domingo, 23 de marzo de 2014

José de la Colina: La taxonomía del trapero

23/Marzo/2014
Confabulario
Daniel Rodríguez Barrón

Un tema romántico que ha sobrevivido en la novela contemporánea —de Los detectives salvajes de Roberto Bolaño a En busca del Barón Corvo de Symons, de Albucius de Pascal Quignard a Los papeles de Aspern de Henry James— es el redescubrimiento del gran escritor desconocido. Parece incluso un género literario por sí mismo: un estudioso real o ficticio descubre a un autor real o ficticio olvidado por la crítica y las capillas culturales de su época que sin embargo guarda para la posteridad sus joyas literarias. Académicos y escritores darían un brazo por encontrar a un escritor así y mostrarlo al mundo. El tema se vuelve menos romántico cuando ese escritor puede levantar el teléfono para contestar una llamada o cuando su nombre aparece impreso en el periódico semanalmente.

“Reconocido por todos como prosista ejemplar y magistral, ¿pero conocido y leído?, es José de la Colina”, así, ambiguamente —señalado como autor reconocido pero desconocido— comienza un texto de Eduardo Lizalde dedicado a De la Colina. ¿Cómo se decantan las generaciones? ¿Cómo es que de pronto alguien se vuelve la cabeza más visible y el resto comienza a padecer de una injusta visibilidad de la que, tal vez muchos años después, algún académico, podrá sacarlo?

Si José de la Colina ha pasado desapercibido por muchos lectores es porque estamos acostumbrados al ruido y para destacar hay que ser cada vez más “raro” y extravagante. Nuestro gusto acostumbrado a lo “intenso” ya no sabe apreciar una voz natural, un ritmo calmo, un tono en sordina, como el suyo. Charles Du Bos escribió que “la generosidad intelectual” está llamada “a quedar desconocida”. Otra vez, el desconocimiento dentro de un reconocimiento.

José de la Colina pertenece, por edad, a la Generación de la Casa del Lago integrada por Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Salvador Elizondo e Inés Arredondo, entre otros. Por edad, pero no por temperamento. Lo sórdido, la violencia física o la filosófica no parecen ser sus temas. Ni el leng Tch’e de Elizondo, ni el silogismo como latigazo de Klossowski o Bataille usados en las piezas de García Ponce. Aunque con el primero compartirá el gusto por el cine y con el segundo el interés por las artes plásticas.

¿Cómo y dónde se gesta la fractura de carácter, el tono que impedirá a José de la Colina estar en condición de igualdad entre su generación? De la Colina nació en Santander, España, el 29 de marzo de 1934. Es decir, estamos, sin ruido, celebrando sus ochenta años de vida. Es hijo de un impresor, militante anarcosindicalista y capitán de la infantería republicana. Junto con sus hermanos y madre, José de la Colina fue exiliado a Francia y Bélgica mientras su padre combatía en el frente durante la Guerra Civil Española. Tras ser vencida la República española, la familia viajó a República Dominicana, Cuba y finalmente a México, donde radica desde 1940. Esta situación, la del niño arrancado de sus raíces para trasplantarlo en otro ambiente, le crea no solo a su persona sino sobre todo a su literatura el “sentimiento de la inseguridad, la fragilidad, la fugacidad de todo”, escribe el propio De la Colina.

Ese sentimiento de desprotección se acentúa cuando sus padres le plantean la disyuntiva de muchos jóvenes de clase media: “estudias o trabajas”. De la Colina supo que en realidad se trata de una sola opción: trabajar. La inseguridad profesional lo lleva a querer ser unas veces pintor y otras actor —más adelante veremos que consigue resarcirse de estas ansiedades a través de la crítica de artes plásticas y del guionismo cinematográfico—. Le gusta recordar que su carrera como niño actor terminó cuando Luis Buñuel le hizo unos pruebas para ser Pedrito, uno de Los olvidados, pero como no tenía el tipo de niño mexicano no fue aceptado.

A los 18 años comenzó a vivir de la escritura, es decir del periodismo, el guión, la crítica, el ensayo y el cuento. En 1955 publicó su primer libro, Cuentos para vencer a la muerte, en la colección Los Presentes, que dirigía Juan José Arreola. El material incluía textos publicados previamente en diarios y revistas.

Entre abril de 1961 y agosto de 1962 se publican los seis únicos números de la revista Nuevo Cine. Allí se crea un grupo formado por Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, J. M. García Ascot, Emilio García Riera, Julio Pliego, Carlos Monsiváis y el propio De la Colina. Inspirados en la revista Cahiers du Cinema, hacen del cine, ese espectáculo popular, un gusto de cinéfilos: aquellos enterados no solo del cine nacional e internacional sino de otras artes. Inventaron un tipo de snob que todavía sobrevive haciendo cola en la Cineteca durante la muestra y elevaron el cine a primer maestro de la nueva educación sentimental donde no solo se reconoce a actores y actrices, sino que además se habla de edición y de sonido, de productores, pero sobre todo del director. Las pelis se vuelven cine de autor y se pueden disputar incluso con un libro el interés del nuevo snob.

Mientra la revista Nuevo Cine fallecía, en 1962, De la Colina publicó su siguiente libro: La lucha con la pantera. El autor reconoce en esta obra un homenaje al cine: “Para vencer el miedo y la atracción a las mujeres existía un sustituto maravilloso y temible a la vez, porque me apartaba aún más de las luchas reales: el cine. Me parece que ese conjunto de mitologías y obsesiones está presente en La lucha con la pantera, que no es otra cosa que un enfrentamiento beligerante del mundo y, por supuesto, la lucha por el amor”.

Entre finales de los sesenta y durante toda la década de los setenta, De la Colina escribe sobre otra de sus pasiones: la pintura. Si el grupo Nuevo Cine transformó nuestra forma de ver ese arte, no se puede pensar en la Generación de la Ruptura —los pintores que abrieron México a las vanguardias de la época como Vicente Rojo, Fernando García Ponce, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez y Lilia Carrillo, entre otros— sin el grupo de críticos que dio voz e impulsó el movimiento, entre los que destacan Juan García Ponce, José de la Colina y un hombre mayor que no pertenecía a la generación pero que la vivió como propia, Octavio Paz.

Una y otra vez se ha considerado a De la Colina crítico de cine, y la publicación, en 1984, junto con Tomás Pérez Turrent, del libro de entrevistas Luis Buñuel, prohibido asomarse al exterior, ha acentuado ese equívoco. Sin embargo, de lo que De la Colina está enamorado es de la imagen, la suya es una inteligencia visual: destaca aquello que los maîtres à penser no se atreven siquiera a mirar, lo que tiran con condescendencia los académicos: esos papeles de estaño que envuelven los dulces, las botellas vacías y luminosas, los juguetes rotos, la hojas de periódicos que sobreviven para proteger cristalería o limpiar ventanas… Es allí donde De la Colina encuentra la cita exacta y el tema de muchos de sus cuentos. Prefiere hacer la historia “casi universal” de la adivinanza que la de las batallas napoleónicas o encuentra en Cri-Cri “los trabajos de erudición perdidos” y ve en el grillito cantor a nuestro Lewis Carroll, al hermano Grimm que no tuvimos. Estos pequeños objetos y actos —el grillo, el estaño, el dulce, la fugacidad de los gatos—, innumerables pero difícilmente localizables para el ojo no entrenado, es el tesoro con el que arma su taxonomía de trapero. De la Colina es un maestro en hacer visible la vida en su múltiple pequeñez.

No sé si fue el gusto mutuo por la pintura lo que llevó a Paz y a De la Colina a convertirse en amigos y cómplices en las revistas Plural y Vuelta, donde el segundo fungió como colaborador y miembro del consejo de redacción. Si Lizalde lo ve como un desconocido reconocido, Paz lo ve como un solitario que anima a la multitud: “La figura de este solitario es ejemplar por más de un motivo: como director y animador de revistas y suplementos culturales, como crítico y cronista de la literatura y del cine, como narrador y cuentista, como traductor. Dije solitario pero me apresuro a añadir: cordial. Podría haber dicho también, sin jugar con las oposiciones, apasionado e irónico, estricto y generoso, colérico y tierno. Una conciencia insobornable, un amigo abierto y leal, un escritor singular: su prosa es una de las mejores de México. Más que un solitario, un libertario: más que un libertario, un espíritu libre”.

En 1982, Eduardo Lizalde y José de la Colina se hicieron cargo de El Semanario Cultural en el periódico Novedades y, en junio del año siguiente, Lizalde inició otro proyecto y la publicación quedó en manos de De la Colina. Como tantos otros, yo comencé en ese suplemento escribiendo reseñas, y un día  le hablé de mi entusiasmo por la pintura. “¿Te has puesto a pensar —me contestó— que el último que escribió sobre pintura en este suplemento fue Juan García Ponce?” Me quedé mudo. Un par de años después, en 1997, ante el fallecimiento de Willem de Kooning, me mandó a decir que si tanto quería escribir sobre pintura, escribiera sobre De Kooning. Ese texto me permitió entregar cada quince días, durante varios años, una columna sobre artes plásticas. Por su labor en ese suplemento le fue concedido el Premio Nacional de Periodismo Cultural 1984.

A lo largo de los siguientes años, sin abandonar nunca su labor periodística, De la Colina publicó Tren de historias (1998), Álbum de Lilith (2000) y Muertes ejemplares (2004). En el 2002, obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2002 Libertades imaginarias. Un libro, dice, que “desdeñando ponerse el uniforme de un tratado, una preceptiva, un texto crítico o un discurso académico, fuese como una charla de amigos y hablara de aquellos asuntos y aspectos literarios marginales o poco serios o generalmente considerados menores o de juego”.

Ese es José de la Colina: ni profesor sabelotodo ni recién llegado al acecho del acierto fácil. De la Colina es la clase de escritor que sabe y quiere acompañar al lector, ambos en tránsito al olvido. Ni protagonista ni actor de reparto, pero estuvo en los momentos y los lugares donde un intelectual debía estar en la segunda mitad del siglo XX: perteneció al Grupo Nuevo Cine, a la redacción de la revista Vuelta, entrevistó largamente a Buñuel antes de la llegada de los grupies y dirigió el que quizás fue el último gran suplemento de cultura del siglo XX: El Semanario Cultural del periódico Novedades.

Alegremente oscuro —pero no por la dificultad de lo que escribe sino por discreción—, para De la Colina escribir en periódicos y revistas, en lugar de publicar un novelón por año, es su forma de cortesía para con el lector y acaso para con la historia de la literatura: “¿Qué puede haber más esotérico que escribir en los diarios?”, se pregunta Roberto Calasso. La gente los lee sin darse cuenta. Aparte de Octavio Paz, Eduardo Lizalde o Alejandro Rossi, nadie parece haber reparado en este melancólico monologante: pero allí están centenares de artículos que ofrecen un mapa meticuloso al borde de la nada, cuentos que de tan redondos parecen pertenecer desde siempre a una tradición oral y anónima.

En cien años o más, De la Colina se convertirá en uno de esos autores cuya biografía son meros rumores destinados a sugerir que tal vez el verdadero responsable de sus obras era un sacerdote chocarrero con ambiciones papales, o un político muy avergonzado de ser letrado, o un barbero de barrio que se dedicaba por las noches a transcribir las anécdotas que le contaban sus clientes por la mañana, ¡qué clase de persona podía responder a un nombre como Pepe de la Colina!, no, ese señor no existió, detrás de su boina se escondía una conjura ilustrada, un pequeño grupo de citoyens que colaboraba en la vida pública escribiendo piezas memorables. Solo entonces, quizá, alguien emprenda el relato de este gran escritor desconocido.

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