas.

Nunca he asistido a talleres literarios. Realmente no sé si sirven de algo. Tampoco suelo torturar a nadie con los embriones de novelas, ni pido opiniones sobre el libro terminado. Mis únicos interlocutores son los editores, con ellos discuto lo que se queda o lo que se va, la palabra que se altera, el párrafo que ha de transformarse, exactamente como subir a un tren y cerrar los ojos porque al abrirlos sabremos que el destino ha comenzado.

Literatura mexicana: Un menú para todos los gustos

Abril/2012
Nexos
Emily Hind

Leo la literatura mexicana contemporánea con reverencia, una actitud que sorprenderá a un sector de los lectores en México. Por la selección creciente de novelas en inglés de venta en las librerías mexicanas, deduzco que algunos consumidores de novelas en México las prefieren gringas. Observo con preocupación este fenómeno naftoso. Por si esa visión no me bastara, me amenaza ese espectro del libro electrónico, hasta ahora dominado por títulos en inglés. Contra esa abundancia digitalizada batallan con cada vez menos esperanza de ganar las ediciones limitadas mexicanas de papel.

A lo mejor detectan mi acento por sus aparatos de lectura automática y saben que sería hipócrita de mi parte declarar el embargo del inglés. Mejor pensemos de modo libre pero comercializado, como se estila ahora: importa menos lo que se lee y pesa mucho más lo que se compra. De ahí que lean en inglés si quieren, pero de modo gratuito, de pie en la tienda o sentados a gusto frente a las páginas públicas de la internet. Cuando llega la hora de llevar un libro a casa hay que comprar (o hurtar, si realmente no hay de otra) a los mismos escritores que la ciudadanía mexicana ya respalda a través del sistema nacional de becas. ¿Con qué se topará entre las páginas recientes de prosa nacional? Seguramente será insólito. Los escritores mexicanos se han cultivado libertades estéticas por estar escribiendo casi sin público. Se escribe de todo y con todos los estilos, desde la perfección absoluta hasta la loca experimentación. Por lo general, los autores mexicanos no imitan lo que leen en inglés, por mucha influencia gringa que me declaren en las entrevistas. Los textos recomendados a continuación valen la inversión por originales y relevantes. Cómprenlos, ingiéranlos, déjenlos al alcance de los más susceptibles. Sirven para más de una lectura. De hecho, son aptos para la exportación.

Prosa perfeccionista: Textos spa

Los estilistas de control lingüístico encabezan mi lista porque nadie cuerdo podrá decir que los textos siguientes tengan falla en cuanto al uso de la palabra mexicana. En primer lugar, recomiendo el libro de ensayos de Vivian Abenshushan, Una habitación desordenada. Estos ensayos perfectos me hacen pensar en la maquinita estelar de Cronos, la película de Guillermo del Toro. Cronos es un bicho mecánico cuya mordida perpetrada por ingenio técnico otorga la vida eterna; de modo parecido, los ensayos de Vivian Abenshushan no se dejan envejecer nunca. Este fenómeno de mordida inmortalizante de técnica casi sobrenatural por precisa también sucede con la escritura de Fabio Morábito. Rejuvenece leer a estos dos escritores y todo texto de su autoría vale la pena. Por cierto, el bilingüismo caracteriza las carreras de estos dos escritores. Morábito vivió su niñez en Italia y ahora trabaja como traductor, y aunque siempre ha residido en México Abenshushan promueve la traducción al español a través de su editorial Tumbona.
Creo que estudiar más de un idioma lleva a la capacidad de escribir esta prosa tan rica y tan elemental a la vez. Por no dejarles sin un título específico de Morábito, confieso mi predilección por los cuentos y ensayos de También Berlín se olvida, y me he vuelto aficionada de la novela Emilio, los chistes y la muerte. ¡Ojo! El contenido de este último libro no agradará al público intolerante de riesgos. La novela explora la chispa sexual incómoda entre una mujer de cuarenta y tantos años y un niño de doce, y a lo largo del libro unos tres —sí, TRES— personajes deciden en momentos distintos a orinar al aire libre en un cementerio. Las escenas ofensivas y las relaciones a veces inverosímiles sólo ayudan a resaltar la perfección del estilo de esta novela preciosamente rara.

La misma rareza cultivada se produce con otra novela de estructura extraña y lenguaje perfecto, El taller del tiempo de Álvaro Uribe. Por medio de la prosa rigurosa, lírica y limpia, Uribe hace trascendente la historia banal de una familia de priistas economistas y su esperanza de aprovechar un tiempo recurrente para rectificar los errores provocados por un ciclo de abuso generacional. ¿Será coincidencia que Uribe domine el mismo idioma que también habla la cuarta autora en la lista de perfeccionistas?
Guadalupe Nettel pasó varios años de su adolescencia en Francia, país donde radicó un tiempo también el traductor Uribe. Entre la obra de Nettel, admiro el libro de cuentos Pétalos y otras historias incómodas y la autobiografía El cuerpo en que nací. Al leer a Nettel percibo de repente que sus textos nacieron completos. En el caso del libro autobiográfico, me da la impresión que a pesar de sus descripciones de una niñez desarticulada en el México de los años setenta, siempre se valía de esa voz tan propia.

En resumen, receto estos cuatro autores a todo lector que busque el refugio de un jardín verbal tranquilo y orgánicamente ordenado, algo así como un espacio de biblioteca bonsái creada por gente que no da señales de haber prestado atención a los best sellers, ni a los valores de la publicidad, ni a los medios en general. Los textos de Abenshushan y Morábito, de Uribe y Nettel se deben leer porque su mordida mágica nos infunde con una coherencia anhelada y nos aleja de esa sensación de fútil mortalidad contemporánea, de que la vida acaba sin que lo que hicimos ayer se relacione con lo que los demás harán mañana.

Ya se había publicado una parte de esa autobiografía de Nettel en la colección Trazos en el espejo: 15 autorretratos fugaces. Aquel libro me impresiona por la gama amplia de relatos autobiográficos divertidos de, entre otros, Alberto Chimal, Hernán Bravo Varela, Julián Herbert, Luis Felipe Fabre y Socorro Venegas. Fascinan las vidas de estos escritores, aunque no todos relaten una historia verídica. Sigo riéndome de la descripción delirante de Fabre respecto a su trayectoria glamorosa como personalidad literaria perseguida por los paparazzi, siempre a punto de comprarse un yate o conceder todavía otra opinión ante los medios, todos ansiosos por transmitir el último capricho de ese indudable poetry star.

Lecturas para humor masculino, y otras para el genio femenino

Divido las siguientes recomendaciones entre textos ideales para la estética masculina y textos adecuados para una orientación femenina. Dentro del mismo lector pueden alternar los dos humores, y soy ejemplo de esa curiosidad bifurcada. Comienzo con los autores que exploran la tarea difícil de ser hombre. No por nada me considero una observadora informada del problema del macho contemporáneo; he leído estas novelas para aprender del asunto. Me extraña que los autores generalmente no puedan contestarme cuando pregunto por la teoría de masculinidad que informe sus textos, y he pensado que toca al público desentrañar las contradicciones presentadas en estas obras sobre hombres mexicanos. Por el momento, los maestros más concentrados en la masculinidad mexicana incluyen a Antonio Ortuño y J.M. Servín. Tal vez por no ser hombre todavía no me he vuelto fan incondicional de ninguno de sus libros. Recomiendo Buscador de cabezas de Ortuño (aunque Recursos humanos no queda muy atrás) y de Servín tengo aprecio especial para Cuartos para gente sola y sus crónicas de la vida cotidiana transitada por la clase baja. Confieso que Ánima de Ortuño y Al final del vacío de Servín, sus novelas más recientes, me desconciertan porque no sé a fin de cuentas si todas esas páginas de cada novela se necesitaban.

Otra corriente de textos machos mezcla el tema de hombría con unos temores quizá acertados respecto al porvenir. Bernardo Esquinca escribe una novela de temer con Belleza roja. Ganó un premio apoyado por la Feria del Libro de Guadalajara, que dio a leer la novela a cuatro mil alumnos de las preparatorias mexicanas. Éstos recibieron la novela con entusiasmo. Aplaudo el hecho de que se permita una temática tan adulta para los jóvenes. Al facilitar textos de esta índole se llegará a un país de lectores, sin duda. Para no echar a perder los aspectos más sorprendentes de la imaginación tremendista de Esquinca, basta explicar que Belleza roja cambia entre la voz de un cirujano plástico y la de un fotógrafo de nota roja. Las posibilidades sociales propiciados por sus tareas sangrientas y estéticas sugieren un terreno que sería futurista si lo poshumano no fuera ya una realidad para los que puedan costear el tratamiento médico. Esquinca ha escrito otra novela que toma inspiración de la nota roja; La octava plaga divierte al ritmo de un Stephen King evolucionado en mexicano y más conocedor de los subgéneros periodísticos.

Recomiendo la novela Gel azul de Bernardo Fernández (BEF). Éste también consiente un gusto por el horror de King. A diferencia de su modelo gringo, BEF siempre produce obras interesantes y relevantes, aunque como su precursor la perfección lingüística no tiene mucho que ver con sus metas literarias. Los textos de BEF se inclinan por los subgéneros algo acartonados, como las convenciones de la ciencia ficción, la fantasía y lo noir de corrupción social. Al encajarse en combinaciones creativas de esos moldes BEF abandona el esfuerzo de elaborar una prosa poética. No obstante, en Gel azul las aventuras malogradas del detective enterado del lado oscuro de una ciudad de México del futuro provocan al lector desde la primera página. Igual, Hielo negro diseña unos personajes exorbitantes y sin embargo reconocibles desde las tradiciones de subgéneros literarios, y la novela entretiene. Los textos de BEF son ideales para regalar al adolescente que sería cínico y al fan mayor de subgéneros que disfruta del cultivo respetuoso de éstos. Sus personajes intrigarán a estos grupos de lectores con las imágenes digeribles de perdedores endurecidos y violencia inteligente.

Del lado de lo femenino, imperdonablemente “cursi” dirían algunos, algunas escritoras están confeccionando sobre la página el equivalente de la alta repostería. Saborear uno de estos textos me hace sentir un poco mareada y ricamente feliz, como si los cuentos fueran una inyección de bienestar emocional azucarado. Liliana V. Blum narra una temática deliciosa de mujeres y niños. ¿En qué se nos fue la mañana? y Vidas de catálogo incluyen textos que me hacen buena compañía en los días en que necesito la lectura como una bebida caliente. Socorro Venegas escribe menos de lo mismo, pero la cantidad reducida no indica menor calidad. Mi cuento preferido de Venegas se titula “Pertinencias” de Todas las islas. Yo sabía de modo intuitivo y no por eso equivocado que Venegas había sufrido la pérdida de un ser querido por su descripción tan exacta aunque probablemente ficcional del proceso de volver a tomar las riendas como sobreviviente. No se acepta en círculos académicos este modo de lectura biográfica, pero en el caso de Venegas los temas realistas y repetitivos dejan intuir que escribe desde una experiencia íntima. Y sí, Venegas es viuda. Los cuentos recogidos en La risa de las azucenas repasan algunos de sus temas preferidos, como la adicción, la pérdida y la sobrevivencia. Del mismo modo, varios de los textos de Blum reflejan una experiencia vivencial realista que se intuye como confesión personal.

Es interesante que Blum y Venegas escriban mejor bajo la compresión lingüística del cuento. No sé a ciencia cierta qué significará esa fuerza en la concisión, pero sospecho que ninguna de las dos provenga de una familia que quiso criar a escritoras que confiarían en su futuro profesional. De niñas estas escritoras a lo mejor aprendieron a callar bastante sin otorgar todo. Ahora de grandes las dos pueden sostener una conversación viva y tan cálida como su escritura.

Miscelánea: Juegos pesados, narconarrativa

Concluyo con dos categorías adicionales. La ficción de juego académico cuenta con la participación estelar de Mario Bellatin y Cristina Rivera Garza. Estos dos escriben literatura que no es literatura, por ambicionar una literatura que sería más que literatura. Sus libros son experimentos incompletos e indomables, y cada entrega renueva el juego-laberinto de meter un sistema de pensamiento irracional en una novela y así desafiar los limitantes de la novelística. Recomiendo que lean a estos dos con los lentes bien puestos y que tengan conciencia de que la elección de un solo título de cada autor es arriesgarse a perder más de lo que se gana. Es decir, al estilo de la paradoja esnob esbozada en Rayuela, elegir un solo título de aquellos dos es leer un libro menos en lugar de uno más.

En cuanto al tema del narcotráfico, no logro disfrutar de los Trabajos del reino de Yuri Herrera como lo hacen mis amigos. (Para no ofender a ese escritor tan generoso con su talento, quisiera hacer explícito el subtexto de mi reseña: reconozco la importancia de esa novela —sólo que hasta ahora no es de mi agrado.) Para mí, los textos de narco más interesantes se escriben por mujer, principalmente Iris García Cuevas con Ojos que no ven, Corazón desierto y 36 toneladas. ¿Cuánto pesa una sentencia de muerte?, y Orfa Alarcón con Perra brava. No quiero lección edificante de mis narconovelas y por eso no me molesta que la Perra Brava no llegue a más que eso y tampoco me asusta que la transformación en narco (o al revés en simple civil) suceda sin cambio de alma en la obra de García Cuevas. Respecto a este tema, me ha marcado la lectura de Luis Astorga, un académico mexicano que desde un principio advertía que los cárteles en realidad se componen por relaciones anárquicas e inestables. Admitir ese caos significa que sólo los ingenuos piden un texto didáctico con personajes narcoalegóricos que de algún modo se distancian de nosotros para entrar en un sistema racional o planeado. En fin, el texto que más delicadamente elabora la violencia narco sin insistir en una resolución simple es Fiesta en la madriguera de Juan Pablo Villalobos, quien escribe tan bien desde la perspectiva de su niño narrador, hijo de un narco mexicano, que llevo dos semestres enseñando la novela. Bueno, “enseñar” es un decir. Más bien, he pedido que se lea la novela y mis alumnos —dos mexicanas norteñas entre ellos (de Monterrey y Ciudad Juárez, para colmo)— me han sugerido unas interpretaciones fascinantes. Sólo tengo una queja respecto al logro literario de Villalobos. Me molesta que no se me haya ocurrido a mí escribirlo primero.

Novedad de la narrativa mexicana III: Prólogo para una antología que no fue

Abril/2012
Nexos
David Miklos

Hace más de tres lustros y guiado por la más inocente curiosidad literaria, me di a la empresa de compilar una antología de nuevas voces mexicanas, que entonces parecían encontrar cabida en la redonda década de los nacidos entre 1960 y 1970. Quise hacer algo original y, luego de leer y seleccionar a los narradores que más me entusiasmaban —que en un inicio eran muchos, casi todos incluidos en la Dispersión multitudinaria reunida por Leonardo Da Jandra y Roberto Max y publicada en 1997 por Joaquín Mortiz—, invitarlos a escribir un cuento que ocurriera en una ciudad ajena a ellos y en la que, preferiblemente, nunca antes hubieran estado.

Llegó la hora en la que me encontré con 21 textos en mi haber, algunos de ellos magníficos y todos en mayor o menor medida legibles. La muestra respondía con creces a las preguntas que me hice al esbozar el proyecto, cuyo título de trabajo no era otro sino “Ciudades ajenas”: ¿Qué escriben los autores de la generación a la que pertenezco y qué puedo aprender de ellos? Sin embargo, un tropiezo existencial me hizo dejar el proyecto a un lado y me desentendí de las muchas hojas impresas.

Para mi sorpresa, el proyecto se transformó en sólido rumor y, hacia el otoño de 1998, Aurelio Major, editor y leyenda que regresaba al terruño invitado por Tusquets para transformar la filial mexicana del sello barcelonino, me invitó a comer. Sin más preámbulos, me dijo que quería publicar “Ciudades ajenas”, pero que teníamos que depurar el manuscrito (y, esto me lo dijo más adelante, cambiarle el título).

No sin una nutrida discusión con mi nuevo editor y alguna que otra pelea con las voces convocadas y luego no requeridas al festín, logré reducir la lista a 13 escritores. El libro estuvo listo a finales de 1998 y, bajo el título de Una ciudad mejor que ésta, se lanzó en enero de 1999, año en el que el Crack hizo boom y la literatura mexicana, tanto comercial como experimental (para no decir pura y dura), comenzó a cruzar nuevamente el Atlántico llamada por las sirenas peninsulares.

A una década de la aparición del que fuera mi primer libro, aunque no mi primera obra, y perdida la inocencia originaria, la cosquilla de la curiosidad volvió a tocar a mi puerta, otra vez revestida de pregunta: ¿Qué y cómo escriben los autores nacidos, por decir algo, a partir de 1975? Decidí, entonces, armar otra antología, pero bajo una consigna distinta: en esta ocasión presentaría más voces y el ánimo sería si no desbordado, sí más inclusivo. Al final el número elegido fue 21 (aunque bien pudo haber sido 33, porque material había: en un impulso tuve la idea de hacer una antología en tres volúmenes, con tres prólogos de críticos y lectores distintos, más una introducción mía) y acabó en 22.

En esta ocasión, sin embargo, el rumor se desvaneció en el aire y, pese a que lo hice circular, ninguna editorial llamó —ni ha llamado— a mi puerta para disputarse el volumen. No deja de ser curioso que, durante el tiempo en el que leí y convoqué autores, la versión en español de la revista Granta —famosa por haber reunido, allá por los ochenta, al espectacular Dream Team de narradores británicos: Amis, Barnes, Ishiguro, McEwan, Rushdie, por mencionar a los cinco más evidentes—, cuyo portavoz y editor no es otro sino Aurelio Major, anunció que publicaría una edición dedicada a los mejores narradores hispanoamericanos jóvenes (es decir: menores de 35 años).

La polémica de Granta en español fue fugaz pero intensa, sobre todo en nuestro caso: en su lista de 22 narradores nada más se contó con un mexicano: Antonio Ortuño, habitante de su natal Guadalajara. Lejos de lo ocurrido en 1999, en 2011 las editoriales españolas no se desvivieron por repatriar mexicanos: por un lado, los sellos independientes parecían haber cubierto su exigua cuota y no tomarían sino riesgos mínimos; por el otro, los monstruos transnacionales no vieron nada lo suficientemente comercial como para contratarlo. Todo, pues, siguió igual. Y pasó la turbulencia.

Ahora bien, además de lo que escribe Ortuño, que es muy bueno, hay más voces que conforman un conjunto —generacional, si se quiere verlo así— que nos habla de una sanidad literaria, aunque se guste de decir lo contrario. De entre las 22 que yo elegí para la antología que no fue, hay una docena que bien podrían servir de muestrario, y aquí las presento no a manera de mapa, sino de pequeño cosmos, agrupadas cada una en su correspondiente planeta narrativo.

Riesgo y resistencia: Literatura en estado puro
Luego de más de 10 años invertidos en su escritura, por fin verá la luz Las moradas (Periférica, Cáceres, 2012), primer libro de Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975). El libro, que conocí casi desde su concepción y en las múltiples variaciones de su work-in-progress, no puede ser sino un portento. Fruto de una lectura crítica y de una idea tanto literaria como política del mundo, lo realizado por Cabral es un reto a cualquier convención o práctica narrativa actual. A través de nueve relatos y una nouvelle que bien pudo haberse publicado aparte —es el punto más alto del libro—, nuestro autor explora la noción de espacio y su vínculo con el lenguaje como acción, aunque en realidad y en el fondo lo que uno lee es la transformación del lenguaje en un espacio en sí mismo. El resultado es una obra que sacará de balance a cualquier lector habituado a la comodidad de la palabra digerida y protegida por la habitual paja: alérgico al desperdicio y al vacío de ideas, Cabral nos ofrece una serie de eventos literarios tanto éticos como políticos, sin dejar de lado lo histórico materialista.

En las antípodas del mismo planeta y orbitando el mismo sol se encuentra la Siembra de nubes (Praxis, México, 2011) de Oswaldo Zavala (Ciudad Juárez, 1975). Obra que ensaya un diálogo y una crítica de nuestra literatura contemporánea fundacional (Borges, el Boom, Bolaño, con escala obligada en Rulfo), lo conseguido por Zavala es un desplante tanto de lucidez como de inteligencia y afecto, elementos mediados por un humor epifánico y que buena falta le hacía a nuestras letras. Presentada como un embarazo —nueve apartados-meses ligados por una serie de intervenciones seriales a manera de trama— y narrada por un padre que le habla a su hijo nonato, Siembra de nubes es una novela de academia que se escapa de la academia —pensemos en un Ricardo Piglia sin ataduras, accesible para los lectores no del todo avezados—, un acto de alquimia o de magia perfecto que deconstruye, a la vez que reconstruye (o huiquifica), una historia literaria conocida o intuida por todos, así como la visión y la vivencia personal de dicha literatura, con epicentro en Ciudad Juárez.

Un trío más de voces que encuentran cabida en este conjunto son la del aún inédito Óscar Benassini (ciudad de México, 1981), cuyo relato “Padres fundadores” da noticia de un proyecto de altos vuelos creativos (se le puede leer en la edición número 77 de la revista de artes La Tempestad), así como las de Agustín Goenaga (ciudad de México, 1984) y Gabriel Wolfson (Puebla, 1976), respectivos autores de las novelas La frase negra (Era, México, 2007) y Los restos del banquete (Libros Magenta, México, 2009).

La brevedad domeñada
Escritor prolífico y Miura por naturaleza, el ya mencionado Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976) es un novelista aguerrido que ha encontrado su descanso, así como uno de sus mejores momentos, en el ejercicio del cuento. Ahí donde sus tres novelas han migrado inquietamente de sello editorial y se han superado una a la otra (nadie escribe como Ortuño ni tiene una fiel legión de lectores como él), sus colecciones de cuentos se han mantenido fieles a la misma casa; la segunda de ellas, La Señora Rojo (Páginas de espuma, Madrid, 2010) es, a mi gusto y no de manera superlativa sino precisa, una obra maestra temprana y un clásico a destiempo que cobrará peso en su andanza hacia el futuro que en sus páginas intuye y relata.

Otro habitante del mismo astro es Daniel Espartaco Sánchez (Chihuahua, 1977), autor de un libro desmarcado y único y del que ya hablé previamente en una edición anterior de nexos: Cosmo-nauta (Tierra Adentro, México, 2011), una de las mejores colecciones de cuentos aparecida en México en la última docena de años. Este año verá la luz su primera novela, que es en realidad una nouvelle de fina hechura y que transcurre en los linderos del saturado terreno de la evidente violencia nacional: El invierno nos mantuvo calientes bajo la nieve (Mondadori, México, 2012).

Descubro una promesa alcanzada en Elizabeth Flores (ciudad de México, 1980) y su Punto de fuga (Ficticia, México, 2011), conjunto de narraciones las más de las veces brevísimas y que no son sino variaciones sobre un mismo tema: la muerte y todas sus máscaras, desde la amenaza de su guadaña hasta la contemplación de su ejercicio. Si alguien ha sabido narrar un cementerio —una serie de cementerios, en realidad—, esa es Flores, si bien su libro no es una lápida sino la puerta abierta a una voz literaria conseguida.

Aquí hay que mencionar al aún inédito César Albarrán (ciudad de México, 1978), escritor paciente que ha sabido postergar la publicación de una obra temprana, concentrado en la depuración a cuentagotas de una voz y un estilo notables, presentes en cuentos como “Pitbull”. Hay escrituras que son descubrimientos —sobre todo para su propio creador—, y es esto lo que ocurre con aquella pergeñada por Albarrán: estamos ante una prosa orgánica, viva, que funciona como una sutil enredadera que va ocupando, detalle con detalle, la integridad de un sólido muro, su respaldo literario.

Otros cuentistas que hay que nombrar son: Úrsula Fuentesberain (Celaya, 1982); Mariño González (Guadalajara, 1977), autor de Vietnam (Arlequín, Guadalajara, 2005, 2010); Gabriela Jáuregui (ciudad de México, 1979), autora del poemario Controlled Decay (Akashic Books/Black Goat Press, Nueva York, 2008); René López Villamar (ciudad de México, 1979); Guillermo Núñez Jáuregui (ciudad de México, 1982) y Mauricio Salvador (ciudad de México, 1979), autor del libro digital El hombre elástico y otros cuentos (Rango Finito, London, Ontario, 2011).

El ensayo ficticio o la ficción ensayada
Pese a la evidente voluntad ensayística de su primer libro, Valeria Luiselli (ciudad de México, 1983) es una narradora de carácter híbrido o centáurico: en Papeles falsos (Sexto Piso, México-Madrid, 2010) hay una novela ulterior o subrepticia, hilada por una serie de paseos argumentales y crónicas semántico-librescas, vencidas siempre por la propia experiencia de su autora y sus ficciones vivenciales. Más allá del pandémico ensayo de ocurrencias o nimiedades, lo escrito por Luiselli es el registro de su iniciación, entendimiento y conquista última de la escritura, una especie de génesis literario en el que se exploran los recovecos (o relingos, como mejor nos diría ella) de una existencia que no se entiende sin la palabra a la vez leída y escrita.

Algo similar ocurre con Brenda Lozano (ciudad de México, 1981) y Todo nada (Tusquets, México, 2009), primera novela que esconde en el corazón de su semilla un ensayo crónico siempre latente y que florece en la prosa de una ficción, por así decirlo, autorreferencial (o, mejor aún, una suerte de autoficción).

El príncipe de los puercos

Autor que ha hecho de la provocación un arte —no sólo a través de su escritura sino como figura metaliteraria—, Carlos Velázquez (Coahuila, 1978) ha escrito un libro que se sostiene por sí solo en sus cuatro magníficas pezuñas: La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso, México-Madrid, 2010). Los relatos de Velázquez trastocan el burdo devenir cotidiano y hacen de lo popular —y de todo aquello que las más de las veces nos provoca repeluz— una experiencia estética.

Del otro lado del cerco encontramos a un provocador silencioso y discreto —vgr. un lobo disfrazado de Borrego—, alérgico al mundanal ruido y decididamente fugado de nuestra estridente pero reducida republica de letras: Luis Panini (Monterrey, 1978), autor de una especie de caja de Pandora narrativa única en su género: Mala fe sensacional (Tierra Adentro, México, 2010), libro que revisa la cuentística más clásica y la mezcla con el amarillismo de ocasión, para conseguir una serie de finas y sangrientas estampas que no son más de la misma violencia, sino literatura en sí.

Difíciles de encontrar cabida en algún apartado por la potente originalidad de sus obras, encontramos a un par de voces procedentes de Puebla y antiguos alumnos del recién fallecido Daniel Sada, el dadivoso tallerista de esta generación: Jaime Mesa (Puebla, 1977) y Eduardo Montagner (Chipilo, 1975), autores de las novelas Rabia (Alfaguara, México, 2008) y Toda esa gran verdad (Alfaguara, México, 2006), respectivamente.

Las metamorfosis
Lectora consumada de Clarice Lispector y Jesús Gardea —sus objetos de reseña y estudio—, Daniela Tarazona (ciudad de México, 1975) consiguió sacudirse las influencias y destilar la voz propia en El animal sobre la piedra (Almadía, Oaxaca, 2008; Entropía, Buenos Aires, 2011), lograda novela que no encuentra más parangón que sus propias páginas. La novela de Tarazona es un retrato a la vez alegórico y kafkiano de la metamorfosis de una vida en obra, de una existencia en objeto, además de un espeluznante y acertado retrato de la maternidad y su conflicto.

En un renglón aparte, aunque en la misma órbita, aparece Moho (Tierra Adentro, México, 2011), primera novela de Paulette Jonguitud Acosta (ciudad de México, 1978), obra que acaso parece retomar la estela dejada por Amparo Dávila (Pinos, 1928) y prolongada por Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964). En su revisión del pasado reciente y lejano, la protagonista creada por Jonguitud sufre una transformación que la convierte en el cáncer de su propia historia, una historia familiar malograda y perversa que raya en el horror o la fobia a “lo cotidiano”, si bien nuestro devenir cotidiano termina por ser el victimario que, al final del día, nos acosa y vence.

Finalmente, descubro en La última partida (Tusquets, México, 2008) una narración que, más allá de su temática y sus recursos de corte fantástico —y cuando digo lo anterior pienso más en Henry James, Edgar Allan Poe y sus epígonos hispanoamericanos—, responde al derrotero de la mejor literatura anglosajona decimonónica, trasladada al presente de nuestra lengua: es Gerardo Piña (ciudad de México, 1975) un escritor difícil de encasillar, lector portentoso y crítico de valía que ha sabido no enclaustrarse en la academia ni lanzarse de bruces al escenario editorial espectacular. Si algo termina de quedarnos claro al leer a Piña, es que tanto la ciencia ficción como la fantasía no son géneros menores, sino excusas editoriales para crear subsellos y colecciones engañosas. Al final del día, hay o no hay literatura, géneros o clasificaciones aparte; y eso es todo. La obra de nuestro narrador, así como la de los 21 que lo preceden en este comentario que aquí concluye, es prueba fehaciente de lo primero.

Un breve colofón: Al cierre de esta edición, debo anotar mi descubrimiento de una nueva voz, la número 23, y que corresponde a Édgar Omar Avilés (Morelia, 1980), autor de Cabalgata en duermevela (Tierra Adentro, México, 2011), libro de cuentos más literarios que fantásticos o de horror —el subgénero en el que no me atrevería a insertarlos—, en los que descubro a un notable prosista, uno más que nutre este amplio y aún abierto mapa narrativo.

Norteña hasta el tope

10/Abril/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Con el adjetivo norteña se designó en la literatura mexicana a la irrupción de un grupo social subalterno en el quehacer cultural de México de finales del siglo XX. Si el grueso de la producción literaria había sido dominada hasta entonces por aquellos ligados tanto cultural como geográficamente con la capital de una nación eminentemente centralista, grupos conformados en su mayoría aunque no únicamente por hombres pertenecientes a los estratos más privilegiados del país, los bárbaros que vinieron del norte fueron desde el inicio una gama bastante amplia de hombres y mujeres vinculados tanto económica como culturalmente a esos amorfos grupos populares que cierta teoría progresista ha calificado de subalternos. Educados en su mayoría en escuelas públicas y careciendo de los legados y conexiones que animaron por tantos años las actividades de sus contrapartes del centro, los norteños trajeron consigo, a cambio, una cierta visión periférica que trastocó los temas y las formas y las prácticas de la tradición dominante de las letras.

Sólo una mirada literal leería lo norteño como una mera referencia localista. Ser del norte, al menos en México, es ser de una región que es tanto una zona geográfica como unrelación cultural. Y las raíces de esta aseveración se extienden bastante atrás en el tiempo. Ya desde la época prehispánica, los ojos de la hegemonía Mexica veían el norte, eso que ya no era Mesoamérica sino Aridoamérica, como una zona poblada por “perros sin correa”, es decir, por bárbaros. Que los españoles sólo con dificultad y muy lentamente lograran extender su domino hasta estas áridas regiones, no sólo habla de la resistencia que se llevó a cabo en estos lugares lejanos al centro del poder sino también de la hostilidad de la naturaleza y la poca monta del botín generado por comunidades que nunca construyeron una Tenochtitlán. A las regiones que el poder central no pudo ni dominar ni defender durante las guerras intestinas del siglo XIX, se les denominó y se les perdió también como el norte. Para cuando José Vasconcelos, el famoso Ministro de Educación de la etapa temprana de la posrevolución, se refirió a la frontera norte como el lugar donde terminaba la cultura e iniciaba la cerveza ya se había establecido el valor, o la falta de valor, simbólico asociado a lo norteño.

El rápido crecimiento del así llamado Milagro mexicano sacó a la luz otros valores norteños. Bajo la influencia tanto económica como cultural de los Estados Unidos, la producción industrial y la expansión de centros urbanos como Monterrey pronto solidificaron al menos dos estereotipos regionales: el del norteño como una especie de self-made man adepto al trabajo y la producción, y el del norteño como un individuo franco y directo, es decir, poco refinado, capaz de obviar, o violentaren caso necesario, las jerarquías de clase (nunca las de género) del todo social. En ambos casos, de manera por demás interesante, el norteño es ahorrador, cuando no codo. Más de una ideología capitalista se nutrió de y reforzó a su vez el primero de estos dos estereotipos. Del segundo dieron cuenta actores como Eulalio González Piporro, a menudo en papeles de tipo listo y autodidacta que, gracias al esfuerzo y el carisma, puede salirse con la suya; así como compositores y cantantes, entre los cuales vale la pena recordar a Cuco Sánchez, el Dostoievsky de la canción mexicana, con la célebre “No soy monedita de oro”, aquí en versión queer de Gloria Trevi: Nací norteña hasta el tope/ me gusta decir verdades/ soy piedra que no se alisa/ por más que talles y talles”.

Cuando hacia fines del XX, con el país ya hecho pedazos, los libros de Elmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra, Patricia Laurent Kullick, David Toscana, Rosina Conde, Rosario Sanmiguel, Luis Humberto Crosthwaite, y Felipe Montes, entre tantos otros, dejaron atrás las pequeñas editoriales de provincia para publicar en algunas transnacionales del español, no sólo interrumpieron la hegemonía cultural del centro de la República de las Letras sino que también vinieron a contar cosas bastante incómodas sobre el país en su conjunto.

Lo que vino del norte no fue, por supuesto, una literatura uniforme —como los mercaderes de libros la anunciaron y la vendieron— sino varias escrituras vivas, nutridas de lecturas sin fronteras, a veces generadas desde exilios varios, tan diversas en sus métodos como en sus relatos. Lo que tuvieron en común desde el inicio fue lo que estaba ahí desde el inicio: una tradición de resistencia cultural marcada por siglos de relación ambivalente con el centro del país. La competencia entre tradiciones literarias no es abstracta o esencialista. A los que tuvieron que compartir lectores, ventas de libros, becas, premios, viajes, espacios culturales, prestigios y más, todo esto les resultó molesto, por decir lo menos, y así lo señalaron tanto en reseñas como en comentarios de sobremesa. Eso, y una versión inclusiva y convulsiva del país que incluya los acentos distintivos, afiebrados, peculiares de los broncos habitantes de sus orillas, es lo que está en juego mientras las tradiciones hegemónicas del XX se re-organizan.