domingo, 28 de diciembre de 2014

El porvenir es cosa nuestra

28/Diciembre/2014
Confabulario
Guillermo Fadanelli

Estuve cerca de Huberto Batis en el suplemento sábado del periódico unomásuno, como colaborador y también como espía en su oficina, intruso o admirador de su oficio de editor. Me tocó presenciar tormentas de toda clase, exabruptos, risas y gozar de largas conversaciones con él. Algunas veces, cuando Batis terminaba su labor en el periódico, me acercaba en su automóvil a mi departamento próximo al metro Ermita. En el camino continuábamos charlando. Y, según yo, creo que nos hicimos amigos en ese entonces. Dije “espía” y lo sostengo: el aprendizaje es también un espionaje y yo ponía meticulosa atención en todos sus actos y palabras. Me informaba acerca de la experiencia vivida con el editor más temido, erudito, intratable y perspicaz que existió en el México de los años noventa, justamente durante la década de mi (de)formación, un mucho tardía y extemporánea. Batis me educó vía la conversación y el relato de anécdotas en apariencia meramente sociales o personales. Era una de sus mayores virtudes: hacer llegar el caballo de Troya a la fortaleza de la ignorancia juvenil de manera sencilla, lúdica y paciente. No se permitía la pedantería ni el adoctrinamiento, y a la manera socrática te llevaba a esforzarte y pensar más allá de tus prejuicios salvajes. Yo no me daba cuenta cabal de su guía, de su inagotable recorrido en los campos de la cultura literaria y filosófica, ni de su capacidad para construirse a sí mismo en el espejo y la atención del otro.

Batis fue animador de buenos conversadores y creador de escritores con el propósito implícito de no estar solo. En la oficina donde cuidaba de sábado, la puerta nunca estuvo cerrada y, a manera de montaje, su secretaria Aída le anunciaba la llegada de los colaboradores más formales. Los amigos y otros confianzudos se colaban y se atenían a su suerte. Podían ser lanzados fuera de la oficina en un santiamén, o quedarse horas dentro charlando con Huberto. Si la visitante era una mujer bella no tenía que preocuparse: Batis le entregaba las llaves de suplemento, del periódico y de la ciudad (y además le tomaba fotografías).

Hacer el recuento de anécdotas, obras, acciones, fábulas y personalidades a las que Batis dio vida no es posible; al menos para mí. Prefiero no jalar de ese hilo porque una montaña se me viene encima. Una acertada analogía de su curiosidad y quehacer mítico e intelectual sería el Árbol de Porfirio: sus ramificaciones y vasos comunicantes no agotan el mundo, más bien lo dibujan, sugieren, y crean otra vez en toda su complejidad e infinitud. Allí están sus numerosos libros como prueba de mi afirmación. Ahora me detengo brevemente en uno de ellos que apenas si es conocido: Ni edad dorada ni apocalipsis. Aquí se reúne parte de su obra alrededor de temas científicos y literarios de gran envergadura: relaciones entre mente y cerebro; especulaciones sobre la ecología y la libertad; la literatura y las drogas; la civilización y la medicina. Batis reflexiona él mismo y expone las preocupaciones intelectuales de muy diversos pensadores a partir de breves piezas literarias que se crearon en el ir y venir de sus tantas lecturas. Allí, por ejemplo, Huberto da cuenta de la obra de Denis de Rougemont, El porvenir es cosa nuestra (una llamada de atención pública ante la inminencia del desastre ecológico); y comenta con erudición y largueza el libro The Natural History of the Mind, de G. R. Taylor. Preocupaciones actuales y latentes de las que Batis se ocupó en sus escritos hace ya varias décadas. Obtengo provecho de este libro —Ni edad dorada ni apocalipsis— para confirmar que el talento e interés filosófico y literario de Huberto no contempló ni tomó una sola dirección pese a ser él académico prominente y especialista en varios temas de la literatura mexicana. La divulgación de altos vuelos es participación en el conocimiento más profundo de las cosas; la filosofía como acción reflexiva de todo lo que es o quiere ser no está concentrada en una disciplina profesional, sino que se expande a partir del lenguaje en la literatura, la crítica literaria y el estudio de la cultura. La curiosidad intelectual de Batis y la lectura casi sádica que hacía de los libros y de los autores que le interesaban eran expuestos en sus obras con precisión, minucia y obsesión formal. No hay desorden en su quehacer: hay gula, erudición, placer y precaución de sabio.

Podríamos aventurar una definición, por supuesto relativa: “El lenguaje hace la crítica de sí mismo mediante la poesía y la literatura”. Yo lo creo así; y también pienso que lo que llamamos literatura abarca y comprende el testimonio, la memoria y el dar cuenta de nuestra vida y época desde el recuento de las personas y hechos sociales que son tejido y exhibición de la cultura de la que uno forma parte. Los ojos que no se conforman habitando la amplia celda de lo interior buscan cualquier ventana para mirar hacia el exterior, husmear y reconocerse en lo otro y en los otros. Fueron muchas las tardes y noches que escuché a Batis contar historias y referirse a toda clase de personajes no ficticios. Él parecía indiscreto, como suele ser normal en un habitante de la narrativa, y gustaba de unir la ficción y la exhibición de lo humano con su experiencia vivida. No difamaba: daba pie a la literatura oral. No era Gracián el que hablaba, sino Gracián pervertido por el diablo. Batis no relataba la historia verdadera de nadie, pues ésta —además de ser una fábula per se— resulta imposible de ser narrada partiendo de una sola y única mirada (las licencias que te ofrece el perspectivismo avalan mi opinión). Algunas de las experiencias de Batis en el medio de la cultura mexicana se hallan plasmadas en su célebre libro Lo que “Cuadernos del Viento” nos dejó; y también en La flecha extraviada. Su desgarbo moral y virtud memoriosa se encuentran en estas páginas que se hacen acompañar de la admiración y sorpresa que causa el bosquejo de la cultura a partir de los gestos sociales de sus actores y de la convivencia y afección singular por ellos: “Yo he encontrado en México la inteligencia femenina en dos personas: Elena Garro e Inés Arredondo” (La flecha extraviada). No es cualquier mirón sin pasado el que escribió estos libros, sino el joven corrector de la Revista de la Universidad de México —a donde Batis llegó por recomendación de Alfonso Reyes—; el director de la Revista de Bellas Artes; el editor y director de la Imprenta Universitaria; y el animador del suplemento sábado en el que arropó a los eruditos, a las glorias académicas y también a los jóvenes más (y a veces menos) talentosos de finales del siglo XX: tormenta e ímpetu en el cambio de siglo. Nadie como él me apoyó en la tarea de editar la revista Moho, de vena subterránea, insolente y dadaísta. Su entusiasmo por mi revista era a veces mayor que el mío.

Ahora Huberto Batis cumple ochenta años: su longevidad se veía venir y yo la divisé desde que lo visitaba en la redacción de sábado hace veinte años —allí donde conocí e hice amistad con Rocío Barrionuevo y con Julio Aguilar quienes, en distintas épocas, acompañaron a Huberto en la confección del suplemento—. No quiero dejar pasar una característica de Batis que espantaba y repelía a tantas personas que se acercaron a él: su vitalidad no contenida en formas predecibles de cortesía y zalamería. En México es sencillo hacerse de enemigos, sólo basta decirles la verdad (o lo que piensas acerca de ellos). Estoy muy de acuerdo con Miguelángel Diaz Monges cuando en la Revista de la Universidad de México escribe que algunos medios e intelectuales han sido mezquinos con Huberto Batis. Claro que lo han sido, pero tal mezquindad es el infierno que da vida y fortalece. La conjura de los necios es un halago que muy pocos merecen. Ojalá que sus enemigos, algunos ganados a pulso, nunca reconozcan públicamente su talento e importancia en la cultura mexicana: en general fueron y son personajes menores subidos a un banquito para prodigarse estatura. Han pasado ya varios años que no me encuentro con Huberto y con Patricia González, su compañera, como acostumbrábamos hacerlo en el pasado. Si la amistad ha sido buena entonces habrá dolor, recuerdos y un mito. Salud, Batis, por ocho décadas de vida y creación.

La primera semilla

28/Diciembre/2014
Confabulario
Alberto Ruy Sánchez

Huberto Batis es mucho más que mi maestro, mi editor y mi amigo. Sólo alguna comparación descomunal alcanzaría levemente a describir el tamaño y los efectos de su presencia generosa y afilada en la formación y en la vida afectiva de quienes estuvimos muy cerca de él desde los años setenta.

Corrió la voz de que un personaje extravagante abriría un taller literario al que podrían asistir alumnos que no necesariamente estudiaran la carrera de letras. Ricardo Newman, Felix Moreno, Magui de Orellana, entre otros, teníamos una clara pasión por la literatura pero también por el cine y el periodismo, la antropología y la filosofía. Teníamos casi veinte años cuando coincidimos en las aulas excesivas de una carrera entonces nueva que se llamaba Ciencias y Técnicas de la Información. Y decidimos escaparnos de otras materias para probar ese taller teñido de una reputación de extrañeza. La primera sorpresa fue encontrarnos a un gran lector que con la misma avidez, pasión e irreverencia leía a los grandes autores que a nosotros, incipientes aprendices de escritores. Nos regalaba así de entrada la igualdad de leer con la misma minucia crítica nuestros titubeantes intentos de escritura.

Cada sesión abría puertas hacia nuevos libros y autores y cada lectura era demostración de cómo los otros, ya en los libros, habían hecho con destreza, algunas veces ejemplar, algo similar a lo que parecía que habíamos intentado en nuestros ejercicios compartidos. Muchas veces había que aprender no de lo que los demás habían logrado sino de eso en lo que otros, ya publicados y con prestigios establecidos, también habían fracasado. Aprendíamos de entrada que, mucho más importante que ser publicados o tener una carrera literaria, el reto grande era hacer lo mejor que cada uno pudiera. Y esforzarse por hacerlo mejor cada vez.

Eso cambiaba todo. Y, a quienes siguiéramos esa línea de esfuerzo extravagante, ella nos separaría radicalmente de la gran mayoría de escritores que buscaron la presencia pública inmediata. O la pertenencia a una cofradía de complicidades. Todo aprendizaje de escritor se da finalmente, no en el grupo, no en el taller colectivo sino en el taller individual. En el taller personal, en la soledad poblada de lecturas y fantasmas donde cada creador finalmente se define, crece o se anula.

La otra lección implícita en esa lectura afilada en todas las direcciones era que el último juez, el más cruel y despiadado, el de verdad más riguroso, tendría que ser uno mismo. Ninguna palmadita en la espalda era de verdad aceptable. Ningún elogio mutuo admisible.

Pero la crítica no era destrozar el texto sino comprender sus mecanismos, sus ideas, sus formas, sus posibilidades. Criticar es comprender, sin contemplaciones conformistas pero no necesariamente atacándolo de manera sistemática. Ser crítico no es dar puñaladas con alma de verdugo sino tener un bisturí afilado para la disección anatómica certera.

Un día Huberto decidió que el taller se desplazaba a su casa los sábados por la mañana y que ahí reuniría a sus alumnos de varias universidades. Podría escribirse muchísimo sobre esa casa. Por lo pronto me detengo diciendo que fue ahí donde el taller adquirió su verdadero carácter. Ya no escolar sino artesanal. No un profesor que dicta “verdades” al auditorio sino un artesano mayor al centro ejerciendo su oficio a su manera y un círculo a su alrededor aprendiendo a hacer cada uno lo suyo, a la vista de todos. Huberto vivía con tal intensidad todo lo que leíamos, todo lo que escribía, todo lo que investigaba, que compartir lecturas era siempre una experiencia vital. Recuerdo el día que leímos en un autor francés del siglo XIX, Huysmans, la descripción del olor que despedían las faldas agitadas por las bailarinas de can can en el Moulin Rouge. Una mezcla potente de coño y de un perfume cuyo nombre no recuerdo. Pero que Huberto fue inmediatamente a hacer fabricar por un perfumero. Y todo era así con él. Los sentimientos, las situaciones, los vínculos de cada texto con la historia social y las historias individuales estaban vivos. El abismo entre los libros y la vida no era sino un espejismo que se rompía en el acto de leer vitalmente cualquier texto. La literatura sería vida o no sería nada.

Esa manera apasionada de pensarse profesionalmente en el oficio de la edición, del periodismo cultural, del pensamiento y la escritura me marcó para siempre y creo que fue fundamental en la elección de las siguientes cercanías. Tanto en las personas como en el modo de relacionarse con ellos y su oficio: Roland Barthes, Gilles Deleuze, Octavio Paz, apasionados del asombro literario, cada uno a su manera.

En aquel inicio de los setenta, en la época de la primera semilla, Huberto tenía 36 años y algunos de nosotros casi veinte. Pero lo veíamos como alguien muy mayor. Ahora que cumple 80 y lo veo y lo pienso tan joven agradezco su iniciación apasionada como después la amistad no menos intensa y la hospitalidad de editor en las páginas sabatinas donde tantos aprendimos a tener lectores. El gigante que es Huberto sigue regalándome su sombra generosa y en ella, como una sonrisa, como una afirmación vital, ese olor que llegaba desde la primera fila del can can. Y yo le agradezco aspirando hondo cada vez que por alguna razón de la vida siento que me falta la respiración.

El magisterio de Huberto Batis

28/Diciembre/2014
Confabulario
Julio Aguilar

Esfuerzo, rigor, autocrítica, sentido común y, sobre todo, un interés genuino por la literatura son las exigencias que Huberto Batis pide a sus pupilos en su curso de Teoría Literaria. Hoy lo deduzco y también recuerdo que, en el camino para alcanzar aquellas virtudes, todos los alumnos de mi generación resbalamos alguna vez y caímos entonces bajo el implacable fuego del maestro Huberto transformado en un temible Mr. Hyde.

De esa estampa pedagógica muchos egresados y destripados de la carrera de letras hispánicas pueden dar testimonios en distintas versiones. Pero son muchos menos los que pudieron comprobar que hasta hace algunos años, una vez que Batis concluía sus clases en la UNAM, no colgaba el traje de Mr. Hyde en un perchero de Filosofía y Letras porque se lo llevaba puesto a la redacción de sábado, el suplemento que dirigió a lo largo de muchos años.

Cuando en 1992 me sumé a la redacción de sábado por invitación suya, descubrí con sorpresa que Batis extendía hasta ahí su magisterio con un alumnado no tan joven. Sentado frente al laberinto de papel que era su amplia mesa de trabajo, el maestro-editor enderezaba la sintaxis de las crónicas, barría las comas de las entrevistas, podaba los párrafos de los artículos, restauraba las ideas mal aprovechadas en las críticas y afinaba los finales sosos de cuentos y relatos. Además de eso, él alentaba discusiones entre sus colaboradores no sólo sobre la literatura mexicana del momento, también sobre cine, teatro, arte, danza, fotografía… Del entusiasmo de aquellos debates organizados en caliente, no era raro que, tiempo después, se escribieran artículos, ensayos e incluso manifiestos para publicarse en sábado.

Nunca antes había visto a un editor en esas faenas y nunca más he vuelto a ver a ningún otro con esa capacidad de hacerlo, imponiendo una autoridad difícilmente cuestionada por escritores, periodistas y traductores apabullados por las razones gramaticales, literarias, periodísticas, éticas o de sentido común que Batis argumentaba más o menos paciente, es decir, más o menos Hyde.

sábado era más que un suplemento cultural, era un industrioso taller de creación moderado por un hombre que ha sido mucho más que un promotor cultural. Huberto ha sido un genuino creador de creadores. Con ojo clínico, él es capaz de detectar desde las primeras líneas, a veces entre los balbuceos de ejercicios literarios o periodísticos primerizos, el talento nato, las capacidades prometedoras de escritores y periodistas, o al menos la disposición de los aspirantes a aprender, mejorar y crecer, cada quien a su propio ritmo, cada cual hasta el límite de sus aptitudes.

Como en las clases universitarias, Batis exigía en el suplemento esfuerzo, rigor, autocrítica y sentido común a cambio de invertir su tiempo en leer, comentar y corregir textos de toda índole.

En un momento de la vida en que una lectura atenta y desinteresada, una dirección adecuada y una mano generosa pueden hacer la gran diferencia entre ser un joven escritor o un periodista estimulado y uno destripado, la labor de Batis ha sido esencial al ejercer su apostolado de maestro y editor para apoyar a varias camadas de autores desde que, muy joven, junto con Carlos Valdés, comenzó a publicar Cuadernos del Viento.

Si bien su labor en sábado suele ser lo más mencionado de su trayectoria, porque es la gran aventura editorial más inmediata, Batis ha dejado huella en otras memorables aventuras culturales. Algunos ejemplos: su pertenencia a la generación de la Casa del Lago, la labor como investigador de la literatura mexicana del siglo XIX bajo la guía de María del Carmen Millán, su magisterio en la Universidad Iberoamericana en donde descubrió una cantera de jóvenes talentosos que sumar a proyectos editoriales y académicos; además de su ejercicio como uno de los críticos literarios más perspicaces de su tiempo.

“Huberto Batis es un crítico joven de talento”, escribió Octavio Paz a Arnaldo Orfila Reynal cuando decidían qué jóvenes colaborarían como antologadores de Poesía en movimiento. Al final, Paz y Orfila optaron por invitar a José Emilio Pacheco y Homero Aridjis y dejaron fuera a Gabriel Zaid y Batis.

En estos años que ha estado alejado del periodismo cultural, Huberto ha puesto en orden sus artículos y ensayos críticos en varios libros que son referencia para conocer algunas de las primeras reacciones ante la aparición de libros como Cien años de soledad, o acercamientos pioneros a la obra de escritores mexicanos esenciales como Elena Garro, por mencionar dos ejemplos.

Más allá de eso, en muchos de sus discípulos universitarios o extramuros él ha dejado algo de su obra. Durante años priorizó estar al frente de una labor colectiva postergando una obra personal sin sacar raja y asegurar así un feudo cultural para el porvenir. ¿Por qué? Porque a diferencia de muchas otras cabezas al frente de proyectos culturales y periodísticos, Batis se dedicó a trabajar, no a hacer relaciones públicas.

Batis, un hombre de letras, ha dedicado muchos años de sus 80 al periodismo quizá porque ha creído que el periodismo cultural es demasiado importante para dejarlo sólo en manos de periodistas.

Hoy, él no está retirado en sus cuarteles de invierno. Para nuestra fortuna, continúa con su labor magisterial de 50 años en la UNAM, seguramente porque piensa que la enseñanza de las letras también es demasiado importante para dejarla en manos de los que define como profesores bikini, es decir, los que enseñan todo menos lo más importante.

Discreta y concienzuda, la obra del maestro Batis continúa todos los días, formando a las nuevas generaciones que escribirán, editarán y estudiarán la literatura mexicana del siglo XXI.

Retrato de Huberto adolescente

28/Diciembre/2014
Confabulario
Alegría Martínez

Huberto Batis cumple 80 años de vida, de los cuales ha dedicado más de 60 a fortalecer y difundir la cultura de nuestro país desde la escritura, la crítica, la cátedra, el ensayo, la edición y la formación de escritores y periodistas. Su fama de energúmeno y erotómano ha opacado a la que debería tener, también, como maestro generoso y paciente, uno de los pocos seres humanos que han comprimido su propio tiempo creativo para enseñar y abrirle espacio a generaciones de toda índole, adictas como él a la escritura, y que gracias a Huberto hoy editan y publican en distintos espacios.

Reconocido por su trabajo como director del extinto suplemento sábado de unomásuno, al que se dedicó a lo largo de 25 años, más que por los títulos de sus libros, colecciones y revistas publicados, Batis comparte en entrevista pasajes de su dura infancia y anécdotas de los cinco años que estuvo en la comunidad de jesuitas, que afirmó encontrar en él la vocación de sacerdote, cuyas virtudes por fortuna supo conducir por mejor camino.

Manos de Pato y estricta disciplina

“De chiquito, mi casa era una biblioteca, mi papá era un médico muy culto, le gustaba mucho la música. Todo el tiempo oíamos ópera y él estudiaba y tocaba piano y violín ya en grado muy avanzado y a mí me puso a estudiar piano, pero yo no tenía manos de pianista; apenas alcanzo la octava por abajo si estiro mi mano a todo lo que da.

“Mi profesor me dijo: ‘¿Cómo quiere tocar piano si tiene usted manos de pato?’ ¡Mira cómo las tengo! No puedo abrir los dedos, si los obligo sí, pero no se pueden abrir solos, así que yo estaba negado y el maestro convenció a mi papá de que era inútil. Me dio un gusto enorme, porque mientras a mí me ponían a estudiar piano, mi hermano y mis amigos jugaban beisbol, futbol y todas esas cosas.

“Fue una infancia muy dura, de una disciplina espantosa; cada comida era un examen de lo que me había dejado leer mi papá. Te decía el nombre científico de las verduras, de todo lo que comías, o te platicaba de dónde había salido el café, el azúcar, las papas y te preguntaba el nombre científico y en latín de la lechuga”.

Los jesuitas te voltean al revés como calcetín

Huberto huyó a los 15 años de su casa paterna, de donde esperaban que saliera médico, pianista y violinista, pero él no quería ser nada de eso. Llegó con sus propios medios al convento de San Cayetano, donde los jesuitas lo ganaron para la causa. Allí ayudaba a un sacerdote a dar misa a las 6 de la mañana.

Cinco años en la Casa de Aprobación le abrieron el coco, dice el autor de Por sus comas los conoceréis, que estuvo encantado de estudiar, bien, literatura española y latín, al grado de poder escribir y hablar en ese idioma, y además, conoció ahí a Carlos Valdez, a Emmanuel Carballo, la crema y nata de los estudiantes del país.

Hechos los votos de obediencia, pobreza y castidad, a los dos años de haber ingresado a la Congregación Mariana de la Virgen , el estudiante que leyó el Tratado sobre la amistad de Cicerón en su idioma original y, aunque en menor medida, también leía textos en griego, realizó los ejercicios espirituales de preparación de san Ignacio de Loyola.

“Los jesuitas te voltean al revés como calcetín. Haz de cuenta que antes de entrar a esos ejercicios quieres mucho a tu familia, pero después te da hueva verla, los consideras florecitas del campo, ya no te interesan. Toda tu personalidad se cambia. Dentro de la Compañía de Jesús no puedes elegir amigos entre tus compañeros; se les llama amistades particulares, como si fueran noviazgos y de hecho lo son. Si te haces cuate de otro que está estudiando como tú, empiezas a hablar del latín de Cicerón, de san Pablo, de Jesucristo y al ratito, ya te estás mandándole cartas y, después, hablas de las cualidades de tu compañero y te conviertes en su íntimo cuate.

“A cada rato salían de la Compañía uno o dos estudiantes a los que encontraban culpables, y uno se preguntaba: Bueno, pero, ¿qué hicieron, se dieron besos, cogieron? Y te decían: ‘No, aquí está su correspondencia sobre la Virgen de Guadalupe, las cartas de san Pablo, el pensamiento de san Ignacio de Loyola’”.

El voto de obediencia, el más fuerte

“El voto de obediencia es el más fuerte porque si te ordenan sembrar rábanos o zanahorias al revés, con las hojas para dentro y el rabanito para fuera, tú piensas: no, no es así, pero debes obedecer y sembrarlos como te lo ordenan. Hay obediencia de voluntad y de ejecución. Así que puedes pensar: pinche viejo pendejo que me manda a hacer esto. Yo lo hago de voluntad, eso es lo quiero hacer y entonces les parece muy bien, pero yo no podía. No puedo creer que si te ordenan que barras con la punta de la escoba, debas hacerlo porque te digan ‘así se barre’. Pues no, obviamente no.

“A mí me pusieron una tarea horrenda. Había un sacerdote que me caía gordísimo, era odioso y me puso por obediencia limpiar su baño diario, tenía que lavar la taza y acabar con todo, los pelos, en fin, todo lo que hay en… era horrible. ¡Me traía unas ganas!”

Mi mamá, culpable de mi afición por la belleza

Cuando Huberto era niño, su mamá, a quien le gustaba mucho el cine, lo llevó a ver películas durante las que por momentos les ordenaba a él y a su hermano taparse los ojos.

“Nosotros nos los tapábamos así: —Huberto se cubre los ojos con los dedos abiertos—. El erotismo se reforzó durante mi niñez y mi mamá es muy culpable de lo que yo llamo mi afición por la belleza, por llevarnos tanto al cine. Yo me sabía los nombre de las actrices, como el de Esther Williams, que era una especialista en nado sincronizado y empezó a participar en películas musicales en los cuarenta. Era una bailarina acuática que abría las piernas así —estira dos de sus dedos—; y era preciosa”.

El problema de la castidad

Al estar con los jesuitas, cuando les tocaba platicar, reconstruían películas entre todos, como aquella que recuerda Huberto, en la que Gloria Swanson se quitaba los guantes lentamente y se los lanzaba al galán a la cara.

“Me acuerdo de las canciones y de la actriz. En privado recreábamos de nuevo la película. El problema de la castidad en la adolescencia es que entre los 15 y los 20 años, lo primero que te pasa es que tienes sueños húmedos y te vienes en las sábanas. Entonces corres con tu confesor y se lo dices, pero él te contesta que no te preocupes, porque ‘eso es involuntario’. Años después hubo quien me contó: ‘Yo me programo, leo libros o recuerdo películas y entonces tengo mis sueños húmedos y como es involuntario, pues no peco’. Fíjate qué hipócritas.

“Los primeros años de nuestra juventud, entre los 15, 16 y 17, cuando te arrodillas para comulgar, te vienes porque te rozas con los pantalones burdos de mezclilla. Por eso, te enseñan a lavarte el pito —comenta en voz baja—. Y te dicen cómo: te aprietas abajo lo más fuerte que puedas cuando está flácido para impedir que salga sangre y entonces lo lavas con jabón diariamente para que tenga higiene y luego te pones a pensar en todo menos en… Luego, ya que acabaste de lavarlo, lo sueltas porque si no te haces eso, pues se te yergue y te vienes ahí porque hubo consentimiento y, si consientes, pues ya mejor buscas el modo de que sea placentero. Entonces confiesas, rezas tres aves marías y te la pasas encerrado rezando todo el tiempo, pero yo después, pasado el tiempo, descubrí que todos se masturbaban.

“Me encontré en la biblioteca de los jesuitas un libro en el que decía: ‘Padre, soy Fulano de Tal, quiero confesarme por escrito porque me da mucha vergüenza hacerlo de otro modo. Yo me masturbo 17 veces al día’. Entonces pensé: Y yo que apenas llego a tres. Puta, ¡Estoy lejísimos!”

El voto de pobreza

Tienes que convertirte —dice san Ignacio de Loyola— en bastón de hombre viejo, que es del que puede hacer uso el anciano para lo que quiera, para golpear personas, animales, meterlo en el lodo, o la caca, para ayudarte a caminar, para lo que sea, tienes que convertirte en un pinche bastón.

“Tu formación consiste en que te mandan con otro compañero por el mundo a pedir limosna y a sobrevivir. Entonces llegas a un mercado y pides de comer y te tiran fruta podrida, te dan de palos, te persiguen porque piensan: Pinche güevón, cabrón, ¡cómo es que un muchachito de 16, 15 años está pidiendo limosna! Está prohibido decir: soy religioso, por amor de Dios denme algo, estoy demostrando mi pobreza. Nooó.

“Cuando la cosa se ponía muy fea, tenías que llegar a una parroquia y pedirle al cura que te diera un trato humano, algo de comer, una cobijita y una paja para dormirte. Luego te mandaban otra temporada a un hospital a ayudar enfermos, donde hay leprosos con gente muy enferma, moribundos, de todo. Claro, ahí te dan de comer como a las monjas o a los esclavos que están en ese lugar”.

La verdadera prueba

Por órdenes del maravilloso papa Juan XXIII, como lo califica el autor de Lo que “Cuadernos del Viento nos dejó, llegó el momento en que se acabaron los conventos donde las monjas lavaban ropa, hacían comida y limpieza para que los demás vivieran como señoritos; había que trabajar en escuelas o donde se pudiera para poder vivir y se empezó a psicoanalizar a los jóvenes.

“Enviaron a un sacerdote europeo que había estudiado psicoanálisis; tenía a su cargo asomarse a una comunidad de 450 personas para sacar de la Iglesia a quienes no tuvieran vocación.

“Me empezó a tratar. Nos dio pláticas de literatura, música y toda clase de materias. Sus papás tenían una casa padrísima en Cuernavaca y nos íbamos ahí a nadar, a comer, tomar el sol y también cerveza. Eso te relajaba mucho y soltabas la sopa”.

Varias veces, sin saber manejar, Huberto tomó la súper carretera recién construida por Miguel Alemán en la que aún no había nadie, hasta que un día el psicoanalista le advirtió: “Ahora viene la verdadera prueba: vas a regresar a la casa de tu familia, les dirás que vas de vacaciones”.

“Y me fui. Juntaron a toda la familia en la casa de mi papá, pero él se las olió y todo el tiempo que estuve ahí grabó todo, había botones abajo de la mesa. Ya que murió, en sus archivos encontré las grabaciones. ¡Qué es esto, guácatelas! Días y días yo hablando. Me di cuenta de que estaba pidiendo auxilio: ‘¡Sálvenme, acójanme en mi casa!’ Además, mis papás ya se habían reconciliado; les vino un segundo aire durante el que nacieron dos hijos más, luego se volvieron a agarrar del chongo y vivieron hasta su muerte separados”.

En esas vacaciones, el joven dijo a sus padres: “‘Ya me quiero regresar, no tengo ninguna vocación’. Imagínate. ¡Yo que soy sobrino de San Luis Batis, mártir del Vaticano! Y llegó un momento en que por fin les dije que quería ser escritor. Mi papá dijo que yo tenía razón, que todo ese tiempo había sido inútil, que me había atrasado cinco años y ya no iba a poder hacer una carrera”.

La paterna aceptación

Aceptado de nuevo en su familia, al día siguiente, su padre le entregó una mesita, una vieja máquina de escribir, papel y un lápiz. Para ser escritor, eso era todo lo que el joven necesitaba, le dijo. Después de lo cual, todos los días Huberto debía escribir y su padre se dedicó a corregirle ortografía, sintaxis y todo lo necesario.

El sacerdote psicólogo le había confirmado a Huberto: “Veo en tu infancia un caldo de cultivo pésimo para ser sacerdote jesuita o religioso; huiste de casa de tus padres porque ahí había un ambiente pernicioso, ellos no se hablaban durante años, se llevaban a gritos y sombrerazos, vivían enemistados”.

Los jesuitas, en cambio, incluido el guía espiritual, opinaban que el joven sí tenía vocación. El Vaticano le envió una ambigua carta a Huberto que decía: “Haga usted lo que mejor le parezca en el momento en el que lo crea conveniente”. Pero el superior de la comunidad, al saber lo que opinaba Roma, le dijo: “Lo voy a ayudar. Ya no lo queremos aquí, porque va a ser una mala influencia”.

Entre los 20 y los 21 años, Huberto Batis volvió a Guadalajara, donde tuvo un año para pasarla bien: hizo amigos, tuvo novias y se puso al día en películas. “Pude ver a Gina Lollobrigida, a Silvana Mangano y a todas esas mujeres maravillosas, aparte de las películas de Fellini, entre muchas otras. Nunca debí siquiera intentarlo, porque yo no tenía vocación religiosa, sino literaria”.

Ouroboros: del miedo irreal a la profunda confianza (mi camino con Batis)

28/Diciembre/2014
Confabulario
Pura López Colomé

Hace muy poco visité a mi maestro en su nueva casa, cerca del Ajusco. Cuando salió a la puerta para cerciorarse de que los vigilantes me habían dejado pasar con todo y coche, recordé su mirada del primer día de clases, en 1976. Exactamente la misma. Sigue rebosando curiosidad, picardía, honda y multiabarcante inteligencia, deseos de ir a la raíz de las cosas sin ocultar las emociones o ubicarlas en segundo plano.

Después de saludarnos con un cariño si acaso sólo acrecentado con los años, me invitó a pasar y a sentarme a la misma mesa original, la Ur-mesa, principio de toda verdadera travesía literaria, llena de libros, periódicos, revistas, fotos, algún lápiz, alguna pluma. Es la mesa del comedor, pero también la que presidía el salón de clases universitario; la de la redacción de sábado; el escritorio hasta el tope del subdirector de unomásuno, a quien le quedaba apenas un espacio pequeñito para corregir artículos, firmar cosas, recortar algo esencial. Hay tanto ahí encima que apenas se puede creer que le alcance el tiempo para leerlo todo. Y sí. Vaya que sí. Sobre todo, aquello que va dando forma a la historia de este país y del mundo: la cotidianeidad clavada en el corazón del futuro, como él mismo escribiendo en sus oficinas de Holbein, rodeado por torres de periódicos, resguardado, de alguna manera, por aquella muralla de palabras. Encantado de la vida.

Batis no nació, sin embargo, para encarnar 24 horas a una rata de biblioteca. O no solamente para eso. Nunca ha dejado de hacer algo que le despierte interés, aunque lo espere una pila de libros que leer, o de trabajos que corregir. Sabe que todo tiene que ver con todo, que todo está en todo. Que la literatura es letra viva, no muerta. Igual de viva que la primera vez que nos lanzamos a una aventura que implicaba dejar de leer o escribir casi todo un día; una de tantas emblemáticas andanzas quijotescas que lo pintan de cuerpo entero.

Acababa yo de entrar a su biblioteca —deslumbrada— en uno de los pisos superiores de la casa de Matamoros, en Tlalpan, cuando me llamó la atención un libro desde cuya portada me hacía guiños una muñeca antigua. “Qué belleza, ¿no?”, resonó la voz de Huberto. “Yo tengo todo un baúl lleno de unas muy parecidas”, repliqué. “¿En serio? Son de una delicadeza, de una voluptuosidad… Si quieres que te crea, vamos a verlas ahorita: estamos hablando de mensajeras de otro mundo”. Acto seguido, se colgó la cámara al cuello, y salimos rumbo a mi casa en la pick-up azul metálico (atrás, estacionado en su nostalgia, nos decía adiós el mítico Javelin…), yo al volante, Huberto de copiloto, a la deriva y ávido de descubrimiento espontáneo. Por el rabillo del ojo, yo veía a un pasajero que no acababa de dar crédito, que necesitaba ver para creer. Esa tarde, al abrir aquel baúl lleno de sorpresas, supongo, supo que siempre le diría la verdad. Nos pasamos horas enteras sacando fotos de todas aquellas muñecas de pasta entre las rocas del Ajusco, muy cerca del lugar donde vive ahora. Sólo Dios sabe dónde acabaron las “mensajeras”. Ah, pero el mensaje quedó cifrado entre nosotros: rostros casi perfectos ente rocas volcánicas, encajes decadentes sobre cactáceas, un cuello de porcelana, rizos rubios sobre bromelias, miradas aterradoras, mejillas inocentes con hoyuelos.

*

Cuando conocí al temido “Maestro Batis” en la Ibero, yo pensaba que había leído muchísimo, simplemente porque no había parado de leer desde que aprendí, había devorado la biblioteca familiar y la del internado donde había estudiado la preparatoria. Porque la lectura me había salvado la vida, porque no podía respirar sin ella y, para mi enorme fortuna, en casa, el buen gusto de mi papá nunca nos dejó perder el rumbo, regalándonos a todos antenas alertas para eliminar cualquier cosa disfrazada. Pura y estricta buena suerte, ningún mérito propio. Y ahora daba la casualidad de que, cada vez que había oportunidad de hablar con Huberto o escucharlo, ya fuera en clase o por los pasillos, con un comentario me revelaba a todo color lo mucho que me faltaba, mis abismos, mi ignorancia. Gracias a él, amplié mis horizontes todo lo que pude, y vi publicado mi primer poema, en la maravillosa revista estudiantil que lucía el sello inconfundible de Batis: Punto Cero en Literatura. Esto no duró más que un semestre, al término del cual me recomendó el cambio a la UNAM. No lo dudé ni un segundo.

Cursé la carrera de manera muy irregular, disfrutando sobre todo las materias que no podía cubrir por mi cuenta, las que necesitaban asesoría, es decir, latín, español, filología hispánica. Pude sobrevolar las de literatura, porque Batis me había enseñado a caminar con mi propio motor y a confiar en él (llevara las fallas y equivocaciones que llevara), logrando profundizar y analizar mucho más creativa que esquemáticamente. Una tarde me invitó a visitarlo en sus flamantes oficinas de la redacción de sábado. Él estaba trabajando, leyendo los ensayos, fragmentos de novela, cuentos, poemas y reseñas que compondrían el número de esa semana. En cuanto me senté a su lado, me puso delante los originales, que yo iba siguiendo mientras él leía en voz alta, glosaba, comentaba, criticaba, se burlaba, celebraba aquellos textos ya pegados en enormes cartones, cortando aquí y allá, añadiendo o salvando palabras y frases sobre las cortinas de papel muy delgado colocadas ex profeso para señalar correcciones y observaciones. Nos dieron las once de la noche. Salí viendo estrellitas.

Quién sabe cuántas veces hice lo mismo, en tácito entrenamiento, antes de que me ofreciera la “chamba” de secretaria de redacción. Pero ya desde mucho antes, generosamente me había publicado poemas, traducciones, notas, ensayos, cosa que siguió ocurriendo a lo largo de los años que considero, si no la época de oro del suplemento, sí la mía en el ejercicio de una cierta autocrítica para el resto de mi vida. Se dice fácil. Ni siquiera sé si él sabe hasta qué punto influyó en mí, si se daba cuenta de todo lo que me enseñaba. Y si esto escribo es estrictamente para que lo sepa.

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Rememoro aquí y ahora, sobre todo, porque este maestro de la observación cuidadosa, detalladísima, sigue siendo el mismo, genio y figura, a sus 80. Basta la mención de algo, para que se lance a darle anclaje en la realidad, se encuentre ésta en las páginas de algún libro o revista, en alguna liga cibernética (me acaba de mostrar, hace muy poco, un museo virtual recién aparecido, y sólo porque mencioné un hortus conclusus), así como en hechos tangibles, físicos, mundanos. O, de preferencia, en ambas cosas: del nombre a lo nombrado, y viceversa. Yo veo lo mismo, claro, y por eso escribo poesía. Sin embargo, brincos diera por tener día y noche esa pasión de Huberto para salir en busca inmediata de la peculiar comprobación de la red de relaciones, invisible en apariencia, que lo recubre todo.

Durante los años mozos de varios de nosotros, sus alumnos, así se viajaba con él para aprender; lo único necesario era el abandono a la imaginación, el ensueño, el recuerdo, que desencadenaban la percepción de los varios niveles en uno solo. En un párrafo de Graves, una estrofa de Rilke, lo mismo que a bordo de alguno de sus coches, por ejemplo, pues siempre iba atento a la justicia poética en las placas del Ford destartalado que teníamos delante, o escrita, a manera de bautizo de toda una Weltanschauung, en las defensas o partes traseras de los camiones… En alguna de mis visitas a su casa en Cuernavaca, salió a relucir el tema de Maximiliano y la India Bonita. Imposible habría sido detenerlo, pues en ese mismo instante había que lanzarse al jardín de plantas autóctonas medicinales de aquella mujer que hechizó al emperador austriaco: ya ahí, echados sobre el pasto en una tarde de suyo psicodélica, nos pasó delante “el relámpago verde de los loros”, sin ayuda de ningún psicotrópico, ni siquiera habiendo bebido alcohol, no, nada más con la apertura interior y artística suficiente para recibir cualquier clase de epifanía.

Siento que no tuve que cortar ningún cordón con Huberto, pues mis terrenos poéticos me ofrecieron una cierta independencia de origen (¡qué bueno que no escribe poesía!). Tampoco el periodismo ejercido como tal fue jamás de mi interés. La Facultad, la biblioteca y sábado me abrieron la puerta a lo fascinante de este personaje, que me mostró, con todos sus líquidos y componentes diversos —buenos y malos, aromáticos y malolientes—, la entraña nutrida en las letras. Aunque pertenece, innegablemente, a la generación de sus queridos amigos (García Ponce, Gurrola, Elizondo, Carvajal), no se les parece más que en la avidez de libros, demonio, mundo y carne. Todos se han ido. Y Batis, al pie del cañón, más sólido que todos ellos juntos.

¿Cuándo me percaté de que, pese a no haber cordón umbilical entre nosotros, sí había un calor duradero sin fecha de caducidad? El día que comenzó a llamarme “Purépecha”. Era un viernes por la noche. Yo estaba cansadísima. Huberto, fresco como una lechuga. A la salida del periódico, me tomó del brazo y me dijo: “Pura, Purépecha, espérate, tengo que contarte algo importantísimo. Ayer me vino a ver una señora exclusivamente para cantar las loas acerca de sábado. Hizo un recorrido, sección por sección, género por género, riesgo por riesgo, colaborador por colaborador. Habló de lo habitual y lo novedoso. Lo característico de la época de Benítez y lo de la mía. Carretadas de amor. Casi se me salen las lágrimas, me tuve que aguantar. Purépecha, esto es lo que vale la pena, un lector anónimo que se aparece, de buenas a primeras, a decirte la neta”.

Caramba, y yo que nunca le he dado las gracias así, abierta y francamente, sin cursilería, por haberme estimulado (a veces negativamente, incluso), por haberme dado empujón y medio a los siguientes peldaños del recorrido. Más vale tarde que nunca. Va, a continuación, una muestra apenas.

*

Muy a principios de nuestra convivencia en unomásuno, le pedí, con temor y rebozo mordido, que leyera, cuando tuviera tiempo, la traducción de Kora en el infierno: improvisaciones, de William Carlos Williams, que acabábamos de “terminar” Luis Cortés Bargalló y una servidora. Sin decir una palabra, recibió el engargolado y lo metió en su emblemático portafolio. Una semana después, en su artículo semanal, habló de la riqueza humana de la obra, haciendo resonar muchos de sus momentos en su personalísima vida cotidiana, y calificando de “bella” nuestra versión al español. De ahí en adelante, así serían las cosas con Huberto. Me iría demostrando, de palabra y obra, lo que pensaba, sin adjetivar de más. Gente que trabajaba con él, como Henrique González Casanova, elogiaba mis poemas. Batis, no. Publicarlos era lo que contaba. Poco después, me permitió dar a conocer, por entregas, una selección de poemas de Seamus Heaney, muchísimo antes de que le otorgaran el Premio Nobel, acompañada de comentarios en torno a la tradición irlandesa, sus mitos, sus leyendas, su poderosa inspiración lírica. Por más que quise ponerme en contacto con el autor para enviarle ejemplares poco a poco, nunca logré averiguar su dirección. En cambio, de ahí surgió el interés de Francisco Toledo en publicar mi primera traducción de un libro de Heaney completo, Isla de las Estaciones. Sin yo saberlo, aquella selección original favorecida por Huberto, sí había llegado a manos de Seamus, pues Homero Aridjis se la iba mandando, puntualmente, semana a semana. Años después, un amigo me contó que Heaney había no sólo acusado recibo de estos envíos, sino que los había comentado ampliamente en cartas a Aridjis. Este amigo (que, a su vez, había sido alumno de Batis) me conseguiría dos domicilios, tanto en Dublín como en Harvard, para que no hubiera pierde, y yo le escribiera, etcétera. Cosa que ocurrió. Y de ahí pa’l real. Mi vida dio un giro, si no total, al menos significativo. No sé qué habría hecho sin quien se convirtió en un faro, que sigue vivísimo aquí junto a mí pese haber fallecido. Y todo se lo debo a mi Manager. Sin Huberto, nunca habría terminado y publicado mis traducciones de esa obra, quizás no habría seguido adelante. Punto.

A riesgo de estar extralimitándome, considero que he puesto en práctica apenas en mínima medida lo que él practica sin cesar y a todo vapor. Se clava en un texto equis con la misma intensidad y arrojo con que decide construir una casa. Al escribir, va abriendo puertas a otras interpretaciones de lo que afirma; nunca busca, de entrada, imponer criterios o que al lector le caiga el veinte. No. La pluralidad está frente a nuestras narices, parece insistir, siempre y cuando la individualidad se atreva a optar con energía.

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Batis siempre ha gozado de una —ignoro qué tan merecida— “fama” de irascible. En efecto, algunas veces presencié su pérdida de estribos con alguien en particular (en secreto acuerdo). Siempre había motivos suficientes, nunca era de gratis. La arrogancia, la falsa modestia, la mezquindad, la zalamería, lo sublevaban. Siendo aspectos de la personalidad que a mí también me irritan sobremanera, nunca he sido capaz de estallar cuando alguien los despliega en mi presencia, y si lo he hecho, ha sido en versión miniatura. A veces, lo confieso, me daba envidia que él reaccionara de un modo tan claro. Creo compartir, aunque en sordina, el sentir de Huberto, quizás por educación cristiana. O quién sabe por qué. Habría que preguntárselo a él. El chiste es que él conmigo nunca tuvo un desahogo explosivo. A lo más que llegó fue a corregir con rojo mis notas alguna vez; a hablar pestes de gente que me deslumbraba, si acaso exageradamente, lo cual siempre, aunque me doliera en su momento, me ayudaba a ver la verdadera dimensión de aquella obra o escritor/escritora. Y llevo cincelada en la memoria (cosa que hoy contemplo con humor, muerta de risa) una ocasión en que un grupo de alumnos-amigos lo invitamos, con mucha anticipación, a una reunión en su honor, que incluía lo que considerábamos su comida favorita, y él se permitió dejarnos con la palabra en la boca muy poco tiempo después de haber llegado: se levantó, se dio la media vuelta, y slam, adiós. Qué flojera debemos haberle dado con nuestras “opiniones”, pobre Huberto.

*

El palacio ideal

A principios de los ochenta hice un viaje en coche por buena parte de Francia, en compañía de mi esposo y unos amigos. Una de nuestras paradas obligadas, según lo habíamos planeado, sería al sur de Lyon, donde se hallaba “El palacio ideal” del Cartero Cheval, una especie de postino, admirado por los surrealistas (André Breton, Max Ernst, etcétera) no por sus labores de entrega y recepción de correspondencia, sino por haber construido, casi en secreto y a lo largo de varios años, un edificio rarísimo. Tanto el cartero como su obra habían merecido incluso un homenaje de Juan O’Gorman. El lugar no aparecía en guías ni en mapas. Como por instrumentos nos fuimos aproximando, preguntando aquí y allá. Al fin dimos con él. Desde afuera de la barda que lo rodeaba, no se distinguía nada: un tesoro para el buen entendedor. La construcción, por demás perturbadora y estimulante para cualquier espíritu artístico, tenía poemas escritos en todas las paredes interiores, además de constituir un insólito muestrario de locuras arquitectónicas. Llamado “Templo de la naturaleza”, rebasaba esa definición. Era una maravilla, sobre todo porque uno salía con el poema en la boca, agregando de su cosecha. O soñaba después con esos espacios en calidad de onírico albañil, poniendo esto aquí, quitando aquello y transformándolo, en fin. No sólo bella e infinita obra: un verdadero work in progress. Un corazón en renovación perpetua.

A mi regreso, obviamente, platiqué del asunto horas enteras con Huberto quien, como era de esperarse, le dedicó un número de sábado. Su entusiasmo mostraba una calidad distinta, sin embargo. No fue sino hasta mucho después que me percaté del porqué: hacía eco a la obra de su vida, pues no nada más ha sido hombre de letras y periodismo: ha hecho extensiva su visión del mundo a todo lo que ha emprendido. Construcciones excéntricas, claro, pero congruentes (consistentemente extravagantes, felices de hallarse “en la trayectoria de la bala”). Un cuarto nuevo aquí, otro allá; un nuevo piso, que no necesariamente será el último… Nos hizo una detallada crónica, por ejemplo, de cómo había ideado cada cuarto de su “nueva” casa familiar (sobre los huesos de otra) en Cuernavaca, cómo le había enmendado la plana al ingeniero o arquitecto o diseñador original (aunque lo que a él se le ocurría podía carecer de castillos…). Al llegar al último piso (¿tercero, cuarto?), estuve a punto de caer (por distraída, por haber despegado rumbo al quinto cielo), si no es porque Huberto, atento, pese a la emoción de la descripción, me atrapó a tiempo. No de otra manera, me fue introduciendo a paraísos, al tiempo que me iba salvando de ellos: me empujaba a los fondos de mi persona, sin permitirme empantanarme en ella (de Huysmans me llevó a Balzac, digamos).

Sus ideales construcciones, de palabras o de ladrillo, conversadas o por escrito, en el fondo no han salido del espacio original, “rodeado de curas y de locos”: Tlalpan. Allá sigue, para nuestra fortuna, haciendo hasta de la descripción de sus dolencias una surrealista pieza literaria; leyendo la historia de los papas, los poemarios que uno se atreve a ponerle delante… si es que no distrae su atención alguna belleza fotografiada, pintada o sugerida, si es que la “Negrita” no lo mira con esa ternura inabarcable. Maestro con M mayúscula. Mi maestro.

Mi maestro

28/Diciembre/2014
Confabulario
Carmen Boullosa

El buen maestro transmite a sus alumnos su verdadero amor, su impulso primordial. Con Huberto aprendí a llenar fichas bibliográficas —él nos daba ejemplares del suplemento de Novedades que dirigía Benítez para que hiciéramos la tarea en casa—, pero no fue ésa la herencia insustituible que le debo.

Vivo en deuda con Huberto. Me cambió la ruta —en mi joven fragilidad adolescente, pude haberme dejado seducir por una carrera académica como hicieron algunos de mis pares, aunque sin duda (como los más de ellos) habría regresado a ser fiel a mi vocación de poeta o narradora (si es que no son lo mismo), después de haber perdido años irreemplazables (el tiempo es para el homínido el único bien no renovable)—, Huberto me dio el empujón (de modo algo agresivo) para dejarme llevar por lo que era y es mi pasión y razón de ser: escribir. Yo no soy sino lo que mi maestro  reconoció, una poeta y narradora que necesita escribir como una forma de comprensión, de asombro, de duda, de sobrevivencia, de victoria y derrota. De juego. De alegría. De furia, de venganza, de celebración, de fiesta.

En el salón de clase, en la Ibero, oí las clases de Huberto azorada, porque él no escondía sus pasiones, porque usaba un calcetín beige y el otro azul marino, porque conocía a escritores. En mi diminuto universo no existían seres como él ni como aquellos de quienes hablaba, no había cabida para estos últimos, de no ser por las portadas de los libros. Nos contaba anécdotas de García Ponce, de Onetti, Elizondo, Arredondo, Tomás Segovia, Arreola, Cortázar, García Riera, José de la Colina, Octavio Paz; de Villaurrutia, de Gorostiza, de Cuesta; nos los presentaba como personas de carne y hueso. Yo pensé, por él, que se podía ser de carne y hueso (eso me parecía bastante apetecible, sobre todo por la primera —yo no era sino puros huesos—) y ser lo que yo soñaba: una escritora. Me señaló, me alentó, me lanzó.

No me enseñó lecciones de “éxito”. No de cómo hacer “vida literaria”. Esas cosas nunca las aprendí, ni de él ni de nadie. Vivo para mi obra y para leer, y eso fue su lección porque para Huberto escribir no es un asunto de poder y conquista de medallas, de territorio o de emulación, sino un arte íntimo. Me publicó en la revista literaria que hacía en la Ibero mi primer poema. Me pidió —a mis 19— una autobiografía literaria que me obligó a mirarme lectora y a entender por qué escribo. Juzgó también mis primeros poemas. Son pininos que nunca publiqué, porque también de él aprendí un ojo crítico. No hay escritor sin esto. Si fuera más fiel mi aprendizaje, no publicaría estas líneas, avergonzada de que no tengan la especial, única, resbalosa calidad de la lección que obtuve de Batis.

Además, otro motivo para vivirle agradecida: Huberto escribió la primer reseña de un libro mío, la plaquette El hilo olvida que publicó Federico Campbell en La Máquina de Escribir, le dedicó unas páginas soberbias, de crítica brillante, electrizada, generosa y mayor. Me dio identidad literaria, de altura. Casi inmediato, publicó en su suplemento un ensayo de Francisco Segovia sobre La memoria vacía que había publicado Juan Pascoe en su Taller Martín Pescador. Me apoyó con todo.

Un punto último que con los años he aprendido no es insignificante: me dio trato de igual. Yo no era de otra liga por ser mujer, mi género no me descalificaba. Ya sé que ahora suena a hojadelata, pero no lo ha sido, he debido cargar con ésa, ser mujer escritora me obliga a hacer tres veces más méritos para que me sigan viendo tres escalones menor a mí misma. No lo hizo Huberto. Gracias a él tuve un escudo y tardé mucho tiempo en saber el desprecio con que se nos valúa a las de letras.

Vivo en deuda con él. No he sabido jamás retribuir a su magnánima  persona lo que él me dio. Gracias, Huberto.

sábado, 27 de diciembre de 2014

El ogro detrás de su escritorio

27/Diciembre/2014
Laberinto
Ignacio Trejo Fuentes

Cuando nació sábado, suplemento cultural del diario unomásuno, Gustavo Sainz hizo La semana de Bellas Artes, que se insertaba los miércoles en cuatro periódicos, entre ellos el propio unomásuno. El tiraje de sábado no superaba los 40 mil ejemplares, en tanto el de La semana… alcanzaba los 300 mil. Y eso despertó envidias. Amigos mutuos me dijeron que Huberto Batis hablaba pestes de nosotros (yo formaba parte del equipo de Sainz) y nos acusaba de pendejos. Ni modo.

El chiste es que solicité una beca del INBA–FONAPAS (antecedente claro de las actuales promociones del FONCA) y, al enterarme que quien decidía en la rama de ensayo, en la cual participé, era el maestro Huberto Batis, me di por perdido. Sin embargo, cuando se publicaron los resultados vi mi nombre entre los ganadores, y me lo confirmó un telegrama. ¡No lo podía creer: Batis me había elegido! En la fiesta que se hizo (grandiosa, rimbombante: eran tiempos de administrar la riqueza del país) me acerqué a Huberto para agradecer la distinción, y me dijo: “No te bequé a ti, sino al tema que vas a manejar”. Y era que mi investigación habría de girar en torno a la obra de Juan García Ponce, acaso el amigo más cercano de Huberto. Nunca trabajamos, y solo nos veíamos en la caja del INBA cuando íbamos a cobrar nuestra beca.

En ese tiempo, yo colaboraba en las páginas de cultura de Excélsior (por invitación de don Edmundo Valadés), y me sorprendió mucho que Huberto me llamara para hacer el recuento de narrativa mexicana de fin de año en sábado. Lo hice, y le gustó al maestro. Meses después me propuso integrarme a su suplemento, y acepté (también se mudó de medio Sandro Cohen).

Es más que sabido que Huberto Batis tiene fama de ogro furioso. Lo es, aunque también es un hombre magnífico, generoso y, sobre todo, muy simpático. Debo decir que en esos días uno debía entregar su mecanuscrito en la redacción (ahora esa importante fuente de noticias chismes se ha perdido (des)gracias a las nuevas tecnologías). Y sí, vi a Huberto despotricar contra algún colaborador, hacer pelota su texto y tirarlo a la basura. Mas cuando estaba de buenas, sacaba la cabeza de la montaña de periódicos y libros que era su escritorio y se ponía a contar cosas sabrosísimas que nos hacían orinar de la risa.
Cuando llegué a unomásuno Huberto se encargaba, además de sábado, de la sección metropolitana del periódico: él solo casi hacía todo el periódico. Me dio una columna en el suplemento y otra en las páginas del diario; se llamó “Colonia Roma”, donde publiqué, cada semana, textos de corte urbano que darían pie a mis libros Crónicas romanas y Loquitas pintadas. Batis es mi maestro, aunque nunca tomé clases académicamente oficiales con él en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (soy de Ciencias Políticas y Sociales), donde Huberto tiene siglos enseñando (me dijo: “Me quieren correr los de la UNAM, por viejito; pero yo no me quiero ir”) y tiene, también ahí, fama de ogro. (Su nieta Mariana fue mi alumna en Ciencias Polacas.)

A mí solo me tocó sufrir su carácter un par de veces, y por eso me siento privilegiado. Huberto leía de pe a pa cada colaboración, pero las mías recibían su VoBo y se iban de inmediato al taller. Pero me tocó: le entregué mi texto y se puso a leerlo; luego dijo, con gesto severo: “¡Cómo puedes hablar bien de esta tipa si es una ladrona y además no es escritora!” Se trataba de Yolanda Vargas Dulché, la autora de historietas célebres como Memín Pinguín, quien acababa de morir.  Decía en mi artículo que, además de ser importante su trabajo en el rubro de las historietas, había publicado un libro de cuentos cuyo contenido era totalmente distinto al de sus cómics. “No te encabrones, maestro”, le dije, “préstame una máquina (no había computadoras en la redacción) y escribo algo distinto”. Su respuesta fue categórica, letal: “Es tu opinión, y es tu firma”. Le puso el VoBo. Lección de periodismo.

Recuerdo a Batis armado siempre de su cámara fotográfica. Retrataba a todo mundo, y en especial a las chicas, a las que hacía posar en el que sería el famoso “diván de sábado”. Las publicaba cada semana, aunque algunas, por demasiado “atrevidas”, fueron excluidas. Eso me remite a la aventura Bibi Gaytán.

La chica era un monumento, su piel era una palpitación, un embeleso, un embrujo. Y escribí de ello en mi columna. Batis la ilustró, y estuvo de acuerdo en la belleza de la niña. Después, inventé que había un Club de Adoradores de Biby Gaytán, y convencí a mis amigos (también “adoradores”) de escribir poemas y textos alusivos. Jorge Esquinca, Francisco Conde Ortega, Francisco Hernández, Vicente Quirarte celebraron a la diva. Y Batis publicaba todo, cada semana y con nuevas fotografías. En mi locura, publiqué que se había formado el Club de Adoradores de Bibi Gaytán a nivel nacional, y dije los nombres de los escritores–delegados en cada estado de la República: Élmer Mendoza en Sinaloa, Esquinca en Jalisco, Julio Ramírez en Oaxaca, etcétera. Mi amigo, el excelente poeta quinatanarroense Javier España, me habló, compungido: “Oye, qué es eso del Club; tengo decenas de solicitudes de credencial”. Lo maravilloso fue que hubo respuestas en los medios de comunicación: “¡Cómo es posible que los poetas celebren a esta chica!”. Enrique Serna intentó contraatacar con Gloria Trevi, pero fracasó. Más tarde, Rubén Bonifaz celebró con sonetos a Lucía Méndez. “Copión”, le dije, y celebramos comiendo tacos en La Lechuza.

Una tarde, estábamos emborrachándonos en una cantina del Centro, nos habló Batis para decirnos que Bibi lo visitaría para agradecer tanta publicidad. Corrimos hacia el unomásuno, pero llegamos tarde: el cabrón de Huberto llamó a fotógrafos del diario, se hizo tomar fotos con la bella y la sentó en su diván. Y no solo eso: cenó con ella. Moríamos de rabia. (Como prueba de eso, Batis conserva la tenía en la redacciónuna foto de tamaño natural, emplastada en triplay, de Bibi. Cuando se fue del periódico, se la llevó consigo la foto y la tiene en su departamento de Tlalpan.)

Huberto Batis inventó la sección “Desolladero”. Se trataba de que los lectores respondieran a los periodistas, aunque eso, de pronto, desembocó en lo que el título de la sección conllevaba: un descuartizadero. Nos tirábamos a matar, sin ninguna piedad, y eso, aunque cruel, abrió otro cauce en el periodismo mexicano: la réplica, sana o insana.

¡Ah! Hay que leer al Huberto Batis no periodista, sino al crítico, al analista académico. Sus libros (supongo que se les menciona en otra parte de Laberinto de este día) son verdaderas joyas.

Gracias, José Luis, por hacerme recordar a uno de mis maestros de toda la vida, en más de un sentido. Y, por supuesto, gracias, Huberto, por tu amistad.

Sembrador de la cultura mexicana

27/Diciembre/2014
Laberinto
Catalina Miranda

Escritor, crítico, periodista, editor, bibliófilo, filántropo y pornontólogo (o pornógrafo), Huberto Batis es, por antonomasia, El Maestro que durante 55 años ha dado clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde heredó las cátedras de Agustín Yánez, María del Carmen Millán y José Luis Martínez.

Además de formar a infinidad de estudiantes en las aulas universitarias —varios de ellos convertidos en destacados escritores, representantes de la literatura mexicana contemporánea—, Batis ha impartido cátedra en las redacciones de las publicaciones en las que, de una u otra manera, ha participado (ver recuadro).

De esas enseñanzas, entre las prisas de las redacciones, han dado testimonio poetas, narradores, ensayistas, críticos de literatura, de cine, de fotografía, de artes plásticas, de música y de teatro, quienes quedaban boquiabiertos ante la habilidad y precisión con la que Huberto Batis ponía o quitaba comas, agregaba palabras para completar las ideas —incluso en varios párrafos al mismo tiempo—, cambiaba acentos o daba vueltas a las oraciones para favorecer la fluidez en la lectura sin modificar el sentido y respetando al autor.

Pero el maestro no solo ha enseñado lo relacionado con la ortografía y la sintaxis y con la historia de la literatura universal, sino que también, con su ejemplo, ha dado cátedra de libertad de expresión, de amor al oficio, de constancia, de pasión por la literatura y defensa del verdadero arte, de apoyo a la creatividad y a la imaginación, de objetividad, de generosidad, de preocupación por el otro, de pluralidad y defensa de la diversidad literaria.
Todo ello es palpable desde Cuadernos del viento hasta el suplemento cultural sábado de unomásuno, en el que dio a conocer a infinidad de escritores, maduros y en ciernes, que ninguna otra publicación hubiera incluido, y no por falta de calidad sino por el elitismo que ha predominado en el ámbito cultural mexicano, y que Huberto Batis ha luchado por erradicar, por lo que ha recibido fuertes críticas. No obstante, ha sido fiel a la idea de que “hay que oír y tolerar las ideas ajenas”.

Sobre todo esto, entrevisté al maestro entre 1999 y 2000 en la redacción del unomásuno y en la Facultad de Filosofía y Letras. Con ese material, que por su extensión alcanzó las características de una memoria, publiqué en 2005 Huberto Batis, 25 años en el suplemento sábado de unomásuno (1977–2002), con 446 páginas ilustradas con fotografías de los archivos de unomásuno y del archivo personal de Batis, y con dibujos y fotografías de colaboradores del suplemento. Ese fue el primer libro de la Editorial Ariadna, en la colección Laberinto de Papel, título de la sección de contenido bibliográfico que Batis mantuvo durante 25 años en sábado, y en la que registraba las novedades que enviaban las editoriales a la redacción o que él mismo conseguía de diversas maneras.

En la misma colección, en 2006, aparecieron cuatro libros de Batis: La flecha en el arco, La flecha en el aire, La flecha en el blanco y La flecha extraviada, que conformó con recensiones publicadas en sábado, Punto y aparte y Revista de la UNAM. Son glosas, textos comentados, crítica literaria, una deleitosa selección bibliográfica de sus autores preferidos, muchos de ellos convertidos en símbolos, en mitos de consulta obligada: Homero, Goethe, Jack London, Clarín, Claudel, Huxley, Graham Green, Dylan Thomas, Saroyan, García Lorca, Borges, Cortázar, Anaïs Nin, Tolkien, Balzac, Maupassant, Arthur Miller, Virginia Woolf, Hermann Hess, Charles Dickens, James Joyce... En La flecha extraviada se incluyen reseñas de la obra de autores mexicanos: Xavier Villaurrutia, Inés Arredondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo; los tres últimos, amigos de Batis desde su juventud y con los que compartió espacio en Casa del Lago y en publicaciones de la década de 1960.

En Editorial Ariadna apareció también la edición facsimilar del Estudio preliminar a los Índices de El Renacimiento. Semanario literario mexicano (1869), que publicó en 1963 (por el cual se ha identificado a Batis como altamiranista) y que fue la tesis que presentó en la UNAM para recibir el grado de maestro. Sus sinodales fueron Agustín Yáñez, María del Carmen Millán, Sergio Fernández, Ernesto Mejía Sánchez y Rubén Bonifaz Nuño, que era el más joven y quien le pidió a Huberto que ensayaran el examen profesional y establecieran las preguntas que le haría. Batis aceptó, ya que los dos eran muy tímidos, según cuenta de manera muy amena en Huberto Batis, 25 años en el suplemento sábado.

A finales de 2006, en la misma editorial, apareció el primer tomo de Memorias del sábado perdido, suplemento de unomásuno (1977–2002) —que se presentó en el Salón de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el 2 de marzo de 2007—. En este volumen, Batis aborda bastantes cabos respecto al contenido y elaboración del suplemento desde que fue iniciado por Fernando Benítez. Recuerda, por ejemplo, que debido a que en unomásuno no había archivos, tenían que recortar de donde podían las fotografías que necesitaban para ilustrar sábado. Motivo por el cual, y por otros más, Octavio Paz los llamó “editores piratas”. Además de “pirata”, Batis también llegó a recibir el epíteto de “narcoperiodista”, y tuvo que comparecer en Gobernación ante Jorge Carpizo.

En las Memorias… se incluye “La suástica. Rubén Salazar Mallén dialoga con Fernando Benítez en sábado; “ ‘Caminemos’, dice Juan García Ponce. Cuarenta años de Huberto Batis como maestro, escritor y editor”; “De Tepoztlán a Veracruz, pasando por Radio Universidad. Viajes de iniciación con Juan Carvajal y Emmanuel Carballo”; “Mis hospitales: desde amígdalas, apéndice, cataratas, vesícula, hasta hipertensión y leptospirosis”; “Héctor de la Garza, Eko. Así lo llamaban Stasia, Danuta y Canuta”; “Las ‘Bitácoras’ del amigo Arturo Azuela. En el Fondo de Cultura, en Filosofía y Letras y en el sábado de unomásuno”; “La vida vertiginosa de Roberto Vallarino. El periodista cultural estrella del unomásuno y el escritor más provocador del sábado”, y mucho más.

Huberto Batis, entre libros es otro de los títulos de la Editorial Ariadna. En la primera parte del volumen se incluyó un ensayo que envié a sábado, en 1999, cuando al maestro le otorgaron el Premio Jalisco. En la segunda, se inició el juego consistente en que el autor invitado colocara en El Librero de Ariadna todas sus obras publicadas, sacarle la foto realizando esa acción y consignar los volúmenes integrados al librero, con su portada y contraportada y con la bibliografía.

Hablar o escribir sobre Huberto Batis es excavar en una veta prolífica y generosa; es sumergirse en el cofre rebosante de un valiente “pirata”, lo cual me recuerda las cajas que tenía Huberto en su oficina de unomásuno, siempre repletas, desparramadas de textos para publicar. Por eso solía decir que el suplemento era un “semillero”. Pero no solo era eso, era también un vasto granero, un sembradío que supo cultivar con paciencia y fidelidad ascéticas. No en balde se ha propalado, como un secreto a voces, que Huberto Batis es el Patrono de la literatura y la cultura mexicanas.
RECUADRO

Las revista y los suplementos culturales en los que Huberto Batis ha participado como director, jefe de redacción o colaborador, son los siguientes: Cuadernos del viento (que inició con Carlos Valdés en 1960); La capital (con Raymundo Ramos y Beatriz Espejo); La palabra y el hombre (dirigida por Sergio Galindo, en Xalapa); México en la cultura de Novedades (con Fernando Benítez); Metáfora (de Jesús Arellano); Banxico (del Banco de México); la Revista de Bellas Artes (con la que lo “engolosinaron durante seis años Agustín Yáñez y José Luis Martínez”); La cultura en México, de Siempre! (con Fernando Benítez); El semanario cultural de Novedades (con José de la Colina); Revista mexicana de literatura (con Tomás Segovia y Juan García Ponce); la Revista de la UNAM (con Jaime García Terrés); el suplemento cultural de El Heraldo de México (dirigido por Luis Spota); el suplemento cultural de El Nacional (de Juan Rejano); Punto cero (en la Universidad Iberoamericana); el Boletín de la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM; sábado, de unomásuno, dirigido por Fernando Benítez entre 1977 y 1984, y por Huberto Batis entre 1984 y 2000, aunque, en realidad, Batis lo dirigió desde mucho antes, ya que Fernando Benítez le encargaba el suplemento cuando se ausentaba para realizar sus investigaciones sobre los indígenas de México, razón por la cual acostumbraba decir que para hacer un suplemento cultural lo único que se necesitaba era “un Batis”; es decir, un intelectual y magnífico escritor que consiguiera las colaboraciones y que realizara, con vocación y pulcritud, la corrección de los originales, de las galeras y de las pruebas finas.

Batis: “Estoy muy contento con lo que he vivido”

27/Diciembre/2014
Laberinto
José Luis Martínez

Huberto Batis, el legendario director del suplemento cultural sábado, cumple 80 años. En su casa, con su compañera Patricia González como testigo, habla de sus problemas de salud, de sábado, de su carácter explosivo, de su permanente magisterio. Tiene una memoria extraordinaria y un implacable sentido del humor.
¿Qué significa para usted llegar a los 80 años?
Significa algo que yo no quise entender cuando los viejos me lo decían. Cuando Fernando Benítez, José de la Colina y yo empezábamos a hacer sábado, Benítez tenía 70 años y nos decía que ya estaba cansado, que la vejez era una maldición —yo lo veía ágil, sano, y no entendía. Yo llegué a los 70 entero, también ágil, todavía no se me manifestaban las enfermedades, pero de los 70 a los 80 comenzaron a incubarse cosas espantosas. De repente me dijeron que tenía cáncer, y ahí comenzó mi declive.
En estos años también deja la dirección de sábado.
El unomásuno lo compraron Manuel Alonso y su hijo Manuel Alonso Coratella con el dinero de la campaña presidencial de Francisco Labastida —Vicente Fox le decía La Vestida—. Alonso me invitaba a comer a los mejores lugares y decía que el periódico era muy bueno y el suplemento lo mejor de todo. Pero cuando Labastida pierde las elecciones, comenzó a decir que el periódico era una porquería y el suplemento diez porquerías. Con gran intemperancia comenzó a correr a la gente, reporteros, fotógrafos, funcionarios. Cuando corrió al director Luis Gutiérrez, me di cuenta que seguía yo.
Un día me llamó y me dijo: “Tu suplemento es un asco”. “¿Por qué?”, le pregunté. “Por todo” —me respondió. “Por el lenguaje, los temas, la pornografía, las fotografías”. “El mundo entero dice que está muy bien”, le contesté.
El siguiente número me lo envió lleno de marcas, de círculos rojos. Tachó una caricatura de Eko diciendo que era impublicable. Los textos de algunos articulistas le parecían cochinadas. Me comentó que como yo seguía terco con mis temas e ilustraciones, me iba a censurar. Después me enteré, me lo dijo Guillermo Fadanelli, que ya había un director suplente y que era Mauricio Montiel, quien había hecho un suplemento en Guadalajara.
Pero usted renunció al sábado.
Quisieron imponerme un formato, todo fúnebre y no acepté. Le dije a Manuel Alonso Coratella: “Tú crees que me voy a permitir hacer un suplemento así, te vas al carajo”. Entonces vino una calma chicha, pero ya todos me veían como un condenado a muerte. Un día, me llamaron a la oficina de Alonso en la calle de Florencia, frente al Ángel; me dijeron: “Aquí hay un sobre cerrado con una cantidad para que no hagas escándalo y te vayas amistosamente”. No acepté. Faltaban unos meses para que acabara el siglo y les dije: “No me voy hasta que termine el siglo XX, quiero cerrarlo, quiero mi liquidación conforme a la ley y reservarme el derecho a explicar las causas de mi despido”. Me dijeron que sí, pero me propusieron que escribiera mi renuncia y que ellos la iban a guardar hasta que finalizara el año. La escribí, argumentando motivos de salud, y al otro día la publicaron, anunciando el nombramiento de Montiel. Sin embargo, como él no podía viajar de inmediato al Distrito Federal, estuve todavía varios meses en el periódico y mantuve sábado a todo dar, publicando todo lo que nos daba la gana.
Hay quienes critican de manera muy fuerte sábado, porque junto a materiales extraordinarios se publicaban cosas lamentables. ¿Cuál es su opinión al respecto?
Que tienen razón. Roberto Vallarino lo decía también. Entre otras cosas, nosotros encontramos un filón de escritores muy jóvenes, algunos muy malos, que tenían el valor de la realidad, de la verdad. No tenían cuidado ni tapujos de nada, no estaban haciendo carrera porque todos eran sidosos y estaban condenados a muerte. Entre ellos se encontraban el hermano de Julián Pastor y José Rafael Calva, que estaba en Nueva York y escribía de música. En ese tiempo empezamos a publicar fotos de homosexuales en el teatro. Por ejemplo, a un tipo besándole la nalga a otro en una escena. Eso me lo puso Alonso circulado de rojo, diciéndome que qué era esa porquería.
¿Se considera un provocador?
Yo no buscaba provocar.
Pero lo hacía…
Bueno, mis colaboradores tuvieron de repente un libertinaje. La libertad se convirtió en libertinaje y empezaron a escribir cosas bastante absurdas.
No ha habido otro suplemento cultural que tenga la presencia de sábado. Mucha gente que compraba el unomásuno se quedaba con el suplemento y tiraba lo demás.
Exacto, así era. Yo hacía muchas giras por la provincia, me invitaban a hablar de sábado y tenía llenos completos, gente que quería saber cómo lográbamos hacerlo y quiénes eran los escritores que estaban detrás de los nombres de Xavier Velasco, Enrique Serna, Guillermo Fadanelli, Manuel Aceves…
Por otra parte, por su carácter muchos le tenían miedo.
Llegaba alguien a sábado y le preguntaba: “¿Qué traes ahí?” “Traigo unos poemas”. Yo agarraba sus hojas y las tiraba al suelo. “¡Más poemas! ¡Me quieren matar! ¡Me van a ahogar de mierda!” Después levantaba las hojas y le decía: “Los voy a leer, voy a ver si son publicables o no. Pero te voy a enseñar: todos estos cajones están llenos de poemas, entonces en un siglo no se podrán publicar los tuyos, así que despídete de ellos, nunca te va a tocar, no compres el periódico porque no vas a salir.
Hay una foto que yo truqueé, en la que alzo una máquina de escribir y estoy a punto de arrojársela al pintor Marco Lamoyi. La publicamos y la gente decía “qué cinismo, publicar una foto así del director de un suplemento cultural tirándole la máquina de escribir a un colaborador”.
¿Cómo escritor, se siente satisfecho?
No hice lo que quería hacer. Comencé haciendo Índices de El Renacimiento (UNAM, 1963), una investigación académica, con rigor, me costó diez años y es mi mejor libro. Pero si tú me preguntas si cambiaría todo lo demás por cinco libros como ése, no.
¿Está contento con lo que ha hecho?

Estoy muy contento con lo que viví y se vivió.

Maestro pero sobre todo francotirador

27/Diciembre/2014
Laberinto

Entre 1985 y 2000, Huberto Batis dirigió sábado, el suplemento cultural del diario unomásuno. De él y de aquella aventura rijosa y antisolemne tratan las páginas siguientes, que reúnen, como en aquellos años, a colaboradores, amigos y discípulos, entusiastas de su temperamento y sus dones para la edición


Por: Enrique Serna
Conocí a Huberto Batis en 1985, cuando le llevé a sábado dos poemas desconocidos de Luis de Sandoval y Zapata. El hispanista Gerardo Torres me acusó en Vuelta de haberle robado el hallazgo y yo lo refuté en sábado con argumentos que zanjaron la discusión. Complacido por mi desempeño en esa escaramuza, Huberto me invitó a enviarle más colaboraciones. El carácter iconoclasta del suplemento influyó sin duda en la tónica de mis artículos, pero yo compartía plenamente ese enfoque de la vida cultural.
Energúmeno y erotómano, Huberto era por encima de todo un francotirador y lo sigue siendo desde las redes sociales. Hasta yo he sido víctima de su lengua pero se lo perdono todo porque lo veo como una figura paterna. Estoy muy agradecido por el espacio y la libertad que me dio en un momento decisivo de mi formación literaria. Gracias a la vitrina del suplemento logré sacar del cajón mis dos primeras novelas, que encontraron un pequeño público lector entre la familia sabatina.
Pura López Colomé
Huberto Batis no fue, sino que sigue siendo, mi maestro con M mayúscula. Le debo (y le agradezco profundamente) una formación bastante atípica, que fue mucho más allá de los salones de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Huberto me “salvó” de una carrera  convencional en una universidad privada, de la que él, por cierto, iba de salida. Un buen día, después de una de muchas horas dedicadas a la obra de Robert Graves, páginas y páginas de la cual él leía en voz alta, haciendo pausas para ponernos a prueba o celebrar algo que, de pura casualidad, sabíamos, me dijo, cuando íbamos rumbo al estacionamiento: “Bueno, y tú, ¿qué haces aquí?”. Todo lo que no había yo tartamudeado en clase (porque sí había leído, al menos, La diosa blanca), afloró en ese momento. “Pues... e–e–entre o–o–otras co–co–sas, Maestro, vengo a tomar s–s–su clase”. “Para eso no necesitas venir aquí.  Búscame en la UNAM”. Y lo hice. Logré que me revalidaran las materias que había llevado, y me inscribí en su curso, antes que nada. A diferencia de otros casos, yo no tomé sus clases de periodismo cultural o revistas, sino las de investigaciones literarias. Con todo y que me precio de leer sin parar, creo que nunca en mi vida he vuelto a hacerlo con la avidez que lo hice entonces, en serio, viajando de Lautréamont a García Ponce, de Keats a Paz, de Montale a Yeats, de Sor Juana a Grace Paley, etcétera y sin fin. Muy poco tiempo después, Huberto me invitó a visitarlo (ojo, no a colaborar con él) en sus oficinas de sábado, el suplemento del flamante y por demás enorgullecedor unomásuno. Nunca me atreví a pedirle trabajo. A lo más que llegué fue, de ahí en adelante, a presentarme a ayudarlo en lo que necesitara. Tardes y noches sin ver el reloj. Sobre la marcha, me iba enseñando los gajes del oficio con enorme generosidad, al tiempo que moldeaba mi gusto, aderezando lo que corregía o editaba con picantes observaciones, crítica demoledora, uno que otro elogio (pocos). Paulatinamente, me fui animando a darle poemas y traducciones, que me iba publicando a cuentagotas. Años después, comencé a escribir reseñas de libros, hasta que me ofreció la secretaría de redacción del suplemento (porque quien se había ocupado del asunto abandonó el barco). Aprendí a leer entre líneas a su lado, a tomar en serio y conmoverme a fondo con lo que valía la pena y a no dejarme impresionar por la pirotecnia.
Batis posee uno de esos rarísimos espíritus creadores que no se encierran en sí mismos, que huyen de la autocomplacencia. Sabe investigar exactamente de la misma manera entre palabras que entre acontecimientos o epifanías, con la pluma o con la cámara en ristre. Ya quisiera yo, para un día de fiesta, su disposición a abandonarse a lo nuevo, a lo loco, a lo inusitado, a la verdad escondida en la belleza y viceversa. A Huberto le debo no nada más el reconocimiento puntual de la actividad para la que había nacido, sino la devoción con que hay que dedicarse a ella. Cada vez que me siento a escribir, como mi Maestro al pasar las hojas de un libro, intento revestir mi atención del cuidado y la delicadeza con que se enfrenta lo sagrado de la palabra, que es tal por el simple hecho de salir del corazón.
Andrés de Luna
Huberto Batis es un hombre que sabe contar historias. Si como escritor siguió el mal consejo de Antonio Alatorre de “no publicar sus cuentos”, sabe trasladar las anécdotas propias o ajenas a un plano verbal increíble por lo que se extrañan sus relatos. Comer con Huberto es una experiencia soberbia: sabe probar unos caracoles o un asado, un faisán o lo que sea sabroso. Beber con él es otra de las experiencias de la vida, es un hombre que conoce los dones del vino y los lleva por donde quiere y prefiere. Luego de las insistencias de la gastronomía, Huberto comienza sus relatos. Se acuerda de muchas cosas y las describe con multitud de detalles y con espacios que permiten el comentario. Recuerda escenas del pasado y momentos cercanos en el tiempo, todo lo anuda y lo convierte en verdaderos cuentos. Describe situaciones grotescas que le proporcionaron los amigos de Juan José Gurrola, o momentos de intensidad erótica con Betty Sheridan, una actriz argentina de belleza magnífica, o los comentarios sobre el diván de sábado, o los pleitos entre ahora dos fallecidos: Héctor García y Roberto Vallarino. Todo esto entre la comida y el postre, la sobremesa y el encuentro con los alimentos que presagian el desayuno. Batis será siempre un personaje legendario, uno de los mejores críticos y un hombre que sabe escribir la mejor prosa para comentar tal o cual libro. Sus historias forman parte de la pesquisa culinaria, de los atroces banquetes compartidos con él y con Patricia González, su compañera actual. De esta forma, entrar en contacto con los alimentos y con Batis es un sinónimo de placer. Alguna vez lo vimos, mi esposa la fotógrafa Norma Patiño y yo, en la Biblioteca México, lo saludamos y nos dio mucho gusto verlo luego de escuchar a Mario Vargas Llosa. Nos despedimos con la idea de tener otra de esas sesiones alimenticias. Ha quedado pendiente pero deberá cumplirse en estos días.
Guillermo Fadanelli
El que haya dedicado mi vida a escribir ficciones se debe, en buena medida, al aliento que me dio Huberto Batis. El director del suplemento sábado tenía el talento y la cultura necesarias para tolerar, animar y comprender a los escritores jóvenes y ofrecerles un lugar en las páginas que él confeccionaba desde su escritorio atiborrado de cuartillas, libros y objetos de toda clase (había allí hasta un machete que le había regalado su secretaria Aída). En las mismas páginas, como sabemos, escribían también los historiadores, filósofos y eruditos más importantes de México. En su oficina conocí a Roberto Moreno de los Arcos, a Evodio Escalante, Beatriz Espejo, Margarita Peña y a tantos otros intelectuales de valor. Huberto Batis es, probablemente, el hombre vivo más culto de México. Su curiosidad es la propia de un intelectual y un polígrafo genuino. Su carácter, genio y malicia no sentaban bien en el zalamero y reprimido medio de la cultura mexicana. Huberto se divertía y jugaba con la imagen que él mismo se había creado. Yo he sido un hombre afortunado, no solo por haber recibido su guía, sino porque me ofreció su amistad. Que se le haya negado durante tantos años el ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua es una afrenta para la inteligencia y un desacato ordinario. Casi todos los escritores de ficción y ensayistas que poseen cierto valor le deben algo a Huberto Batis, profesor, formador, ensayista prolífico y audaz, animador de la creación y de la crítica literaria. Hace años que no me encuentro con él, pero creo que me comprende, y es a la única persona que puedo llamar “mi maestro” con absoluta humildad y honradez. En ocasiones llego a pensar que mi irracional lejanía puede ser motivo para que se decepcione de mí. No le importa: su mundo literario es vasto, complejo, y su imaginación nos trasciende.
Héctor Ramírez (corrector de estilo en sábado).
Cuando Huberto fue mi maestro en la Facultad de Filosofía y Letras, me pareció una especie de versión masculina de Scheherazade. Su memoria prodigiosa le permite entrelazar historias y personajes de manera casi interminable y habíamos quienes, no conformes con las horas de clase, formábamos una especie de entourage que lo seguía hasta algún café para no perder el hilo de sus relatos. Eran horas y horas hasta que anunciaba que tenía que irse al unomásuno.
A pesar de que sabía por experiencia en las aulas que su umbral de ira es bastante reducido, un día reuní el valor suficiente y le llevé mi primera colaboración. La leyó en voz alta, con el lápiz que tenía en la mano hizo algunas correcciones y ordenó que se publicara. Ahí no paró mi osadía. Un día me ofreció la oportunidad de corregir sábado y lo hice al lado de personajes como Pura López Colomé, Vicente Anaya y Pablo Soler Frost. La experiencia de Batis en esos menesteres es impresionante. Sin importar la cantidad de revisiones realizadas a las planas, les echaba un vistazo y señalando un párrafo decía triunfante: “donde pongo el ojo, pongo la errata”.
Alberto Ruy Sánchez
Recuerdo con precisión obsesiva la luz de invierno que entraba por la ventana de aquella sala sombría en la fabulosa casa–biblioteca de Huberto Batis. Los sábados, durante casi todo el día, en la calle Mariano Matamoros del antiguo pueblo de Tlalpan, cerca de la clínica psiquiátrica Floresta, una docena de aprendices, además de leer y comentar muy ácidamente lo que cada uno de nosotros había escrito esa semana, leíamos los textos que nos proponía Huberto. Siempre poco comunes, intensos, asombrosos. Tesoros raros de sus libreros que, según él, le evocaban espontáneamente nuestros balbuceos, como mostrándonos en la comparación abrupta indicios del camino que nos faltaba por recorrer para ser mejores y verdaderos escritores. Los libros de Huysmans, Iwaskiewickz, Raymond Roussell, Cioran o Hermann Broch, de Coleridge, John Donne o Zadeg Hedayat, comentados por Huberto se convertían en cajas de Pandora de poderes ilimitados y efectos concretos en nuestros anhelos de escritura y en nuestras vidas. Y, de pronto, como un preciso reloj de sol que se encendía cuando llevábamos un par de horas juntos, un rayo vertical se deslizaba entre las cortinas, rasgaba la penumbra e iluminaba la pecera al fondo de la sala donde un axólotl erizaba de golpe su cresta hacia la luz. El axólotl de Huberto, evidentemente, había sido revisado ahí exhaustivamente con todas sus maravillosas referencias literarias y científicas. Era parte de nuestro círculo encantado desde hacía tiempo. Pero todo era tan intenso en aquellas reuniones en que nadie parecía notar su encuentro sistemático con la luz. Entre absorto y distraído, yo esperaba siempre con cierta impaciencia y lleno de mi desasosiego de principiante de escritor ese momento en el que la pecera iluminada y el anfibio cumplían su cita con el dedo del sol. Esa confluencia extraña se volvió emblema del efecto que aquellas reuniones tenían sobre mí. Y solo a partir de ese momento encendido mi desasosiego se iba transformando en palabras fluidas, imágenes, escenas. Algunas veces las pronunciaba, muchas otras las atesoraba en silencio y yo mismo me asombro de comprobar cómo, tantos años después, las mismas siguen brotando de vez en cuando en lo que escribo. El ámbito creado generosamente por Huberto Batis era propiciatorio. Y fue natural que en cada quien tuviera efectos abruptamente distintos. Yo sigo agradeciendo a Huberto que nunca haya tratado mínimamente de dirigirlos y que en su espléndida y desinteresada extravagancia la vivacidad de la literatura fuera siempre esa semilla múltiple e incontrolable que puso a montones en nuestras manos.
Eko

Huberto Batis tiene el cinismo de Aretino, la osadía de un condenado a muerte y la disciplina de un sádico. Por eso me permitió pervertir las páginas de sábado. Desde entonces es parte de mis pesadillas y de las de Denisse.