miércoles, 24 de mayo de 2017

El verdadero misterio de Rulfo

24/Mayo/2017
La Jornada
Javier Aranda Luna

Gabriel García Márquez llegó con su familia para establecerse en Ciudad de México el martes 26 de junio de 1961. Lo esperaba su amigo Álvaro Mutis. Cuando Gabo le preguntó a Mutis qué obras mexicanas debía leer, éste le trajo dos libros y le dijo: Léase esa vaina, y no joda, para que aprenda cómo se escribe. Eran Pedro Páramo y El llano en llamas.

El hechizo de su más alto grado de seducción volvía a repetirse. Era el mismo que había conocido a los nueve años cuando leyó Las mil y una noches; el mismo que le provocó a los 20 en Bogotá La metamorfosis y a los 22, en Cartagena, la obra de Sófocles.

Por eso dijo años después que “si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía, no volvería a escribir nunca en mi vida”.

En 1961 García Márquez tenía 34 años, había publicado La hojarasca y estaba por aparecer El coronel no tiene quien le escriba. Rulfo tenía 44, habían pasado ocho años desde la publicación de El llano en llamas y seis de la que sería su primera y última novela, Pedro Páramo.

García Márquez ya había sobrevivido como corresponsal varios años con un salario de miedo y Rulfo ya había sido oficinista de migración, vendedor de llantas, publicista, guionista y empleado de Televicentro en Guadalajara.

Aunque en los años 60 la soberanía del dinero no había alcanzado a la industria editorial como para que los autores se plantearan la posibilidad de publicar uno o dos libros al año como actualmente ocurre, en los círculos literarios el silencio de Rulfo ya era tema de conversación. Y como el autor de “El llano en llamas no publicaba” ni hablaba de publicar más cuentos y novelas se empezaron a crear leyendas, hipótesis descabelladas, revelaciones insólitas.

De una de ellas dio cuenta el poeta José Emilio Pacheco en una de sus espléndidas crónicas literarias publicada en la revista Proceso en agosto de 1977. Sostenía que Rulfo había entregado al Fondo de Cultura Económica un mamotreto casi inmanejable de más de mil páginas que el poeta Alí Chumacero había recortado, ordenado, compactado e hilvanado.

La versión clandestina era falsa y como prueba de ello Pacheco retomó unas palabras que Chumacero había escrito a propósito de Pedro Páramo: una desordenada composición que no ayuda a hacer desde la novela la unidad que, ante tantos ejemplos que la novelística moderna nos proporciona, sea de exigir de una obra de esta naturaleza.

Las nuevas técnicas narrativas utilizadas por Rulfo en Pedro Páramo fueron motivo de críticas, pero también de entusiasmos. Mariana Frenk Westheim no dudó en traducirla al alemán de manera inmediata y la publicó a finales de 1958 en la legendaria editorial Verlag; un año después la publicó en francés Gallimard y en inglés Grove Press.

Para muchos el misterio de Rulfo fue su silencio, el conformarse con haber publicado sólo dos libros, pero el verdadero misterio es, me parece, que un libro de cuentos y una novela puestos a circular hace más de medio siglo le hayan bastado para asegurarse un sitio de privilegio en la literatura. La lucidísima Susan Sontag no dudó en considerar a la novela de Rulfo un clásico de la literatura y García Márquez comentó que Pedro Páramo si no es la más importante sí (es) la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana.

Si el tema de Pedro Páramo es el regreso, la trama interna de la novela es la huida, la migración forzada por el hambre y la violencia. Si Pedro Páramo es el cacique de Comala, que deja un mundo miserable, los nuevos autócratas son los narcos que se apoderan de municipios y regiones. Todo México es Comala, ese infierno donde arde la tierra como comal en el brasero. Todos los días hablamos con los muertos, con los que fueron arrebatados en forma anticipada y violenta como Miriam Rodríguez que buscaba justicia por el asesinato de su hija o el periodista Javier Valdez por buscar la verdad.

La soberanía del dinero, el poder tangible, que lo mismo hechiza a funcionarios de primer nivel que al peladaje es el Atila que con los cascos de sus caballos desertifica la tierra.

Rulfo fue un un maestro en la técnica literaria pero sobre todo tuvo el genio para contarnos la odisea que significan las migraciones. Es un tema que conocemos desde la antigüedad y no ha cesado. Los migrantes que dejaron todo para sobrevivir cuando regresan sólo encuentran ruinas y escuchan susurrar a los fantasmas.

Convertido en fantasma como los habitantes de Comala, Juan Rulfo sigue tan presente como ellos. Tan actual como cuando conversamos con los muertos en ese páramo que a veces nos entregan los sueños.


martes, 23 de mayo de 2017

El sufragio de las almas

Mayo/2017
Letras Libres
Héctor Abad Faciolince


1

A la obra breve, apenas murmurada, de un escritor discreto y taciturno, le ha sido añadida toda una biblioteca de aparato crítico. Cuando este 16 de mayo se cumpla el centenario del nacimiento de Juan Rulfo, otros torrentes de adjetivos se van a derramar sobre la obra de un hombre que siempre prefirió lo sustantivo. A pesar de la fama, Rulfo nunca pudo vivir de sus libros y vino a jubilarse dos años antes de morir; muchos otros, en cambio, críticos y profesores, han vivido de estudiarlos o de comentarlos. Algunos artículos ayudarán a comprender la fascinación que sus páginas siguen generando en sus lectores; otros serán elogios excesivos, diatribas o polémicas inútiles: ruido.

En el intento de no formar parte de ese mismo coro disonante, me he acercado a una de las tumbas de Rulfo (las fotografiadas por él) y he apoyado la cabeza sobre la lápida en busca de una pista. Desde las sombras no se oía siquiera un leve crujir de huesos. “¿Qué dice?”, me preguntaron. “No se le entiende. Parece que no habla, solo se queja.” “¿Y de qué se queja?”, insistieron. “Pues quién sabe.” “Debe ser por algo. Nadie se queja de nada. Para bien la oreja.” Me concentré cuanto pude. Nada. “Se queja y nada más”, dije, queriendo ser un eco de su voz o una sombra de su sombra.

Sí, creo que el hombre seco, lacónico, en ocasiones algo quisquilloso, se quejaría de lo que está pasando con él, con sus textos que no deberían tener dueño, con las mezquinas disputas entre sus lectores, sus intérpretes y los herederos que pretenden monopolizar “el mágico sonido de su nombre”. Se queja y nada más, porque todo esto no está bien. Para no añadir más ruido a tanto desconcierto, quiero hacer de la breve obra de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, hijo de Nepomuceno Pérez, asesinado, mi propia lectura. Lo que su novela, sus cuentos, sus fotos y lo poco que sé de su vida, me dicen a mí, su humilde lector y su indigno colega.

2
Los hijos de padres cuya vida fue interrumpida por una muerte violenta estamos condenados (también podría decir salvados) a conversar con ellos, en silencio, en la imaginación, el resto de nuestras vidas. Su voz ausente de algún modo resuena y palpita dentro de las paredes del cráneo, viva todavía. Traigo en mi auxilio, para demostrarlo, no a algún clásico griego que podría confirmar lo que digo, sino a otro mexicano, Alfonso Reyes, hijo del general Bernardo Reyes, asesinado la mañana del 9 de febrero de 1913. Con todo el pudor de su pluma reticente, en un bellísimo ensayo que nunca quiso publicar en vida, Alfonso Reyes nos dijo, póstumamente:

Es difícil bajar a la zona más temblorosa de nuestros pudores y respetos. De repente sobrevino la tremenda sacudida nerviosa, tanto mayor cuanto que la muerte de mi padre fue un accidente, un choque contra un obstáculo físico, una violenta intromisión de la metralla en la vida y no el término previsible y paulatinamente aceptado de un acabamiento biológico. Esto dio a su muerte no sé qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contra las intenciones de la creación. Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no solo interesan a una familia, sino a todo un pueblo. Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad. [...] Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse, para muchos años, toda la patria. Después me fui rehaciendo como pude, como se rehacen para andar y correr esos pobres perros de la calle a los que un vehículo destroza una pata; como aprenden a trinchar con una sola mano los mancos; como aprenden los monjes a vivir sin el mundo, a comer sin sal los enfermos. Y entonces, de mi mutilación saqué fuerzas. Mis hábitos de imaginación vinieron en mi auxilio.

Es a estos “hábitos de imaginación”, tan recurrentes en la escritura y en la mente de Rulfo, a los que voy a referirme más adelante. Pero todavía necesito que la limpia prosa y la implacable franqueza de Reyes me ayuden a entenderlo. Sigue así el gran filólogo y pensador:

Discurrí que estaba ausente mi padre –situación ya tan familiar para mí– y, de lejos, me puse a hojearlo como solía. Más aún: con más claridad y con más éxito que nunca. Logré traerlo junto a mí a modo de atmósfera, de aura. Aprendí a preguntarle y a recibir sus respuestas. A consultarle todo. [...] El proceso duró varios años, y me acompañó por viajes y climas extranjeros. Al fin llegamos los dos a una compenetración suficiente. Yo no me arriesgo a creer que esta compenetración sea ya perfecta porque sé que tanto gozo me mataría, y presiento que de esta comunión absoluta solo he de alcanzar el sabor a la hora de mi muerte. Pero el proceso ha llegado ya a tal estación de madurez, que estando en París, hace poco más de dos años, me atreví a escribir a un amigo estas palabras más o menos: “Los salvajes creían ganar las virtudes de los enemigos que mataban. Con más razón imagino que ganamos las virtudes de los muertos que sabemos amar.” Yo siento que, desde el día de su partida, mi padre ha empezado a entrar en mi alma y a hospedarse en ella a sus anchas. Ahora creo haber logrado ya la absorción completa y –si la palabra no fuera tan odiosa– la digestión completa. Y véase aquí por dónde, sin tener en cuenta el camino hecho de las religiones, mi experiencia personal me conduce a la noción de la supervivencia del alma y aun a la noción del sufragio de las almas, puente único por donde se puede ir y venir entre los vivos y los muertos, sin más aduana ni peaje que el adoptar esa actitud del ánimo que, para abreviar, llamamos plegaria.

¿No podría definirse la obra de Rulfo, usando las palabras de Reyes, como un “puente por donde se puede ir y venir entre los vivos y los muertos”? Y este puente, esta comunicación con las voces del más allá, con lo que es apenas alma, o ánima en pena, según Reyes, se realiza gracias a la supervivencia, en sí mismo, de su padre asesinado, en el alma viva que escucha al muerto, que conversa con él, a él se dirige en forma de plegaria, y a él comprende, o exonera de culpas, en forma de sufragio.

Volveré más adelante a esta idea, pero quisiera detenerme antes en un concepto al que se ha referido uno de los amigos de juventud de Rulfo, y el mismo Rulfo: sus mentiras.

3
Así lo escribe, sin medias tintas, Antonio Alatorre en un ensayo de 1996: “Juan tuvo siempre el hábito de la mentira. Empleo la palabra mentira sin ninguna carga moral, en el sentido desnudamente objetivo de ‘falta de verdad’. Juan rodeó su persona y su obra de toda clase de mentiras, o digamos ocultaciones, ficciones, inventos, medias verdades, silencio. [...] Bien visto, se trata de un fenómeno humano general: todos ocultamos, todos fingimos, todos representamos un papel en el gran teatro del mundo. Pero en Juan Rulfo este fenómeno estaba como exacerbado.”

Como previendo que sus amigos podían llegar a quitarle algunas de sus máscaras, especialmente después de muerto, el mismo Rulfo se reconoció a sí mismo como mentiroso en una de sus muy escasas incursiones teóricas: “Todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. [...] A mí me han criticado mucho mis paisanos que cuento mentiras, que no hago historia, o que todo lo que platico o escribo, dicen, nunca ha sucedido y así es. Para mí lo primordial es la imaginación. [...] La imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se llama intuición: la intuición lo lleva a uno a pensar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura.”

Javier Cercas ha dicho acertadamente, retomando una idea de Vargas Llosa, que “un novelista es un mentiroso que dice la verdad”. Rulfo se ampara, en su defensa, en el mismo burladero. No cabe duda de que este es el pacto entre escritor y lector cuando nos aproximamos a una obra de ficción: se inventan y cuentan historias no ocurridas (mentirosas) para decir verdades. Pero lo curioso es que Alatorre no está hablando de las mentiras en las obras ficticias de Rulfo, sino en la vida diaria. Y más curioso aún lo que Rulfo reconoce: “todo lo que platico o escribo nunca ha sucedido”. Y digo curioso porque el pacto al escribir novelas no es el mismo pacto que tenemos al “platicar”. Tal vez por eso mismo Juan José Arreola declaró una vez, refiriéndose a su amigo Rulfo: “En ocasiones, cuando conversaba con él, tenía la impresión de que los dos mentíamos, pero que estábamos de acuerdo en hacerlo.” Conversaban como quien lee o escribe novelas, mintiendo adrede y suspendiendo la incredulidad.

Si volvemos ahora a Alfonso Reyes, y a la comunión de las almas, creo que puedo tener algunas intuiciones que, paradójicamente, me resultan confirmadas por las “mentiras” de Rulfo o al menos por ciertas historias personales que el escritor siempre quiso ocultar.

La primera es la de su formación católica, no solo como irremediable efecto de la cultura mexicana en que vivió, sino también, y sobre todo, como efecto de su educación formal. La fuente de su obsesión por las ánimas en pena, por la comunicación con las almas de los muertos, no es ningún fruto de la imaginación, sino algo “real” en la escatología católica, en su concepción religiosa del más allá, o de lo que persiste vivo después de la muerte: el espíritu, el hálito, la voz. Las buenas obras y el rezo son, en esta misma tradición católica, un sufragio (un alivio), para las almas condenadas a vagar cerca del lugar de su muerte, o que penan todavía en el purgatorio. Que Rulfo esté embebido hasta el tuétano en esta tradición, en este imaginario, lo revela el constante ir y venir que hay en Pedro Páramo de las voces y las almas entre los vivos y los muertos, y la presencia asfixiante y perturbadora de un más allá fantasmagórico. Pero lo revela también uno de sus más llamativos ocultamientos: Juan Rulfo nunca quiso contar, y su página oficial no lo registra ni siquiera hoy, que había pasado dos años en el Seminario Conciliar de Guadalajara.

Así lo cuenta Antonio Alatorre: “La [mentira] que ahora voy a mencionar –y que a mí me impresiona– es una mentira ex silentio, o, digamos, una verdad tenazmente cancelada y enterrada.” Y esta es que entre noviembre de 1932 y agosto de 1934, Rulfo cursó dos años como seminarista y tuvo que salirse de estos estudios de cura porque fue reprobado en latín. Una persona sensible como Rulfo no pasa indemne dos años por un seminario católico. Y su obra puede ser leída como puramente fantástica en cualquier contexto no católico. Pero en un contexto católico es tan “realista” como el viaje de Dante al Infierno, así como en un contexto helénico el descenso al Hades de Ulises es solo la extensión literaria de lo que la religión de la época prescribe como exacto: una incursión en una geografía de la ultratumba, tan real como la del más acá. Paradójicamente, para la concepción católica de la muerte, que las almas vaguen y hablen no es una mentira, una ficción, no es fantasía, sino una verdad de a puño. Para un católico fervoroso e ingenuo, entonces, la lectura de Pedro Páramo no tiene nada de fantástica: es sencillamente escatología católica. Las fuentes católicas de esta gran novela son fantásticas tan solo en el sentido de Borges, que veía en la teología una rama más, y muy fecunda, de este género literario.

4
Pero el sufragio de las almas del que habla Alfonso Reyes al referirse a su padre asesinado está, como él dice, “fuera del camino hecho por las religiones”. En el proceso de evocar al padre asesinado, un escritor se sumerge tanto en el homicidio, en el homicida, y se compenetra tanto con el asesinado, que llega a sentir que es él y así, mágicamente (pero no religiosamente), lo resucita. Para poder llegar a esta identificación con el padre muerto, hay un intento por saberlo todo. Querer saber hasta el último detalle es una de las perversiones, de los masoquismos, de esa tarea por re- construir la verdad, los hechos reales, del episodio más trágico. Rulfo, en público, evadió siempre esa historia mediante una frase hecha y muchas veces repetida: su padre habría sido asesinado “por motivos sin importancia”. Al menos una vez, en cambio, en una entrevista nocturna (y regada con alcohol) con Fernando Benítez, Juan Rulfo acabó por contarle de qué manera habían matado a su padre, Nepomuceno Pérez, en 1923. Leámoslo, e imaginemos su voz pastosa, popular y refinada al mismo tiempo, como la describe Benítez:

Tenía seis años cuando asesinaron a mi padre porque, tú sabes, después de la Revolución quedaron muchas gavillas. Mi padre tenía autorización para confirmar del obispo de Papantla, pues en tierras agitadas podían delegar ese sacramento en los seglares. Recaudaba el dinero de las confirmaciones y lo daba a los curas. Regresaba de una gira cuando fue asaltado y muerto por los gavilleros. Tenía treinta y tres años. Mi madre murió cuatro años después.

Según lo que ha venido a saberse, a partir de varias fuentes, después de la muerte de Rulfo, la historia anterior es una mentira grande como una catedral. No solo es falso lo adjetivo, sino, y sobre todo, lo sustantivo. Benítez, en su momento, obviamente no se percata del ocultamiento, y simplemente transcribe lo que Rulfo le cuenta. Lo cu- rioso es que la invención de Rulfo, en este como en otros casos (su base para fantasear o para mentir), venga otra vez envuelta en una fábula católica, que involucra obispos y curas. Su padre podía confirmar en la fe por dispensa del obispo, cerca de Tuxcacuesco, que era el nombre real que tenía Comala, el pueblo imaginario, en la primera redacción de Pedro Páramo, y el territorio donde su abuelo materno, Carlos Vizcaíno, tenía una importante hacienda. A la hora de no contar la verdad, Rulfo recurre a algo sagrado, lo que de alguna manera refuerza la verosimilitud de la mentira.

Decía Juan José Arreola que Rulfo “siempre fue retraído, sí, y tímido. Pero quizás esas no son palabras adecuadas para describirlo. Era al mismo tiempo un poco huraño, cazurro, ladino. Hay una palabra que se usa o usaba por aquí en Jalisco, que describe su socarronería: mozongo. Eso es, Juan Rulfo era mozongo y entrambulicado”. He averiguado que en Colima “entrambulicar” es esconder algo profundamente. En gallego es complicar un asunto hasta volverlo incomprensible. Y sigue Arreola: “Percibí en Rulfo lo que puedo describir como una fuerza oblicua, semejante al trote del coyote. Tanto él como sus personajes parecían ver las cosas, juzgarlas, de una manera oblicua, al sesgo, yo diría que en bies. No había una recta en su pensamiento o en su modo de contar las cosas, sino un diagonalismo, un espíritu de alfil.”

Voy a intentar desentrambulicar este enredo; de enderezar esta extraña diagonal. En vida de Rulfo, el periodista Guillermo C. Aguilera Lozano consiguió desenredar las fechas y el lugar de nacimiento de Rulfo, mediante el acta de nacimiento y la partida de bautismo, que Rulfo también había cubierto de velos e inexactitudes. No había nacido en el año 18, como declaraba, sino en el 17, ni en San Gabriel o en Apulco, como sostenía, sino en Sayula, y ni siquiera se llamaba Juan Rulfo, sino Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Pero Aguilera hizo algo más: les preguntó a dos de sus hermanos, Severiano y Eva, cómo había muerto el padre de los tres, Juan Nepomuceno Pérez Rulfo. Cuenta Aguilera que “Eva y Severiano no querían hablar y cuando lo hicieron me pidieron que no dijera que ellos me habían dado datos. Dicen que ‘Juan se enoja mucho porque detesta la publicidad’”. Más que la publicidad, aventuro, lo que detestaba Rulfo era que se supieran cuáles eran las fuentes fácticas de su fantasía. Sea como sea, la que sigue es la versión de Severiano, refrendada por Eva y publicada por Aguilera tras la muerte de Rulfo:

Ni fue un peón de la finca, ni fueron unos asaltantes de caminos. Fue el hijo del presidente municipal de Tolimán, Guadalupe Nava. Según me platicaron a mí, era un muchacho de esos muy machos, borracho y pendenciero. Mi papá había hablado con él sobre un asunto de unas reses de ellos que se habían metido en la labor de mi padre. Como él tenía que ir a arreglar un asunto, le pidió a Nava que arreglara esa cuestión con el mayordomo. Sin discusiones se despidieron y mi papá se dirigió a llevar unas medicinas a una enferma. Allí se encontró de nuevo a Guadalupe Nava, que se ofreció para acompañarlo de regreso. Iban para San Pedro mi papá, el peón que lo acompañaba y Nava, que platicaba con mi padre tranquilamente. Al llegar a donde tenía que abrir la puerta, el peón se adelantó a hacerlo, mientras el otro se retrasaba y disparaba por la espalda a mi padre. La bala entró por la nuca y salió por la punta de la nariz. Eso ocurrió el 23 de junio de 1923 y al asesino jamás lo detuvieron, pues gozaba de protección en su pueblo. Murió hace unos doce o quince años.

En 2005, en una conversación informal con José Andrés Rojo para El País de Madrid, dos de los hijos de Rulfo, Juan Carlos y Juan Francisco, le dieron más detalles sobre la forma en que murió el abuelo: que el crimen había ocurrido el 1 de junio; que el caballo no se había movido del lado del hombre asesinado y que habían colgado el cadáver a lomo del mismo caballo para llevarlo hasta la hacienda. Se conmemoraban cincuenta años de la publicación de Pedro Páramo y el hijo menor hacía un documental sobre el tema. Pocos meses antes había salido la biografía de Rulfo escrita por Alberto Vital, donde también se cuenta el asesinato a manos de Guadalupe Nava, y algo más: que en la muerte de la madre había influido bastante el hecho de haber visto dos veces, libre e impune, paseándose por las calles de San Gabriel, al asesino.

Las erratas que comete el editor de un gran libro suelen ser, para sus lectores más finos, un quebradero de cabeza sin solución. El autor de la edición crítica de Pedro Páramo, en Cátedra, José Carlos González Boixo, consiguió entrevistar al mismo Rulfo para aclarar unas dudas sobre algo que a él le parecía una errata en la edición original. En el capítulo en que la madre de Pedro Páramo informa a su hijo que su padre ha muerto, el episodio se concluye con algo que no puede ser un diálogo:

–Han matado a tu padre.

–¿Y a ti quién te mató, madre?

Rulfo no duda en confirmar que hay ahí una errata: “Ah, sí, cuando dice que han matado a su padre es un muchacho, pero cuando dice ‘¿Y a ti quién te mató, madre?’ ya es grande. Falta interlinear eso, lo pusieron junto, es un pensamiento que le viene.” Lo más extraño es que el mismo González Boixo, en su edición, no suprime, como debiera, el guion de diálogo, para dejar el texto como un pensamiento que le viene a Pedro Páramo mucho después. Y así, con esa errata, se sigue editando el libro. Cuando se sabe que la madre de Rulfo (y la de Páramo) murieron de pena al ver libre al asesino del padre, esta errata es todavía más llamativa y más inexplicable que se la mantenga.

Pero volvamos a Guadalupe Nava y a su víctima, Nepomuceno Pérez. “¡Diles que no me maten!” no es solo uno de los mejores cuentos de Rulfo sino uno de los mejores de la lengua española, o, para no dar más rodeos, uno de los más grandes de este género literario. Desde que lo leí por primera vez, hace varios decenios, me dejó una profunda impresión, no solo de perfección formal y de belleza, sino de verdad. De misteriosa verdad. Cuando se lo lee sin saber el nombre del asesino de Nepomuceno Pérez Rulfo, uno de todos modos piensa que es Rulfo quien habla por boca del coronel que manda fusilar a Juvencio Nava: “Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros eso pasó. [...] Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna.” El énfasis, la ira involuntaria con la que Rulfo lee en voz alta este pasaje del cuento, es otro de sus milagros, aparte del milagro técnico y artístico que es oír esas palabras en boca del autor, que aquí no es autor, ni miente, o mejor dicho, que nos miente haciendo pasar por ficción algo que es la pura verdad, situada en la zona más temblorosa de su pudor y respeto. Rulfo lee aquí como quien recita una plegaria, diría Reyes, y el trozo está plagado de alusiones religiosas. Pero lo que más impresiona son las alusiones reales: el lío de linderos, la libertad del asesino, los nombres repartidos entre víctima y victimario: para este el apellido y para aquel el nombre.

No se trata de creer, literalmente, en las ilusorias indulgencias que ganaría uno, o los muertos, cuando evocamos en una oración, en un escrito, a los ya fallecidos que aún queremos. Pero en esa especie de plegaria laica que es la escritura, cuando evocamos a quienes ya no están, y los seguimos queriendo, se rescata algo de la vida, del aliento o de la voz del muerto. Hay en la palabra que nombra al ausente, siempre, una pequeña magia de resurrección. Puede haber en ella, además, una satisfacción vicaria, e incluso una venganza simbólica, un desagravio para quien sufrió el peor de los agravios. ¿Hay algo de esto en la prosa recatada de Rulfo? Me atrevo a creer que sí. Y me atrevo a afirmar que el tema obsesivo en Rulfo, tanto en Pedro Páramo como en algunos de los cuentos, el de la muerte violenta del padre, no es otra cosa que una repetida plegaria escrita, y por ende el sufragio de las almas que tan bien describió Alfonso Reyes.

Creo que quizá no era Rulfo tan entrambulicado, como decía Arreola. Lo entrambulicado era su vida. Y tal vez tampoco era tan mentiroso, Rulfo, sino que intentaba buscar la verdad a través de esa necesaria e inevitable transformación de los hechos que se comete en la ficción. Esconder, o mejor, entrambulicar los hechos de donde parte la fantasía es una manera de proteger la mentira de la ficción (o su verdad más profunda), mediante el ocultamiento de la verdad de la realidad. En la respuesta a una pregunta de Joseph Sommers, Juan Rulfo explica, indirectamente, lo que ha querido descubrir, a través de la ficción, con su obra: “Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me muestre por qué en esta familia mía sucedieron en esa forma, y tan sistemáticamente, esa serie de asesinatos y de crueldades.” Cuando no hay un punto de apoyo en la realidad para explicar el horror de lo real, no queda otro camino que recostarse en “los hábitos de la imaginación”, es decir, en la fantasía, o en eso que solo los superficiales se atreven a llamar mentira. ~

Rulfo y sus críticos

Mayo/2017
Letras Libres
Roberto García Bonilla

Mi generación no me comprendió (1980).

No tengo nada que reprocharles a mis críticos (1985).

Juan Rulfo

 

 

I Vida y escritura

El 16 de mayo de 1917 nació Juan Nepomuceno Pérez Vizcaíno. Nadie puede afirmar con seguridad si el alumbramiento ocurrió en Sayula –según el acta de bautismo– o en Apulco que terminó por establecerse como el lugar fidedigno. La vida del futuro escritor, desde el lugar de nacimiento, estuvo rodeada de sospechas, verdades y mentiras a medias; el celo por proteger su intimidad, además, lo convirtió un enigma entre el estrépito y el silencio, de la veneración al confinamiento, de la fama al nihilismo, de las expectativas juveniles de gran viajero al escepticismo que derivó en un arraigado fatalismo, hermanado a la proclive depresión, que contrajo en el orfanato, adonde llegó dos meses antes de que su madre muriera de “neuralgia de corazón”, cuando el niño Juan tenía diez años.

Cuatro años antes ocurrió un hecho crucial en la existencia del niño (y se ha repetido que determinó el destino y acentuó su vocación hacia la literatura): el asesinato de su padre en la hacienda de San Pedro Toxín, debido a la venganza de un peón al que Juan Nepomuceno Pérez Rulfo, “Cheno”, había reprendido porque sus animales invadieron los potreros del hacendado. Algunas versiones dicen que incluso le dio un chicotazo.

Esa “nimiedad”, como dijera el cronista Felipe Cobián, provocó la ira y el rencor vivo de Guadalupe Nava Palacios, quien se tomó algunos mezcales con sus amigos, se armó de valor antes de avistar a “Cheno” –al paso del arroyo La Agüita, en un confín del Llano Grande– “...y vació toda su pistola en la espalda de don Cheno; jamás imaginó que había empezado a engendrar una de las creaciones de las letras más fascinantes de la Hispanoamérica actual”.[1]

La noticia –publicada en El Universal, el 6 de junio de 1923– señalaba que el crimen estaba relacionado con el cobro que Nepomuceno impuso a todo aquel ganado que, sin licencia, pastara en terrenos de la hacienda.[2] La muerte del padre –ocurrida el primer día de ese mes– fue un catalizador en la elaboración del duelo y un impulso apremiante para el escritor, que quedó de manifiesto en “¡Diles que no me maten!”, donde está presente la pérdida y la búsqueda, la fragilidad de la verdad, la aspiración de justicia y los límites que se tienen para valorar las acciones de víctimas y victimarios.

Aunque su autor negó que existiera tal vínculo, es evidente la relación vida-obra en este cuento. El nombre de uno de los personajes –el homicida, Juvencio Nava– se relaciona con el de Guadalupe Nava, el asesino real del padre de Rulfo. El duelo por la pérdida de diversos familiares, sobre todo del padre, además, se extendió en un temperamento proclive a la depresión que se gestó –según el propio escritor– en los años del orfanato y que permaneció hasta sus días finales: “Lo único que aprendí allí fue a deprimirme. Era una tremenda disciplina, el sistema era carcelario. Esas fueron las épocas de mi vida en que me encontré más solo, y contraje un estado depresivo que todavía no se me puede curar”, [3]  comentó cuando tenía sesenta años de edad.

También en los últimos años de su vida evocó de dónde provenía la atmósfera que rodeó su trabajo escritural: “Guardo una gran nostalgia por la infancia y el lugar donde viví de pequeño. Por aquellos años que no se pierden nunca [...]. La nostalgia ha sido una especie de impulso para recordar ciertas cosas. El hecho de querer evocar esos años es lo que me ha obligado a escribir: Yo tengo que contarles esas cosas, vengo de tal lugar que ustedes no conocen, pero yo voy a contarles lo que ha sucedido ahí”.[4] Literariamente una influencia rotunda de ese ambiente –tan nítido en “Luvina”, anunciación de Comala– está en Derborence (1934) del suizo Charles Ferdinand Ramuz, para Rulfo uno de los más grandes escritores del siglo XX.

De ese vaho anímico provienen atributos del escritor que van de la timidez al aislamiento, del hermetismo a la astenia: del rictus aciago –visible desde las fotografías infantiles– al ensimismamiento que rodeó el mutismo del adulto, que se encerró y tras el cual muy pocos pudieron acceder. Efrén Hernández fue el “padre intelectual”, guía y quien descubrió al escritor que hasta la mitad de los años cuarenta firmaba como Juan Pérez Vizcaíno. Ellos se conocieron y se hicieron amigos en las oficinas de la Secretaría de Gobernación, en el departamento de Migración; allí debió empezar a conformarse la novela El hijo del desaliento que nunca se publicó, porque “dialogaba con la soledad [y] era tan cursi como su título. Decidí tirar a la basura mis trecientas cuartillas”.[5] Se salvó “Un pedazo de noche (fragmento)”, y es muy probable que de esa novela también provenga “La vida no es muy seria en sus cosas”, primer texto conocido de Juan Rulfo, publicado en América (junio de 1945), la revista que dirigía Efrén Hernández.

El periodo escritural de Rulfo más relevante, abarcó una década. En la primavera de 1955 se publicó Pedro Páramo; dos años antes se había publicado la reunión de quince cuentos con el título de El Llano en llamas, ambos aparecieron bajo el sello del Fondo de Cultura Económica en la colección Letras Mexicanas. Después, solo hubo silencio... con excepción de El gallo y otros guiones (1980), cuyo texto más extenso, originalmente fue una novela, El gallero (escrita entre 1956 y 1958).

Después de Pedro Páramo, novela que se ha traducido a más de cincuenta idiomas, Rulfo mantuvo 31 años de mutismo escritural. Falleció el martes 7 de enero de 1986 –al sobrevenir un infarto al miocardio– ya cerca de los 69 años. Cuatro meses antes se le había diagnosticado enfisema pulmonar, el mismo día en que la Ciudad de México fuera devastada por un temblor que dejó, según datos oficiales, más de veinte mil muertos.

El legado de Rulfo, además de tres libros, consta de cerca de setenta textos de varia extensión e intención: conferencias, ponencias, prólogos, pláticas, semblanzas de artistas plásticos, textos de arquitectura e historia, monografías y presentaciones, así como una decena de borradores, redactados para el boletín del Centro Mexicano de Escritores, donde fue becario (1952-1954) y asesor (1961-1980). Fuentes allegadas a la Fundación Juan Rulfo difundieron en su boletín, Los murmullos (1999), que el escritor-fotógrafo escribió cerca de cuatrocientos textos dedicados a la arquitectura mexicana: “abundan aquellos que servirían a la perfección para documentar una historia del periodo colonial muy poco piadosa con los encomenderos y el clero de la época”.[6]

Los herederos del escritor publicaron Los cuadernos de Juan Rulfo (1994), reunión de un centenar de textos: borradores, esbozos, notas y reflexiones; son reveladores porque se puede rastrear la conformación, incipiente, de personajes como Susana San Juan que originalmente se llamó Susana Foster, o la herencia del apellido Pinzón en la familia que protagonizó la historia de la legedaria novela La cordillera, anunciada en 1964, en la publicidad  anticipada  de las novedades del fce, junto a títulos como Rito de iniciación, de Rosario Castellanos, La pequeña edad, de Luis Spota, Música concreta, de Amparo Dávila y Seguimiento, de Gabriel Zaid. No poco creyeron que la novela de Rulfo ya se había publicado porque, incluso, existe la reseña “Ayuquila, Dionisio Arias, Una casta condenada: ‘La cordillera’” firmado por las iniciales A. S. (conjeturamos que la redactó Alí Chumacero) y apareció en el suplemento once de la Gaceta del FCE. Ahí se lee: “Ayuquila es inseparable de los avatares de una familia, fundada, en el siglo xvi, por Dionisio Arias Pinzón, Vizcaíno y encomendero, que debió legar esa parla de textura castellana antigua, casi cervantina, que perdura en la región”.

En 2000, se publicó Aire de las colinas. Cartas a Clara, un epistolario de 81 cartas que el joven autor escribió a Clara Angélica Aparicio Reyes (1928-), su futura esposa, a quien conoció en 1941. Este volumen abarca seis años, entre octubre de 1944 y diciembre de 1950, aunque la mayoría son de los días del cortejo y noviazgo (1944-1947). Se casaron en la primavera de 1948. En las últimas quince cartas, además del discurso amoroso, se entrevé la agitada vida laboral del escritor como agente de ventas en la Goodrich Euzkadi (1947-1952). El epistolario se republicó en 2014 y se añadieron tres cartas más. La última está fechada en 1958, fue publicada originalmente en 1986 y luego en los Cuadernos con el nombre de “Yo te amo”: es una misiva suplicante y connota que el matrimonio estaba distanciado y vivía un momento complicado.

 

II El lugar de la fotografía

Aunque Rulfo la situaba como mera afición –igual que la literatura–, la práctica de la fotografía significó una labor que supuso un profundo conocimiento de la técnica y de la historia de la disciplina. En su biblioteca de Guadalajara, según testimonio de Adalberto Navarro Sánchez, había monografías de Phaidon. Era conocido y respetado en ámbito de los fotógrafos. Dejó alrededor de seis mil negativos que empezó a tomar entre los dieciséis y diecisiete años, al mismo tiempo que escribía sus primeros textos. Sus primeras once fotografías aparecieron en América (febrero de 1949), luego publicó en Mapa (1952), en donde era editor, y México en la Cultura (1954, 1955, 1958). Entregó imágenes a Anita Bremer para This Month, y –también en 1958– cuatro de sus fotografías de arquitectura colonial ilustraron la guía de turistas Caminos de México de la Goodrich-Euzkadi.

En Guadalajara se realizó su primera exposición en la primavera de 1960. Las veintitrés imágenes que se expusieron tuvieron una modesta proyección. Esta discreción cuantitativa, proporcional a sus publicaciones literarias, estaba lejos del trabajo de un aficionado. Es evidente que el fotógrafo Rulfo aspiraba y necesitaba ser remunerado como un profesional, porque además había invertido mucho en su formación autodidacta. Sus fotografías también se publicaron en Sucesos para todos (1963-1964).

Fue en 1980 que, por fin, su fotografía fue conocida de manera más amplia. Con motivo del homenaje nacional que le rindió el gobierno mexicano, en el Palacio de Bellas Artes se presentaron cien imágenes que formaron parte del libro-catálogo Juan Rulfo (INBA/SEP). El volumen incluía textos de Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco y Elena Poniatowska. El primero era de Fernando Benítez: “Sus fotos retienen el misterio de Pedro Páramo o de El Llano en llamas: mujeres enlutadas, campesinos, indios, ruinas, cielos borrascosos, campos resecos. Una poesía de la desolación, y una humanidad concreta, expresa un mundo que está más allá del paisaje y de sus gentes, construido en blanco y negro, con gran economía y nobleza. Lo que su ojo veía el escritor lo llevaba a las letras”.[7]

Durante por lo menos un cuarto de siglo, los estudiosos vincularon literatura y fotografía, de manera natural, lo cual no debería asombrar a nadie, tomando en cuenta que la obra literaria se proyectó, difundió e internacionalizó antes que la fotográfica. En el imaginario la presencia del escritor tiene un poderío supremo. Béatrice Tatard, autora del primer libro monográfico sobre el tema (Juan Rulfo photographe. Esthétique du royaume des âmes, L'Harmattan, 1994), anota: “fotografía y literatura son dos lenguajes complementarios por más de un título: primero, porque constituyen dos vertientes de una visión escindida del mundo propia al universo rulfiano que se esclarecen mutuamente. Pero también porque pueden incluso verse dos ejercicios de estilo como etapas que le permiten a Rulfo consagrarse a un camino nuevo: el del cine. [...] El lenguaje audiovisual reúne la palabra y la imagen; por lo que, si el escritor fotógrafo ha escrito varios escenarios, esta parece ser la secuencia lógica de su trayecto”.[8] Ya iniciado el siglo XXI, en México: Juan Rulfo fotógrafo, los textos –que preceden a las 185 imágenes contenidas– acentúan el vínculo y la complementariedad entre palabra e imagen, literatura y fotografía. Margo Glantz anota que “el gesto de Abundio es el del fotógrafo: un ojo que repara en los lugares, los encuadra, los captura y los estampa en una placa fotográfica. Un recuerdo concreto, reflejado en la mirada, reforzado por las voces”.[9] Y Eduardo Rivero, uno de los estudiosos más perspicaces en el tema, apuntó: “En Rulfo [...] la fotografía deviene en escritura y la escritura se escinde como posibilidad ideal del panteón icónico. Escritura de la luz y fotografía del verbo son el lenguaje, la pincelada, de una indisociable síntesis creadora”.[10]

Desde la primera reunión de textos preparada ex profeso por la Fundación Juan Rulfo (Tríptico para Juan Rulfo. Poesía, fotografía y crítica, 2006), se ha querido erradicar la idea de que literatura y fotografía puedan tener algún vínculo. Se ha querido enfatizar la autonomía entre ambas disciplinas como si al relacionarlas se disminuyera la dignidad, incluso la grandeza de una frente a la otra. Lo cierto es que hay similitudes –y no significa que la imagen esté al servicio de la palabra, menos aún de la descripción–: en ambas hay una aspiración de reconstrucción de los recuerdos, no necesariamente las anécdotas y la delimitación espacial concreta que los rodean, sino desde la espesura y la profundidad de sus atmósferas. Es una búsqueda sigilosa de la memoria, cuyo radar es la intuición que lleva a la concreción de los ambientes. Y ciertamente Rulfo no buscó los hechos y sus objetos como lo hace un fotoperiodista, aunque es innegable que algunas de sus fotografías –por ejemplo, de arquitectura o las que tomó al lado de Walter Reuter, durante la realización del documental Danzas mixes– están teñidas de valor testimonial.

La proyección simbólica de la fotografía es compleja: está marcada incluso con huellas de identidad de lo mexicano, que se vinculan con nuestra tradición icónica. La fotografía de Gabriel Figueroa es esencial en el imaginario visual que hemos construido en torno a la cultura popular (con todo y la disminución del atributo “provincia”), vinculado con rasgos de identidad de lo nacional. Para el autor de “Luvina” –aficionado al cine desde joven– esto no pasó inadvertido y, con seguridad, alguna influencia tuvo que existir, por ejemplo, en las tonalidades e intensidades del blanco y negro presentes en su obra. Entre los rasgos distintivos de sus fotografías sobresale su capacidad para eternizar sus imágenes. La nostalgia que irrumpe en ellas se asientan en la conciencia sobre la pérdida, expresada en la erosión de los territorios, el desmoronamiento de las construcciones o en la resignación y parsimonia de sus personajes anónimos, que a pesar de estar condenados al confinamiento existencial poseen un hálito de esperanza, entrevisto en sus miradas.

La importancia de Rulfo en la historia de nuestra fotografía es ineludible; incluso si este reconocimiento llegó con demora; tampoco hay que olvidar que, a mediados del siglo pasado, cuando Rulfo captaba imágenes con su Rolleiflex y practicaba el alpinismo, la fotografía como disciplina artística no tenía el prestigio que ahora posee. Henri Cartier-Bresson –sobre cuyas fotos mexicanas escribió Rulfo– comentó por esos años: “los fotógrafos no tienen un estatus social muy claro, viven al margen y la gente a menudo se pregunta quiénes son esos tipos tan raros que van dando saltitos por la calle”.[11] Hace todavía treinta años no habríamos imaginado que a Rulfo se le hubiese podido considerar “el mejor fotógrafo de América Latina” (Susan Sontag), y todavía hace un lustro habría sido extraño leer que “no solo fue un escritor, sino también, acaso sobre todo un artista visual” (Cristina Rivera Garza).

 

III Las primeras críticas

La obra de Rulfo, contrariamente a lo que se creyó durante varias décadas, se comentó con regularidad desde la aparición de los primeros cuentos. Marco Antonio Millán publicó el primer texto sobre Rulfo en América (1946): “Descubierto y estimulado desde hace tres o cuatro años por Efrén Hernández –quien lo ha puesto en contacto con los animadores de las revistas–, Juan Rulfo se ha distinguido desde sus primeras letras publicadas por una fresca sencillez soleada de tierra provechosamente llovida y por una hondura de visión poco comunes en nuestro medio literario, dentro del cual habrá de ocupar tarde o temprano el puesto que le van ganando sus pensamientos.” En el mismo número Efrén Hernández, bajo el seudónimo de Till Ealling, hace una presentación de “La cuesta de las comadres”: “Nadie sabría nada acerca de sus inéditos empeños, si yo no, un día, pienso que por ventura, adivinara en su traza externa algo que lo delataba; y no lo instara hasta con terquedad, primero, a que me confesase su vocación, enseguida, a que mostrara sus trabajos y a la postre, a no seguir destruyendo. Sin mí, lo apunto con satisfacción, ‘La Cuesta de las Comadres’ habría ido a parar al cesto. No obsta, la ofrezco como ejemplo. Inmediatamente se verá que no es mucho lo que dentro del género se ha dado en nuestras letras de tan sincero aliento”.[12]

Desde ese momento Rulfo se proyecta como un autor notable en nuestra literatura; a pesar de su discreción y aparente distanciamiento de la república de las letras, se encontraba con sus colegas de la revista América, en un café de la calle de Dolores; entre ellos estaban Rosario Castellanos, Margarita Michelena, Jaime Sabines, Emilio Carballido, Sergio Magaña y Jesús R. Guerrero. Gracias a la beca del Centro Mexicano de Escritores –segunda generación (1952-1953)– concluye y decanta los cuentos que conformarían El Llano en llamas. Esta colección no pasó “prácticamente desapercibida para la crítica” como aseguró, a principios de los años ochenta, José Carlos González Boixo.

Con los años, habrá que recordar, González Boixo se convirtió en el estudioso más relevante de la obra rulfiana fuera de México; entre nosotros lo es Alberto Vital. Entre sus textos más significativos destacan sus Claves narrativas de Juan Rulfo (1980) y el pormenorizado estudio introductorio que hizo de Pedro Páramo, para la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra (1983), cuya decimosexta edición corrigió y enriqueció en 2002, con la anuencia de la Fundación Juan Rulfo. En portadilla se lee “Edición puesta al día con texto definitivo”. Nos preguntamos: ¿el texto definitivo no es el que, por petición de José Luis Martínez –director del Fondo de Cultura Económica en ese momento–, Rulfo revisó por última vez en 1979 y que corresponde a la edición especial de la colección Tezontle (1980) y a la tercera edición de la Colección Popular (1981), ambas del fce? Existen ediciones anotadas y filológicas de obras canónicas, pero en rigor la edición definitiva es la que por última vez supervisan los autores.[13]

 A pesar de algunos yerros, sobre todo al precisar algunos términos populares en el léxico de la novela, el estudio de González Boixo es esclarecedor, en especial para los lectores españoles a quienes el franquismo les impidió leer Pedro Páramo, pues un comité censor la prohibió el mismo año de su publicación; hubo que esperar tres lustros para que, a pesar de esa restricción, la editorial Planeta publicara la novela en Barcelona. Y ya en la transición, el Ministerio de Educación, incluyo Pedro Páramo entre los títulos para el examen de admisión a la universidad.[14] El interés que se ha tenido en España por la obra de Rulfo no ha sido menor. La novelista y académica Marta Portal escribió Análisis semiológico de Pedro Páramo (1981) y Rulfo: dinámica de la violencia (1984); a su vez, en Expresión y sentido de Juan Rulfo (1984) Luis Ortega Galindo recorre los cuentos y la novela, y subraya los cortes en el espacio, el tiempo y la realidad, horadada por la inseguridad y la violencia. José Riveiro Espasandín es autor de un sustancioso y ameno texto biográfico-histórico-analítico, publicado en 1984.

La revista Cuadernos Hispanoamericanos, dirigida por el poeta Félix Grande, realizó un homenaje a la vida y la obra del escritor jalisciense; en un volumen que ronda las quinientas páginas, académicos y escritores, en su mayoría españoles, dan cuenta de la obra de Rulfo desde diversos enfoques metodológicos, entre los que encontramos el psicoanálisis, el estructuralismo, la historia y la antropología (sin olvidar que es imposible penetrar con hondura en la obra de nuestro autor si no se toma en cuenta la dimensión mitológica que encierra). Es muy probable que Rulfo no haya visto la cuarentena de textos aquí reunidos (fechada en septiembre de 1985) y en donde tienen cabida testimonios de colegas tan entrañables para él como Juan Carlos Onetti. Este número representa una de las primeras compilaciones críticas sobre la obra conjunta de la obra rulfiana, y la más amplia hasta ese entonces. Es una paradoja que algunos de los estudios más significativos de la obra rulfiana provengan de España y, por otra parte, la literatura de Rulfo no tuvo, incluso entre sus escritores, una recepción proporcional. En Estados Unidos se calcula que hacia 1989 existían más cuarenta tesis doctorales (en México, por supuesto, la cifra era superior). Y según la investigadora Simone Andréa Montoto, en 1999, la crítica rulfiana sumaba unas nueve mil páginas.

Sin embargo, para tener un panorama al menos útil de la crítica rulfiana de los primeros a los últimos años, habrá que retroceder hasta el momento en que las revistas y los suplementos culturales eran importantes, no solo porque permitieron conocer la obra de Rulfo sino porque otorgaron prestigio al escritor jalisciense.

La primera reseña sobre Pedro Páramo la escribió Edmundo Valadés y apareció el 30 de marzo del 1955, once días después que el libro (el número 19 de la colección Letras mexicanas del Fondo de Cultura), si tomamos en cuenta la fecha que consigna el colofón. A esta nota siguieron los polémicos textos de Alí Chumacero (abril) y Archibaldo Burns (15 de mayo). El primero elogia el uso del lenguaje popular con propósitos artísticos y los riesgos que toma el autor por “abordar temas muy conocidos por él pero estructurados en diferente forma”. Hay, además, frases que admiten diversos significados (“Con violentos impulsos plásticos Rulfo evoca [...] un enjambre de rumores que animan Comala”). Y seguirán las líneas que, a menudo, se han considerado negativas: “En el esquema sobre el que Rulfo se basó para escribir esta novela se contiene la falla principal. Primordialmente, Pedro Páramo intenta ser una obra fantástica, pero la fantasía empieza donde lo real aún no termina. Se advierte, entonces, una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad [...] Sin núcleo, sin un pasaje central en que concurran los demás, su lectura nos deja a la postre una serie de escenas hiladas solamente por el valor aislado de cada una”. Y concluye con frases concesivas, ante las fallas de esa primera novela (curiosamente esos elementos que incomodaron al crítico “reafirman con tantos momentos impresionantes las calidades únicas de su prosa).[15] No hay duda de que la novela provocó extrañeza no solo entre los lectores comunes sino también entre aquellos llamados “privilegiados” (nombre con que Roman Ingarden define a la institución literaria: los periodistas de las secciones culturales, los académicos y críticos literarios). En apariencia, esto se debía a que todos estos enfoques individuales no estaban familiarizados con las nuevas formas novelísticas que estaban presentes en Pedro Páramo.

Archibaldo Burns también destacó esta fusión entre el realismo y la verosimilitud de lo irreal, la convivencia de lo terreno con el inframundo: “el don y la necesidad de expresarse del escritor han desembocado invariablemente en el manejo de lo fantástico, lo real, de la unción y la gallina [...] Pedro Páramo es un conjunto de fragmentos alucinados. Para haber sido una obra maestra, han fallado el planteamiento y el desenvolvimiento propios de la trama, pero están en juego todo el tiempo la unción y la gallina, realidad y fantasía”. Rulfo se llegó a preguntar “qué diantres” habría querido decir Burns con “la unción y la gallina”.[16]

Hubo reseñas que no fueron más allá de la lectura lineal y que, además, ni siquiera hicieron mención a las técnicas vanguardistas que Rulfo había puesto en juego. Así, Eduardo Luquín afirma: “Pedro Páramo se caracteriza por la pobreza del lenguaje [...] La reproducción de la manera de hablar de las gentes del campo corresponde al fonógrafo, pero no al novelista [...]. Si [Rulfo] aplicara su inteligencia a la elaboración de una obra de gran aliento lograría escribir novelas capaces de resistir la acción demoledora de los años”.[17]

 Las reseñas, en suma, fueron elogiosas y, a pesar de la aparente rudeza de algunas, pocas fueron despectivas. Una tardía y malévola fue la de José Rojas Garcidueñas, publicada en 1959, en donde el crítico dejó en claro su desprecio por las virtudes que otros habían destacado en la novela: “dejando aparte mi personal repugnancia por ese tipo de literatura sórdida, lo que en Pedro Páramo juzgo más censurable es la estructura, en puridad de lo más simple, se encuentra deliberadamente desquiciada y confusa”.[18]

La recepción de la obra de Rulfo no fue escasa ni desfavorable. Su novela no había sido producto del azar ni podía considerarse un milagro de nuestras letras. Rulfo había trabajado porfiadamente y se había dado a conocer en el momento adecuado y en las publicaciones pertinentes para gozar de una buena proyección como narrador. Ricardo Garibay, su compañero en el Centro Mexicano de Escritores, llegó a escribir con cierta envidia: “me sacaba de quicio. Su aparente mansedumbre, su casi entera incapacidad intelectual, su lentitud de buzo, su genio publicista. Era el rey [en el Centro Mexicano de Escritores]. Solo de Rulfo se hablaba como de un grande indiscutible, y él no alzaba la voz y jamás le oí un argumento a propósito de nada”.[19]

  Un hecho no ha sido mencionado por los cronistas, los biógrafos y los críticos: Rulfo se benefició de la riqueza cultural e ideológica que significó la Ciudad de México en los años treinta, del pleno intercambio de ideas entre artistas e intelectuales de las más diversas nacionalidades que llegaron a México de paso. Mariana Frenk-Westheim, que se había asentado en la capital del país, realizó en 1958 la primera traducción de Rulfo a otro idioma (el alemán, en este caso). Rulfo se relacionó con personajes importantes de la industria cinematográfica, por ejemplo, Roberto Gavaldón, Emilio Indio Fernández, Carlos Velo, Antonio Reynoso, Rafael Corkidi y Rubén Gámez, director de uno de los hitos del cine experimental mexicano: La fórmula secreta (1965), para la cual Rulfo escribió un texto.

Reparemos que de la misma manera que el escritor jalisciense conoció a Cartier-Bresson, conoció antes a personajes como B. Traven; también se encontraría con Luis Buñuel, que estuvo presente en el Pedro Páramo de Carlos Velo. Durante dos décadas, Rulfo tuvo muchos proyectos en fotografía, y a partir de 1955, también en el cine, cuando colaboró con Roberto Gavaldón en La Escondida, en cuya filmación retrató a María Félix y Pedro Armendáriz.

Rulfo fue retraído, pero no fue el misántropo que han descrito tantos cronistas; lo cierto es que sí cuidó con determinación su intimidad familiar, al grado que algunos de sus compañeros en el Instituto Nacional Indigenista, donde laboró desde 1963 hasta sus últimos días, creían que era soltero.

Sin que eso disminuya en lo absoluto su talento, la valía y el legado que representa su obra, habrá que recordar que Rulfo tuvo amigos que lo estimularon. Sus colegas jaliscienses fueron promotores de su obra: Juan Rulfo les llevó a sus amigos de la revista Pan –Juan José Arreola, Antonio Alatorre y Juan Rulfo– “Nos han dado la tierra” y que el relato les causó una gran sorpresa, que se repitió cuando les entregó “Macario”. Después, Arreola se fue Francia, en el último número de Pan, el 7, y Alatorre invitó a Rulfo a integrarse al consejo editorial. Años después nuestro autor formaría parte de otros cuerpos editoriales de revistas tan influyentes en la república de las letras, como la Revista Mexicana de Literatura, dirigida por Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes, en cuyo primer número (septiembre-octubre de 1955) apareció el texto “Realidad y estilo de Juan Rulfo”, del escritor y académico vasco, afincado en México, Carlos Blanco Aguinaga. Fue el texto más influyente en la crítica rulfiana durante por lo menos una década.

Todavía hoy la pieza de Blanco Aguinaga se puede leer con interés. No deja de sorprender la perspicacia e intuición del autor para situar la obra de Rulfo en un amplio horizonte, lejos del regionalismo y cerca de la modernidad literaria; en la búsqueda ontológica y no en el patriotismo de antiguos manuales de civismo. Hugo Rodríguez-Alcalá –a su vez, autor del primer libro sobre la obra rulfiana, El arte de Juan Rulfo (1965)– ubicó este texto de Blanco Aguinaga como parte de la crítica “filosófica” y lo consideró la primera crítica canónica del autor de “La Cuesta de las Comadres”. Hay un aliento existencialista (que disminuyó en las subsecuentes ediciones) que se integra a la realidad social del país, manteniendo el énfasis en la obra literaria. La investigadora Enriqueta Morillas observó que la historia de la crítica sobra la obra de Rulfo comenzó con el lúcido ensayo de Carlos Blanco Aguinaga. Al respecto, ya en la década de los noventa, Gerald Martin observó: “sigue siendo no solamente uno de los dos o tres estudios imprescindibles de la obra de Rulfo, sino un hito en la crítica latinoamericana”.[20] Blanco Aguinaga también es autor del estudio introductorio de la edición de Cátedra (1985) de El llano en llamas y de la presentación del disco de la colección Voz Viva de México (1963) que incluye “Luvina” y “¡Diles que no me maten!”. Y aunque “Realidad y estilo” fue escrito por un académico, “La estructura de Pedro Páramo” (1964), de Luis Leal, se ha considerado a menudo el primer texto sobre Rulfo concebido dentro de la academia (Anuario de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam).

 

IV Del autor poco vendido al bestseller

Un termómetro de la aceptación de una publicación está en sus ventas: las primeras ediciones de los cuentos y la novela de Rulfo se vendieron con lentitud. La contradicción fue una constante en la vida de Rulfo: en 1959 le comentó a José Emilio Pacheco: “Para el autor un libro publicado es cosa liquidada. El trabajo real son los nuevos proyectos.”[21] Casi veinte años después, el escritor dijo ante la televisión española: “al principio me sentí frustrado porque las primeras ediciones no se vendieron nunca. Eran ediciones de dos mil ejemplares, el máximo de cuatro mil [...] los únicos [ejemplares] que circulaban era porque yo los había regalado, regalé la mitad de la edición”.[22] El prestigio y los lectores le importaron más que lo que sus palabras y su silencio daban a entender. Rulfo estaba muy consciente de la excepcionalidad y aportaciones de sus libros, aunque no imaginó nunca las implicaciones y consecuencias del prestigio; por ello, se rebeló contra los rituales y las convenciones que supone la fama.

En 1998 y después de 45 años, el fce terminó su ciclo editorial de la obra de Rulfo. No fue posible continuar porque, según señaló Adolfo Castañón –entonces, gerente editorial del Fondo–, la agencia de Carmen Balcells, que resguarda los derechos de la obra de Rulfo, pidió un millón y medio de dólares para la renovación de los permisos de reimpresión. Ese mismo año, la Asociación Juan Rulfo, creada en 1996, se convirtió en Fundación. Víctor Jiménez, director de la nueva institución, afirmó: “hay actos que se realizan sin organización en los que en ocasiones alguien ‘se hace pasar por especialista en la obra de Rulfo y sólo denigra su imagen’. Queremos saber lo que se hace, no para controlar o frenar las iniciativas, sino para canalizarlas o dirigirlas mejor”.[23]

A partir de 1959 la recepción de la obra aumentó. Durante los años sesenta, El Llano en llamas tuvo tirajes de entre diez mil y veinticinco mil ejemplares; en la década siguiente alcanzó su “máximo histórico” de treinta mil hasta cien mil volúmenes por tiro. También en 1959 apareció la primera reimpresión de Pedro Páramo, que a lo largo de los años setenta alcanzó tirajes de entre tres mil y setenta mil ejemplares. Al igual que los cuentos, logrará su máximo en la siguiente década con tiros de sesenta mil a cien mil ejemplares.[24] Y en 1980 el fce había editado a lo largo de veintisiete años –desde la aparición de El Llano en llamas y, dos años después, de Pedro Páramo– medio millón de ejemplares para cada libro (que, de ese modo, alcanzaron dieciocho y catorce ediciones, respectivamente).[25]

Y en 1983 se crea la colección Lecturas Mexicanas (sep/fce); el número dos de la serie es El Llano en llamas, que tiene un tiraje de noventa mil ejemplares; un año después se publica Pedro Páramo con un tiraje de cincuenta mil ejemplares.[26] Se publican en chino El Llano en llamas y Pedro Páramo, en 1985, con tirajes de un millón de ejemplares de cada uno de los libros.[27] Este mismo año, El llano en llamas rebasa el millón de ejemplares vendidos en el Fondo de Cultura; Pedro Páramo alcanza los novecientos setenta mil ejemplares. Es posible que el único de los libros que puede equiparárseles en difusión es Los de Abajo (1916) de Mariano Azuela.[28]

 

V La pluralidad crítica

Desde la década de los setenta, la crítica sobre la obra de Rulfo no ha dejado de crecer. La mayor producción proviene de las universidades, dentro y fuera de México; por tanto, es imposible saber, con seguridad, cuáles han sido sus tendencias temáticas y metodológicas. Sin embargo, las recopilaciones de textos, aunque terminan siendo más excluyentes que inclusivas, ayudan a establecer tendencias y contenidos. La primera no se realizó en México sino en Cuba (1969), el compilador fue Antonio Benítez y entre los autores más significativos se encuentran José de la Colina y Reinaldo Arenas. Entre otros textos, se incluye “Juan Rulfo o la pena sin nombre”, de Luis Harss, uno de los estudios más reveladores porque se concentra en la personalidad del escritor de un modo que muy pocos entrevistadores lo habían hecho antes, en un cruce entre el ensayo, el reportaje y el retrato psicológico. Ahonda en la obra de Rulfo, aunque él sí cree que Rulfo ha sido uno de los milagros de nuestra literatura y se refiere al lugar que ocupa el autor en Latinoamérica porque el texto forma parte, digámoslo así, del libro bautismal del boom latinoamericano (Los nuestros, escrito en colaboración con Barbara Dohmann, publicado en 1967 y reeditado en 2012). Al hablar de Rulfo observa: “Es un necrólogo de pluma afilada que talla en la piedra y el mármol. Por eso su obra brilla con un fulgor lapidario. Está escrita con sangre”.[29] A pesar de algunos pasajes retóricos de este tipo, el texto pondera el vínculo entre identidad, vida, trayectoria y obra. Y sus valoraciones biográficas son dignas de tomarse en cuenta.

Hacía 2003 existían en español un poco más de cincuenta homenajes bibliohemerográficos y compilaciones, entre los que se incluyen los números especiales de varias revistas. En este repaso, ciertamente muy general, es imposible detenerse en las temáticas, las tendencias y los nombres más significativos. Con todo, habrá que mencionar la primera compilación hecha en México, debida a Joseph Sommers. En 1974, Sommers establece tres vertientes críticas alrededor de Pedro Páramo: la formalista, que se apega a la técnica narrativa y lo intrínseco de la obra e indaga sobre los elementos y estrategias de la narración, así como del lenguaje y su estructura; también analiza los contextos socioculturales y las influencias, sobre todo, literarias. La tendencia mítica, que estudia cuanto subyace al texto literario, temas o “arquetipos”, relaciona la obra con modelos de conducta y conflictos constantes, por ende, establece analogías significativas o paralelismos (por ejemplo, entre los periplos de Pedro Páramo y Juan Preciado). Estos análisis reflexionan y relacionan el universo de Comala con experiencias de figuras literarias de la Grecia clásica. En esta crítica “se dan cita la crítica arquetípica, el énfasis sobre lo abstracto y lo universal en la obra literaria, y la conciencia existencial de la angustia y de la soledad”. La tercera corriente se concentra en la relación entre literatura y sociedad, e integra nociones que sostienen valores filosóficos y el recuento propio de procesos históricos. La búsqueda de una significación implica un proceso dialéctico: el lector interviene como referente intelectual y emotivo para interpretar la literatura, pero también como retroalimentación.[30]

Desde entonces, se han añadido diversos enfoques que van desde las formalizaciones teoricolingüísticas hasta las interdisciplinarias, un sinfín de posibilidades que las metodologías y las burocracias academicoadministrativas han permitido en los planes de estudios. Habrá que destacar, entre los más sobresalientes, los enfoques psicoanalíticos, de la teoría de la recepción y aquellos estudios ecdóticos enfocados en la crítica textual. Roland Forgues señaló con razón hace dos décadas: “Dos peligros acechan permanentemente al estudioso de la obra rulfiana: quedarse en el primer nivel concreto de la lectura o saltar directamente al nivel simbólico. Solo sorteando estos dos peligros, tan graves el uno como el otro, pues corren el riesgo de conducir a una tergiversación de los significados globales de los textos, se pueden deslindar el contenido y la coherencia de la visión del mundo que estructura el universo narrativo del escritor mexicano.” Como Yvette Jiménez de Báez en Juan Rulfo, del páramo a la esperanza (1990), Forgues sostiene que Rulfo no es un creador tan sombrío y pesimista como lo han mostrado los especialistas.[31] Es probable que las ideas más comunes alrededor del escritor se impongan sobre los rasgos y acciones de sus libros, en la lectura que emprenden algunos estudiosos “privilegiados” o comunes.

Hay distintas ediciones de la obra completa de Rulfo: la primera que recordamos es la de Biblioteca Ayacucho (1977), en la cual se reintegró “Paso del Norte” –cuento que se dejó fuera de la novena reimpresión del fce, en 1970–, aunque en la edición venezolana eliminaron 39 líneas respecto de la primera edición del Fondo (en la colección Letras Mexicanas), las cuales refieren un pasaje citadino en la estación de trenes de Nonoalco. El cuento reapareció completo en la editorial mexicana en 1980 en la edición especial de la colección Tezontle, aunque en Letras Mexicanas  y en la colección Popular, se suprimieron diecisiete líneas.

En 1992, dentro de la prestigiada colección Archivos, auspiciada por la Unesco, Conaculta/allca publicó Toda la obra de Juan Rulfo. Es una edición crítica coordinada e introducida por Claude Fell que se distribuyó en ocho países; en 1996 se hizo una nueva edición, a cargo del fce: se agregaron dieciocho textos breves de Rulfo, se amplió la nota filológica, y se agregaron tres entrevistas. Por diferencias entre los herederos del escritor y los editores, la edición fue retirada de las librerías.

Uno de los textos más notables de este volumen es “Vista panorámica: la obra de Juan Rulfo en el espacio y en el tiempo” de Gerald Martin, que hace un recuento pormenorizado de la crítica rulfiana a lo largo de medio siglo. En perspectiva, reflexiona sobre el acervo crítico en torno a la obra de Rulfo desde principios de los años cuarenta, hasta finales de los años noventa. Clasifica las lecturas en globales, formalistas, temáticas y sociales; en el último apartado coincide, en general, con la clasificación de Joseph Sommers; establece tendencias metodológicas de los críticos, sus méritos y, en algunos casos, sus excesos y carencias. Observa también los años de formación del escritor en su época sociocultural en México y América Latina y señala factores y circunstancias que incidieron en su carrera literaria y su prestigio. Se trata de la revisión crítica más amde manera subyacentea recepción analiz de la vida del escritor; rescata su drama interior, tan verdadero como sus duelos no resuplia sobre la obra de Rulfo. En su conclusión señala: “Estamos a dos o tres años de un momento en que un primer ciclo completo de posibilidades críticas habrá terminado su trayectoria y una nueva generación podrá empezar de nuevo. Nada impedirá, sin embargo, que El Llano en llamas siga siendo un clásico latinoamericano ni que Pedro Páramo siga siendo una de las obras literarias más perfectas de la literatura universal.”[32] El aserto casi es una premonición: ese primer ciclo del agotamiento de las posibilidades de la crítica sobre Rulfo estaba concluyendo.

Hubo un libro transicional entre el texto de Martin y el que comenzaría una nueva época: Juan Rulfo. Los caminos de la fama pública (1998), selección, notas y estudio introductorio de Leonardo Martínez Carrizales. El académico anota: “El prestigio de un escritor no solo se explica por la composición de su obra, sino por lectores que administran y cultivan su fama pública.” Esta afirmación coincide con las palabras de Gerald Martin, al decir que el primer Rulfo “no vino de la nada” porque, como se ha visto, desde inicios de los cuarenta ya tenía amigos, añadimos, en torno a las tertulias del grupo de la revista América. Los caminos de la fama pública es una antología de quince textos críticos publicados en la prensa cultural entre 1954 y 1971, cuyos protagonistas “no son ni Rulfo ni sus libros, sino aquellos que gracias a su trabajo en las secciones y los suplementos culturales de los diarios y en las revistas literarias han formado la imagen pública de este narrador”. El volumen sacudió el pétreo santuario alrededor de las nociones de los genios incomprendidos y desmontó los atributos del escritor tímido, solitario, aislado y, al mismo tiempo, auxiliado por la generosidad editorial de sus amigos. Más allá de la consternación y el sobresalto está un escritor que encarna de manera central “la renovación de las prácticas narrativas del país”. Y no menos importante: el volumen subraya que las valoraciones que conformaron la crítica acerca de Rulfo fueron el punto de partida de las ponderaciones y juicios sobre los escritores que le siguieron: “la divisa de todo fue convertirse en narradores modernos”.[33] Entre otras conclusiones, esta antología mostró el peso del periodismo cultural y la prensa escrita en la difusión, reconocimiento y la fama de Juan Rulfo.

Publicado en 2005, La recepción inicial de Pedro Páramo (1955-1963), de Jorge Zepeda, inauguró un nuevo ciclo en la crítica rulfiana; desde la teoría de la recepción analizó el proceso de gestación de la novela, cotejando y confrontando las lecturas iniciales que hizo la crítica. Muestra el papel preponderante de la crítica periodística en el reconocimiento inicial y, después, en la conformación de la imagen del escritor. El investigador deja claro su rechazo a planteamientos críticos que, a su parecer, han hecho interpretaciones erróneas. Establece, de manera subyacente, una pugna entre la crítica académica y la periodística. “Mi interés al rastrear la respuesta crítica inicial dispensada a Pedro Páramo responde a los numerosos rumores que rodean su surgimiento dentro de la literatura mexicana [...] He encontrado que, como en toda verdadera discusión, los argumentos contrastan con matices más profundos que los que se manifiestan en las leyendas en blanco y negro, referidas cotidianamente entre quienes se consideran a sí mismos ‘habitantes de la república de las letras’. Pero también circulan con vitalidad insospechada entre los profesionales de la academia, e incluso alimentan las aspiraciones egocéntricas de quienes desearían verse a sí mismos como redentores de Juan Rulfo, el gran novelista incomprendido por sus iguales y por la crítica.”[34]

Zepeda emprende –junto con el director de la Fundación Juan Rulfo– una cruzada de repudio contra los periodistas, quienes, a su parecer, carecen de estatura intelectual. Sin embargo, ¿por qué ha de considerarse, de antemano, que ser periodista es un descrédito insalvable y ser académico, por sí mismo, un ejemplo de rigor y probidad en una investigación?

En la última década la crítica a la obra de Rulfo se ha ramificado en tres vertientes: el estudio de la obra literaria, el estudio de la fotografía –que se inició de manera sostenida hace poco más de tres lustros– y, finalmente, la compleja relación de Rulfo y el cine, que abarca varios ámbitos de su existencia y labor creativa. Hay un tema más de estudio que surgió en esta segunda etapa vislumbrada por Martin: la investigación biográfica que en menos de tres lustros ha generado nueve títulos, entre ellos una novela gráfica muy documentada, Juan Rulfo. Una vida gráfica (2016), de Óscar Pantoja y Felipe Camargo, publicada en Colombia por Rey Naranjo Editores. Este libro, en donde se imponen los sombreados, los fondos en sepia y las tonalidades oscuras, es un revelador ejemplo interpretativo de la vida del escritor; rescata su drama interior, tan verdadero como sus duelos no resueltos.

Las biografías sin duda han aportado elementos a la crítica, en particular aquellas que han dado seguimiento a los procesos de escritura. Pero es menester señalar que una buena parte de las fuentes que alimentan los textos biográficos no provienen de archivos personales, sino de entrevistas y textos periodísticos de la época. Esto representa un problema. Sin proponérselo, Rulfo alimentó las leyendas que hoy circulan alrededor de su persona y su obra y, en contraparte, los custodios de su legado intelectual han negado que Rulfo fuera propenso a mentir. Lo cierto es que Rulfo dio respuestas distintas a las mismas preguntas (por ejemplo: en qué lugar nació, cómo murió su padre y quién le quito la vida, cuándo empezó a leer a Faulkner, por qué dejó de escribir; cuáles eran algunas de sus funciones en la Secretaría de Gobernación) dependiendo del medio, el lugar, el entrevistador y la época en que fuera interrogado. El fastidio ante cuestionamientos tan invasivos a su intimidad y comprometedores ante su propio trabajo escritural lo llevó, de manera comprensible, a defenderse con ambigüedades. Ante materiales en los que está presente la información fidedigna, pero también el rumor, los investigadores tienen el deber de valorar, deslindar y argumentar antes que interpretar.

Las nuevas generaciones están libres de la losa que representa Rulfo como autor  beatificado por unos, ninguneado por otros y ponderado, sobre todo, por quienes deslindan al personaje de la obra y no niegan, cuando es necesario, que coincidan. Corresponde a los jóvenes estudiosos liberar al escritor y fotógrafo de juicios y prejuicios que devienen en leyendas recicladas; volver la obra de Rulfo ecuménica, sin condicionamientos de herederos que, por lo demás, tendrán que redirigir sus estrategias para salvaguardar a un escritor cuya obra pertenece a todos, aunque su nombre haya sido registrado como marca comercial. ~

 

 

 

[1] Felipe Cobián Rosales, “Fue entonces que cuando Rulfo vio a su padre asesinado”, I, en La Jornada, 8 de enero de 1986, p. 25.

[2] “El hacendado N. Pérez Nepomuceno Rulfo fue asesiando por dos pesos”, El Universal, 8 de junio de 1923, p. 23.

[3] Véase Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra, México Conaculta, 2a ed., 2009, pp. 72-73.

[4] Manuel Osorio, “Juan Rulfo: reflexiones en París”, en Plural, núm., 220, México, enero, pp. 4-7.

[5] Fernando Benítez, “Conversaciones con Juan Rulfo”, México Indígena, INI, núm., extraordinario, 1986, p. 48.

[6] “Metztilán, la geografía, la historia y la arquitectura de México en Juan Rulfo”, en Los murmullos. Boletín de la Fundación Juan Rulfo, núm. 2, segundo semestre, 1999, pp. 70-71.

[7] Fernando Benítez, “Conversaciones con Juan Rulfo” , en Juan Rulfo. Homenaje nacional. México, INBA-SEP, p. 12.

[8] Béatrice Tatard, Juan Rulfo photographe. Esthétique du royaume des âmes, Paris, L’Harmattan, 1994. p. 157 (traducción de Alberto Cue).

[9] Margo Glantz, “Los ojos de Juan Rulfo”, en México: Juan Rulfo fotógrafo, Barcelona, 2001, p. 17.

[10] Eduardo Rivero, “Juan Rulfo: escritura de la luz y fotografía del verbo...”, ibid., p. 28.

[11] Yvonne Baby, “Captar la vida (entrevista, 1961)”, en Henri Cartier-Bresson, Ver es un todo. Entrevistas y conversaciones 1951-1998, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, España, 2014, p. 39.

[12] Véase Till Ealling [Efrén Hernández], nota de presentación de “La Cuesta de las Comadres”, América, núm. 55, 29 de febrero, pp. 31-38.

[13] En 2013 la editorial Cátedra publico la vigésima quinta edición que se consigna como “revisada y actualizada”, y entre los cambios, se actualiza la “Introducción” –respecto de la décimo sexta edición (2002)–, en particular la bibliografía crece siete páginas; hay algunos cambios en las notas y, claro, mantiene los cuatro apéndices; además, se suprimió la leyenda de la portadilla (fijada  en, como ya se ha visto, en 2002) en la que se lee: “Decimosexta edición puesta al día con texto definitivo”. La última edición, la vigésimooctava, es de 2015.

[14] (Esperanza López Parada, compuescrito, inédito.)

[15] Alí Chumacero, El Pedro Páramo de Juan Rulfo en, Revista de la Universidad de México, x, núm. 8, abril de 1955, p. 26.

[16] Archibaldo Burns, “Pedro Páramo o la unción y la gallina”, en México en La Cultura, suplemento de Novedades, núm., 321, 15 de mayo de 1955, p. 3.

[17] Eduardo Luquín, La novelística mexicana y su novela, Revista Mexicana de Cultura, suplemento de El Nacional, múm., 530. México, 26 de mayo, p. 6.

[18] John. S. Brushwood, José Rojas Garcídueñas, Breve historia de la novela mexicana, México, Ediciones de Andrea (Manuales Studium, 9), 1959, p. 140.

[19] Ricardo Garibay, “El Centro Mexicano de Escritores”, en Cómo se gana la vida, México, Joaquín Mortiz (ContraPunto), 1992, pp. 175-181.

[20] Véase Roberto García Bonilla, Un tiempo suspendido. Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo, Ciudad de México, Conaculta, 2009, pp. 149-151.

[21] José Emilio Pacheco, “Imagen de Juan Rulfo”, en México en la Cultura, de Novedades, México, 20 de julio de 1959, p. 3.

[22] Véase Joaquín Soler Serrano, “Los vivos rodeados por los muertos” (entrevista a Juan Rulfo, transcripción de video), Tele-Radio, núm. 24, Madrid, abril de 1977, pp. 190, 191.

[23] Virginia Bautista, “Quieren revitalizar la Asociación Rulfo”, Reforma, México, 20 de junio de 1998, p. 3-C.

[24]Véase Adolfo Castañón, y Carmen Sánchez, “Juan Rulfo, fin de su historia en el Fondo”, Ángel cultural, de Reforma, México, 23 de julio de 200 pp. 1, 2.

[25]Armando Ponce, “El INBA honra la obra de Rulfo: ‘Concentrada y admirable’ ”, Proceso, núm. 181, México, 21 de abril, 1980 pp. 42, 43.

[26] Véase Adolfo Castañón, y Carmen Sánchez, (Juan Rulfo, fin de su historia en el Fondo”, en El Ángel, Reforma, México, 23 de julio, p. 2.

[27]Véase Carlos Monsivaís, “Pedro Páramo: los 30 años de un clásico”, Proceso, núm. 476, México, 16 de diciembre, 1985, p. 50.

[28]Véase Norma Vázquez Alanís, “A un año de su muerte, la obra de Juan Rulfo Sigue Siendo Vigorosa y Profundamente Nacional”, El Nacional, México, 6 de enero de 1987, s.p.

[29] Luis Harss, “Juan Rulfo o la pena sin nombre”, en Recopilación de textos sobre Juan Rulfo, nota de Antonio Benítez R., La Habana, Centro de Investigaciones Literarias, 1969, p. 36.

[30] Joseph Sommers, “Introducción”, en La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, antología, introducción y notas de Joseph Sommers, México. SEP (SepSetentas, (164), 1974, pp. 7-11.

[31] Roland Forgues, Rulfo, la palabra redentora, Barcelona, Puvill, 1987, p. 135.

[32] Gerald Martin, “Vista panorámica: la obra de Juan Rulfo en el tiempo y en el espacio”, en Claude Fell (coord.), Juan Rulfo. Toda la obra, Ciudad de México, Conaculta/allca xx (col. Archivos, 17), 1992, pp. 471-545.

[33] Leonardo Martínez Carrizales, “La gracia pública de Juan Rulfo”, en Juan Rulfo. Los caminos de la fama pública, Ciudad de México, fce, 1998, pp. 15-30.

[34] Jorge [Abraham] Zepeda [Cordero], La recepción inicial de Pedro Páramo (1955-1963), México,  Editorial RM, Fundación Juan Rulfo, p. 284.

Por qué nos hace falta la poesía

Mayo/2017
Letras Libres
Andrea Bajani

Día tras día, el hombre construye recintos para que el resto de los hombres pueda pastar con seguridad en su interior, y a eso lo llama sociedad. Los poetas saltan por encima de la valla y luego siembran el pánico entre los demás mamíferos que deambulan mansos por ahí. Y cuando se marchan, el desasosiego corre por el cuerpo de quienes se quedan como sangre envenenada que entrará a degüello en sus venas. En las novelas de Roberto Bolaño los poetas son individuos peligrosos. Ponen patas arriba las ciudades, hacen empalidecer de miedo a los ciudadanos. Los poetas de Bolaño son aventureros, criminales, bravucones, vándalos. Siempre fuera de la ley. En las novelas de Bolaño, las ciudades se ven desestabilizadas por los poetas. Porque tienen ojos que causan temor. Entre las páginas de Los detectives salvajes se mueven hordas de desadaptados. Auxilio Lacouture, la “madre de la poesía mexicana”, Arturo Belano, Ernesto San Epifanio, León Felipe. Lo que se siente, en cada página, es el temblor de una época, por encima incluso de una ciudad. La Ciudad de México se encierra en casa, porque detrás de las ventanas están ellos. Y de los poetas no cabe esperar nada bueno. En Estrella distante, acaso el más desgarrador de los libros del chileno, hay un poeta, Carlos Wieder, que considera la tortura una forma suprema del arte. Y en Nocturno de Chile, el crítico literario Sebastián Urrutia Lacroix encuentra a un joven poeta en el umbral que desbarata su vida “en una sola noche relampagueante”: “de pronto ha llegado a la puerta de mi casa y sin mediar provocación y sin venir a cuento me ha insultado”. El crítico literario elude la confrontación (“Eso que quede claro. Yo no busco la confrontación [...] Soy un hombre razonable. Siempre he sido un hombre razonable”). El poeta echa abajo la verja de la sensatez, que no es otra cosa que la razón cuando se convierte en un extintor para apagar incendios.
Entre las muchas intuiciones de Bolaño, la del poeta como sujeto subversivo es la más devastadora, la que sigue ardiendo en las páginas de Amuleto2666Putas asesinas. Lejos de la idea reciclable del poeta como una entidad residual y a fin de cuentas (vuelta) inofensiva, los poetas de Bolaño no tienen miedo a morir simplemente porque no buscan el consenso de la Historia. Bolaño se inició como poeta y siempre se consideró tal, y en uno de sus poemas –“Sucio, mal vestido”– habla de los caminos que recorren los perros, “allí donde no quiere ir nadie”. Es “un camino que solo recorren los poetas / cuando ya no les queda nada por hacer”. Los poetas no siguen las indicaciones, no obedecen las instrucciones trazadas por la Historia, que es la forma más violenta de la sensatez. La Historia, parece querer decir Bolaño, es la razón cuando se convierte en un par de esposas para asegurar detrás de la espalda las muñecas de la imaginación.
La poesía, por lo demás –como nos dice el nobel Joseph Brodsky en Conversations– “es una suerte de desviación con respecto a la habitual forma obediente de pensar”. Brodsky fue deportado por la misma razón por la que escribió poemas: “cualquiera que se esfuerce por crear en su interior su propio mundo independiente está destinado tarde o temprano a convertirse en un cuerpo extraño en la sociedad y a verse sometido a todas las leyes físicas de la presión, de la compresión y extrusión”. La Historia proporciona seguridad al hombre, el poeta transita por senderos no hollados, abre grietas en los mapas. En esos senderos se topa con los perros, pero también con hombres y mujeres que se han extraviado o que han tratado de adentrarse en esos mismos páramos, entre esos mismos arbustos. Poseen versos que compartir, con los que alimentarse en el bosque: “Las personas interesadas en la poesía –escribe Brodsky– tratan simplemente de satisfacer sus propias necesidades o intereses, digamos, por medios que no son proporcionados por el Estado.” Y el Estado, el brazo organizado de la Historia, opone su sensatez. Ósip Mandelshtam fue detenido y asesinado por sus versos. Lo que da miedo no es que hubiera bautizado a Stalin, en un célebre poema, como “el montañés del Kremlin” sino que hubiera escrito, en un verso feroz y hermosísimo, “cada muerte es una fresa para la boca” del dictador georgiano. La ferocidad y el candor son las armas de los poetas.
En una época como esta en la que el storytelling, la narración, se ha convertido en sinónimo de persuasión, es decir, en una rama de la comunicación y la política, no queda otra que la poesía vuelva a ser nuestro bien más valioso y nuestra arma más eficaz para defendernos de la sensatez de la Historia. Para echar abajo el vallado de las narrativas opuestas a otras narrativas: Europa, isis, la seguridad, la familia. En un momento como este, en el que prevalece la emergencia, es decir la urgencia de respuestas a preguntas que nadie ha formulado, la poesía es el medio que tenemos para volver a desestabilizar planteando preguntas. Es una época de las respuestas, esta que vivimos, y estamos llenos de preguntas sofocadas dentro de nuestro pecho. No hay nada más urgente que una pregunta ingenua, escribió Wisława Szymborska. La pregunta que se interesa por las razones del fuego, y no una boca de incendios que lo sofoque con la impetuosa represión de un fuerte chorro de agua. Los poetas de Roberto Bolaño deambulan por las ciudades de Latinoamérica propagando miedo y desasosiego debido a las armas que llevan. Son una pesadilla, pero, como escribe Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores (Siruela, 2007, traducción de María Cóndor): “las personas no pueden vivir sin sueños peligrosos e inesperados”. Los realvisceralistas de Bolaño no llevan pistolas en sus bolsillos, sino versos, pero es suficiente para sembrar el pánico. Porque eso significa que tienen los bolsillos de los pantalones y de las chaquetas llenos de signos de interrogación, que son la munición más insidiosa para la sensatez de la Historia. El signo de interrogación, esa marca de puntuación que, como escribe Alberto Manguel en Curiosidad. Una historia natural (Almadía, 2015, traducción de Eduardo Hojman), es la “representación visible de nuestra curiosidad” y se encuentra al final de una frase como para “desafiar el dogmático orgullo”. Son las preguntas incómodas de los niños, que piden al ¿por qué? que se convierta en la ficha que pone en marcha el carrusel de las cosas, y a quienes las respuestas no dejan satisfechos. Los niños no son conscientes de la narración porque a menudo no llegan al final de una frase, pero dentro de esa frase desarticulan el mundo, lo descomponen y lo vuelven a montar de un modo que nunca habíamos visto. En el fondo, los temibles poetas de Bolaño no son más que niños. Y los niños desconocen la sensatez de la Historia, que es una respuesta práctica en la que hoy ya no cree nadie. El resultado son grandes cajas repletas de signos de interrogación metidas en el sótano –lleno de cosas viejas, consideradas ya caducas– que tarde o temprano una fuga de agua inundará y que pocos recuerdan haber guardado. La Historia proporciona, en nombre de la seguridad, recintos en los que nadie quiere ya entrar. “Por su propia seguridad”, repite con un mantra amplificado el miedo. La poesía, en cambio, como escribe Brodsky, es “la mejor escuela de inseguridad que existe”. Por esa razón, en la inseguridad que nos atenaza, la poesía nos tiende su mano, porque, como prosigue el poeta, “lo que dicen los poemas, en esencia, es: no lo sé”. ~
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Traducción del italiano de Carlos Gumpert.



domingo, 21 de mayo de 2017

El Premio Xavier Villaurrutia a Alberto Blanco

21/Mayo/2017
La Jornada Semanal
José María Espinasa

Cuando leí en la prensa que se le había concedido el Premio Xavier Villaurrutia a Alberto Blanco, por El canto y el vuelo, tercera parte de una poética propia que el autor de Giros de faros ha ido elaborando en la última década, lo primero que sentí fue una cierta sorpresa. ¿No lo había recibido ya antes por alguno de sus libros de poesía? Casi podría decir que asistí a la premiación, tan convencido estaba de que así era, pero bueno, ese “error” –dárselo dos veces– no podría haber ocurrido, aunque, en todo caso, lo mereciera nuevamente.
No son muchos los poetas que asumen esa aventura, la de reflexionar sobre su oficio, sobre su sentido, sobre su poiesis como dicen los franceses. Pero los ejemplos son ilustres y el propio Blanco los menciona en alguna de las entrevistas con motivo del galardón: Reyes y su Deslinde, Paz y El arco y la lira, Segovia y Poética y profética. Pero esta nota, a pesar de su título, no es sobre Alberto sino sobre ese premio visto como un (buen) síntoma.
Es raro que se premien ensayistas; los narradores son porcentualmente mayoritarios, aunque también hay bastantes poetas. Pero poéticas no recuerdo ninguna premiada. Es buena señal que los jurados atiendan a un género tan minoritario y tan necesario. Por otro lado, Blanco es muy conocido como poeta, pero lo es mucho menos como teórico, si es que una poética es una teoría. Pero lo que me interesa resaltar aquí de esa designación no es al autor premiado, aunque sí, como se verá después, sino a la editorial, anDante, que lo publica. Los premios en general son recursos que las editoriales tienen para promover sus títulos y sus autores y por eso suelen “apoderarse” de los premios, una de las razones para que la narrativa sea más frecuentemente galardonada, pues es el género comercial por excelencia en esta época, y los sellos grandes mueven sus hilos para que sean libros suyos los reconocidos. Es natural.
No obstante, cuando el premio se inicia hace sesenta y siete años, nace en un contexto dominado por la exitosa editorial del Estado, el Fondo de Cultura Económica, y se premia a Juan Rulfo por Pedro Páramo y a Octavio Paz por El arco y la lira ¿Algo que discutir? Evidentemente no. Sin embargo, a partir de 1963 en que se premia a La feria, de Arreola, y a Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro, el premio va a servir para proyectar ante el público a las nacientes editoriales de esa década, Joaquín Mortiz, Era y Siglo xxi, es decir al fenómeno editorial que cambiaría nuestra literatura. Aunque peque de ingenuidad quiero ver en este premio a El canto y el vuelo un paso, aunque sea pequeño, en el reconocimiento a las editoriales independientes, a anDante, sello que lo publica, pero también a Aueio y a Taller Ditoria, que publicaron las dos entregas anteriores, y a la apuesta que hacen entre todas ellas.
Sabemos que las mencionadas Siglo xxi, Era y Joaquín Mortiz tuvieron en su origen problemas similares a los de los sellos independientes actualmente, las librerías los recibían a regañadientes, y sólo una presencia llamativa en la prensa y en los suplementos y revistas culturales hizo que fueran aceptados, pero en aquella época la industria editorial mexicana no tenía la competencia tan abrumadora de la española, había más librerías per capita que ahora y los suplementos estaban muy activos, por no mencionar las muy buenas revistas de la época –Revista Mexicana de Literatura, Diálogos, Estaciones, Revista de la Universidad, Cuadernos del Viento, El Corno Emplumado, Revista de Bellas Artes, etcétera–, y el libro premiado era encontrado con cierta facilidad en las librerías. Ahora hice la prueba, busqué en varias El canto y el vuelo y no estaba. Algunas tenían en el sistema registrados los dos anteriores, pero no tenían ejemplares. Lo pude conseguir en la Quinta feria “Los otros libros” en Radio unam, espacio alternativo impulsado por la radiodifusora desde hace cinco años.
Justamente en ese encuentro supe que la editorial Aueio, notable proyecto animado por Marco Perilli, y editor de Alberto Blanco, había decidido cerrar. Desde hacía ya unas semanas antes era conocido en el medio editorial independiente que la feria anual que se organizaba en la Rosario Castellanos para estos sellos independientes no se llevaría a cabo, aunque hasta ahora ni el fce ni la Asociación de Editores Independientes (aeim) han dado una noticia oficial sobre las razones de la cancelación.
En todo caso, es una lástima que un espacio consolidado se pierda y que cierre una editorial con un catálogo admirable. La manera de evitar el crecimiento de este fenómeno editorial ha sido cortar su contacto con los lectores, aunque el mismo medio librero se haga daño con ello.
Henri Michaux, el gran poeta francés, en la cumbre de su gloria, declaró que añoraba enormemente la época en que publicaba en editoriales pequeñas y de bajo tiraje. No ha sido el único escritor que hace declaraciones como ésa. Alberto Blanco escoge para publicar sus libros un sello adecuado, para ellos y para él, para su poética misma. Pero la reacción de la prensa ha sido rutinaria, dar apenas la noticia del premio, a veces incluso sin mencionar la editorial que publica el volumen premiado.
Uno tiene esperanzas, pero constantemente se ven defraudadas. Por ejemplo, pienso en cuándo Carlos Puig, uno de los pocos periodistas famosos interesados en la literatura, invitará a un poeta a su programa –miento, invitó a Armando Alanís Pulido, pero por un proyecto muy interesante que desbordaba la edición tradicional– y a autores de editoriales independientes. En fin, ya sé, la ingenuidad es un lastre… En todo caso, la ingenuidad hace que una sola golondrina baste para que se ilusione y sea verano, aunque afuera esté nevando. Mientras tanto celebremos este premio para Alberto Blanco como un premio para la poesía y el riesgo editorial