lunes, 15 de diciembre de 2014

El cronista del juego del hombre

7/Diciembre/2014
Confabulario
Gerardo Antonio Martínez

Vicente Leñero corrigió la plana deportiva. Su aporte a la narración de la adrenalina consistió en una colección de crónicas y piezas teatrales en las que revaloró el tamaño de los astros. Al hablar de los jugadores de futbol, del boxeador apaleado o del jardinero central, habló también del prójimo, ese que hoy está en la cima del circuito deportivo, pero del que mañana nadie sabe. Para Leñero el deporte era una segunda fe en la que también depositó su talento narrativo.

Sus cánones fueron claros: Manuel Seyde —el experimentado cronista de futbol que en los años sesenta bautizó a la selección nacional como los ratones verdes—, Pedro El Mago Septién y Ángel Fernández, de quienes admiró la riqueza de lenguaje y la capacidad para improvisar frente al micrófono narraciones de las Grandes Ligas con un puñado de cables recibidos minutos antes por el teletipo.

Anécdotas recopiladas entre aquellos que lo acompañaron en algunos tramos deportivos de su vida lo describen con una preocupación auténtica por los personajes de los que escribía.

“Le daba vueltas a sus cuentos, novelas, crónicas y a sus guiones de cine. Fue un gran buscador de formas novedosas de contar y una persona muy sabia usando el lenguaje. Esos son dos de sus aportes a los territorios de la literatura en general y al mundo del deporte, como podemos ver en las piezas teatrales de Los perdedores”, describe el escritor Gerardo de la Torre, con quien Leñero compartió proyectos de guión televisivo y la compilación de un volumen literario dedicado al beisbol.

Desde una crónica en el Hipódromo de las Américas, una entrevista con el entrenador de futbol Nacho Trelles, una aburrida pelea de box en la que los asistentes en las gradas toman el protagonismo a lo largo de los diez rounds, ningún tema deportivo resultó ajeno a Leñero. Aficionado de los Diablos Rojos de México y los Yanquis de Nueva York, no ocultó su amistad y cercanía con Mantequilla Nápoles y Pipino Cuevas, púgiles dentro y fuera de los encordados.

Gerardo de la Torre lo describe apasionado del beisbol, al que entregó su faceta de aficionado y deportista amateur.

“Leñero jugaba beisbol con un equipo de la revista Proceso. Nosotros íbamos a pelotear con algunos actores en las noches al parquecito de la Liga Maya, en Las Águilas, al sur del D. F. Entre los que iban estaban Diego Luna, Jesús Ochoa —yerno de Leñero— y otros muchos actores jóvenes. Jugábamos desde las ocho de la noche hasta las 2 o 3 de la madrugada. Leñero bateaba pero si se embasaba se salía. Sobre todo le gustaba jugar la tercera base. Eso era hace unos quince años, cuando tendría cerca de 67 años de edad”.

Las metáforas y las condiciones humanas que Leñero encontraba en la pelota caliente las captó también el periodista Julio Scherer, quien en su libro La terca memoria describe la motivación que el autor de Estudio Q encontraba en el cuadro El filder del destino, de Abel Quezada, a quien prometió ahorrar hasta el último centavo para comprarle el cuadro. El cartonista se inclinó por otro comprador.

El director teatral y dramaturgo David Olguín habla sobre las dimensiones dramáticas del deporte de los batazos. Para él, una de las piezas más importantes reunidas en un volumen bajo el nombre de Los perdedores y que fueron dirigidas por Daniel Giménez Cacho es El filder del destino.

“Es uno de los pocos textos en los que Leñero es heterodoxo en el aspecto teatral. Es uno de sus textos más inquietantes y poéticos, en el que si no me equivoco hay un homenaje a Efrén Hernández, y donde aborda un habla poética y una especie de homenaje a Samuel Beckett”.

Las consideraciones que Leñero hizo sobre la narrativa las extrapolaba a muchos de sus colegas periodistas de la fuente deportiva, de quienes reprobaba la pobreza de lenguaje.

Durante varios años en la década de los noventa, Leñero se reunía una vez a la semana con un grupo de amigos, entre los que estaban el director de cine Felipe Cazals, Pedro Armendáriz Jr., y el propio De la Torre, en los que compartieron sus impresiones sobre la literatura y su relación con la pelota caliente, entre otros temas. Las quejas se centraban en las fallidas traducciones que editoriales españolas y argentinas —países con débil tradición beisbolera— hacían de los autores norteamericanos que abordaban al rey de los deportes, y que el cronista condensó en el prólogo de la antología de cuentos y poemas beisboleros Pisa y corre, de 2005.

Su afición por el rey de los deportes invadía terrenos literarios, pues títulos como La gran novela americana, de Philip Roth; El mejor, de Bernard Malamud, y obras de Kurt Vonnegut en las que este deporte adquiría un papel destacado, eran parte del repertorio de recomendaciones literarias del novelista.

“Para nosotros, en el terreno deportivo, eran memorables las actuaciones desde el montículo de Sandy Koufax y Fernando El Toro Valenzuela, ambos de los Dodgers —el primero cuando estaban en Brooklyn y el segundo ya en Los Ángeles”.

A finales de la década de 1980, De la Torre y Leñero colaboraron en la elaboración de los guiones para una serie televisiva titulada Tony Tijuana, protagonizada por Armendáriz, y que los llevó a contactarse con algunas de las principales leyendas de la crónica deportiva en México.

“La historia de ese capítulo se trataba de un asesinato en los dogouts, y en esa época estábamos buscando un cronista de beisbol. El productor fue a hablar con El Mago Septién, quien le dijo: ‘Miren, yo no tengo mucho tiempo para eso. Pero ofrézcanselo a Sony Alarcón, que le hace más falta la lana’. Así nos dijo El Mago”, recuerda De la Torre.

Como testigo estelar de los grandes sucesos nacionales, Leñero presenció en junio del 2000 la última fiesta diamantina disputada en el Parque del Seguro Social, fin de una época en el beisbol mexicano.

Ese episodio en que los pingos se impusieron a los felinos Leñero lo vivió al lado de un grupo reducido de amigos aficionados al beisbol, entre ellos su hija Estela y De la Torre.

El box y su abrevadero literario

En los años sesenta, cuando los aparatos de televisión eran escasos en los hogares mexicanos, las funciones de box eran uno de los principales entretenimientos de la población. Las actuaciones de los mexicanos Vicente Saldívar, Rubén El Púas Olivares, Miguel Canto y los cubanos Ultiminio Ramos y José Mantequilla Nápoles eran el cartel estelar de las audiencias sabatinas.

El deporte de las orejas de coliflor fue también una segunda pasión deportiva del autor de Los periodistas. El decaimiento de los pugilistas, las esperanzas que alimentaban por alzarse con el cinturón, pero sobre todo los dramas humanos detrás de las caídas en la lona lo llevaron a escribir dos de sus más celebradas obras teatrales con temática deportiva: Los perdedores y Pelearán diez rounds.

La primera es un catálogo de piezas breves en las que los deportistas protagonizan descalabros sentimentales y situaciones absurdas que los hacen verse de frente a la derrota.

“En Los perdedores está su pasión por el beisbol, por el box, su imagen extraordinaria de un portero de futbol, que es por demás cómica. Vicente lo hizo con una enorme agudeza humana que está detrás de las ambiciones que puede despertar la idea de la gloria deportiva”, explica el director teatral David Olguín, consejero artístico del teatro El Milagro, donde se presentaron estas piezas en la década de los noventa.

“No hay sólo ‘pobrediablismo’ en el retrato que Leñero hizo de sus deportistas; hay una enorme piedad, un sentimiento —que recorre toda la obra de Leñero— netamente cristiano, compasivo sobre el personaje que tiene enfrente. Creo que en estas obras y en general en su obra tuvo una enorme capacidad de no verse públicamente a sí mismo, sino al otro. Fue una de las grandes virtudes de Leñero. En ese sentido sacaba partido con un olfato periodístico de lo más agudo”, concluye David Olguín.

Pero esa no fue la primera obra en la que Leñero desarrolló historias deportivas para los entarimados, pues ya en 1985 había llevado a escena Pelearán diez rounds en el teatro Wilberto Cantón del Distrito Federal.

“En esa obra participaron el boxeador José Pipino Cuevas y José Alonso. El primero incluso le fracturó una costilla a Alonso. Yo creo que en algún momento se enojó por algún engreimiento de este muchacho y le metió un gancho sólido, y le fracturó las costillas. Se acabaron las funciones”, recuerda De la Torre.

Aun cuando este amigo de años de Leñero asegura que la relación del cronista con los boxeadores fue limitada, el director de escena Gabriel Pascal recuerda la ocasión en que Leñero personalmente buscó al ex campeón mundial de boxeo Mantequilla Nápoles en el Hipódromo de las Américas, donde este trabajaba, en las cuadras, para ganarse la vida alejado del ring. El retiro lo había arrojado sin un centavo en el bolsillo y Leñero lo sabía.

El autor de Los albañiles tenía también a sus autores favoritos y los mencionaba como parte de una colección imperdible de periodistas a secas y amantes del deporte: Norman Mailer, Truman Capote y Paul Auster, por la tradición norteamericana, pero también el aporte de Juan Villoro para asegurar el maridaje entre la literatura y el deporte.

Leñero no pretendía emular a Fernando Marcos, ni a El Mago Septién, ni a Manuel Seyde. Su ritmo era el del espectador profesional, emparentado con el cronista que también fue, del que gustaba de visitar las fondas durante los sábados boxísticos para capturar las reacciones de los parroquianos, una lectura callejera, de esas que alimentan al periodista.

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