lunes, 28 de noviembre de 2011

Daniel Sada

27/Noviembre/2011
La Jornada
Elena Poniatowska

La pérdida de Daniel Sada es enorme porque era un escritor único en su género. Claro, todos somos insustituibles, pero unos lo son más que otros y Daniel Sada corrió riesgos literarios que hicieron que Roberto Bolaño lo considerara su par, el mejor de su generación. Gracias a él, a Daniel Sada, el mundo las letras en México se hizo más civilizado y más culto.

Álvaro Mutis lo llamó el Rabelais de México, un artesano impecable. Eduardo Lizalde lo situó de inmediato dentro de la mejor tradición de la narrativa del México del siglo XXI.

En Cartagena, Murcia, hace años la doctora Charo Alonso de la Universidad de Salamanca, Daniel Sada y yo comimos juntos. ¡Qué hombre tan simpático y cercano! En su carta de pésame, la doctora Alonso escribe que días antes lamentó la muerte de Pilar Donoso (cuyo libro le fascinó) y ahora la aqueja una doble tristeza: la de la muerte de Daniel Sada. Lástima, quedaron tantas cosas por hablar.

La penúltima vez que vi a Daniel Sada fue en París en 2009 cuando nos invitaron a la Feria del Libro dedicada a México. Estoy enfermo, tengo diabetes y malo un riñón. Diez años antes, en 1999, me había pedido que presentara su libro Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y, la verdad, me costó trabajo porque la novela tiene 90 personajes. Aunque el lenguaje es soberbio, yo quería irme rápido. Creí que leería Porque parece mentira… en unas cuantas sentadas porque de una sola leí Una de dos que es un puro deleite, una joya de la literatura. Todavía me bailaba en los ojos el diálogo maravilloso de sus dos gemelas. Daniel decía de sí mismo que era atípico. Carlos Fuentes, encantado, presentó Una de dos en Madrid y declaró que Sada iba a ser una revelación para los escritores españoles y para la literatura mundial. Silvia Lemus le hizo una entrevista televisiva. Marcel Sisniega y el propio Sada hicieron el guión de la película sobre las gemelas cuyas bocas jugaban a las besadas y lograban convencernos que la una era la otra.

En París desayunamos juntos, más bien comí yo escuchándolo y viendo su cara redonda y blanca, su buena cara de hombre bueno. Daniel Sada encandilaba con su voz y el ritmo con el que enlazaba las palabras, su métrica. Era a la vez delicado e irónico e incluso hablando era un obseso del lenguaje. Nunca le oía un “pues…” o un o sea o un este entre frase y frase. Como era del norte, Coahuila para más señas, le decía huerco a su vecino de mesa. Daba talleres para ganarse la vida, enseñaba a escribir, a buscar el paisaje interior de cada uno y jamás se le habría ocurrido lastimar a nadie. A diferencia de muchos escritores que intimidan, Daniel Sada era pura bonhomía, puro cariño, como si fuera a servirle a uno una sopa de pollo bien caliente. Tampoco se le ocurrió jamás desconfiar de nadie.

Uno está supeditado todo el tiempo a lo que le otorga la cotidianidad, todo es demasiado vacuo y si uno se revisa a sí mismo también encuentra vacuidades.

Cuando publicó Ritmo Delta le dijo a Arturo García Hernández algo que a mí me consoló: Si me sintiera maduro ya tendría codificado y estructurado todo. Y en la creación tiene que haber un grado de caos, incertidumbre y sospecha permanente.

A él no le gustaba que lo consideraran barroco porque pesaba cada palabra, la ponderaba y luego la ensartaba como un orfebre en el silencio.

La comunidad de escritores en México tiene mucho que agradecerle a Daniel Sada, nacido en el salado y tórrido Mexicali, en 1953, y autor de 18 libros, porque nos encaminó hacia otro campo de la literatura, una puerta que sólo él supo abrir, más sabia, más perceptiva en la que el mismo lenguaje lleva a otros estadios de reflexión y de percepción.

En enero de 2012, Daniel y su mujer Adriana Jiménez García viajarían a Nueva York a presentar Casi nunca (su novela más querida), traducida al inglés. Si me empezaba a ir bien ¿cómo que me fui a enfermar? preguntaba Daniel. Nunca imaginó la valiente Adriana que a Daniel lo aquejaría una vorágine de males (perdió la vista gradualmente) ni imaginamos nosotros que lo recordaríamos hoy con tantísima tristeza.

El más poeta de los novelistas

27/Noviembre/2011
Àngel
Christopher Dominguez Michael

Con la muerte de Daniel Sada (1953-2011), la literatura mexicana perdió al más poeta de sus novelistas. Fue el más radical, quien viajó con mayor intensidad hacia la raíz literaria, es decir, al canto, a la dicción, a la epopeya. Publicó, si las cuentas no me fallan, nueve novelas (la última, apareció hace unos meses: A la vista, en Anagrama), seis libros de cuentos (destaco Juguete de nadie, Registro de causantes, Ese modo que colma) y tres libros de poemas, en los cuales está, como rara vez sucede en un novelista, la médula. Eso ocurre en El amor es cobrizo (2005) y en El límite (1997), arreoliano libro de varia invención. Pero nada más parecido a un libro de Sada que un libro de Sada, como se repetía con frecuencia entre colegas, críticos y discípulos.

Fue, entre nosotros, el inconfundible, el supremo obseso de la forma, el orfebre de cada frase en verso de las que componían, inusualmente daba la absoluta conciencia con que las escanciaba, toda su prosa. Pero si la sadiana (hace rato que puede decirse así) era una escritura susceptible de admirarse o rechazarse por ser, insisto, radicalmente artística, ello no quiere decir que su mundo estuviera en otro planeta. Como Agustín Yáñez (su hoy despreciado precursor), como Rulfo (de quien Daniel sacó provecho más que nadie entre sus discípulos y vaya que era difícil hacerlo) y como el Arreola de La feria, Sada, como esos maestros modernos, creó una versión verosímil de un México imaginado verbalmente en los desiertos del norte del País que, antes de Sada (y de Jesús Gardea, también muerto al filo de los 60 años), no existía. Sada fundó una vasta tierra propia, que sin él hubiera parecido condenada sin remedio a la obsolescencia provinciana, a la rusticatio cursilona, al interés selectivo de los recolectores de corridos y barbarismos.

Como otros escritores emanados de la novela popular (antes que nadie el brasileño Guimaraes Rosa), Sada no hizo sino volver a lo más antiguo para ser moderno. Contaba y no me extrañó oírlo la última vez que compartí con él una conferencia, haberse iniciado no leyendo a Kafka y a García Márquez como hicimos el resto de los mortales, sino a Landívar y a Virgilio en alguna traducción del siglo dieciocho. Como Joyce. Su novela mayor, la de 1998, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, es en buena medida nuestro Ulises, libro vernáculo y exquisito, vanguardista y tradicional. Cuenta una historia mexicanísima -el fraude electoral en un pueblo sometido a la arbitrariedad- y lo hace con autoridad homérica y con el desenfado de aquel que se sabe leído por una inmensa minoría resuelta a transmitir su legado. Lo que era intraducible, se decía, se tradujo: el hispanista Claude Fell publicó en Francia L'Odyssée Barbare (2008), traducción de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, una de las menos publicitadas hazañas contemporáneas de nuestra literatura.

Nunca lo dudé, desde que leí su primera novela: no sus contemporáneos, sino sus nuevos lectores serán quienes lo encuentren en el olimpo del oído absoluto, entre los novatores de la lengua española, junto a Cabrera Infante, Lezama Lima, Del Paso. Sus historias, dicho sea para no atemorizar al lector hipotético, son prodigiosas: remiten a las alucinaciones propias del verdadero contador de historias: los cineros de la legua en Albedrío (1989), las gloriosas gemelas que hacen y deshacen en Una de dos (1994), o esa pareja primordial de hombre y mujer lanzados al camino agreste, una de sus imágenes predilectas, como se ve en Lampa vida (1980), en Casi nunca (2008), en A la vista (2011).

No todos los libros de Sada me gustaron y escribí ensayos y reseñas sobre casi todos. Hipersensible, no era el mejor de los autores, o el más cómodo, para un crítico literario: los elogios prodigados los hallaba siempre insuficientes y las opiniones adversas lo deprimían a grados infernales, propios del calorón de Mexicali. Era tan dueño de su estilo que le era fácil autoparodiarse, lo cual no está a la mano del talento mediocre. Intentó con poco éxito la novela urbana (fracasó con Ritmo delta, con Luces artificiales, a principio de la otra década), pero una vez que se le pasaba el enfado bromeaba al decirme que sí, que en efecto, como Villa y Zapata, se caía de las banquetas de la ciudad.

Hombre bueno, Sada combinó dos virtudes con frecuencia irreconciliables, la generosidad y el rigor. Donde hubiera pasión literaria, se podía encontrar, en primera fila, a Sada, de la misma manera en que rechazaba de manera severa el desgano, la mediocridad, la creencia en la literatura como un pasatiempo mundano. Véase al respecto el certero elogio de Daniel Krauze, su discípulo, en el blog de Letras Libres.

Yo vi ser a Sada inflexible con los autores que como él provenían de la provincia (más temperamental que geográfica, en tantos casos), pero que a diferencia suya no lo arriesgaban todo para dejarla y anteponían excusas melindrosas propias del ánima bien dispuesta a vegetar en el infierno grande. Y si no me tocara festejar algunas de sus novelas fundacionales (la última que leí, una de nuestros pocas narraciones en serio eróticas, fue Casi nunca), si él jamás hubiera escrito nada, igual le estaría agradecido por la endiablada cantidad de poemas que se sabía, con todo y comentario, y por el número, quizá infinito, de las novelas que leyó. Su memoria no era de nuestra época, era la de un bachiller educado por Bossuet o por Luzán. Tengo el recuerdo, a lo mejor falso, de que varios de los libros que amo (las Memorias de ultratumba, El museo de la novela de la eterna, de Macedonio) me los recomendó (otrosí: urgencia) durante una corrida de autobús a San Miguel Allende, donde él me invitó a una presentación hace casi 30 años. Ese viaje nunca ha terminado, propiamente, para mí y ahora es su destino entero: el viaje al centro de la literatura.

Ya me aburrió hablar del narco

26/Noviembre/2011
Laberinto
David Toscana

Siempre me ha dado por tomar la mochila e irme a recorrer montes y valles a pie o en bicicleta. Hace unos años, gozaba de ciertos privilegios por ser mexicano. En el instante de comentar que venía de México o de Mexico o de Mexique o de Meksyk o de Mexiko o de Meksika o de Messico, a mi interlocutor le brillaban los ojos, la sonrisa y, a veces, la nostalgia.

Ah, México, allá estuve una vez. Ah, México, qué país tan bello. Ah, México, señoritas bonitas. Sombrero. Amigo. Acapulco. Mariachi. Tortillas. Piñata. Tequila. Y era normal retirarme sin tener que pagar la pizza o el bratwurst o la multa.

En aquel entonces, hablábamos de la historia precolombina, la cocina, en especial del mole y los chiles en nogada, el Día de Muertos. Las playas eran las mejores del mundo. Los pintores mexicanos, señor mío, los de Oaxaca, esos colores que nos hacen sentir vivos.

Si era algún joven europeo al que le gusta jugar al pobre por quince días, me contaría de su breve estancia en Chiapas.

Si era alguien a quien le gustara leer, los temas eran Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Octavio Paz, Sor Juana. Y no faltaba quién se declarase admirador de Volpi.

En el Cono Sur se sabían de memoria los parlamentos del Chavo del ocho. En los Balcanes, las mujeres me llamaban Corazón, pues era la palabra que, según ellas, más se repetía en las telenovelas mexicanas. Los japoneses charlaban sobre la lucha libre. Los españoles no decían mucho, pues no acaban de encariñarse con sus parientes pobres.

Luego del vino, vodka o lo que viniera a cuento, se podía echar mano de un repertorio de canciones mexicanas, ya fuera en español o en sus respectivas traducciones.

En cierta ocasión detuve mi bicicleta en un biergarten en Pegnitz, Alemania. Se realizaba una celebración y yo moría por una cerveza. Cuando se corrió la voz que por ahí había un mexicano, el grupo musical me hizo pasar al frente y alrededor de mil personas me cantaron algo llamado “Fiesta mexicana” y que fue popular en los años setenta.

En esos años gozaba del orgullo de ser mexicano. Hoy sigo estando orgulloso, no lo puedo evitar, pero trato de ocultarlo.

Lo oculto porque todos esos que me hablaban de Chichén Itzá, música, mezcal y Topolobampo, ahora me quieren preguntar por el narco, la violencia, la corrupción y las matazones.

Y el tema ya me aburrió.

En todo lugar me hacen las mismas preguntas y yo doy las mismas respuestas.

Hubo un tiempo en que México estaba en los sueños del mundo. Entonces sus embajadores eran Pedro Infante, El Santo, los enormes poetas, la pintura. Eran sus siglos de historia, arte y artesanía. Eran Los Panchos. La marimba. Era el sol de las playas. La Ciudad de los Palacios. Los tacos, el chile. Los embajadores eran Diego y Frida. El huapango de Moncayo. Hugo Sánchez. José Alfredo Jiménez.

Ahora son unos hombres que no conozco, que nunca han escrito un poema y quizá no hayan leído un libro. No saben quién fue el último emperador azteca. Tampoco parecen darse cuenta de que la vida está colmada de belleza.

Pero andan armados.

Y de ellos tengo que hablar a dondequiera que voy.

Sí y no de Daniel Sada

26/Noviembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

La muerte de Daniel Sada deja un hoyote en esta lánguida literatura. Era el mejor escritor mexicano. Después de él, a los críticos sólo nos resta hacer volados.

En el norte le debemos haber encabezado un movimiento que renovó la narrativa en todo el país y que él volvió innegable. Una parte de su innovación procede de haber poetizado el decir norteño mediante una prosa encariñada con su oído. Sada ignoró el sinsabor del lenguaje. Su prosa es venir de ritmo y atinado amontonadero de vocabulario.

“Tengo que mentir, ¡caray!... Mentir con categoría para que conforme hable se vaya haciendo redonda la verdad de la mentira”.

Sada se da en su demasía: Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999) es su obra más acabada, un mamotreto —mote suyo— muy querible de tan raro (es vernáculo y es prodigio). Una novelota detallista.

“Condición de anfitrionía la recurrente amenaza contra un deslinde, ¡ojalá!, menos peor, no tan peleón, y ex profeso la tabarra de Egrén como reto al tiento”.

La muerte no es tarada. Se llevó al mejor.

Sada sobrescribía. Y aunque con él uno corre el riesgo de dejarse endulzar el oído y verle sólo méritos y rumiar elogios, no hay que idealizarle: escribía tan bien que lo que contaba queda ahogado en su eufonía. Su cómo colma al qué acaece.

Novelista sin grandes personajes ni, menos, grandes tramas. Sada era de cierta rusticidad filosófica. No hay visión del mundo honda ni hallazgos existenciales. Sada: nada más tamaña maña para la palabra.

Menos metafísicamente denso que Rulfo, los mundos de Sada son habitados por estatuas de sonidos entrañables. Balbuceos o bullicios embellecidos.

Sada era prosaico en el buen sentido: lo prosaico lo mudó poético; y en el no-tan-bueno: sus seres sólo los salva el buen lenguaje.

A lo que voy es que Sada fue mejor que Fuentes. Pero le faltó una obra que fuese una puerta hacia una revelación no-verbal. Un libro en que tanta joyería no desbaratara lo demás.

Al ser bastante goloso le sobró hermosura para tener una novela tremenda. “Dado su bagaje no podía desbocarse en pos de un desvarío”.

Tenía simpatía por esta cultura: su oralitura la limpia de toda vulgaridad.

(Otra de Una de dos: “buscar la redondez, quererla conservar, acaso sea una fe que no puede ir muy lejos”).

Ya no sé lo que digo. Me quedé pensando en el destino trunco de ¿nuestra? literatura, que escribe tan bien que algo siempre le sale mal.

O que escribe tan magníficamente que nos hace avizorar un autor perfecto, una novela apabullante en que retórica y aventura, logos y existencia, emparejan sus alcances.

Pero esa obra no llega y el que más cerca estuvo después de Rulfo se acaba de ir, y eso es triste por él y por lo que se fue con él.

Y para que vuelva a darse esa oportunidad, uh, ya quién sabe —la verdad— si se dará.

Historia e invención

26/Noviembre/2011
Laberinto
Roberto García Bonilla

A Lorena Hernández Muñoz

Jorge Aguilar Mora (1943) reúne ocho textos, inicialmente publicados —como prólogos así como en revistas y antologías— entre 2000 y 2011, en El silencio de la Revolución y otros ensayos. Con estilo punzante, penetra y cuestiona verdades de mármol sobre el movimiento armado que puso fin al porfiriato. Se desliza por la pátina de la tradición historiográfica con una mirada inédita ante la reconocible portada de la historia y la crítica literarias sobre la Revolución. La unidad de este vasto panorama se asienta en la confrontación de versiones y conclusiones que el género de la novela y, en general, la narrativa de la revolución han acumulado. Aguilar Mora emprende un recuento de la gesta histórica que todos sabemos cuándo inició (1910) y nadie cuándo terminó, y que ha asimilado la memoria y ha sido tamizada por la ficción y el testimonio de hombres y mujeres.

Los textos de El silencio de la Revolución hacen evidente la coherencia de un proyecto escritural que mantiene su individualidad en las obras y los autores que aborda. La unidad no se restringe a la temática; su autor muestra con transparencia los rasgos que han signado sus ensayos. Recordemos La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz (1978), un libro que marcó al crítico en nuestra República de las Letras; se acepte o no, Aguilar Mora fue estigmatizado por un sector de la crítica y, puede deducirse, ese hecho acentuó su distanciamiento del país y de nuestros círculos literarios. La obra ensayística del alumno de Antonio Alatorre y Roland Barthes es excepcional por su originalidad y lucidez. Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la revolución mexicana (1990) es la obra más abierta y abigarrada, experimental, en más de un sentido, en la ensayística de Aguilar Mora. Sus vertientes alcanzan diversos terrenos genéricos. Se conjugan la minucia investigativa, la precisión académica, una aspiración estética, además de una necesidad afectiva por fundir la crónica, el ensayo, la biografía y la autobiografía. Algunos de estos rasgos también se evidencian en La sombra del tiempo. Ensayos sobre Octavio Paz y Juan Rulfo (2010). En “La fuga de la identidad”, Aguilar Mora hace un recuento en perspectiva del desarrollo de la poesía de nuestro Premio Nobel en tres etapas: la de Taller, la de El arco y la lira y la de Los hijos del limo, recuperando influencias literarias e ideológicas, confrontando los cambios que sufrieron textos como Libertad bajo palabra en sus distintas versiones (1949, 1960, 1968). “En varias ocasiones me han preguntado —señala el autor de Un día en la vida del general Obregón— si mi crítica constante a Paz tiene una motivación personal o me han catalogado de jacobino por el radicalismo de mi rechazo a la mayor parte de su obra. Me parece que ambas actitudes corresponden a la anemia y a la ceguera de la crítica en México […] He criticado a Paz porque en muchos sentidos lo admiro. Su obra poética y su pensamiento sobre la poesía tienen una solidez interpretable y criticable”. Y en “Yo también soy hijo de Pedro Páramo” invita al lector a una revisión de la obra rulfiana y de las tradiciones literarias que la sostienen, así como de las simbologías —imbricadas en mitos y silencios— presentes entre progenitor y vástago que abarcan al propio hijo del escritor, a quien se dirige el ensayo, armado a la manera epistolar.

En El silencio de la Revolución y otros ensayos, el autor de Stabat Mater funde el rigor académico (evitándole al lector el ritual de los pies de página) con el ejercicio narrativo del novelista, el autor de Un cadáver lleno de mundo (1971) o Si muero lejos de ti (1979). La misma preocupación del novelista por la tradición que le antecede —y que ha de superar, utilizando, incluso, el habla, como un personaje más, por ejemplo en Los secretos de la aurora (2002)— también está presente en el ensayista que en su análisis se libera de las definiciones esquemáticas de los géneros, y permite su convivencia y mutuo enriquecimiento.

En El silencio de la Revolución… advertimos la confluencia natural entre historia y literatura, hecho inadmisible para la crítica académica. Biografía y ficción hermanadas pueden explicar la narrativa de la Revolución y alumbrarnos con fidelidad sobre hechos históricos del mismo modo que los relatos de personajes pueden dar claves sobre la vida de quienes los crearon. El deslinde y la ambición metodológica de las academias —que suelen ser estériles— ha negado testimonios genuinos de la historia; retratos biográficos inéditos se han confinado como retórica adyacente a la trama y los personajes “centrales”, y se han encerrado, en un tiempo lejano a la realidad, sólo atribuible a la ficción.

Los textos reunidos en el volumen son “El silencio de la Revolución” (proclama la necesidad de devolverle la voz que le pertenece a la novela de la Revolución, “más allá de un género inventado por la pereza crítica, más allá de la historia misma”; cuestiona así a las academias de historia y a la crítica literaria); “El origen de la nación mexicana” —sobre La ruina de la casona. Novela de la Revolución mexicana (1921) de Esteban Maqueo Castellanos (Conaculta volvió a publicarla en 2010)—; “El fantasma de Martín Luis Guzmán” (un recorrido por la narrativa y las asimilaciones ideológicas del autor de La sombra del caudillo); “El mundo con otro, el mundo con otros” (a partir del análisis de la letra de un corrido, muestra la fidelidad de “La Bola” a Pancho Villa, y manifiesta la significación histórica y biográfica del corrido de la Revolución); “El silencio de Nellie Campobello” (en el cual reconocemos el hallazgo, tantos años olvidado, que representan Cartucho (1931) y Las manos de mamá (1937): la rarísima convergencia entre crónica, memoria, historia, autobiografía y literatura en un ejercicio espontáneo y con la puerilidad de su estilo); “Una novela fiel. Vámonos con Pancho Villa” de Rafael F. Muñoz (acaso el texto en el cual es más evidente la afectividad y complicidad de Aguilar Mora con el enigmático novelista que murió poco antes de aceptar una silla en la Academia Mexicana de la Lengua); en “La literatura infinita. Los cuentos de Rafael F. Muñoz” sabemos de textos como “El niño”, “La cuerda del general” o “El buen bebedor”; en “Novela sin joroba (Se llevaron el cañón para Bachimba)”, el ensayista precisa la integración total entre narración e historia, situada en la rebelión pura, sin importar si fue orozquista o no.

En estos ensayos el pasado es vivificado como preámbulo a las argumentaciones. Historia social y cotidiana, crítica literaria, ensayo biográfico e impugnación de las sentencias y ponderaciones de la tradición historiográfica se funden con la libertad narrativa y la incisión interrogativa del escritor que redimensiona la historia y contextualiza los hechos en el presente. Las interpretaciones, en largos pasajes, son agrestes, aunque sin el sesgo de estilos que aspiran a la depuración de la forma; con frecuencia las ideas no emergen contundentes.

En El silencio de la Revolución… estamos ante un escritor cuya integridad y consecuencia intelectuales y narrativas no admiten concesiones con su propio estilo, menos aún con sus objetivos como crítico. Corre el riesgo de la incomprensión, el desdén o la indiferencia al no ceñirse al atildamiento reconocible y asequible entre las comunidades de lectores. La intrincada estructura de los textos se asienta en la coexistencia de registros temáticos, narrativos e interpretativos (históricos, genéricos, ideológicos y poéticos). La escritura se caracteriza por la polifonía de registros. Sus disentimientos, lejos de la diatriba, apuntan a una meditación que provoca la polémica y se rehúsa a las entrelíneas de la censura. En los pliegues de las entrelíneas, encontramos la pormenorización y los intersticios de la narración: ahí está el polémico diálogo interior que el lector enfrenta como interlocutor. Para Aguilar Mora, hay que reiterarlo, el desafío del escritor consiste en asimilar tradiciones y su tentativa de aportación es escribir algo que no se haya hecho antes. El ensayista obsesionado por el pasado, que utiliza como herramienta para iluminar la verdad propia y de paso compartirla a sus lectores: así se muestra el autor de La bella molinera que, acaso sin advertirlo, manifiesta la vehemencia, la pasión y la minucia con la que se ha desempeñado como profesor universitario por más de treinta años en la Universidad de Maryland. Sus digresiones no son concesiones retóricas ni sutileza estilística, son revelaciones de las entrelíneas de las lecturas, que crean intertextos.

En el trasfondo de su discernimiento y sus polémicas respira el anhelo de una búsqueda de integración y el coloquio entre el intelectual, el académico, el escritor que ha incursionado en casi todos los géneros literarios, y el hombre cuya pasión por encarar la cotidianidad y pensar la realidad —integrándolas a la escritura— mantiene una infrecuente densidad.

El silencio de la Revolución y otros ensayos es un ejemplo de unidad de un proyecto escritural en el cual la memoria individual, colectiva, anónima y oficial, dialogan y se confrontan. Una polémica subyace, y no por conocida es menos significativa: la pugna, digamos, epistemológica entre la verdad histórica y la revelación literaria. Si se acepta que la historia tiene en la memoria uno de sus ingredientes básicos, al recuperar meandros del pasado integrará a su cuerpo, al menos, hilos de la invención. Y si la literatura, como se repite, ha superado a la realidad, es porque de manera permanente se nutre de aquella más allá de la metamorfosis discursiva e ideológica.

A pesar de su distanciamiento físico de México, Jorge Aguilar Mora es uno de nuestros ensayistas más representativos y escritores vivos con más ambición universalista, sin perder de vista la cultura y la historia. No es fortuito que, reconociendo y detallando la geografía física y afectiva de su estado natal, Chihuahua, se haya sumergido en la vida de milicianos anónimos y que se haya detenido en los fusilamientos. Además, hay que tomar en cuenta las obsesiones intelectuales de un narrador que necesita la historia para argumentar lindes o meollos en sus ficciones. Hay búsquedas anímicas de las ausencias y pérdidas familiares, sobre todo las intempestivas. Esa misma búsqueda, finalmente, lo mantiene activo en la investigación y la escritura de una crónica pormenorizada, año por año, de la cultura, el pensamiento, la tecnología, la ciencia y la política en América Latina durante el siglo XIX.

Del mismo modo que el autor de El silencio de la Revolución… nos recuerda que, más allá de la invención de un género concebido por la comodidad de los estudiosos formalistas, la novela de la Revolución Mexicana es una de los ejemplos más elevados de nuestra literatura, nosotros reconocemos que al margen de divergencias interpretativas, prejuicios o desconocimientos generacionales, dentro de la heterogeneidad de nuestros ensayistas vivos Jorge Aguilar Mora es uno de los más insólitos, por su rigor y su ética intelectuales.

Los años veinte: periodismo y literatura

26/Noviembre/2011
Laberinto
Patricia Villegas

A Aurelio de los Reyes

En sus tendenciosas pero interesantísimas memorias, José Juan Tablada evoca los “cavernarios” duelos que a finales del siglo XIX protagonizaba un siniestro personaje del periodismo cuyo nombre era Límbano Domínguez.¹ Aunque firmaba algunas de las notas que aparecían en los diarios donde trabajaba (las más comprometedoras), pocas veces escribía artículos; su verdadero oficio era dar la cara a los inconformes y disgustados lectores que, ofendidos por los vejámenes de que eran objeto, acudían a la redacción de los diarios para reclamar lo que consideraban un infamante libelo publicado en su contra. Era la cotidiana sal de los periódicos mexicanos. La fama que don Límbano había adquirido como duelista solía desanimar cualquier protesta, pero cuando surgía la oportunidad pactaba el duelo a muerte, como que estaba en juego la satisfacción de la más grave ofensa. En cierta ocasión, hallándose en alguna parte del interior del país, por no encontrar armas adecuadas para un duelo, don Límbano propuso que él y su contrincante se encerraran en una cabaña y con hachas de leñador resolvieran sus diferencias. Al día siguiente, los testigos abrieron la puerta y encontraron a don Límbano desmayado sobre un charco de sangre y a su adversario muerto.

Era tal su pasión por los duelos que, una vez, en la redacción de El Partido Liberal (hablamos de un periódico y no de un partido), mientras esperaba a que saliera un amigo suyo para tomar el aperitivo y la comida, llegaron dos señores vestidos con rigurosa levita y sombrero alto. Desplegando toda la solemnidad del caso, dijeron:

—Somos los padrinos del señor Fulano y venimos a exigir una amplia satisfacción o en su defecto una reparación con las armas en la mano por los ataques que el Partido de ayer le ha dirigido a nuestro...

Don Límbano se puso de pie y aunque era completamente ajeno al periódico y ni siquiera había leído el artículo supuestamente ofensivo, se acercó hasta los arrogantes padrinos, los miró de arriba abajo y les dijo:

—Muy bien señores, díganle a su representado que yo no daré ninguna satisfacción, por lo tanto, que el ofendido elija las armas y ponga las condiciones.

Titubeantes ante la frialdad de su interlocutor, los padrinos le preguntaron su nombre. Lo hizo y luego, casi deletreando pero con gran firmeza, volvió a repetirlo.

Uno de ellos protestó tímidamente:

—Según entendemos, el autor del artículo es otra persona.

—¡Cuidado!, señores míos, con un mentís, porque en cuanto ventile este asunto con su ahijado, me arreglaré con ustedes.

Visiblemente desconcertados, respondieron que había un malentendido y que, apenas tuvieran bien averiguados todos los detalles del asunto, regresarían para establecer las condiciones del duelo. Jamás volvieron.

Lo importante de la pintoresca anécdota es que, con el cambio de siglo, llegó a México lo que se conoció como “el nuevo periodismo”. Más noticias obtenidas por reporteros de fuentes directas y menos despliegues literarios. Agilidad lógica y lingüística en la redacción de las notas y economía de palabras y hechos, así como una estructura diferente en la presentación global de diarios y revistas. En una frase: menos improvisaciones artísticas a cambio del profesionalismo y la especialización en el oficio periodístico. Rafael Reyes Espíndola fue el animador de este nuevo periodismo a través de El Imparcial, El Mundo y la revista El Mundo Ilustrado. Su perspectiva del periodismo lo obligó a reclutar escritores que tuvieran la voluntad de informar, hacer reportajes, divulgar la cultura y olvidarse de los escándalos, los ataques personales, las exquisiteces individualistas y, sobre todo, de la política opositora. El empresario tuvo que enfrentarse a muchísimos intelectuales y obreros organizados que preferían una prensa contestataria. Sin embargo, el férreo régimen porfirista fue cerrando los periódicos que tenían pretensiones combativas y esto, a la larga, facilitó el triunfo del nuevo periodismo.

Empero, durante muchos años, los periódicos de Reyes Espíndola debieron sufrir el embate de otros diarios como El País, El Noticioso, El Nacional, El siglo XIX y La Patria que agrupaban a los viejos periodistas, para los cuales don Límbano Domínguez —y otros como él— eran un timbre de orgullo y personajes de primera necesidad para el desempeño del “peligroso” y “comprometedor” oficio periodístico. Desde luego, los matones como don Límbano estaban al margen de la política porque contra el Supremo Gobierno no había duelos ni armas que pudieran oponerse y ellos no tenían bandera ni más causa para defender que el honor de los periódicos. Con excepción de las publicaciones clandestinas —como las que imprimían los hermanos Flores Magón—, la prensa se llenaba de lisonjas para el régimen y con ello contribuía a la ambientación de la “paz porfiriana” que se enmarcaba en la “bella época”.

Reyes Espíndola era contrario a las ideas de los poetas que habían iniciado la Revista Moderna, una publicación que —según José Juan Tablada— brotó del escándalo que produjo hacia 1898 su poema “Misa negra” en el periódico de Chucho Rábago y Joaquín Escoto. El empresario era poco tolerante con la poltronería y los excesos de este grupo financiado por dos norteños locos (los “Chuchos”: Jesús Valenzuela y Jesús Luján) que tiraban su dinero irresponsablemente pagando los vicios de estos genios desubicados que se sentían avecindados en París y vivían renegando de la gran Tenochtitlan. No obstante, varios de ellos trabajaron con él en algunos de sus periódicos, Tablada especialmente. Reyes Espíndola no veía bien que sus redactores participaran en otros medios con una actividad que fuese más allá de la simple colaboración. Era el caso de Amado Nervo quien con gran discreción se apartaba del grupo que elaboraba la Revista Moderna; incluso había manifestado su temor de que en algún momento el Jefe se disgustase por mandarles su acostumbrada nota. Nervo era el director de El Mundo Ilustrado. Reyes Espíndola lo distinguía con su amistad y lo apreciaba por su enorme dedicación y su capacidad de trabajo. Nervo era una presencia constante en El Mundo durante el día y buena parte de la noche, una verdadera hormiga, silenciosa y laboriosa. Pero en algún momento esta tensión y la sobrecarga de trabajo rompieron su paciencia ejemplar. Fue con Reyes Espíndola y sin preámbulos le dijo:

—Rafael, vengo a despedirme de ti.

—¡Cómo! ¿Pues a dónde vas?

—Me voy a suicidar.2

Reyes Espíndola comprendió que no se trataba de un exabrupto. Nervo hablaba en serio y, para atajar sus impulsos suicidas, le contestó:

—Mejor, en vez de suicidarte, ¿qué tal si mañana te vas a Europa?

Al día siguiente, en las oficinas de la Revista Moderna, Nervo estaba para despedirse de sus amigos y ofrecerles sus colaboraciones desde París. Lo festejaron y lo despidieron con una buena comida y una larguísima sobremesa amenizada con todo tipo de licores digestivos. Sin embargo, le esperaba un amargo incidente. Cuando iba de camino a Nueva York (era la ruta comercial hacia Europa), envió a la Revista Moderna una primicia de su libro El Éxodo y las flores del camino. Reyes Espíndola juzgó injusto que el anticipo no se publicara en El Mundo Ilustrado y por medio de un cable le comunicó al poeta que el viaje a París no continuaría por su cuenta. Desesperado, Nervo escribió una carta a la Revista Moderna donde contó las consecuencias del incidente y su eventual desgracia. Jesús Luján, el mecenas de la publicación y de los bohemios que escribían en ella, afirmó que entonces Nervo continuaría su viaje hacia París por cuenta de la Revista Moderna. Obviamente, la revista no vivía de la publicidad, ni de sus suscriptores ni de sus ventas; tanto la renta de las oficinas en el lujoso piso de un edificio ubicado en la esquina de las actuales calles de Bolívar y Madero, como los elegantes muebles de caoba, piel y latón, así como la impresión de cada número, el pago de las colaboraciones a poetas y pintores y las borracheras diarias en las cantinas aledañas, todo salía de las bolsas de los Chuchos.3 Así que, en estricto sentido, Amado Nervo fue becado por la generosidad de este dispendioso patrocinador de la bohemia modernista.

Con el paso del tiempo, ambas empresas, la de los Chuchos y la de Rafael Reyes, tendrían razón: a corto plazo, la de Reyes Espíndola conseguiría que la prensa mexicana alcanzara mayor profesionalismo y se modernizara; a largo plazo, la Revista Moderna sería una de las mejores revistas literarias que se hayan publicado en la lengua española. La primera empresa dejó mucho dinero; la segunda dejó mucho prestigio a sus colaboradores (muertos tempranamente por sus excesos alcohólicos) y a la literatura mexicana, pero fue ruinosa para Jesús Valenzuela y seguramente no tuvo utilidades monetarias.

Con el estallido de la revolución en México, el nuevo periodismo terminó de consolidarse. La necesidad de recopilar y procesar la información para venderla al exterior y la convivencia de los periodistas mexicanos con los extranjeros que cubrían las diversas fuentes, hizo que la prensa nacional se olvidara de los chismes locales, se profesionalizara y se modernizara. Más aún, con el inicio de la I Guerra Mundial primero, y después con la revolución rusa, la proliferación y el crecimiento de los diarios se convirtió en un imperativo. Sin la competencia de los medios electrónicos que surgirían años más tarde, los periódicos vivieron su edad dorada. La diversidad de las publicaciones produjo una de las épocas más interesantes en la historia de los medios impresos. En este contexto resurgieron los magazines, los semanarios, los suplementos dominicales y toda clase de revistas misceláneas.

Por su calidad literaria y por su constancia, había dos revistas que competían entre sí por ganarse a los lectores: Zig-Zag, dirigido por Pedro Malabehar y El Universal Ilustrado que, unos tres años después de haberse creado (mayo de 1917), comenzaría a dirigir Carlos Noriega Hope, en marzo de 1920. A su alrededor había revistas como Tricolor de Julio Sesto, Álbum Salón, Revista de Revistas, el Suplemento Literario de El Heraldo de México que dirigía Jorge de Godoy. Un problema laboral que propició una mortal huelga de la imprenta donde se estampaba la revista terminó con la brillante carrera de Zig-Zag y los autores que tenían su mirada fija en la Nueva España y gozaban con sus estampas coloniales quedaron desempleados. Noriega Hope invitó a algunos de los escritores y periodistas de Zig-Zag a trabajar con él en El Universal Ilustrado: Francisco Monterde, Rafael Heliodoro Valle, Cube Bonifant, Francisco Zamora, Porfirio Hernández, Gregorio Ortega y Arqueles Vela. Unidos a la plantilla de colaboradores habituales, entre los que destacaban Gilberto Owen, Celestino Gorostiza, Leonor Llach, Antonio Acevedo Escobedo, Celestino Herrera Frimont, Jorge Piñó Sandoval, Marco Aurelio Galindo, José D. Frías, Rafael Solana (“Verduguillo”), Fernando Ramírez de Aguilar, Demetrio Bolaños, Alba Herrera y Ogazón, Luz Alba, los humoristas Gustavo F. Aguilar y Xavier Enciso, los ilustradores Gabriel Fernández Ledesma, Fernando Bolaños Cacho, Duhart y Andrés Audiffred formaron uno de los equipos más notables del periodismo mexicano.

Hacia el comienzo de la década de 1920, con el auge de los medios impresos, entre las cosas que más se extrañaban del antiguo periodismo estaban las deliciosas crónicas, los cuentos y las novelas cortas de autores como Manuel Gutiérrez Nájera, Ángel de Campo (“Micrós”, muerto en 1908), Amado Nervo (muerto en 1912), Federico Gamboa (silenciado en 1913, después de su colaboración con el gobierno de Victoriano Huerta), Rafael Delgado (muerto en 1914). Sólo unos cuantos prosistas aparecían de vez en cuando en los diarios: José López Portillo y Rojas, Cayetano Rodríguez Beltrán o el cuentista J. Rafael Rubio. La crisis era evidente y la resentían especialmente los suplementos semanales pues se veían obligados a publicar traducciones de autores que, por herencia del porfirismo, eran casi siempre franceses. Con la idea de que el relato breve (de cualquier género) vive al amparo de los suplementos culturales y de las revistas literarias, y para estimular a los escritores mexicanos, en especial a los jóvenes, El Universal Ilustrado patrocinó un concurso para los creadores de prosa. Al final hubo que declararlo desierto y repartir el premio entre los cuatro finalistas. Sin embargo, Noriega Hope no se dio por vencido y suponiendo que en México había talento y “que algunos de los aún desconocidos eran escritores alérgicos a los certámenes literarios, recelosos del fallo de los jurados que procedían con precipitación o se mostraban parciales al conceder premios”,4 lanzó el proyecto de la novela semanal:

Un verdadero esfuerzo significa para El Universal Ilustrado esta nueva sección. No se escapará a nuestros lectores que el hecho de conseguir cada semana una novela corta de autor mexicano representa, por nuestra parte, un esfuerzo sencillamente colosal, ya que en México muy pocos cultivan con éxito este género literario.

En efecto, para Noriega Hope y para cualquier otro animador de la cultura mexicana de cualquier época, habría sido imposible cumplir semanalmente la oferta de publicar una novela inédita en el pequeño suplemento que medía “unos doce por dieciséis centímetros” y se publicaba todos los jueves. A pesar de eso, se sostuvo durante casi doscientas semanas, del 2 de noviembre de 1922 al mes de diciembre de 1925. El propio Monterde, quien refiere estas cifras, se contradice unas páginas adelante:

Tal fue el esfuerzo que Carlos Noriega Hope realizó, a lo largo de tres y medio años —de junio de 1922 a fines de diciembre de 1925— al sostener, contra viento y marea, el timón con que guiaba, dentro de El Universal Ilustrado, el suplemento literario que destinó a fomentar en México el cultivo del cuento y la novela corta.

Lo cierto es que, en la investigación hemerográfica, todo está por descubrir. Se conocen las novelas más importantes que dio este suplemento, empezando por la obra maestra de Mariano Azuela: Los de abajo. Había sido publicada en El Paso, Texas, en 1915, en una edición que pasó inadvertida y que, diez años después, seguía prácticamente desconocida. Según parece, la idea de volver a publicarla en una edición visible (en “La novela semanal”, por ejemplo) salió de una polémica aparecida en El Universal entre Francisco Monterde, Julio Jiménez Rueda, Victoriano Salado Álvarez y Nemesio García Naranjo. Fue ilustrada por Audifred y tuvo tal éxito que, un año después, se publicaría en Madrid con ilustraciones de Gabriel García Maroto. Ahí comenzó la fortuna crítica de Los de abajo.

También figuran (en el número 66) La llama fría de Gilberto Owen quien, andando el tiempo, sería uno de los mejores poetas de la generación surgida de la revista Contemporáneos, y La señorita Etcétera, del estridentista Arqueles Vela (en el número 7). Fue ilustrada por CAS (Guillermo Castillo) con un retrato en la portada hecho por Alfredo Gálvez. Seguramente, en el mundillo de las letras mexicanas, hubo un pequeño escándalo por esta inclusión, al grado que Noriega Hope aclaró que era mérito de la revista “no cerrar la puerta del Suplemento a todos los que no pensaran o sintieran como nosotros” y más adelante reiteró: “concédese a este ecléctico suplemento de El Universal Ilustrado el raro mérito de hallarse abierto para todas las tendencias, contemplando serenamente todos los horizontes.” Tal vez el haber participado en los manifiestos de 1921, lanzando “mueras” al cura Hidalgo y ensalzando el mole de guajolote, dejó una mala impresión de los estridentistas en los desazonados ciudadanos de la gran Tenochtitlan.

La lista de las novelas publicadas es de sumo interés para los estudiosos de la cultura mexicana del siglo XX. Basta mencionar que en el número 19 hay una novela de Manuel Gamio que lleva por título Estéril, y que en el 55 nos encontramos con una novela de Daniel Cosío Villegas, Nuestro pobre amigo. Nadie en nuestros días habría imaginado a estos dos personajes como novelistas. En el número 28, Federico Gutiérrez publicó La novela de Alicia, un relato que trata sobre el sonado caso de Alicia Olvera, la mujer que asesinó en defensa propia y que fue absuelta gracias a la habilidad de su abogado Querido Moheno. También puede ser interesante conocer los relatos del cineasta Juan Bustillo Oro que se publicaron bajo el título de La penumbra inquieta (Cuentos de cine). Y todavía de mayor interés para los aficionados a las divas de la farándula nacional será enterarse que Mimí Derba, cuya efigie en el imaginario colectivo está grabada como la actriz madura que caracteriza a las madres realistas y severas, mandonas pero comprensivas —por ejemplo, como madre de Jorge Negrete—, esa actriz que en sus años mozos competía exitosamente en el Teatro Lírico con María Conesa y Consuelo Cabrera, la que casi con seguridad fue la primera directora de cine que dio nuestro país, ella, María Herminia Pérez de León Avendaño, Mimí Derba, publicó dos novelas en El Universal Ilustrado, en los números 45 y 52: La mejor venganza y La implacable. Es un dato que se les ha escapado a los especialistas. Ni siquiera a un biógrafo como Ángel Miquel, o al cuidadoso colega de la Universidad Veracruzana, Octavio Rivera, les llegó este dato que fue moneda corriente para los viejos escritores como Francisco Monterde (tan corriente que no le dieron importancia). Sin embargo, esta mujer “con dos partes de Afrodita y una de Minerva” —como decía el poeta Alfonso Camín— tuvo mejor repartida la inteligencia de lo que habíamos creído al agregar estos dos títulos a su libro de relatos publicado por F. E. Graue en 1921: Realidades [Páginas sueltas]. Con esta bibliografía y con su trabajo como argumentista en las películas que hizo la compañía cinematográfica que ella misma fundó en 1917 —en asociación con el camarógrafo Enrique Rosas—, la figura de la actriz se engrandece enormemente.

Están por descubrirse más curiosidades en “La novela semanal”: ¿se cumplió la promesa hecha en el número 34 de publicar una selección traducida del Diario íntimo de Pierre Loti?; ¿qué tal estuvo la selección y la traducción de poetas norteamericanos y franceses que hizo Salvador Novo en los números 42 y 43?; ¿los relatos de María Esperanza Pardo (La soñadora y otros cuentos) tienen alguna relación con el movimiento estridentista, dado que fue Arqueles Vela quien hizo la presentación editorial?; ¿hubo alguna intención feminista en la línea editorial? ¿Pinopiaa (Diosa de piedra), una obra inscrita en la tradición zapoteca cuyo autor es Fernando Ramírez de Aguilar, representa el comienzo de la literatura indigenista en nuestro país? Por lo pronto, es prioritario resaltar la figura de Carlos Noriega Hope quien dejó nuestro mundo a los treinta y ocho años de edad. A los veintiséis, con su intención de estimular la narrativa mexicana, sin darse cuenta, estaba remediando la amputación de prosistas que había dejado el “nuevo periodismo” con su política de eliminar el exceso de artistas literarios que abundaban en los periódicos decimonónicos. Con una inmensa virtud: el ejercicio de la tolerancia y la apertura para todas las corrientes del pensamiento. Sería bueno repasar el homenaje que sus amigos le hicieron en el INBA en 1959, revisitar su obra literaria y aquilatar su labor periodística.

1 José Juan Tablada, La feria de la vida, Botas, México, 1937, p. 410 (son dos volúmenes; el otro se titula Las sombras largas. Hay dos ediciones modernas en el CONACULTA y en la UNAM).

2 Cfr. Rubén M. Campos, El bar. La vida literaria de México en 1900, UNAM, México, 1996, p. 86.

3 Otro patrocinador de la bohemia modernista fue Constancio Valverde, empresario y magnate del transporte público. Organizaba banquetes pantagruélicos por el solo gusto de escuchar las conversaciones de los escritores, los pintores y los músicos que convocaba a su enorme casa.

4 Francisco Monterde, “Prólogo” a 18 novelas de “El Universal Ilustrado” [1922-1925], INBA / Departamento de Literatura, México, 1969, p. 9.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Vallejo recibe el Premio FIL y da a conocer sus “mandamientos”

27/Noviembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

GUADALAJARA.

¿Quién es Fernando Vallejo? ¿Fernando está en sus libros? ¿Qué adjetivos definen mejor a este escritor y músico, a este revolucionario y provocador, a este amante de los animales y enemigo de la iglesia y los políticos? Él mismo, duda en calificarse. Pero, en su discurso de recepción del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, se definió como un mexicano por residencia y convicción, un enamorado de la cultura popular y obstinado crítico de los políticos y la política mexicanos.

Si el periodista y editor Juan Cruz, encargado de hacer su semblanza, enlistó una serie de calificativos como: tímido, discreto, soez, sagaz, mordaz, sencillo, inteligente, revolucionario, pobre, inmoral, insensato, deslenguado, hijoeputa; Fernando Vallejo prefirió remitirse a quién es él a partir del momento en que pisó tierra mexicana, quiso hablar de su relación tan entrañable, cultural, musical y vivencial con México.

Aunque llegó a México en 1971 y esa misma noche se adentró en los territorios de la Plaza Garibaldi donde descubrió, junto a seis mariachis desentonados, que se sabía todas las canciones de José Alfredo Jiménez, en la memoria de Fernando Vallejo está más fresca la imagen del amanecer mexicano con el teñir de campanas y el canto de los gallos, instalado en un pequeño hotelito del Centro Histórico.

“Salí a la calle, al rumor envolvente de la calle. México vivo, el del pasado más profundo, el eterno, el mío, el que se ha detenido en mi recuerdo, el de siempre, el que no cambia, el que no pasa, el de ayer”, recordó el narrador amante del lenguaje.

Ese mismo día le preguntó a esta tierra: “¿En qué estás pensando, México? ¿A quién quieres para quererlo? ¿A quién odias para odiarlo?”, pero el otro, inescrutable, no le contestó ni una palabra.

“Jamás me contestó. Entonces aprendí a callar. Y han pasado 40 años desde esa noche en el Tenampa y ese amanecer en ese hotelito de la calle de Isabel la Católica y esa mañana soleada, y me fui quedando, quedando, quedando, y aquí he escrito todos mis libros y hoy me piden que hable, pero como México calla, yo tampoco pienso hablar. Sólo para decirles que me siguen resonando en el alma unas canciones”, dijo.

Espíritu marcado por la música

Y es que el escritor se ha declarado admirador de José Alfredo Jiménez y hoy, ante cientos de personas que lo aplaudieron cuando le entregaron el galardón y rieron ante sus ocurrencias, Fernando Vallejo repasó los compositores y canciones mexicanos que lo tocaron.

Luego de hablar de su infancia en la finca de Santa Anita, en Medellín y tras repasar su vida en una familia enorme y timorata, Fernando Vallejo citó estrofas de Carta a Eufemia del compositor mexicano Fernando Rosas y hasta cantó La burrita de Ventura Romero.

Sin embargo, el escritor colombiano-mexicano que mañana lunes, durante su reunión con mil jóvenes, entregará, en donación, los 150 mil dólares del premio a las asociaciones protectoras de animales mexicanas: Amigos de los animales y Animales desamparados, habló también de políticos mexicanos, en especial de Vicente Fox –sin nombrarlo- que dijo fue, durante algún tiempo “mi galló con botas”.

Los tres mandamientos

Mientras Juan Cruz, Jorge Volpi, Raúl Padilla, Nubia Macías, Consuelo Sáizar y varios representantes de naciones y municipios, escuchaban al galardonado, Vallejo dio a conocer los tres mandamientos que deberían regir a los mexicanos y que se sintetizan en: No te reproduzcas, Respeta a los animales y No votes.

Si el primero de sus mandamientos dice: “No te reproduzcas que no tienes derecho, nadie te lo dio” y el segundo afirma: “Respeta a los animales que tengan un sistema nervioso complejo”, el tercero es el más provocador y contundente: “No votes. No te dejes engañar por los bribones de la democracia, y recuerda siempre que: no hay servidores públicos sino aprovechadores públicos. Escoger al malo para evitar al peor es inmoral. No alcahuetees a ninguno de estos sinvergüenzas con tu voto. Que el que llegue respaldado por el viento y por el voto de su madre. Y si por la falta de tu voto, porque el día de las elecciones no saliste a votar, un tirano se apodera de tu país, ¡mátalo!”.

En ese momento, la sonrisa se borró de muchos rostros y casi como la canción de José Alfredo Jiménez, que dice “los mariachis callaron”, quienes se dieron cita en el salón Juan Rulfo para atestiguar el arranque de la 25 Feria Internacional del Libro de Guadalajara, optaron por el silencio y luego por el cuchicheo: “¿está llamando a no votar?”, dijo alguien de los presentes.

Ese es Fernando Vallejo, el escritor al que le dieron el galardón porque “es una de las voces más personales, controvertidas y exuberantes de la literatura actual en español”, como señaló el escritor Jorge Volpi al leer el Acta del Jurado; ese es Vallejo, del que Juan Cruz dijo:

“Fernando acaso tiene ocho u ochenta identidades, millones de adjetivos, atronadores o suaves, que lo representan. ¿Qué Fernando? Todos los Fernandos, todos los adjetivos le van. Pero le va uno más que ningún otro, ese le distingue, por ese le premian, ese es el que está retratado en el caos de su vida y ese orden caos. El adjetivo artista. El músico artista escritor colombiano rabioso suave indignado benévolo inolvidable Fernando Vallejo”.

Fernando Vallejo sonrío siempre complacido y al final lo abrazó. Sólo después de eso, en su discurso habló de la muerte y dijo: “Yo digo que la muerte no es tan terrible como se cree. Ha de ser como un sueño sin sueños, del cual simplemente no despertamos. Yo no la pienso llamar. Pero cuando llegue y llame a mi puerta, con gusto le abro”.

Sólo entonces Fernando Vallejo concluyó: “Me siento muy contento de estar hoy con ustedes en esta Feria tan hermosa, que pronto se llenará de niños y de jóvenes, y de haber vuelto a Jalisco, la tierra de Rulfo, donde los muertos hablan”.

Y sí, así comenzó la fiesta de los libros, la feria más importante de habla hispana, la segunda más importante después de Frankfurt, que está presente porque Alemania es la nación invitada de honor.

lunes, 21 de noviembre de 2011

“Era un hombre hecho de escritura y espero que se conozca más”

21/Noviembre/2011
El Universal
Alida Piñón

Adriana Jiménez luce tranquila. Por momentos, pese a estar rodeada de muchas personas, su semblante podría ser la descripción de la soledad. En algunos instantes, sonríe. Es la viuda del escritor Daniel Sada, fallecido la noche del viernes. El sábado por la tarde aceptó conceder esta entrevista.

Deben ser incalculables los recuerdos a su lado, ¿cuál es el que ahora viene a su memoria?

Le gustaba mucho darme a leer su material y me pedía que fuera acuciosa. Muchas veces leímos juntos su trabajo y algunas veces yo leía en voz lo que había escrito. Él se concentraba mucho, siempre quería llegar a la perfección, entonces, verdaderamente, teníamos discusiones muy amplias acerca de un punto y coma, o de un término. Se lo tomaba tan en serio, que podíamos estar hablado horas acerca de qué vocablo convenía más, si era mejor una aposiopesis –una figura retórica que a él le gustaba mucho usar-, o en qué momento convenía una elipsis.

Era un hombre muy apasionado y como a mí también me gustaba mucho, pues eran discusiones muy fértiles que gozábamos mucho.

¿Había más alegría que tensión en esas discusiones?

¡Sí, por supuesto! Sí había tensión pero era muy sana, porque estábamos haciendo el trabajo que a él le gustaba. La escritura era todo para él, pero sí llegaban a ser muy divertidos esos momentos. Mi esposo era un hombre divertido, lúdico, un hombre muy gozoso. Recordarlo así, juguetón, me satisface mucho en estos momentos.

¿Esa fue de las razones por las que se enamoró de él?

La verdad es que cuando lo conocí…. me gustó (ríe). El nacimiento de este amor fue algo muy elemental, pero en ese momento no pasó nada. Cinco años después de que nos conocimos, nos volvimos a encontrar, me pidió mi teléfono y empezamos a salir. Él me cortejaba, me llevaba flores, perfumes, figuritas de porcelana. Tiempo después lo empecé a leer y me deslumbró, aún sigo deslumbrada. Así que al principio me gustó como hombre. Después me conquistó de una manera absolutamente romántica, anacrónica y deliciosamente cursi. Mi admiración por el gran artista llegó después.

¿Cuál es la obra que, por su estructura, tema o lo que existe alrededor de su construcción, es la que le gusta más?

Los críticos han dicho que Porque parece mentira la verdad nunca se sabe es su obra maestra, coincido totalmente. Es un libro que disfruté muchísimo, lo platicamos mucho. Recuerdo que nos acabábamos de casar y para mí era deslumbrante ver la manera en que él escribía, sólo viendo sus ojos me daba cuenta de que no estaba ahí, sino en un lugar que él llamaba su paisaje interior, gozando de una manera increíble tanto el tema como la estructura, porque es una novela extremadamente compleja. Es, definitivamente, mi obra favorita y me alegra tanto que se le haya reconocido como su obra maestra porque eso es justo lo que es.

¿Qué decir de él como papá?

¡Ah, un papá tan amoroso! Le hacía caballito a la niña y le gustaba mucho cantarle una canción que a él le cantaban cuando era niño. Nuestra hija estaba muy orgullosa de él, fue un papá muy entrañable y muy dulce.

¿Qué le gustaría que se recordara de él, como escritor?

Su trabajo de orfebrería, ese cuidado en la forma. Para él, arte era forma. Por supuesto que también aclaraba que había que contar una historia, pero la forma era esencial.

Espero que lean más su obra porque es muy disfrutable, tiene una gran calidad, un deslumbrante manejo lingüístico y sintáctico, así como un léxico extraordinario y un sentido del humor único.

Su mirada siempre tuvo una gran profundidad. Daniel era un hombre hecho de escritura y espero que se conozca más.

¿Le sorprende que la noticia de su fallecimiento sea una de las más leídas en los portales de los periódicos y de las más comentadas en redes sociales?

Me lo han comentado y es un enorme consuelo en estos momentos, pero creo que es comprensible porque con frecuencia es hasta que un artista fallece, cuando se le pondera en toda la extensión de la palabra. Me sorprende gratamente, pero no me asombra. Creo que él habría sido muy feliz si se hubiera dado cuenta de las repercusiones de su nombre.

Debido a que la enfermedad fue larga, ¿cree que estaba listo para partir?

Sí, estaba consciente de lo que estaba pasando. Nunca perdió la lucidez y, aunque me duela, sí creo que estaba listo para partir. Por supuesto que había proyectos, pero creo que en el fondo él sabía que las cosas iban a terminar así.

Las dificultades económicas que padecieron, ¿de algún modo podrían ser un llamado para que los legisladores analicen con más rapidez una ley de seguridad social para creadores?

Ese tema fue muy conflictivo para mí. Cuando enfermó requirió de una atención constante, todos nuestros ingresos desaparecieron. La situación fue realmente muy difícil, por eso acepté la iniciativa de algunos buenos amigos que decidieron pedir apoyo. Me provoca sentimientos muy conflictivos, me duele, al principio yo no quería.

El trabajo intelectual y artístico es tan arduo, tan especializado como el que más. Requiere una entrega total, una formación continua de alta especialización, como todo trabajo bien hecho. Es lícito estar bien protegido y por eso es muy deseable que de verdad se contemple la posibilidad de asegurar a los creadores. Él no tenía seguro, pero yo sí, por eso fue atendido en el ISSSTE.

Debo agradecer el apoyo de mucha gente, y decir que el Conaculta nos apoyó, el Gobierno del Distrito Federal, la Secretaría de Salud, pero todo esto sí debería institucionalizarse, es una demanda legítima.

¿Por qué sus cenizas descansaran en Coahuila?

Desde hace mucho me dijo que quería se hiciera mi voluntad, cuando él faltara. Pensar en Coahuila me pareció algo bello porque él creció ahí, fue donde se formó con una maestra extraordinaria que le enseñó retórica, métrica y muchas cosas.

Además, siempre me dijo que fue muy feliz ahí, en Sacramento. Ahí se sentía muy libre, siempre tuvo recuerdos felices de ese lugar, ahí también nació su literatura. Solía decir que la lengua de un escritor, era la lengua del lugar donde creció. Ahí está el origen de su literatura, así que es el lugar adecuado.

Sabueso de las letras

21/Noviembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Miguel Capistrán es fundamental para la historia de la literatura mexicana del siglo XX, pero no goza de los reconocimientos que merece. Estudió Arquitectura y Letras Modernas en la UNAM, y luego Lingüística y Literatura en El Colegio de México, sin embargo nunca se tituló porque lo absorbió la investigación. Esa carencia de títulos le ha restado valoración a su trabajo histórico en un país donde se privilegian las maestrías y doctorados.

Y aunque ha dedicado cerca de 40 años a indagar todo sobre el grupo de escritores conocidos como Contemporáneos y ha publicado libros sobre ellos, como Poesía y prosa de José Gorostiza, Crítica cinematográfica de Xavier Villaurrutia, Los Contemporáneos por sí mismos y El edén subvertido, hasta ahora le han comenzado a reconocer sus “estudios”.

Hace unos días Capistrán fue elegido miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua (AML), institución que lo destacó como “un apasionado y riguroso conocedor del legado literario de la generación de escritores, constelada en torno a la revista Contemporáneos y un activo animador de la historia, las artes y la cultura de su estado natal, Veracruz”.

Capistrán, igual que Luis Mario Schneider, ha sabido compilar, reunir, juntar el cuerpo despedazado de generaciones de las letras mexicanas. Con Schneider escribió varios, como aquél ha dedicado horas de lecturas y días en las hemerotecas tratando de reunir todo sobre un autor.

El investigador, escritor y editor nacido en Córdoba, Veracruz, en 1939, que fue asistente de Salvador Novo y que hoy escribe la biografía novelada del poeta Jorge Cuesta, platicó con EL UNIVERSAL acerca de su ingreso a la AML, que concibe como “un honor”, del ninguneo que ha padecido por falta de títulos, de la pérdida su archivo sobre los Contemporáneos en el terremoto de 1985.

Pero sobre todo habló de su pasión por Cuesta, Xavier Villaurrutia, José y Celestino Gorostiza, Novo, Gilberto Owen y otros escritores que estuvieron alrededor de la revista Contemporáneos y del Teatro Ulises que antes fue una revista con el mismo nombre; autores que considera fundamentales para la vida de un país que se desvivía por el espíritu nacionalista, creadores que le dieron modernidad.

“Un grupo al que, siempre insisto, que no hay que llamarle sólo Contemporáneos, sino el grupo de Ulises-Contemporáneos porque si bien siempre se trata de separar a uno del otro, el hecho es que al mismo tiempo que se estaban presentando las obras en el Teatro Ulises, esos escritores estaban sacando el primer número de Contemporáneos y un mes antes había aparecido la Antología de la Poesía Mexicana Moderna que lleva el pie de contemporáneos”.

¿Entró a los Contemporáneos gracias a qué fue asistente de Novo en los últimos años de su vida?

No, fue a través de Jorge Cuesta porque junto con Luis Mario Schneider emprendimos el rescate de Cuesta, del que se decía incluso que no había existido y que no había dejado obra publicada; logramos integrar cuatro volúmenes con la mayor parte de sus textos, fue un acontecimiento cuando publicó la obra la UNAM. Ahora el nombre de Cuesta es muy conocido, pero durante muchos años no se hablaba de él y las menciones que había eran las referentes a la leyenda negra de su muerte que, dicho sea de paso, es un mito e infundios. Por eso, el proyecto en el que trabajo y que obtuvo la beca del FONCA, es una biografía novelada de Cuesta; su obra me llevó a el momento que vivieron sus compañeros. Descubrí que los nueve poetas incluidos en los llamados Contemporáneos, más que generación o grupo, fueron un movimiento o una corriente.

En Contemporáneos se publicaron cosas tan importantes como los primeros poemas publicados en México de James Joyce, en inglés. Su idea era presentar a los autores modernos, que fue lo mismo que hicieron en el Teatro Ulises; con eso se marcó la introducción de la cultura moderna y contemporánea de ese momento.

¿A partir de allí le interesaron otros escritores?

Claro, con Alí Chumacero y de nuevo con Schneider recuperamos la obra de Villaurrutia; luego hice la recuperación de la prosa de José Gorostiza, así como la poesía de Owen que recogimos con Alí, Inés Arredondo, Schneider, Josefina Procopio y yo.

Fui conociendo la vida y obra de estos poetas y lo qué estaba ocurriendo en este país y cómo este grupo fue transformando muchas cosas, varios colaboraron en el cine; Vámonos con Pancho Villa es un ejemplo; gracias a Celestino Gorostiza se presentó en México la obra Upa y Apa y, en Estados Unidos, Mexicana; una revista musical que ideó Gorostiza para contrarrestar la campaña contra México tras la expropiación petrolera.

La revista musical causó gran indignación, acudieron casi todos los escritores, músicos, compositores mexicanos. Fue un éxito en Nueva York y realmente contribuyó a proyectar una muy buena imagen de México. Es el germen de lo que era el Ballet Folklórico de México, que hoy es el Ballet de Amalia Hernández.

¿Ahora reconocen su calidad como historiador?

Es lo más conocido de lo que he hecho en cuanto a investigación, aunque he estado en otros temas. El reconocimiento es en mi calidad de historiador de la literatura e investigador, porque hay muchos otros autores que he estudiado, además de que he contribuido a auxiliar a estudiantes e investigadores en diversos temas.

También tengo una investigación sobre Cervantes en México que va del siglo XVII al XIX, el universo de estudios cervantinos es inagotable. Además de Cuesta, he trabajado a otros escritores veracruzanos: estoy terminando un trabajo sobre uno muy desconocido de principios del siglo XIX: Francisco de la Llave, hermano de Pablo de la Llave. Francisco fue colaborador del Diario de México, autor del primer cuento que se puede calificar de ciencia ficción que se publicó en México, en 1810.

Tras casi cuatro décadas de historiar la literatura llega su ingreso a la Academia ¿es el primer reconocimiento a su trayectoria?

Es el primero y gran reconocimiento porque llegar a una corporación como la Academia no deja de ser un honor notable; no lo esperaba la mera verdad. Me complace mucho haber sido reconocido y estar en la compañía de tantos escritores y miembros distinguidos de la Academia.

¿Han desdeñado sus méritos?

No sé cómo explicarlo, lo cierto es que mi tarea no es precisamente de las más llamativas o que jalen los reflectores porque yo he estado detrás de los nombres de muchos escritores, recuperando su obra y eso no proyecta los reflectores como si fuera un gran poeta o novelista, si tuviera una obra literaria. En mi estado, he trabajado en promover la cultura y rescatar el patrimonio arquitectónico e histórico y de empezar la creación del acervo artístico y cultural de Veracruz, que está en el Museo del Estado en Orizaba, ahí está la colección más importante de obra de pintores que vinieron a México en el siglo XIX. Y siempre he intentado incrementar los acervos bibliográficos. Por eso agradezco mucho a Jaime Labastida que me propuso y a Ernesto de la Peña, Miguel Ángel Granados Chapa y Vicente Quirarte, quienes me postularon.

¿La falta de reconocimiento es una especie de castigo por estar lejos de la academia y centros de investigación?

Yo no he estado en el ámbito académico porque si bien estuve en la Facultad de Filosofíay Letras de la UNAM y en El Colegio de México, no llegué a recibirme porque empecé mi trabajo en la Hemeroteca Nacional con la incursión en la investigación para la obra Cuesta; después, fue que realmente como que no sentí la necesidad de estar en el aula; aprendí más en la práctica que en la academia. Como decía don Victoriano Salado Álvarez, a quien trabajé y de quien hice parte de la recuperación del primer tomo de sus obras completas, trabajé mucho en eso que llamaba “la fosa común”, como le decía a la Hemeroteca porque hay muchísimos autores de los que no se conoce su obra, que están sepultados en las hemerotecas.

¿Para ser alguien en México, se requieren títulos?

El papelito como dice. Ha habido muchísimos casos de gente que no fue académica, incluso hay escritores que no tienen título, digamos Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, sin embargo se han dedicado a actividades de creación con las que han tenido un reconocimiento más amplio.

Pero la suya ha sido una obra de mucho esfuerzo…

Sí de obra, de trabajo, de libros publicados.

Ha ganado, pero también ha perdido mucho ¿perdió todos sus archivos en el sismo de 1985?

No sólo perdí material y casa, sino parte de mi familia, incluso trabajos terminados. Yo vivía en la Roma Sur, por la glorieta de Chilpancingo, en un edificio que se vino abajo. Perdí los archivos que había reunido durante muchos años de investigación. El terremoto sepultó el archivo y también murieron miembros de mi familia.

Yo no estaba allí, yo estaba en Veracruz trabajando como director del Museo de la Ciudad y como asesor cultural del gobierno del estado; el día anterior tuve una premonición y decidí regresar a México porque era una inquietud tremenda. Aunque estaba desesperado, no salí la noche anterior porque me llegó de visita mi maestro Ernesto Mejía Sánchez que iba rumbo a Yucatán; por eso salí en el primer vuelo de la mañana y en el aeropuerto de Veracruz me tocó el terremoto; viaje a la ciudad, nunca me imaginé el panorama que encontré.

¿Pudo salvar algo del archivo?

Algunas cosas sí, otras por suerte las tenía en Veracruz, como pasaba mucho tiempo allí... Algunos trabajos ya estaban terminados, mi tesis por ejemplo, que la quería hacer sobre los Contemporáneos, ahí perdí todo el archivo y lo que ya tenía redactado.

¿También perdió seres queridos?

Perdí a dos hermanas y a un sobrinito que era mi adoración; se parecía mucho a mí, tenía cuatro años; sólo se salvó fue un sobrino mayor. Mi mamá y yo nos quedamos con él y ahora ya está casado, tiene sus hijos.

¿A qué escritores se siente cercano?

En realidad me dedicó a un campo que no tiene que ver con los escritores, sin embargo ahora intento concluir el proyecto de Cuesta. Yo quería hacer una biografía pero no me salía y de repente se me ocurrió novelarla un poco para poder expresarme, fue muy bueno porque me solté más. Además, la vida misma de Cuesta es muy novelesca. Otra cosa que debo confesar es que, en el fondo, siempre quise ser narrador, pero las circunstancias me llevaron a la investigación.

¿Ha decidido de qué hablara en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua?

No, todavía no se establece la mecánica; me imagino que por mi condición de historiador de la literatura, pero también por mis antecesores en la silla que ocuparé, investigadores como don Edmundo O’Gorman y Manuel Romero de Terreros, a lo mejor me enfocó a los historiadores de la literatura mexicana que han existido de la Colonia a nuestros días.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Cioran y la sorna de la ironía

20/Noviembre/2011
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Como Borges, como Kafka, Emil Michel Cioran fue un criptohumorista en el que alentaba una flema que inflama insoslayablemente su estilo, incluso cuando se pone serio y sentencioso. Lugar común de un cómodo fatalismo postexistencialista que, asumido sin el necesario sesgo que lo vuelva soportable, no deja de rentarlo como otro profeta de la falsa expectativa, siendo rumano aprendió a escribir en el mejor francés una prosa porosa donde el pesimismo es carta de ciudadanía y el desenfado la trapacería secreta de un íntimo odio que se volvió episodio cotidiano: “¿Qué hace usted todo el día? Me soporto.”

Esther Seligson fue su primera orgullosa traductora al español; Savater y Paz los avatares que descubrieron para el lector hispánico a un filósofo legible cuyos desplantes eran tan atractivos como su incalculable sentido del humor, rasgo a menudo escamoteado por quienes están más dispuestos a enaltecer su intransigencia intelectual que a festejar sus dotes histriónicas, su impecable amor a la paradoja. ¿De qué otro modo leer sus aforismos, molde en que mejor cuaja su pensamiento, sino como una diatriba que se muerde la cola? ¿Cómo puede uno “creerle”, sentirse seducido por sus reflexiones, cuando él mismo se encargó de decir que “si creemos tan ingenuamente en las ideas es porque olvidamos que han sido concebidas por mamíferos”? Y no es que sea inadvertible eso que Christopher Domínguez califica de “dicha de la reconciliación” en su prosa, vale decir, la “provocada por el verdadero desengaño”, sino que, asimismo, resulta muy evidente que su heterodoxia, su de(sen)cantada poesía conceptual, va facturada por la gracia del humor, ese lujo de la ambivalencia al que, como escribió Gómez de la Serna, es a lo que menos puede salírsele al paso.

No entiendo cómo el mismo Domínguez registra en su obra un “esfuerzo maniático por desterrar de ella todo lo que fuera lírico”, cuando la buena sazón de su escritura –iba a escribir: estilo– reside precisamente en cómo encarama en su modelo para armar tantos venablos verbales que es imposible seguir adelante si no se está asimismo dispuesto a reír un poco: “Sobre un planeta que compone su epitafio, tengamos la suficiente dignidad para comportarnos como cadáveres amables.” Como Borges, como Kafka (que son Twain y Bierce mirados a contraluz, es decir, decanos de la incertidumbre y el pasmo con que nos petrifica el humor), Cioran asume la sorna de una ironía que se baja de su pedante pedestal para mejor mirarse a sí misma en la escandalosa incandescencia del asombro: lo terrible, lo inaudito, lo irremediable es lo que en verdad incita la sonrisa. “El espermatozoide es un bandido en estado puro”, así como la leucemia “el jardín donde florece dios”, frases cuyo negro desencanto es al mismo tiempo un homenaje a la vida tal como nos negamos a verla.

“Solo tiene convicciones quien no ha profundizado en nada”, escribió alguna vez este advenedizo de sí mismo, dispuesto siempre a responder con desplantes de un humor que pervierte toda verticalidad, que no osa decir su nombre porque entonces se vuelve estatua de sal, chiste obligado. Pero su obra seguirá sin duda cortejando tejones en las madrigueras del pensamiento, lectores lúcidos o despistados, porque el magnetismo que genera es irremediable. Y también, sobra decirlo, porque, como él mismo lo sentenció, “una obra vive por los malentendidos que suscita”.

En la casa de Martí y de Lezama

20/Noviembre/2011
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Para Taimyr

La casa de José Lezama Lima, situada en las afueras de La Habana vieja, es actualmente un museo dedicado a preservar la memoria del genial autor de Paradiso y de La muerte de Narciso. En los muros cuelgan las fotografías del poeta fumando su eterno puro y rodeado de los amigos y compañeros del Grupo Orígenes, su cómodo sillón parece estar en espera de que retorne su voluminoso y genial ocupante; algunos libros –entre otros, la primera edición de Paradiso–aparecen por los distintos rumbos de la casa. Sé que no puede ser verdad, pero percibí el aroma del tabaco que habitaba la mano del maestro. Me detuve un momento para leer unos párrafos del ensayo que el padre Ángel Gaztelu, miembro distinguido de Orígenes y amigo personal de Lezama, de Eliseo Diego, de Cintio Vitier y de Fina García Marruz, escribió sobre el poema central de Lezama, La muerte de Narciso. Un verso me hizo recordar a mi hermano, el gran poeta José Carlos Becerra. Así dice Lezama: “Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas/islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.” José Emilio Pacheco y el señor Zaid titularon la poesía completa de José Carlos: El otoño recorre las islas. Fue, sin duda, muy acertada su decisión. El poeta tabasqueño, que vivía en nuestra casa londinense, nos contó que había mandado a Lezama, antes de salir de México, su libro, Relación de los hechos y que esperaba con gran ansiedad la respuesta de quien, junto con Octavio Paz, era su poeta más admirado. José Carlos salió de viaje rumbo al “continente”, recorrió España, Francia, Italia y, en la primera curva del camino que une a Nápoles con Brindisi, su viejo automóvil se desbarrancó y el poeta murió de inmediato. Frente a sus ojos apagados brillaba la amanecida del Mar Jónico. Grecia era la meta final del viaje. Quería recorrerla y hablar con Ritsos y con Elytis. Una semana después de su muerte llegó a nuestro flat de Arthur Court la esperada carta del poeta cubano. La abrimos y gozamos lo que nuestro hermano hubiera gozado si la muerte no se le hubiera cruzado en su camino, pues la carta de Lezama era abierta y gozosamente laudatoria. El maestro había tardado en contestar por la sencilla razón de que el libro de José Carlos se había apoderado de su atención y de su entusiasmo. En la edición de Era se publica la carta de Lezama y, según me informó el director de la casa, Israel Díaz Mantilla, lezamiano integral, entre los libros que quedaron en la recámara del poeta se encontraba un ejemplar de Relación de los hechos.

Los entusiastas muchachos del periódico La Jiribilla, publicaron el ensayo de Gaztelu que leí en la sala de la casa de Lezama. Dice el sacerdote que el poema nos “descentra de lo real y nos lleva a su país de creación, fantástico país de fábula y mitología”. Esto sucede desde que se lee el primer verso: “Danae teje el tiempo dorado por el Nilo.” Seguimos leyendo el poema y se apodera de nosotros un deslumbramiento sin fisuras: “Huidos los donceles en sus ciervos de hastío, /en sus bosques rosados.”

La visita a la casa de Lezama fue una parte fundamental de nuestro viaje a Cuba. Quedan en mi memoria los generosos y cordiales asistentes a mis charlas sobre Rulfo, Azuela, Yáñez, Vasconcelos, Muñoz y Martín Luis Guzmán, que se llevaron a cabo en el salón de actos de la Fundación José Martí; la visita al impresionante memorial del apóstol; unas charlas fructíferas con Fernández Retamar y con Eder Morales; las reuniones con Gabriel Jiménez Remus, nuestro excelente embajador en Cuba que tantos esfuerzos ha hecho para mejorar las relaciones con la querida isla, relaciones que fueron perfectas hasta el imbécil “comes y te vas” del impresentable Fox. Todos los amigos cubanos nos dieron las mejores muestras de su amistad franca como la mano tendida del apóstol Martí. Recuerdo con enorme afecto a la joven poeta y cuentista Taimyr Sánchez Castillo, que fue nuestra constante compañera de idas y venidas, de visitas y de contemplaciones de ese malecón habanero incesante y hermosamente derrotado por el mar. El otoño ya recorría las islas cuando dejamos La Habana. Entre las nubes se asomaba el perfil de esa isla de poetas y luchadores sociales; de esa isla que no se rinde y que, por encima de todo, afirma los valores humanos de la dignidad y de la independencia.

sábado, 19 de noviembre de 2011

De los noventa para acá

19/Noviembre/2011
Babelia
Santiago Gamboa

1. Fogwill y la libertad de escribir

Vi por primera vez a Fogwill en Barcelona, a fines de los noventa, en una feria del libro. Cuando le pasaron el micrófono saludó al público diciendo: "Les tengo una mala noticia: no soy un desaparecido". Me pareció toda una revelación, incluso una declaración estética. Lo que en el fondo estaba diciendo era: "No soy lo que ustedes se imaginan o quieren que yo sea". En suma: no soy el escritor argentino que ustedes están acostumbrados a recibir, porque ni fui torturado ni luché por la libertad ni estuve en la cárcel. No soy un desaparecido.

Estas palabras sugerían algo más: el escritor latinoamericano no tiene que ser de un modo específico. No estaba de más decirlo, recalcarlo, pues a principios de los noventa la exigencia europea -y probablemente norteamericana- a ese escritor era muy precisa: sus libros debían contener exotismo, evasión y por supuesto revolución, y él mismo, de algún modo, ser un héroe de la gesta latinoamericana. Un desaparecido. El que mejor respondiera a esto era el más exitoso y Europa parecía el único destino posible.

2. Crack, McOndo, Líneas aéreas y otros

Mi generación comenzó a publicar en los años noventa en medio de este panorama y por eso buscó otros modelos. Si el "posrealismo mágico" era el sello que predominaba, mi generación estuvo entre dos polos: de un lado Vargas Llosa y Fuentes, y del otro Borges.

Narraciones que transitan lo real y lo irreal de la realidad, o meta narraciones en torno a la literatura. Y en cuanto a los escritores del post-boom, los preferidos fueron los más alejados del realismo mágico: Sergio Pitol, César Aira, Fogwill, Fernando Vallejo y, en lo relativo a la novela negra, Paco Taibo II.

A pesar de que en los noventa aún se percibía como necesaria la "bendición" editorial europea -sobre todo española-, no se escribía para ellos y sus estereotipos. Si con el tiempo fueron leídos en Europa fue porque las editoriales europeas y sus lectores cambiaron, comprendieron que América Latina había cambiado.

La antología McOndo, de 1996, mostró uno de los perfiles de la "joven narrativa" de esos años, y se vio que ésta sería como la definición que da Stephen Dedalus del arte irlandés, un "espejo quebrado". Mil astillas disgregadas en experiencias de todo tipo: nihilismo juvenil, amor y sexo, soledad, drogas, la amistad o la traición, nuestras turbias y presuntuosas aldeas latinoamericanas.

En simultánea pero al otro extremo del continente (McOndo salió en Chile dos meses antes), en México, los jóvenes Volpi, Padilla, Palau y Urroz hicieron público el manifiesto del Crack (1996), el cual abogaba, entre otras cosas, por novelas complejas, ambiciosas, totales. Una herencia de la mejor literatura del boom. Hijos de Terra Nostra y Conversación en La Catedral. Descendientes de Octavio Paz y Alfonso Reyes. Mexicanos que reivindicaron todas las tradiciones, filosofías y literaturas. Mexicanos.

La antología Líneas aéreas, publicada en España en 1999, reunió a todos los anteriores y sumó otros tantos hasta llegar a la cifra de setenta escritores, setenta hombres y mujeres nacidos en América Latina que escribían con absoluta libertad, siguiendo cada uno sus propias influencias, armando su propio "árbol de la literatura", como dice Goytisolo, tal vez con el único rasgo común de no seguir ninguno la estética del "realismo mágico", no por negar a García Márquez sino por haber comprendido -es mi hipótesis, fue mi caso- que esa estética se agotaba con su genial creador y, vista la experiencia, no admitía seguidores sino copistas.

A lo anterior se sumaron otros que por algún motivo -sospecho que por su año de nacimiento- no quedaron en las mencionadas antologías, pero que con el tiempo se convirtieron en la gran delantera de esta literatura, nada menos que Roberto Bolaño, Héctor Abad Faciolince, Mario Bellatín, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro, Horacio Castellanos Moya, Martín Caparrós, Evelio Rosero o Arturo Fontaine, entre otros.

Si al principio decía que estas generaciones no empezaron a escribir satisfaciendo estereotipos europeos, hoy es notorio que sus lectores son mayoritariamente latinoamericanos. Tal vez con la excepción de Bolaño, que fue un best seller en lengua inglesa, los latinoamericanos de hoy tienen muchos más lectores en sus propios países que en Europa o Estados Unidos.

3. Bogotá 39, el siglo XXI

Los que empezaron a publicar en el siglo XXI, o los más jóvenes de los grupos anteriores, se reunieron en el congreso Bogotá 39, donde el "espejo quebrado" de la anterior literatura siguió dispersándose hacia experiencias aún más disímiles e inabarcables -lo único común, de nuevo, es no seguir el realismo mágico-. ¿Tendencias? Todas. La autoficción en Alejandro Zambra o Iván Thays, la literatura de la historia en Juan Gabriel Vásquez, el inconsciente alterado en Guadalupe Nettel, Antonio Ungar o Andrea Jeftanovic, la novela histórica de Juan Esteban Constaín, la América Latina de film y en inglés de Daniel Alarcón.

Después del Bogotá 39 la rueda siguió girando, y hoy, entre otros muy jóvenes, han sobresalido Tryno Maldonado y Yuri Herrera en México, Andrés Felipe Solano en Colombia o Pola Oloixarac en Argentina. Más todos los que no conozco u olvido.

En suma, ¿América Latina hoy? Una cantidad de autores de diferentes generaciones, con todas las tendencias que existen en la literatura, y que esperan ser leídos más por su calidad que por la aún mágica o mítica y muchas veces trágica región en la que nacieron.


Un novelista se columpiaba…

19/Noviembre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

El núcleo del escritor latinoamericano actual es su despolitización.

Rechaza certezas o grandes proyectos. De la Patagonia hasta México, las dictaduras triunfaron: desalentaron a ciudadanías completas a involucrarse con lo político de modo público, y los escritores nacidos en la Guerra Fría introyectaron la censura y la volvieron credo literario. Régimen de facto convertido en poética con éxito.

Incluso dicen abiertamente no sentir necesidad de escribir sobre sus países.

La mayoría de los escritores latinoamericanos que figuran en listas o neo-cánones o pertenecen a clases sociales que pueden darse el lujo de ignorar su realidad social o pertenecen a la mentalidad creada por el sistema económico y político restrictivo. La clase media mental.

Cuando los discriminados, migrantes, desplazados, indígenas, mujeres pobres, sobrantes, ilegales o rechazados escriban hasta volverse innegables, entonces, habrá una renovación radical de la literatura continental; mientras la literatura siga en manos de la clase literaria no habrá cambio hondo. Esa clase ya dio lo que tenía que dar.

Lo que seguía después del Boom y las crisis económicas era que la escritura en el continente fuese hecha desde sectores e individuos diversos a los que habían ejercido las letras.

La narrativa latinoamericana se estancó al no ocurrir esa renovación social de su campo.

Sin ese motor, los narradores de esa generación deliberadamente tomaron la ruta edípica y se esculpieron a la inversa del Boom. Si el Boom era político y ligado a la Revolución, esta generación programáticamente no quiso tener proyecto histórico o utopía.

Sin ímpetu social drástico, el Escritor Araña —como se le bautizó— recurrió a la respiración artificial para recobrar vida.

Y su oxígeno no proviene siquiera del tanque socio-literario sino del cubrebocas del avión en picada de lo literario-mediático.

El Boom no tuvo sombras. Con Borges, Carpentier, Rulfo o Cortázar se fundó realmente la narrativa latinoamericana; en cambio, cuando la camada posterior apareció, ya existía Macondo.

Un gran escritor es un demiurgo; los escritores en problemas, parricidas.

Al escribir, tienen al canon hasta el cuello. Y cada vez que teclean —expertos en redes— no pueden olvidar todo lo que saben. Y saben poco o saben mucho. Pero siempre saben demasiado.

Escribir nunca ocurre en una hoja en blanco. Pero escribir olvida todo lo que ha leído.

El mal que aqueja al Escritor Araña es que no puede dejar de compararse y, por ende, “diferenciarse”. Tiene demasiadas referencias. (Para ella o él, todo es “relativo”). Evita ser o escribir como. Se siente en la necesidad de ser un performance de “Novedad”.

El defecto del Escritor Araña es su memoria paquidérmica.

Lo que se columpia en la tela no es el Escritor Araña sino el Escritor Elefante.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

“Hay una concepción errónea del Vasconcelos universitario”: Krauze

15/Noviembre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

La mirada que Enrique Krauze echó sobre José Vasconcelos durante el Coloquio del Centenario. La Revolución Mexicana. Los años maderistas, 1911-1912, en El Colegio de México, fue personal; es decir, desde los momentos y los temas que lo ha abordado.

Durante la conferencia magistral inaugural, Krauze habló del espíritu maderista de Vasconcelos, de la educación estética que propuso durante su gestión en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Secretaría de Educación Pública; habló de sus ideales por hacer de México un país de lectores, de su exilio político tras perder las elecciones presidenciales.

El historiador aseguró que hay una concepción equivocada sobre el Vasconcelos universitario, maestro y profesor. “El maestro de América nunca dio clases, el rector que diseñó el emblema y el lema de la Universidad creía que las escuelas no son instituciones creadoras”. Dijo además que es un error imaginar el proyecto educativo de Vasconcelos en la Universidad, pues más fue hecho, en cierta medida, en contra de la Universidad, lo que generó un rompimiento entre Antonio Caso y Vicente Lombardo Toledano.

“El Ateneo de la Juventud se refugió en la Universidad y creía en la educación en las aulas, después de todo, Caso y Lombardo eran grandes maestros, ellos proponían el paradigma maestro-alumno, mientras que Vasconcelos tuvo el paradigma de los libros, creía que lo que había que hacer de México era un país de lectores, por eso es extraordinario lo que hizo de distribuir miles de libros y bibliotecas a lomo de burro por todo el país”, señaló.

Las bases educativas

Luego de hacer referencia al Vasconcelos que buscó la Presidencia, el que “traicionó” a las juventudes que lo seguían y que dejó al garete cuando optó por el exilio; luego de hablar de su fidelidad con Francisco I. Madero y sus idea pronazis; Enrique Krauze habló del Vasconcelos que ante todo confiaba en los libros, en el milagro individual y solitario de una persona leyendo sin necesidad del guía, el maestro o el guru.

“La segunda palanca de su paradigma, y más importante que los libros, era la estética” y aseguró que Vasconcelos pensaban que “México podía redimirse a través de la belleza, pero en la cuestión de la Universidad y las escuelas, él creía en la escuela del trabajo... lo que Vasconcelos tenía en mente era una educación práctica y accesible a los alumnos, quería armonizar sus etapas desde el jardín de niños hasta la escuela técnica profesional creando escuelas en lugares apartados con métodos y programas uniformes”, comentó el autor del libro Redentores.

Karuze reiteró que Vasconcelos creía que la escuela primaria debería perder su carácter verbalista porque en realidad lo que le importaba era que la gente aprendiera trabajos manuales o industrias caseras y prácticas agrícolas. No creía en los doctorados ni en que esos fueran los que hacía a una persona.

“Vasconcelos pensó la Secretaria de Educación Pública como un agente de cambio a través de la estética, los libros y de la enseñanza práctica, eso me parece bastante sensato y admirable”, dijo Krauze y citó que luego vinieron otras ideas del autor del Ulises criollo, que en el exilio se presentaba a sí mismo como el Quetzalcóatl que volvería a México a salvar a los mexicanos.

El historiador inauguró el coloquio que es organizado por El Colegio de México y la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, con el fin de celebrar el centenario del maderismo, los primeros años de la Revolución Mexicana, incluido el Plan de Ayala. En ese encuentro que continua hoy y mañana, participan también Carlos Martínez Assad, Romana Falcón, Pedro Salmerón, Josefina MacGregor, Pedro Siller, Arnaldo Córdova, Adolfo Gilly, Jeff Bortz y AMartha Rocha, entre otros.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Inteligencias creadoras

12/Noviembre/2011
Laberinto
Armando González Torres

Ese choque de conciencia, esa mezcla de intuición intelectual, efusión estética y un gramo de locura, lo asalta en los lugares más inhóspitos. En la antesala de un encuentro burocrático, en el autobús repleto, o hasta en la regadera, aparecen de repente una aprehensión luminosa o una analogía inusitada, que exigen perentoriamente una memoria y que lo obligan a tomar apuntes compulsivos en pos de retener algo de la ráfaga de palabras y conceptos. La creatividad artística se caracteriza, entre otras cosas, por observar nuevos rasgos de la realidad, identificar semejanzas, integrar bloques de emoción e información, reconfigurar la memoria o inventar valores y significados. Esta actividad es depositaria de muchos de los prestigios del misterio, pues es atribuida a una inspiración prodigiosa y se liga al rapto y la epifanía. Frecuentemente, la creatividad en el arte se asocia, más que a un proceso, a una personalidad, a un ser iluminado, sensible al extremo, dispuesto a romper formas y normas de percepción habitual. No todo es placentero en la creación y hay fases sinuosas y demonios que acechan el proceso. Según reza el estereotipo, al lado de su don, el ser creativo lleva su condena: la dificultad para transigir con las convenciones, las tortuosas relaciones interpersonales y las frecuentes neurosis y depresiones. Por supuesto, hay quienes desconfían de ese hado desordenado, oscuro y anárquico que patrocina la noción romántica del genio y del artista y que vuelve a muchos creadores desde simplemente chocantes hasta desventuradamente trágicos. Para los escépticos del genio, la creatividad es, más que nada, producto de una formación y una disciplina rigurosas. Para algunos, incluso, el acto creativo es fácilmente replicable con determinados ambientes, métodos de inducción y prácticas pedagógicas y la creatividad artística es susceptible de democratizarse, de inocularse en cualquier individuo y de utilizarse pragmáticamente como receta para ascender en la oficina o mejorar las ventas de la empresa.

Quizá lo más cercano a la realidad sea una concepción intermedia que eluda los extremos de mitificación del artista o de mecanización de la creatividad. Porque si bien la creatividad acude de manera azarosa, en intuiciones, en sueños o en diálogos casuales, no desdeña la planeación y la construcción lenta y meditada. De modo que la fuerza creadora emana de diversas fuentes y puede transcurrir entre la deliberación y la improvisación, entre la búsqueda intencionada y el hallazgo fortuito, entre el rigor y la espontaneidad, entre la autorrealización y la autodestrucción. En el acto creativo se conjuntan conocimientos conscientes y anécdotas sepultadas y remotas, voluntad de forma y deseos inextricables, formas de simpatía y resabios de odio. Hay en la creación, al mismo tiempo, introspección personal e indagación universal que, al vislumbrar formas hipotéticas de existencia, redimen la realidad con la novedad y la belleza.