domingo, 26 de febrero de 2012

Textos selectos (antología)

26/Febrero/2012
Jornada Semanal
Macedonio Fernández

Adriana Buenos Aires
Nota a la Novela Mala

De los dos géneros de la novela, esta es la “Última Novela del Género de Mala”, como la “Novela de la Eterna y Niña de Dolor, la Dulce –persona de –un– amor que no fue sabido” es la “Primera Novela del Género de Buena”, según ha quedado advertido en prólogos de esta última con más la evidente explicación de por qué se necesitaba antes acertar , y hacer, la última mala.

Prueba dura ha sido: el mayor mérito quizá para el autor, que detenta el secreto de la doctrina de la novela buena, resistir a la incesante tentación de corregir las muchas inocencias artísticas de este relato, las ridículas interjecciones y las frases sentimentales, las casualidades y prodigios del azar, compréndase que para un autor al cual le es tan fácil hacer genial una novela, ello fue verdadera proeza de disciplina.

Estímeseme el trabajo que me ha costado no hacer genial a esta novela. Con razón encontré tantos modestos que alegaron falta de talento suficiente para encargarse. Y por cierto que hacer una novela mala en falso es más difícil que hacer la buena en buena.

Y una vez más: que no se las confunda.

En fin, declárome culpable, en mi debilidad por lo muy bueno, de haber destrozado y desechado un precioso de malo Final sangriento y de total ruina que tenía perfectamente construido hasta el punto de que todo el novelar no era más que la preparación adecuada para tal Final, y suplantándolo por el que vais a leer, que es perfecto, pero de perfecta novela, no en género malo, conforme a mi teoría de que la única verdadera tragedia no es el imposible de amor ni la muerte de los amantes sino el descaecimiento de lo que fue amor, el Olvido.

Los buenos lectores de novela mala tendrán que perdonarme el no detonante desenlace. Admito que es un final que no lo oyen ni los vecinos, ni los protagonistas. De todo en el mundo lo verdaderamente trágico es el Olvido, y de éste, lo más desesperante es que no se lo advierte: el gradual insidioso advenimiento de la conformidad. Y los protagonistas no saben que son muertos.

Museo de la novela de la eterna: al lector salteado

Confío en que no tendré lector seguido. Sería el que puede causar mi fracaso y despojarme de la celebridad que más o menos zurdamente procuro escamotear para alguno de mis personajes. Y eso de fracasar es un lucimiento que no sienta a la edad.

Al lector salteado me acojo. He aquí que leíste toda mi novela sin saberlo, te tornaste lector seguido e insabido al contártelo todo dispersamente y antes de la novela. El lector salteado es el más expuesto conmigo a leer seguido.

Quise distraerte, no quise corregirte, porque al contrario eres el lector sabio, pues que practicas el entreleer que es lo que más fuerte impresión labra, conforme a mi teoría de que los personajes y los sucesos sólo insinuados, hábilmente truncos, son los que más quedan en la memoria.

Te dedico mi novela, Lector Salteado; me agradecerás una sensación nueva: el leer seguido. Al contrario, el lector seguido tendrá la sensación de una nueva manera de saltear: la de seguir al autor que salta.

Autobiografías: Pose N°5, para Sur (fragmento)

Nací porteño y en un año muy 1874. No entonces enseguida, pero sí apenas después, ya empecé a ser citado por Jorge Luis Borges, con tan poca timidez de encomios que por el terrible riesgo a que se expuso con esta vehemencia comencé a ser yo el autor de lo mejor que él había producido. Fui un talento de facto, por arrollamiento, por usurpación de la obra de él. Qué injusticia, querido Jorge Luis, poeta del “Truco” , de “El general Quiroga va al muere en coche”, verdadero maestro de aquella hora.

***

Mi plan, que quizá nunca realizaré, era hacer la novela de lo que les pasa a dos o tres personas que se reúnen habitualmente a leer otra novela, de tal manera que estas personas que leen la novela se vivifiquen intensamente en la impresión del lector en contraposición con las personas protagonistas de la novela leída.

***

En fin, complemento biográfico: nunca admití dinero por colaboraciones o libros míos, porque no puedo escribir bajo compromiso. Cuando algo tengo escrito soy yo quien pido me lo publiquen. Y de todos modos mis lectores caben en un colectivo y se bajan en la primera esquina.

Encabezamiento de drama

En la aldea silkasiana de Delictum, la muchacha Kina se sobresaltó viendo acercarse una laucha a la sartén, y como acto primo le tiró un pequeño palillo que tenía a su mano, muy difícil de dirigir como proyectil, que sin embargo acertó en la cabeza a la laucha que quedó redonda. Entre tanto, en Roma, en el intervalo de ver la laucha y acertarle Kina el golpe, Julio César recibía la segunda puñalada de Casio. Como se ve, no sólo en Roma se han dado grandes sucesos.

Cuadernos de todo y nada

Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja hendida Nada. Y comenzó. Una frase de música del pueblo me cantó una rumana y luego la he hallado diez veces en distintas obras y autores de los últimos cuatrocientos años. Es indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa. O el mundo fue inventado antiguo.

*

Hay que ser un hombre que hizo algo más de bien que de mal. Como escritor hay que cumplir su misión con un poquito más de tiempo perdido en escribir que el que se pierde en leernos; le es obligado al escritor la delicadeza de no salir ganancioso.

*

No hay pasión como la maternal y por lo tanto no hay inteligencia como la de las madres.

*

Principio de novela. Cuando me enfrenté con la puerta de par en par abierta, comprendí que alguien tuvo un olvido de llaves y con presentimiento de crimen y sabia experiencia de que lo más hostil es una puerta inesperadamente abierta, aquélla me fue infranqueable y volvime.

*

Hay muchos viajes que son mejores que el llegar a puerto, y hay hoy tantas frecuencias del “llegar tarde” a 300 kilómetros por hora, como caminando hace dos siglos. Sólo es Viajero, el Gran Viajero, el que piensa sin llegadas su Viaje.

Tomado de Textos selectos, Macedonio Fernández,
Ediciones Corregidor, Buenos Aires, Argentina, 2008.


Un precursor de genios

26/Febrero/2012
Jornada Semanal
Esther Andradi

Algunos prefieren llamar “secreta” a la literatura que por diversas razones no alcanza la gloria de la popularidad. Secretas sí, para el gran público, pero no para esos lectores voraces que suelen ser los colegas escritores. Así, hay obras cuyo destino parece ser el de nutrir literaturas y crear linajes, arriesgando nuevas formas de narrar y pensar, aun a costa de su propia posteridad. Son literaturas “madres”. A diferencia de los padres literarios, las “literaturas madres” son abiertas, pródigas, inconclusas. Sus descendientes, los escritores-lectores que tuvieron el privilegio de acceder a esa obra “secreta” se alimentarán de su genialidad, con la convicción que habría sido negligencia no imitar esa senda. Las palabras no son mías, sino del escritor Jorge Luis Borges, pronunciadas frente a la tumba de su colega Macedonio Fernández hace sesenta años, en febrero de 1952.

Escritor fuera de serie, Macedonio Fernández nació en Buenos Aires en 1874. Estudió abogacía, simpatizó con las ideas revolucionarias del fin del siglo XIX, y en 1897 fundó con otros intelectuales una colonia anarquista en la selva paraguaya que terminó poco después de comenzar. Por entonces creía en la capacidad del socialismo para responder “muy satisfactoriamente a la pregunta económica del problema social”, aunque advertía también que el “drama del mundo” contiene “muchas otras interrogaciones”. En 1901 se casó con Elena de Obieta, con quien tuvo cuatro hijos. En 1905 inició una correspondencia con el filósofo y psicólogo estadunidense William James, hermano del escritor Henry James, relación epistolar que se mantuvo hasta la muerte de James en 1910. En ese año fue nombrado fiscal en el Juzgado Letrado de Posadas, en el noreste del país, donde también fue director de la biblioteca y conoció al escritor Horacio Quiroga. Se cuenta que lo despidieron porque nunca condenó a nadie.

Trabajó como abogado hasta que la muerte de su esposa, en 1920, provocó una ruptura radical en la vida de Macedonio. Los niños pasaron al cuidado de familiares mientras él abandonó para siempre su profesión y se dedicó a escribir como un loco, viviendo en modestas pensiones. Sus únicas propiedades eran una sartén, un calentador, una pava para el mate, una guitarra y una fotografía de William James.

Desde esas pensiones oscuras Macedonio se convirtió en el referente de la vanguardia intelectual rioplatense de los años veinte, con jóvenes promesas como Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal o Raúl Scalabrini Ortiz.

En un mundo de apariencias y escalafones, de premios y homenajes, Macedonio eligió la austeridad, el aislamiento y el desdén de lo mundano. Aunque no dejó de interesarse por su tiempo. En 1927 se postuló a la Presidencia. Inventó su propia candidatura como un golpe de humor, a fin evidenciar las debilidades del escenario político argentino. En los años treinta apoyó a su amigo Scalabrini Ortiz en sus postulados de un “nacionalismo popular anticolonialista”. Por la misma época le escribió a Alfonso Reyes declarándole su interés por su carrera de “artista y de obrero de la iberoamericana identidad”.

La pasión de este nómade urbano fue el pensar; mejor dicho el pensarescribiendo. Y escribió como ninguno antes que él. Inventó artefactos literarios de todo tipo para expresar el caoscosmos. Cultivó el arte de los brindis, de los saludos, de los prólogos, de los comienzos. Y de hecho se convirtió en maestro de la vanguardia, del humor, del ultraísmo, de lo real maravilloso. Su obra es, pues, madre de literaturas. Hay trazos de Macedonio en Ricardo Piglia y en Gabriel García Márquez, en Clarice Lispector y en Italo Calvino (Si una noche de invierno un viajero parece inspirada en El museo de la novela la eterna), en el absurdo que derrocha María Elena Walsh, y en la historieta argentina, desde Fontanarrosa hasta Quino. La macedónica frase “Buenos días Mundo, siempre fenomeneando” (de Cuadernos de todo y nada) parece salida de la boca de Mafalda... cincuenta años antes que Quino le diera vida. Y Jorge Luis Borges, más que dilecto heredero, admitió frente a su tumba “Yo, por aquellos años lo imité, hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio.” Macedonio narra esta relación con su particular estilo en su autobiografía escrita para la revista Sur (ver Macedonio Mix).

En un texto de 1948 Ramón Gómez de la Serna escribió acerca del mundillo intelectual rioplatense:

Entre esa mezcla que tiene todos los matices, hay un literato singular, el que más admiro yo, porque ha reunido la arquitectura del pensamiento y la lengua española a la arquitectura criolla: Macedonio Fernández, que lleva sesenta años sin ser visto, cuando es el precursor de todos.

Pero no solamente fue venerado hasta el plagio. También fue ninguneado. Manuel Mujica Láinez lo trató de “loco y mamarracho, sólo digno de ser escuchado”, y Adolfo Bioy Casares confesó en 1976 su perplejidad ante los escritos de Macedonio, cuya fama consideraba un invento de Borges.

El museo de la novela la eterna se publicó en 1967, quince años después de su muerte. Escrita en tres momentos de su vida, a los treinta, continuada a los cincuenta y a los setenta y seis. Correcciones, críticas, borradores: ese es su argumento, el hilo desesperadamente difícil de encontrar. Macedonio es el teórico de la novela, la novela buena y la novela mala, el que desarma los géneros tradicionales apenas ingresado el siglo XX: zurcidos, remiendos, comienzos y retrocesos, recomendaciones... es la novela ilegible de Macedonio: “He logrado en toda mi obra escrita ocho o diez momentos en que, creo, dos o tres renglones conmueven la estabilidad, la unidad de alguien.” Su argumento es el lenguaje. La novela de Macedonio es el desmontaje de la novela.

“Filósofo de un país sin filosofía”, Macedonio Fernández se propuso abrazar la muerte del yo como forma superior de la vida. Casi un imposible para un argentino. Y, sin embargo, parece haberlo conseguido. Su obra permaneció invisible durante décadas, camuflada en la trama de las literaturas que lo sucedieron.

Murió el 10 de febrero de 1952, a los setenta y ocho años.



De la escritura como ausentamiento

26/Febrero/2012
Jornada Semanal
Julio Prieto

En un cuaderno inédito, hacia 1939, Macedonio Fernández anota: “Artistas: el inventor de colmos de Importunación –El extremador de redondeces.” En arte, según esto, habría dos posibilidades: a) importunar, perturbar inventando algo nuevo; b) agradar perfeccionando lo ya inventado. Dos extremos, dos programas para el arte: la ética de la invención, la estética del pulir y redondear. Claro que esos extremos –inventar, redondear– en cierto modo se dan en toda obra de arte. Por un extremo, la obra de arte se aproxima a lo “ilegible”, corre el riesgo de inventar hasta el punto de hacerse invisible, al diferir al futuro sus condiciones de inteligibilidad; por el otro, se expone a la redundancia, a agotarse en la nitidez de lo que meramente agrada en el presente. En las letras latinoamericanas (y más allá de ellas) pocos se entregaron al extremo de la invención de manera tan colmada de futuro como Macedonio Fernández.

Es sabido que en el siglo XX hubo un modo relativamente codificado de hacerse visible “importunando”: es lo que suele llamarse arte “vanguardista” –o bien eso que Octavio Paz denominara la “tradición de la ruptura”. La obra de Macedonio Fernández no es por cierto ajena a una voluntad de “importunar y perturbar” asociable a las vanguardias históricas, y de hecho tiene vínculos específicos con los movimientos de vanguardia que surgen en Buenos Aires hacia 1920. Pero no es menos cierto que su escritura pone en juego un arte de la invisibilización que no acaba de concordar con ciertas inercias –ciertas estridencias en el “hacerse visible”– típicas de los movimientos de vanguardia. Macedonio es, si se quiere, un vanguardista “ex-céntrico”: un irónico caballero porteño propenso a inventar “colmos de importunación”, así como a lo que en una de sus humorísticas semblanzas autobiográficas llama “una asiduidad de faltar casi enternecedora”. Como el personaje homónimo de su Museo de la novela de la eterna, Macedonio tiene algo de “inexistente caballero”: en él llaman la atención el ingenio y radicalidad inventiva de sus “artefactos de importunación” no menos que la sutileza con que pone en juego un arte del ausentamiento –cuestión no baladí en quien concibe la escritura como una suerte de disappearing act. Parafraseando a otro excéntrico escritor rioplatense, el Vizconde de Lascano Tegui, autor de una narración deliciosamente peregrina, De la elegancia mientras se duerme (1925), en Macedonio habría que hablar de “la elegancia mientras se importuna”.

Artefactos de importunación: la “novela que no comienza” –en sus varias versiones: la novela diferida por un interminable sucesión de prólogos (el Museo de la novela de la eterna), la novela que sólo comienza (Una novela que comienza–; el “título-texto” (es decir, el título que prescinde de un texto subsiguiente) o el “paréntesis de un solo palito” –recurso coherente con el programa de “escribir mal y pobre”–; la narración que aspira a “propinar un chichón en la frente del leer”, propósito inseparable de la drástica reducción (¿o ilimitada expansión?) de la literatura al logro de un momento de Conmoción Conciencial que desvanezca en el lector la ilusión del yo –punto en que la “ex-ficción” macedoniana se confunde con su escritura filosófica, y en particular con su tesis del “almismo ayoico”.

Mención aparte entre los colmos de importunación macedonianos merece el proyecto de histerización del espacio público que Macedonio pone en juego en los años veinte en su humorística campaña presidencial: proyecto de política-ficción en que la campaña electoral se solapa con la ejecución de una “novela salida a la calle” (una novela fugada del libro que es también el Museo de la novela, cuyo elenco de personajes “inexistentes” es encabezado por un “Presidente”, indisimulado alter ego del autor). En el capítulo 6 del Museo de la novela se enumeran algunas estrategias de “histerización”: diseminación aleatoria de objetos irritantes (escaleras de peldaños desiguales, peines con púas por ambos lados, cucharillas de café pesadas como armarios roperos, armarios roperos livianos como plumas), distribución municipal de “pelmazos”, gordos y cojos que entorpezcan el tráfico por las calles hasta un punto insoportable –todo lo cual haría inevitable el advenimiento de un Presidente redentor de tantas ignominias...

En cuanto al arte del ausentamiento, sería difícil no ver cómo la elusiva peripecia biográfica de Macedonio se confabula con su singular concepción de la escritura. De un lado, Macedonio pone en juego una figura autorial nomádica que se construye por así decir “en esfumato”, a partir de una peculiar dinámica de apariciones y desapariciones. Es una figura que hasta hoy forma parte de la mitología urbana de Buenos Aires y que empieza a esbozarse en 1920, cuando tras la muerte de su esposa, Elena de Obieta, Macedonio pasa de provecto ciudadano y pater familias a una vida de escritor vagabundo –una vida de pensamiento y escritura itinerante que transcurre entre oscuras pensiones y casas de amigos, entre la capital porteña y distintas localidades de provincia. Es la época en que entra en contacto con los círculos vanguardistas de Buenos Aires –la época en que comparte proyectos con Oliverio Girondo, Norah Lange, Xul Solar, Gómez de la Serna– y, crucialmente, la época en que inicia un intenso diálogo con Borges –momento decisivo que marca el punto de un cruce de ideas y visiones artísticas de largas consecuencias en las letras del siglo XX.

De otro lado (o por otra vertiente del mismo lado), Macedonio practica una suerte de escritura “en fuga”. En la visión macedoniana, la literatura interesa menos como técnica de representación que como una suerte de arte del desaparecer: lo que Macedonio llama Prosa de Belarte es algo en que se solapan un cierto ethos de la discreción criolla –“‘Cuanto menos bulto más claridad’ debe ser criollo, tiene gracia, disimulo”, anota en uno de sus cuadernos– y un ejercicio del humor como pensamiento del no-lugar. Es una práctica que continuamente pone a la deriva los lugares establecidos y que aplica un principio de descarrilamiento discursivo. En el Museo de la novela, Macedonio razona: “Todo en arte debe jugar, derogar”. Consecuente con esa idea, su escritura se especializa en el abandono del lugar y en el arte de trenzar “el hilo del tema con tema de otro hilo”: en ella continuamente estamos pasando de la ficción a la metafísica, de la metafísica al humor, del humor al desgarrón lírico o a la visión mística… Es decir, es una escritura que ostenta en alto grado la cualidad de umbralidad: una querencia por los pasajes y zonas de transición entre los discursos –por las zonas de penumbra cultural e institucional. De ahí su tendencia al cultivo de la escritura en forma de “inframínimos”, para tomar prestada la noción de Marcel Duchamp, otro notorio inventor de “importunaciones” que en 1918 vivió ocho meses en Buenos Aires sin que al parecer sus pasos se cruzaran con los de Macedonio (aunque sus visiones artísticas se crucen en tantos sentidos: desde la investigación de lo inframince a la propuesta de un arte “no retiniano” o lo que Macedonio llama “el etcétera en pintura”). Un arte de lo infratextual y lo paratextual (formas mínimas o marginales como el brindis, el chiste, el prólogo, la nota a pie de página) que Macedonio opone a la tradición de la “Tonelada Estética.” De ahí, también, la alacridad en la invención de microdisciplinas y formas discursivas “desaparecientes”: la Astronomía de Balcón o Astronomía Poca, la Estética de la Siesta, la Metafísica del Impensador, la Novelística “por fuera” del texto o la Sombrología, que define así en una nota publicada en 1948 en la revista cubana Orígenes: “Investigación del carácter por el perfil de sombra de la persona en las paredes.”

La elegancia del “importunar” y la escritura “en desaparición” son indisociables de una concepción del humor cuya sutileza y capacidad inventiva tal vez no tenga otro parangón en las letras modernas que el humor cervantino. Más allá del cultivo del chiste, el humor en Macedonio es un modo de pensar el lado de ausencia de las cosas, los continuos y paradójicos entrelazamientos del ser y el no ser. Un ejemplo clásico: “Fueron tantos los ausentes que si llega a faltar uno más no cabe.” Otro, que rescato de uno de sus cuadernos:

–Me parece que lo he conocido a Ud. antes.
–Por mi parte, no recuerdo.
–¿No sería en Tucumán, el año pasado?
–No, no puede ser porque allí no he estado nunca.
Queda reflexionando el otro; luego responde:
–¡Ah! Entonces, como yo tampoco he estado en
Tucumán, deben haber sido otros dos.


Macedonio es entonces un vanguardista peregrino: un anacrónico caballero criollo y quijotesco –un humorístico pensador de inexistencias cuyo ingenio “importunador” (cuya capacidad de conmover e inquietar), como el de aquel famoso y no menos “inexistente” caballero andante, radicaría en la fuerza perturbadora del anacronismo. El anacronismo tiene múltiples dimensiones en Macedonio, empezando por el hecho de iniciar su andanza literaria con una generación de retraso. Contemporáneo de Darío y Lugones (nacido en 1874, de hecho es un mes mayor que Lugones), Macedonio dejó pasar la brillante oleada del modernismo escribiendo oscuros ensayos de metafísica, y sólo iniciará lo que llama su “aventura de arte” una vez cumplidos los cincuenta años, estimulado por las propuestas de los jóvenes ultraístas. (El desinterés de Macedonio por el programa estético del modernismo no es de extrañar en quien se propusiera explorar en arte el “descompás” –un descompás acorde con lo “arrítmico” de la vida. La visión artística de Macedonio estaría resumida en la pregunta que le hace en cierta ocasión al musicólogo Carlos Paz: “¿Sería posible una música sin ritmo?”) Ese “destiempo” de la escritura es un elemento insoslayable de la invención macedoniana –en cierto modo podríamos hablar de un arte del retardo, así como Duchamp llama a una de sus obras: “retardo en vidrio”. Crucial en el anacronismo macedoniano es la dimensión prospectiva y utópica del destiempo que emerge en el proyecto de la “novela a venir”. Lo que llega con retardo está ligado a lo que se adelanta a su tiempo: la novela que no acaba de empezar, que se escribe en el modo de la promesa, en una serie de anuncios, fragmentos y primicias que conforman el mito de la novela macedoniana (de suerte que cuando en 1967, quince años después de la muerte de su autor, finalmente se publicó el Museo de la novela, no fueron pocos los que expresaron su sorpresa de que Macedonio, más allá de prometer la “Primera Novela Buena”, se hubiera tomado el trabajo de escribirla). Novela cuyo retardo no es ajeno al hecho de que en cierto modo sea una obra necesariamente póstuma: una obra de conclusión “imposible” que más allá de que su composición, como el Gran vidrio duchampiano o el Work in Progress, de Joyce, se extienda a lo largo de varias décadas (los primeros esbozos del Museo de la novela son de los años veinte, las últimas versiones de los años inmediatos a la muerte de su autor, en 1952), encontraría su realización en las distintas reescrituras de esa “novela a venir” que Macedonio deja abierta a las generaciones futuras –“la dejo libro abierto”, propone en uno de sus provisorios finales, en la esperanza de que futuros lectores sabrán escribirla mejor. Predicción que en más de un sentido corrobora la historia de la literatura argentina (si no buena parte de la latinoamericana), entre cuyas líneas más inventivas se encuentra la diversa actualización de la “novela a venir” macedoniana. Otro modo de decir que Macedonio, el “inexistente” caballero, sigue escribiendo en ausencia, sigue saliendo a aventuras de lectura y escritura –y a buen seguro seguirá extraviándose y extraviándonos por los invisibles caminos de la invención.

sábado, 25 de febrero de 2012

Ilusiones del ensayo-ensayo

25/Febrero/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

En Letras Libres de febrero, Luigi Amara distingue al ensayo del pseudo-ensayo en su texto titulado “El ensayo-ensayo”.

Por un ensayo-sin-adjetivos, Amara exige no confundir al “ensayo ensayo” con los géneros académicos (disertación, tesina, artículo, ponencia); la crítica (reseña o análisis) o la non-fiction. Para Amara, el ensayo debe cuidar su sabor literario, ya que las “dos cualidades del ensayo —su acento subjetivo y su sinuosidad tanteadora— están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo”.

Amara argumenta a favor de la tesis de que el ensayo no debe argumentar tesis.

Lo define como una escritura sin más tema o nodo que el yo tautológico.

Según el conservadurismo de Amara no hay más camino que el de Montaigne, autoridad que si se obedece hace “libre” al ensayo.

Dice Amara que más que centauro (Reyes), a él la imagen que más le “gusta para representar el ensayo es la serpiente”.

¡Pero escribe un ensayo para evitar que el ensayo mude de piel!

El ensayo ensayo —la expresión lo revela— es un ensayo patitieso, nostálgico (mula, muy mula) que se niega a abandonar su yo-yo vetusto.

Hay que ser escritor terco-terco para no aceptar que el ensayo de nuevo hibride.

Acorde a sus propios alegatos, el de Amara tampoco sería un ensayo: no se ocupa de sí mismo sino de abogar ideas suyas y de otros sobre el ensayo.

Las contradicciones de Amara, sin embargo, son positivas en la medida en que muestran al ensayo en su “cariz experimental, su condición de laboratorio sobre el papel”.

¿Por qué Amara escribe este ensayo y Letras Libres lo publica en un lugar central?

El ensayo literario agoniza. La literatura ya es definida por la prosa de redes sociales, academia, periodismo y crítica. La literatura ya no define a la literatura.

Creer en una prosa ateórica, manierista, solipsista es meter la cabeza en un hoyo: ensayo-avestruz.

Queremos respuestas. Desmantelar sistemas. Reorganizarlo todo. El error del retro-ensayismo literario es huir de estos problemas, reciclando un género literario pretérito.

El error es fijar al ensayo por resta, en lugar de reinventarlo por suma.

No pidamos al ensayo no tener argumentos, pies de página, fuentes (¡o lectores!); pidámosle tener todo lo que un paper más algo que pocos tienen: belleza intrépida, innovación formal, experimentación estructural.

Nuevo ensayo = ponencia + poema.

El verdadero reto del ensayo es construir un género que contenga y rebase a la academia, ¡y los medios!

Y a la filosofía, que fue catedral; el nuevo ensayo, filosofía convertida en performance.

La teoría de Amara acerca del ensayo ensayo demuestra que este género ya perdió la batalla.

Por eso el ensayista tradicional ahora fantasea con aislarse, ratificarse, poseer la receta para convertirse en un mimo de piedra.

Escribir como rictus para protegerse de esta era funesta.

Las sombras de los premios literarios

25/Febrero/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

La larga historia de los premios literarios en México no está exenta de la polémica, la denuncia y la impugnación. Por ejemplo, Luis Aguilar y Armando Alanís cuentan la historia de cuando Jaime Sabines llegó tarde a la deliberación del Premio Aguascalientes 1978, ante un Efraín Huerta que no había leído los libros finalistas y un Roberto Fernández Retamar que los leyó pero requería consejo para “orientar” su decisión. Sabines propuso dárselo a Elena Jordana, y ella ganó. No era secreto su amistad con ella.

En los últimos años, la polémica ha marcado varios premios, sobre todo de poesía, pero la narrativa no ha quedado exenta de los cuestionamientos e incluso impugnaciones; el caso más reciente es el del escritor Sealtiel Alatriste. Unos días después de anunciarse como uno de los dos ganadores del Premio Xavier Villaurrutia, la comunidad intelectual comenzó a cuestionar el premio para un escritor acusado de plagios literarios y periodísticos. Por la presión, renunció al premio y a su cargo como director de Difusión Cultural de la UNAM.

La exigencia de transparencia en las bases de los premios, la elección de los jurados y los métodos de elección de los ganadores, pero también las reglas del Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA), no son recientes ni solicitudes aisladas, muchos escritores y críticos lo han exigido.

En un artículo de septiembre de 2004, en la revista Letras libres, el crítico Christopher Domínguez Michael llamó al Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (Fonca) a instrumentar modificaciones en las reglas del SNCA para evitar conflictos de intereses, retomó la denuncia del poeta Manuel Andrade que acusó a Hugo Gutiérrez Vega, jurado ese año, de utilizar “sus buenos oficios para premiar como creador artístico al Sr. Luis Tovar, su secretario de redacción en La Jornada Semanal”. El Fonca modificó las reglas y nombró un comité artístico.

Hoy, las sospechas del mal manejo de los premios son mayores. Muchas de las polémicas tienen que ver con los poetas y en especial con el Premio Nacional Aguascalientes de Poesía. En 2008, el premio se declaró desierto aun cuando habían llegado a la convocatoria 200 poemarios.

Decidieron premiar a Gerardo Deniz por trayectoria, lo que desató críticas para el jurado: José Luis Rivas, Jorge Esquinca y José Javier Villarreal.

En 2009, al publicarse Tríptico del desierto, con el que Javier Sicilia obtuvo el Premio Aguascalientes, el crítico y académico Evodio Escalante, en una carta, puso en evidencia las apropiaciones de Sicilia de versos completos de autores como Eliot, Rilke, Celan y La Biblia. Silicia replicó que se trataba de “intertextualidad”.

El Aguascalientes es un premio siempre bajo la lupa de los propios poetas, quienes también miraron con suspicacia que en 2007 el galardón fuera para Mario Bojórquez, justo el año en que estuvo como jurado Eduardo Langagne, quien era su “patrón” -dijeron- en la Fundación para las Letras Mexicanas.

En el cuestionado Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2009, concedido a Claudia Posadas, también estuvo implicado Mario Bojórquez, quien fue jurado junto con José Vicente Anaya; ambos habían publicado poemas de Posadas incluidos en el libro ganador. Algunos poetas, entre ellos Luis Benítez, lo calificaron de fraude; ella argumentó que el libro era inédito aunque nueve poemas sí habían sido publicados.

La exigencia

El poeta y ensayista Armando González Torres asegura que actualmente, tanto los premios institucionales como los comerciales se han desprestigiado.

“En general, todos los fallos literarios son siempre polémicos e imperfectos, pues responden a apreciaciones subjetivas, a políticas e inercias del gusto, e inclusive, en algunos casos, a indudables intereses de grupo. Sin embargo, en México el halo de sacralidad que rodea a la cultura y a la institución del premio, redunda en mayor opacidad y discrecionalidad, lo que suele generar mayor desconfianza y polémica”.

Dice que es muy poco lo que se puede hacer con respecto a los premios comerciales, pues parten de estrategias empresariales y recursos privados; sin embargo, en los institucionales (que otorgan las instancias federales, estatales o municipales), es importante introducir mayor transparencia, pues no sólo involucran recursos públicos que deben legitimarse, sino que cumplen una función importante de reconocimiento e impulso a la creación.

“Creo, sin embargo, que, venciendo algunas inercias, es relativamente fácil para quienes organizan este tipo de certámenes introducir algunos sencillos criterios de transparencia. Dichos criterios son del sentido común y van desde definir más explícitamente en las convocatorias los requisitos para aspirar a premios (por ejemplo, qué se entiende por libro inédito, ¿que ningún texto se haya publicado antes o que no se haya publicado como libro?) hasta previsiones con respecto al conflicto de intereses (un jurado que tenga una relación familiar o laboral con un aspirante debe transparentarlo y excusarse)”, señala.

También dice que debe haber más transparencia en los procesos de deliberación, como tener disponible para el público interesado no sólo las lacónicas actas, sino un auténtico documento de registro deliberativo que detalle la discusión sobre los finalistas y los méritos del ganador o, mejor aún, la grabación o versión estenográfica de la discusión.

“En algunos casos de premio al mérito de un libro, como el Villaurrutia, sería deseable establecer requisitos mínimos de trayectoria y hacer públicas otras figuras u obras que fueron tomadas en cuenta”, asegura.

El crítico literario Evodio Escalante asegura que el problema con los premios, aquí y en otras partes del mundo, es que hay mucho cabildeo e impera el favoritismo amistoso.

“Mi maestro Antonio Alatorre decía que uno de los defectos de la crítica es el ‘cuatachismo’. Esto se aplica a los premios literarios. Los jurados casi siempre distinguen a sus amigos con el billete gordo, he aquí el problema. Muy pronto estamos ya en el asunto de las mafias o grupúsculos de iluminados que se reparten los premios entre sí, con lo que todo queda en familia”, dice.

Fabienne Bradu, crítica literaria e investigadora de la UNAM, dice que “la falta de transparencia inicia con la elección del jurado: es mejor convocar a personas de distintas concepciones literarias para provocar un debate de ideas y no de otra índole. Lo demás se deriva o se agiganta con los pasos sucesivos”.

Influencias y descontentos

Si González Torres afirma que siempre habrá descontentos en una comunidad pequeña con pocos reconocimientos e incentivos, Escalante destaca el cabildeo. “Cada vez más las editoriales mueven sus influencias para que sus autores resulten premiados”.

Y cita el caso del libro El arte de perdurar, de Hugo Hiriart, galardonado en 2012 con el Premio Mazatlán, que, dice, en realidad es “una muy mediana exposición de por qué Alfonso Reyes no es tan famoso como debiera. Un libro muy flojo que termina sosteniendo que... ¡Jorge Ibargüengoitia es mejor escritor que Reyes! O sea: un verdadero disparate”.

González Torres afirma que, con todo, la desconfianza y la sospecha persistentes con respecto a los premios institucionales dañan la función promotora de este mecanismo, desorientan con respecto a los prestigios literarios y desestimulan la participación de quienes no pertenecen a los círculos de influencia. “Hay muchas medidas que con imaginación y voluntad de transparencia se pueden adoptar. Creo que mucho de esto va contra añejas costumbres y prejuicios de la república literaria, pero ayudaría indudablemente a restituir la veracidad del premio como indicador de mérito y a mejorar su función de estímulo y promoción”.

Para Bradu, que premien a un escritor y que un amigo esté en el jurado no siempre es una práctica deleznable. “Si mis amigos son talentosos, y puedo yo argumentarlo y demostrar por qué, entonces no debería haber problema”.

Escalante dice: “El amiguismo no cederá, y lo peor es que cada vez hay menos crítica literaria. La impunidad que impera en la sociedad mexicana en el terreno de la delincuencia se contagia a la República de las Letras”.

Carta de Guillermo Sheridan sobre el plagio

25/Febrero/2012
El Universal
Guillermo Sheridan

Estimados Srita. Abenshushan y Luigi:

En resumen, estuvo bien criticar una situación "indignante" y "que no se debe tolerar". Pero soy un bienpensante, simplista, maniqueo, moralista, alarmista, malalechista, santurrón, puro, fiscal, conservador, policiaco, linchador, pacato y reduccionista.

Merezco esa retahila por no haber acostado mi crítica en una camita de historia y cobijarla con teorías. La próxima vez que alguien me quiera robar habré de leerle "Vigilar y castigar" de Foucault antes de defenderme.

Por otro lado, la andanada de calificativos es muy simpática.

Aunque es mucho más simpático todavía suponer que en un artículo como el de Alatriste sobre Oscar Wilde (véase en línea: http://www.scribd.com/doc/82454589/Plagio-substancial-de-Alatriste) haya que celebrar virtudes apropiacionistas, rebeldes, iconoclastas,insumisas, opuestas al "poder", lúdicas, provocativas, anti buenas maneras y, en suma, revolucionarias.

Cruzar lo que hacen Alatriste o Loaeza o Steinsleger con Montaigne, Stendhal o Perec no deja de tener, debo reconocerlo, una encomiable osadía. Tanta como suponer que cuando el "Púas" Olivares soltaba un madrazo se sabía el nombre de todos y cada uno de los músculos involucrados: es simpático, pero inverosímil. También es simpática la idea de que un boxeador que sí se supiera el nombre de sus músculos tendría, sólo por eso, más punch, y que su adversario se sentiría más vulnerable.

Y ya metidos en la simpatía (uso la palabra así nomás, y perdonarán que no la cuelge del tendedero de Barthes), creo que también es simpático que esta extensa masticada académica de un bolo alimenticio que ya es rancio hasta en Francia (recomiendo como pasta de dientes las primeras 100 páginas del nuevo libro de Harold Bloom: "La anatomía de la influencia") culmine en una extraña cuita: lo que escribimos "los fiscales... evita la auténtica discusión de fondo o, en todo caso, la que a nosotros nos interesa".

Ofrezco disculpas. La próxima vez que vaya a escribir algo les aviso antes para saber si me autorizan el "fondo" y si se ajusta a lo que a ustedes interesa. (Aunque, francamente, no veo por qué lo que en el fondo les interesa a ustedes deba obedecer a estímulo externo: equivaldría a aceptar que, en el fondo, o no les interesa tanto, o que carece de suficiente fondo.)

Para terminar: los felicito por la expresiva imagen del plagiario que se aleja "como un ave abatida que se arrastra por el suelo". Es muy conmovedora. Y además impide que alguien crea que un ave abatida puede arrastrarse por el aire (o sea: volar). Aunque lamento desde ahora que una imagen así de original no vaya a ser muy apropiacionistable.

jueves, 23 de febrero de 2012

Del plagio como una de las bellas artes

23/Febrero/2012
El Universal
Vivian Abenshushan y Luigi Amara

Una vez que ha disminuido el ruido del affaire Alatriste y la aún más triste discusión (o la falta de discusión, en realidad) desatada por Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid alrededor del tema del plagio, quizá no sea mala idea recordar, puesto que el premio que despertó todo el alboroto lleva su nombre, que el propio Xavier Villaurrutia fue, en su momento, acusado de plagio. Como todos los lectores del grupo de los Contemporáneos saben de sobra, en muchos poemas de Villaurrutia se percibe la huella de otros poetas por él admirados, hasta el punto de que no sólo la atmósfera o el ritmo dejan un regusto a déjà vu, sino que la elección cuidadosa de las palabras -cualidad principal de los poetas- está estrechamente relacionada con determinadas piezas literarias de otros autores. El ejemplo más célebre y discutido es el de "Nocturno de la estatua", en el que Villaurrutia parte de un poema de Supervielle, "Saisir", en particular de los primeros versos, para luego tomar su propio curso y rematar de modo personalísimo:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l'ombre et le mur et le bout de la rue.

En 1977, Octavio Paz escribió a propósito de esta semejanza:

Las indudables afinidades entre la poesía moderna francesa y algunos poemas de esta época de Villaurrutia dieron origen a la acusación de plagio. Recuerdo que hace unos veinticinco años todavía era frecuente oír a los críticos de café -brillante el ojo vengativo y la voz convulsa por el resentimiento- recitar un poema de Supervielle para condenar al desdichado Villaurrutia.

Más adelante, aunque Paz reconoce que el parecido entre ambos poemas es "innegable", desestima la acusación de plagio haciendo un elenco de diferencias y oposiciones, y subraya al final la originalidad del poema de Villaurrutia. Lo que es interesante del texto de Paz -además de la vívida descripción de los acusadores- es que tras reconocer que Villaurrutia "hace suyo" el imaginario y el lenguaje de Supervielle, no por ello el poema deja de ser uno de los más logrados y personales. La apropiación y la originalidad pueden convivir; el "plagio" y la elaboración artística son a veces indiscernibles en la escritura.

Pero que nadie se engañe: esto no es una defensa de Sealtiel Alatriste; la repartición de premios entre amigos o compadres, sean de la misma institución o no, en un impúdico intercambio de dádivas, es sin duda indignante, e hicieron bien quienes apuntaron el dedo hacia una práctica -bastante extendida en México- que no debemos tolerar por más tiempo. Pero a la vez que celebramos esa parte de la denuncia, nos desconciertan los términos bienpensantes, policiacos y sobre todo simplistas que se han esgrimido -particularmente los de Jesús Silva-Herzog Márquez, publicados en su blog- con respecto a la acusación de plagio. Es verdad que Alatriste, haciendo gala de su apellido, ha desaprovechado la ocasión de hacer una defensa sustanciosa o al menos cínica de su modus operandi, y ha optado por renunciar y alejarse de la discusión como un ave abatida que arrastra sus alas por el suelo; pero que su idea, en realidad pronunciada muy débilmente, de "las citas elevadas al cuadrado" haya sido más bien lastimosa y un tanto desesperada, no significa que quienes introdujeron el concepto de plagio y lo envolvieron de moralina, alarma y mala leche, tengan toda la razón. Alatriste bien pudo acudir, si se hubiera esforzado un poco por aclarar lo que ahora él también considera "faltas del pasado", a un arsenal de párrafos prestados en los que puede advertirse que, descrito en los términos en que se ha hecho en los últimos días, el plagio es de lo más común en el arte. Como es inútil hacer una defensa de lo indefendible, lo que nos mueve aquí es el deseo, ya a estas alturas bastante lánguido, de que se eleve un poco el nivel de la discusión.

Para hablar del plagio como estrategia estética deberíamos releer, por ejemplo, algunos de los argumentos de Jonathan Lethem en Contra la originalidad, un ensayo brillante sobre los proceso de apropiación y pillaje en la literatura y el arte (con ejemplos que van de Lolita de Nabokov a las canciones de Bob Dylan) que abriría una zona mucho más compleja e interesante al alegato (y nos situaría más allá del linchamiento). Lethem se refiere en general a la cultura como un espacio de tráfico permanente de influencias, préstamos, plagios sutiles, otros descarados, y además lo hace de manera íntegra con la técnica del copy-paste hoy tan vilipendiada: en su librito calca, no uno o dos párrafos ajenos, sino ¡todos! Un alarde de técnica y quién sabe si de genio para componer un texto asombrosamente unitario y persuasivo sin poner nada de su cosecha más allá de las tijeras y el pegamento. Después de leerlo es imposible no preguntarse, como lo hizo el fundador de UbuWeb, Kenneth Goldsmith, por qué sólo los literatos (a diferencia de los músicos, los artistas, los programadores) se siguen escandalizando a estas alturas por el plagio.

Pero también podríamos desempolvar a Montaigne, en concreto su ensayo "De los libros", donde con lujo de desparpajo e ironía no sólo reconoce que continuamente toma prestadas frases e ideas de otros libros, sino que con toda intención omite revelar las fuentes y enmascara adrede su práctica:

De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades.

Aunque es difícil que uno logre el efecto buscado por Montaigne copiando directamente de buenastareas.com o citando sin decirlo a Taringa! -¡por dios, qué bajo hemos caído!- en vez de a Plutarco o a Séneca, la astucia de Montaigne no parece tener mucho que ver con toda esa artillería de descalificaciones que lanzaron las buenas conciencias literarias sobre los plagios de Sealtiel Alatriste: "engaño", "fraude cometido por un servidor público", "abuso gravísimo", "inmoralidad", palabras gracias a las cuales imperceptiblemente nos deslizamos fuera del orbe literario para ingresar en los pasillos de la moral o del Ministerio Público. Se podrá insistir, con algo de perfidia, en que Alatriste no puede compararse con Montaigne, ni en sus textos ni en sus "robos", pero entonces el problema ya se ha desplazado nuevamente: más que el pecado de citar sin comillas, se trataría de una disputa estética: la sensación de que poco vale ese collage de frases prestadas si el resultado es mediocre, tibio o francamente deplorable. O lo que es lo mismo: que Alatriste no se merecía el Premio Villaurrutia porque su obra, que abunda en préstamos, apropiaciones y citas al cuadrado, no está a la altura.


Pero sigamos con los ejemplos. Blaise Cendrars escribió un poema extenso, "Kodak" (que acaba de aparecer en la magnífica antología de Goldsmith, Against Expression), copiando palabra por palabra el libro de su amigo Le Rouge, El misterioso Doctor Cornelius (hay que aclarar que su amigo se sintió halagado y al mismo tiempo aturdido, pero no lo llevó a la comisaría). Por su parte, Salvador Novo, como el propio Sheridan ha hecho notar, sacó o más bien saqueó de la enciclopedia párrafos enteros para sus ensayos (Sheridan congruentemente dice que se fusiló el trasfondo erudito de algunos de ellos), mientras que Arreola confesó varias veces que no podía evitar la tentación de tomar algunas frases prestadas de los autores que admiraba.

Georges Perec, en 1965, al recibir el premio Renaudot, para escándalo de media Francia declaró (aunque no le quitaron ni renunció al premio, porque su novela era magnífica y se defendía sola) que Las cosas había sido producto de un ejercicio de copista: párrafos y párrafos extraídos directamente de La educación sentimental, un "plagio" que respondía a su deseo incontenible de escribir como Flaubert o, mejor aún, "de ser Flaubert". Luego sistematizó la estrategia y la convirtió en una maquinaria textual que desembocó en La vida instrucciones de uso, el último verdadero acontecimiento en la historia de la novela, según Italo Calvino. Cuando se dieron a conocer los materiales, la pasmosa serie de listas que Perec acumuló durante años para escribir su novela, salió también a la luz una lista nutrida de párrafos de diversos autores -entre ellos Kafka y Borges-, que hábilmente había insertado aquí y allá en el curso de la narración. Y hay que decir que hasta ese día, como todavía no se inventaba el Internet ni los motores de búsqueda, todos esos "plagios" habían pasado casi por completo inadvertidos.

El caso de Perec es especialmente revelador, puesto que en repetidas ocasiones declaró ser un escritor que "carecía de imaginación", lo que no le impidió convertirse en uno de los escritores más renovadores y sí, originales del siglo XX, haciendo de esa falta de imaginación el principal acicate de su método potencial de escritura. Con al afán de convencernos de las faltas cometidas por Alatriste y al mismo tiempo introducir cierto tono de conmiseración, Zaid escribe: "[El plagio] es una confesión de impotencia. No hay mayor desgracia que el desdén de las musas." La frase es demoledora y rebosa de una rabia sutil que podríamos bautizar como "bien temperada", pero ¿de qué manera pasar por alto que hubo un escritor llamado Georges Perec, de quien este año se conmemora el treinta aniversario de su muerte, que a través de la cita encubierta, del párrafo injertado, supo convertir ese "desdén de las musas" en algo muy contrario a la desgracia, llevándolo a la altura de una suerte de principio compositivo? Sheridan, que alguna vez tradujo a Perec, y que por lo mismo no puede fingir demencia sobre el asunto, al comentar el amago de defensa más bien guango de Alatriste durante la presentación de sus libros premiados, escribe: "Por lo que a mí toca no es una poética: tomar material escrito por otra persona y ponerle el propio nombre se llama plagio. Ponerle a esa conducta el nombre sagrado de la poiesis ni siquiera es chistoso." Chistoso o no, hay una larga lista de autores que han utilizado el recurso de la frase ajena como parte de su proceso de escritura, ya sea, como Montaigne, para tender una emboscada al lector, ya sea, como Perec, para paliar una imaginación haragana que no se resigna a cruzarse de brazos.

En fin, nos parece que detrás de las acusaciones contra Alatriste que circularon en Internet, ha prevalecido una especie de santurronería, de maniqueísmo (de puros contra impuros), el juicio sumario de los fiscales de las letras que, para expresar su descontento sobre la adjudicación de un premio, se escuda en posiciones conservadoras y evita la auténtica discusión de fondo, o en todo caso la que a nosotros nos interesa: desde Lautréamont (quien escribió: "El plagio es necesario. El progreso lo implica. Retoma la frase de un autor, se vale de sus expresiones, cancela una idea falsa y la sustituye por la idea correcta") hasta Tzara, Debord, Cage, Burroughs, Goldsmith y tantos otros, el plagio ha sido una estrategia trasgresora, una forma de poner de cabeza la figura jerárquica del autor y el mito de la originalidad. El problema es que en México (¿recuerdan la discusión alrededor del Premio Aguascalientes y los poemas también presuntamente "plagiados" de Javier Sicilia?) esa estrategia se usa con frecuencia para crear obras al vapor, de una mediocridad iridiscente y, sobre todo, convencionalísimas. O para hincharse de dinero. Es decir, para perpetuar el statu quo. La explicación que esgrime Alatriste en su renuncia es tan pobre, tan vacía de ideas, tan ignorante de los procesos creativos de los siglos pasados y del presente (no hay en ella ni siquiera media boutade), que francamente merece retirarse un tiempo a leer libros y dejar en paz a la Wikipedia. Con plagiarios tan faltos de espíritu y sin nervio para el combate, Lautréamont ha de estarse revolcando en su tumba. En otras palabras, los que deberían indignarse y exigir un llamado a cuentas son los plagiarios de verdad, los iconoclastas, los escritores que no hicieron concesiones frente a la sociedad bienpensante de su época y socavaron la figura intocable del autor y otras instituciones literarias; escritores y artistas que buscaron en el plagio, la copia, el détournement y el nonsense, en la insumisión de las palabras, la imposibilidad de que el poder recuperara totalmente los sentidos creados. Muy poco o nada de esto cabe esperar de la obra "plagiaria" de Alatriste que, como es obvio, forma parte del poder cultural y sus múltiples triquiñuelas.

Pero quizá haya espacio para un último ejemplo, la cadena de préstamos textuales que va de Lanzi a Stendhal y de éste a Baudelaire, y que Roberto Calasso comenta en uno de sus libros más recientes, La Folie Baudelaire. La cita es un tanto larga, pero nos parece que vale la pena reproducirla ya que esclarece algunos de los enredos en los que desde hace unas semanas nos hemos empantanado dando vueltas alrededor de la idea de plagio:

Stendhal había saqueado a Lanzi para ahorrarse ciertas fatigosas tareas (descripciones, datos, detalles) en la redacción del libro. Baudelaire en cambio se apropió de dos pasajes del libro de Stendhal por devoción, según la regla por la cual el verdadero escritor no toma en préstamo sino que roba. [...] Toda la historia de la literatura -la historia secreta que nadie estará nunca en condiciones de escribir sino parcialmente, porque los escritores son demasiado hábiles para esconderse- puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios. Entendiendo no aquellos funcionales, debidos a la prisa o la pereza, como los obrados por Stendhal sobre Lanzi; sino los otros, fundados en la admiración y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos de la literatura. Los dos pasajes que Baudelaire sustrae a Stendhal están perfectamente entonados con su prosa e intervienen en un momento crucial de la argumentación. Escribir es aquello que, como el eros, hace oscilar y vuelve porosos los límites del yo. Todo estilo se forma por sucesivas campañas -con pelotones de incursores o con ejércitos enteros- en territorio ajeno. Quien quisiera dar un ejemplo del timbre inconfundible del Baudelaire crítico podría incluso escoger algunas de sus líneas que originalmente pertenecieron a Stendhal.

Está de más preguntarse si los plagios de Alatriste son "funcionales" en el sentido que indica Calasso o se deben, por el contrario, a la asimilación fisiológica (nos cuesta trabajo imaginar qué tipo de eros, qué oscilación de los límites del yo podría estar de por medio cuando uno se funde con textos de la Red Escolar Ilce), pero a raíz de la acusación de plagio que se echara a andar en Letras Libres, para luego ser replicada con tintes de mojigatería y escándalo por muchísimos más, ahora pareciera que esa "regla" de la literatura, que esa "sinuosa guirnalda" de la que habla Calasso, ofende a la moral, es deshonesta y condenable. El plagio, el verdadero plagio, es otra cosa, que involucra la suplantación del nombre y el apoderamiento de una obra para, a través de la copia sin elaboración, de la copia no creativa, hacerla pasar como propia. Por el contrario, para denostar una treta tan añeja del arte en la que interviene la asimilación y a veces el olvido, se usan los mismos términos que los detractores de Baudelaire, Duchamp y Breton esgrimieron en su momento: los términos del llamado a la decencia, al orden y la justicia. La honestidad es un valor importante, pero no está claro que sea la última palabra allí donde prevalece el artificio, la tergiversación, la impostura, el juego, la provocación. En literatura, no es necesario recordarlo, nada hay más catastrófico que seguir las buenas maneras.

¿A dónde conduce esta confusión de términos, esta forma de condenar una práctica cultural ampliamente extendida, no sólo en las letras, sino en otras artes, por ejemplo en la música? Nada menos que a esto: a que se hagan airadas peticiones públicas en las que se percibe el tufo inconfundible del linchamiento cibernético. Como esta carta firmada que circuló para exigir la renuncia finalmente conseguida de Alatriste:

No se puede premiar el plagio. Quien plagia no es escritor, sino un ladrón de ideas y palabras. Cuando se utilizan fuentes ajenas, debe mediar un reconocimiento expreso como una cita o mención a la fuente.

¡Qué frase tan corta de alcances y a la vez tan absurda! Sólo la urgencia de oprimir el botón para propagarla masivamente explica que haya recabado tantas firmas en pocos días. Nos preguntamos, por ejemplo, ¿qué sucederá con la música, siempre tan proclive a utilizar, reelaborar y mezclar frases enteras, en el mismo o distinto tempo, apenas sin variación, provenientes de otras composiciones? ¿Será a partir de ahora necesario que se escuche el tintineo de una campanita que dé aviso de que lo sigue corresponde a "fuentes ajenas"? Pero para no abandonar el terreno de la literatura, según esta caracterización pacata y reduccionista tendríamos que decir que Montaigne y Baudelaire, Stendhal y Perec, Lautréamont y Debord, Novo y Villaurrutia, Burroughs y un largo etcétera, no son escritores, sino ladrones de ideas. En ese caso decimos: ¡que vivan los ladrones!

* Para los cazadores de plagios: la expresión "mediocridad iridiscente" (iridescent mediocrity) la tomamos de la primera página de La tumba sin sosiego de Cyril Connolly. Las restantes citas veladas las dejamos como acertijo


martes, 21 de febrero de 2012

Por una estética citacionista

21/Febrero/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Un fantasma recorre el mundo de la escritura en español: es el fantasma del plagio. Lo esgrimieron, en alguna de sus formas, los que preocupados por la propiedad y el prestigio lograron retirar de circulación el Remake de Fernández Mallo. Lo blandieron aquellos que, luego de mostrar evidencias encontradas en artículos periodísticos, obligaron a la renuncia de Sealtiel Alatriste, un alto funcionario de la UNAM. Estuvo ahí, como figura amenazante, en la demanda que se inició contra Pablo Katchadjian y su Aleph engordado. Los casos, se nota, son distintos. Una cosa es, en efecto, utilizar el texto de otros para cuestionar el texto mismo y las nociones imperantes de autoridad y propiedad; y otra cosa distinta es utilizar el texto de otros para refrendar nociones imperantes de autoridad y propiedad. Pero a ojos del plagio, es decir, a ojos de quienes empuñan esta figura para mantener el estado de las cosas, el plagio es ahistórico, transparente, y siempre igual a sí mismo. Nada más lejos de la verdad. El que esta discusión se haya desatado en tantos frentes al mismo tiempo sólo es indicación de que el contexto digital en que vivimos —uno que hace del uso del copy-paste un ejercicio cotidiano— modifica, y esto a niveles tanto estéticos como políticos, el significado de este concepto e, incluso, su práctica.

Este es un artículo estrictamente literario sobre una de las estrategias de escritura más polémicas y abundantes en la era digital: la apropiación de textos que bien puede manifestarse a través del reciclaje, la copia, la recontextualización, y el dialogismo inter o transtextual, entre otros. Tal como lo ha señalado la prominente crítica norteamericana Margorie Perloff, una de las repercusiones casi inmediatas del contacto entre escritura y tecnología digital ha sido la proliferación de textos que privilegian el diálogo, ya sea con textos anteriores o con textos producidos en otros medios, a través de procesos que podrían denominarse como de escrituras atravesadas —todos ellos métodos que le permiten al escritor establecer una participación mayor en la producción y, en su caso, la subversión del discurso público. No es extraño que formas de escritura que se configuraron gracias a citas textuales, ya sea documentadas o no—
en el corpus literario de la lengua inglesa basta con mencionar La tierra baldía, de T.S. Elliot, por ejemplo, o los multilingües Cantos, de Ezra Pound, o, en alemán, aunque para ser precisos en realidad en varias lenguas, la monumental obra de Walter Benjamin en sus Pasajes sean releídas ahora como precursoras de estrategias textuales que, por fin, han encontrado su momento de realización, cuando no de culminación, en la tecnología de la que disponen los escritores del nuevo siglo. A estas estrategias, cuyos orígenes históricos podrían también rastrearse tanto en el concretismo de mediados del siglo XX como en las poéticas oulipianas fundadas en Paris alrededor de la década de los 60s, Perloff las ha organizado bajo el concepto de estética citacionista. Se trata, pues, de un corpus de trabajo fundamentalmente dialógico que cuenta, además, con una enorme capacidad para moverse —para mutar, dirían algunos— entre distintos soportes o plataformas, y que insiste, luego entonces, en la práctica incesante de la re-escritura. Un texto citacionista nunca, luego entonces, es original. Es más: un texto citacionista descree, fundamental y radicalmente, del concepto de originalidad. La invención, esa ilusión tan entrañable para el creador del XIX, ha dado lugar así a la apropiación textual como la marca misma de la revolución digital de nuestros días.

Muchos han reaccionado con suspicacia, cuando no abierto rechazo, ante este nuevo estado de las cosas. Algunos han optado por hacer como si nada estuviera pasando y denostan, como denigrante y denigrada, a toda forma de escritura digital. Otros, viendo amenazado el otrora sacrosanto concepto de propiedad autorial, temen por los efectos económicos y legales que representa esta embestida de los bárbaros. Existen incluso los que, temiendo por el destino de sus regalías, han anunciado que se niegan a escribir más. Pero muchos también han reaccionado con gran entusiasmo, con algo que se parece mucho a un cierto gozo crítico ante las posibilidades de escritura que apenas se empiezan a vislumbrar. De entre todos, tal vez sean los conceptualistas norteamericanos y los mutantes españoles los que han producido las primeras obras abiertamente citacionstas de nuestra época. Ahí está, por ejemplo, la obra completa de Kenneth Goldsmith, cuyo bagaje teórico y didáctico queda brillantemente establecido en su reciente Uncreative Writing. Managing Language in the Digital Era. Este autor, que ha copiado literalmente un número entero del New York Times (en su libro Day), o que ha transcrito también de manera literal los mensajes de tránsito que se captan por la onda corta (en su libro Traffic), y que regularmente da clases sobre los beneficios literarios del plagio en la Universidad de Pennsylvania, fue invitado, por cierto, a la Casa Blanca junto con otros poetas connotados no hace tanto. [Para el lector interesado: en el TL de @roman-lujan encontrarán un buen número de pdf de libros fundamentales en esta tradición, y los pueden bajar gratis].

Los citacionstas de habla hispana, sin embargo, no reciben invitaciones a su equivalente local de la Casa Blanca. Da mucho en qué pensar —y habrá que pensarlo muy bien— que aquellos que empiezan a practicar ciertas formas de esta estética abiertamente y desde perspectivas críticas, como una posición específica respecto a la relación entre autor, lector y texto, sean “castigados” con el secuestro de sus libros con base en argumentos económicos y/o legales, cuando no moralistas, en los que el fantasma del plagio juega un papel fundamental. En efecto, mucho de lo que se argumentó para retirar de circulación el Remake de Agustín Fernández Mallo o para organizar la demanda contra El Alpeh engordado, de Pablo Katchadjian, está enraizado en nociones de originalidad y autenticidad que poco tienen que ver con cuestiones literarias y sí, mucho, con ideas verticales de autor y autoridad, así como con estratagemas de ganancia ya sea monetaria o de prestigio. Bajo los reclamos de plagio, que algunos utilizan como si se tratara de un concepto transparente o tautológico o, peor, ahistórico, se esconde la voraz figura de la propiedad privada y su circuito de poder policíaco.

Sería verdaderamente poco afortunado que esta poderosa reacción conservadora contra las alternativas de producción textual que las tecnologías digitales han traído a la escritura retrasara innecesariamente el proceso de búsqueda de las escritoras del XXI. Y digo retrasar porque estas obras citacionstas son, sin duda, únicamente las primeras de una larga e ineludible lista de trabajos que resultarán de la interacción cada vez más estrecha entre los autores y las cambiantes tecnologías digitales de los años venideros —el exceso textual y el copy-paste incluidos. Seguramente los DJ de hoy miran con una risita socarrona lo que los escritores finalmente se decidieron a enfrentar como propio y como cierto en su campo de acción. Acaso los artistas visuales bostezan con los dilemas de un gremio que, hasta no hace mucho, poco había tenido que decidir respecto a asuntos de tecnología y autoridad. Seguramente habrá muchas más acusaciones de “plagio” en los años por venir. Poco a poco habremos de aceptar, sin embargo, que lejos de ser transparente, su definición misma configura, al menos en términos estrictamente literarios, el campo de contestación y producción del que han emergido algunos de los libros más interesantes, divertidos, irreverentes, y verdaderamente contemporáneos de lo que llevamos de siglo.

domingo, 19 de febrero de 2012

El ensayo ensayo

Febrero/2012
Letras Libres
Luigi Amara

El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo.

Ezequiel Martínez Estrada

Más que la imagen del centauro, que Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante, en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera “prosa de ideas”.

Lo mismo en Montaigne que en Bacon, los dos fundadores del ensayo, está la idea del tanteo, de experimentación, la inquietud de paladear las cosas por uno mismo. Su verbo característico es “probar”, no en el sentido de demostración, sino de ver a qué sabe. Con el ensayo se avanza por el terreno solitario de la subjetividad, de espaldasa las doctrinas establecidas, con el fin de sopesar un asunto, cualquiera que este sea, en la báscula interna, someterlo al escrutinio de la experiencia personal, a su ensayo. El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él.

Todo esto lo escribo con un poco de bochorno pues sé que es de sobra conocido; pero lo escribo de todas formas porque me parece que esas dos cualidades del ensayo –su acento subjetivo y su sinuosidad tanteadora– están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo. Pasa tal vez que la libertad con que discurre el género ha contagiado nuestro vocabulario y entonces cualquier texto en prosa, desde el artículo deperiódico hasta la tesis académica, desde el comentario político hasta en últimas fechas la novela, se consideran ensayos. Como de pronto todo mundo dice escribir ensayo, y hay colecciones de ensayo y premios de ensayo que no publican ni premian ensayo –sino más bien estudios, monografías, colecciones de artículos, tesis para obtener un grado, maquinazos, reseñas presuntamente críticas, discursos–, a fin de distinguirlo de esa variedad de textos de una cercanía engañosa algunos se han visto en la necesidad de denominarlo “ensayo literario”, “ensayo libre” o “ensayo personal”, mientras que otros hemos preferido referirnos a él, con algo de énfasis y de nostalgia, como “ensayo ensayo”. Es verdad que el género es tan elástico y movedizo, tan receptivo y abierto que no tiene mucho caso preguntarse por su pureza; pero tampoco tiene mucho caso reflexionar y hasta organizar mesas redondas sobre el ensayo cuando en realidad estamos hablando de otra cosa.

Algunos rechazan que sea propiamente un género; otros pretenden que también los escritos formales, teóricos, que siguen un rigor lógico han de ser llamados ensayos. Yo creo que estas dos posiciones son una necedad, un resignado estatismo de la ignorancia. Etiquetas como la de “ensayo formal” o “ensayo impersonal” rechinan en mis oídos, en mis oídos quizá anticuados, como la idea de una novela sin narrativa o un soneto en prosa. Mi escalofrío se produce no por cerrazón, sino por la sospecha de que al entenderlo así, de esa manera tan laxa, se pierde justamente su cariz experimental, su condición de laboratorio sobre el papel. El ensayo es un “género degenerado”, sí, y por si fuera poco de lo más hospitalario, pero no hasta el extremo de traicionarse. ¿Qué ganamos con decir que sus únicas constantes son la apertura temática y la libertad compositiva, cuando eso mismo podría decirse de muchísimas cosas? “Prosa no narrativa”, han dicho otros. Pero como el ensayo con frecuencia incluye anécdotas o adopta la estructura del relato, nos quedaríamos solo con la prosa. El ensayo es prosa. ¡Fabuloso! No hay que olvidar que el libro de Montaigne fue considerado por Brunschvicg “el libro más original del mundo”; si me resisto a llamar a todos esos tratados, informes de investigación y artículos de toda laya ensayos, es porque no encuentro en ellos los rasgos que hicieron del libro de Montaigne el libro más original del mundo.[1]

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Comenzaré –es un decir, ya hace rato que comencé–por detenerme en el carácter tentativo del ensayo, que no falta quien lo confunda con un mero borrador, con algo que por las prisas o la pereza se abandona, se deja para después o se da prematuramente a la imprenta. El tema es espinoso puesto que ilustresensayistas como el Dr. Johnson definieron en su momento los ensayos como “composiciones irregulares, no trabajadas”, definición que parece apuntalar aquello de que el ensayo es un borrador. ¿Un borrador? ¡He disfrutado tanto la lectura de ciertos ensayos,y tal ha sido la maestría con que me parece que fueron escritos, que más bien diría que se elaboraron con tinta indeleble! Cuando se subraya que el ensayo es tentativo es porque carece de un fin definido y porque no se propone demostrar ni abarcarlo todo;discurre de manera dispersa, proclive a la digresión; no se desvía puesto que no iba a ningún lado –o más bien cabría decir que todo en él es desviación–. El ensayo nace como un género moderno, de la modernidad en ciernes, desde que se aparta de la estrategia medieval de pensar en función de una tesis y del esfuerzo de probarla. El ensayo no aspira a eso y ni siquiera lo intenta; no es que se quede corto y más tarde el autor pueda volver a enmendarse la plana: lo que busca el ensayista es pensar las cosas por sí mismo y llegar, si es que llega a algún lado, a una conclusión personal. Nada de planes y métodos a la manera escolástica, nada de tinglados aristotélicos para encauzar al pensamiento. El ensayo huye de lo preescrito, conquista y defiende su libertad (“libre” es una de las palabras favoritas de Montaigne); brinca y excava, se desboca y más tarde se descubre en un callejón sin salida. El pensamiento fluye sin cartas de navegación, su única brújula es su propio ombligo; por eso muchas veces se pierde. Como lo vio muy bien Alfonso Reyes, en el ensayo “hay de todo y cabe todo, propio hijo caprichoso de una cultura que no puede ya responder al orbe circular y cerrado de los antiguos, sino a la curva abierta, al proceso en marcha, al etcétera”.

De allí que el tono de conversación o de confidencia sea tan propicio en el ensayo para este no llegar a nada, para este llegar modestamente a esto, para este ir y venir, para ese volver al comienzo que, entonces, ya nunca es el mismo. Pese a los muchos ejemplos que indicarían lo contrario, la provisionalidad del ensayo no tiene que ver con escribir a la carrera o apilar apuntes para después; un ensayo puede en efecto retomarse y ampliarse, pero no en la dirección de demostrar una tesis. Puede estar perfectamente acabado en su inacabamiento y perfectamente trabajado en su irresponsabilidad. Los aires escolásticos que no dejan de soplar desde la academia –esa institución erigida sobre la obsesión por la tesis y la prueba– han hecho que lo tentativo se entienda como provisional y que lo contingente que hay en el ensayo se califique como una falta de rigor, con cierta laxitud. El que va de A a B siguiendo una serie de pasos más o menos mecánicos supone que el que ha partido de A también quiere llegar a B; entonces lo acusa de disperso y serpentino, de que se ha quedado en la primera escala o se ha extraviado. No se le ocurre que el que ha salido de A puede estar simplemente de paseo y lo que busca más que nada es disfrutar del paisaje, construir su propio trayecto o abandonarse en su extravío, compartir con el lector ese mareo. Si llega o no a B es lo de menos; puede que llegue a C o incluso a B sin quererlo; tal vez simplemente vuelva a A después de un provechoso giro de 360 grados sobre sí mismo.

(Abro aquí un paréntesis sobre la academia como uno de los principales enemigos del ensayo, cosa obvia pero que tiende a olvidarse. Aunque entonces no lo tenía del todo claro, yo dejé la universidad, el Instituto de Investigaciones Filosóficas, porque allí no hay lugar para el ensayo, ni siquiera hay lugar para Michel de Montaigne. No solo es que allí, en esos cubículos poco interconectados, se prefiriera estudiar a otros autores y se favorezca otros métodos (en particular el método analítico, tan esquemático y a veces frígido, equiparable en muchos sentidos al de los viejos escolásticos), sino que sencillamente hay modos de proceder, formas sancionadas, casi machotes, para presentar lo que por suerte no se llaman ensayos sino artículos o, más atinadamente, “trabajos”. Todos los días se escucha en los pasillos universitarios la consigna ilustrada del sapere aude, de pensar por uno mismo, pero la verdad es que cualquier amago de salirse del redil, de optar por la vía de Montaigne –quien por cierto fue un filósofo, aunque muchas veces sepase por alto–, es visto con desagrado, tachado de “no filosófico”. Piensa por ti mismo, pero con aparato crítico. Atrévete a pensar, pero con las rigideces consensuadas. Incluso uno de sus santos patronos, Wittgenstein, el primer Wittgenstein, sería sin duda reprobado por heterodoxo si tuviera que cursar el Seminario de Tesis II, mientras que el segundo Wittgenstein sería acusado, sin más, de dinamitero. ¡Ah, el fantasma del rigor de las universidades! En su nombre se detesta lo ambiguo, lo vacilante, lo fuera de lugar, lo anfibio; en su nombre se rechaza la inadhesividad y la irresolución, la cualidad elástica y flotante del ensayismo auténtico.)[2]

La mejor caracterización que recuerdo sobre este talante o disposición tentativa del ensayo (porque de eso se trata, de una disposición, de una apertura hacia la errancia) es la que da Ezequiel Martínez Estrada en su libro sobre Montaigne. En los Ensayos, el habitante de la torre de la colina de Dordoña se declara “discípulo del azar”, queriendo decir con esto que a lo único que se sujeta el ensayo es a lo inmanente, a la contingencia de su propio desarrollo. Martínez Estrada lo parafrasea y escribe sugestivamente así: el ensayo es esa aventura, ese recorrido, en que “la búsqueda misma crea la materia del hallazgo”.

Nada más alejado de este espíritu queel afán de demostración, y nada más torpe que suponer que el registro de ese tanteo es un borrador. Puesto que no confía en lo sistemático tampoco aspira a lo resolutivo; es reacio a lo petrificante, a las teorías fácticas, a veces a la propia argumentación. Más que en el salto lógico confía en la caminata que reinventa los senderos laterales. Chesterton, que ama el ensayo, pero lo encuentra maligno y peligroso, se lamenta de que con él se llega a conclusiones que si acaso valen para sonreír, aptas solo para el aprecio literario; conclusiones como esta que cita de Stevenson: “Viajar con esperanza es mejor que llegar.” (Pero la frase de Stevenson –que por cierto quizá valga como una definición cursi de ensayo–, aun cuando al ser examinada a fondo parece que no se sostiene o es paradójica, no deja de ser plástica, evocativa; también me atrevería a decir que es verdadera en cuanto expresa la condición anímica de un hombre embelesado por la expectativa.)

No es una casualidad que tanto el paseo como el ensayo admitan la caracterización de Martínez Estrada de que “la búsqueda misma crea la materia del hallazgo”. En ambos casos lo decisivo no es llegar, sino el trayecto: hacer de lo tentativo un fin. Ahora recuerdo que Karl Marx decía que el camino es la meta desplegada. Y así como al salir de paseo nos mueven motivos hedonistas, contemplativos o estéticos, otro tanto debería poder decirse de los ensayos ensayos.

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Llego ahora al carácter personal, introspectivo y a veces intimista del ensayo, por lo que vuelvonecesariamente a Montaigne, que se propuso hacer de sí mismo la materia de su libro. Montaigne no es el primero en adoptar el método introspectivo; ya antes los estoicos, y en particular Séneca, se habían valido de él y habían descrito sus bondades y también sus miserias. Lo que distingue a Montaigne es que no quiso elaborar la historia individual de Michel Eyquem de Montaigne y ni siquiera su autoexamen, sino que más bien quiso elaborar una “historia universal de sí mismo”. Se trata de un proyecto revolucionario, colosal, inusitado, que no por nada despertó la incomprensión y aun el repudio de muchos de sus lectores. Pascal, por ejemplo, escribió cosas como esta sobre los Ensayos: “¡Qué idea más estúpida la de pintar su propio retrato! Y no casualmente, o contra sus propios principios, sino de acuerdo con sus propios principios y como su intención primera y básica.” Y Malebranche censuró el libro por entenderlo un pasatiempo exhibicionista y egocéntrico, un ejercicio de impudicia inane. Pero Pascal y Malebranche pasaban por alto que un proyecto de esa envergadura tenía menos que ver con el ego que con destacar lo que hay de común en la experiencia humana, y que en su raíz no estaban ni la autoindulgencia ni la vanidad, sino el deseo de salir al encuentro de uno mismo, de autodescubrirse. A Montaigne no lo movía la complacencia o el orgullo, ni siquiera el autoescarnio catártico, sino el deseo redobladamente socrático de conocerse, aunque ello lo llevara a odiarse.

El acento subjetivo, personal del ensayo, a través del cual el autor se diría que susurra confidencias y recuerdos, anhelos y decepciones al oído del lector, no es solamente un recurso literario. Aun si no siempre encuentra los arrestos para desvelar al ser que es, aun si le faltan las ganas de pintar su autorretrato inestable, el ensayista vuelve a sí, parte de sí mismo, regresa, no sale de la órbita reducida pero inabarcable, marginal pero ahora céntrica, de su propia experiencia. Por eso Pascal consideró los Ensayos un “proyecto insensato”: porque coloca como punto de Arquímedes a algo tan aborrecible y fluctuante como el yo. No se trata solo de hablar en primera persona, sino de pensar desde allí, con el vocabulario y el ritmo mental y las ampulosidades o estrechuras de cada uno. Si, como famosamente dejó escrito el conde de Buffon, “el estilo es el hombre”, la búsqueda del hombre comporta asimismo la búsqueda de un estilo, de allí que el ensayo, como quizá ningún otro género, suela dar lugar a adefesios terribles, a manierismos de primerizo, a veces a una ventriloquia estrafalaria. Son también tanteos, tanteos en la retórica cerebral, muchos de ellos fallidos. En contraste, quienes buscan la objetividad, quienes quieren discutir ideas o exponer sus investigaciones, por lo regular subordinan la prosaa la información, hacen de la escritura una sierva, un vehículo de transmisión (aquello que Reyes llamaba la función “ancilar” de la literatura). Con el pretexto de la importancia de su mensaje escriben con las patas, son oscuros, desmañados, o bien pretenden, como Hegel, que la dificultad de leerlos está en función de las recompensas conceptuales que han de deparar...

El asunto, desde luego, no se reduce a escribir bien o mal, sino a si el yo se vuelca sobre la página. Desertor de una acepción de estilo como elemento decorativo, Montaigne nos hace desconfiar de aquellos textos en que la vida del autor no se compromete, no se pone en riesgo, no es la arena misma en donde se dirimen los problemas. A diferencia de los libros formalistas, sin carne, anoréxicos, desprovistos de la pulpa de la vida, y a diferencia de los áridos, difíciles y campanudos, Montaigne opone un libro laberíntico pero entrañable en el que “se ensaya a sí mismo”. Está allí de cuerpo entero, con sus flaquezas y debilidades, sus presunciones y alardes, su ritmo moroso y sus libertades sintácticas. ¡De cuán pocos libros podríamos decir lo que dijo Emerson del libro de Montaigne!: “Corta estas palabras y sangrarán; son vasculares y vivientes.”

He escuchado decir que el ensayo no puede ya tenercomo tema principal, como eje de sus rotaciones reflexivas, al yo, pues después de Hume y Freud, después de la crítica al sustancialismo y la aparición del inconsciente y, en fin, después de la famosa muerte del sujeto, el yo es cuando mucho un despojo. Pienso que es una de esas baladronadas efectistas con que los autoproclamados posmodernos han querido deslumbrarnos para dejarnos momentáneamente ciegos. Si el yo es un despojo o una hilacha, una construcción espasmódica o un cuento que diariamente nos contamos, ¡cuánto mejor para la literatura y el ensayo, que tendrán que ponerse a la altura de circunstancias tan desesperadas!

No sé muy bien lo que quieran implicar estos provocadores al hacer del yo una idea completamente vetusta, que más bien valdría arrumbar en el armario de las supersticiones, junto a la de la tierra plana y el hombre como cúspide de la creación. Pero quizá se refieran a que no es posible sostener una concepción unitaria, monolítica, unidimensional y mucho menos sustancialista del yo. Si ese fuera el caso, bastaría recordar que ya el propio Montaigne se consideraba a sí mismo un “hacinamiento de tantas piezas diversas”, y que en buena medida concibió su libro como un rompecabezas, como ese pasatiempo a veces desapacible en el que habría derearmar los pedazos de su yo fragmentario e inconexo, afecto a la vagancia y a la disipación, que ora se repele y ora se estima, que tiene resortes ocultos y dobleces y nunca se encuentra del todo. Incluso me atrevería a decir que justo porque el yo no esesa cosa dada y fija, sino más bien una maraña abstrusa, llena de recovecos y zonas de niebla, de pliegues y fuerzas sombrías, de imposturas e impurezas, el ensayo tiene su razón de ser. Mientras más arduo y desaconsejado sea hablar de un yo, más rico será, en consecuencia, un género que tiene al yo como tema principal, que en todo momento lo sitúa en el centro, como pivote.

Phillip Lopate, un defensor y practicante del “ensayo personal”, afirma que suele haber una trama oculta en los ensayos, una suerte de dramatismo, de suspenso, que consiste en asistir a la lucha del ensayista por la honestidad. Al hacer de sí mismo centro y rasero de sus indagaciones, el ensayista debe vencer las defensas psíquicas que lo protegen del autodescubrimiento, ese El Dorado de la mente donde tal vez nos aguarda la decepción, la náusea, el tedio. Desde Montaigne, no se trata de un problema de candor, sino de vulnerabilidad. El ensayista, al narrarse, al acometer su autorretrato cambiante, se desplaza sobre la cuerda floja de latraición a sí mismo. Avanza acumulando incertidumbres, apreciaciones falaces de sí, enmascaramientos y racionalizaciones (con frecuencia para protegerse); otras veces incurre en la autoflagelación y el repudio de sí, como si la saña que dirige contra sí mismo hubiera de tener el efecto de desanimar a los demás de intentarlo. Si bien es cierto que mediante esta autoflagelación muchas veces se establece una complicidad con el lector (una suerte de amistad basada en la aceptación de los propios defectos), másque estrategias retóricas, tanto la reticencia como el autoescarnio suelen ser bucles recurrentes en la espiral del autoconocimiento.

Desde luego hay también lugar para la simulación de la sinceridad, para el fingimiento y aun para la construcción de un personaje. No es fácil saber si ese tonel de whisky y postergación que Cyril Connolly describe en La tumba sin sosiego corresponde punto por punto con el Cyril Connolly biográfico, con aquel que pisó la tierra y no el papel; pero tampoco creo que importe mucho. Si es un desdoblamiento, si es una máscara o un espantajo, supo penetrar en su interior de manera admirable, perspicaz y a veces despiadada y, lo que quizá sea más decisivo, de manera verosímil. Tal vez el yo sea inaccesible y entonces debamos aproximarnos a él a través de figuras ficticias, trabajadas, teñidas hasta la médula de proyecciones compensatorias o de soteriología, como cuando De Quincey asegura estar salvado de los encantos del opio y, unas páginas más tarde, acota que para escribir esa frase hubo de aumentar al doble la dosis de láudano.

Hacer de uno mismo el tema de estudio no tendría por qué ser fácil; después de todo la impostura y la autoficción bien pueden ser facetas, rodeos o astucias de ese asedio al yo que pone en marcha el ensayo.

Esta última reflexión me lleva a decir unas cuantas palabras sobre el lugar que ocupa, o más bien debería ocupar, el ensayo ensayo en la distinción anglosajona entre fiction y non fiction, en esa separación cada vez más adoptada también en otros países entre prosa de ficción y prosa de no ficción.[3] El ensayo es un género de la imaginación reflexiva o de la reflexión imaginante. Es receptivo y omnímodo, de ser necesario incurre en la crónica o abusa de la ironía, se atasca en la anécdota o en el sarcasmo, pero básicamente es invención. Lo que allíacontece –si es que acontece algo– son aproximaciones, cambios de perspectiva, de alguien que examina, bajo la lente de su subjetividad, lo que le viene en gana (también por supuesto a ella misma: los avances y retrocesos, hallazgos y resquemores de una aventura de introspección). Las cosas, tal como figuran en un ensayo, pueden o no haber tenido lugar; no teje un mapa del mundo ni construye un modelo matemático; no es, o no exclusivamente, una autobiografía ni una confesión terapéutica. Un poco como la patafísica, es una ciencia de las soluciones imaginarias; una ciencia individual y subjetiva, es decir, una falsa ciencia, para problemas también a veces imaginarios. En el camino es posible que el ensayo enuncie ideas, esclarezca conceptos o haga descubrimientos genuinos, pero por encima de todo está consagrado a una ficción suprema: que el yo puede conocerse a sí mismo.

Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica que se refugian en la impersonalidad; que todos los tratados eruditos, académicos y la mayoría de los divulgativos que abogan por la formalidad, se queden en el estante de la “no ficción”, allí donde se diría que lidian con la realidad o la representan. Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura. ~



[1] Cualquier pretexto es bueno para leer a Montaigne, pero la ya notan reciente edición de Jordi Bayod Brau en un solo tomo en El Acantilado, en un papel que por suerte no llega a ser tipo biblia, invita a que le rindamos culto cotidiano e irreverente pleitesía. Aunque no me convence, pese a las explicaciones aducidas enel prólogo, el título de Los ensayos en lugar de Ensayos, presenta la novedad de que retoma la versión que Marie de Gournay, la hija electiva o amiga o “fille d’alliance”de Montaigne, editóen 1595 –y no la que se impuso durante el siglo XX de la mano de Fortunat Strowski, a partir del asíllamado Ejemplar de Burdeos–, y además la complementa con una nutrida muestra de los diferentes estratos del texto, pues es bien sabido que Montaigne corregía y corregía su libro, a veces incluso directamente sobre las ediciones que acababan de salir de imprenta (como el propio Ejemplar de Burdeos, por mucho tiempo reputado como el más cercano a las intenciones del autor). Muy completa y redonda pero sin la obsesión de ser exhaustiva y recoger todas las variantes, estanueva edición es apta tanto para la lectura erudita como para la puramente hedonista, ya que esos estratos, frondosos y exuberantes como la misma prosa de Montaigne, no entorpecen la lectura, sino que le dan un aire de segundo pensamiento o incluso de vacilación o cambio de perspectiva. Las notas al pie rara vez son ociosas y las citas explícitas en latín y griego están todas traducidas (incluye un apéndice con las célebres sentencias grabadas en las vigas de su biblioteca circular). El papel crema característico evita los reflejos de las lámparas, a la vez que le da cierto aire antiguo, y el empastado parece estar concebido para que resista las lecturas frecuentes y apasionadas y no tanto para el respeto o la lectura por ósmosis. Si bien, dado su peso y tamaño –¡1728 páginas!–, no es un libro recomendable para la cama (ya en un par de ocasiones se me cayóde lleno en el rostro, confieso que no por sueño), tampoco estápensado exclusivamente para los cubículos de los investigadores o los escritorios, y solo en cierta medida justifica el impulso a que encendamos la chimenea (imaginaria) y tomemos coñac en la compañía silenciosa –y deliciosa– de Michel Eyquem (el alto precio del libro, importado de España, quizáhaga que nos sintamos de alguna manera condes o habitantes de un castillo). Definitivamente no es para la playa. La traducción, también de J. Bayod Brau, además de muy cuidada es asombrosamente fluida, y uno no deja de agradecer la suerte de leer a un Montaigne muy próximo, casi de cuerpo presente aunqueun tanto desfasado –quizápor voluntad propia– y previsiblemente arcaizante, en vez de, como sucede con muchas ediciones francesas que pretenden ser “fieles”al autor, en francés antiguo.

[2] Los estornudos de alergia que suscita el ensayo están a tal punto extendidos en la academia que incluso quienes desde su seno muestran una genuina pasión por el género terminan por darle la espalda. Allíestá, por ejemplo, el muy informado y completo libro de Liliana Weinberg, Pensar el ensayo, ganador de un premio importante de ensayo, un libro atendible, sí, se diría intachable, pero tan poco ensayístico...

[3] Pero esta distinción es incómoda incluso para ellos, particularmente para los estadounidenses, sus grandes defensores. Robert Atwan, editor de la prestigiosa y muy influyente serie Los mejores ensayos del año en Estados Unidos (The best American essays, de Mariner Books), en el prefacio de la recolección de 2009 recuerda que Washington Irving y Nathaniel Hawthorne fueron también grandes ensayistas, de ese tipo de ensayistas que gustaban de incluir elementos imaginarios en el curso de la reflexión. Y el motivo de que recuerde a esos autores, hoy para todos los efectos olvidados en cuanto ensayistas, no es otro que para lamentarse de que la práctica ensayística contemporánea sea cada vez más reacia a abrir sus puertas a la imaginación, a la creación de personajes o de situaciones, obsesionada, como parece estarlo, con la aportación de pruebas o datos verificables que le den “seriedad”al escrito. De hecho, Atwan sugiere que en ese país la rica tradición del ensayo personal se devaluóy volviómarginal cuando el ensayo hubo de someterse a las exigencias del periodismo, al corséformal del reportaje. La cuestión, escribe Atwan, es que “mientras más literal se supone que debe ser el ensayo, menos literario se vuelve”.