lunes, 28 de junio de 2010

Borges es esencialmente poeta, concluyen expertos en congreso internacional

28/Junio/2010
La Jornada
Eva Usi

Leipzig, 27 de junio. La universalidad, el humor y la fantasía sin límites del escritor y pensador argentino Jorge Luis Borges se extiende también a su obra poética, un género poco estudiado hasta ahora por la investigación, aspecto que fue abordado en un congreso internacional, realizado por el Centro de Investigación Ibero-Americana (CIIAL) de la Universidad de Leipzig. El encuentro Borges Poeta, de cuatro días, que reunió a una veintena de expertos de distintos países, se inscribe dentro de los preparativos de Argentina como país invitado en la Feria del Libro de Frankfurt, que tendrá lugar en octubre.

Borges es esencialmente poeta. Toda la obra de Borges es poética: sus ficciones, sus ensayos y sus artículos; es un escritor con una concepción poética de la vida y de la literatura, afirma el escritor Mario Goloboff, catedrático de la Universidad Nacional de La Plata en Buenos Aires, quien señala que a pesar de que Borges ha sido muy estudiado, muy polemizado y muy discutido siempre hay aspectos que sorprenden en su obra.

“He escuchado cosas muy interesantes, muy enriquecedoras, otras no tanto, que ya han sido escuchadas en la crítica borgiana, la cual, por cierto, es abundantísima en el mundo occidental y en América Latina.

Siendo un autor tan complejo siempre es posible abrir brechas en la investigación, afirma por su parte Rafael Olea Franco, investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México (Colmex), quien disertó sobre la poesía primera de Borges. En los últimos años se le ha visto más como pensador que como escritor, pues ahí es donde se ve su importancia tan grande en el ámbito de la cultura occidental.

El experto hace una analogía con el escritor checo Franz Kafka, y señala que los grandes autores tienen una percepción extraordinaria. Kafka vio un autoritarismo en la naturaleza humana, lo cual fue interpretado como una previsión de los regímenes totalitarios. En el caso de Borges algo extraordinario es su enorme capacidad para intuir cuáles serían los problemas de la modernidad a partir de sus lecturas de difusión de la ciencia, porque él no era científico, pero se adelantó a ellos.


Adelantado a la ciencia

El experto citó como ejemplo El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), que postuló desde la ficción la formulación realizada por Hugh Everett en 1957 sobre la posibilidad de que el universo tuviera mundos y tiempos paralelos a partir de la física cuántica. También el cuento El Aleph, que es citado por muchos como un adelanto de Internet.

Olea Franco llegó a la investigación de Borges como lector; dice que tuvo la fortuna de haber estudiado las obras originales de Borges de la década de 1920, campo pionero en su momento. “No deja de sorprenderme la recepción que ha tenido su obra. Hay escritores serbiocroatas que se dicen sus herederos. En una ocasión encontré un libro dedicado a la huella de Borges en Australia. Sé que tiene eco en Japón, en Egipto; en este momento es el escritor hispanoamericano de mayor influencia y difusión de todos los ámbitos culturales.

Borges es sumamente popular en Estados Unidos, donde generaciones de escritores, además de admirarlo, se han inspirado en su obra, señaló por su parte Edna Aizenberg, catedrática del Colegio Marymount Manhattan, de Nueva York. En una primera etapa lo que deslumbró al mundo fue su poder de invención, su fuerza filosófica, pero en este momento se están buscando nuevos caminos en la investigación, dijo la investigadora, quien reconoce que hay muchos aspectos que le fascinan del mundo borgiano.

Tal vez lo que más admiro es su capacidad de condensación; es decir, lo que pudo hacer en un cuento de unas cuantas páginas, porque él nunca escribió novelas. Pensemos en los grandes nombres, hasta en el mismo Kafka. Borges nunca escribió una novela. Tiene poesía, ensayo y cuentos de unas breves páginas y, sin embargo, es un clásico. Es algo muy poco visto: que toda la gloria de un escritor descanse en unas cuantas páginas. Son cuentos que se leen y se releen, son mundos de pensamiento; ésa es la grandeza, además de ser sudamericano, que me parece importantísimo destacar.

Suicidio

28/Junio/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

La primera vez que quise suicidarme fue a los ocho años. Es verdad. Amagué a mis hermanos con lanzarme desde la ventana de un tercer piso. Y aunque a esa edad los huesos son elásticos, creo que mi humanidad habría cambiado de apariencia. Estoy seguro de que habría sobrevivido, pero no sé en qué condiciones. Acaso sería un tullido interesante. Ante la perspectiva de mi suicidio, mis hermanos menores lloraban y me suplicaban que no me arrojara al vacío. Ahora se habrán arrepentido, pero entonces sus lágrimas me parecieron tan convincentes que dejé para el futuro asunto tan importante. Yo no sé por qué un niño de ocho años toma la decisión de suicidarse, ni creo que sus razones logren convencer a un adulto, pero el impulso de estrellarme contra la banqueta era genuino.

Mis padres reñían, las niñas de mi edad me consideraban un mal partido, el hermano de mi madre gemía porque su mujer lo engañaba, mi perro era paralítico, los vecinos me parecían odiosos, mi maestra de tercero era tan bella que yo no hacía mas que pensar en ella a todas horas, mis amigos eran tan pobres y estúpidos, mi casa tan pequeña, el director de mi escuela me presionaba para representar a la institución en un concurso de oratoria, mi abuela cambiaba de amantes cada semana, no sé cuál de todas estas razones habrá sido entonces la causante de mi intento suicida, pero lo único cierto es que ese niño tenía medio cuerpo más allá de la ventana y si sus hermanos no hubieran berreado al unísono se habría tirado de cabeza contra la acera. Mal comenzaba mi paso por esta vida.

Durante mi adolescencia intenté suicidarme en un par de ocasiones, pero a diferencia de aquella primera vez no tuve la convicción necesaria para hacerlo. Lo que me animaba a dejar el escenario a tan temprana edad era el hecho inestimable de que un suicida acapara la atención de quienes lo aman. Eso es invaluable para un ser tímido, aprehensivo y que no se acostumbra al inconveniente de haber nacido. Para mi desgracia, la pobreza económica de mis padres les impidió darme la atención que yo merecía y estoy cierto de que un hijo menos les habría solucionado problemas de espacio y alimento. Un niño de 13 años come tanto como una manada de hienas. Mis padres no tenían dinero para enviarme a un psicólogo, ni ánimos para remediar mis tribulaciones. Cómo me arrepiento de haberles dado esas preocupaciones absurdas. Es verdad manida pero certera que sólo los ricos tienen derecho a suicidarse.

A los 19 años leí a Camus, a Sartre y mi libro de cabecera fue La metamorfosis. Entonces supe que jamás me cortaría las venas. El mundo mismo era tan detestable que un suicidio no habría sido una renuncia, sino una verdadera afirmación de la vida. Mi novia en esa época tenía 15 años y era hermosa como un níspero que da sus primeros frutos dorados. Vivimos varios años de buen amor hasta que un día le prometí que si me abandonaba por otro me ahorcaría en el parque que estaba frente a su casa. Debí callarme. Una semana después de mi amenaza decidió romper conmigo y yo no tuve la entereza ni el valor para transitar al mundo de las sombras. Ser inclinadas al drama no hace a las personas más humanas ni más sabias. Al contrario, es entonces cuando más nos parecemos a los pájaros que alborotan desde los árboles, o a los perros que mean donde les viene en gana.

“La mujer que no llora es como la fuente que no mana, que para nada sirve, o como el ave del cielo que no canta”, escribió Camilo José Cela, a quien admiré incluso cuando vivía. Lo cual no es poca cosa. Pero el hombre que llora no es como Aquiles, ni sus lágrimas lo volverán más honrado. El hombre que llora es como una letrina, como un retrete a donde llegan las peores secreciones. A esta conclusión llegué a los 30 años y desde entonces desprecié para siempre mi intención de suicidarme. Y una última frase, de Pessoa por cierto: “Circunscribo a mí la tragedia que es mía. La sufro, pero la sufro de frente, sin metafísica ni sociología. Me confieso vencido por la vida, pero no me confieso abatido por ella”.



domingo, 27 de junio de 2010

José Saramago, un lusitano indomable

27/Junio/2010
Suplemento La jornada
Guillermo Samperio

Llegó a mí un libro de mi amigo José Saramago por ahí a principios de los años noventa, me lo obsequió un tallerista, de quien no recuerdo el nombre. El libro era El evangelio según Jesucristo y resultó ser uno de esos libros que desde que empiezas a leerlo es impresionante y hasta cierto punto vejatorio para aquellos que tienen fe en el Dios católico, considerando el texto blasfemo. Propone un Jesús humanizado, lo cual conlleva a la reflexión de nuevas hipótesis; algo sencillo: qué pasaría si lo bueno fuera malo y viceversa. El diablo es la verdadera entidad noble y el Dios de Saramago es embustero y suele engañar a su hijo Jesús con artimañas. José se basa, desde luego, en las escrituras bíblicas desde la visión de quien cuestiona lo establecido. Me resultó evidente el ingenio y la creatividad dentro de esta polémica novela, como la mayoría de su obra. Crea algo que es tan paralelo a lo que ocurrió en verdad con recursos de alta escuela literaria.

José de Sousa Saramago, conocido simplemente como José Saramago, nació en Azinhaga, Portugal, el 22 de noviembre de 1922, hijo de campesinos que no tenían tierras para trabajar; en 1925 la familia se trasladó a Lisboa. José inició allí sus estudios de bachillerato; no pudo terminarlos por falta de recursos económicos. Estudió por cinco años, en una escuela industrial, para mecánico; trabajó en este oficio. A la manera de otros escritores autodidactas, visitó con frecuencia la biblioteca central en la capital portuguesa, leyendo casi cualquier libro que se le cruzara. “Y fue así, sin ayudas ni consejos, apenas guiado por la curiosidad y por la voluntad de aprender, que mi gusto por la lectura se desenvolvió y pulió”, aseguró el escritor, quien también trabajó como administrativo y luego como editor.

Saramago entró a otro aspecto del mundo de la literatura a finales de los años cincuenta al ingresar en la editorial Estudios Cor, lo que le permitió saber de buena tinta y establecer relaciones de amistad con algunos de los escritores portugueses importantes de su tiempo, como José Cardoso Pires, Jorge de Sena, Antonio Lobo Antunes, entre otros; vale recordar que la relación entre Antunes y José se fue distorsionando hasta el momento en que ambos pretendían el Premio Nobel y se transformó en odio recíproco, acrecentado al ganar Saramago el Nobel en 1998, bajo el impulso, en principio, de la multipremiada novela El año de la muerte de Ricardo Reis.

Regresando a su carrera literaria y laboral: para mejorar el presupuesto familiar comenzó a dedicar parte de su tiempo libre a trabajos de traducción de autores como León Tolstoi y Charles Baudelaire.

En 1944 se casó por primera vez, con Lida Reis, y en 1988 por segunda vez con la que sería su traductora oficial, originaria de Sevilla, nacida en 1950, Pilar del Río, periodista y en buena medida la causante del éxito de los libros del escritor lusitano después de su unión matrimonial.

Así publicó su primera novela, Tierra de pecado, en 1947, contando con apenas veinticinco años de edad. Después dejó de escribir novelas cerca de treinta años porque, según expresó, “no tenía nada que decir y cuando no se tiene nada que decir, lo mejor es callar”. Escribió algunos poemas y ensayos tales como Poemas posibles, Probablemente la alegría, De éste y del otro mundo, El equipaje del viajante, Apuntes y simultáneamente en diversos periódicos como Diario de Noticias, del cual llegó a ser subdirector, y en revistas como Seara Nova, hasta 1976, año en que de nuevo se dedicó de lleno y en exclusiva a la escritura. Ya sus incipientes publicaciones en prosa, como Manual de pintura y caligrafía, publicada en 1977, y Alzado del suelo, publicada en 1980, lo acreditaron como un autor de seria originalidad, y dan cuenta de su controvertida visión de la historia y la cultura.

El primer impulso de reconocimiento internacional le llegó en 1982 con la aparición de su ya legendaria novela Memorial del convento. Sobre ella, Saramago dice: “Un padre jesuita que inventó una máquina capaz de volar y subir al cielo sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo todo lo puede, aunque no pudo, o no quiso hasta hoy. Ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto.” A esta obra le siguió la novela memorable El año de la muerte de Ricardo Reis. En esta novela, su precisa y sentimental indagación de la vida de Fernando Pessoa se convierte con rapidez en una obra de culto que traspasa todas las fronteras, incluyendo México. Sobre tal texto opina: “Me atreví a escribir una novela para mostrar al poeta de las Odas algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936.”

Ensayista, dramaturgo, poeta, periodista, novelista, se preocupa de las relaciones humanas; miembro del Partido Comunista de Portugal desde 1969, Saramago dijo alguna vez que su comunismo era hormonal y debido a esto sufrió censura y persecución durante los años de la dictadura de Salazar.

En 1974 se incorporó a la llamada Revolución de los claveles, que provocó la caída de la dictadura salazarista y permitió que Portugal se convirtiera en un Estado de derecho democrático. Fomentando la comunidad pero manteniendo la individualidad, el estilo literario de Saramago es muy peculiar, apegado más a formas musicales que literarias, con una ortografía y una sintaxis fuera de la norma.

Más adelante, en 1991, su obra El evangelio según Jesucristo critica que en el Nuevo Testamento hubiera mártires que tuvieran que esperar más de treinta años para que su creador pronunciara su primer palabra sobre ellos, que no salvara la vida de los niños de Belén la única persona que pudiera hacerlo; esto, entre otros temas de trato severo por Saramago, despertó una polémica sin precedentes en Portugal y, como consecuencia, el gobierno decidió vetar la presentación de la novela ante el Premio Literario Europeo de ese año. Allá por 1992, al final del gobierno conservador de Aníbal Cavaco Silva, éste comentó que El evangelio... “ataca principios que tienen que ver con el patrimonio religioso de los cristianos”.

A modo de reprobación, el escritor se va del país y se instala en la isla canaria de Lanzarote. Se consideraba ateo y al respecto apuntó: “No creo en Dios y no me hace ninguna falta. Por lo menos estoy a salvo de ser intolerante. Los ateos somos las personas más tolerantes del mundo. Un creyente con facilidad pasa a la intolerancia. En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta, las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen unos a los otros. Por el contrario, sólo han sido útiles para separar, para quemar, para torturar. No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena persona.”

Antes de esta polémica que se convirtió en una discusión, en principio europea, aunque alcanzó rasgos internacionales, José Saramago fue invitado en 1990 a México por iniciativa mía como director de Literatura del INBA y con acuerdo del escritor Hernán Lara Zavala, director de Literatura de la UNAM, al Encuentro Internacional de Narrativa, que se llevó a cabo en Morelia, Michoacán, cuando a Saramago nadie lo conocía en México. Casi pasó desapercibido, no sólo por la desinformación entre escritores, aunque repartimos entre los medios su currículo. Su participación fue correcta, discreta, viajando en los autobuses destinados para el trayecto DF-Morelia-DF; tuve oportunidad de hacer amistad con él y conversamos largo, en tanto que todavía no era acaparado por la prensa del mundo ni por los compromisos que implica un Premio Nobel. Por entonces me recomendó que leyera a Antonio Lobo Antunes y el diario de Virgilio Ferreira, Cuenta-Corrente, además de sus cartas. Que el primero era la exuberancia narrativa mientras que Virgilio era la intimidad, la escritura del interior; que ambos le agradaban pero que a veces no lograba penetrar los árboles intrincados de Antunes. Más adelante, ya con el Nobel encima, lo pude ver pocas veces en sus viajes relámpago a México.

En 1995 publicó Ensayo sobre la ceguera, que se le ocurrió mientras viajaba en un taxi, y pensó en qué ocurriría si en ese momento el taxista se quedara ciego. Cuando empezó a escribir esta novela no sabía cuál personaje sería el principal, hasta el capítulo tres. Es una novela que muestra una sociedad que tiene un penetrante egoísmo que marca a los distintos personajes en la lucha por la supervivencia, no importándoles el prójimo; se convierte en una parábola de la sociedad actual, extendiendo así el significado de ceguera a algo que va más allá del propio padecimiento físico.

En 1997 sale a la venta su obra Todos los nombres y la traducción al español, o mejor dicho, adaptación, fue hecha a la par por su esposa Pilar del Río, y el personaje principal del libro se llama José en la traducción.

Sus obras han sido traducidas a casi todos los idiomas. Es importante remarcar que, como me lo dijo, fue buen lector de autores latinoamericanos; entre ellos mencionó a Vargas Llosa, Onetti y a Sábato, además de expresarme su admiración por Rulfo.

Defensor de las minorías, nunca se quedaba callado ante lo que para él era injusticia; no apoyó la guerra de Irán. Apoyaba la causa de Aminatou Haidar, mujer, activista saharaui, que defiende los derechos humanos de su tierra y que no quiere recibir la nacionalidad marroquí y regresar a su país sin documentación; de lo contrario moriría por la huelga de hambre a la que ella se sometió.

Saramago visitó, junto con su esposa, el estado de Chiapas y dijo: “Nunca, aun cuando como escritor imagino cosas terribles, he creído que podía vivir así un pueblo. Vivir unos días con ellos no son suficientes para conocer esa cultura, que es otra.” No le gustó lo que vio y la forma en que el gobierno actuaba al respecto. Sobre esta situación opinó: “Cuando un bando es un ejército paramilitar, protegido por las fuerzas armadas regulares y amenaza con un arsenal al otro bando, que es un pueblo indígena, gente que no tiene ni agua para beber, eso, eso no es una guerra. En los días que estuve en Chiapas hubo tiros.”

Saramago no escribía para desagradar ni para degradar; escribía para desasosegar, para que sus libros fueran considerados libros para el desasosiego. No creía en Dios por una razón sencilla: no lo había visto y tampoco se lo había presentado ningún sacerdote, y el único lugar en donde podría estar, lo mismo que Lucifer, era el cerebro. Decía, por ejemplo: “Pensar que hay un Dios es un absurdo total, ya que descansó una eternidad e hizo el universo en seis días, aunque nadie sabe para qué y volvió a descansar, ¡y sigue descansando! Pensaba, además, que sería muy aburrida la vida si sólo esperáramos el día de nuestra muerte para estar en el paraíso.”

Para Saramago, escribir era algo más de lo que hacía, además, con el debido tiempo y con cierta rutina: “No soy nada romántico. No creo que en las noches las ideas fluyan con más facilidad ni creo en los amaneceres inspirados. Trabajo entre las tres y las siete de la tarde, o entre las cuatro y las ocho, y siempre me digo que escribo porque almorcé y ceno porque escribí. No creo en la inspiración, sino en el trabajo. La rutina no es mala si uno sabe exigirse. A una novela le dedico el tiempo que ella requiera. Por lo común ocho o diez meses son suficientes para un libro de cuatrocientas páginas.”

Pensaba de forma concienzuda en el tema central de su próxima obra, ya que ello le tomaría buena parte de su tiempo, hasta ver el final de su libro. En sus obras se encuentra una forma peculiar de escritura: no existen signos de puntuación. En especial con las novelas (como en la novela El general en su laberinto, de García Márquez) se encuentra en una situación un poco complicada por la ausencia de puntuación, ya que de cualquier manera necesita darle un enjambre por el que el lector se pueda guiar. Incluso cuando aparece un punto o una coma, son señales de pausa al igual que para la música:

Por lo menos yo lo tengo claro (aunque tampoco quiero que todo el mundo lo suponga igual), pienso que nosotros hablamos como si estuviéramos haciendo música porque la música y la palabra, el hecho de hablar, se hace con sonidos y con pausas. La música más espiritual o la música de peor calidad tienen pausas y sonidos. Cuando se elimina, en la práctica, toda la puntuación, el texto busca que el lector no lea pasivamente, sino que construya el texto con el escritor o con la voz del texto, gracias a esa voz que el lector debe estar escuchando.

Igual que el pintor o el músico, Saramago va borrando los rastros que dejó, razón por la que el lector tendrá que abrir una ruta, y sus huellas jamás coincidirán con la del escritor. Serán otras dudas, otras pausas, otras hipótesis.

José Saramago falleció el pasado 18 de junio, a la edad de ochenta y siete años, víctima de leucemia crónica. Vivió para contarlo, reflexionar y hasta burlarse de ello.

sábado, 26 de junio de 2010

Entre amigos

26/junio/2010
Suplemento Laberinto
José Luis Martínez

La admiración de Carlos Monsiváis por sus amigos era muy grande. Además de afecto, el siguiente diálogo —parte de una amplia entrevista publicada en la sección cultural de Milenio Diario el 4 de mayo de 2008, con motivo de sus 70 años— muestra el reconocimiento del escritor de Entrada libre a la inteligencia y al trabajo de José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Elena Poniatowska y Vicente Rojo, parte todos ellos de una generación excepcional.

Con Pitol y José Emilio formas parte de una “generación de tres personas”. ¿Estás de acuerdo con esta idea de Pitol?

Sí, desde luego, pero si generación es trabajo en conjunto la nuestra duró muy poco, aunque la amistad y la amistad literaria persisten. Sergio se fue a China en 1960, yo me sumergí en Radio Universidad, José Emilio, consagrado a la poesía, siguió en Revista de la Universidad y en suplementos con su labor de reconocimiento de autores y tendencias. Es uno de los grandes cronistas literarios de Hispanoamérica, en la noble tradición de Alfonso Reyes y Edmund Wilson.

¿Por qué decides invitar a José Emilio a escribir a la revista Medio Siglo?

Conozco a José Emilio Pacheco hace cincuenta y un años y me impresionaron al instante su erudición, su fe en la literatura, su conocimiento del mundo literario. Estaba a cargo de la parte “juvenil” de Estaciones, la revista que muy generosamente dirigía el doctor Elías Nandino y me invitó a colaborar. Luego, correspondí pidiéndole textos para Medio Siglo, la mejor revista estudiantil de una larga etapa, que fundaron Porfirio Muñoz Ledo, Sergio Pitol, Víctor Flores Olea, Arturo González Cosío, y que en su segunda etapa dirigían Fernando Zertuche, Miguel González Avelar, Sergio García Ramírez y Martín Reyes Vayssade. A todos, esto sí lo recuerdo, nos asombró la precocidad literaria de José Emilio (ya JEP en varias notas). Recuerdo su nota al aparecer La región más transparente, su lectura disciplinada del “mural” de personajes y técnicas literarias. Como se diría desde el resentimiento: no obstante todas sus virtudes, José Emilio es admirable.

¿Cómo conoces a Pitol?

A Pitol y a su (nuestro) amigo primordial Luis Prieto Reyes los conocí a mediados de 1954 en la Preparatoria de San Ildefonso, frente a los murales de Orozco. Eran los días de la denuncia del golpe de Estado en Guatemala. Luis, de pronto, aseguró que los arquetipos retratados por Orozco eran todavía los mismos que aparecían en la crónica de sociales de Excélsior y que si uno se fijaba bien allí estaban doña Soledad de Ávila Camacho, doña María Izaguirre de Ruiz Cortines, el Marqués del Charro Alegre, el obispo de Tenmeaquí y otros. Me grabé los nombres y por supuesto le creí. La ingenuidad es el antecedente judicial de la madurez.

Sergio corroboró lo dicho por Luis, pero lo corrigió: “No es el Marqués del Charro Alegre sino el Marqués de la Haciendota (o algo así)”. Luis se disculpó. Luego yo fui tratando a Sergio, uno de mis maestros fundamentales, y no es culpa suya si se me olvidaron las clases. Me recomendó en ¡1954 o 1955! a Borges, Carpentier, Reyes, Dashiell Hammett, en fin.

¿Y a Elena Poniatowska?

Cada sábado Elena Poniatowska publicaba sus entrevistas (que deberían revisarse por la información de diversa índole que trasmiten) en el suplemento México en la Cultura de Novedades que dirigía Fernando Benítez, un escritor y un reportero notable. Fernando es la persona más entusiasta de que, como se decía antes de Google, guardo memoria. José Emilio y yo escuchábamos con regocijo sus proezas amorosas (“¡Ah hermanito! ¡Esa mujer era el cuero más formidable que han dado las riberas del Usumacinta!”), sus anécdotas y su alegría por lo que le entregábamos: “Estoy convencido de que esta colaboración tuya será inferior a la de la semana próxima”. No era un entusiasta en el vacío y bien podía no publicar el texto, pero creía su deber animar a sus colaboradores, una técnica ahora casi siempre en desuso.

Vuelvo a Elena. Para mí, su mejor libro, cada vez más actual es Hasta no verte Jesús mío, una novela-crónica notable. Y el libro de repercusión histórica, y el adjetivo es absolutamente comprobable es La noche de Tlatelolco. Elena es generosa, capaz de una entrega notable a las causas que le importan, que resiste con falso y verdadero candor a las embestidas de la derecha, mientras más enojada más estúpida. ¿Es extraño que se le quiera tanto y que a fin de cuentas, y para usar una línea lópezvelardiana, inaccesible al deshonor florezca sin necesidad de compartir pedestales y responsabilidades de la patria?

Me falta hablar de un maestro reticente, muy creativo, generoso, muy lúcido y un ejemplo notable: Vicente Rojo, esencial no sólo en las artes gráficas sino en la difusión cultural.


Las vidas paralelas de Carlos Monsiváis

26/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Armando González Torres

La personalidad intelectual de Carlos Monsiváis rebasó con mucho el registro de la escritura y a menudo domina ese artista de la oralidad y el ingenio íntimo que tanto atesoran sus amigos y conocidos. Por eso, y porque resulta difícil elegir en una obra tan copiosa, la memoria en torno a Monsiváis tiende a ser personal y anecdótica y está habitada por sucesos y ocurrencias legendarias. Cierto, en determinadas estancias de su obra, Monsiváis es uno de los creadores de ideas e innovadores literarios más relevantes de su época; sin embargo, si hay que escoger un libro, a mi gusto, el volumen más unitario, riguroso y emotivo de este escritor es Salvador Novo, lo marginal en el centro. Esta biografía es un homenaje que recupera, expone y valora una obra periodística y poética soslayada, que reconstruye el ambiente cultural y sociopolítico de las primeras seis décadas del siglo pasado y que se introduce, sin concesiones, pero con pasión y simpatía, en la vida y los dilemas de su biografiado.

El libro aborda un caso ejemplar de disenso estético y moral y conforma un retrato del artista que va de su adolescencia a su languidecencia. Monsiváis retrata al niño condenado por su preferencia, al adolescente desafiante, al adulto acomodaticio y, sobre todo, al poeta secreto. El biógrafo exalta la valentía y jovialidad con que Novo asume su identidad y vuelve literatura sus filias y sus fobias. Para Monsiváis la libertad que se permitió Novo en su vida se traduce en su estilo de escritura: desenfadado, grácil, lleno de viveza y veneno. Por supuesto, a medida que se institucionaliza, su ingenio se encauza de distinta manera. Porque Novo es un hombre desafiante pero pragmático: no desdeña los favores del régimen que emana de la violencia que aborrece, elogia a los nuevos ricos que desdeña y logra el ascenso y el reconocimiento asimilándose en parte al oficialismo. Por eso, si para muchos el libro sobre Novo tiene valor como épica de las minorías de principios de siglo, acaso tiene más valor como ejemplo del dilema del gran talento que se concentra en narrar chismes y bagatelas y del esteta desgarrado que, en su ocaso, adquiere conciencia del desperdicio de sus dones. El drama individual, por lo demás, es drama colectivo y la historia de Novo es, en parte, la tragedia de la generación de los Contemporáneos, una camada aislada en un medio ideológico, moral y estético adverso que, para sobrevivir, debe oscilar entre la resistencia y la asimilación, el reto y el disimulo, el arte y la burocracia.

El libro de Monsiváis conjuga investigación e información histórica, interpretación literaria, crítica de la cultura y teoría queer; su estilo denota capacidad de síntesis, articulación y pasión narrativa y belleza de estilo. Por lo demás, en ningún otro libro aflora la emotividad y simpatía que se adivinan en éste. Si en muchos retratos de Monsiváis el humor establece una distancia crítica entre el retratista y su modelo, en este caso la identificación es ostensible. No haría falta entrar en detalles para intuir las vidas paralelas de Novo y Monsiváis: desarraigados, excéntricos, marginales, retadores, dotados de un alma risueña, se convierten, desde su posición de outsiders, en observadores de la fauna social. Los dos son seres urbanos que se fascinan y horrorizan con el espectáculo de lo moderno y que relatan la epopeya citadina con sus grandezas y minucias; los dos se acomodan a las formas fragmentarias y fugaces y escriben algunas de sus páginas más inteligentes e inspiradas en materiales perecederos; los dos son leyendas de ingenio y extravagancia personal; los dos eligen la crónica como un sucedáneo de la gran novela humana que acaso estaban destinados a escribir. Por lo demás, de la trayectoria y obra de ambos quizá se pueda fundar una preceptiva de los confines: aceptar la marginalidad como observatorio privilegiado, apostar por placeres y causas concretas, no por partidos y teorías, y discernir, en tiempos de sombra y confusión, con la moral de la belleza o del humor.

Un icono laico

26/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El discurso de Elena Poniatowska en el funeral de Carlos Monsiváis reitera que en México no hacer hagiografía es un milagro. Aquí la izquierda es de derecha: a sus intelectuales les da envoltorio de santones.

¿“Monsi” por Monseñor? Analícese el Buen Discurso sobre Monsiváis: se le retrata como santo popular, redentor reventado, Jesús chilango, ¡San Chido!

Su canonización y la insistencia en su “don de ubicuidad” evidencian que en el imaginario secreto su identidad es la santidad.

Y, aunque parezca contradictorio, en la “nueva literatura mexicana” no se quiere mucho a Monsiváis ¡por el mismo catolicismo de clóset! Ante sus ojos, Monsi-Malo cometió el pecado de estar politizado, infierno tan temido de un trío de generaciones derechitas. Para ellas, Monsi es impuro porque tenía “ideología” y era popular, ¡qué naco!

(En México, los alternativos son elitistas.)

Monsiváis, sin duda, cargó con lastres del PRItérito (hizo crítica selectiva, quedó callado ante tropelías de amistades políticas) y usó el retruécano, el re-contra-código y la ironía para decir y no decir lo que desdecía. Monsiváis era Kant imitando a Cantinflas. What?

En la televisión sus ocurrencias sólo las reíamos sus lectores para no sentirnos solitos.

Si Wittgenstein y Monsiváis hubiesen hablado abiertamente de su homosexualidad habrían hecho una obra menos críptica, en detrimento de su gracia retórica y en ganancia de su función social. En política de la identidad, Monsiváis tuvo recato.

Estoy convencido de que Gloria Trevi y Juan Gabriel nunca entendieron que se burlaba de ellos. Y no lo entendieron porque Monsiváis, a todas luces, era fan.

Cacique en literatura, monaguillo en política, Loco Mía en espectáculo y angloparlante en religión y, en todo lo demás, valiente ambivalente. Así fue Monsiváis, nacionalista or not?

Su ambivalencia (y anfibología) hace posible que los políticos que ridiculizaba en sus columnas, ya muerto, lo postulen como gloria nacional.

Whitman versaba que todo poeta —Monsiváis fue poeta de la prosa antipoética— es contradictorio (contenedor de multitudes). Gracias a su estupenda contra-dicción, Monsiváis innovó la prosística. Era un neobarroco o, mejor dicho, un Novobarroco que rebasó los géneros literarios tradicionales hacia una estrategia crónica: la omnivoracidad.

Monsiváis, cúmulo único, no renovó su estilo pero con su estilo renovó una literatura.

En una época en que lo políticamente correcto es ser sarcástico y apolítico —ser Bart Simpson—, Monsiváis fue más radical. Se atrevió a ser icono laico, literatura queer entre líneas y —escándalo mayor para los neo-puristas— escritor comprometido, ¡lo cual ya pasó de moda según Vogue, Letras Libres y Cosmopolitan!

Antisolumne ante todo y, a la vez, museo y tianguis, biombo y Biblia, 1968 y PRD, Monsiváis, DF de las Letras.

Nuestra ciudad suya

26/junio/2010
Suplemento Laberinto
Héctor de Mauleón

Sucede a veces que sólo percibimos las calidades secretas o entrañables de una ciudad por el amor (necesariamente público) que alguno, que algunos le profesan. Esta frase, con la que Carlos Monsiváis inició en 1975 su ensayo dedicado a Salvador Novo, le podría ser aplicada a él mismo 35 años después, como un recurso para definir, de golpe, el tema que atraviesa el grueso de su obra: la ciudad como lazo personal.

En la autobiografía que se le pidió escribir cuando tenía 28 años, Monsiváis detalla la fascinación que las atmósferas y los rituales urbanos, como banco de imágenes incesantes, provocaron en su adolescencia, cuando “pedante y libresco” fue domado totalitariamente por una ciudad a la que, según él, no podía pertenecer, pues sólo lograba mirarla como “catálogo, vitrina, escaparate, muestrario de librerías, cines y taquerías”. Hoy lo consideramos el gran inventor y el gran divulgador de la ciudad de sus días y de su semejanza. A diferencia de Novo, que ejerció en sus crónicas el espacio habitado por las élites —la aristocracia “pulquera y presupuestera”—, en Monsiváis el territorio intransferible iba a ser el de “lo popular y no tanto”. (No podía ser de otro modo, decía él: la famosa México ejercida por Novo comenzaba a disolverse en “una acumulación de almas, edificios y cuerpos a la deriva”.)

Si la década de los 50 fue la de la formación cinematográfica y literaria —las funciones dobles de la MGM en el cine Estrella; la lectura del México a través de los siglos; el asedio de la literatura anglosajona, de Wilde a Isherwood, pasando por George Eliot—; si la década de los 50 fue también la de la formación de una conciencia política cuyas imágenes tutelares proceden de la represión de maestros y ferrocarrileros (“hay algo de nobleza, de intensidad, de fuerza moral en la lucha contra la injusticia, contra la desigualdad, que siempre me ha apasionado”), la década de los 60 sería, en cambio, la del comienzo de una visibilidad eterna, basada en la invención del personaje Carlos Monsiváis (cultísimo, enteradísimo, ubicuo, mordaz, memorioso, poblado de citas, frases y ocurrencias), y avecindada en las fronteras de una estética que, desde el motor de una escritura tumultuosa, única, zanjó las diferencias entre la alta cultura y los fenómenos populares y de masas. ¿Hasta qué punto será él responsable de la revaloración de Gabriel Vargas, Gabriel Figueroa, El Indio Fernández…? Muchos dirán que nunca lo fue, pero la leyenda le allega patentes —que luego son corroboradas en sus libros.

Desde los años 60, y hasta los días cercanos a su muerte, Monsiváis se atrevió a reunir en crónicas y ensayos los objetos culturales más diversos. Se atrevió también a introducir el humor, y una finísima ironía, en el valle de lágrimas y de solemnidades suntuosas que solía ser hasta entonces la literatura mexicana. Durante más de medio siglo derramó en periódicos, revistas, suplementos, libros, prólogos, programas de radio, presentaciones de libros y segmentos de televisión, lo que Octavio Paz llamó “el género literario Carlos Monsiváis”. De ese modo refrendó la imagen del intelectual como figura pública (adoptó banderas de lucha centrales en nuestro tiempo) y fijó una idea de la historia, del país, de la ciudad, de la cultura, cuyo sedimento se halla en los lugares comunes que desde hace tiempo ¿todos? ¿muchos? frecuentamos. Como sólo ocurre con los clásicos, Monsiváis se volvió un escritor al que es posible citar sin haber leído (he aquí otro lugar común).

Se ha dicho que desde sus hallazgos y sus descubrimientos, incluso desde los mitos que construyó algunas veces de modo arbitrario, Carlos Monsiváis intervino la ciudad para moldearla en nuestras percepciones. Si una ciudad vive y se sobrevive en sus amantes (y esa ciudad vive y se sobrevive en los libros que van de Días de guardar a Apocalipstick), entonces la gran aportación del género Monsiváis consistió en nombrar a la Ciudad de México hasta volverla ella. Porque, ya lo escribió Wallace Stevens, la gente no habita una ciudad: habita sólo sus descripciones.


lunes, 21 de junio de 2010

Monsiváis

21/Junio/2010
Milenio
Héctor Aguilar Camín

Ha muerto Carlos Monsiváis en la Ciudad de México y con él ha muerto parte de la ciudad misma. Ha muerto prematuramente y, sin embargo, tenemos la impresión de que su vida y su obra eran ya inabarcables.

No parecía un autor, sino un territorio mental en movimiento: enciclopédico, múltiple, infatigablemente urbano.

Nadie vio y enseñó a ver la ciudad como él, y nadie fue tan parte de la ciudad como él. Inventó una realidad urbana y al personaje que la recorría y la creaba.

Ambos, la ciudad y su testigo, eran a la vez reales y figurados, hijos del oficio periodístico y de la imaginación literaria. Fue un genio barroco en la piel de un cronista del cambio.

Su mirada nació local y cosmopolita, lista para dar fe de la contrahecha modernidad mexicana, la modernidad coja, cursi e irresistible que fue su fervor y su burla.

Fue testigo y cronista de la conversión de la región más transparente del aire en la urbe informe, magnética e intolerable que es hoy la Ciudad de México.

Su Comala fue Ciudad Neza, una pesadilla urbana soñada por la colonia Portales, donde Monsiváis vivió hasta su muerte, semisepultado de gatos y libros.

Fue un verdadero heterodoxo, un escritor que se instaló precozmente en la corriente central de la cultura mexicana en ejercicio de su triple marginalidad: social, sexual y religiosa.

En pocos se cumplió tanto el dicho de que el humor es una forma del conocimiento. Entraba a saco en las cosas con ojo de caricaturista y pasión de profeta civil.

Podían escucharse las carcajadas en su silencio y la indignación moral en sus pausas atónitas ante las desmesuras de la realidad.

Los periódicos eran su periscopio y el teléfono su radar. Medio México desfilaba por sus oídos y de su boca salían sin parar murales de sociología instantánea.

Ha sido más reconocido que leído y más leído que comprendido.

Fue un escritor torrencial siendo por naturaleza un aforista, y un hombre de una enorme vida secreta, siendo el más público, o el más visible, de los escritores mexicanos.

Lamento doblemente su muerte porque creo que habíamos empezado a recuperar la mejor parte de nuestra amistad, que fue intensa y accidentada.

Lo voy a extrañar.

¿La cama o la mesa?

21/Junio/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

En las casas o departamentos en los que he vivido, la cocina nunca ha sido tan importante o tan bien puesta como debiera. Mi gusto por la comida es relativo y cuando me invitan a comer, sea a una casa o a un restaurante, pongo más atención en la conversación que en las viandas. Eso es porque mis amigos son buenos conversadores y aunque yo parezca distraído siempre pongo atención a sus palabras. Esto no quiere decir que no aprecie lo que está encima de la mesa, sólo que pasa a segundo término cuando a mi alrededor están las personas que quiero. Casi nunca como junto a extraños porque los alimentos se echan a perder. Y esto es porque la intimidad que supone el acto de restablecerse o darse placer se quebranta cuando otro observa, uno se vuelve aún más débil si cuando come no está rodeado de amigos. No es por otra razón que los hombres de negocios y políticos que solucionan sus asuntos en comidas están un poco envenenados. Son capaces de darte las peores noticias a mitad del banquete.

Dice Kant que en cuestiones de gusto puede haber riñas, pero no discusiones. El gusto se ejerce más que explicarse, pues es una construcción hecha de tiempo e intimidad, de experiencia y vicio. Es por ello que suelo ser reacio a que se me eduque en esos aspectos. De la misma manera que en cuestiones de literatura, en la cocina me satisface también cierta animalidad que no es consecuencia de la cultura, sino del enfrentamiento con la materia y la saciedad del hambre que, en mi caso, debe ser controlada a riesgo de un mal humor de perro enclaustrado que nunca he podido evitar. Intento seguir los preceptos de Baltasar Gracián, pero la distancia, la discreción o la prudencia no son virtudes que poseo a la hora de comer. Hace unos días cierto amigo se refirió al vino que bebía como a “un tazón de frutas” y me ha gustado tanto la imagen que, sin pensarlo, me bebí dos o tres botellas enteras de ese tazón que de ser una buena metáfora se transformó en una cuba de acero sobre mi cabeza.

Desconozco la buena medida, la cual en asuntos del buen vivir es esencial. Me lanzo de cabeza sobre un buen platillo, soy mestizo en mis gustos y bebo hasta que la mesa se convierte en mi tumba. Hacer esto me da felicidad. Riego las verduras con toda clase de licores, reto a los sibaritas a alimentarse como guerreros aqueos alrededor de una crátera, desprecio los postres, como con las manos a la manera de un mal pianista aporreando un fino teclado, ningún olor pasa para mí inadvertido, el desorden absoluto impera en mi mesa por lo que trato de comer en soledad, como un siervo lejos de la mirada de los patrones.

Dice Gadamer que el mal gusto no existe. Lo que tenemos es ausencia de gusto: desconocimiento de uno mismo, atrofia o libertad que nos llevará tarde o temprano al cadalso. El buen gusto está siempre seguro de su juicio -escribe Gadamer-, es un aceptar o rechazar que no conoce vacilaciones, que no está pendiente de los demás y que no sabe nada de razones. Frente a la tiranía de la moda, que por lo regular siempre es un poco atarantada, el buen gusto preserva nuestra libertad y nos da una superioridad específica que desconoce aquel que se entrega a los gustos pasajeros que la moda culinaria exige. En mi caso, nunca me preocupo de los modos o de la cultura que exhiben los comensales o las sardanápalos a no ser que se muestren totalmente fuera de lugar o que su comportamiento sea tan excéntrico que linde con la estética.

No cocino desde hace años porque las cocinas me agobian. Refiriéndose a la reciente costumbre de que los cocineros sean hombres, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio dijo que esto se debía a que los hombres han sido expulsados de la cama por sus mujeres y en consecuencia se han refugiado en la cocina. Es una provocación más, pues ¿quién aceptaría comer los platillos cocinados por alguien que no disfruta en la cama? Nadie en su sano juicio.

domingo, 20 de junio de 2010

Carlos Monsiváis : una conciencia viva y permanente

20/Junio/2010 El Universal
Gerardo Estrada

Nadie en el escenario intelectual de México en los últimos cincuenta años ha logrado tener una presencia social tan amplia y reconocida como Carlos Monsiváis. Su maravilloso don de la ubicuidad, su inmensa e inagotable curiosidad e interés por el quehacer de las mujeres y los hombres de diversas generaciones, lo hicieron un personaje ineludible en donde quiera que algo sucedía y que su fina y aguda sensibilidad le hacía saber lo que era o sería trascendente en algún momento.

Esta curiosidad, más vital que intelectual, explica la diversidad y la aparente contradicción de sus intereses. Testigo fundamental, hombre informado hasta lo increíble, Carlos lo sabía todo de todo y de todos. No había mejor fuente referencial para saber por dónde y cómo se desarrollarían los destinos de la vida política, social, cultural y frívola de nuestro país y en particular de la ciudad de México.

Su rica y diversa red de amigos, alimentada de constantes presencias y charlas, así como de una red telefónica, que difícilmente el Facebook y el Twtiter podrán superar, nutrían a Carlos de información múltiple y variada que hacía las delicias de quienes lo escuchaban y enriquecía sus espléndidas crónicas .

Pero no era Carlos un observador pasivo, ni pretendió nunca ser objetivo. Sus escritos tenían claramente expresadas sus simpatías y sus convicciones. Más que “compromiso social”, lo que había en Carlos Monsiváis era una profunda y auténtica convicción moral y ética. Su indignación frente a las injusticias, frente a la desigualdad, frente a la simulación y frente a la corrupción política nacían de lo más profundo de él y eran parte de su modo de ser. No eran un añadido venido de la convención social o de la conveniencia ideológica. De ahí que a veces, en su honestidad y necesidad de estar al lado de quienes juzgaba “los débiles”, se hubiera equivocado al apoyar a causas y personas que luego lo decepcionarían .

Carlos Monsiváis vivió, y seguramente para muchos seguirá siendo así, encasillado en la geometría política como un hombre de “izquierda “ y el así se concebía y seguramente habría querido que así se le recuerde. Pero a mí me parece que esa visión resta méritos al valor social y moral de la indignación de Carlos frente al mundo. Sus agudos señalamientos, sus punzantes y sangrientas críticas y descripciones de los personajes más nefastos de nuestra vida social y de las situaciones sociales que él juzgaba inaceptables se explican por la profunda rabia que estos hechos le provocaban al atentar contra los principios de convivencia social y moral en que creía.

Carlos era un ciudadano en el más profundo y auténtico sentido del término, era parte de una comunidad en la que no sólo vivía y actuaba, sino en la que participaba y a la que pretendía, desde su posición de escritor, tratar de cambiar. Si había algo que detestara y despreciara profundamente era el conformismo, la sumisión, la indolencia social e individual y si había algo que admirara por encima de todas las cosas era la capacidad de rebelarse, para él prueba suprema de una verdadera condición humana y ciudadana.

Sus batallas estaban ancladas en la historia, en aquellas causas que durante siglos ha defendido la humanidad como las más valiosas: la libertad, la igualdad y sus antagónicos históricos: la intolerancia, la desigualdad, la explotación, el disimulo social y político. Por eso fue un ardiente defensor del laicismo, de las libertades todas: de expresión, de la alternativa sexual.

Pero más allá de todo este valor social, era también un escritor riguroso, un crítico literario excepcional que nos brindó textos hoy imprescindibles por la calidad de la información en ellos contenida, por su oportunidad, como los que dedicó a Salvador Novo y Amado Nervo, terreno en el que se le escatimaron méritos , por quienes se atenían a sus prejuicios de clase e ideológicos disfrazados de rigor. Su ausencia en el Colegio Nacional fue lamentable, por decir lo menos.

Finalmente, pero no al último, estaba la persona, el hombre público que no sin cierto pudor se rendía ante admiradores que en su paso por las calles , las plazas y salas de conferencias le pedían una fotografía, un autógrafo. Su vanidad pudorosa se nutría y a veces coqueteaba con esa fama que le hacía competir en su imaginación juguetona con otras figuras. Lo fantástico de esto es que a Carlos Monsiváis la gente lo quería y lo quiere, surgiendo del contacto personal una empatía natural que, contrariamente a lo que suele suceder con las celebridades, confirmaba lo que sus admiradores creían de él.

En mi caso es inmensa mi deuda intelectual y personal con él. Comencé a leerlo en mis años de estudiante y su autobiografía precoz me descubrió un mundo, era yo un constante y fiel lector de sus crónicas. El 68 hizo que nos encontráramos, ya en el momento de la solidaridad con quienes estaban en la cárcel . Fue generoso y acogió mis primeros textos en el suplemento cultural de Siempre!, y desde entonces no dejó de reprocharme mi pereza para escribir.

De allí en adelante con altibajos dependiendo de los viajes y las residencias fuera del país, suyas o mías, nos frecuentamos mucho, particularmente desde hace 25 años. Acudimos juntos a las conmemoraciones decenales del 68 y estuvimos en el Zócalo contemplando el maravilloso espectáculo de Spencer Tunick.

Fue sin duda alguna el mejor y más crítico asesor en mi estancia en mis cargos públicos, especialmente en el INBA y en Difusión Cultural de la UNAM. Casi siempre en una mesa de amigos, normalmente uno o dos sábados al mes, en el restaurante Bellinghausen de la Zona Rosa. Compartimos muchos proyectos, muchas charlas salpicadas de exquisita y deliciosa maledicencia y de esperanzadoras y casi siempre frustradas expectativas políticas.

Como me lo advirtió, continuó la amistad con la Dirección de Bellas Artes y la de Coordinación de Difusión Cultural, pero siguió siendo amigo entrañable de Hilda y de Constanza, una de las pocas bebés que seguramente tuvo entre sus brazos, y de Gerardo Estrada.

Gracias, Carlos, ya te extraño.

Carlos Monsiváis: el cronista

20/Junio/2010
El Universal
Sara Sefchovich

Carlos Monsiváis se dedicó a cronicar cómo viven las gentes, cómo se divierten, cómo se organizan y luchan, qué leen, miran y oyen, cuáles son sus ídolos. La suya era una mirada intelectual y emocional, tenía la voluntad de recoger lo que pasa y de construir un panorama de lo que es México y lo que son los mexicanos. Con él aprendimos a escuchar a Pedro Infante y a leer a Octavio Paz, a ver a Raúl Velasco en la televisión y a bailar en los antros. En sus crónicas estaba “la patria” con todo y líderes charros que la acompañan, políticos que la habitan, ricos que la despojan, escritores que la relatan, militantes que la quisieron salvar y que fueron encarcelados y asesinados. Con él conocimos también a quienes ejercían la democracia desde abajo y sin pedir permiso, a los que se enfrentaban al poder, el país de las colonias populares, de los obreros y estudiantes.

La suya fue una descripción, pero también una acusación: el verdadero fondo de los problemas son los sindicatos corruptos, los sueldos de hambre, las transas, “el desastre social que anticipa a la furia geológica”, las mentiras, la inexistencia de leyes que protejan, la falta de alternativas, el despojo, la represión. Y aquí “no se admite en método Rashomon”: no hay ninguna justificación posible a la negligencia y la voracidad, a la corrupción y el autoritarismo.

Monsiváis estuvo de modo inequívoco con los oprimidos y explotados y consideró que siempre la razón está de su lado. El mexicano no es esa criatura del descuido, el relajo, el fatalismo y la ineptitud que nos han querido hacer creer, sino el resultado de un capitalismo voraz y depredador.

Obsesionado con el crecimiento demográfico, afirmó que “el ámbito de las multiplicaciones reta al infinito y despoja de sentido a las profecías, obstinadamente minimiza todas las pretensiones triunfalistas”. México es demasiada gente, y toda con un único afán: consumir. Monsiváis siguió a la gente cuando iba al cine, a las fiestas, a los conciertos, a las manifestaciones, a los antros y a las universidades, la estudió por todos sus costados, en su pasado y en su presente, espió a los mexicanos cuando festejan el Día de las Madres o el de la Independencia, cuando dicen groserías y lloran con los mariachis, cuando aplauden y cuando votan, cuando hablan en los mítines y conversan en las cantinas, cuando ven televisión. ¡No se podía hacer nada en este país sin que viniera Monsiváis a sociologizar!

Monsiváis deletreó la sensibilidad colectiva, mostró a la sociedad en movimiento, amplió los límites de lo que se consideraba cultura, cronicó un amplio espectro de hechos, individuos, grupos, acontecimientos y procesos. Y todo eso libre de todo vestigio de oficialismo, de interpretaciones previas y cristalizadas y de moralina, con una prosa que transformó la manera de escribir y de pensar en México. ¿Qué fue antes, el lugar común o la frase del Monsi?

Él nos enseñó a mirar, a leer, a pensar, nos rompió los esquemas y los límites, nos abrió a nuevos temas y, sobre todo, nos quitó esa solemnidad pesada a que tan afectos hemos sido. Elaboró un estilo propio absolutamente original y único, tan complejo que ni siquiera ha podido tener imitadores. Octavio Paz afirmó por eso que Monsiváis “es un género en sí mismo”.

Se fue el amigo que lo sabía todo, el que escribió sobre cine y sobre pintura, sobre novela y poesía, sobre ideas y tendencias culturales, sobre política y los políticos, el arte y la literatura, los artistas y los literatos, el de las miradas totalizadoras imprescindibles para entender a México, el que estuvo en todas partes, dando conferencias y asistiendo a conciertos, en asambleas de jóvenes y en eventos académicos, en cenas en las casas de sus amigos y en los antros y las calles de la ciudad. Alegre, irónico, divertido, enojado, deprimido, siempre atentísimo mirando y oyendo todo, absorbiendo y pensando, explicando.

Hoy el dolor me oprime, los mexicanos perdimos a un gran sabio y a un defensor de las mejores causas, y yo perdí a un amigo muy querido y a un lúcido maestro.

sábado, 19 de junio de 2010

Otro fraude más en un premio literario

19/Junio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Colmo y colmillo cultural: el funcionario encargado de un concurso literario resultó el ganador.

Esto fue lo que sucedió con el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras/Border of Words 2010.

Según la convocatoria, las obras concursantes debían recibirse en el Centro Cultural Tijuana. El encargado de Gerencia de Literatura del Cecut era Fran Ilich. Él tomó el puesto durante el rechazo casi unánime de la comunidad literaria en Tijuana contra la designación de Virgilio Muñoz como el director del Cecut, señalado como traficante de personas por el Centro Binacional de Derechos Humanos.

Ilich inició su carrera precisamente en un periódico dirigido por Muñoz en los años noventa.

¿Cómo le hizo Ilich para poder concursar?

Renunció poco antes de que la convocatoria venciera. Sumó su obra al paquete que se envió al jurado: Yuri Herrera, Cristina Rivera Garza y Pablo Soler Frost, quienes, obvio, no tenían idea de que uno de los trabajos que evaluarían ¡era el del gerente saliente!

El resultado del premio fue la confirmación de la corrupción que impera en la política cultural fronteriza.

Lo único que faltaba: ¡autopremios binacionales!

Hasta ahora los organizadores —el Centro Cultural Tijuana, Conaculta-Tierra Adentro y la Secretaría de Relaciones Exteriores— no han revisado el lamentable caso.

Quizá se dirá que el funcionario concursó horas, días o semanas después de haber dejado el puesto y que de alguna manera eso nubla la cláusula en que se prohíbe concursar a personal de la institución; o que Ilich no era el gerente de literatura sino un contratista o hacía su servicio social o, simplemente, que no hay cláusula que prohíba que el encargado de recibir los trabajos concursantes, respetar su integridad y difundir la convocatoria sea también concursante de última hora.

Pero, por favor, 2 más 2 son 4 y, sencillamente, no es aceptable que la persona encargada de coordinar un concurso resulte el ganador de ese concurso.

La treta de Ilich establece un preocupante antecedente. Si se le deja pasar, no faltarán otros Ilich en otros institutos, en otros estados, en otros momentos, que obtengan premios que ellos mismos coordinan.

Aclaro: no concursé. Pero es deber general cuidar que los premios literarios sean respetados y no sean convertidos en farsas.

Hay que competir con integridad. Ganar de verdad.

No soy ingenuo. Sospecho que no se corregirá esta violación ética y aun legal. Sé que mañana Ilich dirá en Alemania o Ecuador que ganó un premio binacional. Sé que Muñoz se congratula de que su empleado haya sido el ganador. Sé que le darán su cheque de 50 mil pesos, diploma y libro editado.

Y sé, sobre todo, que no olvidaremos este nuevo atropello a la democracia en la literatura nacional. Otro atropello más.

Declaración de las Editoriales Independientes Mexicanas

19/Junio/2010
Suplemento Laberinto

La primera Feria del Libro Independiente, que reunió durante 15 días a 50 sellos editoriales mexicanos en la Librería del Fondo Rosario Castellanos, ha mostrado la vitalidad de un fenómeno editorial con gran tradición en México y ha subrayado el papel de la edición independiente como un factor decisivo para la diversidad cultural.

Una lógica concebida cada vez más desde criterios puramente comerciales ha llevado, entre otras cosas, a un proceso de concentración empresarial en el mundo del libro que pone en peligro no sólo la producción local en México, sino también la bibliodiversidad, un valor reconocido internacionalmente por instancias como la UNESCO. En contraste con esta tendencia de alcance global, las editoriales independientes se distinguen por la producción de libros concebidos para leerse, para perdurar, dirigidos a los lectores y no exclusivamente a los consumidores. Libros con espíritu de riesgo, que apuestan por propuestas diferentes, por autores y temas heterogéneos, más allá de las modas y las prisas del mercado, y que de no ser por la existencia de estas iniciativas difícilmente podrían editarse y llegar a los lectores.

La experiencia de esta primera feria pone de manifiesto la fuerza que tiene el trabajo asociativo de las editoriales independientes, y también deja en claro que lejos de desvirtuar su papel y sus propósitos, la colaboración con instituciones públicas —en este caso el Fondo— ha resultado de provecho para ambas partes, y en particular para los lectores, quienes durante los quince días que duró la feria vieron ampliado significativamente su horizonte de lectura, con una oferta de más de 1,500 títulos que no siempre encuentran los mejores espacios de exhibición y distribución.

Los editores independientes participantes en esta primera feria declaramos:

Que la cultura —y en específico el libro y la lectura— deben considerarse un eje central del desarrollo y la transformación social, y que para ello es decisivo que se tomen en cuenta los proyectos alternativos que sirven de contrapeso —y en buena medida de resistencia— al giro, a veces avasallante, hacia la uniformización y hegemonía cultural.

Que la legislación en materia cultural debe ser equilibrada y velar tanto por los derechos de autor como los del lector, garantizando el acceso al libro y a la cultura escrita, y promoviendo aquellos proyectos que enriquezcan la pluralidad y la producción local.

Que a través de programas y acciones concretas ha de compensarse la enorme desigualdad en el intercambio del libro entre México y España, así como propiciar la circulación e intercambio en el orbe latinoamericano.

Que asumimos el compromiso, compartido con las instituciones públicas, de acercar el libro a los lectores y de colaborar en prácticas de fomento a la lectura que no sigan modelos verticales y autoritarios.

Asimismo, manifestamos:

Que como un colectivo horizontal y diverso de sellos editoriales nos interesa participar en la planeación de políticas y acciones públicas que hagan del libro uno de sus ejes rectores, en las cuales se respete la identidad de las propuestas independientes.

Que nos parece urgente la colaboración entre los muchos actores que intervienen en la cadena del libro a fin de establecer y aplicar políticas públicas que promuevan y al mismo tiempo den viabilidad a la industria independiente y nacional del libro.

Que es necesario impulsar la circulación del libro independiente en condiciones de equidad, a través de una mayor y más duradera exhibición de los libros mexicanos en las librerías del Estado, a través de medidas de fomento para librerías y editoriales independientes, y de permitir una representatividad activa de estas iniciativas en las estrategias actuales de promoción de la lectura.

Que es prioritario dar continuidad, aplicar y cumplir en toda su extensión la ya aprobada Ley del Libro, con la generación de programas específicos que impidan que sea letra muerta.

Que para las editoriales independientes los cambios tecnológicos en el mundo del libro y la facilidad de acceso e intercambio digital representan una oportunidad pero también un desafío, que entre todas las cosas obligan a un examen de las leyes vigentes en materia de derechos de autor y a repensar las estrategias de fomento a la lectura y la concepción misma del libro.

Por último, nos comprometemos:

A seguir enriqueciendo la bibliodiversidad con libros bien editados, audaces y diferentes, en los que se priorice la publicación de autores y géneros desatendidos pero de calidad.

A dar continuidad a los proyectos de difusión y distribución en conjunto de las editoriales, tanto a través de ferias itinerantes como de redes y alianzas solidarias, con el objetivo de lograr una mayor visibilidad del libro independiente a nivel regional y nacional.

A construir mesas de diálogo, análisis y trabajo entre las editoriales independientes y las instituciones públicas, para el diseño de una política del libro que reconozca y promueva su carácter plural y heterogéneo.

15 de Junio de 2010

José Saramago (1922-2010)

19/Junio/2010
La Jornada
José María Pérez Gay

¿Qué puedo decir de José Saramago en tres o cuatro cuartillas que no se haya dicho antes? Debo confesar que no sólo soy su amigo, sino también un lector adicto y confeso. Por lo demás, no sobra decirlo, estamos ante uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo. No puedo proponerme una revisión de toda la obra de Saramago, sino sólo de una novela me parece clave en su obra.

La obra de José Saramago ha cobrado como pocas obras literarias una vida propia de un enorme significado, se lee en cantidad de idiomas, es una referencia obligada en la historia de la literatura contemporánea. Su primera novela –publicada en 1947, a los 25 años de edad, tuvo una vida corta. Después de Terra do Pecado, treinta años más tarde, Saramago publica otra novela: Manual de Pintura e Caligrafia. No son muy frecuentes los escritores que han abierto un lapso de tiempo tan largo entre una novela y la siguiente. Sin contar desde luego A Clarabóia, un texto que nunca se publicó. Saramago hizo entonces muchas cosas: trabajo como editor, escribió en los periódicos, tradujo libros y escribió poesía. Y así después de treinta años irrumpe en el mundo de la novela con un resplandor que brilla cada vez más. Levantado del suelo (1980) es una novela que ya nada tiene que ver con aquella Terra do Pecado. Nuestra ignorancia de la literatura portuguesa es oceánica. Por ese entonces, 1947, en Portugal estaba vigente el neo-realismo Alves Redol publicaba Porto Manso –y empezaba el descomunal el Ciclo Port–Wine–, Alfonso Ribeiro, Escada de Servicio; Miguel Torga, Odes y Regio Historias de Mulheres e d’A Velha Casa. Al mismo tiempo se publican los Cuadernos de poesía; Jorge de Sena publica Coroa da Terra; Sophia de Mello Breyner, Dia do Mar y el joven Sebastiao da Gama publica Cabo da Boa Esperança. Los novelistas de otra generación siguen publicando: Ferreira de Castro, A La a Neve; Aquilino, O Arcanjo Negro y la aparición tardía del surrealismo de Lisboa, con Cesariny, O’Neill, Antonio Pedro y José Augusto França.

El año de la muerte de Ricardo Reis pertenece a un misterioso rango de la literatura: las obras únicas; es una novela que no se parece a ninguna otra: surge, se nutre y se agota en sus propios límites, hasta configurarse como un mundo alucinante y autosuficiente, aislado y ennoblecido por su propia singularidad. Ese proyecto novelístico, sin duda uno de los más apasionantes del Siglo XX, no se habría dado sin esa etapa decisiva, de creación literaria y de reflexión meta artística. Un ensayo de novela que encerraba toda la obra. Desde el principio de la novela, la historia es la propia novela, la de su propia escritura. Aquí se condensa también la historia de una ciudad, Lisboa, y de un país: Portugal. Ricardo Reis, un heterónimo, va en busca de su autor, Fernando Pessoa, uno de los mayores poetas del siglo XX. La sola idea es deslumbrante. Cada lector es otra novela; cada novela, otra novela. Cada vez que releo la novela, de golpe, se me vienen mil cosas encima: mi recuerdo tartamudea en alud amoroso, y en seguida se me aparece una ciudad blanca, cuyas calles y sus nombres son el mapa de la novela, no hay mejor descripción de Lisboa que El año de la muerte de Ricardo Reis, la ciudad del Tajo, la ciudad de Camöens y Eça de Queiroz. La Rua Garret, Rua do Carmo, la Rua nova de Almada, la Rua Serpa Pinto, la Calçada do Sacramento. Por la magia de Saramago, me detengo la Casa Havaneza y Ramalho Ortigao, a un lado del Café A Brasileira: “Ricardo Reis atravesó el Barrio Alto, y bajando por la Rua do Norte, llegó a la de Camoes, era como si estuviera en un laberinto que lo llevara siempre al mismo lugar, al monumento, a este bronce con pinta de hidalgo y espadachín, especie de D’Artagnan premiado con unas corona de Laurel (…) Yo solo aproveché un resto de ellos, las palabras que hablaban de ellos. Explique mejor esa tan divina y tan humana confusión. Según la declaración solemne de un arzobispo, el de Mitelene, Portugal es Cristo, Y Cristo es Portugal. Está escrito allí, Con todas las letras, Que Portugal es Cristo y Cristo es Portugal, exactamente. Fernando Pessoa se quedó pensando un momento, luego se echó a reir, con una risa seca, cascada, nada grata de oir. Qué país, qué gente, y no pudo continuar, había ahora lágrimas verdaderas en sus ojos, Qué país, repitió y no paraba de reirse. Y yo que creía que había ido demasiado lejos cuando en Mensagem llamé santo a Portugal, ahí está San Portugal, y viene un príncipe de la iglesia, con su archiepiscopal autoridad, y proclama que Portugal es Cristo, y Cristo Portugal. Si esto es así, necesitamos saber urgentemente qué virgen nos parió, qué diablo nos tentó, qué judas nos traicionó, que clavos nos crucificaron, qué tumba nos oculta y qué redención nos espera”.

El Año de la muerte de Ricardo Reis admite, lateralmente, la interpretación de la historia que Pessoa y Reis soñaron; al final nos espera el juego: la fiesta, la consumación de la obra, su encarnación momentánea y su dispersión. Desde un principio Saramago ya no tuvo por qué seguir optando entre el liderazgo y el martirio. Pocos autores, como Saramago tienen una literatura a la precisa escala civil. Esta armado –eso sí– de su inteligencia, su cultura y su prosa Es la suya una escritura democrática de un ciudadano y nada más, por excepcionalmente dotado que sea. Por esa misma razón puede escribir una novela como El hombre duplicado. En ese carácter tan democrático de su expresión no abundan sus antecedentes portugueses ni, mucho menos, españoles. Más que en modas anecdóticas o formales, en ideologías o en esquemas teóricos, la literatura en Saramago se dio en su respiración civil: un autor que no se siente un solitario entre la gente.

“La madurez de una vida, como la madurez del día –escribe Saramago– no se revela en la hora incierta del atardecer, sino en el momento pleno, cenital y vibrante del mediodía en que el sol, cumplida ya su trayectoria ascendente, parece detenerse a contemplar, hurtando la sombra a seres y cosas, los frutos de su carrera. La obra de José Saramago, desde el Manual de Pintura y Caligrafia hasta el El ensayo sobre la lucidez ha permanecido siempre en el mediodía de su vida. A sólo unos meses de distancia, esta novela encarna una real aventura intelectual, un enriquecimiento, un momento de veras encarnizado de la cultura crítica contemporánea.

Cuando pienso en José Saramago, mi amigo, siempre recuerdo esa historia jasídica que cuenta Martin Buber. “Un forastero llegó a visitar al rabino Alejem y le preguntó: Rabino ¿qué es mejor, la inteligencia o la bondad? El rabino contestó: por supuesto la inteligencia, ella es el centro de la vida. Pero si uno tiene sólo la inteligencia y no la bondad, es como si tuviera la llave de la recámara principal y hubiera perdido la de la puerta de su casa “. Siempre he pensado y estoy seguro de que José Saramago, como muy pocos, tiene las dos llaves de su casa.


En recordación de Acteal

19/Junio/2010
La Jornada
José Saramago

Cada mañana, cuando nos despertamos, podemos preguntarnos qué nuevo horror nos habrá deparado, no el mundo, que ése, pobre de él, es sólo víctima paciente, sino nuestros semejantes, los hombres. Y cada día nuestro temor se ve cumplido, porque el ser humano, que inventó las leyes para organizarse la vida, inventó también, en el mismo momento o incluso antes, la perversidad para utilizar esas leyes en beneficio propio y sobre todo, en contra del otro. El hombre, mi semejante, nuestro semejante, patentó la crueldad como fórmula de uso exclusivo en el planeta y desde la perversión de la crueldad ha organizado una filosofía, un pensamiento, una ideología, en definitiva, un sistema de dominio y de control que ha abocado al mundo a esta situación enferma en que hoy se encuentra.

Sirva este largo preámbulo para explicar el estado de ánimo con que recibí la terrible noticia de la matanza de Acteal. Se nos decía cuarenta y cinco muertos en Chiapas como antes se había hablado de insurgencia en Chiapas y uno acepta el enunciado como si fuera un mazazo uno más que añadir al de ayer y al de mañana, una cuenta más en el rosario de crímenes del hombre contra el hombre. Sin embargo, la mañana que se publicó la matanza de Acteal mi casa se paró. Dijimos:

Tenemos que comprender. Debemos compartir. Y nos fuimos a México, a Chiapas, al centro del dolor y al corazón de nuestro pasado, al único lugar donde el conocimiento podía producirse. Fuimos a Chiapas y nos vimos reflejados en las miradas de los indios sobrevivientes de las matanzas de la historia, en los ojos negros de los niños mutilados, en la paciencia incomprensible de los ancianos que nos observaban, quizá queriendo comprender también ellos. Viendo a los indios chiapanecos descubrimos nuevos rostros de la lógica del poder, tan igual siempre, tan inmutable a lo largo del tiempo, de las generaciones y de los usos políticos.

Estuvimos en Chiapas. Vimos las casas de los indios, los campamentos de desplazados, los asentamientos provisionales y los considerados definitivos. Conocimos sus propuestas para el futuro, que para ellos siempre será imperfecto, y que están reflejadas en los Acuerdos de San Andrés que el gobierno suscribió y ahora no quiere respetar, y conocimos a Rosario Castellanos, la escritora que a pesar de haber muerto hace 24 años sigue siendo una embajadora de Chiapas, porque en sus novelas supo contar las vicisitudes de los indios y las tropelías de los blancos. Vimos al ejército mexicano con uniformes de campaña y equipado para iniciar una guerra. Vimos a los cooperantes internacionales asistiendo a niños desnutridos y a mujeres jóvenes que han perdido su dentadura y el cuerpo se les ha resquebrajado como se resquebraja el barro seco que sostiene sus pobres casas. Vimos la pobreza, la humillación, el dolor, pero también vimos la dignidad en las palabras del guerrillero que nos describía por qué decidió rebelarse y secundar el llamamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, último y quizá único recurso para frenar el lento genocidio que vienen padeciendo los indios de México y del resto de América.

Porque los indios de Chiapas no son los únicos humillados y vencidos del mundo: en los cinco continentes se repiten cada día situaciones de vejación y crimen contra grupos, etnias, pueblos, en definitiva, contra los pobres de los pobres, contra lo que el sistema imperante, el capitalismo autoritario que rige el mundo considera inútil para sus objetivos y por lo tanto, descartable, saldo, material de derribo susceptible de eliminación sin pagar por ello. Sin que los auténticos responsables paguen por ello, como una y otra vez estamos viendo. Sin embargo, en Chiapas se ha dicho basta. Los indios se han organizado para combatir y negociar. En torno del subcomandante Marcos, han plantado cara al gobierno y han dado una lección de dignidad al mundo y esto no es retórica. La decisión firme de vivir otra vida la percibimos en los hombres y mujeres con las que hablamos, en la firmeza y en la rotundidad de gestos y palabras, en la nueva concepción que de ellos mismos tienen. Los indios han asumido para ellos el proyecto de Zapata, y zapatistas ellos, es decir, bajo la bandera de Tierra y libertad que Zapata esgrimió, seguirán combatiendo al gobierno, al latifundio, al capital, a la concepción de la historia que los considera superfluos, especie por extinguir.

Fuimos a Chiapas. Recogimos impresiones, conocimiento, emociones. Compartimos el dolor y las lágrimas. Como otros que fueron antes los que irán en el futuro. Sabemos que tenemos la obligación de contar lo que vimos, decir los nombres de los niños, de los cooperantes, de las personas que se hicieron indias para poder sentir como los indios y así comprender mejor. Vinimos cargados de nombres, Jerónimo, Pedro, María, Ulises, Samuel, Marcos, Rafael, Ramona, Rosario, Carlos, nombres castellanos para una gente antigua y contemporánea.

Chiapas no es una noticia en un periódico, ni la ración cotidiana de horror. Chiapas es un lugar de dignidad, un foco de rebelión en un mundo patéticamente adormecido. Debemos seguir viajando a Chiapas y hablando de Chiapas. Ellos nos lo piden. Dicen en un cartel que se encuentra a la salida del campo de refugiados de Polho: Cuando el último os hayáis ido, ¿qué va a ser de nosotros?

Ellos no saben que cuando se ha estado en Chiapas, ya no se sale jamás.

Por eso hoy estamos todos en Chiapas.

Texto publicado en La Jornada el sábado 10 de octubre de 1998

El Saramago de La Jornada

19/Junio/2010
La Jornada
Elena Poniatowska

José Saramago es múltiple y esplendoroso. Abro los Cuadernos de Lanzarote, una isla frente a las costas de África que Carlos Fuentes describe como un cráter del mar, que a mí me conmovió, porque en medio del paisaje negro, hirviente, los habitantes se las han arreglado para sembrar uvas, a las cuales les hacen casita para que no las desenraicen los vientos y las separen de su balsa de piedra. Leo cómo desde 1993 Saramago viaja a Londres, Lisboa, Madrid, París, Roma, Buenos Aires, Río de Janeiro. Recibe premios, ofrece conferencias, asiste a ferias, participa en mesas redondas, es jurado de concursos literarios... y entre tanto se las arregla para regresar a casa y escribir Ensayo sobre la ceguera a la sombra de Pilar, que también le hace casa, ahora más que nunca, contra la agitación furiosa de la celeridad.

Lo veo correr, estoico, de aquí para allá, día a día, hablar del Doctor Fausto, de Thomas Mann; de sus amigos Jorge Amado y Gonzalo Torrente Ballester. Quisiera detenerlo y me resigno a pensar que del único Saramago del que puedo hablar un poquito es del Saramago de La Jornada, aquel que en sus crónicas me han dado Pablo Espinosa, quien fue a Estocolmo a verlo recibir el Nobel en 1998; Hermann Bellinghausen, Mónica Mateos, César Güemes, Renato Ravelo... que lo han seguido fervorosamente durante sus días mexicanos, los de 1998 y los de 1999.

Ver a Saramago acercarse y elegir a quienes prefiere es una lección de entereza. Millones de personas viven un atentado a su dignidad, declara a La Jornada y escoge a los más pequeños, los indígenas de Chiapas, y tras de él remolca a la península ibérica para que constate lo que sucede aquí, en las montañas del sureste desde 1517 hasta la fecha.

La voz de los más pequeños

Dentro de 19 días estaremos recordando el tercer año de la masacre de 45 indígenas en Acteal, en su mayoría mujeres y niños, que por su pobreza solemos llamar los más pequeños. ¿Puede levantarse la gloria de Dios y la de un gobierno sobre la miseria de un solo niño muerto?, pregunta Carlos Fuentes. A propósito de los indios chiapanecos, dijo José Saramago en San Cristóbal las Casas: Si la voz de un escritor les sirve para algo, mi voz es vuestra voz. Seguiré hasta el final de mi vida con la conciencia de que mi voz no es sólo mi voz, porque creo que por la boca de cada uno de nosotros está hablando la humanidad entera (...)

La mirada de Saramago sobre Chiapas es intensa, tan intensa como la mirada de un niño chiapaneco al que le han destrozado la vida. Saramago habla de las miradas severas recogidas de las mujeres, y se pregunta: “¿Cómo es que después de tanto sufrimiento ese mundo indio mantiene una esperanza? ¿Cómo pueden sonreír como aquel hombre de Polhó que acaba de decir: ‘mañana puede que nos maten a todos, pero bueno, aquí estamos’ con una sonrisa que no le han matado”.

Ayer, viernes 3 de diciembre, el comandante David volvió a decirlo en Oventic frente a un Saramago apesadumbrado, porque desde hace seis años nada ha cambiado y no se han cumplido los acuerdos de San Andrés: No deseamos la muerte de nadie, no queremos que el costo de la justicia, la libertad y la democracia sea la muerte de muchas vidas humanas, pero cuando es necesario hay que morir.

La gente en Chiapas se muere de hambre y Saramago se preguntó en 1998: ¿De qué se están alimentando esas personas? Y se respondió: Se alimentan de su propia dignidad. Es su dignidad la que los mantiene vivos. Escuché relatos de una objetividad tal en los que nada es dramatizado y todo es dicho con palabras medidas, no calculadas, las justas para expresar lo que hay que expresar. Si hay algo difícil en la vida, es ser. Y ellos que no tienen nada lo son todo, y eso es lo que he ido a aprender a Chiapas.

El Nobel más querido

Saramago se inclina sobre nosotros con toda su paciencia, con la ternura que emana de su altura de hombre bueno. Le asombra que sus lectores le digan que lo aman, no sólo en México sino en todas parte del mundo. Quizá de todos los premios Nobel, el del 98 sea el más querido. La gente lo rodea a ver si les hace el milagro, El evangelio según Jesucristo es el evangelio según Saramago.

En 1980 publicó una novela, Levantando del suelo, acerca de los campesinos del Alentejo, y durante tres años buscó cómo narrar esa historia hasta que pasó por encima de las reglas sintácticas y devolvió a los campesinos en sus propias palabras lo que ellos le habían dado tal y como se lo habían dado, es decir, su propio discurso, como si se hubiera convertido en uno de ello.

Su visión del mundo, como él mismo lo afirma, es pesimista: “Las razones que me llevan a contar una determinada historia –dice Saramago– tienen que ver con mi visión del mundo, de la historia y de la sociedad, y son razones bastante pesimistas, porque el mundo no me da ningún motivo para ser optimista, y eso es lo que aparece en mis libros”.

Y no es que Saramago no crea en la felicidad, sino que la considera una excepción, porque la vida es básicamente una carencia que la felicidad borra por un momento, la efímera negación de ese pesar que encontramos a la vuelta de la primera esquina. Basta leer el periódico para recordar puntualmente que las facultades humanas se desperdician diariamente en la brutal invención de armas y artefactos cada vez más especializados en una única y estúpida misión: exterminar a mujeres y a hombres. A veces Saramago se indigna: Yo no sé cómo nos atrevemos a decir que la raza humana es magnífica. Creo que es tiempo de aceptar que somos unas bestias.

Como lo recogió Mónica Mateos, Saramago es aún el muchacho que escuchaba la voz de sus dos humildes abuelos: Sigo siendo el nieto de ese hombre y esa mujer y no quiero perderlos, es decir, no quiero olvidarlos, ni mis orígenes, mis raíces, la casa pobre, el suelo de tierra, la lluvia que entraba, los cerdos al lado. De esa gente que pareciera que no lleva dentro más que la brutalidad de su propia vida aprendí casi todo lo que he escrito, o por lo menos quedó el terreno bien preparado para la siembra de todas esas palabras.

Por esos abuelos sobre los que ha escrito páginas admirables, Saramago se alía a los indios de Chiapas. Por eso entiende a los que sufren a manos de otros hombres. Los personajes de José Saramago son casi tan entrañables como él: Ricardo Reis; el modesto José de Todos los nombres, y José, el carpintero de Nazareth, cavan hondo y van subiendo por nuestras venas, y nos conducen como topos por túneles de aflicción, hasta que nos invaden con su desesperanza.

La mirada del alma

Saramago escribe en nuestro más íntimo silencio y gracias a él levantamos la vista. Dejamos de leer y miramos más allá en un punto donde quizá podemos leernos a nosotros mismos. Hay puertas que no nos atrevemos a abrir. Escuchamos la llave que gira dentro de la cerradura y el llanto callado de Marcenda, la que tiene una mano inservible. Dentro de ese silencio es posible también que las palabras de Saramago nos enseñen a ver, pero a ver como ven lo ciegos: para adentro, con el alma.

Nos persigue la ley, nos persigue la vida. La vida nos vive, como dijo el poeta jaime García Terrés. Dudamos de todo, porque más que de certezas, el hombre es un ser de dudas. Yo tengo todas las dudas del mundo, las mías y las de los otros, dice Saramago. Mi obra de alguna forma es una reflexión sobre el error y la duda.

Y añade. Tenemos algunas certezas. Sabemos, por ejemplo, que la honestidad es preferible al engaño, que el amor es mejor que el odio. Pero esas certezas, esas cualidades que yo considero como certezas, no son las que mayoritariamente han guiado a la humanidad.

La escritura de Todos los nombres comenzó cuando Saramago busca el acta de defunción de su hermano, muerto a los cuatro años. Investigó en el hospital, en los ocho cementerios de Lisboa (que después darían luz al cuento Reflujo), en registros y archivos... hasta que encontró la comprobación. Convencido de que la gente muere verdaderamente cuando se le olvida, Saramago logró demostrarle al registro civil que un hombre es algo más que una tarjeta (nombre, nacimiento, divorcio, muerte) guardada en algún polvoso archivero al fondo de un pasillo oscuro.

Ensayo sobre la ceguera es un libro desgarrador, en el que todos se van quedando ciegos (médicos, ladrones, mujeres de excepción, muchachas de anteojos oscuros, niños estrábicos) en una alegoría de la condición humana que olvida la responsabilidad ética que implica el ver, el tener ojos cuando otros irremediablemente los han perdido. La muchacha de los anteojos oscuros dice una frase memorable: Hay dentro de nosotros una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.

Tal vez sea eso lo que nosotros buscamos: no el nombre que nos dieron, sino nuestro verdadero nombre, el que algún día vamos a encontrar. Es el que buscamos, a lo mejor sin saberlo, en cada una de las cosas que hacemos. Como cuando estamos a punto de dormir y pensamos en una palabra que es la que nos conduce al sueño, pero es una palabra que se pierde en el momento en que nos dormimos y jamás volvemos a recordar en la vigilia.

El mundo está oscuro

Consecuente consigo mismo, Saramago vincula su obra a las causas sociales, que son siempre políticas. Ejemplo de ello es el cuento La Isla Desconocida, que recaudó 281 mil dólares para víctimas del huracán Mitch. Fueron entregados a la Cruz Roja y utilizados para la reconstrucción de quince escuelas en América Central.

En agosto de ese mismo año rechazó el título de doctor honoris causa que le deseaba entregar la Universidad de Pará, Brasil, al saber que en esa región, el gobernador Almir Gabriel era el mismo que había ordenado la matanza de 19 militantes del movimiento Campesinos sin Tierra.

Su solidaridad con los más olvidados lo ha hecho enfrentarse a gobiernos y a líderes corruptos, y acercarse a jóvenes universitarios, indígenas, hombres y mujeres que se encuentran en desventaja y en situaciones injustas. Para el suplemento Foto, que dirige Raúl Ortega en La Jornada, preparó un número sobre Chiapas con Sebastião Salgado, a quien ya le había prologado un libro, Terra, acerca de los sin tierra, los desposeídos de un bien esencial para su existencia.

Cuando el 6 de julio de 1999, José Saramago recibió la medalla de honor de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, dijo: Me gustaría ser recordado por esa cosa tan sencilla aparentemente, pero no tan corriente, como es el hombre bueno que sin proponérmelo he hecho todo lo posible por ser, y abogó por una revolución de la bondad.

Tal vez, como él mismo reconoce, no se trata más que de un disparate, pero consiste en que cada mañana, al levantarnos nos propongamos no dañar a nadie y darnos cuenta que de nada sirve aferrarnos a nada, como nos lo enseña Milton en su Paradise lost, y El evangelio según Jesucristo, un libro que nos atañe a las mujeres que damos a luz a dioses y ángeles caídos, a ganadores y a perdedores (amamos siempre mas a los perdedores que a los que triunfan), y nos oponemos a la salvación de un solo niño a costa de la muerte de todos, porque es inaceptable que uno viva si no van a vivir todos, y aspiramos al cielo de la anunciación a María de Saramago, a esa visión de belleza casi insoportable en la que todos y todas comen lo mismo y a la misma hora. Aunque José Saramago, desde la incesante tristeza, comienza su relato El mundo de los horrores con una afirmación que nos atrapa más que la belleza. Esta mañana, al salir a la calle, me di cuenta de que el mundo estaba oscuro.

Palabras que la escritora mexicana pronunció como preámbulo a la charla que el escritor portugués ofreció en diciembre de 1999, en el Palacio de Bellas Artes.

El año de la muerte de José Saramago

19/jUNIO/2010
El Universal
Álvaro Enrigue

No sé si las barbaridades con que los lectores de periódicos virtuales reaccionan al pie de los artículos sean fieles a alguna clase de espíritu —democrático y horizontal—, del tiempo que nos va tocando. Sospecho que no: que más bien es una sola clase de lector quien desespera por emitir una opinión y que, por lo mismo, no es el más reflexivo.

Tengo la impresión de que la cobertura electrónica de la muerte de José Saramago —una noticia, en realidad, de una sola línea: “José Saramago no va a escribir más”— ha sido víctima de la misma urgencia que le resta legitimidad a lo que el escritor Emiliano Monge llama “el bloguetariado”: como supone reacciones inmediatas, agrega a lo único que hay de sustancia en la noticia elementos más bien anecdóticos que aderezan la duración de la nota.

Se ha hablado ya por 24 horas a este momento del estalinismo del escritor portugués, de su feroz oposición pública a la política exterior de Israel, de su angustia frente a un mundo que, contrapronóstico, se volvió posnacional siguiendo a los CEO de las grandes corporaciones y no a sus trabajadores —que dependiendo del país en el que vivan, siguen igual de apretados que antes. Y la verdad es que ninguna de las opiniones de Saramago tendría más importancia que la de alguno de los abuelos mediterráneos de izquierda o derecha, de no ser porque escribió novelas como El año de la muerte de Ricardo Reis o La isla de piedra.

No tengo idea —no la puedo tener— de la fruición con que Saramago escribiría sus artículos periodísticos, mucho menos del tipo de viaje de adrenalina en que lo colocaría declarar en grande durante sus frecuentes tours ideológicos, pero la hiperproductividad literaria con que se convirtió en un escritor global a partir de sus 40 años me hace suponer que no le dedicaba al asunto más cabeza que la que le dedicó —antes del reconocimiento— a la venta de seguros. Ser radical no era su trabajo, sino lo que le permitía ejercerlo.

Saramago era novelista, y uno espléndido, aun si algunos de sus libros tardíos agregaban a lo obvio —El hombre duplicado simplificaba tanto los dilemas del liberalismo que recordaba más a Michael Ende que a Thomas Mann— y algunos de los tempranos eran demasiado duros para la parte gruesa de sus lectores: recuerdo la lectura que hice hace muchos años de la edición de Seix Barral de Memorial del convento como una revelación indudable, durante la que costaba mantenerse despierto.

El magisterio de un autor se puede medir por las libertades que le dejó a los que le siguieron y la de Sarmago es una herencia cuantiosa a un nivel que tal vez todavía no podamos descifrar. Fue un escritor duro, tan leal a sus estrategias discursivas, que en lugar de adaptarse a los lectores, forzó a una generación a entenderlo. Descubrió que una frase puede tener tantas cláusulas como las que requiera el autor para decir lo que tenía que decir; cambió la forma en que se encara el diálogo entre los personajes de un relato; resucitó al punto y coma, que tal vez represente el único tipo de pausa que podemos tolerar los pasajeros de la posmodernidad; liberó a la escritura de convenciones ortográficas que nadie ha vuelto a extrañar: si Alejandro Rossi decía que cuando veía un “mas” sin acento sacaba la pistola, Saramago nos enseñó que la escritura amplifica tanto la realidad que no requiere signos de admiración, ni de interrogación, ni comillas. Renovó los parámetros de la tradición fantástica regresándola a su origen kafkiano y demostró que la novela es irremediablemente política.

Dice José Emilio Pacheco que a los escritores, como a los toreros, hay que recordarlos por sus grandes tardes. Tiene razón: ni el genio habita a nadie a lo largo de toda su vida, ni un autor está obligado a nada más que a ser fiel a sus ideas y la voz con que le costó tanto trabajo aprender a enunciarlas. La muerte de Saramago representa el silencio de toda una concepción de la escritura, pero no su desaparición; está en la lista de los autores que, otra vez, nos enseñaron a contar.

jueves, 17 de junio de 2010

Así escribo (Cristina Rivera Garza)

Junio/2010
Nexos
Cristina Rivera Garza

Tendida como bandida

a) Pequeño tratado contra las sillas y breve historia de la escritura vertical:
Escribir sentada ya fue. Las sillas, como bien lo decía Jimmie Durham, son espías del Estado; mecanismos contra el natural nomadismo del cuerpo. Hace mucho que no me inclino frente a un escritorio; tampoco frente a un altar; menos frente a la real ésa. Sentarse y escribir son actos antitéticos: el primero le apuesta al sedentarismo, que es el otro nombre del statu quo, y el segundo a la provocación que es toda crítica. Las frases “estar sentado” y “estar sedado” sólo difieren en una letra, y debe ser por algo. Era Vasconcelos, si mal no recuerdo, quien clamaba por una escritura de a pie, con todas las connotaciones estéticas y políticas del caso. Hemingway aducía que escribir de pie le permitía concentrarse mejor. Eduardo Mendoza escribe de pie y con pluma. Todo eso es cierto y hay más, claro. Pero también es cierto, aunque más pedestre, admitir que hace poco me di cuenta que no poseo un escritorio. Entre mis ires y venires, entre estancias cada vez más cortas en cada vez más sitios, en efecto, me olvidé de adquirir un escritorio. Confesión tristísima: soy escritora, por decirlo de algún modo, de cama.

b) Tendida como bandida:

Lo he dicho ya varias veces: no es casualidad que la cama, la mesa, el ataúd y la página compartan la forma del divino rectángulo. Ahí nacemos y morimos, en toda la extensión de las palabras. Luego entonces, del lado derecho de mi cama, rodeada de libros y papeles, en un desorden que algunos han descrito como descomunal y otros como simplemente muy mío, tendida como bandida, así escribo. Me gustaría decir que esto es una forma de escritura horizontal, pero en sentido estricto se trata de otra cosa. Medio recargada contra las almohadas, con las rodillas flexionadas, en realidad esto es una posición fetal. Como si escribir fuera, de hecho, volver a ese inicio donde todo, eso dicen algunos, es lo mismo. Como si escribir y el inicio del cuerpo fueran la misma cosa. Muy a la Chac Mool, pues. Se trata de una postura contra la que no pocos de los médicos que me han atendido se oponen con vehemencia: a ella le debo el dolor de espalda que, unido al dolor que provoca en mis muñecas la estrechez del teclado, se suman en, al menos, dos dolores distintos. Así twitteo y blogeo y reviso cuentas de hotmail y gmail y escribo artículos y le añado, a veces, una o dos frases a algún otro texto más largo. Acunada dentro de mí misma. La laptop en plexo.

c) La cosa del pasado:

No tengo escritorio, ya lo dije, pero hay una mesa grande en un cuarto rodeado de ventanales. Se llama mesa de comedor, pero en realidad es una superficie rectangular que sirve para muchas cosas distintas. Ahí departo con la familia y los amigos, en efecto. Pero ahí van a parar la correspondencia y los pinceles y las hojas y los libros y los vasos y los periódicos y todo aquello que peque o presuma de imperdible. Los textos académicos los escribo por lo regular ahí, porque ahí hay espacio, luego de una leve reorganización, para legajos y libros. Me siento, sí. Cierro todas las ventanas (de la pantalla, quiero decir), sí. Apago el celular, sí. Documento con corrección mis fuentes: sí. Es una velocidad y una disciplina y una forma de concentración sin la cual el libro de historia o el artículo especializado no podría ni siquiera soñar en avanzar. Es una cosa del pasado.

d) Sobre ruedas:

No se trata de una mesa propiamente, ni de un escritorio. Es una de esas mesas que las madres de clase media solían usar para llevar los aditamentos del coctel al centro de un cuarto lleno de gente y que ahora algunos diseñadores llaman, con algo de pompa, mesa auxiliar. Ocupa un espacio liminal entre la cocina y el comedor, justo a un lado de los enchufes y el ventanal. Es tan pequeña que sólo cabe en ella la laptop y alguna taza de café. Tiene dos repisas donde es posible colocar alguno que otro libro o la taza de café que sólo con incomodidad se tolera sobre la superficie. Tiene ruedas. Sobre esa mesita que se mueve, aceptando por igual su deseo de estar anclada y su manía de escapar, ahí escribo los textos más largos: novelas, híbridos, ensayos. Es fácil alejarse de ella y regresar. De hecho, me incorporo con bastante frecuencia porque, para escribir, siempre necesito consultar algo. Necesito estar de pie, avanzar, sentir que el cuerpo no ha desaparecido. No desaparece. Ya no fumo, pero igual paseo alrededor de la casa con libro en mano o mirada enloquecida. Luego regreso. Uno siempre termina por regresar. Como pudiera cambiarla de sitio si quisiera, nótese el potencial del subjuntivo, la ansiedad conocida como la ansiedad del-mismo-lugar desaparece en ella, con ella, a su lado. Nos llevamos bien, quiero decir. Tenemos una relación sobre ruedas.