lunes, 31 de marzo de 2014

“Muy pocos hablan de la fascinación que Paz experimentaba por la figura de Marcos”

31/Marzo/2014
La Jornada
Redacción


Cien años de un autor ya eterno para las letras mexicanas, el poeta, el ensayista, el polígrafo al que no sólo le debemos excelentes escritos y reflexiones sino también valiosos puentes de diálogo con otros poetas y pensadores a través de su labor al frente de fundamentales revistas culturales.
A continuación, una charla con David Medina Portillo*, escritor que colaboró estrechamente con Octavio Paz (1914-1998) en sus vicisitudes editoriales.

–¿Qué evoca esta palabra: Vuelta?
–Dicho de la manera más sintética: el recuerdo de la mejor revista hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Ahora bien, el sentido literal del título se presta a divagaciones raras, pero no olvidemos que Octavio Paz y quienes lo acompañaron en la fundación de la revista tenían aún frescos los acontecimientos más recientes, es decir, aquello que se conoce como el golpe a Excélsior (julio de 1976) por el gobierno de Luis Echeverría, lo que precipitó la renuncia de Julio Scherer, entonces director del periódico, quien invitó a Octavio Paz a crear y dirigir Plural, publicación que aparecía mensualmente como una revista de más de 80 páginas.
“Paz y la redacción de Plural renunciaron en solidaridad con Schrerer y unos meses después, en diciembre de aquel mismo año, estaba saliendo ya su nueva revista. La historia al respecto es muy conocida: del golpe a Excélsior nacieron Proceso, unomásuno y la revista de Octavio Paz: Vuelta. El editorial del primer número es muy explícito a este respecto; para Paz el título tiene un fuerte matiz polémico, combativo. Es una vuelta, un regreso a la arena pública.
“A diferencia de Plural, Vuelta se consideró a sí misma, desde su nacimiento, en diciembre de 1976 y hasta su último número, agosto de 1998, como una publicación indudablemente literaria pero, a la vez, con una fuerte carga de opinión sobre la realidad cultural, social y política de aquellos años.
“En muchos sentidos, más que una revista de literatos y para literatos Vuelta fue una publicación dirigida por un intelectual público (de los más aguerridos polemistas en aquellos años) y, en este sentido, encaminada a formar una necesarísima opinión pública independiente, decididamente al margen del omnipresente ‘ogro filantrópico’: el Estado priísta’.’
–¿Cómo era el Paz editor? Si bien en los créditos aparece como director, es claro que había una función decisiva sobre los contenidos de la revista, sobre la elección del enfoque de los ensayos; hay una línea de trabajo, una perspectiva más amplia…
–Quizá sirva como respuesta relatar lo sucedido en una reunión de la mesa de redacción en 1995. A cierta gente le gusta ver o imaginar a Paz como una figura intolerante, si no es que francamente autoritaria. Sin embargo, mi experiencia es muy distinta. Siempre estaba interesado en la opinión del otro, del que tenía enfrente; incluso y como recuerda Elena Poniatowska en su libro sobre Paz, daba por hecho que sus interlocutores eran más inteligentes y más enterados de lo que eran en realidad. Esto no quiere decir, por supuesto, que no defendiera sus opiniones con una vehemencia a veces sorprendente. Resulta paradójico, pero así es.
“En aquella reunión de la redacción de Vuelta el tema, claro, fue la planeación del siguiente o los siguientes números; sin embargo, una vez despachadas las cuestiones rutinarias, la reunión derivó en un reclamo. En esas fechas acababa de aparecer La rebelión de las cañadas, el libro de Carlos Tello Díaz sobre el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
“A Paz le parecía lamentable no el libro (cuyas páginas, si no mal recuerdo, tuvieron su origen en un texto de Carlos Tello aparecido en Nexos –Tello mismo era colaborador habitual de esta revista), sino que ninguno de los ahí presentes fuera el autor…, tal cual. Muy pocos hablan de esa suerte de fascinación que Paz experimentaba frente al neozapatismo, en particular frente a la figura de Marcos.
“La reunión fue una disputa abierta de puntos divergentes donde, la verdad, Paz no le dictó línea a ninguno de sus colaboradores. En ese sentido, nunca apareció una contraparte del libro de Carlos Tello en la versión o bajo la improbable línea ‘ideológica’ de la revista Vuelta… Lo cierto es que, en aquella reunión, Paz escuchaba y escuchó a sus colaboradores aunque, repito, no siempre pensara lo mismo que ellos”.
–¿Podría describir una sesión de trabajo de Vuelta? ¿Cómo se planeaban los números?
–La respuesta anterior da una idea precisa del trabajo al interior de la publicación. A mí me tocó vivir sus últimos cinco o seis años, de modo que las reuniones de la redacción ya no se realizaban mes con mes. Sin embargo, cuando sucedían, ahí estaba Paz. Hay que recordar que se trataba de un intelectual público muy activo que vivía, literalmente, de lo que pensaba y escribía sin estar en la nómina de ninguna institución pública o privada.
“Muchas veces al año andaba de viaje, dictando conferencias o como invitado de alguna entidad cultural o universitaria extranjera. No obstante, la comunicación con la redacción era cotidiana gracias al teléfono. Cada número se armaba con base en un índice previamente discutido entre el consejo de redacción, con su consenso y hasta con sus disensiones. Te hablo de una época en que ya existía la comunicación instantánea, incluido el correo electrónico.
“Paz no usaba computadora, por cierto, aunque era un devoto del fax, al que le daba un uso intensísimo. De alguna manera, las reuniones frente a frente ya no eran tan indispensables.
“Paz estaba pendiente de cada número y de cada una de las secciones de la revista. Si se encontraba en el país, era de rigor que nos llamara varias veces al día a las oficinas de la revista. El maratón de tales llamadas comenzaba a eso de las nueve horas para hacer un repaso de los pendientes cotidianos y comentar las noticias más relevantes del momento. No exagero, es célebre esta forma de trabajar siempre vertiginosa que Paz tenía. A las nueve horas ya había leído todos los periódicos a la mano (tratándose de él, realmente muchos), nacionales y extranjeros. En cualquier caso, de esa actitud frente la realidad y de lo que sucedía en ella día a día dependía, para Paz, la línea editorial de Vuelta: una publicación de su tiempo y no al margen de él, en esa burbuja etérea donde suele situarse a cualquier publicación literaria e, incluso, cultural, como si la literatura y la ‘cultura’ fuera una cosa (no sé cuál) ajena a la realidad”.
–Veo que fue traductor del libro Plural en la cultura literaria y política latinoamericana. De Tlatelolco a El ogro filantrópico. ¿Qué nos podría contar sobre esta evaluación que hace John King acerca de este hito de las revistas literarias en México?
–Precisamente, en el libro de John King hay muchos pasajes que destacan con sumo detalle esta forma de trabajar del Paz editor, estuviera donde estuviera. Ahora bien, a propósito de tu pregunta sobre el aporte de Plural a la historia cultural no sólo mexicana, sino hispanoamericana, me parece que uno de los rasgos más interesantes del libro es que sitúa a Paz y a la revista que dirigió en su justa dimensión: como un fenómeno continental muy diferente y hasta en contra de otro suceso también continental, el boom de la narrativa latinoamericana en los años 70 del siglo pasado.
“En lo personal, me gustó encontrar y distinguir con precisión la ruta crítica de Paz y la literatura en nuestra lengua al margen de la narrativa latinoamericana entendida como ese fenómeno que –según ha señalado no sé qué maledicente– tuvo como capitales a Barcelona, Madrid y París. Dicho de otro modo, Plural fue una revista que se ganó a pulso un lugar destacadísimo en la historia de las grandes publicaciones en nuestro idioma (sólo después de Sur, la revista de Silvina y Victoria Ocampo, de Bioy Casares y de Borges) gracias a una suerte de nueva ‘defensa de la poesía’ y de la crítica entendidas más que como géneros (verso y ensayo) como una actitud y una forma de vida.
Plural destacó el ejercicio de la crítica en todos los órdenes de la vida cultural, social y política. Así, ejerció una posición adversa ante muchas de las políticas autoritarias del gobierno echeverrista, es decir, criticó al Estado y mantuvo una posición adversa al PRI cuando realmente era peligroso criticar a dicho Estado priísta –algo que se olvida con escandalosa frecuencia.
“En las páginas de Plural se abrió una discusión particularmente ríspida en nuestra República de las Letras: la relación entre los intelectuales y el poder. El motivo de estas reflexiones fueron el apoyo de Carlos Fuentes a lo que se llamó la ‘apertura democrática’ del echeverriato. Fuentes pidió un voto de confianza para dichas políticas en tanto que gente de Plural, con Zaid a la cabeza, exigía más bien que el gobierno diera a conocer públicamente los resultados de la investigaciones sobre el Jueves de Corpus, por ejemplo.
Defensa de la poesía
“Podríamos seguir con ejemplos de esta línea de Plural, pero no acabaríamos. Sólo diré una cosa más: la creación de una incipiente opinión pública por parte de Plural no estuvo nunca separada de una defensa de la poesía, a quien la revista daba un lugar destacado, ese sí, privilegiado. Era el primer momento de un verdader ascenso de la narrativa en el mundo editorial global, el que ahora vemos por todas partes, guiado por lo grandes sellos editoriales y el mercado. En dicho contexto debe entenderse aquella ‘defensa de la poesía’ que mencioné antes”.
–¿Cuál considera que ha sido el aporte a la cultura mexicana de las revistas en las que intervino Octavio Paz? Me refiero a Taller, El hijo pródigo, Plural, Vuelta…
–En muchos sentidos, la figura del Paz editor ofrece una extraordinaria consistencia a lo largo de muchas décadas, desde finales de los años 30 hasta cerrar el siglo XX. Nada raro ya que, como todos sabemos, Paz fue heredero de una familia de editores y polemistas… Su abuelo Ireneo Paz fue director de muchas publicaciones de corte liberal (liberal al estilo decimonónico mexicano, mucho antes de que el término adquiriera para algunos cierta connotación peyorativa). En todos las publicaciones que Paz alentó desde su juventud existe una constante: la preocupación por el lugar de la poesía y del poeta en la sociedad y el mundo contemporáneo. De ahí se desprende naturalmente aquello que él mismo llamó pasión crítica, esto es, una fuerte vocación por alentar una cultura de la discusión pública. Se dice fácilmente, pero muchas de las cosas que hoy nos resultan normales no lo eran hasta hace poco. En los radicales años 70 hablar de la creación de esta cultura de la discusión era visto como una distracción, cosa sólo de intelectuales, por ejemplo.
–En su momento se hablaba mucho de la polaridad, incluso del enfrentamiento que hubo entre el grupo de intelectuales asociados a Vuelta y los de Nexos, o con los de México en la Cultura, por ejemplo. ¿Cuál es su opinión sobre esto? ¿Podría ser un distanciamiento sano, natural por las diferencias ideológicas? ¿No resultaba una limitante?
–En el terreno de la opinión, me parece sano todo disenso entre puntos de vista diversos. De eso se trata. ¿Por qué una expresión de la vida pública debe anular al otro? Aquella disputa entre las publicaciones que citas fue cierta, existió realmente y suscribió concepciones claramente delimitadas. En mayor o menor medida, estaba determinada por la oposición entre una concepción en favor de una opción social democrática y otra seducida por la Revolución como portadora de un auténtico cambio social. En los años 70 las disputas llegaron a niveles realmente vociferantes (recordemos las polémicas entre Monsiváis y Paz, por ejemplo), sin embargo, tras la última gran polémica en la vida intelectual de este país suscitada a propósito del Coloquio de Invierno, en los años 90 las beligerancias fueron aminorando. No se debe olvidar, pese a todo, que Paz siguió siendo un polemista hasta sus últimos días.
–Una revista, como las que hemos mencionado, no es sólo un cúmulo de textos publicados número a número, es un proyecto ideológico, estético, un argumento, una propuesta. ¿Cuál era el proyecto detrás de Vuelta y qué diferencia hacía en contraste con otras publicaciones contemporáneas?
–Creo que para responder a esta pregunta tendría que ser reiterativo. Me parece que el único proyecto realmente del primero al último número de Vuelta fue su compromiso con la literatura y con la discusión pública, con eso que entiendo como una cultura de la discusión pública. Se trató de una revista que, por sí misma, representa un ejemplar indiscutible (el último) de auténtica defensa de la poesía. Curiosamente, tras la muerte de Paz y el cierre de Vuelta, la poesía no ha vuelto a tener o encarnar una auténtica voz pública.
El diálogo latinoamericano
–¿Qué nos podría contar sobre la Vuelta sudamericana, la que se editaba en Argentina con Enrique Pezzoni a la cabeza? ¿Cuál era la influencia de Paz en esta edición y cuáles eran sus expectativas de un diálogo latinoamericano entre una y otra revistas?
Vuelta sudamericana duró muy pocos números y más que de Pezzoni la revista dependió de los esfuerzos de Danubio Torres Fierro, su jefe de redacción entre 1986-1989. La publicación reproducía la mayor parte de los contenidos de la versión mexicana, del mismo modo como lo hace ahora Letras Libres en sus versiones mexicana y española. En este capítulo de Vuelta hay un dato que debemos destacar. Su aparición en Argentina coincidió con el retorno de la democracia a ese país… En efecto, la junta militar había prohibido la circulación de Vuelta que, aunque con dificultades, se distribuía gracias a la intermediación de los amigos argentinos de Paz. Algún éxito habría tenido esa circulación puesto que fue prohibida por la dictadura. Lo mismo sucedió en Chile por aquellos años. Vuelta estaba prohibida también por el gobierno de Pinochet.
–De acuerdo a lo anterior, y pensando en Paz como editor, ¿qué hace un editor de esta categoría?
–No sé de otros escritores de categoría, como tú dices, pero Paz se involucraba directa y constantemente con el trabajo cotidiano y también, digamos, con aquel de trato con los grandes autores nacionales o de otras latitudes. En este sentido, pues sí, se carteaba con Malraux o Jean Daniel, John Cage o George Steiner y, al mismo tiempo, le llamaba a un joven crítico para discutir sobre alguna reseña.
–¿Sería concebible una revista como Vuelta sin un poeta como Paz?
–Supongo que no, entre otras cosas porque Paz encarnó toda una época de México en el contexto de la cultura moderna, dos ámbitos que conocía muy bien y entre los que se movía con suma libertad. Por otra parte, Paz tenía una capacidad de convocatoria realmente impresionante. Es curioso, pero yo lo veo como una forma de la generosidad: siempre supo rodearse de gente valiosísima para la realización de sus revistas. Acaso porque partía de eso que señala Elena Poniatowska, es decir, de su inclinación a ver en sus interlocutores a seres tan inteligentes como él.
–¿Qué ha continuado Letras Libres respecto de Vuelta y qué dejó atrás?
–Obviamente, se trata de dos revistas distintas, ya que pertenecen a siglos diferentes. Quizá por ello Letras Libres buscó desde sus inicios plantearse como una revista no de autor, como Vuelta, sino como una publicación más diversa. Sin embargo, me parece que parte del espíritu de Vuelta permanece en su lucha por la democracia, o en la atención a nuevas formas de la expresión literaria y de la conversación que se despliegan, por ejemplo, en los blogs.
–¿Cree que Plural y Vuelta hubieran tenido efectos similares en un soporte electrónico y con la mayor distribución que esto supondría?
–Creo que su repercusión, de por sí muy grande, se habría magnificado y habría permitido disipar las malas lecturas que ambas sufrieron. Ahora, en el caso de Vuelta, puede consultarse en el portal de Letras Libres, pero la consulta es muy difícil y los artículos no tienen la difusión adecuada. En el caso de Plural, desafortunadamente no se ha podido reditar en forma facsimilar, pero en ambos casos, y por la vigencia de los temas que tratan, sin duda su difusión es urgente.
*David Medina Portillo. Poeta, editor y traductor. Redactor y colaborador de Vuelta, ex editor de La Gaceta del FCE. Actualmente es Editor-In-Chief de la revista bilingüe Literal, Latin American Voices

Propone escritor "apreciar la grandeza de Paz en la intimidad"

31/Marzo/2014
La Jornada
Mónica Mateos-Vega

La grandeza de Octavio Paz se debería reconocer en la intimidad, tal vez a través de grupos pequeños de discusión que permitan el intercambio de puntos de vista e interpretaciones, considera el escritor e investigador Enrico Mario Santí (Santiago De Cuba, 1950).
El también catedrático de la Universidad de Kentucky trabajó con el Nobel de Literatura 1990 en la edición crítica de algunas de sus obras canónicas: Primeras letras, Libertad bajo palabra, El laberinto de la soledad y Blanco, la cual editó y prologó. También fue integrante del Consejo Consultivo de la Fundación Octavio Paz.
Nueva compilación
Ediciones del Equilibrista publicará en breve su nueva recopilación Octavio Paz: la experiencia poética. Antología comentada, con textos inéditos del poeta.
A propósito del centenario del natalicio del autor, Santí señala en entrevista con La Jornada que en la obra de los grandes escritores, como Octavio Paz, todo es una puerta de entrada. Cualquier texto por él escrito, poesía o prosa, literatura o política, arte o historia, puede servir de introducción para quien lo lea por vez primera.
“Hace años, el propio Paz preparó una edición de tres tomos que reunía sus escritos sobre el tema general de México en la obra de... Se publicó, además, en formato pequeño y muy manejable, lo cual facilitaba su lectura y consulta.
“Sería bueno disponer de ese tipo de antologías para varios niveles, y con temas lo suficientemente diversos para satisfacer distintos gustos. Pero, ¿qué pasa entonces con toda la obra que no es sobre México, de la cual desde luego hay mucha? Se trata, evidentemente, de delicadas decisiones editoriales de tipo oficial y cuyo contenido se debería guiar, me parece, por niveles de competencia de lectura: pues evidentemente los estudiantes de primaria no van a tener acceso a textos más accesibles a los de prepa.
Yo recomendaría empezar con una antología, de la cual hay muchas buenas, inclusive un par de ellas preparadas por el propio Paz, o tal vez dos: una de su poesía y otra de su prosa ensayística. Recomendaría también, ¡aunque tal vez no debería decirlo yo!, no leer a sus exégetas, sino a él directamente: la obra misma. Otra vía de entrada a Paz son los muchos videoprogramas que hizo y donde dio sus opiniones. De la pantalla podemos saltar después a los libros.
–¿Cree que la figura de Paz se va a institucionalizar en México, que se convertirá en héroe literario de bronce?
–Pues ojalá que no, caray, que no sea otro héroe de bronce, porque es lo que más detestaba: la petrificación oficial. Habría que recordar eso que él dijo una vez sobre Sor Juana: que en lugar de levantar monumentos de gusto dudosos u ordenar costosas reimpresiones de sus obras, se ayudase a los investigadores a buscar papeles y manuscritos. Él mismo distinguía siempre entre lo grande y lo grandote.
–¿Cómo hacer para que los interlocutores de Octavio Paz dejen de ser principalmente intelectuales eruditos y que el ciudadano común se acerque más a su obra?
–Tal vez la grandeza de Paz se debería reconocer en la intimidad: grupos pequeños de discusión que permitan el intercambio de puntos de vista e interpretaciones. Lo que tú llamas intelectuales eruditos tiene esa función de guía, pero no de policía.
–¿Poeta, ensayista, promotor cultural, intelectual público, editor, diplomático, comentarista político, crítico de arte, maestro y profesor, cuál considera que es el Paz que más le hace falta a México y a América Latina estos días?
–Personas como Octavio Paz, con tantos múltiples talentos, se dan con muy poca frecuencia en cualquier sociedad, y no sólo en México o América Latina. Tu observación sobre esa multiplicidad apunta hacia otra cosa: la mutua dependencia de todos esos papeles. Es decir, Paz fue un excelente poeta y ensayista precisamente, porque supo ser, también, intelectual público, diplomático, maestro, profesor, y también viceversa: supo ser un excelente maestro en virtud de su sensibilidad poética, su pasmosa cultura universal y su valor como persona pública.
No sólo era un hombre-orquesta, también supo equilibrar sus vasos comunicantes. Qué duda cabe que no sólo a México y a América Latina, sino al mundo de hoy, le hace falta gente como él.
Santí ha impartido más de 50 conferencias y seminarios sobre la obra de Paz en México, América Latina, Estados Unidos y Europa. Recientemente fue el curador de la aplicación electrónica del poema Blanco, a pedido del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y el Fondo de Cultura Económica (FCE). También recopiló los textos para el libro Luz espejeante: Octavio Paz ante la crítica y prepara una biografía intelectual del poeta. Su libro El acto de las palabras: estudios y diálogos con Octavio Paz (1997), se considera uno de los mejores sobre el tema.
–¿Qué faceta de Paz prefiere usted o es la que encuentra más rica para estudiar, para deleitarse en la lectura y para polemizar?
–No sé si soy uno de los principales especialistas, ¡hay muchos!, sólo sé que he sido su lector y, me temo, seguiré siéndolo para el resto de mis días. Por mucho, me deleito con su poesía, no se trata, en rigor, de algo con lo que se pueda polemizar. ¿Se puede debatir con un poema?
Indignación contagiosa
“En cambio, el diálogo que Paz entabla con el mundo de las ideas, sean estas literarias o políticas, históricas o de actualidad, siempre está sujeto al debate.
“Una de las frases, casi una muletilla, a la que él recurría en cualquier conversación era la pregunta: ‘¿no le parece?’ La hacía siempre con un tono medio pícaro, medio desafiante. Al principio de nuestra relación la pregunta me intimidaba, a pesar de mi formación académica o ¿tal vez como consecuencia de ella? Sencillamente no estaba acostumbrado a lidiar con alguien así. Hasta que me di cuenta que lo hacía con todo el mundo y con el propósito de provocar, porque le gustaba discutir, explorar. Hoy lo leo, y en medio de mis lecturas suelo detenerme y cerrar el libro, cuestionar lo que dice y entonces preguntarle, o me pregunto: ‘¿No te parece?’
“Pero confieso que cuando leo los poemas de un libro como Vuelta, por ejemplo, esos poemas me seducen, me contagian su indignación y, a veces, como eso de ‘aquellos mariachis’, me hacen llorar”.
–¿Existe algún Octavio Paz inédito, que falte por estudiar y/o descubrir?
–Inéditos por estudiar: sus cartas. Por descubrir: ¡todo!
–¿Cómo es el México que Paz plasmó en su obra, usted cómo lo percibe?
Un pueblo que busca su forma: cita de El laberinto de la soledad. Lo dicho sobre México también se aplica a cada uno de nosotros.

domingo, 30 de marzo de 2014

EL EFECTO PSICOLOGICO DE PAZ

29/Marzo/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Octavio Paz conjuga contrarios. Su prosa consiste en inspirar una síntesis que nunca ocurre y, a la vez, una lucha que tampoco acaece. Esa definitoria presencia de oposiciones metafísicas y épocas distintas produce el fuerte efecto psicológico llamado “Octavio Paz”.

El mayor efecto de Paz, en realidad, no se produjo por sus libros sino por la televisión mexicana. En TV fue donde Paz se consolidó como el gran intelectual nacional.

Agreguemos otro elemento de esta “magia”: Paz muchas veces entendía la tradición literaria como (con)trato personal, como transmisión gracias al encuentro cuerpo a cuerpo.

Ese entendido ya venía desde antes que Paz y Alfonso Reyes porque, en general, era la regla de las relaciones entre élites y familias en el poder.

(Parte de la crisis actual de la cultura intelectual mexicana es que ese tipo de intelectuales aristocráticos se está terminando. A esto se debe que cada vez se escuche que en México ya no hay “grandes intelectuales”).

La seducción que Paz ejercía, entonces, se incrementa por la finura de su oralidad y la elegancia de su performance corporal. Su personalidad es tan importante como su estilo de escritura. Es el patrón (sensibilizado) vuelto poeta (respetable).

Incluso la voz de Paz —tono, amaneramiento, respiración— congrega más de un género, edad y aspiración social. Su voz incrementa el efecto psicológico de re-unir lo dispar.

La mayoría no puede entender El laberinto de la soledad pero la mayoría al ver y escuchar a Paz experimenta su poética autoridad.

Paz tenía mucho de psicólogo. Sabía que su ritmo de exaltación y serenidad eran seductoras. Paz no puede ser entendido sin la admiración que causaba su ser.

Y el éxito de la figura de Paz es, sobre todo, una nostalgia: la encarnación de un re–unión que históricamente jamás sucedió.

A Paz se le admiraba (y hoy se le extraña) porque era un patriarca y un moderno; un cosmopolita y un nacionalista; novohispanófilo e indigenista. Paz era el PRI vuelto utopía.

Paz fue el sueño de que alguien encarnara bellamente la ideología mexicana.

Paz congregaba oposiciones. Eso fascina al inconsciente. Despierta de modo simultáneo zonas que habitualmente no se activan juntas.

La fascinación de Paz comienza al convocar fuerzas contrarias (“metafísicas” e históricas) y mantenerlas en suspensión. Ni se unen ni se destruyen. Se activan.

Su cuerpo, voz y lenguaje (verbal y no-verbal) estimulaban una relación psicológica en que las personas sienten (consciente e inconscientemente) la compañía, poder e intensificación de esas fuerzas contrarias desde el cuerpo de Paz al suyo.

Paz cautiva a muchos porque produce la sensación de que escuchándolo o imitándolo pueden repetir esa convocación y suspensión de contrarios.

En esto reside el “encanto” de “Paz”.

Paz era un ilusionista.

En y fuera del laberinto de la soledad

30/Marzo/2014
Confabulario
Jorge Aguilar Mora

En 1799, un pensador alemán, Friedrich Schlegel, enunció esta sentencia: “El historiador es un profeta del pasado”.

Comenzar una breve reflexión sobre El laberinto de la soledad (1950) con uno de los fundadores del romanticismo podría parecer una extrapolación. No es así: Octavio Paz fundó todo su pensamiento poético y cultural más sólido en dos conceptos extraídos directamente de la teoría romántica alemana: la analogía y la ironía. Aunque no siempre remite a su origen, en varias ocasiones las menciona directamente. Su ubicuo concepto de la “tradición de la ruptura” no es sino una fusión de ambos procesos. Más aún, muchos de sus grandes poemas usan el lente de esas dos ideas para traducir su visión del mundo: la comunión y simpatía analógicas; y la distancia e identidad irónicas.

El laberinto de la soledad, pieza central en la obra de Octavio Paz, no es ajeno a esos cimientos románticos: por un lado, “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”; y por otro, “La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser”. Y si queremos ir más a fondo, al interior de la creación del libro, el mismo Paz nos ofrece el contraste cuando habla de la etapa parisina en que compuso el ensayo. Para la edición de sus obras completas, en una “Entrada retrospectiva”, dijo: “Escribía con prisa y fluidez, con ansia de acabar pronto y como si en la última página me esperase una revelación. Jugaba una carrera contra mí mismo. ¿A quién o qué iba a encontrar al final? Conocía la pregunta, no la respuesta. Escribir se volvió una ceremonia contradictoria, hecha de entusiasmo y de rabia, simpatía y angustia. Al escribir me vengaba de México; un instante después, mi escritura se volvía contra mí y México se vengaba de mí. Nudo inextricable, hecho de pasión y de lucidez: odio et amo”.

Esta técnica de enfrentar los conceptos con sus negaciones ya se ha identificado con su modo dialéctico de pensar. Sin embargo, es una extraña dialéctica: carece de una resolución en un plano superior al de la oposición. Por eso El laberinto de la soledad, felizmente, es un libro plural, aunque haga el esfuerzo de buscar la unidad. Indaga diferentes problemas y cada parte posee su propio final: el de los pachucos, el de los rasgos sustanciales del mexicano (las máscaras, la muerte, los hijos de la chingada), el de la historia y el ensayo bastante independiente de “La dialéctica de la soledad”.

Los distintos finales no encajan entre sí: se complementan con otros
horizontes conceptuales e intelectuales; pero dentro del libro, el mismo Paz fracasa cuando quiere relacionar un problema con otro. Al final de los dos últimos capítulos históricos (“La intelligentsia mexicana” y “Nuestros días”) habla de la necesidad de quitarse la máscara: “La mexicanidad será una máscara que, al caer, dejará ver al fin al hombre” y “Si nos arrancamos esas máscaras, si nos abrimos, si, en fin, nos afrontamos, empezaremos a vivir y pensar de verdad”. Estas conclusiones no son dialécticas, son contradicciones. Refutan lo que Paz ha dicho sobre la consecuencia a la que nos ha llevado nuestra historia y la historia de su momento (la de los años cuarenta): volvernos “contemporáneos de todos los hombres”.

Todas las heridas y dolores de la Conquista, de la Independencia, de la Reforma y de la Revolución nos han llevado —como dice el libro— a encontrarnos con nosotros mismos. Si es así, quiere decir que nuestros rasgos sustanciales han contribuido a ello decisivamente, moviendo los hilos complejos del desarrollo histórico. Quitarse las máscaras, como cambiar de visión de la muerte y superar la condición de hijos de la chingada (para aceptar sus términos), equivaldría a quitar los andamios de una construcción cuando, solidificada ésta, se vuelven innecesarios. Entonces, ¿encontrar nuestra identidad significa rechazarla? Parece dialéctico y no lo es: ni “el hombre”, ni la “contemporaneidad” existen, ni han existido nunca. O, mejor dicho, siempre han existido, pero como armas de agresión y de imposición de valores: los siglos XIX y XX nos dan numerosos ejemplos de cómo Inglaterra, Francia, Estados Unidos usaron las consignas de “la humanidad” y de “la modernidad” para someter o en último caso exterminar a todos los reacios como los indios en toda América, los paraguayos, los chinos, los africanos, que no querían aceptar “el comercio libre”, ni la disfrazada esclavitud de la “membresía” a los nuevos imperios.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, esas entidades se presentaron como conceptos de apariencia liberadora en las luchas anticoloniales. La paradoja es que estos espejismos hicieron creer en la aparición de un sistema universal de valores, el de Occidente: “Todas las civilizaciones desembocan en la occidental, que ha asimilado o aplastado a sus rivales”. De ahí las propuestas finales del libro de que los cambios deben ser globales: “Las decisiones de los mexicanos afectan ya a todos los hombres y a la inversa”.

La historia ha dicho otra cosa, porque en el fondo siempre ha dicho lo mismo: si la dialéctica funciona, no es entre los hombres y “el hombre”, sino entre los opresores y los oprimidos, entre los acaparadores de riqueza y los desposeídos, entre los amos y los esclavos, entre el espíritu autónomo y el dogmático.

Paz reconoció las falsas ilusiones 40 años después de la publicación del libro: “Entre las ruinas de la ideología totalitaria brotan ahora los viejos y feroces fanatismos. El presente me inspira el mismo horror que experimentaba en mi adolescencia ante el mundo moderno. The Waste Land, ese poema que tanto me impresionó cuando lo descubrí en 1931, sigue siendo profundamente actual. Una gangrena corroe a las democracias modernas. ¿Vivimos el fin de la modernidad?” Extrañamente, estas palabras, fechadas el 9 de diciembre de 1992, no remiten a los años cuarenta, sino a los veinte del poema de Eliot.

Si en 1950 hubo un “hoy” contemporáneo, verdaderamente moderno, parece haber durado poco. Paz repara en el espejismo y se desengaña: entonces corrige y corrige sus ensayos, pero no cambia su diagnóstico: “/…/ confieso que la concepción central de El laberinto de la soledad me sigue pareciendo válida”.

Aunque en menor grado, varios ensayos de Octavio Paz sufrieron la revisión periódica y constante que él aplicó a sus poemas. Muy pronto, por desgracia, se apoderó de él la obsesión de que en su juventud había concebido la Idea justa para cada uno de sus poemas, pero no había tenido los medios para expresarlas. Mucha de su actividad poética consistió en “reparar” las insuficiencias de su juventud rehaciendo una y otra vez sus poemas: de hecho, los reconstruía según sus nuevas ideas de lo que debía ser la poesía, atribuyéndole esa lucidez a su juventud. Era una carrera en la que competía con su propia sombra. Con algunos ensayos hizo lo mismo, incluido, por supuesto, El laberinto de la soledad.

Este ensayo, como otros y como muchos de sus poemas, son palimpsestos de múltiples capas. Para un lector de las últimas ediciones, el problema consiste en que las versiones anteriores no están “grabadas” en la nueva.

El hecho singular en relación con su gesto de corregirse obsesivamente es que muchas ideas que parecen haber desaparecido en la corrección o en la simple eliminación de los textos de su obra subsistieron, aunque, sin que él lo pudiera evitar, deformadas.

En unos textos de 1934, “Vigilias: diario de un soñador”, estaban ya presentes las ideas del romanticismo alemán (filtradas por la lectura de Nietzsche) que luego Paz usaría para construir todo su pensamiento “teórico-poético”. Es en esos textos donde podemos reconocer la percepción temprana que tuvo de los conceptos de analogía e ironía. Estaban en su pensamiento con toda la fuerza no sólo de una primera lectura, sino con la energía de una visión de mundo.

Es en ese momento en que se podía esperar de Paz que, como poeta y como historiador, llegara a convertirse en “un profeta del pasado”: alguien con la lucidez de ver la historia (la política y la poética, que entonces eran lo mismo) como un recipiente de hechos preñados de sentido, aunque éste fuera aún incomprensible. Profetizar el pasado significaba para Schlegel reconocer que lo ya acontecido (incluyendo nuestra propia vida) está inmerso en lo incomprensible, y que la labor del profeta es encontrar en el presente la resolución de todo lo que no entendemos. La mirada al pasado —cualquiera, el inmediato anterior o el más remoto en el tiempo— debe ser la mensajera de una evaluación y la predicadora de una interpretación.

Analogía e ironía son instrumentos de libertad interpretativa: la analogía es la libertad de asociación y la voluntad de seguir al pensamiento por los territorios más inusitados y también por los más cotidianos. La ironía es el cuestionamiento constante de lo que creemos saber; es, como lo dice el mismo Paz en “Vigilias”, la aceptación de una consustancial ignorancia: no hay, en efecto, ninguna verdad, ni realidad seguras. La creación de vida y de formas de vida debe ser constante.

Paz, en ese momento, era un poeta y un pensador de una potencialidad inaudita. Pero le esperaba un destino no sólo de soñador sino de solitario. Una serie de circunstancias complejas —dignas de una biografía espiritual— lo hicieron cambiar. No renunció a muchas ideas, pero les quitó su fuerza subversiva, las neutralizó, las esterilizó. Así subsistió la analogía, pero sólo como un mecanismo de “armonía” y de metaforización (que él identificó con las “correspondencias” del anémico romanticismo francés); y así sobrevivió la ironía, pero sólo como un gesto de negación (la “tradición de la ruptura”), y no como una rebeldía incandescente contra cualquier dogmatismo, comenzando por el de la conciencia propia.

Con estos conceptos domesticados, Paz escribió El arco y la lira, y luego su continuación, Los hijos del limo. Pero antes los aplicó a una concepción de México en donde las heridas permanentes de la historia se simbolizan y donde el desarrollo temporal que va de la Conquista a la Revolución ejerce una ironía no del cuestionamiento sino de la recuperación de un “Espíritu”: México como un sujeto que busca su identidad y que la encuentra en la Revolución. El tema era fascinante; pero el objetivo mismo —la descripción de cómo México había logrado la autoconciencia de ser lo que era— era un espejismo: todo estaba visto como un símbolo, no como una verdadera conquista de la historia.

Y así, por desgracia o por destino, su visión está poblada de juicios tan parciales que excluyen a la mayoría de los mexicanos: “No toda la población que habita nuestro país es objeto de mis reflexiones, sino un grupo concreto, constituido por esos que, por razones diversas, tienen conciencia de su ser en tanto que mexicanos. Contra lo que se cree, este grupo es bastante reducido”.

Siempre que llego a estas líneas —al mero principio del libro— me pregunto para qué sigo leyendo: asombrosa declaración, que nunca corrigió Paz, no porque confiese el deseo de ser un libro de minorías, sino porque excluye justamente a quienes usan las máscaras, a los hijos de la chingada, a los que hicieron la Conquista, la Independencia, la Reforma, la Revolución… ¿Habla seriamente? ¿En verdad quiere decir que estas etapas de la historia fueran producto sólo de ese “reducido” número que está consciente de ser mexicano? Si es así, ¿cuál es la búsqueda de identidad? Y entonces, ¿qué sentido tiene que los mexicanos seamos contemporáneos de todos los hombres?

En qué extraña historia pensaba Paz: un grupo bastante reducido de mexicanos es contemporáneo de todos los hombres… ¿y todos los demás? Lo quiera o no, su pensamiento parece inmerso todavía en los principios raciales y axiomáticos de la Colonia y de la República para los criollos. Quizás sea mejor así: vivir fuera de su laberinto.

Los hijos de la ruptura

30/Marzo/2014
Confabulario
Diego José



Durante el primer semestre de 1972, Octavio Paz dictó un conjunto de conferencias en la Universidad de Harvard como invitado a las célebres «Norton Lectures». El resultado de aquellas pláticas conformó el conjunto de ensayos Los hijos del limo (1974), donde sugirió un «paradigma crítico» para la comprensión histórica de la poesía moderna, a partir de los movimientos ocurridos durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX. Sin embargo, esta idea ha tenido una mayor repercusión en el análisis de la poesía mexicana posterior a las vanguardias, propiciando —en ciertos momentos— una confusión cuando se aplica a la teoría generacional, que a pesar de su consabido agotamiento, sigue resaltando en las discusiones sobre el acontecer de la poesía en nuestro país.

El concepto de modernidad ejerció en el pensamiento paceano, una fuerza de atracción que lo llevó a replantearse la ubicación histórica de nuestra poesía y, por consiguiente, de la suya. Modernidad y crítica son nociones inseparables en la argumentación que esgrime Paz para justificar a la denominada «tradición de la ruptura». En los primeros capítulos de Los hijos del limo se lee: «La razón crítica acentúa, por su mismo rigor, su temporalidad, su posibilidad siempre inminente de cambio y variación. Nada es permanente: la razón se identifica con la sucesión y con la alteridad. La modernidad es sinónimo de crítica y se identifica con el cambio; no es la afirmación de un principio atemporal, sino el despliegue de la razón crítica que sin cesar se interroga, se examina y se destruye para renacer de nuevo». Y más adelante define: «La modernidad es una separación. Empleo la palabra en su acepción más inmediata: apartarse de algo, desunirse. La modernidad se inicia como un desprendimiento de la sociedad cristiana.

Fiel a su origen, es una ruptura continua, un incesante separase de sí misma; cada generación repite el acto original que nos funda y esa repetición es simultáneamente nuestra negación y nuestra renovación». Aunque las huellas de Hegel en El arco y la lira y en Los hijos del limo son escasas —y en todo caso sometidas a juicio— su planteamiento proviene de una estructura dialéctica con tintes hegelianos, tanto en su aproximación al concepto de modernidad como en la lógica de su oposición crítica frente al pasado. En Hegel se identificaron cambio y ruptura como cualidades del «nuevo espíritu» que los tiempos modernos empujaban a finales del XVIII; también podemos hallar una postura semejante en los trabajos estéticos de Baudelaire que representarían el «Espíritu de la época» manifestado en las tendencias formales del arte moderno, que fueron el punto de partida para las reflexiones de Octavio Paz: «La modernidad es una tradición polémica y que desaloja a la tradición imperante cualquiera que ésta sea; pero la desaloja sólo para, un instante después, ceder el sitio a otra tradición que, a su vez, es otra manifestación momentánea de la actualidad». A esta sucesión crítica, Octavio Paz la llamó: «La tradición de la ruptura», fijando así un paradigma.

Dicha tradición se origina con el Romanticismo y se consolida con las vanguardias como una oposición estética y revolucionaria del arte, que se separa de la corriente anterior y se obliga a extraer de sí misma los criterios de autoafirmación necesarios; pero con las vanguardias también concluye esta etapa: «Los futuristas, los dadaístas, los ultraistas, los surrealistas, todos sabían que su negación del romanticismo era un acto romántico que se inscribía en la tradición inaugurada por el romanticismo: la tradición que se niega a sí misma para continuarse, la tradición de la ruptura»,  y continúa Paz: «Todos tenían conciencia de la naturaleza paradójica de su negación: al negar al pasado, lo prolongaban y así lo confirmaban; ninguno advirtió que, a diferencia del romanticismo, cuya negación inauguró esa tradición, la suya la clausuraba. La vanguardia es la gran ruptura y con ella se cierra la tradición de la ruptura».

Paz reconoce la escisión como continuum en que se fragmenta el presente, si las vanguardias son una reproducción que llegó incluso a ser una «mecánica de la ruptura», y si la modernidad implica un desgaste permanente del tiempo condenado a la aniquilación: ¿dónde perdura la obra de arte?, ¿qué sucede con su legado?, ¿puede la tradición disolverse? Esto condujo a Octavio Paz a la necesidad de establecer una certidumbre que afianzara la herencia de su literatura dentro del discurso de la modernidad; por esta razón, decretó el ocaso de la vanguardia, el fin de la ruptura y el anuncio de un nuevo paradigma generacional: «La poesía que comienza ahora, sin comenzar, busca la intersección de los tiempos, el punto de convergencia»: síntesis o pretendida conclusión de la dialéctica generada por la separación establecida por el espíritu crítico de la modernidad.

El modernismo fue una auténtica revolución del espíritu en la mayoría de las culturas latinoamericanas, como afirma Paz sobre Darío y Lugones, quienes crearon su propia tradición a partir de dicha conciencia; sin embargo, considera que los efectos de esta corriente en México fueron considerablemente menores, como apunta en su Introducción a la historia de la poesía mexicana: «Su modernismo es casi siempre un exotismo, quiero decir, un recrearse en los elementos más decorativos y externos del nuevo estilo». Para Octavio Paz, el lastre de la imitación estilística que habría caracterizado a buena parte de la poesía nacional del XIX, se modifica con López Velarde y con Tablada: «Más allá del valor intrínseco de la poesía de López Velarde, su lección y, en menor grado, la de Tablada, consiste en que ambos poetas no acuden a formas ya probadas y sancionadas por una tradición universal sino que se arriesgan a inventar otras, suyas e intransferibles». Paz no duda en declarar que «con López Velarde principia la poesía mexicana». ¿Se pueden establecer las obras de estos dos poetas como una auténtica ruptura, no solo con el modernismo sino con buena parte del clasicismo dominante en una extensa nómina de poetas anteriores?, ¿o mejor dicho, se trata de una demarcación personal fuera de toda corriente? Sin auténtico rompimiento: ¿podemos hablar de una «tradición de la ruptura» en México?

Siguiendo una lectura cronológica que aplique los conceptos sugeridos por Octavio Paz a la historia de nuestra poesía, diríamos que la «tradición de la ruptura» se inicia con Tablada y López Velarde, y concluye con la generación de Contemporáneos, acaso por su cosmopolitismo que era también una forma de exotismo; en cambio, Paz inaugura e instituye la «poesía de convergencia». Tengo la impresión de que Octavio Paz puso en la mesa estas ideas movido por la imperiosa necesidad de historizarse a sí mismo, pues su poesía devendría en puente para enlazar tradición y vanguardia, como «intersección de los tiempos», bajo los preceptos que él mismo estableció. Podría decirse que Paz se asumió como el punto de convergencia —síntesis de la dialéctica entre los postulados de la tradición  y aquello que la vanguardia niega: un más allá de la ruptura—, donde propiamente comenzaría la poesía del presente: «La poesía contemporánea no rompe con la vanguardia: la continúa y al continuarla la cambia. No es un movimiento, una escuela o, siquiera una tendencia: es una exploración individual».

Nada más consecuente con estas ideas que la organización de Poesía en movimiento: la antología culmina con López Velarde y Tablada; el grupo de Contemporáneos —como última generación anténtica— precede a Octavio Paz, quien sirve de vértice para ambos ejes: el pasado inmediato de la poesía mexicana y el futuro previsible entendido ya como «exploración individual»: Montes de Oca, Bañuelos, Becerra, Cervantes, Pacheco y Aridjis. Poesía en movimiento fue el experimento que confirmó esta lección crítica.

Como expresé al inicio, Paz instituyó su propio paradigma: por un lado, nos proporcionó, lo que —para Kunh en la ciencia— se denomina «un punto de vista establecido» argumentado con la «tradición de la ruptura», para plantear la «poesía de convergencia» como respuesta histórica al concepto de modernidad, la perduración de su obra y la posibilidad de anticiparse al «Espíritu de la época» por venir. Según Habermas «El ‘Espíritu de la época’, una de las expresiones nuevas que inspiran a Hegel, caracteriza a la actualidad como un momento de tránsito que se consume en la conciencia de la aceleración del presente y en la expectativa de la heterogeneidad del futuro». La convergencia no anula la ruptura, la asimila y la transforma. Sin embargo: ¿no ha sido, más bien conveniente trazar una lectura de la poesía mexicana, de por sí hegemónica bajo el criterio de una conciliación estética? Ni ruptura ni tradición: un cauce obligado a reconocerse, y a intentar orientarse en la dirección de tales supuestos.

Arriesgando un poco: ¿podemos considerar a Francisco Hernández, Elsa Cross, David Huerta, Marco Antonio Campos, José Luis Rivas, Efraín Bartolomé, Coral Bracho, Verónica Volkow, Silvia Tomasa Rivera, Javier Sicilia, Juan Domingo Argüelles o José Javier Villarreal, como referentes de una poesía post-convergencia? Pero la clasificación se enreda por la singularidad de cada autor y por la dificultad para trazar puntos de encuentro que no incurran en la reducción generacional ni en coordenadas temático-estilísticas, sobre todo porque la heterogeneidad de las rutas emprendidas por los poetas nacidos en las décadas del sesenta y setenta, que han crecido entorno a estas voces, han desembocado en una zona ambigua, latente, germinal y autogenerativa que intenta definirse, diferenciándose entre sí.

Apartar el esquema generacional no anula los rasgos contextuales de una obra, nos permite leer desde la exploración singular a los autores, intentando reconocerlos más allá de una imposición crítica, fijada por los paradigmas paceanos, con el fin de particularizar los periodos de creación de los poetas, pensándolos como nodos que constituyen una red de intercambios, influencias y alteraciones incidentales en los procesos de creación de nuestro tiempo. De esta manera, la originalidad o la continuidad de un proyecto, una obra o una voz poética particulares, no depende más de su ubicación dentro de la ruptura o la convergencia, sino con relación a la apertura de nuevos campos de exploración poética que pueden dialogar con distintas tradiciones, conformándose como un punto de referencia respecto a otros lenguajes, formas, discursos, poemas…

Octavio Paz o las trampas del liberalismo

30/Marzo/2014
Confabulario
Rafael Lemus

Se oye decir demasiado a menudo que Octavio Paz —al menos el Octavio Paz que va de 1969 al día de su muerte tres décadas más tarde— no era, en rigor, un liberal ni un romántico sino más bien esa rareza: un liberal romántico. Se escucha agregar que ese Paz —director de Plural y Vuelta y autor lo mismo de encendidos artículos políticos que de nostálgicos poemas autobiográficos— constituía una saludable anomalía en la esfera pública mexicana, supuestamente fracturada a causa de la polarización ideológica. Para sustentar esa imagen se citan con frecuencia declaraciones en las que el propio Paz, muy entretenido con su self-fashioning en los últimos años, a la vez celebra y condena el liberalismo: “No me siento liberal aunque creo que es imperativo, sobre todo en México, rescatar la gran herencia liberal de los Montesquieu y los Tocqueville.

No soy liberal porque el liberalismo deja sin respuesta más de la mitad de las grandes interrogaciones humanas”. También como soporte se ofrece un estudio crítico de Yvon Grenier, Del arte a la política: Octavio Paz y la búsqueda de la libertad (2004), y como pruebas esos libros (La otra voz [1990], La llama doble [1993] y Vislumbres de la India [1995]) en los que Paz, ocupado con la poesía y el amor y el Oriente, truena de vez en vez contra el “vacío” de la sociedad capitalista contemporánea. Bien: ¿es necesario decir que esa imagen, la de un Paz liberal romántico, resulta de lo más conveniente para sus pretendidos herederos? Sencillo: cuando alguien colude a Paz con los regímenes neoliberales, se tira de la cuerda romántica para eximirlo; cuando algún valiente lo reclama desde la izquierda, se jala de la cuerda liberal para distanciarlo.

El Paz de 1994, el que escribe sobre el levantamiento zapatista, es, se dice, un sólido ejemplo de ese liberalismo romántico. En teoría ese Paz, apenas después de condenar el uso de las armas, se habría dejado seducir por la prosa del subcomandante Marcos (a la que lanza alguna vez un piropo) y por el “romanticismo” de las comunidades indígenas. En teoría habría escrito una serie de insólitos artículos, tan distantes del anti- como del filo-zapatismo. Lo cierto es que basta volver a esos textos para notar casi de inmediato que, lejos de ser excepcionales, reproducen buena parte de las estrategias retóricas que el gobierno federal empleaba para combatir al zapatismo.

Hay que ver: los artículos de Paz, como los comunicados oficiales, se obstinan en localizar el conflicto (tiene lugar en solo cuatro municipios), en minimizar el problema (se debe a causas precisas y se resuelve con políticas asistencialistas) y en adjudicarlo no a una falla sistémica, lo que obligaría a reparar todo el sistema, sino a una panda de radicales infiltrados entre los indígenas. Más todavía: emprenden la defensa de la política social del régimen salinista (“En los últimos años, sin embargo, el gobierno federal y el estatal realizaron esfuerzos considerables para remediar estas injusticias y discriminaciones”) y deslizan la noción, de plano racista, de que los indígenas, incapaces de organizar el movimiento por sí mismos, fueron manipulados: “No debe olvidarse —escribe Paz— que las comunidades indígenas han sido engañadas por un grupo de irresponsables demagogos. Son ellos los que deben responder ante la ley y ante la nación”.

Esa misma historia, la de un hipotético Paz liberal romántico que en los hechos actúa como un liberal a secas, se repite una y otra vez, antes y después del 94: ante el sandinismo, ante el fraude electoral del 88, ante las reformas neoliberales que suscribe o sencillamente no critica. Hay que decirlo de una vez: Paz no está en un margen sino en el centro del campo cultural, representando allí el conocido papel de letrado latinoamericano, y no supone una anomalía ideológica, una singularidad discursiva, en el debate político mexicano de los años setenta, ochenta y noventa. Justo al revés: es parte de un grupo y de una formación discursiva, es promotor y mentor de ese liberalismo a la mexicana que —anticipado por Daniel Cosío Villegas— se va formando en Plural, se consolida en Vuelta y se replica, ya cascado y cada vez más conservador, en Letras Libres.

Como tal, sus intervenciones políticas posteriores a 1968 están casi siempre marcadas por las bondades y las insuficiencias del liberalismo. Entre las primeras: la defensa de las libertades civiles, la reivindicación del pluralismo, la crítica de los abusos del poder. Entre las segundas: la escasa atención prestada a la desigualdad social, la desmedida confianza en el mercado, la estrecha noción de democracia y ciudadanía, el temor a la participación popular y esa propensión a advertir populismo (o peor: ¡proto-fascismo!) donde quiera que un sujeto colectivo se constituye, expone un agravio y demanda una reparación.

El liberalismo de Paz tiene dos momentos: uno encendido y otro apagado. Durante los años setenta los textos políticos que Paz publica, primero en Plural y después en Vuelta, son decididamente críticos de lo que en ese tiempo solía llamarse el “sistema político mexicano”. Enfrentados al obeso y autoritario Estado priista, sus reclamos liberales acertaban justo en el centro del ogro filantrópico. Si no se cree, léanse los ensayos reunidos en el libro (1979) de ese título: extraordinarios análisis críticos del presidencialismo, el centralismo, la corrupción mexicanos.

En algún momento de los años ochenta, sin embargo, su liberalismo termina por coincidir con el neoliberalismo de los funcionarios en el poder y deviene, por carambola, pensamiento hegemónico. Una vez que el Estado mexicano deja de gobernar según “el principio de la razón de Estado” y se rige por una “gubernamentalidad neoliberal” (“esa nueva programación de la gubernamentalidad liberal”), Paz y el poder empiezan a operar desde la misma “racionalidad política” (los términos son de Foucault). En esta etapa Paz ya rara vez acompañará a los críticos de las sucesivas administraciones priistas; más bien tenderá a combatirlos, acusándolos de reproducir disputas ideológicas supuestamente ya rebasadas e invitándolos a sumarse al nuevo consenso post-ideológico. Atrás queda el formidable crítico de las modernizaciones mexicanas, y su lugar lo ocupa un intelectual que, más o menos cercano a los presidentes en turno, aprueba, implícita o explícitamente, las repetidas reformas de liberalización económica.

Previsiblemente la “pasión crítica” de Paz, ya rara vez ejercida contra el poder político y económico del país, se posa con mayor frecuencia en otros parajes: las ruinas del socialismo realmente existente, las experiencias gubernamentales de la izquierda en América Latina, los intelectuales que defienden unas u otras. Ejemplo de ello es el encuentro que la revista Vuelta organiza en la ciudad de México en 1990, La Experiencia de la Libertad, un coloquio —sin duda brillante— en el que decenas de autores mexicanos y extranjeros se dan a la tarea —un tanto cómica—  de condenar el comunismo, ya vencido, en un país sacudido por las políticas neoliberales.

También previsiblemente la obra ensayística de Paz se torna durante estos años menos puntual, más etérea. Enemistado lo mismo con la academia que con los estudios culturales y la teoría posterior al estructuralismo, sus ensayos sobre la sociedad contemporánea tienen cada vez menos de crítica cultural y cada vez más de crítica moral. Dudosa práctica: lanzar filípicas contra la sociedad capitalista contemporánea sin criticar sus estructuras, su asimétrica distribución de recursos, sus mecanismos de reproducción. Cómoda estrategia: condenar los efectos morales del neoliberalismo mientras se defiende, aquí y ahora, a los regímenes que lo implementan.

Se dirá que es injusto detenerse en ese último Paz —y tal vez lo sea—. El problema es que es justo ese Paz el que reivindica más a menudo Letras Libres, el que celebra hoy el Estado mexicano y el que está a punto de convertirse en una fastidiosa estatua. No el joven socialista que creía que la revolución fundaría un mundo de poetas. No el tardío surrealista que desconfiaba de las promesas del progreso ni el poeta de los experimentos visuales.

Tampoco aquel potente ensayista de los años cincuenta y sesenta, atraído por la teoría y la vanguardia, hechizado por el Oriente, menos interesado en las instituciones políticas que en las vitales explosiones de disenso. No. El Paz posterior a 1968: ya liberal, ya plantado a la mitad del campo cultural mexicano, enfrentado a la izquierda, reñido con la teoría, receloso ante el arte contemporáneo, cada vez más clasicista, cada vez más conservador, cada vez más oficioso. Está claro que ese Paz es de lo más útil tanto para el Estado que lo conmemora como para los escritores que se reclaman sus herederos: por una parte, valida la deriva neoliberal del país; por la otra, justifica los prejuicios políticos y estéticos de esos escritores. Lo que no queda claro es que ese Paz sea un autor útil, un buen aliado, para pensar críticamente el mundo contemporáneo.

Efraín y Octavio: cabezas en llamas

30/Marzo/2014
Confabulario
Guillermo Sheridan

Rafael Solana y Carmen Toscano le presentaron a Efraín Huerta, en San Ildefonso, a los muchachos que editaban la revista Barandal, y sobre todo a su director, Octavio Paz. El recién llegado y quien ya era el poeta paladín de su generación no tardan en hacerse camaradas. Vivían una exaltación que las crónicas juveniles de ambos reflejan: cada beso fundaba repúblicas liberadas, cada viaje al interior del país conducía hacia historias profundas, cada película vista, cada poema escrito o leído era un paso más en la marcha hacia una urgente libertad social, política y sexual. Tendría que llegar el verano de 1968 para que en México se volviese a soñar y a combatir con el ímpetu que propició la década roja.

Juntos, los dos jóvenes poetas se suman a la campaña para liberar a José Revueltas, remitido en mayo de 1934 a las Islas Marías, acusado de practicar “actividades antisociales” por el gobierno de Lázaro Cárdenas. Juntos corren por las calles del centro con la policía en los talones. Quizás Paz estuvo junto a Huerta el 20 de noviembre de 1935 entre la “minoría ruidosa, la vanguardia gritona, inerme pero sin miedo” de la Federación de Estudiantes Revolucionarios (FER) y de las Juventudes Comunistas, “cuando —sigue Huerta— hostigamos por todo Insurgentes, Juárez, Madero y el Zócalo a los camisas doradas, infantería y caballería fascistas financiada por los ricos regiomontanos”. Casi al mismo tiempo trabajan en Yucatán. Casi viajan juntos a Valencia en 1937…

Su amistad juvenil fue intensa. “Más tarde —escribirá Paz— las pasiones políticas nos separaron y nos opusieron, pero no lograron enemistarnos”. Es comprensible: habían pactado camaradería y amistad en tiempos en que eso era un ritual sagrado. Con todo, Paz no estaba de acuerdo con la militancia de su amigo en la LEAR; no creía en la poesía “comprometida”; le irritaba que Huerta redujera a los Contemporáneos a una caricatura boba, “homosexuales convertidos —invertidos— en dictadorzuelos de la literatura”. Reñían y se criticaban abiertamente, siempre sobre el perdurable pacto de su amistad juvenil. Recuerdo la tarde del 9 de octubre de 1977 en el Palacio de Minería en que leerían poesía Paz, Huerta y otros poetas. Los mayores se saludaron con un buen abrazo. Alguien leyó los versos de Huerta, ya silenciado por su enfermedad. Cuando llegó el turno de Paz, el infaltable simplón lanzó el predecible abucheo. Efraín, poniéndose de pie, lo aplacó de inmediato con una retadora mirada fulminante. El público ovacionó el gesto y continuó la lectura. Paz miró a su amigo con una sonrisa: volvía a ser el “Efraín de nuestra adolescencia”.

Lo que Huerta llama “la apasionada dulzura de mis amigos”, se había estrechado cuando viven el paso de Rafael Alberti por México en 1934, con su esposa María Teresa León, en campaña de propaganda en favor del Socorro Rojo Internacional. Huerta y Paz celebraban, con diferente temperatura, su declaración final en Poesía 1924-1930 (1934): “A partir de 1931, mi obra y mi vida están al servicio de la revolución española y del proletariado internacional”. Visitaban al andaluz en el edificio Ermita en Tacubaya y lo acompañan, exaltados, en sus lecturas y conferencias. Una tarde, luego de un mitin, Alberti acepta escuchar la poesía de sus jóvenes admiradores. La de Paz le interesa particularmente y le dice que él es “el autor de la poesía más revolucionaria” que se escribe en México. Huerta era de la misma opinión, orgulloso de ese amigo que “era fervor puro, inquietud pura; era un alucinado, un impetuoso, un hombre ardiendo, un poeta en llamas.” Años más tarde, Paz publicará poemas que evocaban esos días vertiginosos. En “El mismo tiempo” alude a ese estar en llamas que, más que una metáfora de intensidad, parece una alegoría pentecostal. La vida —dice Paz— vibraba

…sobre nuestras cabezas en llamas
mientras hablábamos a gritos
en los tranvías rezagados
atravesando los suburbios
con un fragor de torres desgajadas…

En su quincuagésimo aniversario, en 1964, Huerta replicará con “Borrador para un testamento”, extenso poema dedicado a Paz. Cuadro de pasión fermentada en la amistad, el exceso y la soledad, la exaltación y el agobio, la pobreza y la ira que buscaba frenéticamente un derrotero útil. Cito la primera parte:

Así pues, tengo la piel dolorosamente ardida de medio siglo,
el pelo negro y la tristeza más amarga que nunca.
No soy una lágrima viva y no descanso y bebo lo mismo
que durante el imperio de la Plaza Garibaldi
y el rigor en los tatuajes y la tuberculosis de la muchacha ebria.[1]
Había un mundo para caerse muerto y sin tener con qué,
había una soledad en cada esquina, en cada beso;
teníamos un secreto y la juventud nos parecía algo dulcemente ruin; callábamos o cantábamos himnos de miseria.
Teníamos pues la negra plata de los veinte años.
Nos dividíamos en ebrios y sobrios,
inteligentes e idiotas, ebrios e inteligentes,
sobrios e idiotas.
Nos juntaba una luz, algo semejante a la comunión, y
una pobreza que nuestros padres no inventaron
nos crecía tan alta como una torre de blasfemias.

Las piedras nos calaban. No nos calentaba el sol.
Una espiga nos parecía un templo
y en un poema cabía el universo del amor.
Dije “el amor” como quien nada dice o nada oye.
Dije amor a la alondra y a la gacela,
a la estatua o camelia que abría las alas
y llenaba la noche de dulce espuma.
He dicho siempre amor como quien todo
lo ha dicho y escuchado. Amor como azucena.
Todo brillaba entonces como el alma del alba.

¡Oh juventud, espada de dos filos! ¡Juventud
medianoche, juventud mediodía,
ardida juventud de especie diamantina!

El poema transmite de manera formidable por qué en la década de los treinta un joven era de izquierdas o no era joven. Contiene también el vocabulario íntimo de Huerta (alba, ardor, dulzura, comunión, redención, maldición…); dibuja un paisaje en el que los demás son nuestro espejo y sus carencias las propias; la naturaleza colectiva de los apetitos, la militancia, el decálogo de la fe rebelde, los principios de su moral contestataria. Eran muchachos que juraban por los tres lados de esa moneda imposible: el amor, la revolución y la poesía.

En 1971, Huerta se refiere de nuevo a aquella liturgia generacional en “Perra nostalgia”. Abreva en la tristeza, pero con ribetes de una violencia interior propia de las decepciones profundas: la memoria se ha convertido en una perra danzarina; el quemante erotismo juvenil en una vergüenza avara; la fraternidad instantánea del alcohol en una práctica de “asnos en celo”; estudiar en una “mentada” y la pobre poesía en “una santa laica liberalmente emputecida hasta el cansancio”. Una estrofa que revive San Ildefonso, al levantar la nómina de sus amigos, parece salvarse de esta contabilidad en números rojos:

Estaba el primer libro
de Rafael Solana
el primero de Octavio
se conspiraba se era pobre
se empurpuraba la poesía
porque queríamos ser
recelar masturbar el viento
aromar la algarabía
al pie de los murales
de Siqueiros y Orozco
Vagar
estudiar
criminalmente.



Dirá Huerta años más tarde que esa forma de vivir, sentir y pensar resultó a la larga insostenible. Y agrega que “la decepción es demasiado objetiva, demasiado visual para encontrar ya en aquel muchacho atolondrado un ejemplo a seguir.” Lo que años después serán las reconvenciones de ira y melancolía ante las expectativas truncadas o los amores derrotados, eran en los treinta su decidido contrario: la convicción de que se vivía en la alborada de la verdadera historia, que la “liberación” era inminente, que la lucha contra el fascismo y la democracia burguesa era el último obstáculo hacia el mundo perfecto de la dictadura del proletariado, que los amores —por lo mismo— no sólo serían más amorosos que antes, sino un éxtasis perpetuo.

Esa irradiación emanaba de la Unión Soviética y de la República Española. La fe en el Soviet tiene desde temprano tintes religiosos y la devoción a Stalin un decidido catecismo. Desde joven, Huerta se deja llevar ya por la línea del Partido, ya por el fulgor cegador de una pasión lírico-justiciera que se proyecta a sus intereses de poeta o de cronista. Esta fe, me parece, lo lleva a esquivar la responsabilidad definitoria de la década de los treinta: dudar con inteligencia. Huerta no fue un intelectual, ni quiso serlo. La resistencia única a su fe será el paso del tiempo: una liturgia a contrapelo que conduce a la amargura del “Borrador para un testamento”. Bastaba con el culto de la acción, como lo habían proclamado tantos poetas admirados del periodo; bastaba la fuerza de su amor a la revolución, como escribe en un velado autorretrato de 1938:

Esto de la duda, en sí, jamás me ha inquietado. Ya se sabe que dudar, con todas las simplezas que trae consigo, es apenas un pequeño, inofensivo fervor, digno solamente de espíritus, a más de tímidos, hipócritas [...] La filosofía nunca ha sido mi fuerte. En general, me considero un simple aprendiz de todo [...] un Fausto maravillado. Asistiendo a la sorpresa diaria del planeta: crímenes bestiales, traiciones inenarrables, lealtad, nobleza.

Curiosa elección la de Fausto como paradigma del fervor. Un Fausto maravillado por el frenesí de la indignación y el culto de la acción, inferiores a sus grandes poemas. Si estos sentimientos y simpatías de “Fausto maravillado” se harán extensivos a su vida y serán útiles a su personaje de poeta justiciero, la poesía en “borrador” —y él lo sabía— será más perdurable y relevante.



[1] Huerta dedica un poema a “La muchacha ebria” en Los hombres del alba. Conmovedor retrato de una muchacha que sobrevive entre las cantinas y que, una noche, “me entregara su corazón derretido… sus torpes arrebatos de ternura,/ su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos,/ y su pecho suave como una mejilla con fiebre,/ y sus brazos y piernas con tatuajes,/ y su naciente tuberculosis,/ y su dormido sexo de orquídea martirizada”.

El poeta de Mixcoac

30/Marzo/2014
Confabulario
Sonia Sierra Echeverry

Ya no es posible divisar, desde el barrio de Mixcoac, la antigua capilla de San Lorenzo Mártir que se esconde en la colonia Del Valle. La vista se interrumpe con casas, edificios, avisos, postes de luz y avenidas. No era así hace poco menos de un siglo, cuando Mixcoac era un pueblo y el niño Octavio Paz vivía ahí en la casa de su abuelo Ireneo Paz. Esa zona de la ciudad era un área semiurbana; como tal, la ciudad llegaba al Río de la Piedad, hoy Viaducto.

“Llano”, un poema en prosa del libro ¿Águila o sol? (1951), está hecho con las imágenes de esa iglesia de San Lorenzo, de un pudridero donde escarbaban los niños y los perros (quizás, donde hoy se halla el Parque Hundido), de las silbantes sirenas de las torres de las fábricas a las que el poeta se refiere como “falos decapitados”, y donde habla también de una herida abierta que se expande y se contrae.

“Llano” lleva al poeta David Huerta a hablar de la relación entre la ciudad y Octavio Paz: “La memoria de Octavio Paz va quedando depositada en la ciudad, él está imbricado; su destino, su vida, sus sensaciones, su pensamiento, su imaginación… Está entrelazado íntimamente con la ciudad. Es un poeta moderno, es un poeta de la ciudad de México, un poeta del barrio Mixcoac”.

San Lorenzo, una capilla que hoy está desnuda, que no tiene el santo pintado de azul y rosa que describe Paz, se conserva a pesar de la invasión de una ciudad que ya no tiene memoria del Río de la Piedad.

La imagen de la iglesia y la piedra que la rodea es una de esas referencias que le permiten a Huerta señalar el lugar de la ciudad en la obra del Premio Nobel de Literatura: “No es cualquier ciudad. Es la ciudad de México en sus transformaciones, en su crecimiento, en sus peculiaridades, con sus notas distintivas, con sus paisajes, con la elocuencia de sus piedras. Las piedras hablan; las de esta iglesia de San Lorenzo Mártir son enormemente elocuentes y lo son más en ‘Llano’, el poema en prosa que publicó en ¿Águila o sol?, un libro que fue cambiando con el tiempo; este poema también cambió porque el poeta cambió y, probablemente, porque sus recuerdos de la ciudad también fueron cambiantes, fueron objeto de mutaciones, de metamorfoseo, como se decía en el siglo XVI”.

Mixcoac, San Ildefonso, el Cerro de la Estrella son evocados de una manera directa en poemas en verso y poemas en prosa del escritor. En las distintas etapas de su obra, la ciudad aparece con sus múltiples capas de historia.

“Octavio Paz es un poeta moderno y eso quiere decir, como él mismo lo explicó, que precisamente la ciudad es un personaje a lo largo de sus escrituras, de sus versos y, también, de su poesía en prosa, que es un género distintivamente moderno: tiene su momento inaugural con el maravilloso libro de Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa. Paz escribió en su primera juventud sobre todo poemas en verso, pero un poco más adelante, en su primera madurez, escribió poemas en prosa. Esta aparente oposición entre el verso y la prosa en realidad no es tal, es una ilusión, porque la poesía está presente tanto en el verso como en la prosa de su obra, especialmente o específicamente cuando aborda el tema de la ciudad. En ‘Los Crepúsculos de la ciudad’, escoge el verso, el verso clásico, endecasilábico; para ‘Llano’, escoge la prosa. Al final de su vida, en plena madurez, escribió un gran poema, ‘Hablo de la ciudad’, que está escrito en versos muy largos, tan largos que colindan con la prosa”.

Paz nació en la colonia Juárez, en la calle Venecia; pero en su historia, la herencia citadina más clara, en lo que a sus primeros años se refiere, es Mixcoac. Su poema “Epitafio sobre ninguna piedra” no deja duda de ello:

Mixcoac fue mi pueblo: tres sílabas nocturnas,
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.
Vino y se lo comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire

En la plaza Gómez Farías, donde está la que fuera la casa de Ireneo Paz, David Huerta cuenta: “La infancia de paz transcurrió aquí en Mixcoac, en la casa propiedad de la familia; este tramo de la calle Millet se llama en realidad Licenciado Ireneo Paz, en memoria del político, escritor y periodista. Esta zona está llena de marcas que tienen que ver con la vida de Octavio Paz, con su pensamiento, con su lugar en la historia y con su lugar en la ciudad”.

La casa es hoy un convento. Hace un siglo, en la biblioteca que en ella había, Paz se acercó a la literatura y la historia. A unas cuantas cuadras de esa plaza se encuentra el Parque de San Lorenzo, a la que refiere en “Llano”.

“’Llano’, en la edición de Libertad bajo palabra, tiene una forma; cuando el libro se publica independiente, tiene otra. El cambio es significativo: la última frase fue omitida; al principio del poema, habla de una herida, una herida probablemente en el paisaje urbano, pero que en alguna forma expresa una herida que está adentro. Es una herida vista por el niño Octavio Paz y evocada por el adulto Octavio Paz. En las ediciones posteriores omite la frase final: No, no acaba de cerrarse esta herida. Es interesante porque probablemente esa herida se cerró o el problema de conciencia que atormentaba a ese niño se aclaró o Paz hizo claridad sobre su pasado”.

Muchos de estos poemas los escribió cuando ya no estaba en México; son una literatura mediada por el tiempo y la distancia.

“A diferencia de muchos compañeros de generación, en la década de los cuarenta Paz emprendió una vida de viajero. Para José Revueltas y Efraín Huerta, que se quedaron aquí, la ciudad era una presencia; para Paz, un recuerdo. Y no por eso deja de ser enormemente seductor lo que ocurre en la conciencia poética de Octavio Paz ante la ciudad: la recuerda, la evoca. Muchos años más tarde, regresa a esta ciudad, convertido en un diplomático, con una carrera extraordinaria, que termina abruptamente, como sabemos, en 1968; es un escritor internacionalmente reconocido, traducido a muchas lenguas. Vuelve a esta ciudad para mirarla con unos ojos, al mismo tiempo, llenos de nostalgia, extrañados, desconcertados y, en muchas ocasiones, también indignados por la transformación que ha sufrido. No creo que la modernización de la ciudad haya dejado muy contento a don Octavio”.

Más que narrar la ciudad, Paz toma sus elementos para, a la vez, reflejar sus propias capas de pensamiento y sentir.

“Presenta imágenes que a veces desarrolla para mostrarnos que [en la ciudad] hay algo que está siempre detenido. Algo que perdura siempre, algo que no cambia, que es inmutable; no sabemos exactamente qué es eso… probablemente el núcleo subterráneo, transhistórico de la ciudad, su conciencia de haber sido el fruto de una mezcla de culturas y de civilizaciones; Paz está muy consciente de esto”.

En “Crepúsculos de la ciudad I”, se lee:

Todo lo que me nombra o que me evoca
yace, ciudad, en ti, yace vacío,
en tu pecho de piedra sepultado.

Otro de sus poemas sobre la ciudad es “Nocturno de San Ildefonso”, donde está vivo ese otro lugar de la capital que habría de dejar tantas huellas: el Centro Histórico.

“Me conmueve especialmente por razones personales y profundamente literarias —dice David Huerta—. Me llama la atención porque es una evocación de los años juveniles. Octavio Paz se formó no nada más leyendo y acudiendo a las clases en la Preparatoria Nacional; en los años treinta, no solo estaba estudiando y conversando apasionadamente con los amigos y colegas, sino también haciendo revistas. Hacia 1938 empieza a dirigir la revista Taller en la que lo acompañan grandes amigos y colegas, como Efraín Huerta, Alberto Quintero Álvarez, Rafael Solana, José Alvarado”.

Ciudad y poeta cambiaron a lo largo del siglo. Hoy, la búsqueda de la memoria nos conduce a ambos.

David Huerta termina diciendo: “La ciudad de México no ha desaparecido, ha cambiado, era la ciudad de los sacerdotes y de los jerarcas mexicas, luego la de los virreyes y ahora es la de los alcaldes, jefes de gobierno y presidentes. Pero sigue siendo la misma: cambia y al mismo tiempo permanece: algo en ella que es absolutamente inmutable. Es algo que le llama mucho la atención a Paz: el enorme dinamismo de lo que ocurre en ‘Llano’ es un dinamismo muy perturbador, y se nota que el niño quedó muy impresionado por lo que ocurría a su alrededor: las moscas, el santo de madera en la iglesita, el basurero del Parque Hundido, el espacio inmenso, el sol cayendo implacablemente sobre el paisaje semiurbano”.

Llano

El hormiguero hace erupción. La herida abierta borbotea, espumea, se expande, se contrae. El sol a estas horas no deja nunca de bombear sangre, con las sienes hinchadas, la cara roja. Un niño —ignorante de que en un recodo de la pubertad lo esperan unas fiebres y un problema de conciencia— coloca con cuidado una piedrecita en la boca despellejada del hormiguero. El sol hunde sus picas en las jorobas del llano, humilla promontorios de basura. Resplandor desenvainado, los reflejos de una lata vacía —erguida sobre una pirámide de piltrafas— acuchillan todos los puntos del espacio. Los niños buscadores de tesoros y los perros sin dueño escarban en el amarillo esplendor del pudridero. A trescientos metros la iglesia de San Lorenzo llama a misa de doce. Adentro, en el altar de la derecha, hay un santo pintado de azul y rosa. De su ojo izquierdo brota un enjambre de insectos de alas grises, que vuelan en línea recta hacia la cúpula y caen, hecho polvo, silencioso derrumbe de armaduras tocadas por la mano del sol. Silban las sirenas de las torres de las fábricas. Falos decapitados. Un pájaro vestido de negro vuela en círculos y se posa en el único árbol vivo del llano. Después… No hay después. Avanzo, perforo grandes rocas de años, grandes masas de luz compacta, desciendo galerías de minas de arena, atravieso corredores que se cierran como labios de granito. Y vuelo al llano, al llano donde siempre es mediodía, donde un sol idéntico cae fijamente sobre un paisaje detenido. Y no acaban de caer las doce campanadas, ni de zumbar las moscas, ni de estallar en astillas este minuto que no pasa, que sólo arde y no pasa.

En la versión de Libertad bajo palabra está una frase al final: “No, no acaba de cerrarse esta herida”, que, en las ediciones posteriores, fue suprimida por el poeta.

Diez aspectos de la poesía de Octavio Paz

30/Marzo/2014
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

1. Octavio Paz es fundamentalmente poeta. Aun en sus ensayos, la capacidad de condensación, la precisión de la palabra y la fuerza lírica nos están mostrando al poeta.
2. Se discute ociosamente si Octavio fue un poeta del pensamiento y no un poeta de la emoción. Basta con el momento de Madrid 1937 de “Piedra de sol”, con el “Nocturno de San Ildefonso” y con “Pasado en claro” para demostrar que la emoción más genuina y dolorosa está presente en la poesía de Paz. Recordemos la definición diazmironiana, tal vez un poco pomposa, pero muy eficaz si la ubicamos en su tiempo: “Poesía, pugna sagrada, radioso arcángel de ardiente espada. Tres heroísmos en conjunción: el heroísmo del pensamiento, el heroísmo del sentimiento y el heroísmo de la expresión.”
La filosofía y la poesía se unen en un momento sagrado, o en uno de esos instantes de “música callada”. Tenía razón W. B. Yeats cuando afirmaba que “lo que permanece de la filosofía es lo que se ha poetizado”.
3. Entré al mundo de la poesía de Octavio Paz por la puerta de Libertad bajo palabra y, en particular, por “Piedra de sol”. Desde entonces seguí sus pasos y admiré y, al mismo tiempo, traté de escapar de su poderosa influencia, del vigor inusitado de sus poemas, de su forma tan personal de decir las cosas, de sus influencias –desde San Juan de la Cruz hasta los surrealistas–, perfectamente asimiladas y convertidas en carne de la carne y en sangre de la sangre del poema.
4. Las influencias son muchas y fácilmente localizables, pero, como Juan Ramón Jiménez, cuando le preguntaban qué poetas habían influido en su obra, contestaba: “Toda la poesía universal.”
5. Esa universalidad lo lleva a acercarse a todas las culturas. Su fascinación por el Oriente, particularmente India, le entrega las cuentas exactas de Ladera este, así como las traducciones de Wang Wei y de otros poetas orientales.
6. Es el gran ordenador de la poesía moderna mexicana. Sus comentarios sobre los Contemporáneos desmitifican y al mismo tiempo consagran a ese grupo sin grupo que nos llevó a la modernidad y superó nuestro atraso cultural. Su ensayo sobre López Velarde en Cuadrivio es una rica reflexión sobre un gran poeta y su tiempo histórico. Después de Villaurrutia, es Octavio el que da las opiniones definitivas sobre la poesía de nuestro padre soltero.
7. La poesía de Paz, por una parte, festeja al mundo y a los alimentos terrenales y, por otra, anuncia la presencia de la muerte. El Tlatoani de Texcoco y la Edad Media española se asoman detrás de esa vertiente paziana.  “Fratelli a un tempo stesso, Amore e Morte/Ingeneró la sorte”, decía Leopardi. Paz nos dice que somos hombres y duramos poco, pero como el poeta es, a su manera, el profeta de la tribu o el payaso de las bofetadas (Andreiev dixit), un dios desconocido lo deletrea y su estrella brilla en el corazón de la noche.
8. El “Canto a un dios mineral”, de Cuesta; “Muerte sin fin”, de Gorostiza; “Décima muerte”, de Villaurrutia; “Sinbad el varado”, de Owen; “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, de Jaime Sabines y “Piedra de sol”, de Octavio Paz son los grandes poemas largos del siglo XX mexicano. “Piedra del sol” tiene un lazo misterioso que lo une al “Primero sueño”, de Sor Juana Inés de la Cruz, poetisa que Octavio estudia con brillantez deslumbradora en Las trampas de la fe.
9. El amor por el silencio (cualidad musical) en Paz dura poco, pues sabe que necesita de la palabra y, por lo tanto, la perfecciona y la enriquece con un estilo personal, con una clara manera de decir las cosas. “En el principio era el verbo”, pero el silencio (“la soledad sonora”) le son consubstanciales y le imponen las obligaciones de la exactitud y de la perfección. Por eso el conjunto de endecasílabos de “Piedra del sol” es un milagro poético y uno de los grandes momentos de la lengua. San Juan de la Cruz, Lope, Quevedo, Sor Juana y don Jorge Manrique muestran sus rostros para ejercer una presencia espiritual en el poema de Paz. Sigo aferrado a la idea de que “Piedra del sol” es un milagro y, por lo mismo, el poema central de la obra de Octavio.
10. Lo recuerdo: caminábamos juntos, yo con el vestuario de Rappaccini, por los senderos del bosque que rodea a la Casa del Lago, hablando de escritores franceses. Martin du Gard, Jules Romains, Giono, Mauriac, Claudel, Duhamel, cuando lo interrumpí para decirle que su única pieza dramática, La hija de Rappaccini, era un poema en prosa enriquecido por los diálogos. De esa manera, el poeta estaba también en su teatro.
“Dentro, sumergidas, están las palabras y el poeta es un buzo que busca a esos peces fugaces y los hombres comunes sólo son náufragos a la deriva.” Esos naufragios forman parte de la aventura –en la que va la vida del poeta– de la poesía. En esta búsqueda nos sigue guiando Octavio Paz.
Leámoslo, discutamos con él. Evitemos las petrificaciones, las estatuas con ojos que miran hacia dentro. Está vivo y su opiniones y sus provocaciones, sus teorías sobre el poema y los poemas mismos, lo mantienen vivo y presente en la cultura mexicana y en la poesía contemporánea del mundo.

Octavio Paz: libertad y palabra, realidad y deseo

30/Marzo/2014
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Octavio Paz (1914-1998) debe mucha de su fama, como poeta, a varios libros que fue escribiendo a lo largo de los años y que luego reunió con el título general Libertad bajo palabra (1935-1957), al igual que lo hiciera Luis Cernuda (1902-1963) con su obra poética de toda una vida que agrupó en el volumen La realidad y el deseo (1924-1962).
No es incidental la mención al paralelismo de Paz y Cernuda sino, por el contrario, algo decisivo en la vida y en la vocación poética del mexicano. Paz fue uno de los primeros y más lúcidos reivindicadores del poeta español. El ensayo que le dedicó en Cuadrivio (1965) sienta las bases de una crítica poética de primer orden en la valoración de quien es considerado hoy, casi sin ninguna duda, como el mayor poeta español del siglo XX, pero que entonces carecía del justo aprecio.
Sobre Cernuda, Paz escribió: “Su libro [La realidad y el deseo] fue su verdadera vida y fue construido hora a hora, como quien levanta una arquitectura. Edificó con tiempo vivo y su palabra fue piedra de escándalo. Nos ha dejado, en todos los sentidos, una obra edificante.” Antes, en 1943, Paz publicó en el segundo número de la revista El Hijo Pródigo, una entusiasta reseña con motivo de la aparición de Ocnos (1942) en Londres. Ahí Paz se refirió también (y sobre todo) a La realidad y el deseo. Escribió: “La realidad y el deseo, el único libro de Luis Cernuda, al principio es un balbuceo, más tarde se aclara y, finalmente, el poeta, dueño como nunca de su poesía, advierte que esa poesía suya no es sólo suya y que no le pertenece totalmente, puesto que es algo más que el poeta: es la poesía.” Paz lo denomina “libro extraordinario, en el que la mayoría no ha reparado” y añade que “el libro de Cernuda es algo más que la expresión de sus experiencias individuales; me parece que es la elegía de una generación y de un momento de la historia, que se despiden para siempre de España y de un mundo al que ya no volverán”.
Cuando Octavio Paz emprende la reunión de sus primeros libros en el volumen sumario Libertad bajo palabra, es bastante probable que estuviera pensando también en ese mismo propósito entrañable de Cernuda. En gran medida, para decirlo con una glosa de las palabras de Paz, Libertad bajo palabra agrupa los libros de un momento de la vida del poeta y de la historia mexicana que ya no volverán. Como quiera que sea, el paralelismo entre La realidad y el deseo y Libertad bajo palabra no es para nada casual.
La primera edición de La realidad y el deseo, de Cernuda, se publicó en Madrid, en 1936, bajo el sello Cruz y Raya, Ediciones del Árbol, que dirigía José Bergamín. (En 2002 la Editorial Renacimiento, de Sevilla, publicó una edición facsimilar.) Incluía sus primeros poemas y los libros Égloga, elegía, oda; Un río, un amor; Los placeres prohibidos; Donde habite el olvido e Invocaciones a las gracias del mundo. Con los años, el libro fue creciendo y, al final, la cuarta edición aumentada y definitiva, de 1964, incluye, además de los libros ya mencionados, quizá lo mejor de la obra de Cernuda: Las nubes, Como quien espera el alba, Vivir sin estar viviendo, Con las horas contadas y Desolación de la Quimera. Sólo quedaron fuera de ese volumen totalizador los dos libros de prosas poéticas de Cernuda: Ocnos (1942-1963) y Variaciones sobre tema mexicano (1952).
Entre los veinticinco libros de poesía que Octavio Paz publicó, el séptimo lleva por título Libertad bajo palabra (Tezontle, 1949). Antes había publicado: Luna silvestre (Fábula, 1933), ¡No pasarán! (Simbad, 1936), Raíz del hombre (Simbad, 1937), Bajo tu clara sombra y otros poemas sobre España (Valencia, Ediciones Españolas, 1937), Entre la piedra y la flor (Nueva Voz, 1941) y A la orilla del mundo (Ars, 1942). Posteriores a 1949 son sus libros ¿Águila o sol? (Tezontle, 1951), Semillas para un himno (Tezontle, 1954), Piedra de Sol (Tezontle, 1957) y La estación violenta (Fondo de Cultura Económica, 1958).
La primera edición de la obra poética reunida de Octavio Paz, con el título general de su libro de 1949: Libertad bajo palabra. Obra poética 1935-1957, es de 1960 (Fondo de Cultura Económica). La segunda edición, definitiva, es de 1968, y en este libro recopilatorio, Octavio Paz plantea su poética y su vocación de fe desde el poema mismo que da título al libro y que abre la puerta de su obra lírica. Escribe:
Allá, donde terminan las fronteras, los caminos se borran. Donde empieza el silencio. Avanzo lentamente y pueblo la noche de estrellas, de palabras, de la respiración de un agua remota que me espera donde comienza el alba.../ Allá, donde los caminos se borran, donde acaba el silencio, invento la desesperación, la mente que me concibe, la mano que me dibuja, el ojo que me descubre. Invento al amigo que me inventa, mi semejante; y a la mujer, mi contrario: torre que corono de banderas, muralla que escalan mis espumas, ciudad devastada que renace lentamente bajo la dominación de mis ojos./ Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.
La primera edición recopilatoria de Libertad bajo palabra está precedida de una advertencia: “Se han excluido los poemas de adolescencia, con la sola excepción de cuatro composiciones iniciales en la sección ‘Puerta condenada’. El autor, además, ha desechado algunos poemas; otros aparecen en versiones corregidas y, en fin, se recogen muchos inéditos o que sólo habían aparecido en revistas y periódicos.”
En la segunda edición, definitiva, de 1968, Octavio Paz advierte:
No estoy muy seguro de que un autor tenga derecho a retirar sus escritos de la circulación. Una vez publicada, la obra es propiedad del lector tanto como del que la escribió. No obstante decidí excluir más de cuarenta poemas en esta segunda edición de Libertad bajo palabra. Esta supresión no cambia al libro: lo aligera. Apenas si vale añadir que el conjunto que ahora aparece no es una selección de los poemas que escribí entre 1935-1957; si lo fuese, habría desechado sin remordimiento otros muchos.
En 1998, en el volumen XIII de sus Obras completas (Miscelánea I, Primeros escritos), Paz recuperará en la primera sección de este tomo (Primera instancia) los poemas que retiró de Libertad bajo palabra o que nunca incluyó en dicha obra; poemas de 1930 a 1943, acerca de los cuales dijo lo siguiente en 1996 (postscriptum de la páginas preliminares del volumen 11): “En los dos volúmenes que forman mi Obra poética figura todo lo que he hecho en el dominio de la poesía, salvo los textos de Primera instancia (volumen XIII), que comprende los poemas escritos en mi adolescencia y en mi juventud, a los que no considero propiamente obras sino tentativas.” Primera instancia recoge poemas de Luna silvestre, Raíz del hombre, Bajo tu clara sombra, Noche de resurrecciones, A la orilla del mundo, Entre la piedra y la flor, y los cantos a la República española: ¡No pasarán! y Oda a España.
En conclusión, Octavio Paz disminuyó más que aumentó la edición definitiva de su obra poética reunida con el título Libertad bajo palabra. La primera edición tenía 316 páginas; la segunda y definitiva, 262. Con ello, Paz dio por cancelada esa época de su producción lírica. Los libros posteriores a 1960 ya no formarían parte de Libertad bajo palabra y se inscribirían, como él mismo lo dijo, en otra búsqueda poética: Salamandra (Joaquín Mortiz, 1962), Viento entero (Caxton, 1965), Blanco (Joaquín Mortiz, 1967), Discos visuales (Era, 1968), Ladera este (Joaquín Mortiz, 1969), Topoemas (Era, 1971), Renga (Joaquín Mortiz, 1972), El mono gramático (Seix Barral, 1974), Pasado en claro (Fondo de Cultura Económica, 1975), Vuelta (Seix Barral, 1976), Hijos del aire (Taller Martín Pescador, 1979) y Árbol adentro (Seix Barral, 1987).
Al publicar sus Obras completas (Círculo de Lectores/Fondo de Cultura Económica), en las páginas preliminares del volumen uno de su Obra poética, Octavio Paz afirmó:
Con Libertad bajo palabra se cerró un ciclo de mis tentativas poéticas y se abrió otro. Más bien dicho: otros. ¿Bifurcaciones de caminos poéticos o simplemente estaciones de un itinerario único? No lo sé. ¿Hay ciclos realmente? ¿No estamos condenados a escribir siempre el mismo poema? Una obra, si lo es de veras, no es sino la terca reiteración de dos o tres obsesiones. Cada cambio es un intento por decir aquello que no pudimos decir antes; un puente secreto une los torpes y ardientes balbuceos de la adolescencia a los titubeos de la vejez. Me siento muy lejos de mis primeros poemas pero los que he escrito después, sin excluir a los más recientes, son respuestas a los de mi juventud. Cambiamos para ser fieles a nosotros mismos. Si no hubiese cambios no habría continuidad.
De algún modo, con Libertad bajo palabra Octavio Paz escribía también La realidad y el deseo, que tanto admiró. Entre la realidad y el deseo, entre la libertad y la palabra, Octavio Paz entendió que el viejo poeta siempre conversaría con el joven que fue.
Parco en sus dedicatorias personales, Luis Cernuda únicamente dedicó, en las casi cuatrocientas páginas de la edición definitiva de La realidad y el deseo, menos de diez poemas: uno a Concha Méndez y Manuel Altolaguirre; otro, a Bernabé Fernández-Canivell; un tercero, a Rosa Chacel; un cuarto, a Vicente Aleixandre; “Tierra nativa”, a Paquita g. de la Bárcena; “Otros aires”, a Concha de Albornoz; “Retrato de poeta”, a Ramón Gaya; “Díptico español”, a Carlos Otero, y un último poema (“Limbo”), a Octavio Paz, el único mexicano al que distingue con este gesto íntimo.
“Limbo” pertenece al penúltimo libro de Cernuda, Con las horas contadas (1950-1956), y el poema es muy significativo, pues se refiere a la tarea y al destino del poeta, ya sea hablando de sí mismo o de cualquier otro verdadero poeta. Escribe Cernuda:
El poeta vive para esto, para esto
noches y días amargos, sin ayuda
de nadie, en la contienda
adonde, como el fénix, muere y nace,
para que años después, siglos
después, obtenga al fin el displicente
favor de un grande en este mundo.
Su vida ya puede excusarse,
porque ha muerto del todo;
su trabajo ahora cuenta,
domesticado para el mundo de ellos,
como otro objeto vano,
otro ornamento inútil.
No debemos olvidar que este poema está estrechamente ligado a la crítica que Cernuda dirigió a la sociedad y los demás poderes en relación con el insignificante y desdeñoso lugar que le asignaban al poeta. Sentenció, con profunda ironía, casi con rencor: “¿Qué país sobrelleva a gusto a sus poetas? A sus poetas vivos, quiero decir, pues a los muertos, ya sabemos que no hay país que no adore a los suyos.”
Este mismo concepto es el que destaca en su muy famoso poema “Birds in the Nigth”, referido a Rimbaud y Verlaine y en el cual aborrece “la farsa elogiosa repugnante” de los gobiernos y de la sociedad en relación con los poetas muertos, esos mismos poetas a quienes en vida gobiernos y sociedad despreciaron. La sociedad y los gobiernos prefieren sin duda a los poetas muertos.
En 1962, en Salamandra, meses antes de la muerte de Cernuda, Octavio Paz salda su deuda con el poeta español que tanto lo marcó. En su poema intitulado “Luis Cernuda” leemos: “Con letra clara el poeta escribe/ sus verdades obscuras/ Sus palabras/ no son un monumento público/ ni la Guía del camino recto/ Nacieron del silencio/ se abren sobre tallos de silencio/ las contemplamos en silencio/ Verdad y error/ una sola verdad/ realidad y deseo/ una sola substancia/ resuelta en manantial de transparencias.”
Cernuda afirmó en 1954: “Octavio Paz, por cuya inteligencia poética tengo tanta admiración.” Esa inteligencia poética fue la que llevó a Paz a decantar su poesía y dejar en su obra definitiva únicamente lo mejor. Al leer los poemas declarativos o ingenuos de Primera instancia, sabemos que la autocrítica se impuso en el ejercicio de elegir. No hay ahí un solo poema que sea mejor que los que Paz perdonó.
En Libertad bajo palabra, Octavio Paz supo lo que era la poesía: “Eres tan sólo un sueño,/ pero en ti sueña el mundo/ y su mudez habla con tus palabras.” Ese joven poeta ya sabía, en esencia, lo que supo el viejo en Árbol adentro (el mejor libro del último Octavio Paz):
La palabra del hombre
es hija de la muerte.
Hablamos porque somos
mortales: las palabras
no son signos, son años.
Al decir lo que dicen
los nombres que decimos
dicen tiempo: nos dicen,
somos nombres del tiempo.