sábado, 30 de julio de 2011

Libros made in Tijuana

30/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Recorreré cinco libros recientes de la literatura de Tijuana.

Fuera de Tijuana pocos saben que por muchos años la obra de Luis Humberto Crosthwaite se leía junto a la de Roberto Castillo Udiarte (1951), poeta emblemático de la literatura fronteriza. Nuestras vidas son otras. Antología personal 1985-2010 (Aullido Libros-Nortestación, 2010) congrega algo de su poesía, que como su prosa tiene tono de bato de barrio cálido y cabrón. Castillo es clásico fronterizo.

Tijuana: crimen y castigo (Tusquets, 2010) de Luis Humberto Crosthwaite (1962), como otras novelas suyas, es fragmentaria y norteña de tonada. Crosthwaite usualmente es paratáctico y lúdico; en este libro decidió ser más sintáctico y dramático. Sería simplista leer este libro sólo buscando trama que atrapa; hay que leerlo como una garita de estructuras narrativas.

Los escritores de Tijuana han sido influidos por inglés, multiculturalismo, música y nuevas tecnologías. Su retórica remezcla. Del spanglish al blog, la literatura de Tijuana nació lejos del DF; soñada en casinos, casas de cambio, filas al otro lado y centros nocturnos, cobró una forma propia. Tiyei style.

De esta clica de escrituras sintéticas todavía deriva Señora Krupps (Static Books, 2010) de Javier Fernández (1971). Más que cuentos, máquinas de prosa heterodoxa. El texto de Tijuana se distingue por su armazón pieza a pieza. Concibe a la página como menú, rocola, Foreign Club y maquila.

Junto al de Crosthwaite, también circula nacionalmente Confesión de un sicario. Testimonio de Drago, lugarteniente de un cártel mexicano (Grijalbo, 2011) de Juan Carlos Reyna (1980). Reyna se formó leyendo a Crosthwaite, Castillo y Saavedra. Su libro es una aplicación periodística de recursos de la literatura tijuanense. ¿Testimonio de un sicario? Sí, pero también dosis del Zeta y Nortec. Reyna hizo que el narco fuese transcrito por la literatura fronteriza.

Crossfader 2.0. B-sides, hidden tracks & remixes (Nortestación, 2011) de Rafa Saavedra (1967) es el segundo libro de este free-lance post-everything; voz en off de radiante desesperación. Quienes saben leer percatan que esta post-literatura es una barra libre de verbosidad. Ruido y voces en clubes y fiestas. Música de página. Pessoa plus pop.

La literatura de Tijuana codifica, fusiona y utopizza.

Quizá ya terminó: se fue la urbe que le dio forma. La literatura de Tijuana es una colección de postales de su entropía.

TJ es una literatura menor —Deleuze dixit— hecha por una minoría dentro de una lengua mayor. Defensa de la negada diferencia. Gregaria, sobrecodificada, ironizada.

Sólo que TJ no se desterritorializa sino se hiperterritorializa.

Tijuana no escribió para continuar la Literatura Mexicana sino narrar una ciudad no-nacional. Ensamblar literatura, bilengua y música. Cool corrido: otra identidad.

Las batallas en la memoria

30/Julio/2011
Laberinto
Diego José • Vicente Alfonso • Eduardo Huchín Sosa

El discurso de la memoria

Diego José*

La literatura no tiene que señalar el error histórico, pero nos permite sentir la palpitación del tiempo para leer nuestra realidad con otra lente, no sé si correcta o pretenciosa, en todo caso diversa. Quisiera recordar que leí Las batallas en el desierto hacia 1991. Entonces tuve dieciocho años y, no sólo México empezaba a ser aquello que no quisimos que fuera, también el mundo aceleró sus mutaciones: habían derribado el Muro de Berlín y la trastienda de hierro se quemaba entre conflictos étnicos, religiosos y económicos como prefiguración de las crisis contemporáneas.

El país cambió con más prisa que con voluntad de transformación. En el transcurso de tres décadas de obstinado escarceo con la cultura norteamericana se produjo una idea del mexicano civilizado que, lejos de comprender la experiencia modernizante del vecino del norte, erigió su sueño en el enajenamiento del consumismo: nuestro rechazo a lo “gringo” es proporcional al deseo de poseer su chatarra.

En aquella época descubrí uno de los encantos de Las batallas en el desierto, su manera de convertir a la ciudad en un sentimiento que protagonizara un relato, o bien, en esa dimensión literaria capaz de perdurar en la memoria más allá de sus referentes temporales. Por paradójico que parezca, la ciudad de Las batallas en el desierto no se acabó como afirma el narrador, más bien, persiste. Tal vez aumentó su mezquindad y su violencia, pero se aferró al conservadurismo pujante que delata la novela de José Emilio Pacheco.

En esos años me dejé llevar por la seducción de una nostalgia que no era propia, y leí Las batallas... como el testimonio de un México que se perdió tras el arribo de una modernidad disfrazada de Mickey Mouse. Con el tiempo, he preferido —sobre el tema de la supremacía del pasado como referente— entender la memoria como región predilecta de lo literario: si la poesía surge de un estado anterior a la noción lineal del tiempo, y por ello su proximidad con el mito, la narración pertenece al instante inaugurado por la pérdida de la inocencia. El personaje-narrador resulta atractivo, no sólo por lo que cuenta, sino porque necesita de la narración para retornar al estado previo a su ruptura. En este sentido, Ignacio Trejo Fuentes acierta al señalarla como “la novela mexicana donde mejor se plantea el rescate de la ingenuidad como elemento de soporte en un mundo caótico y devastador, por devastado”.

El narrador pone en duda sus recuerdos para producir en el lector la sensación de autenticidad de lo narrado, invitándolo a recorrer el periodo en que experimentó la escisión de su infancia —parece habitual referir el sentimiento de la pérdida a los objetos, los sonidos y las imágenes que componen el entramado de una época— y a recuperar, si no la pureza, al menos la limpidez de aquella mirada. Lo interesante es que, en su aparente sencillez, el narrador logra recrear ese mundo, supuestamente perdido, mediante la recuperación paulatina de la voz de su infancia, como bien apuntó Hugo J. Verani: “Carlos rememora actitudes y sucesos de la adolescencia que han dejado una marca profunda en la etapa formativa de su vida. En su discurso se intercala la voz del niño que nos transporta, sin transición, al mundo rememorado”.

La reconstrucción de esa ciudad remota sirve como pretexto para narrar el episodio en que un niño atestigua la erradicación de su pueril capacidad para enamorarse de lo inalcanzable, puesto que una moral torcida señala a sus fantasías y deseos como insanos. La duda del comienzo que determina el tono de la narración, facilita el desarrollo de esa suerte de “recuerdos encubridores” que el narrador comienza a deshebrar, partiendo de elementos contextuales —incluso nimios— pero que sirven para detonar la elaboración del discurso de la memoria, donde la voz del adulto busca encontrarse con la mirada del niño. Sin embargo, una lectura dominante de Las batallas en el desierto insiste en plantear esta idea al revés: el conflicto, señalado muchas veces como meramente anecdótico, serviría para pretextar el relato de la desaparición de un México pregringo, identificado con la ciudad que fue.

Leer Las batallas en el desierto, sólo como el deterioro de un país primordial, obliga al lector a refugiarse en la apreciación tradicionalista de que todo pasado fue mejor... Carlitos perdió la batalla contra la doble moral y la perversidad de los adultos; la guerra que intenta luchar Carlos es contra la continuidad de los prejuicios y los señalamientos morales de una sociedad superficialmente moderna, que es incapaz de aceptar lo que no entiende. Asunto que no sólo perdura, si no que se ha recrudecido en nuestro tiempo.

¿Qué tiene mayor peso: la nostalgia de una época que se amarillenta como fotografías en viejos álbumes, o la necesidad que siente el personaje de narrarse a sí mismo para restaurar su identidad e historia? El narrador adulto no ha perdido la ciudad que añora, más bien, la idealización de una infancia que requiere de la significación de aquella ciudad como espacio simbólico, donde los boleros, los automóviles, los programas de radio, la evocación de ciertas marcas y el cine de aquellos años —sus años—, lo remiten a ese episodio que marcó de manera decisiva su historia personal, brindándole la posibilidad de descubrir y reconstruir su memoria.
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*Diego José (Ciudad de México, 1973). Narrador, poeta y ensayista, es autor, entre otros libros, de Volverás al odio, El camino del té y Nuevos salvajismos: la perversión civilizada.


Prácticamente desde 1972, cuando apareció El principio del placer, José Emilio Pacheco no había vuelto a publicar un libro nuevo de narrativa, salvo, si se le quiere considerar así, la versión corregida de su novela Morirás lejos (1967-1968). La espera, y nos dio gusto, no desilusionó: Pacheco ha publicado hace unos días una brillante y redonda noveleta que, casi nos atrevemos a creer, será el libro suyo que se venderá más a la larga. Y Las batallas en el desierto, si se me permite, podemos considerarla primordialmente como una bella e imposible historia de amor de un niño por la madre del mejor amigo, con los pormenores de la cristalización y las consecuencias grotescas y dolorosas.
Marco Antonio Campos
Proceso, 4 de mayo de 1981

Amor por Mariana

Vicente Alfonso*

De niño pensaba que José Emilio Pacheco era un escritor prohibido cuya obra circulaba a escondidas, de mano en mano, evadiendo las flamas de la censura. En esa época aprendí a leer. Entonces, como hoy, los puestos de periódicos ofrecían novelitas de bolsillo impresas en papel revolución, con portadas muy vistosas e interiores ilustrados en una tinta, llenos de muchachas voluptuosas, pistoleros malencarados e indios hostiles. El chofer de mi abuela las consumía en cantidades preocupantes. Recuerdo a mi abuela regañándome por ver “esas vulgaridades”, tentándome con los tomos verdes, empolvados, de El tesoro de la juventud.

En aquella época se publicaba, en un formato muy parecido, una colección llamada Novelas Mexicanas Ilustradas. En lugar de pistoleros y muchachas, la serie ofrecía en cada número una obra clave de la narrativa mexicana: La muerte de Artemio Cruz, Balún Canán, El agua envenenada, Ulises Criollo… Mi favorito era el número 53: Las batallas en el desierto. Acostumbraba subirme a una higuera para hojearlo, para ver a una mujer que se paseaba por sus páginas en una bata que, entreabierta, revelaba unas piernas deliciosas. En esa época aún no podía descifrar textos y me limitaba a ver los dibujos, a reconstruir la historia que involucraba a niños como yo, además de algunos adultos a quienes les asignaba arbitrariamente roles de héroes o de villanos según sus gestos.

De tanto visitar aquellos trazos, fui aprendiendo a entenderlos: ensamblando sílabas comprendí que el nombre de la mujer era Mariana y que Carlos, el niño protagonista, se escapaba de la escuela para confesarle que estaba enamorado de ella. Leí y releí esa novela hasta aprenderme muchas frases de memoria, frases que dejé de evocar por culpa de otras que me imponía la escuela. De esas frases escolares hoy no quiero o no puedo acordarme. De Las batallas en el desierto sí me acuerdo, claro que me acuerdo. Mariana, Carlos, Jim, Rosales. Un mundo muy parecido al mío, en la medida en que pueden parecerse la capitalina colonia Roma de los años cuarenta y el desértico Torreón de inicios de los ochenta.

No coincido con quienes han visto en la nostalgia el motor que impulsa las historias de José Emilio Pacheco. La nostalgia, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la “pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos”, o una “tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida”. No hay felicidades disipadas en la obra de Pacheco: sus historias son viajes al pasado, pero al horror del pasado. Al narrar, los personajes no añoran tiempos diluidos, por el contrario: tratan de exorcizar los fantasmas que aún quedan de entonces. Carlos, el personaje-narrador de Las batallas en el desierto, dice al final de la novela: “Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia”.

¿Si no hay nostalgia, qué hay en la obra de Pacheco? La violenta belleza del despertar al mundo adulto. Los personajes-niño (Carlos en Las batallas en el desierto, Jorge en El principio del placer, muchos protagonistas de El viento distante) son tildados de menores precoces y curiosos, pero ¿qué niño no lo es? Yo, al menos, lo fui. Por la obra de Pacheco hice conciencia de realidades como la corrupción, el despertar sexual, la literatura, el desafío ante la figura paterna. Éstos y otros temas son constantes en su narrativa.

¿Qué provocó que niños como Carlos, como yo, convirtiéramos a Mariana en nuestra primera fuente de deseo? Como en la vida, en la narrativa de Pacheco el deseo despierta desde un sitio ajeno a la razón. El sexo es un enigma que se resuelve en el cuerpo y con el cuerpo, un misterio que duele hasta el gozo. Carlos describe a Mariana: “Por un segundo el kimono se entreabrió levemente. Las rodillas, los muslos, los senos, el misterioso sexo escondido”. Por mi ejemplar ilustrado de Las batallas en el desierto supe lo que era “tener derrames”. Aprendí lo que eran los actos impuros y los tocamientos. Por Mariana empecé a explorar, con la vista y la imaginación, las delicias de la geografía femenina: rodillas, muslos, cintura, pechos, el misterioso sexo escondido.

Tuvieron que pasar muchos años para que me percatara de que, además de desearla, Carlos y yo amábamos a Mariana porque podíamos llamarla por su nombre. La amábamos porque no teníamos que hablarle de usted o pronunciar solemnemente su apellido, como debíamos hacerlo con nuestros padres o con el maestro Mondragón. Nombrar a Mariana era poseerla, paladearla y sentir su esencia palpitando en la lengua. Mariana. Tal vez por eso, en la novela, Carlos no escuchaba razones. Por eso “únicamente repetía su nombre como si el pronunciarlo fuera a acercarla”.

Hay un punto en el que jamás coincidí con el protagonista de Las batallas en el desierto. A él le gustaba compartir sus lecturas: “en el recreo le mostraba a Jim uno de mis Pequeños Grandes Libros, novelas ilustradas”. A mí, en cambio, nunca me gustó la idea de compartir a Mariana.
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*Vicente Alfonso (Torreón, 1977). Narrador y periodista, es autor de la novela Partitura para mujer muerta, por la que recibió el Premio Nacional de Novela Policiaca.


Las batallas en el desierto es una historia de amor nada común. De un amor absurdo e infortunado, pero creíble y respetable: un adolescente que se enamora de la madre de un compañero. Ella no es una madre mexicana típica de la clase media, esto es, casada por la Iglesia, abnegada e intolerante —como la madre del protagonista—, sino lo contrario: una mujer atractiva, sin prejuicios, inteligente, aunque también muy desdichada. Apenas si se entera del amor que ha inspirado al chamaco y tiene trágico fin. Esta circunstancia provoca un trauma en el adolescente; y es de ese trauma jamás comprendido por los familiares, del que José Emilio extrae conclusiones humanas colmadas de ternura y profundidad.
María Elena Bermúdez
Revista Mexicana de Cultura, 21 de junio de 1981

Me acuerdo, no me acuerdo

Eduardo Huchín Sosa*

Recuerdo Las batallas en el desierto con mayor nitidez que las condiciones en que apareció en mi biografía. A estas alturas ni siquiera puedo asegurar si robé la novela de la biblioteca porque era un ejemplar delgado (y años después pedí al autor que firmara debajo del sello oficial), o si la compré porque me proporcionó los códigos idóneos para platicar con mi papá (un señor que puede reconstruir palabra a palabra una crónica radial del mago Septién pero es incapaz de memorizar la lista del súper). Incluso hoy día no puedo decir con exactitud si para llegar a José Emilio Pacheco tuvo algo que ver Adriana la mormona, Amanda la heroinómana o cualquiera de esas chicas de las que me he enamorado tan sólo porque daban la impresión de saber algo que yo ignoraba.

Ahora que lo pienso, pudo haber sido en la preparatoria, con aquel maestro que había propuesto dos títulos para el trabajo final: El laberinto de la soledad o Las batallas en el desierto. Ganó Pacheco, el grupo leyó su novela y el profesor nos puso diez a todos, consciente acaso de que lo único que sabríamos de José Emilio Pacheco para el resto de nuestras existencias es que “había escrito un libro de 79 páginas”. O quizás todo eso haya sido mentira, y compré Las batallas hasta el primer año de la licenciatura, cuando, en un ataque de pudor, me dije un día: “No he leído suficiente literatura mexicana, ¿por qué, Dios, por qué me siento tan culpable?”

Como puede notarse, Las batallas ronda por varios momentos de mi vida como si se tratara de una experiencia a la que es difícil dejar de lado porque sirve para ubicar otras experiencias. La explicación se torna evidente: el de Pacheco es uno de esos libros que nos descubren maneras de escribir. ¿Recuerdas la primera vez que leíste Piedra de Sol e intentaste reproducir los que creías que eran sus trucos? De ese tipo de lección literaria estoy hablando. Copiar palabras al azar, dejar metáforas aquí y allá, o enumerar imágenes no sirvió de mucho: desde el principio fue bastante claro que Paz poseía un genio del que tú carecías (y bueno, de esa clase de frustraciones está hecha la vida, como cuando quisiste imitar la “doble bicicleta” de Robinho). Es lo que sucede con Pacheco, con la aparente sencillez de su narrativa. No son pocas las formas de afrontar el pasado y el mayor engaño de Las batallas en el desierto está en hacernos creer que se trata de un mero logro de la añoranza: listar antiguos programas de radio, situar un contexto político, describir a la familia, retratar los cambios generacionales. Y sin embargo, algo funciona con José Emilio Pacheco y fracasa en la última vez que pretendiste relatar tu vida escolar para el anuario.

Sin lugar a dudas, eso se debe a lo que conocemos como técnica narrativa, pero la suma de los recursos —y aquí acudiré a una de esas frases hechas— no soluciona el misterio. Tampoco tiene que ver con que un escritor se proponga contar la transición de un país al mismo tiempo que la historia sentimental de un niño de ocho años. Eso es lo fácil: el plan, equiparar las pequeñas y las grandes transformaciones. Pero hay más: aprender a fotografiar el movimiento, convencidos de que nada deja de agitarse. En todo momento y para todas las personas se están derrumbando infancias, terminando realidades significativas. La ciudad se está perdiendo cada día, a diversas intensidades. Un mundo va diciendo adiós al pasajero en turno y, sin embargo, la hazaña entrañable de Las batallas está en hacernos creer que todos somos —o podemos ser— el pasajero en turno.

Eso es lo que quisimos construir a base de copiar la prosa, el plan o los recursos de Pacheco: un lugar para pensar en lo que se ha ido.

Pasan los años. Sucede que uno llega a cierta edad, confiado en que su nostalgia puede interesarle a alguien. Cualquiera de nosotros supone que unas cuantas circunstancias personales pueden otorgarle sentido a libros leídos por otras mil personas, a sucesos vividos por otras cientos de miles, al soundtrack de toda una generación. Entonces, con el lenguaje de un arqueólogo que detalla una vasija, termina uno hablando de sus propios mundos destruidos: el Nickelodeon de ayer, la vez en que nos enamoramos de la mamá de un amigo, la música dance de los noventa.

Y el texto que escribimos comienza invariablemente: Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél?
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*Eduardo Huchín Sosa (Campeche, 1979) es autor del libro ¿Escribes o trabajas?



Dice Pacheco en el final de [Las batallas en el desierto] que esa ciudad y ese país desaparecieron y que nadie podrá sentir nostalgia de ese horror, y sin embargo la sola mención de algunos hechos obliga a la nostalgia forzosamente. Una nostalgia en ocasiones avergonzada, como la que sin duda producirá en el tiempo por venir, el presente que día con día nos pasa por el frente de la casa.
Y uno se pregunta, cuáles de las cosas que suceden ahora nos conmoverán o nos moverán a la nostalgia o al arrepentimiento en el futuro. ¿Podremos ver con nostalgia la cirujía urbana que nos tasajeó la ciudad en nombre de una no lograda eficiencia? ¿Alguien recordará dentro de treinta años quién transmitía los partidos de futbol por televisión, quién las corridas de toros? ¿Sabremos recordar cómo se originó la Zona Rosa, cómo se prostituyeron las costumbres y se abandonaron las tradiciones? […]
La obra de Pacheco […] es, más que una llamada al recuerdo, un aviso ante la inminencia de un futuro cuya simiente hemos dejado ya, mal sepultada de seguro, no en la tierra, sino en el gris asfalto de la ciudad sin ojos.
Rafael Cardona
Unomásuno, 18 de mayo de 1981


lunes, 25 de julio de 2011

El día que escribió tres cuentos

24/Julio/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Había sido un sábado frío en Madrid. El joven Ernest Hemingway (o Ernesto, como se le conocía en la ciudad) estaba exhausto por haber dedicado la jornada completa a la escritura. Tomó algo de brandy para relajarse y se acomodó en su cama de la habitación número siete de la Pensión Aguilar (en el número 32 de Carrera de San Jerónimo, a unos pasos del Museo del Prado), dispuesto a dormir. La pesca fue buena: tres cuentos en un día. Por lo mismo, sería una fecha para él inolvidable. “Todo lo que describió, todo instante que fue suyo”, dijo de Ernest Hemingway el colombiano Gabriel García Márquez, “le sigue perteneciendo para siempre”, y por lo tanto las estaciones de ese 16 de mayo de 1925 son suyas, también, eternamente.
Al anochecer Ernesto se sintió vacío y triste; quería olvidarlo todo y descansar. En eso entró uno de los mozos: la mujer que manejaba la pensión estaba enterada (y orgullosa) de la hazaña de su joven inquilino, mas supo también que por esa fiebre creativa había olvidado comer y le enviaba un poco de bacalao, un filete, papas fritas y una botella de vino Valdepeñas, alimentos y bebidas que el chico norteamericano despachó con prontitud sentado en la cama.
—La señora quiere saber si va a escribir usted toda la noche —preguntó el mozo.
—No, me acostaré un rato ­—respondió Ernesto.
—¿Por qué no intenta escribir un cuento más?
—Sólo me había propuesto escribir uno
—Tonterías. Ya escribió tres, puede escribir seis.
—Lo intentaré mañana.
—Trate esta noche. ¿Por qué cree que la vieja mandó la comida?
—Estoy cansado.
­—¿Está usted cansado después de haber escrito tres miserables cuentos? A ver, tradúzcame uno.
—Déjeme en paz. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo?
Varias veces, en el futuro, su memoria volvería a ese día: “Estaba muy caliente, cargado de una energía desinhibida. Y canalizaba esa energía hacia mi trabajo. Me ponían en ese estado el aire frío del río Guadarrama, el bacalao a la vizcaína altamente sazonado y una vaga soledad (estaba enamorado, la chica estaba en Bolonia). Y entonces me puse a escribir”.
Al salir las primeras luces del sábado tomó una de sus libretas de lomo azul, lápices y sacapuntas. Empezó con “Los asesinos”, un cuento sobre unos matones que llegan al pueblo estadounidense de Summit en busca del sueco Ole Andreson, exboxeador metido en líos con la mafia de Chicago. Tenía el cuento en la mente, pero había fracasado antes en su escritura. Amanecía en Madrid; en el Summit de la ficción eran ya las cinco de la tarde cuando Al y Max llegan a la cafetería Henry’s para esperar a Ole, que suele aparecer por ahí a eso de las seis. Tan pronto entre al lugar, será eliminado… Pero Ole no sale ese día de la pensión de Hirsch en donde vive (acaso reflejo de la Pensión Aguilar en la que Ernesto está escribiendo); se queda en la cama, vestido, mirando el techo; sabe que se ha metido en líos y que pronto morirá.
En el relato el narrador explora una de sus habilidades: el buen manejo de los diálogos. Primero está lo que conversan los matones en la cafetería entre ellos y con quienes ahí se encuentran: Nick, George y el chico negro de la cocina. Luego, la charla de Nick con el expeleador, a quien ha ido a advertir de la presencia de los asesinos. Y al final, las reflexiones de Nick y George al saber que al sueco le queda poco tiempo de vida y nada pueden hacer para evitarlo. En los diálogos no sólo se dan informaciones sino que circula por ellos el temperamento de cada uno de los que intervienen. Nick está contrariado. “No soporto pensar que está en esa habitación esperando y sabiendo que van a atraparlo. Es algo horrible”, dice. Y George lo aconseja: “Mejor no pienses en ello”.
Punto final. Merecía un buen almuerzo. Mientras lo hace, debe resaltarse que Nicholas Adams, el Nick de “Los asesinos”, es un personaje frecuente en las ficciones cortas de Hemingway. Está por aquí y por allá, como si en los cuentos habitara, oculta, la novela de Nick.
Regresó Ernesto hacia el mediodía a la Pensión Aguilar, se metió a la cama para calentarse y acometió otra historia, “Hoy es viernes”, puesta en escena acerca de tres soldados romanos que hacia las once de la noche se encuentran en una taberna y, con una ronda de vino tinto de por medio, hacen el recuento de un arduo día. De nuevo, todo se narra a través del diálogo. Al primer soldado le impresionó ese viernes la actitud de uno de los crucificados. “Yo creo que se ha comportado”, dice repetidamente. Por su valentía a la hora de que fue levantada la cruz (que es cuando se siente mayor dolor), decidió apagar el sufrimiento del crucificado clavándole una lanza mortal. Es otra forma de contar la crucifixión; los datos bíblicos se van soltando a cuentagotas, a través de la conversación de los soldados romanos: que los amigos de Jesús lo dejaron morir solo, que las mujeres lo acompañaron en el suplicio… Como en el relato anterior, no se narra directamente el suceso principal: Ole va a morir, pero esto será cuando el cuento termine; Jesús ha muerto, mas esto ocurrió al atardecer de ese viernes. Una historia está concentrada en una cafetería, la otra en una taberna. Y mediante los diálogos, que anticipan o comentan el suceso, se llega a sentir piedad por aquel que tiene, o tuvo ya, el destino trazado.
Cero y van dos. Un par de cuentos estaba bien. Nada mal para un sábado frío. Pero quería seguir. Por la nevada se había suspendido la corrida de toros de la Feria de San Isidro y tenía tiempo de sobra. Muchas historias rondaban por la cabeza de Ernesto, eran tantas que en un momento dado pensó que se estaba volviendo loco. “Así que me vestí y caminé a Fornos, el café de los viejos toreros, bebí café y regresé”, contaría luego.
Volvió a acomodarse en la cama, tomó la libreta, los lápices y el sacapuntas; garabateó esta frase: “Después de un cuatro de julio, Nick, que volvía a casa ya tarde en la gran carreta de Joe Garner tras haber estado en el pueblo, vio a nueve indios borrachos junto a la carretera”. Nick de nuevo. A propósito hay en el relato una suma que no encaja: se ve a nueve indios borrachos en la carretera. ¿Y el número diez? Se entera Nick al llegar a casa que la chica que pretende, una india llamada Prudence Mitchel, pasó ese cuatro de julio retozando con el indio número diez: un tipo llamado Frank Washburn.
Como Ernesto lo hizo ese 16 de mayo después de concluir el tercer relato, al final de “Diez indios” su personaje Nick (alter ego de Hemingway) va a la cama. Acaso ambos, Ernesto y Nick (uno en Madrid y el otro en la cuartilla manuscrita), oyeron entonces soplar el viento entre los árboles y lo sintieron colarse, frío, por el mosquitero. Se quedaron los dos un largo rato con la cara en el almohadón, al cabo se les olvidó pensar en Prudence y al final se durmieron. A Ernesto lo despertó el mozo, recordándole que no había comido. A Nick, por su parte, se le espantó el sueño en plena noche y escuchó el viento de los abetos y las olas del lago llegando a la orilla hasta que se volvió a dormir. “Por la mañana el viento era vendaval y las olas eran altas en la costa, y [Nick] estuvo mucho rato despierto antes de acordarse de que le habían roto el corazón.”
El domingo 17 de mayo Ernesto despertó con las primeras luces, tomó la libreta, un par de lápices y el sacapuntas, y se dispuso a escribir una nueva historia.

Los cien años de "La Peque"

16/Julio/2011
El Universal
Alejandro Toledo

Los disfraces de Josefina Vicens

Tras varios nombres masculinos (Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández) se descubre a Josefina Vicens, una mujer de un metro con sesenta centímetros, delgada, a la que sus amigos llamaban con cariño La Peque.
En noviembre de este 2011 habría cumplido cien años; varias universidades (la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana) preparan para ese mes un coloquio internacional en el que se hablará de ella y de su obra literaria. Una constante en Josefina Vicens es esa transformación masculina que ocasionó algunas anécdotas curiosas.
Por ejemplo: en el periódico Torerías ejerció la crónica de la fiesta brava; firmaba ahí como Pepe Faroles. A ella misma le gustaba contar cómo un día, molesto por la crítica a una faena de Arruza, un boxeador amigo del torero anunció que visitaría las oficinas del periódico para golpear a Pepe Faroles. Recibió al púgil; estuvo platicando cordialmente con él hasta que de pronto le dijo:
—Bueno, yo tengo una cita, ¿a qué horas me empieza usted a golpear?
Él la miró estupefacto:
—¿Por qué la voy a golpear?
—Porque yo soy Pepe Faroles.
—¿Usted, señora, es Pepe Faroles?
—Sí, yo soy Pepe Faroles y usted quedó en golpearme, y se nos ha ido el tiempo en platicar.
—No, no, señora, cómo puedo yo levantarle la mano. No faltaba más. He tenido mucho gusto en conocerla.
Como Diógenes García firmaba en esa época, además, artículos sobre política… Y cuando decidió escribir una novela que trataría de las dificultades o temores que enfrentaba ella misma para escribir una novela, retomó el García, le antepuso un José (acaso derivado de Josefina) y creó así a un oscuro oficinista que llena unos cuadernos en los que explica a detalle sus conflictos a la hora de tomar la pluma. Aunque se trata de observar el taller de la escritura, no es una obra que presuma conocimientos literarios, de un tono pedante o demasiado intelectual, sino el retrato de un hombre común enfrentado al arduo proceso de la creación.
En una carta, escribe Octavio Paz a Josefina Vicens: “Rescatar el sentido de la historia (personal o social, vida íntima o colectiva), enfrentar la creación a la muerte, la ruina, el parloteo y la violencia: ¿no es una de las misiones del artista? Eso es lo que tú has realizado en El libro vacío [...]. Pues, ¿qué es lo que nos dice tu héroe, ese hombre que ‘nada tiene que decir’? Nos dice: ‘nada’, y esa nada —que es la de todos nosotros— se convierte, por el mero hecho de asumirla, en todo: en una afirmación de la solidaridad y fraternidad de los hombres. Y así, un libro ‘individualista’ resulta fraternal, pues cada hombre que asume su condición solitaria y la verdad de su propia nada, asume la condición fatal de los hombres de nuestra época y puede participar y compartir el destino general”.
Fue amiga de Juan Rulfo y, como él, autora de una obra breve: sólo dos novelas, una publicada en 1958, El libro vacío, y la otra en 1982, Los años falsos, en donde también se asoma al universo masculino, en esta caso el mundo de la política y el paso generacional del poder: Luis Alfonso Fernández es un adolescente cuyo padre (del mismo nombre) muere de forma accidental y que sin estar preparado para ello debe asumir los roles heredados: será esposo de su madre, padre de sus hermanas y amante de la amante de su padre; vestirá los trajes de éste y ocupará en la oficina de gobierno el puesto que él tenía. El monólogo del joven, en duelo consigo mismo, ocurre mientras observa en el panteón cómo las mujeres de la casa limpian y adornan la lápida. Lo femenino observado a la distancia.
La vida de Josefina Vicens no fue como la de esas mujeres resignadas que circulan en sus novelas. A los quince años empieza a trabajar para independizarse de la familia. Ejerce como secretaria en oficinas públicas y privadas (despachos de abogados, el Departamento Agrario, la Confederación Nacional Campesina e incluso el manicomio de La Castañeda), se hace cronista de toros, también articulista, y por un empleo administrativo llega a la industria cinematográfica para convertirse, luego, en guionista. Sus libretos más exitosos en términos de taquilla son aquellos que preparó en los años cincuenta para Sara García y Prudencia Grifell: Las señoritas Vivanco y El proceso de las señoritas Vivanco. Los más entrañables para ella: Los perros de Dios y Renuncia por motivos de salud. Fue una sindicalista convencida y llegó a ser vicepresidenta de la Sociedad General de Escritores de México.
Sobre esta etapa cinematográfica, ha dicho Matilde Landeta: “Los guiones de Josefina nunca fueron estúpidos, todos tienen un motivo que los sustentara. Tuvo algunos más importantes que otros, eso es todo. Fue muy productiva porque hay que pensar lo que es escribir un argumento; si se escribe sobre las rodillas puede salir en un par de meses, pero cuando se escribe a conciencia representa un año de trabajo. Y si se une a eso que tenía que ganarse la vida, que escribía libros, y que fueron libros muy importantes en la literatura castellana, nos daremos cuenta de que la obra de Josefina fue tan importante como su vida”.
La Peque, le decían, un apodo que recibió desde joven porque era la de menor edad en el trabajo; se mantuvo porque aludía además a su complexión física y porque el mote cariñoso provocaba acercamientos, que a ella le agradaban, ya que no era muy dada a ejercer magisterio alguno. Huía de las verticalidades, se comunicaba de uno a uno, de tú a tú. En su vida personal y en sus novelas.
Este 2011 La Peque (que fue literariamente Diógenes García, Pepe Faroles, José García o Luis Alfonso Fernández), habría cumplido cien años.

sábado, 23 de julio de 2011

In memóriam los lectores (¡Umberto Eco incluido!)

23/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

¿Por qué Umberto Eco recién decidió reescribir (versión light) El nombre de la rosa?

No es que Eco quiera más lectores; es que Eco sabe que ya no hay.

¿Quiénes fueron los lectores?

Eran hedonistas variopintos que sabían elegir libros. Y en la superficie de la página tenían experiencias profundas.

Detrás de toda engañosa literalidad, reconocían la colección de guiños. Estaban enterados de la existencia del subtexto. Leer era sonreír con el cerebro.

Tenían bibliotecas en casa. Entonces deshacerse de libros era visto como cosa de estudiantes, esas analfabestias fotocopionas.

No buscaban novedades sino buenos libros. Incluso tenían listas de tomos que llevaban años buscando. Adoraban las librerías de viejo.

Existieron antes de la toma de las editoriales por las trasnacionales.

Si fuera traído al presente, un lector vería a un kindle como el hijo mutante de un televisor chino que cogió borracho con un best-seller gringo.

Un lector, con los años, adquiría destrezas de crítico literario. Pero no pretendía publicarlo.

El lector, en realidad, casi siempre era lectora.

Sus claves: “buen libro” significaba “otro mundo”; “GRAN libro”, nuevo mundo.

Leer era su forma de aislarse hacia otra realidad y un acto de crítica presuntamente solitaria contra el orden social imperante.

Un lector era un paulatino plan de relecturas. Leía porque quería algo más que su realidad inmediata. Leer partió de un descontento y culminó en una felicidad de papel.

Abrir un libro era abrir una cremallera en la irrealidad del mundo.

Un lector básicamente consistía en una vida individual capaz de usar palabras ajenas para darse a sí mismo placer mental.

Los lectores casi nunca se convertían en escritores. (Los escritores solían ser más bien lectores que se malograban, lectores precipitados.)

Casi todos los grandes escritores fueron grandes lectores.

Esos escritores no tecleaban libros para escribirlos. Los tecleaban para leerlos. De ahí surgió, por cierto, la cortesía de corregir textos.

Sabían que la literatura no es el arte de la escritura sino el de la lectura.

Y una generación de grandes lectores hacía aparecer a un puñado de grandes escritores.

Hoy se dice que Borges es un escritor para escritores. Nada más falso. Borges fue justamente el máximo escritor para lectores.

En la finisecularidad del XX, los lectores fueron sustituidos por los leedores.

Y luego por todo lo que trajo este mero círculo vicioso: @

En la actualidad no faltarán lectores wanna be o retro. Pero en las redes sociales no existe el cimiento de los lectores: un objeto lingüístico como base para un apartamiento.

La globalización deshizo al mundo que los hacía posibles.

La fuga moderna de los lectores fue sucedida por la fuga posmoderna de los cibernautas.

Adiós, lectores. Bienvenidos, nosotros.

El poeta sin poemas

23/Julio/2011
Laberinto
Víctor Manuel Mendiola

Mi primer contacto con el autor de Farabeuf fue un accidente sonoro, radiofónico.

En algún mes de 1976, un jueves a la 6:30 de la tarde, al prender el receptor del auto, me encontré con una voz nasal, rodeada de un leve matiz agudo; una voz en cierta forma incómoda e inusual en ese mundo aterciopelado y campanudo de los medios de comunicación. Estuve a punto de cambiar la señal que había sintonizado al buscar la frecuencia de Radio Universidad. En un primer instante, la cantaleta gangosa me irritó. Sin embargo, a la cuarta o quinta frase, casi en el momento de mover mi mano hacia la perilla de selección de canales para encontrar otra estación, me sentí capturado o, mejor dicho, la imaginación que se expresaba en un discurso tenso, gutural y aspirado en el aparato de sonido del automóvil me cautivo.

¿Cómo armaba sus ideas esa voz singular y a qué materia aludía?

La charla procedía de un modo contradictorio: con un aire de solemnidad académica, pero con la sutil vehemencia indómita de un pensamiento que no acepta alejarse de la difícil claridad —la exactitud— y del motivo que lo anima. El tema de la disertación era Edgar Allan Poe y Mallarmé, en especial, los vínculos entre The raven y Un coup de dés (Un lance de dados). La voz mostraba la magnitud y la irrealidad de dos empresas intelectuales con una dimensión y un temple desconcertantes; destacaba la deuda del poeta francés con el poeta norteamericano Edgar Allan Poe; hacía ver el extremo al que había llegado la creación lírica del segundo poema a través del primero; y señalaba la posibilidad de ir todavía más lejos al saltar de la página transformada en un espacio/constelación a la noción de la no escritura como escritura, al arquetipo de la página en blanco.

La voz avanzaba, no en zigzags, sino en una sucesión de flechas atraídas por el ojo negro del blanco, concentrada en una zona de pensamiento que en vez de ampliarse en líneas de desarrollo o en figuras paralelas atacaba una y otra vez un punto, un único punto. La voz se detuvo y anunció que el objeto de reflexión de esa tarde sería retomado en el próximo programa, a la siguiente semana, a la misma hora. Simultáneamente, emergió del fondo del telón aéreo el trío Opus 110 de Schuman y la rúbrica del programa: Contextos por Salvador Elizondo.

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Unos años más tarde, en 1980, tuve el honor y la fortuna de recibir la beca de poesía del Centro Mexicano de Escritores.

Asistí, durante un año, todos los miércoles, a las sesiones del Centro, en la calle de Magdalena casi esquina con Viaducto, colonia del Valle. Estaban presididas por Francisco Monterde, Juan Rulfo y Salvador Elizondo, en su calidad de maestros. La voz se había transformado en un personaje magnético, graciosísimo y amenazante. Todos los becarios —éramos cinco en las disciplinas literarias fundamentales (ensayo, teatro, cuento, novela y poesía)— acudíamos con gran interés, pero siempre con inquietud, porque sabíamos que los coordinadores o los maestros nos exigirían el resultado más alto y que no habría complacencias. Elizondo, con su gangoso acento distintivo, nos observaba y deslizaba curiosas bromas, que rompían el hielo al inicio de las juntas. Entre Rulfo y Elizondo siempre había un pin pon de alusiones literarias y personales. A veces, las indirectas llegaban a ser excesivas y hasta tétricas. Las reuniones transcurrían rigurosamente. Se revisaban los detalles de los textos de los becarios y se ponía el acento en su eficacia profunda. En términos teóricos, Elizondo llevaba la voz cantante, aunque Rulfo estaba básicamente de acuerdo con él. Formaban un equipo equilibrado y severo. Nunca dejaban de lado la distancia y las cabales formas de la cortesía. La elocuencia crítica de uno se combinaba muy bien con el silencio crítico del otro. Para Elizondo —y estoy seguro que también para Rulfo, así como para Monterde—, el valor y la fuerza estéticos dependían de la proximidad o de la distancia que establecía un texto —cualquiera que fuera el género— con la poesía, como si hubiese una proporción directa entre vigor literario e impulso poético. En este sentido, Elizondo era implacable. Según él, por lo menos así lo entendí yo, lo que importaba saber era si un texto tenía o no tenía una gravedad profunda. Esta exigencia se volvía más dura y puntual cuando se trataba específicamente de un poema, que él consideraba como el momento más alto de creatividad y descubrimiento y como un resultado de la decantación espiritual y del dominio técnico, esto es, de la puesta en escena de un modus operandi inteligible, de acuerdo a la idea de Poe. De este modo, la potencia poética debía ser natural, pero no ingenua. Por eso, en un fragmento de su diario Elizondo escribió: “La Poesía es para mí la forma más acusada y más rigurosa del Arte”.

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Muchos años después, en 1998, Elizondo me propuso que editáramos en mi pequeña editorial, Ediciones el Tucán de Virginia, The raven de Edgar Allan Poe. En un principio, el libro estaría formado por una introducción, el poema en inglés de Poe, una de las traducciones de Enrique González Martínez (en el camino nos enteramos de que había cinco), el ensayo en inglés de la “Filosofía de la composición”, junto con la traducción de Salvador Elizondo de ese mismo texto, y un retrato poco conocido del poeta norteamericano. En el desarrollo del proceso editorial del libro, le propuse a Elizondo que añadiéramos la primera versión ejecutada por Enrique González Martínez (Elizondo tenía a la mano la última) y que integráramos, por otro lado, las traducciones al francés realizadas por Baudelaire y Mallarmé. Elizondo no sólo estuvo de acuerdo sino que le pareció que hacerlo de esta manera era lo justo y lo deseable en una perspectiva estética correcta, en la visión del autor de The raven. Al final, agregamos una copia del original manuscrito del soneto de Mallarmé, “La tumba de Edgar Allan Poe”, y la traducción que Jorge Cuesta realizó de esta pieza. En una de las sesiones que sostuvimos para verificar la armonía de la edición, Elizondo me expresó la importancia de agrupar todos estos materiales. Él consideraba que habíamos logrado reunir un puñado de textos fundamentales. La articulación de estos fragmentos creaba una esfera de correspondencias, tanto líricas como intelectuales, que se aproximaba al mecanismo de creación. En ese momento entendí, con los documentos del poema de Poe en la mano y las intervenciones de los otros autores que confluían en este polémico texto, el papel central que Elizondo le otorgaba a la poesía en la comprensión de la literatura y del hombre.

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Cinco o seis años más tarde volví a ver con alguna frecuencia, los sábados en la mañana, a Salvador Elizondo.

El motivo era el gusto de conversar con la poeta norteamericana Jennifer Clement, que conocía muy bien la obra de Shakespeare y el larguísimo día del Ulises de Joyce. Nos reuníamos en la veranda de su casa, en Coyoacán, hacia las doce del día, un poco después de que él acababa de desayunar y Paulina Lavista, su esposa, se encontraba organizando las actividades caseras del fin de semana. Quizá, más que nada, ella huía a su laboratorio fotográfico. El hecho es que Paulina no se sentaba a platicar y nosotros lo entendíamos. Salvador nos ofrecía whisky y hacía chistes en inglés. Jennifer también hacía bromas. En especial, a ella le gustaba decir, un poco en juego y un poco a manera de provocación, que los poetas ingleses y los poetas norteamericanos admiraban a Poe, pero no precisamente a su poesía. Jennifer decía de memoria el poema y hacía un énfasis grave e irónico cuando llegaba a la palabra final del estribillo: “Nevermore”. Elizondo se reía con gusto y respondía que eso demostraba que los poetas de lengua inglesa eran más inteligentes, ya que ellos no se habían dejado engañar por el jugador de Baltimore; o, al revés, que los poetas franceses habían sido más duchos al reclamar para Poe el lugar donde se expresaba de un modo radical y diáfano uno de los principios de la modernidad, el insoslayable conocimiento del modus operandi, la conciencia precisa de la relación —a veces maligna— entre espontaneidad y artificio. Salvador y Jennifer se tomaban otro whisky y al cabo de un rato nos despedíamos.

En el camino, ella y yo disfrutábamos recordar el humor y las chacotas de Elizondo, su indeleble voz desagradable —un imán gracias a su pulcra dicción y a su tenaz inteligencia— y nos asombraba cómo su lenguaje nunca dejaba, a pesar de los tragos, de saltar con rapidez y cómo rimaba con sus ojos chispeantes. Yo le decía a Jennifer que Elizondo era un escritor que había elaborado de un modo minucioso novelas, cuentos y ensayos para evocar la poesía y el poema, para crear un método de composición de artefactos líricos no dichos ni escritos, pero que podían ser vislumbrados por las rendijas de una prosa confeccionada de un modo obsesivo con precisión extrema, incluso durante los momentos de la conversación.

Jennifer y yo nos quedábamos callados y pensábamos en Elizondo. Lo veíamos sentado en su equipal. Paulina Lavista de pie, a su lado, como en una fotografía. Se me hizo claro, entonces, que aquella imantada voz nasuda, que yo había escuchado tantos años atrás hablar sobre Poe y Mallarmé, era la voz fascinante y monstruosa de la poesía y que Elizondo era un gran poeta sin poemas.

Buena cara al mal

23/Julio/2011
Laberinto
Armando González Torres

La pregunta es simple: ¿se puede tener buena disposición en un entorno incomprensiblemente adverso? Hasta qué punto la violencia, corrupción y maldad que rodean las vidas de los individuos suelen afectar su respuesta, optimista o pesimista, a ese entorno. Puede pensarse en temperamentos extremos: alguien tan sensible al mal y al dolor que su familia debe mantenerlo aislado y ocultarle las noticias sanguinarias que colman los medios, pues saben que se quitaría la vida al enterarse de que, por ejemplo, en este país aparecen descabezados; o, al contrario, un hombre tan proclive a embellecer la realidad que, durante un secuestro, pasa el tiempo recordando su música favorita y sus conquistas y, con una sonrisa de felicidad, hace bromas amistosas a sus captores. Lo cierto es que la atención emocional al mal y al sufrimiento exige un equilibrio: una atención intensiva y angustiada puede distorsionar la perspectiva, matar la esperanza y paralizar la acción; al revés, una desatención constante implica una evasión casi patológica con graves consecuencias sociales y morales. Acaso para escapar a estos extremos sea necesario, por un lado, asumir que el mal no es invencible y que su remisión tiene un significado y, por el otro, propiciar que el foco de la atención se dirija, más que al conjunto aplastante del mal, a sus encarnaciones concretas (tanto externas como íntimas) y a la posibilidad de redimirlas gradualmente, es decir, no a ganar el gran juego, sino las pequeñas partidas.

¿Tiene significado combatir el mal? Desde el sentido común hasta la teología, sí. Al respecto, es muy conocida la noción de que la aparición del ser humano sólo puede explicarse debido a que se busca un campo de existencia autónoma que alcance un valor, escogiendo libremente el bien. ¿Cómo se constataría el éxito o fracaso del experimento moral llamado humanidad? Quizás inventando una máquina que hiciera ponderaciones matemáticas susceptibles de demostrar, periódicamente, que, dada la proporción de bien y mal, es mejor la existencia de esta especie que su supresión, pues la suma de sus bienes supera, aunque sea ligeramente, a la suma de sus males. Dada la ausencia de esta máquina, el propósito ponderativo puede lograrse también mediante una operación individual que realice una apreciación intuitiva y práctica de lo bueno contra lo malo y, por decirlo así, le oponga “buena cara al mal” como una manera activa de distinguirlo y combatirlo. La buena cara al mal no implica aceptarlo, sino enfrentarlo de un mejor modo, sin eludirlo, sin perdonar lo imperdonable, pero sin dejarse degradar por la carga de la ira o el odio y transformando la indignación en crítica y acción. No es necesario, pues, para llamarse consciente, que la realidad agobie a un individuo, basta que lo haga pensar y actuar congruentemente y lo invite, de entrada, a indagar esas pequeñas disociaciones internas y dobles morales que lo vuelven cómplice de aquello que deplora.

martes, 19 de julio de 2011

Jóvenes ensayistas, sin territorios prohibidos

19/Julio/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Los registros del ensayo mexicano joven son múltiples y diversos: los escritores nacidos entre finales de los 70 y principios de los 80 transitan por distintas formas de ensayo y de temáticas. Si unos ejercen el género desde lo autobiográfico, otros andan por el ensayo analítico, e incluso hay algunos que lo plantean desde la creación de personajes; es decir, crean a una especie de “yo”, que es el que ensaya.

El que Alfonso Reyes definió como “el Centauro de los géneros” goza de cabal salud en México y tiene a grandes exponentes de menos de 35 años. Aunque tienen en común el rango de edad, la manera de esos escritores de arribar al ensayo es distinta.

Mientras unos ejercen el género desde la solemnidad y disertan sobre la literatura, la poesía, el relato y la relación que hay entre literatura y sociedad; otros escriben de cosas que parecen nimias y banales; unos más se internan en la literatura en otras lenguas y traducen, hay quien ensaya sobre la relación entre literatura y artes visuales; y quien tiene como tema literario la risa.

En la joven ensayística mexicana los caminos de la escritura son diversos; así lo confirman los ocho autores de este género convocados por EL UNIVERSAL para expresar sus ideas en torno a esta escritura, pero también para confirmarlo a través de su obra.

Geney Beltrán Félix (1976), Guillermo Espinosa Estrada (1978), Fausto Alzati (1979), Verónica Gerber Bicecci (1981), Alejandro García Abreu (1984), Marco Lagunas (1974), Paola Velasco (1977) y Jorge Mendoza Romero (1983) son los exponentes de este género que definen de distintas maneras.

Si Geney Beltrán dice que “en la escritura ensayística busco explicarme, argumentadamente, lo que se encuentra detrás de la creación misma, tanto como autor y como lector”; Alejandro García Abreu señala que “el ensayo representa la libertad de la errancia; consiste en el trazo de caminos bifurcados”.

Todos tienen un libro publicado o están a punto de publicarlo; todos publican en revistas literarias a lo largo y ancho del país, casi todos han sido becarios (a excepción de Fausto Alzati) de la Fundación para las Letras Mexicanas y algunos han obtenido beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes; varios de ellos han recibido premios, como el José Vasconcelos de ensayo. Todos, sin excepción, asumen el ensayo como un género mayor.

Determinados por sus temáticas

Mónica Nepote, directora del Programa Editorial Tierra Adentro, y Eduardo Langagne, director de la Fundación para las Letras Mexicanas, coinciden y aseguran que entre los ensayistas jóvenes hay intereses muy diversos, formas distintas de abordar el ensayo y una variedad de temáticas que asumen con seriedad pero con tonos distintos.

Nepote dice que esta generación está menos conflictuada por tener una identidad únicamente literaria. “Son autores que nacieron y crecieron entre jugando nintendo, viendo caricaturas intensamente, con una estética de zapping, que han sabido muy bien integrar esa mirada de cultura popular, de infancia compartida con un gusto literario”.

Dice que las generaciones anteriores se edificaron cierta personalidad literaria sacrificando ciertas cosas de la cultura popular y eso se está disolviendo cada vez más, así, hoy hay escritores más integrales y menos enemistados con sus gustos populares, aparentemente superficiales, y que están metidos en una conversación de redes sociales y sistema de intercomunicación inmediata.

Entre los jóvenes que hacen ensayo en México hay quien se interesa por la literatura alemana, como Marco Lagunas; o por la poesía, el tema central del ensayo de Jorge Mendoza; o por disertar sobre las cuestiones que parecen nimias y triviales, como Alzati y Velasco; o como García Abreu, quien explora el pensamiento de los escritores.

“En mis ensayos he explorado aspectos de la obra y la vida de varios escritores. Indago sus libros tendiendo puentes, desviándome, procurando intermisiones. El ensayo representa la libertad de la errancia; consiste en el trazo de caminos bifurcados”, dice García Abreu, editor de la revista Superego.

Justo en la temática y la forma de urdir el ensayo está la diferencia. Verónica Gerber Bicecci, artista visual egresada de La Esmeralda, asegura que lo que más le interesa es encontrar intersecciones entre la imagen y la palabra y mudarlas a una y a otra de lugar.

“Mi tema de escritura es muy claro, las artes visuales ligadas a la palabra y a la literatura. Sobre todo me interesa escribir sobre arte contemporáneo, pero no hacia la crítica de arte sino hacia la literatura y la ficción”, dice la autora de Mudanzas, un libro que ha recibido muy buenas críticas.

Guillermo Espinosa Estrada, doctor en Lengua y literatura hispánica por la Boston University, asegura que él ensaya sobre la risa porque el ensayo en México está muy relacionado con temas literarios y artísticos en general y eso le aburre mucho.

“Tengo muy claro cuál es mi tema literario: la risa. Todo lo que escribo está relacionado con lo cómico, con la ironía, la parodia, el chiste. Todos estos fenómenos son muy diferentes entre sí pero, no sé por qué, desde hace unos 100 años suelen agruparse erróneamente bajo la etiqueta de ‘humor’. Entonces, yo escribo sobre el ‘humor’. Intentando llevar la contra me alejo de lo libresco y de la ‘alta cultura’ y la risa es la coartada perfecta”.

Él está a punto de publicar su libro La sonrisa de la desilusión, en Tumbona Ediciones, una serie de 12 ensayos dedicados a diferentes fenómenos cómicos usualmente desdeñados por la literatura: la comedia romántica, la sitcom, el stand up comedy, la comedia musical, el comic y el pastelazo.

Otras formas de ensayo

El más avezado de los ensayistas y también crítico literario, Geney Beltrán Félix, ha abundando en los temas literarios con un filón particular: las relaciones del escritor con la sociedad en la actualidad. “Hoy rige el paradigma de la democracia semialfabetizada y, sin embargo, el espacio para la discusión humanística se ve en peligro. Es, pues, una reiteración en el examen de las relaciones entre ética y estética”.

Velasco y Alzati comparten el afán por lo nimio y obvio; el detalle y el divertimento. El autor de Inmanencia viral dice que esos son puntos más favorables para analizar la realidad.

“Abordo temas relacionados con la cultura pop, cosas a grandes rasgos como la celebridad, la virtualidad, y los síntomas de nuestra época. Pero en específico me gusta tratar con cosas como los clasificados de masajes en los periódicos, algún gesto de una estrella pop, un juego para celular, los anuncios de brujería en TV Notas. Y para ello me baso en un recorrido ida-vuelta entre los marcos teóricos de la filosofía, el psicoanálisis y el budismo”, dice Alzati.

Velasco dice que el ensayo admite los grandes temas, las trascendencias filosóficas y artísticas, lo magno igual que lo nimio, el detalle y el divertimento; en términos formales puede también optar por la linealidad o la desviación, por la claridad o la complicación, por la circunspección o por la fiesta.

“Por un lado, hay en mí una inclinación por los temas en apariencia insignificantes o, mejor, una predilección por abordar asuntos intrascendentes procurando extraer ­mediante asociaciones y desde un punto de vista personal- una mayor sustancia”, comenta.

El fondo de la disertación

Eduardo Langagne dice que “hoy se nota entre los jóvenes un gusto, cada vez mayor por la reflexión escrita, por el ensayo; pero un ensayo creativo que juega con las nuevas tecnologías, hace crítica de música, de pintura y se acerca desde luego a la crítica literaria”.

Pero además, dice que los jóvenes ensayistas reflexionan también sobre la realidad. “Leí un ensayo de un muchacho que con cuestiones cotidianas como lavar o romper un plato, nos habla de la decodificación, de la deconstrucción; una lectura de algo muy complejo él la resuelve con una comparación bastante doméstica y accesible”.

Algunos ensayistas piensan que el ensayo se basa en el dibujo de uno mismo. Así lo cree Alejandro García Abreu, coautor de Línea de sombra. Ensayos sobre Sergio Pitol. “Pienso en la autobiografía entendida como un inventario de lecturas. Ensayar implica desordenar y reordenar la biblioteca. Queda asumida la noción de tentativa como uno de los rasgos propios del género. Permanece la propensión del ensayista a ver paralelismos e instaurar nexos”.

De la misma opinión es Marco Lagunas, maestro en Letras Alemanas por la UNAM y ganador del Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos. “El ensayo es autobiografía. Sí, tal vez es un error esta afirmación, pero para mí tiene cierta validez, una validez literaria, por supuesto, porque cuando escribo, con frecuencia no hablo de mi vida cotidiana, sino de mis dudas sobre el mundo, de mis pensamientos”.

Para otros, más que lo autobiográfico está la investigación. Jorge Mendoza, coeditor de Círculo de Poesía. Revista electrónica de literatura, dice que la investigación literaria ha poblado muchas de las páginas que ha escrito.

“Trabajo desde hace tiempo sobre diferentes tópicos de la poesía mexicana: la conformación de su canon, la arquitectura del campo literario, o sobre algunos autores o movimientos que me interesan en particular”.

Los ocho ensayistas jóvenes se saben parte de una generación y se conocen, pero no aceptan tener intereses comunes. Se leen entre sí, hay talleres que han formado para analizar sus textos; hablan del trabajo de otros ensayistas jóvenes, unos aceptan influencias, pero niegan ser herederos de tal o cual escritor y menos portar la estafeta de alguien.

domingo, 17 de julio de 2011

Aguas civiles e íntimo decoro (II Y ÚLTIMA)

17/Julio/2011
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

La poesía de López Velarde debe ser leída con paciencia y paladeada gota a gota. Así nos entregará todos sus significados, la gracia de sus adjetivos novedosos y su originalidad irreductible. Su autor la gozó y lo sufrió al mismo tiempo, y ejercitó en ella la mayor y más profunda de las sinceridades. Por lo tanto, contiene sentido del humor, ternura, burla, la tragedia de la separación de los amantes, asombro ante el misterio de lo femenino, dicotomías constantes y “funestas, dualidades”: “Me asfixia, en una dualidad funesta/, Ligia, la mártir de pestaña enhiesta/ y de Zoraida la grupa bisiesta.” Pertenecía a la cultura católica y era víctima de las obsesiones sexuales de la Iglesia. Esta circunstancia agrandaba el conflicto entre el canon y el deseo. De esta lucha brotaron algunos poemas en los cuales mezclaba su “interno drama” con el gozo de la carne y sus bellos contactos. “como que sabe que mi interno drama/ es, a la vez, sentimental y cómico”, dice en el canto de elogios a la “criatura pequeñita y suprema, adueñada de la cumbre del corazón”.

Quisiera poner un ejemplo de esa aventura del espíritu que es el adentrarse en la poesía de López Velarde. Era yo cínicamente joven y ya había caído gozosamente en la fascinación lopezvelardiana. Una tarde leí uno de sus poemas y, de repente, me detuve, pues estaba perdido y ya no entendía lo que tenía ante mis ojos (“y escucho con mis ojos a los muertos”, es la mejor definición de la lectura que conozco. La hizo Quevedo en el retiro de su torre manchega): “Sara, Sara, golosina de horas muelles;/ racimo copioso y magno de promisión, que fatigas/ el dorso de dos hebreos.” Leí de nuevo y la golosina, las horas de beatitud y la belleza de la mujer concebida como un “magno racimo” de gracias y abundancias, quedaron claras. La promisión y el dorso de los dos hijos de Israel era lo que debía encajar en el conjunto de la compleja imagen. De repente recordé algunas cosas de la infancia en Los Altos de Jalisco y del terror de la Iglesia católica ante la lectura de la Biblia (por aquello del “libre examen”, pero también por la detenida y bella descripción del cuerpo de la amada en el “Cantar de los cantares”). Además pensé en el sucedáneo que se inventó: los libros de historia sagrada y sus hermosas ilustraciones. Se me hizo patente la que mostraba a dos hebreos saliendo de la tierra de promisión con un prodigioso racimo de uvas colocado en una robusta vara. Sus dorsos se abrumaban por el peso de los frutos milagrosos. Volví a leer el poema y todo quedó en ese lugar donde el misterio y la realidad se unen para darle forma. Esta experiencia de lectura me da cierta autoridad para proponer algunas formas de aproximación a la obra de López Velarde. Piensen los lectores en la ternura del recuerdo infantil plasmada en “el ave que el párvulo sepulta/ en una caja de carretes de hilo”, en los improvisados y efímeros mandatarios que llevaban “la trigarante faja/ en sus pechugas al vapor” o en la paz bucólica del campo interrumpida por el diablo petrolero (Tabasco y Campeche entienden de estas cosas). Por otra parte, a los poetas se les ocurre que el progreso consiste en asegurar que todas las mañanas nazca para todos “el santo olor de la panadería”. A la mayor parte de los políticos este desideratum les parece una tontería lírica. Por esos terrenos, íntimos y civiles, anda la poesía de López Velarde. La antología les abrirá las puertas de la obra de un poeta nacional que es, al mismo tiempo, autor de varias profundas “partituras del íntimo decoro”.

La novela abusa de la realidad: Domínguez Michael

17/Julio/2011
El Informador



La ola de violencia que vive el país está reflejada no sólo en los periódicos, sino en la novela, explicó el crítico literario y el miembro del consejo editorial de la revista Letras Libres, Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962), quien aseguró que los narradores están obligados a describir su realidad.

Los intereses de los escritores están reflejados en el mercado editorial, en el cual destacan las novedades dedicadas al narcotráfico, aunque la producción de títulos sobre este tema es excesiva no es cuestión que preocupe a Domínguez Michael, quien consideró que los libros malos no sobreviven al tiempo, son olvidados por los lectores, por los críticos y por los escritores.

El autor de Antología de la narrativa mexicana del siglo XX visitó hace 10 días la ciudad para participar en el coloquio internacional “Octavio Paz, la palabra en libertad”, organizado por El Colegio de Jalisco. Domínguez Michael fue invitado porque su relación con el autor galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 1990, de quien aprendió “la pasión por la crítica”.

En entrevista con este medio, el crítico destacó la propuesta de los escritores Yuri Herrera y Élmer Mendoza en la llamada literatura del narco.

“El novelista se siente obligado con la realidad social, histórica, política…”, dijo Domínguez Michael, quien prefiere sentarse en una jardinera para conversar, pero evita las fotografías sobre todo cuanto tiene que posar, aunque accede por cortesía, no se siente cómodo.

La crítica comenzó a formar parte de la vida de Domínguez Michel desde su adolescencia, cuando realizó sus primeras reseñas literarias. Ahora es uno de los críticos más destacados del país y autor de varios títulos, como Diccionario crítico de la literatura mexicana, 1955–2005, La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX, y Para entender a Borges.

-¿A qué atribuye el auge de la novela y del ensayo dedicado al narcotráfico?
Eso es parte de la naturaleza de la novela, es lógico que estos fenómenos de extrema violencia, que son el pan de cada día de tantos mexicanos, estén reflejados, mal sería que a la novela le resultase indiferente, pero lo que le interesa a la literatura no es la denuncia, por eso tenemos al periodismo. Habrá que ver de esas novelas cuáles resultan tener vigencia artística.

-¿Los relatos actuales tienen un parecido con algún momento histórico en México como con la Revolución Mexicana?
Sí desde luego, la época de la Revolución Mexicana fue también muy violenta, entonces la novela se sintió obligada a rendir testimonio.

-¿Eso pasa ahora?

Claro. Es una obligación de la novela y del novelista a rendir testimonio, aunque no quisiera, ello ocurriría.

-¿En este momento, hay un abuso de la violencia en la literatura?
Sí porque uno tiende a abusar de la realidad. Obviamente, si pasa algo grave en un lugar o en una época histórica, las conversaciones de la calle se concentran en eso; por ejemplo, si se incendia la casa del vecino, toda la cuadra hablará del incendio durante días. Lo mismo pasa con la historia y con la realidad político-social. Ahora sí hay exceso, sólo si por exceso se entiende que se están escribiendo muchos libros y muy malos. Sin embargo, no preocupa porque eso lo va a limpiar el tiempo, lo que no sea bueno se va a perder y a olvidar, serán libros que se van a destruir y que nadie va a leer.

El tiempo tiene una sabiduría crítica, por ejemplo, hace aproximadamente seis años, cuando encontraron a los náufragos mexicanos por Japón, se escribieron varios libros sobre esos señores, pero ninguno era bueno y por eso ya nadie se acuerda, lo mismo pasa con cualquier fenómeno histórico ya sea la Revolución Mexicana, la Segunda Guerra Mundial o el narcotráfico en México.

-Con este boom, ¿cuáles historias lograrán decantarse como buenas?
Eso es difícil de decir, pero las que tienen chance de perdurar son las de Yuri Herrera, ésas son las que me parecen más interesantes. En las novelas de Yuri Herrera hay un trabajo del lenguaje que está más allá de lo que esta mañana leímos en el periódico, eso es lo que hace que una novela suela perdurar.

-¿Y en el caso de Élmer Mendoza?
También lo incluiría. Tiene varias novelas sobre todo del comienzo del narcotráfico en Sinaloa en los años setenta que seguramente perdurarán, porque es un narrador muy dotado.

-¿Actualmente hay una mayor producción de críticos literarios en el país?
La producción de críticos siempre es escaza en cualquier literatura, siempre habrá más poetas, más novelista y más cuentistas que críticos, que siempre somos pocos. Claro, como toda profesión uno quisiera que hubiera más y fuéramos mejores, pero creo que la literatura mexicana en cada época histórica ha tenido los críticos que se merece y suficientes.

-¿El crítico de literario tiene una función social?
No. El crítico literario es un personaje que sólo debe importarle a los escritores y a los que leen literatura. Un crítico no tiene porqué ser importante para un dentista, ni para un bombero, porque la crítica literaria no tiene nada que ver con la educación pública.

Yo no hago crítica para que la gente lea más libros, la hago para conversar con los que leen libros. Ni tampoco creo que todo el mundo tenga que leer, hay gente que no le gusta ni tiene tiempo.

La lectura creativa y de la literatura siempre ha sido en toda sociedad ocupación de una minoría, me gustaría que esta minoría creciera de tamaño porque me conviene, pero no está en mis manos.

Y si por función social se entiende al crítico literario como educador no, para eso está la SEP y los colegios privados. Son las autoridades educativas las que deben enseñar a leer a los niños, pero es difícil porque la literatura está pasando por una mutación.

-¿La mutación es provocada por las nuevas tecnologías?
Claro. Ahora en internet se lee mucho, pero de una manera distinta a la que yo aprendí. El libro como objeto aislado, sin relación con lo que hoy es el ciberespacio está pasando por una mala época y quizá se esté acabando en ese sentido. Nos es que ya no vaya a haber libros, pero el formato libro de papel aislado de la computadora está en fase terminal, va a sobrevivir, pero dejará de ser un artículo prestigioso.

Vicente Quirarte y los fantasmas de Ramón López Velarde

17/Julio/2011
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

He de haber conocido a Vicente Quirarte al promediar 1974 en una clase de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Al finalizar, Vicente se me acercó y conversamos por los pasillos hasta la salida. Era entonces un muchacho alto, de color moreno recio, de abundante pelo afro, que vestía jeans y camisa a cuadros. Me parecía que ese joven de veinte años se abocaba ya desde la infancia literaria a leer todos los libros.

Creo que un peculiar rasgo del poeta y el hombre Vicente Quirarte es su honda capacidad de admirar. La belleza se le revela de continuo en cualquier libro o manifestación artística, o en la naturaleza o en cualquier rincón de cualquier ciudad del mundo. Si, como decía Borges siguiendo a Plinio, aun en los libros mediocres se pueden encontrar bellezas, nadie de las últimas generaciones, salvo Vicente Quirarte, José Emilio Pacheco y Hugo Gutiérrez Vega, han sido capaces de descubrirnos esos mínimos jardines en un vasto erial, esos metales preciosos entre las depresiones del socavón.

Quirarte pertenece a esa índole de ensayistas y críticos literarios que con lucidez y nobleza sólo escriben de lo que les entusiasma y les gusta; ante todo buscan el destello o el milagro estéticos; nada más alejado a ellos que la crítica hermética y soporífera de los estructuralistas and cie, o el debate ideológico de todos los colores. Siendo Quirarte investigador universitario, sus estudios tienen, además del obstinado rigor, la ligereza del vuelo del ensayo creativo. Su prosa es la más elegante de su generación, y su libro Elogio de la calle, que fusiona ensayo, crónica y biografía, es uno de los libros mayores de esta índole publicados en los últimos lustros. Elogio de la calle es un delicioso paseo por calles, cafés, colegios, universidades e instituciones de Ciudad de México, desde 1850 a 1992, en el cual uno puede, por ejemplo, encontrarse de pronto en las calles con la figura trágica del byroniano Marcos Arróniz, o con el jovencísimo Francisco Zarco, incendiando la Cámara de Diputados con sus discursos fulmíneos a la hora de redactar la Constitución de 1857, o con Manuel Acuña en la víspera de un suicidio, que consternó hasta la raíz a la sociedad mexicana de su tiempo y dejó al último romanticismo mexicano en el desvalimiento al perder a su figura más representativa; o ver a López Velarde mirando a las muchachas en flor a la salida de la iglesia de la Sagrada Familia de la colonia Roma y paseando de ida y vuelta por la pecaminosa avenida Madero, cerca o al lado de las carretelas donde se mostraban en su esplendor las cortesanas fastuosas.

En sus ensayos sobre López Velarde, Quirarte (se) ha interrogado esencialmente sobre cuatro asuntos: uno, el porqué de las causas de su mito creciente; otro, lo que hay detrás del fantasma de la prima Águeda; un tercero, el poeta más allá de lo cívico que creó en su gran poema una patria tradicional, sencilla y hondamente femenina, y, por último, el Ramón paseante por esas calles que irían desde la avenida Madero hasta la casa donde moró en la avenida Jalisco.

¿Pero cuáles serían para Quirarte, por principio, las causas del mito lopezvelardeano que empezó el mismo día de su muerte? La primera causa fue su breve vida, habiendo ya dejado una obra única e irrepetible, y por añadido, emblemáticamente, a los treinta y tres años del Cristo; la segunda, es que RLV es un poeta para todos los mexicanos, para los que saben y los que no saben, pero a quien en verdad sólo pueden apreciar en sus continuas revelaciones estéticas los happy few; la tercera nace de que los pequeños hechos de su vida y sus amoríos casi ocultos están rodeados de un continuo y atractivo misterio; la cuarta es su condición de poeta sin descendencia, o dicho de otro modo, un autor que es en sí mismo una tradición; la quinta es, como decía el estridentista Germán List Arzubide, como recuerda Quirarte, que inventó una provincia. Por poner un ejemplo, quienes venimos a Jerez es para tratar de volver a vivir junto a él imágenes de la Plaza de Armas, y por conocer o reconocer las casas donde vivió, principalmente la de la calle Parroquia; para visitar el Santuario, con su atrio de naranjos y su nave en que desangra la Dolorosa hasta el último desconsuelo, y sentarnos en una banca de la Parroquia, a unos pasos de su casa, donde aprendía los sábados religión, no con los versículos de la Biblia o de los Evangelios, sino con el catecismo didáctico del padre Ripalda, y claro, también para adentrarnos en el Jardín Brilanti, umbrío y verde, y el bellísimo Teatro Hinojosa, donde ahora lo recordamos.

Si Jaime Sabines es el poeta del amor donde al hombre y a la mujer no es posible distinguirlos porque están integrados en un cuerpo como una llamarada, López Velarde es entre nosotros el poeta del deseo. De esos poemas, Quirarte prefiere tres que son verdaderas piezas maestras: “La prima Águeda”, “La mancha de púrpura” y “Hormigas”. A uno de sus ensayos, lo hemos entredicho, Quirarte lo titula “El fantasma de la prima Águeda.” López Velarde, quien solía poner el nombre propio real a sus antiguos deslumbramientos femeniles, en este caso parece haberle cambiado el nombre. Es quizá una de las escasas mujeres que aparecen en la obra del jerezano de las que biográficamente no se sabe nada. Cada lector creará en su imaginación la Águeda que se le dibuje en el poema. Por otro lado, el hombre que haya leído “La mancha de púrpura” sentirá en su lectura lo que es dejar pasar los días sin ver a la amada para hacer crecer el deseo, y quien lea “Hormigas” no dejará de sentir una y otra vez cómo, ante la belleza femenina, corre “un encono de hormigas en mis venas voraces”.

Han pasado noventa años de la muerte del Poeta en una madrugada trágica. Me conmueve en el alma que el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde se le haya otorgado a un fervoroso lopezvelardeano, al académico que por fortuna no escribe como académico, al funcionario probo, al hombre de letras que en cada género que exploró se volvió una autoridad, pero sobre todo al poeta en quien se unen en sus libros tradición y corazón. Me conmueve –digo, finalizo– que aquel muchacho de veinte años al que conocí en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM ya sea, treinta y siete años después, un maestro para muchos, incluyéndome en ellos, él, el poeta Vicente Quirarte, que ha sabido ser siempre un amigo de sus amigos.


Ramón en la Rotonda

17/Julio/2011
Jornada Semanal
Vicente Quirarte

El 12 de junio de 1963, septuagésimo quinto aniversario del nacimiento de Ramón López Velarde, sus restos fueron trasladados a esta Rotonda en que hoy conmemoramos 123 años de la llegada del poeta al mundo. Si ocupa uno de los lugares destinados a las mujeres y los varones más altos de la patria, es “en reconocimiento al prestigio que su obra ha dado a la poesía mexicana”, como señala el decreto presidencial de don Adolfo López Mateos.

¿Qué hace un poeta al lado de otros artistas, guerreros, hombres de Estado, científicos y humanistas que engrandecen a este país tan necesitado de seres como ellos? Aquí se encuentran también Guillermo Prieto, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, Carlos Pellicer, Rosario Castellanos, forjadores de cantos que llevaron la poesía al terreno de la acción y demostraron que el discurso de las letras puede imponerse al discurso de las armas. Ramón López Velarde nos enseñó a desconfiar de las palabras, a templarlas en un fuego inédito y devolverlas como si acabaran de nacer, prestas a resistir el paso de los años. En el instante de su muerte, fue consagrado como poeta nacional por haber cantado con nuevo acento la intimidad de un país apenas salido de la violencia revolucionaria. La suave Patria, poema genuinamente cívico, salva escollos y fórmulas retóricas, incluidos los declamadores menos agraciados. Nadie había hablado de la patria con la desacralización y la irreverencia de López Velarde; nadie le había comprado trajes de tanta sencillez y tanto lujo; nadie la había tomado por la cintura para decirle al oído lo hermosa que es; nadie se había enamorado con tanta ley para hacer de lo nimio un escándalo mayúsculo, como esa estrofa donde la hipérbole deja de ser tal y se convierte en la sensación que todos hemos vivido alguna vez cuando al aroma del cuerpo femenino se une el perfume del vestido destinado a su piel: “Inaccesible al deshonor, floreces;/ creeré en ti, mientras una mexicana/ en su tápalo lleve los dobleces/ de la tienda, a la seis de la mañana,/ y al estrenar su lujo, quede lleno/ el país, del aroma del estreno.”

Los cinco últimos años de su vida, vivió en esta ciudad donde arde su polvo enamorado. En una de las colaboraciones que desperdigaba por los diarios capitalinos, y donde como al azar, sin aparente esfuerzo, lograba hallazgos fulminantes, distinguió la prosa del vivir cotidiano de la poesía que eterniza al instante. Porque comprendió y nos enseñó que el lenguaje es un sistema arterial, Ciudad de México se halla en sus escritos con una intensidad que los oriundos de ella no podían ver frente a sus ojos. Trotacalles profesional, soñador con los ojos abiertos, sabía que cada una de las conquistas de su cuerpo y su espíritu eran para siempre. Por eso se tomaba su tiempo, todo el tiempo. No usaba reloj, y en el fondo agradecía a quienes lo despojaron del que alguna vez tuvo, durante una de sus célebres y prolongadas caminatas nocturnas. Antes que el enamorado de la novedad pasajera, con su levita de otro tiempo, escuchaba y almacenaba, acendraba y pulía para el futuro.

En 1919, con motivo de la muerte de su amigo el pintor acalitemse Saturnino Herrán, Ramón escribió una “Oración fúnebre.” No sabía que además de rendir homenaje al artista plástico con el que tantas afinidades tiene, estaba escribiendo el mejor de sus autorretratos. Herrán había sido su compañero de caminatas por la ciudad. Caminar junto a él era caminar con el cuerpo, en el cuerpo, de la ciudad. De esa pieza, obra maestra del género, donde López Velarde se muestra en la plenitud de sus poderes de escritor, dice que Ciudad de México dio a Herrán “paisaje y figura”, que él “la acarició piedra por piedra, habitante por habitante, nube por nube”. Saturnino se posesionó de la ciudad mediante los cinco sentidos. Así lo demuestra su criolla rozagante, gloriosamente desnuda, con la severidad de la Catedral al fondo y rodeada de elementos que conforman la suave patria cuya riqueza cromática Ramón supo traducir en el poema inimitable con que se despidió de nosotros.

Durante la ceremonia que en esta Rotonda tuvo lugar en 1963, correspondió al poeta José Gorostiza hacer uso de la palabra. El autor de Muerte sin fin conoció personalmente al jerezano, y trazó una vívida remembranza de él: “Habría que haberlo visto. Alto, no encorvado, sino derecho, con una tímida verticalidad que apuntaba a lo majestuoso, lento en el andar, acompasado y digno en los ademanes, la sonrisa encantadora, el habla cortés y recatada, y los traicioneros ojos oscuros que, oscilando entre la mera vivacidad y la franca picardía, parecían subrayar todo lo que calaba su lengua. Era un vigoroso ejemplar de virilidad y nada había en su figura que hubiese podido proporcionar el menor indicio de la angustia que lo desgarraba.”

De haber permanecido en Jerez, de instalarse en Venado, de ser un jurisconsulto famoso en Aguascalientes o San Luis Potosí, acaso López Velarde no hubiera amado tanto a Ciudad de México. Si no hubiera salido de su villa, hubiera tenido esposa e hijos y hubiera conocido el mundo por un solo hemisferio: “el niño iría de luto pero la niña no.” De su muerte prematura puede culparse sólo al fervor que el poeta sentía por caminar, solo y a las altas horas, por una ciudad “millonésima en el placer y en el dolor.” Ojerosa y pintada, morganática y sacrílega, sempiterna y piramidal, la ciudad lo hizo suyo y lo mató de amor.

Para el poeta la muerte es la victoria, pero la muerte joven es una injusticia mayúscula. Ramón dejó este mundo sin decrepitud ni humillaciones, privilegio que fue el primero en solicitar: “Señor, Dios Mío: no vayas/ a querer desfigurar/ mi pobre cuerpo, pasajero/ más que la espuma del mar.”

Para fortuna suya y la de sus lectores, la concreción de su existencia es más cautivadora que la fantasía. La materia palpable de una vida que conoció los secretos de la alquimia más refinada basta para sentirlo vivo entre nosotros. Poeta sobre los otros seres que fue a lo largo de su breve estancia en la Tierra, sinceramente pudoroso, supo orientar las dos alas de su ángel para librar la lucha íntima que su poesía permite vislumbrar sólo por instantes. El homenaje que le rendimos demuestra que tuvo la visión y el coraje para vivir “él solo la vida de su raza”, pero sus hijos indirectos nos reconocemos en sus elevaciones y caídas.

Que no nos alarme celebrarlo porque siempre irá por delante de todos sus homenajes y mitologías. Luego de que en su honor los fuegos de artificio atruenen cielos zacatecanos, Ramón López Velarde se sacudirá la pólvora, la harina y el polvo de su trajepara volver al temible luto ceremonioso que lo caracteriza. Continuará mirándonos con su apenas sonrisa, ambigua como los actos de su vida, igual que sus palabras prodigiosas.

Panteón Francés de la Piedad, 12 de junio de 2011

sábado, 16 de julio de 2011

¿Qué fue el FUA?

16/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

¿Cómo explicar en el 2050 que a fines de junio e inicios de julio del 2011 un Trending Topic # 1 de Twitter y YouTube en México fue el video de un ebrio hablando del “FUA”?

El video muestra un borracho tirado que se levanta a leer la mano de miembros de un Grupo de Rescate de la Comisión Nacional de Emergencias y les dice “sus verdades” y entre hipo e hipo peroratea hipótesis sobre “el FUA”.

“¿Sabes lo que es el FUA? El FUA es aventar la energía al universo, ¡FUA! ¡FUA! ¡FUA! Cuando nos estemos enfrentando a la adversidad, el FUA significa carácter… Lo que la vida te exige para dar vida a los demás, eso es lo que significa… ¡FUA! ¡FUA! ¡FUA!... Cuando ya está todo perdido, cuando ya está todo austasiado [sic]… ¡FUA! significa un extra… Mijo, uno como servidor público lo único que tiene que hacer es servir a los demás…”

“Ya no puedo pero voy a sacar el FUA, y lo voy a sacar, ¿por qué? Porque tengo que dar el extra… y ‘es que ya no puedo, ya no puedo’, ‘¡cómo no! ¡FUA! ¡FUA! Y saco el carácter y saco la fuerza y saco el poder. Eso es el FUA”.

Este delirio hilarante provocó que en estas semanas millones de mexicanos se hicieran fans del FUA.

Según la “filosofía del FUA” se saca de “la boca del estómago”; en realidad es onomatopeya mexicanizada de un golpe de karate: ¡fua!

En internet se le desató: “Fuerza Universal Aplicada”.

Video viral en un momento muy tenso del país —entre las jornadas más violentas del sexenio— gracias al cual —en la sala y ante la pantalla— hicimos catarsis de risa, bebida y bizarrez y —ojo— fatiga de ya no poder más… e inercia.

“Y es que ya no puedo… No importa. Voy a sacar el FUA”.

Millones de mexicanos se identifican con el wey del FUA.

El FUA colectivo es el “Hasta la madre” dicho por un Adal Ramones pasado de peso demagogeando Otro rollo en las horas pico de la narcoguerra (50 mil muertos) y el triunfo del PRI en el Estado de México (inicio de su comeback 2012) y una semana antes de que #ApagaTelevisa fuese TT de Twitter (el mismo día que la Sub 17 fue campeón de la FIFA, ¡a gritos de FUA!).

Parte de su éxito es que el acrónimo FUA se opone a las siglas de los partidos.

El FUA es el partido apolítico de los mexicanos ebrios de confusión + encabronamiento = resignación de (a huevo) seguir. “No hay de otra”.

El hombre-FUA entronca Bruce Lee con Amado Nervo, a quien entrón recita.

(FUA es lo que el país va a necesitar con Peña Nieto).

El hombre-FUA —pirado que inspira y líder pedo— es la suma de Calderón pidiéndonos aguantar su narcoguerra más Juanito Jodido sin otra alternativa que dar el extra más la TV e internet pitorreándose de todo y —extra de extras— una ciudadanía chorera incapaz de construir un discurso o explicación coherente de lo que “realmente sucede”.

Todo eso juntote, señores —perdón por el hipo— fue el FUA.

Mi librero

16/Julio/2011
Laberinto
David Toscana

Renté un departamento en Varsovia que tenía un librero de Ikea. Esa fábrica sueca de muebles que hace que uno entre en un departamento de cualquier ciudad de Europa y sienta que ya estuvo ahí.

Puse mis libros en el librero de marras y por la noche escuché un estruendo. Los estantes habían reventado ante el peso de las letras. La propietaria del departamento me cobró a lo chino el trasto de falsa madera sin que valieran mis explicaciones: “No me puse a bailar encima de él”, le dije. “Era un librero y yo le puse libros”.

Comprendí que en sus diseños y resistencia, Ikea le apuesta al libro electrónico.

Eventualmente me mudé. Ahora mis libreros son antiguos; como se dice acá: “de antes de la guerra”. No sólo aguantan libros y revistas apilados, sino que podría bailar encima de ellos.

Son muebles que se mantuvieron erguidos ante los nazis, el Ejército Rojo y medio siglo de comunismo. Los de Ikea se doblegan ante un niño malcriado.

Al sacar los libros de las cajas para meterlos en sus estantes, recordé otra de las grandezas del libro impreso: que sabe guardar cosas.

En una antología de Wislawa Szymborska, encontré dos billetes de tranvía para pasear en Cracovia.

En Un mundo aparte, de Gustaw Herling-Grudzinski, hallé una fotografía de una noche de copas con Jerzy Pilch. La imagen es de hace diecisiete años. Jerzy habría de caer en graves problemas de alcoholismo, los cuales relató en su libro La casa del ángel fuerte.

Hace un mes me topé con Jerzy en la avenida Marszalkowska. No me reconoció.

En Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, había un pase de abordar y un billete de taxi de aeropuerto. Supe que llegué al DF el 12 de junio de 2007. No recuerdo a qué fui. Un apunte en la última página con mi letra dice: “¿Qué hay con el conde de Monterrey?” Pero no sé por qué lo escribí.

Tampoco me explico por qué elegí ese enorme libro para leerlo en un avión.

En Los campesinos, de Wladislaw Reymont, hallé la fotografía de la cartelera de la premiere de Los cachorros en un cine de barrio de Buenos Aires. Recuerdo que alguien me la obsequió en Argentina, pero no sé quién.

En Viajes con Herodoto, de Ryszard Kapuscinski, hay una dedicatoria de Braulio Peralta. Noviembre 29 del 2007. Fue el día en que hicimos las paces luego de que lo abandonara como editor.

En La mente cautiva, de Czeslaw Milosz, hallé la tarjeta de una Sofía, con su teléfono. Debe ser antigua puesto que no hay correo electrónico.

Sofía, discúlpame, pero creo que nunca te llamé.

Encontré más entre las páginas, y apenas voy en la caja de literatura polaca. No sigo con la lista porque son cosas que tienen significado sólo para mí. Todas las regreso adonde estaban para reencontrarlas dentro de algunos años.

Quienquiera que tenga una biblioteca, vaya y revise sus libros. Hallará una buena ración de nostalgia y el eterno lamento de no escribir un diario.

Los libros electrónicos son prácticos, pero sólo nos dan el texto. Imposible encontrarse entre sus páginas a un viejo amor, aquella fotografía, un recado, un billete, un garabato, una flor o el teléfono de Sofía.

Mi librero de antes de la guerra tiene libros de antes de la guerra. Lo hizo un carpintero de antes de la guerra que hoy está muerto. Quizás un judío que habría de morir por gas. No lo fabricó ikeamente para venderlo, sino para que guardara, exhibiera, sostuviera, protegiera libros. Lo fabricó para que fuera un templo y recibiera en sus estantes libros sagrados.

Igual que los recibe hoy.

miércoles, 13 de julio de 2011

Soy un escritor de filigrana: Daniel Sada

13/Julio/2011
La Jornada
Ángel Vargas

Sólo hay dos tipos de escritores: los que exhiben el artificio y los que lo esconden. Al menos eso piensa Daniel Sada, uno de los autores en lengua española que mejor tratan el lenguaje, según la crítica especializada, que describe su literatura como un ejercicio barroco.

Me considero entre los escritores que se muestran; de plano me expongo a todo, a que me puedan rechazar. Cuando uno exhibe el artificio se corre el riesgo de que sea fallido; pero cuando es eficaz, resulta maravilloso, señala el también cuentista y poeta bajacaliforniano, nacido en 1953.

“Escogí un camino hecho de filigrana, pero a veces me pongo a pensar qué tal si hubiera optado por otro; uno llano, donde sólo me supeditara a la anécdota, ¿qué pasaría conmigo?

En primer lugar, estoy seguro, no lo podría hacer, no estoy cargado de simplicidad. Y, en segundo, no puedo ser otro autor. Soy fiel a mis monstruos; más que a éstos, a mis demonios. Simplemente otras formas no me salen, aunque sí he publicado algunas cosas dentro de esa línea más sencilla.

Las anteriores precisiones tienen lugar durante la entrevista que Daniel Sada concedió a La Jornada con motivo de su nueva novela, A la vista, la cual aparecerá en septiembre de manera simultánea en México y España.

Historias en ebullición

Desde febrero pasado, el maestro lucha contra una grave enfermedad, por lo cual ha dejado prácticamente de escribir, si bien asegura que son varias las ideas y las historias que merodean su mente, en espera de ser llevadas al papel.

Siempre tengo ánimo de escribir. Una cosa es que pueda y otra que no. Pero siempre me bullen las historias, siempre estoy pensando en las que podría escribir. Aunque ahorita estoy dedicado casi al ciento por ciento a mi enfermedad.

Editado por Anagrama, en este nuevo libro el escritor profundiza en el sentido de la tragedia, a la manera en que fue concebida por los griegos y también por William Shakespeare, si bien la dota de una aportación personal: la noción del arrepentimiento.

Se trata de la historia de un hombre que no quiere trabajar, pero al mismo tiempo no desea exhibir su realidad. Él cometió un asesinato; junto con un compañero del trabajo mataron al patrón, pero lo hicieron de forma precipitada, sin planear bien los hechos. Así es como toda la novela gira en torno a la culpa de ese sujeto, cuenta.

Basada en el caso real de un asesino que conoció hace 30 años, el autor destaca que A la vista no se trata de una tragicomedia, a diferencia de sus novelas anteriores.

Es más bien una tragedia, porque no hay asideros ni escapatorias. En la tragicomedia de algún modo las cosas se resuelven parcialmente, pero en este libro no ocurre eso, sostiene.

“Quería seguir los lineamientos de la tragedia griega, que son la mímesis y la catarsis, pero también un poco la dinámica de Shakespeare, en cuyas tragedias siempre hay un camino, pero en un momento dado el personaje puede optar por otro, aunque una vez que lo hace ya no puede renunciar.

Esa es la novedad que Shakespeare incorporó. En mi libro el personaje opta por una vía, pero después se arrepiente. Ése es el factor que agrego yo: el arrepentimiento, lo cual no hizo ese poeta inglés.


Esta incorporación del arrepentimiento a la tragedia tiene como propósito conferir a la misma un toque de comedia, explica Daniel Sada. Finalmente, así termina siendo una tragicomedia o una comedia trágica.

El interés por entremezclar los aspectos trágico y cómico en su literatura responde a la convicción de que ésa es la manera en que funciona el mundo contemporáneo.

En la tragedia griega no había posibilidades de cambio. Si uno nacía esclavo, se mantenía siempre como tal; ni echándole todas las ganas había posibilidades de salir adelante. Uno es lo que es aunque no quiera, comenta.

“El tragicómico es un personaje no necesariamente imbécil: tiene planes a corto, mediano y largo plazos. Su gran problema es que una vez que va cumpliendo metas ya no le gustan, se desilusiona y vuelve otra vez al punto de partida, y así sistemáticamente.

En la sociedad actual nadie está contento ni con lo que es, ni con lo que quiere, ni con lo que tiene. Eso es ser un personaje tragicómico. Vivimos en estado permanente de insatisfacción, y ello, más que infelices, nos hace confusamente felices.

La literatura, toda una aventura

Ganador del Premio Xavier Villaurrutia en 1992 y el Herralde de novela en 2008, el también autor de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y Casi nunca manifiesta que su nueva novela es una historia que rondaba en su mente desde hace 30 años, cuando conoció al mencionado asesino, el cual, por cierto, cometió su crimen por un lío de faldas.

Pero apenas me decidí escribí sobre él, porque la mayoría de las cosas que escribo las pienso durante muchos años. Eso pasa con casi todo, menos con la poesía, que es más inmediata, dice.

“Para los relatos necesito de un proceso largo durante el cual modifico una y otra vez las historias, y decido vaciarlas cuando considero que nada hay que cambiar ni agregar.

Durante todo ese periodo, en mi libreta hago apuntes, bosquejos, historias y hasta los dibujos de los personajes. No dibujo bien, lo mío es la palabra, el lenguaje.

Esta querencia por el idioma en Daniel Sada se debe en gran medida a la lectura: “Las mejores novelas que he leído tienen como germen el lenguaje. No me gusta que me cuenten historias como si lo hicieran en una cantina.

Cuando entro en un libro quiero un despliegue verbal, además de la anécdota. Claro que exijo que haya anécdota, que me cuenten una historia, pero también exijo la contraparte, cómo me la cuentan. Me gusta que me endulcen el oído.

Entre los autores cuya obra disfruta, señala a Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, James Joyce, Franz Kafka –aunque no era un estilista, pero sí tenía mucha profundidad–, Joseph Conrad, José Lezama Lima, William Faulkner, Alejo Carpentier y Fernando del Paso.

La literatura es para mí una aventura, en todo sentido. Uno de sus componentes es la historia. Aunque tampoco me gusta sólo una literatura que quiera exhibir el lenguaje, subraya.

Desde mi punto de vista hay dos tipos de escritores: los que exhiben el artificio y los que lo esconden. Y ambos polos son difíciles; esconder es difícil, pero exhibir también.