domingo, 28 de diciembre de 2014

Ouroboros: del miedo irreal a la profunda confianza (mi camino con Batis)

28/Diciembre/2014
Confabulario
Pura López Colomé

Hace muy poco visité a mi maestro en su nueva casa, cerca del Ajusco. Cuando salió a la puerta para cerciorarse de que los vigilantes me habían dejado pasar con todo y coche, recordé su mirada del primer día de clases, en 1976. Exactamente la misma. Sigue rebosando curiosidad, picardía, honda y multiabarcante inteligencia, deseos de ir a la raíz de las cosas sin ocultar las emociones o ubicarlas en segundo plano.

Después de saludarnos con un cariño si acaso sólo acrecentado con los años, me invitó a pasar y a sentarme a la misma mesa original, la Ur-mesa, principio de toda verdadera travesía literaria, llena de libros, periódicos, revistas, fotos, algún lápiz, alguna pluma. Es la mesa del comedor, pero también la que presidía el salón de clases universitario; la de la redacción de sábado; el escritorio hasta el tope del subdirector de unomásuno, a quien le quedaba apenas un espacio pequeñito para corregir artículos, firmar cosas, recortar algo esencial. Hay tanto ahí encima que apenas se puede creer que le alcance el tiempo para leerlo todo. Y sí. Vaya que sí. Sobre todo, aquello que va dando forma a la historia de este país y del mundo: la cotidianeidad clavada en el corazón del futuro, como él mismo escribiendo en sus oficinas de Holbein, rodeado por torres de periódicos, resguardado, de alguna manera, por aquella muralla de palabras. Encantado de la vida.

Batis no nació, sin embargo, para encarnar 24 horas a una rata de biblioteca. O no solamente para eso. Nunca ha dejado de hacer algo que le despierte interés, aunque lo espere una pila de libros que leer, o de trabajos que corregir. Sabe que todo tiene que ver con todo, que todo está en todo. Que la literatura es letra viva, no muerta. Igual de viva que la primera vez que nos lanzamos a una aventura que implicaba dejar de leer o escribir casi todo un día; una de tantas emblemáticas andanzas quijotescas que lo pintan de cuerpo entero.

Acababa yo de entrar a su biblioteca —deslumbrada— en uno de los pisos superiores de la casa de Matamoros, en Tlalpan, cuando me llamó la atención un libro desde cuya portada me hacía guiños una muñeca antigua. “Qué belleza, ¿no?”, resonó la voz de Huberto. “Yo tengo todo un baúl lleno de unas muy parecidas”, repliqué. “¿En serio? Son de una delicadeza, de una voluptuosidad… Si quieres que te crea, vamos a verlas ahorita: estamos hablando de mensajeras de otro mundo”. Acto seguido, se colgó la cámara al cuello, y salimos rumbo a mi casa en la pick-up azul metálico (atrás, estacionado en su nostalgia, nos decía adiós el mítico Javelin…), yo al volante, Huberto de copiloto, a la deriva y ávido de descubrimiento espontáneo. Por el rabillo del ojo, yo veía a un pasajero que no acababa de dar crédito, que necesitaba ver para creer. Esa tarde, al abrir aquel baúl lleno de sorpresas, supongo, supo que siempre le diría la verdad. Nos pasamos horas enteras sacando fotos de todas aquellas muñecas de pasta entre las rocas del Ajusco, muy cerca del lugar donde vive ahora. Sólo Dios sabe dónde acabaron las “mensajeras”. Ah, pero el mensaje quedó cifrado entre nosotros: rostros casi perfectos ente rocas volcánicas, encajes decadentes sobre cactáceas, un cuello de porcelana, rizos rubios sobre bromelias, miradas aterradoras, mejillas inocentes con hoyuelos.

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Cuando conocí al temido “Maestro Batis” en la Ibero, yo pensaba que había leído muchísimo, simplemente porque no había parado de leer desde que aprendí, había devorado la biblioteca familiar y la del internado donde había estudiado la preparatoria. Porque la lectura me había salvado la vida, porque no podía respirar sin ella y, para mi enorme fortuna, en casa, el buen gusto de mi papá nunca nos dejó perder el rumbo, regalándonos a todos antenas alertas para eliminar cualquier cosa disfrazada. Pura y estricta buena suerte, ningún mérito propio. Y ahora daba la casualidad de que, cada vez que había oportunidad de hablar con Huberto o escucharlo, ya fuera en clase o por los pasillos, con un comentario me revelaba a todo color lo mucho que me faltaba, mis abismos, mi ignorancia. Gracias a él, amplié mis horizontes todo lo que pude, y vi publicado mi primer poema, en la maravillosa revista estudiantil que lucía el sello inconfundible de Batis: Punto Cero en Literatura. Esto no duró más que un semestre, al término del cual me recomendó el cambio a la UNAM. No lo dudé ni un segundo.

Cursé la carrera de manera muy irregular, disfrutando sobre todo las materias que no podía cubrir por mi cuenta, las que necesitaban asesoría, es decir, latín, español, filología hispánica. Pude sobrevolar las de literatura, porque Batis me había enseñado a caminar con mi propio motor y a confiar en él (llevara las fallas y equivocaciones que llevara), logrando profundizar y analizar mucho más creativa que esquemáticamente. Una tarde me invitó a visitarlo en sus flamantes oficinas de la redacción de sábado. Él estaba trabajando, leyendo los ensayos, fragmentos de novela, cuentos, poemas y reseñas que compondrían el número de esa semana. En cuanto me senté a su lado, me puso delante los originales, que yo iba siguiendo mientras él leía en voz alta, glosaba, comentaba, criticaba, se burlaba, celebraba aquellos textos ya pegados en enormes cartones, cortando aquí y allá, añadiendo o salvando palabras y frases sobre las cortinas de papel muy delgado colocadas ex profeso para señalar correcciones y observaciones. Nos dieron las once de la noche. Salí viendo estrellitas.

Quién sabe cuántas veces hice lo mismo, en tácito entrenamiento, antes de que me ofreciera la “chamba” de secretaria de redacción. Pero ya desde mucho antes, generosamente me había publicado poemas, traducciones, notas, ensayos, cosa que siguió ocurriendo a lo largo de los años que considero, si no la época de oro del suplemento, sí la mía en el ejercicio de una cierta autocrítica para el resto de mi vida. Se dice fácil. Ni siquiera sé si él sabe hasta qué punto influyó en mí, si se daba cuenta de todo lo que me enseñaba. Y si esto escribo es estrictamente para que lo sepa.

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Rememoro aquí y ahora, sobre todo, porque este maestro de la observación cuidadosa, detalladísima, sigue siendo el mismo, genio y figura, a sus 80. Basta la mención de algo, para que se lance a darle anclaje en la realidad, se encuentre ésta en las páginas de algún libro o revista, en alguna liga cibernética (me acaba de mostrar, hace muy poco, un museo virtual recién aparecido, y sólo porque mencioné un hortus conclusus), así como en hechos tangibles, físicos, mundanos. O, de preferencia, en ambas cosas: del nombre a lo nombrado, y viceversa. Yo veo lo mismo, claro, y por eso escribo poesía. Sin embargo, brincos diera por tener día y noche esa pasión de Huberto para salir en busca inmediata de la peculiar comprobación de la red de relaciones, invisible en apariencia, que lo recubre todo.

Durante los años mozos de varios de nosotros, sus alumnos, así se viajaba con él para aprender; lo único necesario era el abandono a la imaginación, el ensueño, el recuerdo, que desencadenaban la percepción de los varios niveles en uno solo. En un párrafo de Graves, una estrofa de Rilke, lo mismo que a bordo de alguno de sus coches, por ejemplo, pues siempre iba atento a la justicia poética en las placas del Ford destartalado que teníamos delante, o escrita, a manera de bautizo de toda una Weltanschauung, en las defensas o partes traseras de los camiones… En alguna de mis visitas a su casa en Cuernavaca, salió a relucir el tema de Maximiliano y la India Bonita. Imposible habría sido detenerlo, pues en ese mismo instante había que lanzarse al jardín de plantas autóctonas medicinales de aquella mujer que hechizó al emperador austriaco: ya ahí, echados sobre el pasto en una tarde de suyo psicodélica, nos pasó delante “el relámpago verde de los loros”, sin ayuda de ningún psicotrópico, ni siquiera habiendo bebido alcohol, no, nada más con la apertura interior y artística suficiente para recibir cualquier clase de epifanía.

Siento que no tuve que cortar ningún cordón con Huberto, pues mis terrenos poéticos me ofrecieron una cierta independencia de origen (¡qué bueno que no escribe poesía!). Tampoco el periodismo ejercido como tal fue jamás de mi interés. La Facultad, la biblioteca y sábado me abrieron la puerta a lo fascinante de este personaje, que me mostró, con todos sus líquidos y componentes diversos —buenos y malos, aromáticos y malolientes—, la entraña nutrida en las letras. Aunque pertenece, innegablemente, a la generación de sus queridos amigos (García Ponce, Gurrola, Elizondo, Carvajal), no se les parece más que en la avidez de libros, demonio, mundo y carne. Todos se han ido. Y Batis, al pie del cañón, más sólido que todos ellos juntos.

¿Cuándo me percaté de que, pese a no haber cordón umbilical entre nosotros, sí había un calor duradero sin fecha de caducidad? El día que comenzó a llamarme “Purépecha”. Era un viernes por la noche. Yo estaba cansadísima. Huberto, fresco como una lechuga. A la salida del periódico, me tomó del brazo y me dijo: “Pura, Purépecha, espérate, tengo que contarte algo importantísimo. Ayer me vino a ver una señora exclusivamente para cantar las loas acerca de sábado. Hizo un recorrido, sección por sección, género por género, riesgo por riesgo, colaborador por colaborador. Habló de lo habitual y lo novedoso. Lo característico de la época de Benítez y lo de la mía. Carretadas de amor. Casi se me salen las lágrimas, me tuve que aguantar. Purépecha, esto es lo que vale la pena, un lector anónimo que se aparece, de buenas a primeras, a decirte la neta”.

Caramba, y yo que nunca le he dado las gracias así, abierta y francamente, sin cursilería, por haberme estimulado (a veces negativamente, incluso), por haberme dado empujón y medio a los siguientes peldaños del recorrido. Más vale tarde que nunca. Va, a continuación, una muestra apenas.

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Muy a principios de nuestra convivencia en unomásuno, le pedí, con temor y rebozo mordido, que leyera, cuando tuviera tiempo, la traducción de Kora en el infierno: improvisaciones, de William Carlos Williams, que acabábamos de “terminar” Luis Cortés Bargalló y una servidora. Sin decir una palabra, recibió el engargolado y lo metió en su emblemático portafolio. Una semana después, en su artículo semanal, habló de la riqueza humana de la obra, haciendo resonar muchos de sus momentos en su personalísima vida cotidiana, y calificando de “bella” nuestra versión al español. De ahí en adelante, así serían las cosas con Huberto. Me iría demostrando, de palabra y obra, lo que pensaba, sin adjetivar de más. Gente que trabajaba con él, como Henrique González Casanova, elogiaba mis poemas. Batis, no. Publicarlos era lo que contaba. Poco después, me permitió dar a conocer, por entregas, una selección de poemas de Seamus Heaney, muchísimo antes de que le otorgaran el Premio Nobel, acompañada de comentarios en torno a la tradición irlandesa, sus mitos, sus leyendas, su poderosa inspiración lírica. Por más que quise ponerme en contacto con el autor para enviarle ejemplares poco a poco, nunca logré averiguar su dirección. En cambio, de ahí surgió el interés de Francisco Toledo en publicar mi primera traducción de un libro de Heaney completo, Isla de las Estaciones. Sin yo saberlo, aquella selección original favorecida por Huberto, sí había llegado a manos de Seamus, pues Homero Aridjis se la iba mandando, puntualmente, semana a semana. Años después, un amigo me contó que Heaney había no sólo acusado recibo de estos envíos, sino que los había comentado ampliamente en cartas a Aridjis. Este amigo (que, a su vez, había sido alumno de Batis) me conseguiría dos domicilios, tanto en Dublín como en Harvard, para que no hubiera pierde, y yo le escribiera, etcétera. Cosa que ocurrió. Y de ahí pa’l real. Mi vida dio un giro, si no total, al menos significativo. No sé qué habría hecho sin quien se convirtió en un faro, que sigue vivísimo aquí junto a mí pese haber fallecido. Y todo se lo debo a mi Manager. Sin Huberto, nunca habría terminado y publicado mis traducciones de esa obra, quizás no habría seguido adelante. Punto.

A riesgo de estar extralimitándome, considero que he puesto en práctica apenas en mínima medida lo que él practica sin cesar y a todo vapor. Se clava en un texto equis con la misma intensidad y arrojo con que decide construir una casa. Al escribir, va abriendo puertas a otras interpretaciones de lo que afirma; nunca busca, de entrada, imponer criterios o que al lector le caiga el veinte. No. La pluralidad está frente a nuestras narices, parece insistir, siempre y cuando la individualidad se atreva a optar con energía.

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Batis siempre ha gozado de una —ignoro qué tan merecida— “fama” de irascible. En efecto, algunas veces presencié su pérdida de estribos con alguien en particular (en secreto acuerdo). Siempre había motivos suficientes, nunca era de gratis. La arrogancia, la falsa modestia, la mezquindad, la zalamería, lo sublevaban. Siendo aspectos de la personalidad que a mí también me irritan sobremanera, nunca he sido capaz de estallar cuando alguien los despliega en mi presencia, y si lo he hecho, ha sido en versión miniatura. A veces, lo confieso, me daba envidia que él reaccionara de un modo tan claro. Creo compartir, aunque en sordina, el sentir de Huberto, quizás por educación cristiana. O quién sabe por qué. Habría que preguntárselo a él. El chiste es que él conmigo nunca tuvo un desahogo explosivo. A lo más que llegó fue a corregir con rojo mis notas alguna vez; a hablar pestes de gente que me deslumbraba, si acaso exageradamente, lo cual siempre, aunque me doliera en su momento, me ayudaba a ver la verdadera dimensión de aquella obra o escritor/escritora. Y llevo cincelada en la memoria (cosa que hoy contemplo con humor, muerta de risa) una ocasión en que un grupo de alumnos-amigos lo invitamos, con mucha anticipación, a una reunión en su honor, que incluía lo que considerábamos su comida favorita, y él se permitió dejarnos con la palabra en la boca muy poco tiempo después de haber llegado: se levantó, se dio la media vuelta, y slam, adiós. Qué flojera debemos haberle dado con nuestras “opiniones”, pobre Huberto.

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El palacio ideal

A principios de los ochenta hice un viaje en coche por buena parte de Francia, en compañía de mi esposo y unos amigos. Una de nuestras paradas obligadas, según lo habíamos planeado, sería al sur de Lyon, donde se hallaba “El palacio ideal” del Cartero Cheval, una especie de postino, admirado por los surrealistas (André Breton, Max Ernst, etcétera) no por sus labores de entrega y recepción de correspondencia, sino por haber construido, casi en secreto y a lo largo de varios años, un edificio rarísimo. Tanto el cartero como su obra habían merecido incluso un homenaje de Juan O’Gorman. El lugar no aparecía en guías ni en mapas. Como por instrumentos nos fuimos aproximando, preguntando aquí y allá. Al fin dimos con él. Desde afuera de la barda que lo rodeaba, no se distinguía nada: un tesoro para el buen entendedor. La construcción, por demás perturbadora y estimulante para cualquier espíritu artístico, tenía poemas escritos en todas las paredes interiores, además de constituir un insólito muestrario de locuras arquitectónicas. Llamado “Templo de la naturaleza”, rebasaba esa definición. Era una maravilla, sobre todo porque uno salía con el poema en la boca, agregando de su cosecha. O soñaba después con esos espacios en calidad de onírico albañil, poniendo esto aquí, quitando aquello y transformándolo, en fin. No sólo bella e infinita obra: un verdadero work in progress. Un corazón en renovación perpetua.

A mi regreso, obviamente, platiqué del asunto horas enteras con Huberto quien, como era de esperarse, le dedicó un número de sábado. Su entusiasmo mostraba una calidad distinta, sin embargo. No fue sino hasta mucho después que me percaté del porqué: hacía eco a la obra de su vida, pues no nada más ha sido hombre de letras y periodismo: ha hecho extensiva su visión del mundo a todo lo que ha emprendido. Construcciones excéntricas, claro, pero congruentes (consistentemente extravagantes, felices de hallarse “en la trayectoria de la bala”). Un cuarto nuevo aquí, otro allá; un nuevo piso, que no necesariamente será el último… Nos hizo una detallada crónica, por ejemplo, de cómo había ideado cada cuarto de su “nueva” casa familiar (sobre los huesos de otra) en Cuernavaca, cómo le había enmendado la plana al ingeniero o arquitecto o diseñador original (aunque lo que a él se le ocurría podía carecer de castillos…). Al llegar al último piso (¿tercero, cuarto?), estuve a punto de caer (por distraída, por haber despegado rumbo al quinto cielo), si no es porque Huberto, atento, pese a la emoción de la descripción, me atrapó a tiempo. No de otra manera, me fue introduciendo a paraísos, al tiempo que me iba salvando de ellos: me empujaba a los fondos de mi persona, sin permitirme empantanarme en ella (de Huysmans me llevó a Balzac, digamos).

Sus ideales construcciones, de palabras o de ladrillo, conversadas o por escrito, en el fondo no han salido del espacio original, “rodeado de curas y de locos”: Tlalpan. Allá sigue, para nuestra fortuna, haciendo hasta de la descripción de sus dolencias una surrealista pieza literaria; leyendo la historia de los papas, los poemarios que uno se atreve a ponerle delante… si es que no distrae su atención alguna belleza fotografiada, pintada o sugerida, si es que la “Negrita” no lo mira con esa ternura inabarcable. Maestro con M mayúscula. Mi maestro.

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