domingo, 30 de marzo de 2014

Octavio Paz o las trampas del liberalismo

30/Marzo/2014
Confabulario
Rafael Lemus

Se oye decir demasiado a menudo que Octavio Paz —al menos el Octavio Paz que va de 1969 al día de su muerte tres décadas más tarde— no era, en rigor, un liberal ni un romántico sino más bien esa rareza: un liberal romántico. Se escucha agregar que ese Paz —director de Plural y Vuelta y autor lo mismo de encendidos artículos políticos que de nostálgicos poemas autobiográficos— constituía una saludable anomalía en la esfera pública mexicana, supuestamente fracturada a causa de la polarización ideológica. Para sustentar esa imagen se citan con frecuencia declaraciones en las que el propio Paz, muy entretenido con su self-fashioning en los últimos años, a la vez celebra y condena el liberalismo: “No me siento liberal aunque creo que es imperativo, sobre todo en México, rescatar la gran herencia liberal de los Montesquieu y los Tocqueville.

No soy liberal porque el liberalismo deja sin respuesta más de la mitad de las grandes interrogaciones humanas”. También como soporte se ofrece un estudio crítico de Yvon Grenier, Del arte a la política: Octavio Paz y la búsqueda de la libertad (2004), y como pruebas esos libros (La otra voz [1990], La llama doble [1993] y Vislumbres de la India [1995]) en los que Paz, ocupado con la poesía y el amor y el Oriente, truena de vez en vez contra el “vacío” de la sociedad capitalista contemporánea. Bien: ¿es necesario decir que esa imagen, la de un Paz liberal romántico, resulta de lo más conveniente para sus pretendidos herederos? Sencillo: cuando alguien colude a Paz con los regímenes neoliberales, se tira de la cuerda romántica para eximirlo; cuando algún valiente lo reclama desde la izquierda, se jala de la cuerda liberal para distanciarlo.

El Paz de 1994, el que escribe sobre el levantamiento zapatista, es, se dice, un sólido ejemplo de ese liberalismo romántico. En teoría ese Paz, apenas después de condenar el uso de las armas, se habría dejado seducir por la prosa del subcomandante Marcos (a la que lanza alguna vez un piropo) y por el “romanticismo” de las comunidades indígenas. En teoría habría escrito una serie de insólitos artículos, tan distantes del anti- como del filo-zapatismo. Lo cierto es que basta volver a esos textos para notar casi de inmediato que, lejos de ser excepcionales, reproducen buena parte de las estrategias retóricas que el gobierno federal empleaba para combatir al zapatismo.

Hay que ver: los artículos de Paz, como los comunicados oficiales, se obstinan en localizar el conflicto (tiene lugar en solo cuatro municipios), en minimizar el problema (se debe a causas precisas y se resuelve con políticas asistencialistas) y en adjudicarlo no a una falla sistémica, lo que obligaría a reparar todo el sistema, sino a una panda de radicales infiltrados entre los indígenas. Más todavía: emprenden la defensa de la política social del régimen salinista (“En los últimos años, sin embargo, el gobierno federal y el estatal realizaron esfuerzos considerables para remediar estas injusticias y discriminaciones”) y deslizan la noción, de plano racista, de que los indígenas, incapaces de organizar el movimiento por sí mismos, fueron manipulados: “No debe olvidarse —escribe Paz— que las comunidades indígenas han sido engañadas por un grupo de irresponsables demagogos. Son ellos los que deben responder ante la ley y ante la nación”.

Esa misma historia, la de un hipotético Paz liberal romántico que en los hechos actúa como un liberal a secas, se repite una y otra vez, antes y después del 94: ante el sandinismo, ante el fraude electoral del 88, ante las reformas neoliberales que suscribe o sencillamente no critica. Hay que decirlo de una vez: Paz no está en un margen sino en el centro del campo cultural, representando allí el conocido papel de letrado latinoamericano, y no supone una anomalía ideológica, una singularidad discursiva, en el debate político mexicano de los años setenta, ochenta y noventa. Justo al revés: es parte de un grupo y de una formación discursiva, es promotor y mentor de ese liberalismo a la mexicana que —anticipado por Daniel Cosío Villegas— se va formando en Plural, se consolida en Vuelta y se replica, ya cascado y cada vez más conservador, en Letras Libres.

Como tal, sus intervenciones políticas posteriores a 1968 están casi siempre marcadas por las bondades y las insuficiencias del liberalismo. Entre las primeras: la defensa de las libertades civiles, la reivindicación del pluralismo, la crítica de los abusos del poder. Entre las segundas: la escasa atención prestada a la desigualdad social, la desmedida confianza en el mercado, la estrecha noción de democracia y ciudadanía, el temor a la participación popular y esa propensión a advertir populismo (o peor: ¡proto-fascismo!) donde quiera que un sujeto colectivo se constituye, expone un agravio y demanda una reparación.

El liberalismo de Paz tiene dos momentos: uno encendido y otro apagado. Durante los años setenta los textos políticos que Paz publica, primero en Plural y después en Vuelta, son decididamente críticos de lo que en ese tiempo solía llamarse el “sistema político mexicano”. Enfrentados al obeso y autoritario Estado priista, sus reclamos liberales acertaban justo en el centro del ogro filantrópico. Si no se cree, léanse los ensayos reunidos en el libro (1979) de ese título: extraordinarios análisis críticos del presidencialismo, el centralismo, la corrupción mexicanos.

En algún momento de los años ochenta, sin embargo, su liberalismo termina por coincidir con el neoliberalismo de los funcionarios en el poder y deviene, por carambola, pensamiento hegemónico. Una vez que el Estado mexicano deja de gobernar según “el principio de la razón de Estado” y se rige por una “gubernamentalidad neoliberal” (“esa nueva programación de la gubernamentalidad liberal”), Paz y el poder empiezan a operar desde la misma “racionalidad política” (los términos son de Foucault). En esta etapa Paz ya rara vez acompañará a los críticos de las sucesivas administraciones priistas; más bien tenderá a combatirlos, acusándolos de reproducir disputas ideológicas supuestamente ya rebasadas e invitándolos a sumarse al nuevo consenso post-ideológico. Atrás queda el formidable crítico de las modernizaciones mexicanas, y su lugar lo ocupa un intelectual que, más o menos cercano a los presidentes en turno, aprueba, implícita o explícitamente, las repetidas reformas de liberalización económica.

Previsiblemente la “pasión crítica” de Paz, ya rara vez ejercida contra el poder político y económico del país, se posa con mayor frecuencia en otros parajes: las ruinas del socialismo realmente existente, las experiencias gubernamentales de la izquierda en América Latina, los intelectuales que defienden unas u otras. Ejemplo de ello es el encuentro que la revista Vuelta organiza en la ciudad de México en 1990, La Experiencia de la Libertad, un coloquio —sin duda brillante— en el que decenas de autores mexicanos y extranjeros se dan a la tarea —un tanto cómica—  de condenar el comunismo, ya vencido, en un país sacudido por las políticas neoliberales.

También previsiblemente la obra ensayística de Paz se torna durante estos años menos puntual, más etérea. Enemistado lo mismo con la academia que con los estudios culturales y la teoría posterior al estructuralismo, sus ensayos sobre la sociedad contemporánea tienen cada vez menos de crítica cultural y cada vez más de crítica moral. Dudosa práctica: lanzar filípicas contra la sociedad capitalista contemporánea sin criticar sus estructuras, su asimétrica distribución de recursos, sus mecanismos de reproducción. Cómoda estrategia: condenar los efectos morales del neoliberalismo mientras se defiende, aquí y ahora, a los regímenes que lo implementan.

Se dirá que es injusto detenerse en ese último Paz —y tal vez lo sea—. El problema es que es justo ese Paz el que reivindica más a menudo Letras Libres, el que celebra hoy el Estado mexicano y el que está a punto de convertirse en una fastidiosa estatua. No el joven socialista que creía que la revolución fundaría un mundo de poetas. No el tardío surrealista que desconfiaba de las promesas del progreso ni el poeta de los experimentos visuales.

Tampoco aquel potente ensayista de los años cincuenta y sesenta, atraído por la teoría y la vanguardia, hechizado por el Oriente, menos interesado en las instituciones políticas que en las vitales explosiones de disenso. No. El Paz posterior a 1968: ya liberal, ya plantado a la mitad del campo cultural mexicano, enfrentado a la izquierda, reñido con la teoría, receloso ante el arte contemporáneo, cada vez más clasicista, cada vez más conservador, cada vez más oficioso. Está claro que ese Paz es de lo más útil tanto para el Estado que lo conmemora como para los escritores que se reclaman sus herederos: por una parte, valida la deriva neoliberal del país; por la otra, justifica los prejuicios políticos y estéticos de esos escritores. Lo que no queda claro es que ese Paz sea un autor útil, un buen aliado, para pensar críticamente el mundo contemporáneo.

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