jueves, 26 de diciembre de 2019

López Velarde: del diluvio al renacimiento

20/Diciembre/2019
El Cultural
José Homero

Por las mismas hachas, o teas,
los instrumentos de la agricultura,
sin los cuales dificultosamente
se pudiera coger el trigo,
por quien es personificada Proserpina.
CLAUDIUS CLAUDIANUS

Como una modista de antaño, armada a un tiempo con utensilios de metal y un acopio de
hilos y tejidos, la crítica ha buscado constreñir el vasto talle de la obra de Ramón López Velarde mediante el corsé de las oposiciones; lazos y varillas cuyo ajuste ha terminado moldeando la silueta pero asimismo impidiendo la adecuada circulación de la sangre viva de esta poesía. Ciertamente sobresalen de entre el tejido poético cabos suficientes para efectuar esa trama.
Si muchas interpretaciones se urden mediante nudos con dos puntas, ello responde al sistema retórico del autor zacatecano. Aunque reparamos en las “fórmulas duales” —término de José Luis Martínez—, apenas hemos clasificado los órdenes de su manifestación. En términos generales, la poesía de López Velarde se construye mediante la antítesis, es decir, la contraposición de significados, ideas o elementos dentro de una misma cláusula u oración. Así, en el campo textual florecen frases con pareados que articulan tiempos distintos:
a oler abiertas rosas del presentey herméticos botones del futuro.(“Tenías un rebozo de seda”).1
O bien, contraste entre posiciones vinculadas a valores contrarios, como en la siguiente estrofa donde el elemento “vuelo” se contrapone a “lodo”, metonimias asociadas con lo “alto” y lo “bajo”, términos que connotan una oposición moral:
Siempre que inicio un vuelopor encima de todo,un demonio sarcástico maúllay me devuelve al lodo.(“Un lacónico grito”).
Incluso en su prosa este aparece con notable frecuencia:
Porque la ciudad era espléndidamente solar y porque las señoritas de rango que poblaban sus calles vestían de tiniebla…
(“Semana mayor”).
Aunque esta contrariedad se adscribe a la figura de la antítesis, lo cierto
es que recubre diversas manifestaciones retóricas. Entre ellas figura el paralelismo, es decir, la disposición simétrica de vocablos y expresiones de oposición: “el pozo del silencio y el enjambre del ruido” (“Hormigas”), “mi ángel guardián y mi demonio estrafalario” (“Ánima adoratriz”).
No analizo la antítesis como eje de articulación en la poesía de López Velarde. Únicamente asiento su presencia para indicar que esas lecturas dualistas las provoca en gran medida el corpus del poeta; “sistema de imágenes duales” le llama Alfonso García Morales.2 Sin embargo, si queremos comprender este territorio, es necesario remontar nuestra postura y vislumbrar más allá del litoral y de sus orillas enfrentadas, para lograr una perspectiva que en vez de la simple descripción de tópicos, más bien perfile un nuevo lugar.

UN PROMONTORIO

Acaso por esta concomitancia dualista, el discurso analítico se convierte en baile de figuras, con lo que el crítico deviene un epígono estilístico del autor al seguir sus pasos mediante parejas —como Xavier Villaurrutia, quien formula “el León y la Virgen” (“Ramón López Velarde”) para ceñir el conflicto del mundo interior de Velarde, o Bernardo Ortiz de Montellano, quien describe la tensión como “sensibilidad erótica y católica” (“Ramón López Velarde”). Asumiendo que los libros auténticos del poeta serían los que publicó en vida, se ha efectuado una lectura anquilosante de La sangre devota (1916) y Zozobra (1919) a través de la comparación entre ambos, como si en ellos —y no en otro volumen de poemas, El son del corazón, o incluso en sus prosas— residiera su alma.
Pocos de sus intérpretes, los más mesurados y lúcidos, se aventuran a encontrar una razón allende el elogio o la diatriba tras esa elección por una poesía difícil, dijéramos ahora, inusitada para los modelos de los cenáculos literarios del entorno, que con asombrosa contemporaneidad Velarde caracterizó como “sistema crítico” (“La corona y el cetro de Lugones”).3
En la configuración de ese campo de combate retórico que refleja el voluble —y en Ramón, voluptuoso— paisaje y pasaje de la poesía mexicana de la época, en tránsito ya de una poética modernista a una moderna, es consustancial el título elegido: zozobra. Como en una de esas lecturas escolares que aprendemos en nuestro primer Seminario de crítica en la Facultad de Letras, no pocos abordajes a Zozobra parten de la disquisición semántica. Alí Chumacero, en un juicio que revela más sobre su propio credo poético, considera el título como enunciación de la angustia de la soledad:
En tinieblas vivía el hombre, de manera que la “zozobra” prefigurada y presentida en su primer libro, proviene en su conciencia de la angustia de estar solo; más claramente de la amargura de vivir sin mujer, incompleto, preso dentro de su desolación.4
Luis Noyola, uno de los primeros estudiosos, indica que:
la propiedad del título dice bastante bien la condición anfibia de una poesía, que —nueva Jano— se sostiene en ese clima moral en el que se produce la colisión de dos edades, épocas intermedias, que según Taine, “son de una parte madurez y de la otra decadencia y se mezclan por una insinuación recíproca, y cada una de ellas prohija las creaciones de la otra al lado de las suyas”. Tal fue la época cuyas contradicciones internas, como las víboras del caduceo, se entrelazaron en la obra de Ramón López Velarde.5
Incluso Xavier Villaurrutia no escapa a la tentación: la obra de López Velarde es la más atrevida tentativa, entre otras cosas, “de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu ante los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte”. (“Ramón López Velarde”).
Tras largos años de vasta producción crítica es posible señalar el aura de que se ha revestido la palabra. Escribe Alfonso García Morales:
Zozobra se publicó a finales de 1919 en la editorial México Moderno. La palabra “zozobra” se refiere a los irresolubles conflictos entre el espíritu y la carne, la formación tradicional y la inquietud contemporánea, el ayer y el hoy, la infancia y la madurez, la seguridad y la libertad. Sintetiza las ecuaciones vitales con las que tantas veces el poeta, y tras él la crítica, intentaron descubrir y definir su personalidad contradictoria: sus conocidas fórmulas duales (“la dualidad funesta”, “la moral de la simetría”, “la devoción católica y la brasa de Eros”, “la lucha de la Arabia feliz con Galilea”, “el León y la Virgen”, “el vigor sensual y la atrofia cristiana”, el clamor “pagano y nazareno”) y sus figuras de oscilación y suspensión (el péndulo, la balanza, la cuerda floja, el reloj y sobre todo el corazón).6

DILUVIO Y RENACIMIENTO

Para este examen mediante contraste de los dos títulos publicados bajo la supervisión de López Velarde, La sangre devota y Zozobra, resulta fundamental la composición del segundo, cuyo poema inaugural “Hoy como nunca” proclama un viraje. Si de acuerdo con una hipótesis irrefutable de la crítica, el primer volumen propone la transformación de una figura amada en objeto de devoción: —Fuensanta, hipóstasis mariana de culto lírica—, no sorprende que la siguiente obra comience con un poema que mientras declara la muerte de la mujer real que inspiró la devoción del poeta, con claves para los entendidos, pinta una variación climática que resulta significativa. El poeta se dirige a la amada en trance agónico (“y toda tú una epístola de rasgos moribundos / colmada de dramáticos adioses”),7 que determina la muerte del cuerpo físico y la consagración del alma inmortal (“venerable tu esencia / y quebradizo el vaso de tu cuerpo”), con lo que el proceso de sublimación emprendido en el primer volumen se completa totalmente. Tras dicho comienzo dialógico hay un cambio de focalización; la atención (tensión) lírica se desplaza en favor de un tono narrativo que reverbera alegórico:
Yo estoy en la ribera y te miro[embarcarte:huyes por el río sordo, y en mi alma[destilasel clima de esas tardes de ventisca[y de polvoen las que doblan solas las esquilas.
El poema exige un análisis puntual —que no concluiré en este espacio—, en tanto encauza el sentido en que debe leerse la obra. Considero que a diferencia de la mayoría de los poetas de su época, López Velarde, al disponer sus poemas dentro de la unidad libro, les confiere una vía de sentido. Nada más ejemplar que este poema: además de marcar la muerte de la mujer amada y el inicio de una religión personal —un hecho que ya asentaba La sangre devota, cuya lectura debe partir de la transformación de un amor individual en un mito mariano—, abre una nueva historia: la del poeta que al sufrir agobio existencial se hunde en la tristeza. Elijo una palabra tan cargada de dramatismo, hunde, para acoplarme al ritmo marítimo del título.
Además de indicar la muerte de Fuensanta y presentar al poeta en una fase depresiva, “Hoy como nunca” vincula el estado anímico con el clima, al asociar su tristeza —que por la implicación lacrimosa es húmeda— y una lluvia simbólica que deviene diluvio. Esta asociación, así como identificar a la mujer perdida con un clima frígido y húmedo, tampoco es inédita.
Uno de los mejores poemas de La sangre devota, “En las tinieblas húmedas”, ya tejía dicha relación. En una narración cinemática, el poeta evoca a su amada en una noche lluviosa. El elemento metaléptico que vincula ámbitos y tiempos distintos es la sensación táctil del frío que comparten lluvia y mujer: “helada virtud de un seno blando, / algo en que se confunden el cordial refrigerio / y el glacial desamparo de un lecho de doncella”.8
El poema es simbólicamente complejo. La realidad exterior resuena en su interior; la sensación armoniza con el sentimiento. O se enfatiza. El frío meteórico se intensifica con el que le recuerda a la amada; este frío es tanto un cordial refrigerio (alimento para el corazón), como el desamparo de un lecho de virgen. Cruel imagen: ya para entonces Fuensanta es una solterona, una frescura invade su corazón igual que un bálsamo, pero también la conciencia de que es una mujer sin nupcias, a quien espera una soledad atroz. La afinidad con la lluvia se asienta no sólo mediante la sensación táctil sino también por la forma. La trama de la lluvia se vincula con la del lino, connotación de las nupcias irrealizables:
he aquí que en la húmeda tinieblade la lluvia, trasciendes a candor[como un linorecién lavado, y hueles, como él,[a cosa casta;he aquí que entre las sombras[regando estás la esenciadel pañolín de lágrimas de alguna[buena novia.
Con reminiscencia homérica, el poeta perfila el ideal femenino mediante atributos textiles: sea que se envuelva en un chal (como las muchachas provincianas que a la hora del Ángelus caminan por la calle “enredados al busto los chales blanquecinos” en “Del pueblo natal” ), o que dicha prenda se convierta en una metonimia, un atributo más de esa configuración con que se instaura Fuensanta como emblema de la bondad:
Hazme llorar, hermana,y la piedad cristianade tu manto inconsútilenjúgueme los llantos con que lloreel tiempo amargo de mi vida inútil.(“Hermana, hazme llorar”).9

CLIMA ESPIRITUAL, INQUIETUDES CARNALES

La tercera estrofa del poema “En las tinieblas húmedas” resuelve el misterio del singular desarrollo textual. Es un poema simultaneísta: el poeta consigue la invocación de la amada, a quien sabe sola, solterona, desolada, insomne en la noche pensando acaso en él. Merced a esa coincidencia, propiciada por la experiencia poética (el poeta escribe versos que “son como pétalos nocturnos, que te llevan / un mensaje de un singular calosfrío”), la amada y la lluvia devienen escarcha (“traslúcido meteoro”), y esa experiencia resulta epifánica pues sucede “fuera del tiempo”, tanto que el reloj se descompone. Este insólito rasgo propio de la escritura cinemática revelaría, junto con los cambios de perspectiva y de planos de varios de sus poemas, un aprendizaje de la retórica del cine. Metonimia del tiempo inmóvil. Comunión que enlaza a los amantes más allá del tiempo. Esa “cámara destartalada” donde resuena la descripción del cuarto que da en “Noches de hotel” presagia la atmósfera de encierro e intemporalidad de “El sueño de los guantes negros”.
Más allá de las connotaciones alegóricas y de la configuración que enfatizan las resonancias agrícolas de la poesía de López Velarde, deberíamos considerar que el desplazamiento de foco al que he aludido representa un viraje más personal y menos atento a la sublimación. Al trasladar la mirada lírica —la focalización— de la amada agónica hacia su propia figura, el poeta anuncia, por una parte, la conversión de la amada en figura ya para siempre mítica y su definitiva consagración como símbolo. Además apunta que este libro, a diferencia del anterior, versará sobre el sujeto amante, quien se convierte en el héroe de su propio drama lírico. No sorprende por ello que la asociación textual, que he señalado ya vinculada a la presencia femenina (es conveniente recordar asimismo “el ala de mosca” del poema “La última odalisca”), ocurra aquí con la figura masculina del poeta: “Mi espíritu es un paño de ánimas… / un paño de ánimas goteado de cera, / hollado y roto por la grey astrosa”.
No podemos proponer una lectura de Zozobra sin atender al segundo poema, “Transmútase mi alma”. De hecho, es necesario leer ambos en secuencia, como las hojas de un díptico. El primero establece un clima lluvioso, de frialdad meteórica, que instaura alusiones bíblicas —se anuncia el diluvio— y cancela la esperanza del renacimiento. El segundo, en tanto, configura un ámbito de regeneración y renacimiento natural que mucho tiene de la visión cíclica, tan en consonancia con la época —piénsese en La rama dorada de James George Frazer, que determinaría la concepción de T. S. Eliot y James Joyce—, asociada a los cultos genésicos de las sociedades construidas en torno al mito; una afinidad ya presente en otros poemas.
Es indudable que para López Velarde la amada emblematiza siempre una dimensión simbólica y que el amor se acompaña de manifestaciones naturales que son la representación del paisaje interior. Si en el primer poema se describe el diluvio que acompaña las exequias de la amada —y su viaje por el reino de Hades, lo que reforzaría una lectura en clave mistérica—, en este segundo se anuncia la nueva cosecha, como si fuera evangelio pagano de las buenas nuevas. Es igualmente significativo que en este caso la mujer —que como los estudios biográficos han asentado es Margarita Quijano, la Dama de la Capital— se vincule directamente con características agrarias que la acercan, más que al mito mariano, al de Perséfone. En todo caso es una criatura con atributos solares: luz, sol, fuego. Para corroborar la transformación simbólica y de tono en Zozobra, si bien ambas mujeres, Fuensanta y la Dama de la Capital comparten asociaciones primaverales —La sangre devota comienza con un poema que relaciona directamente a Fuensanta con la primavera: “En el reinado de la primavera”—, en el caso de la segunda, esa asociación se vincula más con el renacimiento, con la fiesta de Corpus. Mientras una transfiguraba al poeta en un clima espiritual, la siguiente siembra inquietudes carnales. Y por supuesto que él comprende esa transformación que del amor espiritual lo lleva a la nostalgia de la carne:
Yo desdoblé mi facultad de amoren liviana asperezay suave suspirar de monaguillo;pero tú me revelasel apetito indivisible, y cruzascon tu antorcha inefableincendiando mi pingüe sementera.10
No sorprende por ello que otro de los poemas susceptibles de proclamarse sin duda inspirados por Margarita Quijano sea “Día 13”, cuyo gemelo literario es la prosa “La dama en el campo” (Don de febrero). En ambos textos se asienta la rotunda contundencia del deseo y de la carnalidad, pero asimismo la configuración solar. Es altamente revelador que esa dama que inspira a la concupiscencia vaya vestida de negro, como si guardara luto. Sin embargo, su aparición se da en un paisaje totalmente amarillo: “el febrero amarillo de la cosecha”. Por su parte, uno de sus tempranos estudiosos, Pedro de Alba, expresa estas cualidades: “un culto casi místico con el vigilante sentido pagano”.11  Lo cierto es que tanto en “Día 13” como en “Transmútase mi alma”, la mujer se convierte en portadora de luz, calor y fuego a pesar del ropaje luctuoso. Si una incendiaba las pingües sementeras —es decir las semillas en espera de germinación, como en La tierra baldía—, ésta es un bólido que ilumina un cielo negro:
Superstición, consérvame[el radiosovértigo del minuto perdurableen que su traje negro devorabala luz desprevenida del cenit,y en que su falda lúgubre era[un bólidopor un cielo de hollín sobrecogido…12
Las cualidades identifican a esa dama en el campo con la figura mítica de Perséfone o Proserpina, de acuerdo con el relato del mito por Claudius Claudianus, cuyas líneas presiden este ensayo. Llamo la atención hacia el hecho de que para propiciar una adecuada cosecha y fertilizar las sementeras, las costumbres ancestrales arrasaban la tierra, la quemaban. Otra costumbre era encender el fuego en los inicios de la cuaresma, lo cual ofrecería una nueva pista para una lectura con base en el mito. ¿Estamos ante Ceres o ante una deidad solar que arrebata a los dioses solares sus atributos?
Cada aniversario, cada fecha en que podemos acercarnos a López Velarde es un pretexto excelente para emprender una nueva lectura sobre una poesía que a pesar de asedios y aportes y contribuciones de una suma de voluntades e ingenios, continúa encerrando misterios. Sirvan estas líneas para celebrar el centenario de uno de los grandes libros de la poesía mexicana del siglo XX.


Notas
1 Con excepción de las citas de Zozobra, que se indican puntualmente, todas las referencias de Ramón López Velarde corresponden al tomo Obras, 2a. edición, compilación de José Luis Martínez, FCE, México, 1990.
2 “Deseo y represión, mujer y necrofilia en Ramón López Velarde”, en Escribir el cuerpo: 19 asedios desde la literatura hispanoamericana, Carmen Mora Valcárcel y Alfonso García Morales (coordinadores), Universidad de Sevilla, Sevilla, 2003.
3 López Velarde, Obras, p. 478.
4 “Ramón López Velarde: el hombre solo”, en El Hijo Pródigo (edición en facsímil), XII, abril-junio de 1946 y XIII, julio-septiembre de 1946, FCE, México, 1981, p. 191.
5 Luis Noyola Vázquez, Fuentes de Fuensanta. Tensión y oscilación de López VelardeFCE, México, 1988, pp. 55-56.
6 “Poeta/ nacional/ moderno/ católico: notas sobre la recepción crítica de Ramón López Velarde”, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, www.cervantesvirtual.com.
7 Todas las citas de versos de Zozobra corresponden a la edición especial realizada para conmemorar el centenario del segundo libro del poeta nacido en Zacatecas, editada por Las Brujas de Oviedo / Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, Santiago de Querétaro, México, 2019.
8 Ramón López Velarde, Obra poética, edición crítica José Luis Martínez, Universidad de Costa Rica, Madrid, 1998, p. 72.
9 Ibid., p. 88.
10 López Velarde, Zozobra, op. cit., p. 10.
11____________, Obra poética, op. cit., p. 237.
12____________, Zozobra, op. cit., p. 10.

martes, 26 de noviembre de 2019

La tenacidad del fracaso

23/Noviembre/2019
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Acaso por casualidad, quizás por destino, mi primer contacto con la producción del peruano Julio Ramón Ribeyro fue con “Sólo para fumadores”. Digo destino porque, fumador empedernido como soy, incursionar en este relato me provocó esa impresión tan conocida por lectores de cualquier época y latitud de estar ante un texto escrito sólo para mí. Al recorrer sus páginas y adentrarnos en esa experiencia humeante que se inicia en la adolescencia, Ribeyro nos conduce por un viaje a través de la memoria —suya y nuestra—, cuya ruta inicia con el entusiasmo ante el tabaco, pasa por la justificación del acto de fumar, cruza el largo trecho de la empatía, se despeña en el miedo a las consecuencias físicas y, al final, termina en la aceptación resignada. Pieza anfibia, a medio camino entre la crónica autobiográfica, el ensayo y la confesión, “Sólo para fumadores” tal vez sea, paradójicamente, el texto más célebre de un gran cuentista cuya obra, el resto, resulta poco conocida por lo menos en nuestro país.
En reuniones con colegas, en talleres literarios, al preguntar si alguien ha leído a Julio Ramón Ribeyro casi todos responden que “han escuchado su nombre” (no falta quien pregunte a su vez si me refiero a un escritor brasileño). Algunos dicen conocer “su texto sobre el tabaco”, pero casi nadie recuerda otros cuentos escritos por él. Entonces los más interesados apuntan su nombre y, cuando volvemos a encontrarnos, me dicen que lograron leer en internet tal o cual relato pero que no encontraron ningún libro suyo en librerías. No sé si esto se deba a que, como afirman los editores, “el cuento no vende” y por lo tanto no se publica, ni siquiera cuando se trata de un clásico del género. Lo cierto es que en mis primeras dos décadas como lector apenas tuve referencias de sus títulos, y después de leer en copias fotostáticas “Sólo para fumadores” y tres o cuatro relatos más, tras buscar sus volúmenes durante años logré ubicar en una librería un olvidado y solitario ejemplar de Prosas apátridas, que tampoco es un libro de cuentos, pero que me llevó a acercarme un poco más al estilo del autor.
PENSAMIENTOS, REFLEXIONES, microensayos, aforismos, estampas callejeras, apuntes que se quedaron sin desarrollar ni alcanzar forma narrativa acabada, estas prosas pueden por momentos iluminar el camino de cualquier escritor, o de quien intente serlo, señalándole sin dogmas ni didactismos el camino espiritual de la pasión por la literatura, las maneras de contemplar lo cotidiano y definir sus significados ocultos, o incluso los amargos descubrimientos que se hacen del oficio por medio de la lectura:
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado —monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda poten-cia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline, o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación.
Pero también, en ocasiones, revelan fragmentos de biografía del autor, sus reacciones ante los embates de la vida, o incluso lúcidas y pesimistas observaciones sobre el sentido de la existencia:
Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.
Al expresar, de modo fragmentario, el ars poetica de Ribeyro, Prosas apátridas viene a ser reverso y complemento de su obra narrativa. En este libro destacan, además de las observaciones mencionadas, un modo particular de ver la realidad, de pensarla y de transformarla en palabra escrita, y una habilidad para detectar personajes vencidos por las circunstancias o atrapados en situaciones opresoras para las que no hay salida. Como lector, lo supe luego de unos años de haberlo leído, cuando al fin conseguí el primer volumen de cuentos del autor, publicado en 1955, cuando tenía veintiséis años de edad.
LO PRIMERO que se advierte en Los gallinazos sin plumas es un absoluto dominio del género, raro en un escritor tan joven. Todas las piezas son cuentos redondos, contundentes, bien acabados. Y si a eso se añade el lenguaje transparente, ágil y directo, poético sin ser pretencioso, a veces reflexivo sin resultar moroso, su lectura resulta una experiencia literaria cabal y agradable, más allá de que los temas pongan frente a los lectores la crueldad desnuda de la vida contemporánea, sobre todo porque el conjunto del libro se centra en las tragedias de las clases marginales de Lima. A pesar de ser un trotamundos desde muy joven, y de haber vivido gran parte de su vida en ciudades europeas, en especial en París, Julio Ramón Ribeyro nunca dejó de explorar la realidad de su terruño por medio de la escritura. Sus relatos, no importa dónde hayan sido escritos, son peruanos.
Los protagonistas de Los gallinazos sin plumas son seres marginales que nunca pudieron integrarse a la sociedad limeña, o que sí lo hicieron pero están a punto de ser expulsados de ella, en plena caída. Hombres y mujeres atrapados en situaciones deses-perantes, se debaten, sin éxito, por escapar; buscan rutas de salida que por momentos lucen francas, pero al tratar de tomarlas vuelven a cerrarse sin remedio. Así le sucede a Paulina en el cuento “Interior L”, quien tras haber sido violada por un albañil y tomar la decisión de abortar el producto de esa violación, ve que su miseria se vuelve peor cuando su padre bebe completo el dinero que le entregaron como “reparación del daño”:
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y las horas.
Ya sean los niños, a quienes el abuelo obliga a trabajar en los basureros pepenando desperdicios para engordar el puerco que va a vender (“Los gallinazos sin plumas”), o el hombre que sabe que será asesinado en el mar por el pescador que desea a su mujer (“Mar afuera”), o la mujer que ve la muerte de su marido como el único camino para salir de la miseria (“Mientras arde la vela”), o el recluso que debe darle una golpiza a otro para que lo dejen salir de prisión a ver a la mujer de la que está enamorado (“En la comisaría”), o la sirvienta que escapa de un patrón abusivo sólo para ser abusada por su salvador (“La tela de araña”), los protagonistas de Los gallinazos sin plumas esperan una oportunidad que no aparece, y si aparece es llena de obstáculos que se ciernen sobre ellos como una telaraña desgastándolos, doblando su voluntad, hasta que sus ansias de huida devienen rendición absoluta. La vida nos vence de manera irremediable, parece afirmar el autor a través de sus historias, no hay nada que hacer para defendernos de ella. Y la esperanza es un elemento que recrudece la tortura; quien se aferra a ella, encuentra aún más sufrimiento.
A partir de su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro planteó algunas de las directrices que siguió en su obra posterior. La mayoría de sus protagonistas son seres marginales, muchos pertenecientes a las clases proletarias, otros tan sólo inmersos en un universo circular del que se han resignado a no salir, es decir, doblegados, vencidos. Hombres y mujeres habituados a la espera de algo, lo que sea capaz de arrancarlos de esa existencia doliente, aunque muy en el fondo saben que ese algo nunca llegará, y si llega los someterá a mayores sufrimientos. Este tipo de personajes y situaciones se repetirán en sus siguientes libros, pero conforme el escritor domine aún más el género del cuento y gane en conocimiento vital aparecerán junto a otros, los que se desdoblan de la propia vida y experiencia de quien los escribe —los intelectuales—, y aquellos que atraviesan situaciones absurdas o fantásticas, como puede verse en su segundo volumen de cuentos, publicado tres años después.
ECUENTOS DE CIRCUNSTANCIAS Ribeyro extiende sus intereses temáticos, así como sus técnicas y estrategias narrativas. Diversifica los puntos de vista (aunque da preferencia a la primera persona), el modo de construir las atmósferas y, sobre todo, cambia el tono de la narración dejando espacio para el humor y la ironía. El libro abre con un cuento que se ha convertido en clásico, “La insignia”, donde un hombre encuentra en un basural un objeto brillante y se agacha a recogerlo. Como el título lo indica, se trata de una insignia. Aunque no sabe de qué es, le gusta y decide usarla. De inmediato la gente a su paso comienza a tratarlo con deferencia, algunos se identifican con él y es invitado a la reunión de una cofradía, donde recibe encomiendas cada vez más importantes hasta llegar al puesto más alto, sin enterarse nunca de qué representa la insignia ni a qué se dedica la cofradía. Historia que roza lo fantástico pero que permanece en el ámbito del absurdo para desplegar una incisiva crítica de los comportamientos sociales, “La insignia” es tal vez el primer cuento del autor que le dio prestigio internacional.
Otro comportamiento social absurdo en sí mismo se refleja en el relato “El banquete”, donde Ribeyro se burla del ridículo al que se exponen, debido a su ambición, los arribistas. Aquí un hombre adinerado arriesga sus propiedades y su capital con tal de ofrecer un festejo para el presidente de la república, con la esperanza de obtener una canonjía para acumular mayor riqueza, pero no toma en cuenta los vaivenes de la política en países como los nuestros. En “La molicie”, el narrador y un amigo son derrotados por el clima veraniego de París, a pesar de que lucharon heroicamente por no sucumbir ante él. “La botella de chicha” y “Explicaciones a un cabo de servicio” son francas comedias de equivocaciones. “Páginas de un diario”, “Los eucaliptos”, “Scorpio” y “Los merengues” recurren a las memorias de infancia para establecer un tono nostálgico que se mezcla con la tragicomedia, y “El tonel de aceite” narra los intentos vanos de un joven asesino para huir de la justicia.
Pero, además de “La insignia”, los dos relatos que más llaman la atención de Cuentos de circunstancias son “Doblaje” y “El libro en blanco”. Ahora sí instalado por completo en el género fantástico, el primero aborda un asunto clásico en la narrativa universal, el doble. Al tener como antecedentes en el tema a autores como Dostoyevski y Edgar Allan Poe, Julio Ramón Ribeyro toma distancia de ellos (y tal vez, de modo inconsciente, se inclina por un autor como Jorge Luis Borges), por lo que su narrador-protagonista parte de un supuesto libro hindú de ocultismo donde lee: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”. Frases que actúan como detonantes y lo hacen localizar en un globo terráqueo el punto más alejado del planeta, antes de emprender el viaje en busca de su doble, en un periplo que lo llevará de ida y vuelta hasta un final por demás sorpresivo. Aún más cercano a Borges es “El libro en blanco” (pienso en “El libro de arena”) donde, siguiendo la línea del objeto mágico, el narrador recibe como regalo un libro sin páginas impresas para que escriba en él sus próximos textos. Al tenerlo en casa, las desgracias se abaten sobre él. Lo regala, y quien lo recibe también sufre sus reveses, hasta que a su vez también lo entrega como obsequio y la historia se repite…
CON SUS DOS volúmenes iniciales, publicados antes de los treinta años de edad, Julio Ramón Ribeyro dejó claro su lugar preponderante en la tradición del cuento en lengua española, estableció los alcances temáticos de su escritura y planteó las obsesiones que se repetirían, siempre con formas e historias distintas, a lo largo de su obra. De la fantasía al absurdo, de la crítica social a las historias de familia, de los recuerdos de infancia donde la nostalgia se impone al registro de la evolución de una gran ciudad como Lima, de la exploración de los bajos fondos al retrato social de su país, Perú, en los cuentos de este autor siempre nos toparemos con solitarios que viven en los márgenes, luchan hasta la rendición por trascender las circunstancias que los mantienen en el lado gris de la existencia y son, casi siempre, vencidos por la tenacidad del fracaso.
Pero si circunscribiéramos más el objeto narrativo del autor, éste tal vez sería Perú y los peruanos, como puede advertirse en su cuarto libro, Tres historias sublevantes, escrito en plena madurez creativa, cuyo epígrafe, extraído de un texto escolar, reza: “El Perú es un país grande y rico, situado en América del Sur, que se divide en tres zonas: costa, sierra y montaña”, lo que da pie a Ribeyro para entregar a los lectores sus primeros relatos largos y situarlos en esas zonas geográficas de su país. “Al pie del acantilado” es la conmovedora historia de un hombre que junto con sus hijos levanta su casa en una playa diminuta, literalmente “contra viento y marea”. A estos hombres siguen otras familias, hasta que se construye una verdadera ciudad perdida en las orillas de la capital peruana. Por unos años todos llevan una vida con carencias, pero libre, casi feliz, hasta que llega gente del gobierno y todo se desmorona. “El chaco” es un western en el que los hacendados de la región serrana persiguen por las montañas, con el fin de ejecutarlo, al único hombre rebelde que se ha atrevido a mostrar su independencia desobedeciendo a uno de ellos. Y “Fénix” es una tragicomedia donde el autor, además de adaptar las técnicas del monólogo interior al estilo de Faulkner en Mientras agonizo, mezcla con gran sentido irónico dos grupos humanos que no parecen tener nada en común, y sin embargo actúan de modos muy similares: los cirqueros y los militares.
ULIO RAMÓN RIBEYRO escribió hasta el final de su vida seis libros de cuentos más, en los que siguió desarrollando sus obsesiones y ampliando sus horizontes técnicos. En ellos hay varias obras maestras a las que los lectores debería tener acceso. En esta época, de vez en cuando aparece en librerías el volumen La palabra del mudo, que reúne sus relatos completos. Si un lector consigue localizarlo, será para él una suerte, porque se trata de la obra de un cuentista formidable, inolvidable, que nunca decepciona. Un clásico.
Referencias
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2007.
La palabra del mudo, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2011.

De juegos y fuegos florales: tradiciones literarias que se niegan a la extinción

24/Noviembre/2019
La Jornada Semana
Juan Domingo Argüelles

Todo poeta, alguna vez, especialmente en su juventud, ganó algunos juegos florales. La gloria, poca, y la recompensa económica, muy útil, es parte de una tradición antiquísima que se remonta al siglo xiv en Francia.
Los juegos florales, en su época moderna, han servido –para quienes no los convirtieron en una burda industria del laurel y el peculio– como apoyos oportunos a los poetas jóvenes: como impulsores de vocaciones y ayudas económicas. Ya se sabe que los poetas, para su subsistencia diaria, tienen que trabajar en cualquier cosa porque la poesía, como el crimen, no paga.
Al referirse al poeta juvenil que fue, el querido y admirado Hugo Gutiérrez Vega le dijo lo siguiente a su entrevistadora Yolanda Rinaldi: “Hasta gané unos juegos florales, los de Sahuayo.” La confesión no es frecuente, porque, para un poeta ya consagrado, los triunfos en los juegos florales no dan lustre ni son para andar presumiendo. Los presumían, nada más, quienes, hoy olvidados, los coleccionaban como (dudosa) prueba del talento lírico: comenzaban con una “flor natural” y luego ganaban cinco cada año, durante décadas,
hasta montar un inmenso invernadero donde duraron más los trofeos que los poemas.
En 2007, en su “Bazar de Asombros”, al recordar que los Juegos Florales de la Feria Nacional de San Marcos son el origen del Premio de Poesía Aguascalientes, creado por el poeta y promotor Víctor Sandoval, Hugo nos entrega un trozo de invaluable memoria al referirse a aquellos poetas coleccionistas de “flores naturales” que las recibían no
por ramilletes, sino por kilos. A propósito de haber encarnado alguna vez la figura de “mantenedor” juegofloralesco en Zacatecas, refiere que el ganador, un poeta campechano para más señas, le cantaba en su poema ganador a una ciudad con palmeras, a causa de haber enviado, por equivocación, el canto a Zacatecas a los Juegos Florales de Mazatlán. Cuando Hugo le hizo notar que sería muy extraño que leyera, en la premiación, un poema tan tropical, “me dijo que no me preocupara: ‘La entrega del premio será dentro de tres horas. Tengo tiempo suficiente para escribir un canto a Zacatecas’. Salí admirado ante tamaña facilidad y le dije que me llevara el poema por lo menos una hora antes de la ceremonia. Así lo hizo. Ahora, a muchos años de distancia, creo recordar que el discurso del mantenedor fue casi tan malo como el poema pergeñado por el profesional de los florales”.
Hugo advierte que el velocísimo autor de ese “canto a Zacatecas” (un Aquiles criollo de pluma ligerísima) fue un juegofloralista que, como suele decirse, “hizo época”. Recorrió todo el país, pues, fogoso, ganó juegos florales y cosechó laureles en su estado natal, en Sinaloa, Nayarit, Durango, San Luis Potosí, Sonora, Michoacán, Guanajuato, Hidalgo, Veracruz, Zacatecas, y en todos los sitios donde se convocaban estos certámenes. Y, como él, fueron muchos los que se dedicaron a cosechar, durante décadas, todo un jardín de flores naturales: por decenas, casi por cientos.

Juegos venidos de Francia
La historia de los juegos florales es un tanto nebulosa y, a veces, muy fantasiosa. Los precursores son los poetas provenzales del siglo xiv, y el auge se atribuye a Clemencia Isaura, de Toulouse, entre los siglos xv y xvi, “por su amor a las flores y a la poesía”. Según la Wikipedia, especialmente entre los siglos xv xix, de Europa (Toulouse o Tolosa, Francia, y Aragón, Cataluña y Valencia, España), la tradición se fue extendiendo en el mundo occidental, y en las primeras décadas del siglo xx llegó a Hispanoamérica (Argentina, Uruguay, Chile, México, Guatemala, etcétera), y, a pesar del avance de la modernidad y de internet, sigue vigente en muchos lugares, con instauraciones de ya larguísima historia, como los de Lagos de Moreno, Mazatlán, San Juan del Río y Ciudad de Carmen, entre otros muchos.
Los Juegos Florales de Aguascalientes, que se celebraron de 1931 a 1967, se convirtieron, a partir de 1968, por iniciativa de Víctor Sandoval, en el Premio de Poesía Aguascalientes cuyo primer ganador fue el poeta chiapaneco Juan Bañuelos, con su libro Espejo humeante. Otros poetas importantes en nuestra historia literaria los ganaron también en su juventud. Rubén Bonifaz Nuño y José Carlos Becerra ganaron sus primeros reconocimientos en los Juegos Florales de Aguascalientes, y Carlos Pellicer ganó el Premio de los Juegos Florales Ramón López Velarde, de Zacatecas, cuando Bonifaz Nuño obtuvo mención honorífica por La llama en el espejo, ni más ni menos. Y entre los miembros del jurado calificador, en los diversos Juegos Florales del país, destacaban los nombres de Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Carlos Pellicer y Enrique González Martínez. ¡Vaya tiempos!
En una entrevista que le realizara Marco Antonio Campos, Rubén Bonifaz Nuño refiere: “En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio, un accésit”. Fue así como el joven poeta conoció a Antonio Castro Leal, Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte y Carlos Pellicer, pues de ese nivel, como ya dijimos, eran los miembros del jurado. Recuerda Bonifaz Nuño que, en esa ocasión, “alguien empezó a leer uno de mis poemas de ‘La muerte del ángel’, el poema que me permitió el accésit... Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio. Pellicer me dijo: ‘Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón’.” Para un poeta joven ese elogio era un gran aliciente en su vocación. Un año después, para el joven Bonifaz Nuño no fue el accésit sino el primer premio.
Respecto del apoyo económico que representaba para un joven un premio en los juegos florales, Bonifaz Nuño le dijo lo siguiente a Marco Antonio Campos: “Volví a ganar en 1948 y 1949, y luego, en 1958, cuando se cumplieron los veinticinco años de los Juegos Florales. Convocaron a un concurso especial en el que entraron todos los poetas laureados, y participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona. Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví mucho tiempo gracias a lo que ganaba con ellos. En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios gané 2 mil 500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2 mil 500 pesos juntos. Él era telegrafista y su sueldo debía ser de 250 pesos mensuales; con eso debía mantener a toda la familia. En 1948 gané en Aguascalientes 2000 pesos.”

Las flores del olvido
Al revisar la antología de los Juegos Florales de San Luis Potosí (Universidad Autónoma de San Luis Potosí, 1990), realizada por Pedro Félix Gutiérrez Turrubiates, veo que, de 1904 a 1976, fueron ganadores, entre otros ilustres, Rafael de Zayas Enríquez, Salvador Gallardo Dávalos, Margarita Paz Paredes, Rubén Bonifaz Nuño, Roberto Cabral del Hoyo, Miguel Guardia, Alfredo Juan Álvarez e Isaura Calderón. Cuando los ganó Zayas Enríquez, el presidente del jurado fue Manuel José Othón,
y cuando, en 1951, los obtuvo Bonifaz Nuño, los ganó con el poema “Saudade”, el mismo que incluiría, en su libro inaugural Imágenes (fce1953) con el nuevo y simple título “Liras”, porque,
en efecto, la forma que eligió el poeta es la lira: quince estrofas de quien, pocos años después, nos daría esa obra maestra que lleva por título 
El manto y la corona (1958), en las cuales ya se advierte su maestría formal y su profunda sensibilidad.
Bonifaz Nuño volvería a ganar los juegos florales potosinos en 1953, con sus “Sonetos a Eunice”. Estos sonetos constituyen una curiosidad, pues el autor no los publicaría, en su versión definitiva, sino hasta 1978, en el librito Tres poemas de antes (unam, Coordinación de Humanidades, 64 páginas), ilustrado por Elvira Gascón, y con el título “Cuando caigan los años”. La mayor parte de los poemas de Bonifaz Nuño pasan a sus compilaciones definitivas (De otro modo lo mismo, 1979, y Versos, 1996) sin variaciones importantes, pero los “Sonetos a Eunice” están entre las excepciones, pues no sólo desaparece el título, sino también el nombre de Eunice en el poema. En el primer soneto de “Cuando caigan los años”, leemos, en 1978:
“Cuando caigan los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de la canción que hice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volverte hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre agujas de insomnio se deslice./ Sube la tarde en ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los segundos. El alma se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
Pero en el poema inicial de la serie “Sonetos a Eunice”, en la versión original de 1953, con el que Bonifaz Nuño ganó los juegos florales de San Luis Potosí, leemos: “Cuando pasen los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de mi canción, Eunice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volver hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre sombras de insomnio se deslice./ Irá la tarde a ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los instantes. El aire se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
De los juegos florales, en México, han pasado al olvido muchísimos autores que los ganaron por puñados, pero siguen en lo más alto del recuerdo varios de nuestros más insignes poetas que, jovencísimos, fueron animados en su vocación, y ayudados en sus necesidades menos poéticas, más mundanas, crematísticas, por los juegos florales que hoy son una especie de una antiquísima tradición que se niega a extinguirse 

domingo, 15 de septiembre de 2019

Ramón López Velarde: del terruño a la patria

15/Septiembre/2019
Confabulario
Eduardo Langagne

A septiembre le ha correspondido la denominación de mes patrio. Patria es una palabra conmovedora, profunda, verdadera. Matria es el terruño, tu lugar de nacimiento, el entrañable territorio de tus padres o abuelos, la matria es el lugar donde vives, donde comen tus hijos, tierra del sentimiento ―desde la antigüedad―. Para la inmensa tarea de construcción del país, luego de la Independencia, Ignacio Manuel Altamirano pensaba que la literatura ayudaría a consolidar el concepto de nación a través de la novela pero también por medio de la canción, género de mayor alcance y cercanía al sentir popular. Uno de los anhelos sociales contemporáneos sigue siendo construir un lugar de equilibrio y paz, un sitio fraternal, equitativo. José Luis Martínez califica a Altamirano como “impulsor de una auténtica empresa nacional de integración cultural”.

Los primeros años de Ramón López Velarde transcurren en el pueblo de Jerez, Zacatecas, en el último decenio decimonónico. Prácticamente todos los países de Iberoamérica habían conseguido su independencia y el paso consecuente era levantar una nación. Desde el comienzo se advertía la dificultad del propósito, se vislumbraba que no podría darse de manera pacífica. Entre los muchos elementos que entraron en juego, la literatura tuvo una especial y muy relevante participación.

El joven abuelo, santo laico o padre soltero de la poesía mexicana, en su reconocido texto “Obra maestra”, escribió: El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas. Con un hijo, yo perdería la paz para siempre.

[…] El hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.
Hay algo más de maestría y habilidad en su obra, la construcción de un poema como

“La suave Patria” es un resumen de vida.

La literatura de cada período puede observarse dentro de un contexto histórico determinado, lo que nos lleva a reconocer al mismo tiempo la función extraliteraria que pudo cumplir este oficio de la escritura que asumieron las generaciones precedentes, cuando la creación artística desempeñó un papel significativo en la composición de las identidades nacionales. De ahí viene este poema. La primera publicación de “La suave Patria” se dio en el número 3 de El Maestro, Revista de Cultura Nacional, que tuvo como lugar y fecha de impresión, “México, 1° de junio de 1921”. Su tiraje era de sesenta mil ejemplares y se distribuía de manera eficaz. Ramón López Velarde ya había publicado “Novedad de la Patria” en el número 1 de la publicación, texto que puede encontrarse en la compilación póstuma titulada El minutero. Las reflexiones del poeta expresadas en esa colaboración se habrán de distinguir en el poema escrito apenas pocas semanas después. Es probable que la intención de hacer de El Maestro una revista coleccionable llevara a este tercer número a comenzar en la página 211 y concluir en la 320. “La suave Patria” ocupa solamente cuatro páginas, donde caben sus 153 endecasílabos. Inicia en la página 311 y termina en la 314. Está fechado por el autor el 24 de abril de 1921. El poeta tuvo la oportunidad de revisar personalmente las pruebas, que pasaron casi de inmediato a las prensas. López Velarde falleció el 19 de junio. Si los poemas, en general, no son el género predilecto de los lectores, es habitual que en nuestros días los poemas patrióticos obtengan un rechazo inmediato acompañado de ironías y parodias. Con todo, nuestro siglo xix continental colaboró en la edificación de las naciones con poemas a los héroes, a la bandera, a los lugares simbólicos, a las patrias.

López Velarde sintetiza en su poema de 1921 la búsqueda de la identidad de México en el íntimo decoro de su lírica personal. Las emblemáticas metáforas de su poema contienen significados que pueden ensancharse con las nuevas lecturas. Para trazar los sonidos, los colores y los aromas de su poema prefiere los endecasílabos, tal vez por la posibilidad rítmica, de la que no se excluyen las acentuaciones características de los modelos latinos. Esos cambios de acentuación permiten comparar al poema con ciertas formas musicales que por su complejidad demandan una diestra interpretación. Leer el poema en voz alta requiere desentrañar con cuidado sus estrofas, que presentan versos encabalgados y combinaciones de hiatos y sinalefas con congruencia musical y rítmica.

El propósito de estas palabras no es analizar el poema en su estructura formal, así que dejo hasta aquí los conceptos afines a la hechura del poema, pues pudieran requerir mayores explicaciones para un público no necesariamente adiestrado en leer poesía. Para el lector de López Velarde que escribe estas frases será preferible resaltar y apenas comentar algunas de las imágenes del poema. Para quienes deseen recordar su inicio con el ritmo que propone su autor, lo transcribo sin marcar con diagonales el corte del verso, como haré con los ejemplos de más adelante: Yo que sólo canté de la exquisita partitura del íntimo decoro, alzo hoy la voz a la mitad del foro a la manera del tenor que imita la gutural modulación del bajo. En esta selección de términos podemos encontrar una secuencia de voces latinas que mantienen afinidad fonética con nuestro castellano. Tarsicio Herrera Zapién tradujo al latín “La suave Patria” en una emocionante y lograda imitación rítmica.

El poema de López Velarde nos lleva a caminar por el mutilado territorio o a navegar por las olas civiles, y después de haber recorrido la región por la que no obstante el tren va por la vía/ como aguinaldo de juguetería, nos permite confirmar que cada nueva lectura de Ramón López Velarde hace resaltar los méritos de una de las voces más importantes de la poesía mexicana ―y de la lengua española― del siglo xx. Repito un dato de utilidad para los lectores, inmensos poetas como T.S. Eliot, Fernando Pessoa, Ramón López Velarde, Ungaretti, nacieron en 1888.

Ramón advierte en “La suave Patria”: Navegaré por las olas civiles/con remos que no pesan, porque van/como los brazos del correo chuan/que remaba la Mancha con fusiles. Los autores franceses eran lectura habitual del poeta. La referencia del correo chuan se encuentra en la novela “El caballero Destouches”, de Barbey d’Aurevilly, vuelta a editar en 1982 por Margo Glantz y Sergio Pitol en una colección de la SEP y la editorial Siglo xxi.

“La suave Patria” es una síntesis de los poemas patrióticos que participaron de los dos siglos anteriores. En el momento de su escritura estamos dejando atrás la primera veintena del siglo xx, digamos que para entonces ya concluyó el período más sangriento de la Revolución mexicana. Aunque la época es todavía convulsa ―tal vez todas lo son― continúa la deliberación en el conjunto de la sociedad para edificar un país que —aun ahora— no ha terminado de ser del tamaño y esplendor de sus anhelos. Diré con una épica sordina: / la Patria es impecable y diamantina […] La épica matizada con el lirismo personal.

En el poema aparece otra reflexión que al mismo tiempo vaticina y resuelve, palabras donde se juntan su vocación católica y su reflexión política: El Niño Dios te escrituró un establo/ y los veneros del petróleo el diablo. En el momento de la redacción del poema falta poco, menos de dos décadas, para que Lázaro Cárdenas decrete la expropiación petrolera.

“La suave Patria” se extiende en las divisiones poéticas de la antigüedad clásica, alude a la épica, se expresa líricamente y propone una estructura cercana a la poesía dramática: un proemio, seguido de un primer acto, un intermedio y un segundo acto. El intermedio canta a Cuauhtémoc, el joven abuelo, único héroe a la altura del arte, a quien agrega otras cualidades: al idioma del blanco, tú lo imantas […] La diversidad de lenguas que se hablan en nuestro país ha sido cada vez más objeto de un respetuoso reconocimiento colectivo. El propio Altamirano reflexionaba sobre la lengua náhuatl y su presencia en el Valle de México y en las regiones cercanas, con alcance hasta Guatemala y otros países de Centroamérica, donde las voces nahuas continúan siendo utilizadas en la comunicación cotidiana. Es sorprendente constatar que ríos, montañas, numerosos lugares, pueblos y ciudades conservan el nombre con el que desde los tiempos anteriores al poeta Netzahualcóyotl se les denominaba. Numerosos barrios de la Ciudad de México conservan también sus nombres originales en náhuatl seguido del santo asimilado. Un fenómeno simultáneo de “resistencia y rendición.”

Comparando la biografía del poema (sí, la biografía del poema) con autores cronológicamente cercanos; cotejando las cercanías expresivas que pueden hallarse en un autor tan íntimamente provinciano como Francisco González León y otro dilatadamente universal como José Juan Tablada, se pueden localizar también sincronías con nuestro poeta; contrastes y paradojas del provincianismo de la gran urbe y la vocación cosmopolita del aldeano. Suave Patria: te amo no cual mito/, sino por tu verdad de pan bendito/ como a niña que asoma tras la reja/ con la blusa corrida hasta la oreja/ y la falda bajada hasta el huesito.

En el poema “El sueño de la inocencia”, recogido póstumamente en el Son del corazón, el poeta refiere un sueño vinculado a la ceremonia de comunión del catolicismo y dice: […] Tanto lloré, que al fin mi llanto rodó afuera/e hizo crecer las calles como en un temporal; / y los niños echaban sus barcos papeleros, / y mis paisanas, con la falda hasta el huesito, / según se dice en la moda de la provincia, / cruzaban por mi llanto con vuelos insensibles […] Esa falda hasta el huesito persistirá en “La suave Patria” para mostrar el recato de la provincia en el sentir de López Velarde.

En otros poemas del jerezano pueden destacarse tres puntos cardinales de esa geografía poética: el terruño [Mejor será no regresar al pueblo, /al edén subvertido que se calla/en la mutilación de la metralla.], la provincia [Si yo jamás hubiera salido de mi villa,/ con una santa esposa tendría el refrigerio/ de conocer el mundo por un solo hemisferio], y tierra adentro [Yo tuve en tierra adentro una novia muy pobre/ ojos inusitados de sulfato de cobre], así podríamos circular en el edén subvertido sobre la carreta alegórica de paja.

López Velarde es un poeta modernista. La búsqueda del concepto de nación en la creación literaria de nuestros pueblos independientes consiguió una propuesta creativa en el mismo idioma heredado de la dominación, enriquecido por las voces indígenas originales y hecho propio como lengua materna rica y expresiva. A los intelectuales de nuestra América les corresponde reflexionar sobre su circunstancia continental. Así, con un notable fervor interrogan la tradición poética. El modernismo fue una forma eficiente y puntual de articular sus recursos literarios y revalorizar el idioma. La lengua como patria es un concepto que podríamos reconocer como propio.

Suave Patriavendedora de chíaquiero raptarte en la cuaresma opaca, / sobre un garañón, y con matraca, / y entre los tiros de la policía. En los altares de la época de cuaresma la chía era indispensable y se vendía en los mercados. En un conocido diálogo entre Borges y Octavio Paz, el inmenso argentino recuerda el poema y pregunta qué es la chía. Nuestro Nobel responde “una semilla” y Borges pregunta de nuevo: “¿y a qué sabe?” Paz dice: “a tierra.” Los sabores de la patria aparecen en el poema; los colores también: el relámpago verde de los loros. Por mi parte, los versos de Ramón me llegan a la memoria siempre que respiro el santo olor de la panadería.

Ramón López Velarde se hace poeta en sus años juveniles, y en esa hiperbólica ruta ―del categórico terruño hasta la suave Patria― recorre la tradición para alcanzar la modernidad. Su tránsito poético tomó la huella de las polvorientas rutas y caminos que conducen el centro norte del país a la capital de la república, en un andar que propone la lectura de su poliedro creativo atendiendo los itinerarios trazados por el para siempre joven Ramón en su acotado trayecto por la topografía nacional, hasta su destino final en la Ciudad de México, a la que llegó en 1914 y que lo vio morir en 1921. “La suave Patria” es uno de sus últimos poemas. Es el último que el poeta dejó en su versión final; en el bolsillo de su traje se encontraron todavía algunos poemas en proceso de trabajo. Pero “La suave Patria” merece siempre una lectura.