jueves, 31 de enero de 2013

"El realismo mágico es un disparate"

31/Enero/2013
El Universal
Paula Escobar/El Mercurio/Chile/GDA

La música clásica se escucha desde afuera.

Son las dos de la tarde en New Haven. Cerca de la calle Whitney, en uno de los más bonitos y tradicionales barrios de esta ciudad -sede de la Universidad de Yale-, vive una leyenda de la crítica literaria, Harold Bloom.

La belleza de los árboles en el fin del otoño, la rusticidad elegante de su casa, de tres pisos y madera, la puerta sin llave, un auto antiguo en la puerta. La música que lo acompaña siempre.

Son presagios de quien está más allá de la puerta, y grita "entre, está abierto", adivinando quien viene, sin miedo a nada.

Se para con su bastón, le cuesta caminar a sus 82 años, y se sienta de nuevo en su lugar favorito, la cabecera de la mesa de comedor, llena de libros, cartas y hojas amarillas de bloc, donde anota sus clases, los poemas que les dará a leer a sus alumnos, y su agenda, que maneja con celo. Con una mano en el teléfono ?no le gusta el mail, sino el teléfono- y otra en su lápiz, anota cada compromiso y va revisando sus meses venideros. Aunque ya no tiene la vida vertiginosa de antes, sigue dando clases dos veces por semana. Este semestre enseña un curso sobre Shakespeare, y otro de poesía. Y, además, recibe a sus alumnos durante la semana, en grupos de dos o tres, mientras la energía no se le agota.
Habla lento, pausado, a veces como susurrando, en un inglés perfecto y bien pronunciado, eligiendo cada palabra con precisión. Ofrece té y galletas, lo mismo que les prepara a sus alumnos.

Su mujer por más de 50 años, Jeanne, buenamoza, elegante, discreta, aparece y saluda. "Voy a dar un paseo", dice y se despide. Bloom se queda mirándola mientras se va.

Nacido en Nueva York y criado en el Bronx, Harold Bloom ha tenido una influencia inusitada en la escena literaria. Ha publicado más de 20 libros, traducidos a más de 40 idiomas, entre ellos La ansiedad de la influencia, La anatomía de la influencia y Shakespeare: La invención de lo humano. No sólo es uno de los intelectuales que más ha estudiado a Shakespeare, sino que también la influencia de éste y otros autores sobre los demás. También, a través de su libro El canon occidental, ha sido figura clave en decidir quién está en el Olimpo literario mundial y quién no. Ganador de la beca para "genios", Mac Arthur Fellowship, en 1985, es Sterling Memorial Professor de la U. de Yale hace 57 años.

-¿Volvería a escoger a los mismos latinoamericanos de nuevo en el canon occidental?
-No. No. Fue arbitrario. Yo quería escoger a dos autores latinoamericanos escribiendo en español, profundamente influenciados por Walt Whitman. Si tuviera que hacerlo de nuevo ahora, probablemente incluiría a César Vallejo, que pienso que es un mejor poeta que Neruda. Neruda, en sus mejores momentos, es remarcable. Y Borges es un caso muy especial. Sus mejores trabajos no fueron poemas.

-¿Cuáles fueron?
-Esos extraños cuentos, que, a pesar de eso, los encuentro un poco repetitivo. Siguen un cierto modelo. Él fue un escritor derivativo. Y tuvo la brillantez de ocultar eso enfatizándolo.

-¿Y qué pasa con Neruda? Lo volvería a poner en el canon?
-En su mejor momento, realmente evoca a Whitman. Pero es infrecuente. Es infrecuente...Vallejo es un poeta más interesante.

-¿Usted nunca conoció a Neruda?
-No, no.

-¿Cómo lo descubrió? ¿Después del Nobel?

-No, ya lo estaba leyendo. Tenía varios amigos que lo leían, incluyendo a uno que lo tradujo. Así lo conocí.

-Y aparte de Vallejo, ¿algún otro escritor latinoamericano que incluiría en el canon?
-Probablemente Gabriela Mistral. Tiene autenticidad, porque es sombrío... lo que es muy bonito. (Piensa un rato, mira por la ventana). Octavio Paz es probablemente un mejor poeta que todos ellos. Paz, en sus mejores momentos, es remarcable.

-¿Se conocieron bien?
-Sí, nos conocimos bastante. Poeta remarcable, hombre muy extraño. Tenía ideas muy raras.

-¿Cómo cuáles?
-Creía en el yoga tántrico.

-¿Cómo lo supo usted?
-¡Él me dijo!

-¿En serio?
-Claro. Se había casado con una señora de la India, y decidió... me ruboriza decir esto, estoy muy viejo -sonríe -. Él pensaba que sus ideas sobre yoga tántrico podrían liberar su sexualidad. Muy extraño. Muy mesiánico. Ciertamente un maravilloso poeta. Su libro, Sor Juana Inés de la Cruz, es maravilloso. Probablemente lo mejor que escribió.

-¿Cuál cree usted que es la contribución de la literatura latinoamericana? ¿Qué piensa, por ejemplo, del realismo mágico?
-(Carraspea y mira fijo, moviendo la cabeza). Al novelista mexicano Juan Rulfo lo encuentro mucho más interesante que el tardío García Márquez o Cortázar (pronuncia bien el español).
Rulfo era muy interesante. Pero el realismo mágico es un disparate. La idea es tonta. Es la descripción del futuro de la fantasía, que pasa a través de todas las edades y religiones. No fue bueno.

-¿Por qué cree que fue tan exitoso como tendencia en Estados Unidos y Europa?
-Las modas suben y bajan... de la misma manera que los vestidos y faldas de las mujeres suben y bajan... No significa nada. En una perspectiva más larga no importa.

-Pero hizo una gran diferencia en los escritores latinoamericanos que fueron catalogados dentro de esta tendencia.
-Claro, ciertamente les ayudó a tener una audiencia.
Toma agua, piensa un poco y dispara: "Chile me sorprende. No es parecido a ningún otro país... hay algo sobre Chile que es muy extraño. Extraño y largo país. Parece una serpiente, ¿verdad?¿A cuántas horas está Chile?".
-Doce.
-¿Non stop? -y hace un gesto de agobio-. ¡Estar en un avión por doce horas me mataría!

-Hablemos de Nicanor Parra, a quien usted ha elogiado. ¿Por qué le gusta?
-Bueno, no son antipoemas, como dicen, son poemas. Son meditaciones, a veces alegres, pero frecuentemente muy plañideras y tristes. Y él tiene mucho autoconocimiento, conoce sus propias limitaciones. Ha tenido muchas experiencias de vida. ¡Quizás cuántas mujeres!
Llega el correo, el cartero se lo deja sin golpear, adentro. Le llega un queso en una caja de cartón muy elegante de Williams Sonoma. Y cartas de alumnos y libros. Una postal: un hombre y una mujer que no se miran; el hombre tiene una pierna quebrada.

-¿Ustedes no se han conocido con Parra, no?
-No, no. Hemos hablado por teléfono y cartas.

-¿Usted cree que Parra merece el premio Nobel?
-No se lo darán, porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno. Pero sí, él se lo merece. Su poesía es vibrante e interesante. Pero dudo que se lo den.

-Tiene una tradición muy distinta a la de Neruda y de Walt Whitman.
-Hay un toque de Walt Whitman. Él me ha dicho que está muy interesado en Whitman... supongo que tradiciones francesas como el surrealismo y el dadá tienen algo que ver con sus inicios -dice y reflexiona.
Se queda pensando. "Tiene mucho humor..., pero no le darán el Nobel. Eso es muy malo".

"Me queda tan poco tiempo"

Por su ventana se ve el invierno por venir en Connecticut. El frío que comienza a calar

hondo, las ardillas que lo evaden en los troncos, hojas doradas en el suelo y muchas flores. En su mesa, un jarrón de rosas blancas. Y muchos libros, algunos ordenados y reverenciados, otros en total desorden, lo rodean. Mientras habla a veces se toca los ojos, tratando de encontrar las palabras, o quizás espantando la fatiga que lo amenaza siempre. Dice que duerme poco y a saltos, que no tiene mucha energía, que vive exhausto.

Sin embargo, nada de eso es coherente con su agenda, que mira en su mano, llena de clases, visitas de alumnos, viajes a Nueva York. Es como si espantara el fantasma del cansancio invocándolo a cada rato.

-¿Cómo se siente ser el más influyente y controvertido crítico de nuestro tiempo, según The New York Times?
-¡No sé de quién estás hablando! -se ríe.

-Debe ser una enorme responsabilidad...

-(Hace la señal de negación con la cabeza, cierra los ojos). ¡Es ridículo!, es como si yo te dijera: ¿cómo te sientes ser tú? ¡Es sólo tu vida!

-Pero el The New York Times...
-¿Y a quién le importa lo que dicen? Pasados los 80, ya no te preocupas de esas cosas. ¿Para qué?

-¿Cómo ha vivido con ser la voz que decide quién tiene valor literario o no?
-Nadie puede hacer eso. El valor literario nunca es establecido por un crítico particular o un grupo de críticos. El valor literario se establece por generaciones de poetas, novelistas y dramaturgos que han tenido que luchar contra la influencia de escritores particulares, una influencia que consideran ineludible. Y haciendo eso, establecen su valor. Realmente no importa lo que dices de ellos.

-Pero usted ha sido un crítico muy influyente.
-La única influencia que he tratado de tener o que realmente he tenido es que este es mi 57 año como profesor. Desde que estuve enfermo, hace cuatro años, ya no hago charlas ni conferencias. Sólo enseño a este grupo de 12 jóvenes seleccionados. Vienen aquí uno a uno, o en grupos. Eso es lo único que importa, la influencia en el futuro, pero es impalpable, no se puede saber realmente.

-Usted ha vivido dedicado a la literatura. Si volviera atrás, ¿haría lo mismo?
-¿Te refieres a la misma profesión? Creo que yo, claramente, iba a ser un profesor.

Cuenta que desde joven leía y reflexionaba sobre los poemas. Fue un niño precoz y literario. Pero dice que con los años se ha degenerado su disciplina de estudio. Ha escrito -y mucho- sobre lo que denomina "la escuela del resentimiento", que para él implica que la literatura no se lee desde la literatura misma, sino desde otras disciplinas, como la antropología o los estudios feministas. "En vez de ver la belleza y el poder del lenguaje y el pensamiento, ha sido remplazado por preguntas relativas al género, la orientación sexual, teorías estructurales y posestructurales... y disparates de todo tipo. Ha degenerado dentro de una parte de la ciencia social, así es que no estoy seguro de que lo hubiera elegido. Profesor hubiera sido. Quizás me habría convertido en un profesor de historia de las religiones, pero no sé qué habría hecho. Especialmente cuando queda tan poco tiempo".

Dice que de todos modos, en 50 años, ya nadie lo leerá. Y que, quizás, tampoco habrá libros impresos de aquí a 20 años. Que el mundo como lo conocemos se está acabando.

"Habrá lectores, pero será diferente. Y las universidades también serán diferentes, irreconocibles. La persona hablando y la persona escuchando nunca se encontrarán.
Cuarenta mil personas a la vez. Esa no es mi idea ni lo que yo hago. Es todo distinto a lo que he hecho, que he enseñado uno a uno a mis alumnos. ¡Así es que soy un dinosaurio!".
 Lecciones sobre sí mismo
Sus clases son los miércoles y jueves en uno de los edificios más lindos e históricos del campus de Yale. Una gran mesa de madera antigua, rodeada de sillas nobles y antiguas, y un pizarrón del estilo clásico, negro y con tiza blanca. Su docena de elegidos se sienta alrededor, él en la cabecera, y hay un alumno que hace las veces de ayudante, siempre a su derecha.
Llega temprano, alrededor de la una, con un bolso azul que tiene sus libros, los textos que se analizarán en clases, una botella de agua y una bolsa Ziploc con nueces. Cada hora hace un pequeño recreo, se levanta con su bastón, camina y vuelve.

Tiene una memoria prodigiosa. Se sabe, desde la segunda clase, todos los nombres de sus alumnos. Los llama "child", "children", los trata como hijos o nietos, más bien. Los incita a dar sus opiniones, sus análisis de escritores complejos, como Shakespeare, Whitman, Melville o Emily Dickinson. Sólo cuando los alumnos han hablado bastante, él da su visión. Su palidez contrasta con la firmeza de su voz y sus ideas. Mira hacia el frente y comparte su mirada sobre lo leído, sus anécdotas también, sus cavilaciones acerca de autores que ha estudiado.

Cada comentario de los alumnos lo agradece, y los hace leer en voz alta a todos. "Inspira profundamente y lee, Max", dirá, mientras uno de sus alumnos predilectos lee a Whitman o a Dickinson. Max estuvo enfermo algunas semanas, y Bloom le hizo clases vía Skype.
Cuesta imaginar lo que cuenta el mismo Bloom, que antes fue un profesor severo, capaz de decirle a un alumno que su trabajo era tan malo que no merecía calificación.

-¿Cuánto ha cambiado usted como profesor?
-Cuando empecé, antes de operaciones de todo tipo, al corazón y otros desastres, hablaba mucho en clases. No podía dejar de hablar. Sentía que tenía tanto que decir... Me tomó muchos años aprender a quedarme callado y escuchar. Ya no tengo esa energía tampoco. Hablo lo menos posible y los estimulo a que hablen ellos. Creo que sólo en los últimos años me he transformado en un buen profesor. Conozco mucho las materias de las que hablo, y sobre todo estoy interesado en mis alumnos, quiero verlos convertirse en sí mismos. No tengo nietos. No tendré nietos. Y algunos de mis alumnos se convertirán en nietos.

Sigue pensando y mira a través de la ventana.

-Quizás debiera haber dejado de enseñar, pero no quiero. Cuando viene el mal tiempo, lo más frecuente es que la clase sea en esta casa. No es fácil.

-¿Qué habla con sus alumnos cuando lo vienen a ver?
-Lo que más hago es escucharlos. Pero no quiero entrometerme en sus vidas personales.

-Pero le pedirán orientaciones o consejos, ¿no?
-Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar.
La puedes encontrar en Shakespeare, Cervantes o Dante, ahí puedes encontrar sabiduría, partes de la verdad. Además, yo estoy más y más consciente de mis propias limitaciones. La vida no funciona deseando mucho algo y obteniéndolo. Con los años ves los monumentos rotos de tus grandes deseos.

-¿Cómo funciona la vida, entonces?
-Simplemente no funciona así... Además, crecí emocionalmente muy despacio. Antes de conocer a Jeanne, me enamoraba cada día de alguna mujer joven. Todo muy confuso. Yo no creo que los remordimientos sean algo bueno para la gente. ¿Tú tienes arrepentimientos? Creo que todos queremos sentir que hemos triunfado en algo, pero yo no siento eso.

-¿Por qué?
-Ni siquiera un poco. A nuestros hijos no les ha ido bien. Jeanne y yo seguimos aquí, pero es porque ella ha sido paciente y sabia. Yo no era ni un buen esposo ni marido. Sólo en los últimos años me he convertido en un buen profesor y no tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá.

-Pero usted ha escrito decenas de libros.
-No importan. En 50 años nadie sabrá quién fui. No es que me importe. Sólo espero tener unos siete u ocho años más, seguir enseñando, escribir un poco más. Estar en la compañía de Jeanne. Cuando era joven yo tenía sueños de felicidad, como todos. Pero es un juego, eso no pasa. Incluso la gente más talentosa, como Wallace Stevens, no eran felices consigo mismos.

Se escucha un ruido en la puerta. Se queda en silencio, atento. Sus manos largas y pálidas se apoyan en la mesa, mientras mira hacia la entrada.
-¿David? Entra, hijo.

David, alumno brasileño de menos de 20 años, entra y lo saluda. Ayer vino con sus padres a ver al profesor y tocó piano para todos.

Bloom llama a su mujer, le dice que David tocará de nuevo. El joven se sienta en el piano, algo intimidado. Harold Bloom permanece sentado frente a la mesa. Jeanne, sonriente y sentada en una silla reclinable cerca del piano, cierra los ojos y escucha.

"Yo no tengo sabiduría. No sé dónde está la sabiduría. Es decir, sé donde la puedes encontrar. La puedes encontrar en Shakespeare"

"No se lo darán (el Nobel a Parra), porque Mistral y Neruda lo tuvieron. No creo que premien a un tercer poeta chileno"

"No tengo ninguna ilusión sobre lo que escribo. Desaparecerá. En 50 años nadie sabrá quién fui"

domingo, 27 de enero de 2013

Leduc. La genuina indiferencia por el prestigio

Enero/2013
Nexos
Carlos Monsiváis

I
“No dejaremos obra perdurable. No/ tenemos de la mosca la voluntad tenaz”. Estas líneas célebres de Renato Leduc (1897-1986) sintetizan su credo poético, en donde la devoción por el lenguaje se enlaza con la (genuina) indiferencia por el prestigio, y por el desdén hacia el Poeta, con las mayúsculas de la obligación, en trance ante la levitación de sus frases, condenado a dramatizar la inspiración, atento tan sólo al círculo restringido, a los-lectores-como-galeotes que de él aguardan el mismo trato. Según Leduc, el crimen sin remisión es tomarse en serio, “profesionalizarse”, hacer poesía con horario. Esto equivale a convertir un don natural en cárcel, burocratizando el impulso adquirido, imprimiéndole características fatales a la vocación lúdica. En oposición a este fantasma, Leduc eligió como modelo al hombre directo y sin recovecos, el “macho cabal”, el periodista enemigo de las falsas complejidades. Con tal de no encajar en ninguno de los estereotipos del poeta adoptados por la modernidad-a-la-mexicana, Leduc optó por el personaje antiintelectual y alegremente bárbaro al que terminó ofrendándole su psicología y su fama pública.

Así descrito, la imagen de Leduc encaja sin problemas en la del “bohemio”, el artista marginal que descree de la disciplina y para quien el arrebato todo lo vindica. Esto, a su pesar, fue Leduc en el espacio del reconocimiento social: el “Último Bohemio”, sumergido en anécdotas y en el santo olor de las malas palabras. Y esta leyenda todavía se interpone entre el lector mexicano y la obra de Leduc, ciertamente rigurosa, producto de una tensión cultural e idiomática, del placer literario que luego su autor desconoció.

¿Por qué fomentó Leduc esta visión calumniosa de su propio y magnífico trabajo? Al recelar de la psicobiografía, me abstengo de imaginar al joven Renato harto a tal punto de la atmósfera de su padre, el escritor modernista Alberto Leduc, que prefiere abandonar las seguridades urbanas y ser telegrafista de las tropas de Pancho Villa. Más bien, me atengo a lo que él escribió. En sus primeros libros de poesía —El aula (1924), Algunos poemas deliberadamente románticos y un prólogo en cierto modo innecesario (1930), y Breve glosa al libro de buen amor (1942)— Leduc es el romántico hostigado por el frenesí de lo contemporáneo, es la elocuencia finisecular neutralizada por el sense of humour del Progreso, es la exquisitez que comparte el espacio con la jubilosa vulgaridad de la calle. De manera obvia, a Leduc le importa exhibir el dominio de la forma que redime puntos de vista e intemperancias, y defrauda al lector moderno con temas y vocabulario del modernismo, y defrauda al lector tradicional introduciendo la voraz, cínica, ansiosa sensibilidad posrevolucionaria:
Pequeños refranes: el que calla otorga.
Oh amada,
que calzas tus frases con chanclos de goma
pero nunca otorgas.
En un mismo poema, Leduc combina el “un dívago viento” y el quick-lunch, o la pequeña estancia que es tibieza y fragancia con el pregón de la lotería Este bárbaro, cara Lutecia, ama el gas neón y Hollywood, pero vive a fondo los ritmos poéticos que ya en los años veinte empiezan a ser tradicionales. En Renato, una ambición siempre presente es la de ser un “clásico inesperado”, o un refinado-sin-que-nadie-así-lo-perciba. Él conoce de manera exhaustiva los recursos lingüísticos, y consagra su impecable oído literario al noble propósito del juego, descripción de sensaciones que es gozo de la forma, o recuento nostálgico interrumpido por la prisa relajienta del claxon. Según Leduc, la poesía es, en lo básico, la más alta cumbre de la inutilidad. ¿Para qué reflexiones filosóficas o incursiones metafísicas, si la poesía puede ser también la pasión por la palabra matizada por la ironía? La “deliberación romántica” de Leduc incluye las ganas de decepcionar de modo simultáneo al Manuel Acuña y al López Velarde que lleva dentro, y de ostentar su erotismo, su burla de las fórmulas consagradas, su rechazo de la vida convencional:
Cansancio de haber nacido
en este
gran siglo empequeñecido,
sin pasión torva o celeste.
Cueste, oh Dios, lo que cueste
mártir mejor, o bandido.
Leduc es, de manera obvia, un lector compulsivo de Salvador Díaz Mirón, Lugones, Luis G. Urbina, López Velarde, Julián de Casal, Jules Laforgue, Baudelaire, y ha estudiado con detalle a los clásicos españoles, del Arcipreste de Hita a Quevedo. Pero su idea de la poesía se funda en Rubén Darío, en la intensidad con que Darío vuelve personajes a los vocablos inesperados, amplía sin cesar el idioma poético, sitúa una esdrújula como provocación cultural, le confiere un aura misteriosa a los paisajes cotidianos a fuerza de adjetivarlos sorpresivamente. Leduc no pretende “actualizar” a Darío, acude a esa herencia para introducir la nueva sensibilidad:
Pequeña coribante de núbiles caderas,
maravillosamente capciosas, como el jazz.
En la “Justificación” a su primera antología, Fábulas y poemas (1966), Leduc es autocrítico:
Por las mismas oscuras razones que ciertos padres se encariñan con el hijo canalla o defectuoso con detrimento de su amor a los mejores, es frecuente entre escritores menospreciar sus obras de mayor aceptación y preferir las menospreciadas por el público. En lo personal me apena tanto la indiferencia de los lectores hacia mi “Epístola a una dama que nunca conoció elefantes” como me sorprende la vieja y sostenida popularidad de ese banal ejercicio de retórica que es mi soneto “Tiempo”.
“Tiempo” es un gran soneto, pero en cierto modo Leduc tiene razón: cada texto suyo es, en su inicio, ejercicio de retórica que, en el camino, suele transformarse en poesía. Él experimentó siempre con el sonido, y con la “vulgaridad” que es, en sus términos, ampliación de territorios poéticos. La suya es, desde el principio, decisión implacable. A Leduc le importa el público no literario, el ajeno a las capillas de los “poetas de ambigua envergadura”, que lee poesía para abastecer con celeridad su repertorio cotidiano. Este público lo reconocerá de modo cuantioso y durante un largo periodo sus lectores serán los continuadores de quienes, a principios de siglo, se aprendían los poemas en pos del deleite musical, y la dicha de la cita que ilumina en cualquier momento la realidad. La excelente “proclama obscena”, Prometeo sifilítico se copió a máquina por décadas, y en las reuniones “bohemias” se recitó sin falta “A tiempo amar y desatarse a tiempo... Acre sabor de las tardes/ que fuimos bizarramente cobardes”. El primer público de Renato fue a tal punto fiel que no requirió incluso de sus libros, le bastaba la memoria. En la “Justificación” ya citada, él explica por qué no seleccionó con más rigor:
Recordé, por ejemplo, que uno de los poemas eliminados lo encontré, recortado de la página literaria de una revista y enmarcado en un cuadrito azul, colgado en la alcoba de una pequeña y romántica prostituta provinciana. Recordé que, cierta noche de tormentosa juerga, en una taberna de Chihuahua, un ferrocarrilero ebrio casi me perdonó la vida cuando se enteró de que yo era el autor de uno que tengo clasificado entre mis peores poemas... Y recordé que alguien me refirió que en el Penal de las Islas Marías, un presidiario recitaba ese verso mío: “Yo que la sufro cerca... tú que la lloras lejos...” cada vez que le atormentaba la imagen de la mujer por cuyo asesinato purgaba larga condena...
Antes de las sucesivas recopilaciones de su obra, Leduc publica dos plaquettes: XV fabulillas de animales, niños y espantos (1957) y Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario, para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles (1964). Él, ya desde su regreso de París en 1942, hace del periodismo su actividad fundamental, y varios de los textos de estas plaquettes son en su origen colaboraciones periodísticas. Así, en las XV fabulillas, la “Tardía dedicatoria al primero pero ya difunto amor del fabulista”, con sus extraordinarias líneas iniciales
Tiempos en que era Dios omnipotente
y el señor don Porfirio presidente.
Tiempos-ay-tan lejanos del presente.
Cándida fe de mi niñez ingrata
muerta al nacer, en plena colegiata
viendo folgar a un cura y una beata
se publica por primera vez como una parte de la sátira política enderezada contra el régimen de Adolfo Ruiz Cortines. Ya para entonces Leduc practica sobre todo lo que considera “poesía de circunstancias”, exhibiciones de la antigua destreza sin otro propósito que la diversión. Lo que fue desplante deviene actitud inalterable. En su visión él ya no es o él nunca quiso ser un poeta solemne sino un versificador popular cuya suprema habilidad consiste en hacer mejor que nadie lo que él ni siquiera se digna recopilar. Tiene tanto éxito en esta versión autodenigratoria, que a su muerte los comentarios necrológicos destacan sin cesar al personaje y sólo mencionan de paso al poeta.

II

Para reparar la lamentable injusticia contra la poesía de Renato Leduc, un primer paso es la recuperación de algunos de sus textos que el no rescató de las publicaciones o, lo más probable, que él simplemente olvidó. “Hay lugar” y “Yo soy el libro” se incluyen en Glosas (Serie “Amigos de Fábula”, edición de 50 ejemplares numerados, México, 1935). Con excepción de “Arcos y charcos”, tomé los demás poemas del semanario de humor Don Timorato (1944-1947), memorable por la calidad de caricaturistas y dibujantes satíricos (Ram, Rafael Freyre, García Cabral, Audiffred, Abel Quezada, Arias Bernal, Alberto Isaac) y por el nivel de los poetas satíricos (los más notorios: Leduc y Salvador Novo). Por lo demás, Don Timorato no fue revista de oposición ni mucho menos. Especializada en el humor social, en la adaptación de técnicas norteamericanas y en el culto a las celebridades. Don Timorato llegó a ser instrumento propagandístico del candidato a la presidencia Miguel Alemán en contra de sus rivales Ezequiel Padilla y Miguel Henríquez Guzmán.

Entre 1944 y 1945 Renato colabora con cierta asiduidad en Don Timorato. Fuera de dos débiles intentos de sátira electoral contra Padilla, sus “ejercicios de retórica” son demostraciones de sabiduría técnica y refinamiento irónico. De ellos rescata tres para XV fabulillas con leves enmiendas. Así por ejemplo, la “Fabulilla comparativa del desdentado anciano y el colmilludo infante”, en la revista se titula “Homenaje de DON TIMORATO a los ancianos de todas las edades en su día”, e incluye una cuarteta suprimida en el libro.
¿Quién es Lombardo...? ¿Quien es Manolo...?
¿Quién es Manolo Gómez Morín...?
Solitos hacen de un mismo solo,
único y solo mismo violín.
“Arcos y charcos” se publica en las Calaveras anuales del Taller de la Gráfica Popular en noviembre de 1951, y es sin duda el ataque literario más brillante contra el régimen alemanista y el desarrollismo. La inspiración evidente es la “Marcha triunfal” de Darío, pero Leduc pronto se aparta del modelo e incursiona en la métrica que le conviene. A estas alturas, el poema se resiente de la falta de contextos, y el lector debe ser informado de la trivia de un sexenio: el nicaragüense Rogerio de la Selva fue el secretario particular del licenciado Alemán, y a él y a su hermano Salomón, poeta y catedrático de Harvard, se les acusó con frecuencia de ser la vanguardia de la adulación al presidente; Fernando Casas Alemán fue el jefe del Departamento Central que soñó con sustituir a su pariente; Jorge Pastel es Jorge Pasquel, el emblema del contratista que impulsa la nuevorricracia en la época anterior a Carlos Hank González y los líderes petroleros; el coronel Carlos Serrano fue el símbolo del funcionario-empresario; la UNS es la Unión Nacional Sinarquista y el FAC, el Frente Anticomunista.

Sin embargo, y con estas salvedades informativas, la sátira es magnífica. Destinado a hojas efímeras, en un momento en que la oposición carecía de resonancias y espacios culturales, el texto de Leduc se sostiene por el alto nivel técnico y el placer literario que delata línea por línea. Quizás ya para entonces, Renato desconfiaba de su sensibilidad, la sentía fechada, y sólo útil para divertimentos periodísticos. O, tal vez, se había entregado de lleno a la construcción del personaje antisolemne, desenfadado, el redentor del habla procaz que ignoraba cualquier sentido de las jerarquías en un medio tan piramidado. Como sea, XV fabulillas contiene los últimos poemas que Leduc escribió pensando en el libro como meta específica. El resto serían colaboraciones periodísticas levemente enmendadas.

Renato Leduc fue un poeta excepcional. Ya es hora de leerlo sin los prejuicios que él, más que nadie, introdujo para beneficiar al personaje con detrimento de la obra.
Y como aquel que ejerce el onanismo
del éxtasis desciendo hasta el abismo
y emprendo el viaje huyendo de mí mismo. n
(Núm. 118, octubre de 1987)

Escribir

Enero/2013
Nexos
Susan Sontag

Leer novelas me parece una actividad de lo más normal; escribirlas, en cambio, es algo tan extraño... Eso, al menos, es lo que pienso, hasta que recuerdo la solidez con la que una y otra se relacionan. (No hay aquí generalidades con blindaje. Sólo unas cuantas observaciones.)

En primer lugar, porque escribir es practicar, con singular intensidad y atención, el arte de la lectura. Escribes a fin de leer lo que has escrito, revisar si está bien, y como nunca lo está, desde luego, para reescribirlo —una, dos, tantas veces como sea necesario, hasta obtener algo cuya relectura puedas admitir—. Uno mismo es su primer lector, tal vez el más estricto. “Escribir es someterse al juicio de sí mismo”, anotó Ibsen en la cubierta de uno de sus libros. Difícil imaginar la escritura sin la relectura.

Pero, ¿acaso lo que uno escribe de una tirada nunca está del todo bien? Sí, claro: a veces, incluso más que bien. Lo cual sólo sugiere, al menos para esta novelista, que en un examen más atento, o en voz alta —es decir, en otra lectura— podría ser todavía mejor. No digo que el escritor deba preocuparse y sudar a fin de producir algo bueno. “Lo que se ha escrito sin esfuerzo, en general, es leído sin placer”, dijo el doctor Johnson, y la máxima parece tan alejada del gusto contemporáneo como su autor. Sin duda, mucho de lo que se ha escrito sin esfuerzo entrega placer en abundancia. No, la cuestión no es el juicio de los lectores —que bien pueden preferir la obra de un escritor más espontáneo, menos elaborado— sino un sentimiento de los escritores, esos profesionales de la insatisfacción. Uno piensa: si puedo alcanzar este punto en la primera vuelta, sin demasiado esfuerzo, ¿no podría ser todavía mejor?

Y aunque esto, la reescritura —y la relectura— suenan como un esfuerzo, constituyen de hecho la parte más placentera de la escritura. A veces, la única parte placentera. Al ponerse a escribir, si uno tiene presente la idea de la “literatura”, resulta formidable, intimidante. Una inmersión en un lago helado. Después viene la parte cálida: cuando ya tienes algo que trabajar, mejorar, editar.

Digamos que es una mezcolanza. Pero tienes la oportunidad de arreglarla. Intentas ser más claro. O más profundo. O más elocuente. O más excéntrico. Intentas ser fiel a un mundo. Quieres que el libro sea más amplio, que tenga más valía. Quieres elevarte por encima de ti mismo. Quieres elevar el libro por encima de las barreras de tu mente. Como la estatua se encuentra sepultada dentro del bloque de mármol, la novela se encuentra dentro de tu cabeza. Intentas liberarla. Intentas llevar la materia desdichada de la página más cerca de lo que piensas que tu libro debiera ser —lo que sabes, en tus espasmos de exaltación, que puede ser—. Lees las oraciones una y otra vez. ¿Este es el libro que yo estoy escribiendo? ¿Esto es todo?

O digamos que va bien, porque, en efecto, va bien a veces (de lo contrario, en algún momento perderías la razón). En eso estás, y aun si eres el más lento amanuense y el peor de los mecanógrafos, un rastro de palabras se ha compuesto y tú quieres continuar. Y después lo relees. Quizá no te atreves a sentirte satisfecho, pero al mismo tiempo te gusta lo que has escrito. Descubres que obtienes placer —un placer de lector— con lo que está en la página.

Escribir consiste, a fin de cuentas, en una serie de licencias que uno se da a sí mismo para ser expresivo en ciertas formas. Para inventar. Para saltar. Para volar. Para caer. Para encontrar tu propia característica manera de narrar y de insistir; o sea, para encontrar tu propia íntima libertad. Para exigirte, sin desollarte demasiado. Sin detenerte a releer con demasiada frecuencia. Permitirte, si te atreves a pensar que fluye bien (o no del todo mal), sencillamente continuar remando. Sin esperar el impulso de la inspiración. Desde luego, los escritores ciegos nunca pueden releer lo que dictan. Quizás esto sea menos importante para los poetas, quienes suelen elaborar en su mente la mayor parte de su escritura antes de poner cualquier cosa en el papel. (Los poetas viven del oído mucho más que los prosistas.) Y la ceguera no significa que no se hagan revisiones. ¿No imaginamos a las hijas de Milton, al finalizar cada día del dictado de El paraíso perdido, releer todo a su padre en voz alta y enseguida anotar sus correcciones? En cambio los prosistas —que trabajan en una maderería de palabras— no pueden retenerlo todo en su cabeza. Necesitan ver lo que han escrito. Aun aquellos escritores que parecen los más notables y prolíficos deben sentir esto. (Así, Sartre anunció, al perder la vista, que sus días de escritor habían concluido.) Pensemos en el corpulento, venerable Henry James, caminando de un lado a otro en una habitación de la Casa Lamb, mientras compone en voz alta, para una secretaria, La copa dorada. Si descontamos la dificultad de imaginar cómo la prosa tardía de James pudo ser dictada en absoluto, no menos que el estrépito de una máquina de escribir Remington circa 1900, ¿no damos por hecho que James releía lo que se había mecanografiado, y que se prodigaba en sus correcciones?

Hace dos años, cuando me convertí de nueva cuenta en una paciente de cáncer y tuve que suspender mi trabajo en la casi terminada In America, un amable amigo de Los Ángeles, al conocer mi desesperanza y miedo de ya nunca terminarla, me ofreció tomar un permiso en su trabajo para venir a Nueva York, permanecer conmigo lo que fuera necesario y poner por escrito mi dictado del resto de la novela. Cierto que los primeros ocho capítulos estaban listos (es decir, reescritos y releídos muchas veces) y yo había comenzado el penúltimo capítulo, y sentí que tenía completo el arco de esos dos últimos capítulos en mi cabeza. Y sin embargo, sin embargo, tuve que rechazar su oferta, generosa y conmovedora. No era sólo que yo estuviera ya demasiado confundida por un drástico coctel de quimioterapia y cantidades de calmantes para recordar lo que planeaba escribir. Necesitaba la posibilidad de ver lo que escribía, no sólo escucharlo. Necesitaba la posibilidad de releer.

Habitualmente, la lectura antecede a la escritura. Y el impulso de escribir es casi siempre estimulado por la lectura. La lectura, el amor por la lectura, es lo que te hace soñar en convertirte en escritor. Y mucho después de convertirte en escritor, leer los libros que otros escriben —y releer los queridos libros del pasado— constituye una distracción de la escritura irresistible. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, claro, inspiración.

Desde luego, no todos los escritores admitirán esto. Recuerdo que una vez le comenté a V. S. Naipaul algo sobre una novela inglesa del siglo XIX que yo adoraba, una novela muy conocida, y di por hecho que él, como todos mis conocidos interesados en la literatura, la admiraba igual que yo. Pero no, él no la había leído, me dijo, y al ver la sombra de la sorpresa en mi rostro añadió con severidad: “Yo soy un escritor, Susan, no un lector”.

Muchos escritores que han dejado de ser jóvenes proclaman, por razones diversas, que leen muy poco y, a decir verdad, que encuentran en cierto sentido incompatibles a la lectura y la escritura. Para algunos escritores tal vez lo sean. No me corresponde juzgarlo. Si el motivo es la ansiedad de ser influido, entonces me parece una preocupación vana, superficial. Si el motivo es la falta de tiempo —sólo hay tantas horas al día, y las que consume la lectura son sustraídas, como es evidente, de aquellas en las que uno podría escribir— se trata entonces de un ascetismo al que yo no aspiro.
Perderse a sí mismo en un libro, esa vieja frase, no es una fantasía ociosa sino una realidad adictiva, ejemplar. Virginia Woolf dijo memorablemente en una carta: “A veces creo que el cielo debe ser una lectura continua, inacabada”. Sin duda la parte celestial es —de nueva cuenta, en palabras de Woolf— que “la condición de la lectura consiste en la eliminación total del ego”. Por desgracia, nunca nos despojamos del ego, así como tampoco podemos pasar por encima de nuestros propios pies. Pero ese arrebato incorpóreo, la lectura, semeja un estado de trance que basta para hacernos sentir sin ego.

Como la lectura, la lectura arrebatada, la escritura de ficción —el habitar en otros seres— también se experimenta como perderse a sí mismo.

Hoy todo mundo prefiere pensar que la escritura sólo es una forma de introspección. También llamada expresión personal. Si se supone que ya no somos capaces de sentimientos altruistas genuinos, se supone que no somos capaces de escribir acerca de nadie, salvo de nosotros mismos.

Pero no es cierto. William Trevor se refiere a la audacia de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no escribir para escapar de ti mismo, tanto como podrías escribir para expresarte a ti mismo? Es mucho más interesante escribir acerca de otros.

No hace falta decir que doy partes de mí a todos mis personajes. Cuando, en In America, mis inmigrantes de Polonia llegan al sur de California —están justo a las afueras del poblado de Anaheim— en 1876, y se adentran al desierto y sucumben a una aterradora visión de vacío que los transforma, sin duda yo aproveché el recuerdo de mi propia infancia, caminatas por el desierto del sur de Arizona —en las afueras de lo que entonces era una ciudad pequeña, Tucson— en la década de los cuarenta. En el primer borrador de ese capítulo había saguaros en el desierto del sur de California. Para el tercer borrador yo había eliminado, con renuencia, los saguaros. (Por desgracia, no hay saguaros al oeste del río Colorado.)

Yo escribo acerca de alguien que no soy yo. Así, lo que escribo es más ingenioso de lo que yo soy. Porque lo puedo reescribir. Mis libros conocen lo que yo conocí alguna vez —de manera caprichosa, intermitente—. Y apuntar las mejores palabras en la página no parece en modo alguno más fácil, incluso después de tantos años de escribir. Por el contrario.

He aquí la gran diferencia entre la lectura y la escritura. Leer es una vocación, un oficio en el cual, con la práctica, uno está destinado a ser cada vez más experto. Como escritor, lo que uno acumula son ante todo incertidumbres y ansiedades.

Todos esos sentimientos de insuficiencia del escritor —este escritor, en cualquier caso— son afirmados por la convicción de que la literatura es importante. “Importante” es con seguridad una palabra demasiado pálida. Que hay libros “necesarios”, es decir, libros que, al leerlos, uno sabe que habrá de releer. Quizá más de una vez. ¿Existe mayor privilegio que gozar de una conciencia expandida, colmada, encauzada por la literatura?

Libro de sabiduría, ejemplo del sentido lúdico de la mente, dilatador de compasiones, registro fiel de un mundo real (no sólo de la conmoción dentro de una cabeza), auxiliar de la historia, defensor de emociones desafiantes y opuestas... una novela que se intuye necesaria puede ser, debería ser, tiene que ser la mayoría de estas cosas.

Si continuara la existencia de lectores que compartan esta elevada idea de la ficción, bueno: “No hay futuro para esa cuestión”, como respondió Duke Ellington cuando le preguntaron por qué iba a tocar en programas matutinos del Apollo. Más vale sencillamente continuar remando.
Traducción de Roberto Diego Ortega

(Núm. 278, febrero de 2001)

Antologar

27/Enero/2013
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Una vez más, y recientemente, publiqué el resultado de antologar. Antologar para mí es apasionante, sobre todo por lo que significa el ejercicio de la relectura. Es también extenuante, pero esto pasa a segundo término cuando se ha conseguido un corpus que se puede leer y releer, es decir, un libro que se puede abrir en cualquier página y encontrar algo que sea digno de detener la mirada ahí.
He conjugado el verbo antologar en una decena de ocasiones (ensayo, crónica, crítica literaria y, por supuesto, poesía), y ello me ha llevado a reflexionar hoy sobre ciertos temas que planteo en mi más reciente antologar y que replanteo ahora en estas líneas, pues este muy nuevo antologar es de poesía. Hay asuntos ineludibles y hasta problemáticos.
Por ejemplo, aunque parezca un sitio cómodo, el lugar donde está parado el antólogo está lleno de inconvenientes. Por principio de cuentas, primero tiene que sumar para luego restar, podar, “elegir”, “optar”, “cerner”, “separar” y “discriminar”, asunto a todas luces incomodísimo porque, puesto que discrimina, por esta curiosa homofonía de la palabra, el antólogo puede parecer, a los ojos de quienes no están en la antología, un criminal, precisamente por discriminador. Pero, por muy grande que sea o por muy abarcadora que pretenda ser, toda antología es una muestra y no puede equivaler, de ningún modo, a una enciclopedia o a un diccionario, menos aún a un directorio.
Hay otros problemas que enfrentar. Por ejemplo, el de los herederos que creen que el antólogo se hará millonario con los poemas seleccionados y, por ello, exigen las perlas de la Virgen, aun tratándose incluso de poetas poco leídos aunque no por ello menos prestigiados. Uno más: el de los autores o herederos que quieren imponer al antólogo su propia selección poética en la que muchas veces incluyen, seguramente por motivos de deformación afectiva, no los mejores textos sino a veces algunos de los peores, es decir los menos antológicos. Y hay que luchar primero cortésmente y luego frontalmente contra esta desviación del concepto antológico. La verdad es que se antologa para darle gusto a los lectores, no para satisfacer los egos de los autores o sus familiares. Y se antologa desde la perspectiva del antólogo, que es quien, finalmente, asume las responsabilidades de su trabajo.
Un problema no menor es el que tiene que ver con los herederos que no aceptan que se incluyan determinados poemas realmente antológicos, pero para los que, por diversos motivos, no dan su autorización, aunque impidan la divulgación del texto. En este punto si no es posible convencerlos de lo contrario, la casa pierde, y pierden, por supuesto, los lectores.
Hay otro caso curiosísimo: el de los autores que preguntan junto a quiénes estarán en la antología, y cuando se les informa de ciertos nombres, declinan, ofendidos, la invitación: ¡cómo van a estar junto a Fulano si lo odian! Finalmente, el caso de quien no está de acuerdo con la selección poética del antólogo y, después de la segunda llamada telefónica, dice que “mejor no”, que “muchas gracias”, y cuelga.
Dicho sea sin rodeos, en general, el antólogo queda como el cohetero: si el cohete truena le chiflan, y si no truena también le chiflan. El problema con las antologías, al menos en México, es que los autores, más que los lectores, las consideran como el juicio final consagratorio. Pero la verdad es que las antologías deberían estar destinadas a los lectores más que a los autores, y además no son el juicio final de nada, sino informadas propuestas de lectura o bien entusiastas lecturas parciales y, hasta cierto punto, personales, que se comparten con otros lectores.
Por lo demás, antologar es releer y no nada más recordar. Uno puede recordar a algún autor por algunos muy buenos o excelentes poemas que, en la relectura, ya no parecen tan buenos. La gente se ha acostumbrado a leer en los prestigios, o en los desprestigios, y no en las páginas. Una antología no puede tener como referencia fundamental a la memoria.
Y no hay que olvidar que México es país de antólogos como lo es de entrenadores de futbol y mánagers de boxeo. Cada quien está seguro de que hubiera podido hacer una antología mejor, del mismo modo que hubiera plantado un mejor equipo nacional frente a Brasil, Argentina o Alemania (para llegar al quinto partido), y que hubiera aconsejado mucho mejor en la esquina a Julio César Chávez Junior que su mánager que no supo plantear el combate frente al Maravilla Martínez. Hasta los boleros se consideran mejores entrenadores que Aguirre, el Piojo Herrera, Mourinho o Ferguson.  Ai nomás.

sábado, 26 de enero de 2013

ARTE ¿Y BASURA? FABRE Y PAPASQUIARO

26/Enero/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

A nadie debe molestar que Almadía sea una de las mejores editoriales mexicanas actuales (quizá la mejor); Luis Felipe Fabre, un poeta notable y Arte y basura de Mario Santiago Papasquiaro —editado por él— a la vez un buen libro de Papasquiaro y un libro sangrón de Fabre.

Recoge poesía inédita de Papasquiaro, uno de los poetas infrarrealistas —aún despreciados— desenterrados porque Bolaño los novelizó, lo que muestra que crítica y academia mexicanista fallan demasiado. Un ismo pasó de noche.

Lo interesante del libro es que puso a un discípulo de los Contemporáneos a editar póstumos de un fanático de los Estridentistas.

Desgraciadamente, a obra desconocida de Papasquiaro, Fabre —cuya eufonía cultiva la tradición nacional— añadió un prólogo arrogante.

Fabre, en lugar de abrirse a una poesía opuesta a la suya, cató desde su elegante estética una poesía contracultural.

En el prólogo, al menos cuatro veces declara que compila poesía y “basura”, que elogia ambivalentemente y, a final de cuentas, apachurra.

Sobre el infrarrealismo dice: “Resulta difícil definir en qué consistía... tal vez ni ellos mismos lo sabían con claridad”. Si leemos los documentos de la época, su (o)posición es clara. Pero Fabre decide fuchironizar.

Una y otra vez, reitera que “la obra de Mario Santiago permanece... en su calidad de borrador”, en cuyos textos “descuidados” —que le “sientan bien”— “el trigo no está separado de la paja... el hallazgo deslumbrante aparece rodeado de versos fallidos... arte y  basura”.

¿“Arte”? ¿“Basura”?

Repite que hay “autocomplacencia y repetición acrítica” en Papasquiaro, de quien determina que “nunca escribió un libro. Escribió sin parar poemas... O versos sin parar. Pero libros no... Su poesía será siempre incompleta”.

Al evaluar la marginación de Papasquiaro, Fabre condesciende, como si fuese mero personajazo: “El papel del outsider, del marginal, que Mario supo cumplir a cabalidad”. Caballeroso soslayo históricamente falso y que viniendo de un poeta protegido por la República de las Letras es soberbia.

Fabre coloca su poética —literalmente paceana— por encima de una poética que tiene otra visión; exquisitamente la redime y denigra, en un vaivén que deja a Papasquiaro mal parado, entrelíneas retratado como autor amateur, feral.

Y a Fabre como amigo parcial de la paja de los locos y amigo, sobre todo, del trigo canónico.

Al leer Aullido de Cisne o Jeta de Santo (¡editado en España!) de Papasquiaro, lo dicho por Fabre resulta el gusto de un refinado y autonombrado “curador” que usa su pulgar (des)aprobatorio con un poeta que no es una “invención” —como Fabre prestablece— sino un escritor que mezcló metro del DeFe y posmo-métrica, 1 contrapoeta en-chinga-punketa que suena “mal” a la tradición, afortunadamente.

Arte y Basura se divide en 2. La poesía mexicana y el infrarrealismo.

jueves, 24 de enero de 2013

¡Ibargüengoitia, "forever"!

24/Enero/2013
Milenio
Jorge F. Hernández

Hoy quiero celebrar los 85 años de eterna vida de Jorge Ibargüengoitia, sin importar que a finales de este mismo año tenga que lamentar que se cumplen ya tres décadas de su lamentable fallecimiento. Quiero celebrar en cada uno de sus cuentos la perfecta conjunción de chiste y chisme, sus crónicas incandescentes, sus novelas indispensables, sus artículos mordaces plenos de sarcasmo, ironía e ingenio, sus obras de teatro, sus ojos, papada, sombra, voz y cada uno de sus párrafos de la mejor manera posible: leyéndolo, y cada quien, a su manera, externando las razones de una deuda múltiple.
Mi primera deuda de sincera gratitud con Ibargüengoitia radica en la revelación de su irreverencia ante el pretérito. No en balde, una de las primeras y buenas reseñas que se publicaron sobre Pueblo en vilo, la obra maestra de mi maestro Luis González y González, la escribió precisamente Ibargüengoitia, por lo que, como lector y discípulo, debo mucho al entrañable escritor que nos confirmó que todos los héroes se ven mejor sin el bronce de sus estatuas, que nos enseñó que no todo lo grandote es grandioso, y que también nos hizo imaginar vívidamente al Padre de la Patria azotando de madrugada las puertas de un burdel, o el merengue tropical que tanto agria a cualesquiera de los tiranos latinoamericanos que se creen eternos y absueltos, y a todos los revolucionados de hace un siglo enfangados en un desmadre de mentiras épicas y traiciones institucionales.
Agradezco sinceramente al olvidado reseñista que reprobó la publicación de mi primer libro de cuentos porque le parecía que eran “demasiado ibargüengoitescos”; queriéndome ofender, me hizo el mejor elogio posible, pues efectivamente sigo fiel a la idea de que los relatos de La ley de Herodes se me aparecen en el espejo como joyas del género corto, además de que parecen anécdotas idénticas a las que heredo de familia. Quizá por aquí debí haber empezado: mi familia es de Guanajuato, y aunque la mayoría de mis parientes poblaron León (Donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas), hubo un ayer en el que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos tuvieron que cargar con todo y niños a la Ciudad de México. Por su muy temprana orfandad paterna y por esperanzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que crecer a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y dos hermanos mayores se hicieron no solo amigos, sino cómplices de Ibargüengoitia: cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus locas andanzas practicaban el juego — ahora políticamente incorrecto— de La cruzada de las gatas. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre, lanzaban cargadas como de caballería rusticona contra todas las sirvientas de azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus cantaritos de leche pura. Mi padre decía que una de las mejores puntadas que se aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora con urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el regaño con “¡Muchachos facinerosos!” o “¡Pervertidos del demonio!”. El propio Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero que los exculpaba. La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en pleno baño de caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban corriendo de salida.
Celebro de Ibargüengoitia sus novelas, que releo como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus nuevos libros. Soy de la idea de que las muchas perfecciones envidiables que cuajó en Estas ruinas que ves (incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las muertas transpiran —entre la admiración y la envidia— una contagiosa adrenalina por escribir, más allá del placer de su lectura. Celebro hoy, como siempre, que Dos crímenes sea tan perfecta novela, tal como la reseñó Octavio Paz en su momento, y me atrevo a importunar al fantasma de Truman Capote para afirmar que Las muertas, al abrevar del expediente verídico de las Poquianchis, es tan obra maestra como A sangre fría, entreverando bajo la clara sombra de la novela las virtudes y recursos de la crónica y el reportaje.
De literatura en periódicos también supo Ibargüengoitia marcar grandezas. Como un Chesterton de Coyoacán, era capaz de escribir como navegación accidentada en altamar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la Ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino que se trata, efectivamente, de un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata.
Con el sarcasmo como conciencia, con ironía pensante, con sentido del humor —que no como los que se hacen los chistocitos—, Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para poner en evidencia —por lo menos para avergonzarlos— a quienes se miran tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un justo que subrayaba con gracia la desgracia de los soberbios, ésos que no habiendo cometido ninguna ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad o sus plagios constantes.
Ibargüengoitia era un quijotesco inventor de mundos imposibles que sabía mirar las muchas imposibilidades del mundo. A mí no se me ocurre mejor final para que hoy mismo comience a leerlo un nuevo lector, que alzarme como un Pípila y gritarle al mundo: ¡Ibargüengoitia, forever!

miércoles, 23 de enero de 2013

Susan Sontag: la curiosidad como crítica

24/Enero/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Curiosa sociedad la nuestra: cada vez tenemos más foros de discusión y, al parecer, cada vez discutimos menos. Discutir en el sentido fuerte del término: contender con razones para examinar temas esenciales como el calentamiento global, el agua, la sobrepoblación, las matanzas en Malí, el derecho a la maternidad voluntaria o la nueva peste de la sociedad moderna: el ocio.
Temas centrales que parecen telón de fondo de una puesta en escena inevitable.
Susan Sontag, quien el pasado miércoles habría cumplido 80 años, ha sido de los pocos intelectuales que han estado más interesados en comprender e incidir en la realidad que en contender por un sillón en la mesa de discusiones de colegios y academias.
Para escribir sus ensayos le importaba más que una buena bibliografía, partir de la realidad de las cosas para comprenderlas. Ningún autor por consagrado que fuera le interesaba más, por ejemplo, que las matanzas en Sudán o en Vietnam, realidades que iban más allá de cualquier interpretación literaria.
Para el Nobel alemán Günter Grass, Susan Sontag, con mucho valor y sin dejarse amedrentar por nada, criticó las irregularidades en su país y por eso fue atacada y ofendida. Y vaya que fue atacada: la calificaron de izquierdista, derechista, populista, elitista, lúcida, ingenua, comprometida, irresponsable y de practicar cuantas posiciones antagónicas pueda uno imaginarse.
Su constante razonar el mundo, su constante darle vuelta a las cosas para comprenderlas mejor, la hizo discutir con todos, e incluso con ella misma. Sontag sí cumplió con la sentencia de que el ejercicio de la crítica empieza con la autocrítica.
Siempre estoy luchando contra los estereotipos, solía decir Sontag, incluso contra aquellos que habían surgido de sus propios razonamientos.
Elena Poniatowska la llamó la conciencia crítica de Estados Unidos y Sartre celebró su inteligencia. Para Carlos Monsiváis fue una de las mujeres más lúcidas del siglo XX y para Carlos Fuentes el único intelectual con capacidad de conectar los distintos saberes y realidades del planeta.
Yo añadiría que unió, como pocos, razón y pasión para entender por ejemplo, nuestro desastre ecológico antes de que fuera tema de conversación o los cambios éticos que el uso masivo de la fotografía nos ha impuesto interviniendo en nuestra percepción de lo real o en nuestra intimidad: ¿la fotografía de un cadáver triturado por la maquinaria de la guerra es de su familia o debe ser mirado por otros para horrorizarnos de las atrocidades cometidas en él?
La fotografía, nos dice la escritora, al enseñarnos un nuevo código visual altera y amplía nuestra noción de lo que es digno de ver y de lo que tenemos derecho a observar. Y eso significa ni más ni menos, que esas imágenes que miramos constantemente en nuestra casa o en las calles, han trastocado profundamente nuestra visión ética.
Su lucha por los derechos y contra los fanatismos de cualquier índole fueron constantes en su ejercicio crítico.
Sontag empezó a leer a los tres años y a escribir a los ocho. Su mayor compromiso fue con la palabra. Pero la palabra para comprender e incidir en el mundo. Treinta o 40 correcciones por página publicada no es poca cosa en una época en la que el facilísimo en la escritura engendra esperpentos. Compromiso con la palabra que también la hizo viajar a Hanoi o a Sarajevo en momentos de conflicto para razonar a partir de lo real. Escribir para Sontag fue, sin hipérbole, un método de razonamiento.
Alguna vez le preguntaron a Sontag sobre su al parecer incesante curiosidad intelectual –destacada incluso por su hijo– al hacer cine, ensayo, novelas y ser una activista política de tiempo completo. Ella dijo entre burlas y veras que la vida del hombre creativo estaba guiada, dirigida y controlada por el aburrimiento. Evitar el aburrimiento es uno de nuestros propósitos más importantes.
Para ella la literatura fue una vocación e incluso una especie de salvación. El arte, la literatura, el pensamiento fue la única herencia real del pasado.
Susan Sontag es autora de una frase que según los editores de The New York Times define como pocas el meollo de su trayectoria intelectual y de su vida misma que terminó consumiendo el cáncer: yo creo que vale la pena seguir resistiendo. La vida como resistencia, el pensamiento crítico como lucha contra lo que parece inevitable, como laboratorio para modificar con nuestro entendimiento el presente.

domingo, 20 de enero de 2013

Elegía de la novela zombificada

20/Enero/2013
ElUniversal
Ignacio Padilla

He visto a las mejores mentes de la generación de mis padres declarar la muerte de casi todo, y a las de mis abuelos demostrar que mis padres estaban equivocados. En mi primera juventud se me dijo que no habría poesía después de Auschwitz, ni historia después de la caída del Muro de Berlín, ni libros después de Bill Gates, ni novela después de Joyce y del Noveau romain. Ahora sabemos cuán apresurados fueron y cuán descaminados iban aquellos epitafios: nos consta que mientras haya realidad y desencanto, habrá novela. Hoy, gracias a un prodigioso anacronismo entre generaciones, sabemos que tanto el arte como la historia cabalgan como Miguel Páramo: ignorantes de que están muertos, o acaso desentendidos de su propia muerte, porque en el fondo saben que tienen todavía demasiadas asignaturas pendientes con el infierno-mundo de los vivos del siglo XXI.
Esta lección, debo insistir, se la debo a la generación de mis abuelos literarios, todos ellos maestros de la novela que llegaron cuando nadie los esperaba y de donde nadie los esperaba. Los grandes novelistas de América Latina fueron mis clásicos vivos. Por ellos pude comprender que en el llamado Siglo del Terror son más necesarios y más pertinentes que nunca Victor Hugo y Balzac, Kafka y Cervantes. Las novelas de los gigantes latinoamericanos y el posterior derrumbe de las utopías, tan semejante al desenmascaramiento barroco de los ideales del siglo XVI, nos preparó para interpretar con novelas el vacío del Mundo Después del Fin del Mundo. El accidente de la novela se erigió como un respiro necesario, un monstruo dichoso en la vida que no lo es tanto, un impasse propicio para que generaciones y lectores aprendamos a dialogar en tiempos de transición, en el stand by del Apocalipsis not yet o not now. Los novelistas del Boom vinieron a ordenar con sus obras el cascajo y el cascote de un siglo XXI sobrevenido como una sucesión interminable e imparable de accidentes en todos los ámbitos de la existencia.
Con semejantes ancestros y maestros, creo que nadie como los lectores y los autores del siglo XXI estaba preparado para descreer de la muerte de la novela. Si es verdad que la utopía terminó en 1989, quienes la vimos terminar mientras leíamos al Boom estábamos destinados a ser los más aptos para promover la supervivencia de la novela como el género distópico por excelencia. El escepticismo que signa a nuestra generación contra el desencanto de la precedente ha mostrado ser el caldo de cultivo óptimo para la consagración de la novela, ese género que descree de todo menos de la imperfecta realidad y de sí misma.
Confieso que por un tiempo deseé ese mismo destino para el cuento. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia postapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis propios arañazos. Acudo todavía al cuento porque me acobarda a veces el abismo de la novela, ese vértigo que en el fondo me atrae, porque después de todo es el abismo del mundo descascarado que me tocó en suerte o en desgracia habitar. Con el cuento me refugio, me regalo una caja que imagino suficiente para no dejar de creer en una utopía de perfección que no es ni ha sido nunca viable; con el cuento me doy un contenedor para que mi materia no se desparrame y pueda yo pulirla hasta el cansancio, ingenuo, quijotesco otra vez, ignorante de que el diamante demasiado pulido no será más luminoso sino cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un grano de arena en el que nada consigue reflejarse, como no sea otro grano de arena: un invisible átomo de silencio que no puede ya decir nada de los hombres ni del tiempo que habitan.
Bien hubiera estado que el cuento dijese más sobre nuestro siglo. Pero no es así, y está muy bien que así sea. Como nadie o como todos, la vida se conjuga en gerundio cuando está en otra parte, nos ocurre antes de que nosotros le ocurramos a ella, esa vida llena como ha estado siempre de accidentes, siempre a la jineta de una solidez que se va desvaneciendo en el aire. Esos accidentes y esos desvanecimientos son por excelencia territorio de la novela.
Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición, el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo.
Ricardo Piglia, uno de nuestros novelistas más ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.
Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX. Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo nacionalista del siglo XVIII. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad. En el yermo del escepticismo ante la lengua y la literatura del continente pícaro por excelencia, la feliz legión de grandes novelistas hispanoamericanos nos enseñó que, hablando de novelas modernas, todos los caminos conducen a Cervantes a través de Borges. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Onetti nos demostraron que tanto debió Victor Hugo a Maupassant como Cortázar a Felisberto Hernández. Como los cuentos de Cervantes, los cuentos de América Latina estaban condenados a crecer y desmadrarse en novelas por la simple razón de que la novela se entiende mejor en los tiempos transitivos y los espacios liminales: por eso El llano en llamas engendró Pedro Páramo, y por eso Casa tomada creció en Rayuela; por eso nació Aura, un relato tan siniestramente fronterizo que es ya un punto más y un punto menos que una novela.
Novela que es cuento que es vida como instrucción de uso. Novela como pluralidad del cuentote desbordado de la existencia latinoamericana. Con las novelas de la dictadura y las novelas de la decadencia y las novelas del fracaso de la megalópolis comprendí de qué modo y en qué pantagruélica medida los novelistas sacaron de la cantera del cuento sus piedras en bruto, unas piedras que dejaron así porque sabían que la contemporaneidad americana servía mejor antes opaca que brillante, pues la belleza hoy es un espejo cóncavo capaz de reflejar el hecho de que la realidad de América Latina era la realidad de todos los hombres en otro siglo atroz, un siglo donde vida y muerte nos ocurrieron como sólo ocurren las cosas en la novela: sin esperarlo y sin esperanza, sin mapa posible, siempre reflexionando, siempre urgentes, a veces sumergidos y a veces emergentes, siempre improvisando frente a la sorpresa de la injusticia, el genocidio y el terror, siempre resignándonos a no comprender la historia ni controlarla por la sencilla razón de que la historia va siempre más aprisa que el historiador, y tanto, que mejor parece acudir a la novela, esa ficción de los ojos cerrados, y esperar lo que venga y que sea lo que Godot quiera.

Ibargüengoitia: instrucciones para leer a Jorge

19/Enero/2013
El Universal
Alejandra Hernández

Hace casi tres décadas, el 27 de noviembre de 1983, una tragedia aérea acabó con la vida de Jorge Ibargüengoitia, a los 55 años. El accidente, ocurrido en Madrid, truncó la obra del guanajuatense, que este 22 de enero cumpliría 85 años.
En una significativa coincidencia, la vida de Ibargüengoitia comenzó el mismo año en que terminó la de Álvaro Obregón, cuyo asesinato despertó un vívido interés en el escritor y periodista, quien retoma las circunstancias del magnicidio en El atentado, una obra de teatro que, como otros de sus trabajos, satiriza episodios de la Revolución Mexicana.
Con una peculiar vena humorística, Ibargüengoitia parodió también la revuelta escobarista (en el ocaso de la gesta) en su primera novela: Los relámpagos de agosto, ganadora del Premio Casa de las Américas 1964. De la lucha de Independencia partió de la conspiración de Miguel Hidalgo para dar forma a la también novela Los pasos de López.
Pero el guanajuatense (22 de enero de 1928-27 de noviembre de 1983), quien llegó a la ciudad de México aún niño, no sólo desmitificó pasajes de la historia: su obra abarca infinidad de textos periodísticos que revelan su interés por los asuntos de su época.
Debido a la soltura con la que pasaba de un género a otro -teatro, novela, relato, artículo periodístico y cuento infantil- y al singular estilo con el que abordó varios temas, Ibargüengoitia es uno de los autores mexicanos que más ha influido en los escritores nacidos a mediados del siglo XX.
Con motivo de los 85 años del nacimiento de Ibargüengoitia, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid, Enrique Serna y Armando González Torres hablan del legado del autor.
El escritor Juan Villoro, coordinador de la revisión crítica de El atentado / Los relámpagos de agosto, sostiene: "Ibargüengoitia entendió, como nadie, que no hay nada más misterioso que la cotidianidad.
Uno de sus libros de crónicas lleva el apropiado título de Misterios de la vida diaria. Cuando se ocupó de temas históricos, reveló que muchas de las gestas que consideramos épicas se debieron a caprichos privados y arrebatos íntimos".
No obstante la riqueza temática y estilística de la obra del guanajuatense, Villoro ha sostenido que Ibargüengoitia es uno de los escritores menos estudiados de nuestra literatura. Atribuye ese vacío a la solemnidad de la cultura mexicana y a que el humor no se valora como un atributo de la inteligencia.
"Esto ha ido cambiando; poco a poco, nuestro ambiente cultural ha ido entendiendo que la ironía no es sólo una manera de hacer reír, sino de hacer pensar".
Fabrizio Mejía Madrid, narrador y cronista, coincide en que "Ibargüengoitia rompe con la solemnidad de la tradición literaria mexicana". Esto, dice, al menos en dos aspectos: el humor y el uso de un lenguaje desparpajado: "El mismo Ibargüengoitia confesó que su modelo literario era Evelyn Waugh, quizás el más relajiento de los escritores británicos. En donde Juan Rulfo ve sombras y montones de piedras, en donde Octavio Paz ve árboles milenarios y explicaciones de la mexicanidad, Ibargüengoitia ve, en cambio, el sainete, el relajo y la chunga. Esa mirada impacta a las siguientes generaciones de escritores, comenzando, me parece, con Juan Villoro".
Añade: "En Ibargüengoitia se combinan periodismo y literatura. El humor en sus artículos era el mismo que en las novelas, no hay diferencia. Cuando escribe Las muertas, sobre el caso de Las Poquianchis en lo que, ahora es el rancho del ex presidente Vicente Fox, declara que quiso hacer una novela como A sangre fría, de Truman Capote, pero que tuvo que ser humorística porque ‘los testigos, la policía, los jueces, todos, habían sido comprados'".
Las muertas, inspirada en un sonado caso de lenocinio es la obra maestra de Ibargüengoitia, según varios críticos.
Para el narrador y ensayista Enrique Serna, "Ibargüengoitia era un narrador con una gran intuición para observar la ridiculez humana y la doblez del comportamiento social. Caracterizaba muy bien a sus personajes con unas cuantas pinceladas, y sabía urdir intrigas tragicómicas que bordeaban la farsa, sin rebasar las convenciones de la novela realista. Su enfoque irónico de la existencia y de la realidad mexicana en particular amplió los horizontes de la narrativa mexicana moderna".
El poeta y ensayista Armando González Torres considera que Ibargüengoitia "deja como legado un tono de humor lúcido y crítico poco cultivado en la literatura mexicana".
En relación con los recursos que empleó y los temas que abordó, sostiene: "Cultivó los más variados registros del humor, desde la burla abierta hasta el guiño irónico. Su mirada fue muy amplia y lo mismo se ocupó de ridiculizar la Historia de bronce que de criticar amenamente al mundo intelectual y sus vicios y mezquindades".
 
De la ingeniería al arte dramático
Jorge Ibargüengoitia estudió ingeniería en la UNAM, pero en 1951 empezó la carrera de arte dramático. Entonces incursionó en la crítica y escritura de teatro como discípulo de Rodolfo Usigli. Así comenzó una carrera prolífica en el mundo de las letras, una obra de la que diversos escritores y periodistas se han nutrido.
Villoro, autor de ¿Hay vida en la tierra?, colección de textos periodísticos que "siguen la estela" de Ibargüengoitia, comenta: "Me gustaría pensar que he aprendido cosas de él, sobre todo en la vena irónica o satírica de algunos de mis artículos. Él es mucho más económico y directo, pero sin duda se trata de mi mayor modelo al escribir artículos que aspiran a ser retratos irónicos de nuestra realidad".
Villoro, quien seleccionó y prologó la antología de crónicas de Ibargüengoitia Revolución en el jardín, dice que entre los autores que han continuado con la tradición de Ibargüengoitia está Guillermo Sheridan -quien ha compilado artículos periodísticos del guanajuatense en Autopistas rápidas, Instrucciones para vivir en México y La casa de usted y otros viajes-, y Mejía Madrid, quien confiesa: "cuando tengo bloqueos, leo una página de Instrucciones para vivir en México y me salen ideas de novelas".
En contraste, Serna afirma que nunca se ha propuesto seguir el ejemplo de Ibargüengoitia, pues cree que es inimitable. "Yo tiendo más al humor grotesco y él era más sutil".
Ibargüengoitia, quien siempre rechazó el mote de humorista y solía tener desencuentros con los asistentes a sus conferencias, fue un escritor riguroso que construía meticulosamente sus historias y personajes, según ha contado su viuda, la pintora inglesa Joy Laville, autora de las portadas de sus libros y Premio Nacional de las Artes 2012.

domingo, 6 de enero de 2013

Los libros del año 2012

6/Enero/2013
Reforma
Sergio González Rodríguez

La muerte de Carlos Fuentes (1928-2012) señala el término de un ciclo en México: el de la literatura moderna-vanguardista-cosmopolita que comenzó a destacar en la década de los años 50 del siglo anterior y trascendió al inicio del siglo 21. Ahora, la literatura mexicana mantiene dos rasgos: diversidad y fortaleza, que oscilan entre la tradición inmediata y el gusto ultracontemporáneo. Esta tensión se fundamenta en un poder intergeneracional.

Como puede comprobarse con el siguiente inventario bibliográfico, están lejos de imponerse escritores de una misma generación. Por el contrario, prevalecen obras y autores en un espectro que incluye, debido a su valor literario, a quienes nacieron entre los años 30 y los 80 del siglo 20.

En los hechos, tal situación contradice el lugar común, tan falso como reiterado, de que la literatura mexicana vive un "cambio" a favor de alguna sola generación, la cual sólo se vería en el espejo de sí misma. Por fortuna, y de eso están hechas las mejores tradiciones literarias, la convivencia intergeneracional refleja el atractivo de la literatura mexicana de hoy, ya distante del predominio de una figura o generación señera. Una literatura en busca de reencontrarse con nuevos públicos para reinventar sus prestigios en un entorno difícil: en México, la venta de libros casi se ha estancado (CANIEM/Milenio, 27 de diciembre de 2012) y el libro electrónico está lejos de despegar.

 
El libro del año: Gabriel Orozco, de Gabriel Orozco, registro retrospectivo de la obra del artista mexicano más importante en México y en el mundo;
 
Novela sin ficción: Tela de Sevoya, de Myriam Moscona; Canción de tumba, de Julián Herbert; Campos de amapola, de Lolita Bosch;
 
Novela: gotas.de.mercurio, de Edson Lechuga; La transmigración de los cuerpos, de Yuri Herrera; Vida digital, de Fabrizio Mejía Madrid; Fuga en mí menor, de Sandra Lorenzano; Federico en su balcón, de Carlos Fuentes; El Sinaloa, de Guillermo Rubio; El lenguaje del juego, de Daniel Sada; Arrecife, de Juan Villoro;
 
Primera novela: Tu materia son los huesos, de Andrés Téllez Parra; Eros díler, de Nazul Aramayo;
 
Novela histórica: Diario de las cigarras, de Antonio Saborit; Imperio, la novela de Maximiliano, de Héctor Zagal; Las paredes hablan, de Carmen Boullosa;
 
Escritores que insisten en autoparodiarse hasta convertirse en ruido:
 

Mario Bellatin, El libro uruguayo de los muertos; Guillermo Fadanelli, Mis mujeres muertas;
 
Relato: Despertar con alacranes, de Javier Caravantes; Taller de taquimecanografía, de Gabriela Jáuregui, et al.; Montezuma's Revenge, de Carlos Martín Briceño; Carajo, de Antonio Calera-Grobet; La trama secreta. Ficciones, 1991-2011, de Mauricio Molina; Largas filas de gente rara, de Luis Jorge Boone; Sudor añejo y sardina, de Enrique Blanc; El mal de la taiga, de Cristina Rivera Garza; La mujer de M., de Mauricio Montiel Figueiras;
 
Testimonio: El hijo de Míster Playa, de Mónica Maristain; Libro de las explicaciones, de Tedi López-Mills; Los testimonios, de Óscar Benassini, et al.;
 
Ensayo: Maravillas que son, sombras que fueron, de Carlos Monsiváis; Andar y ver. Segundo cuaderno, de Jesús Silva-Herzog Márquez; El eclipse del sueño de Sor Juana, de Américo Larralde; Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos, de J.M. Servín; El taller de no ficción, de Bruno H. Piché; La luz detrás de la puerta, de Norma Lazo; Mudanza, de Verónica Gerber Bicecci;
 
Novela política: Justicia, de Gerardo Laveaga;
 
Ensayo político: ¿Y usted cree tener derechos?, de Irma Saucedo, Lucía Melgar, et al.; El derecho a cuestionar el derecho, de Mónica Maccise Duayhe; La utopía posible (periodismo por la despenalización de las drogas), de Carlos Martínez Rentería; Violencia y seguridad en México en el umbral del siglo XXI, de Martín Gabriel Barrón Cruz;
 
Crónica: Crónica de un sexenio fallido, de Ernesto Núñez Albarrán; Generación Bang. Los nuevos cronistas del narco mexicano, de Juan Pablo Meneses; Coronada de moscas, de Margo Glantz;
 
Autoayuda: ¿Qué hacer? La alternativa ciudadana, de Carlos Salinas de Gortari; La mafia que se adueñó de México... y el 2012, de Andrés Manuel López Obrador;
 
Historia de la prensa: Buendía, de Miguel Ángel Granados Chapa; México: 200 años de periodismo cultural, de Humberto Musacchio; Viaje de Vuelta. Estampas de una revista, de Malva Flores;
 
Poesía: En el centro del año, de Jaime Labastida; Arte & basura, de Mario Santiago Papasquiaro; La ciudad de los muertos, de José Homero; Campo Alaska, de José Javier Villarreal; Autocinema, de Gaspar Orozco; Trivio, de Josué Ramírez; Poemas perrones pa' la raza, de Fausto Alzati Fernández; Dioses del México antiguo, de Óscar de Pablo y Demián Flores; Una forma escondida tras la puerta, de Francisco Hernández; Vivo, eso sucede. Poesía reunida, de Juan Bañuelos; Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964, de Salvador Elizondo;
 
La peor propaganda: "Alberto Chimal es el Henry James de su generación";
 
El peor libro del año: La escuela del aburrimiento, de Luigi Amara: 287 gracejos, es decir, por lo menos uno en cada página, con la misma idea. Quéee divertido.

sábado, 5 de enero de 2013

El ángel de Salvador Elizondo

29/Diciembre/2012
Laberinto
Miguel Ángel Flores

En su libro Tiempo mexicano Carlos Fuentes dedica unos reglones a recordar a un compañero de estudios varios años menor que él. Se llamaba Salvador Elizondo, una figura oscura, no en el sentido de la notoriedad sino por el aspecto sombrío de sus gustos o de las zonas de las manifestaciones del arte que le interesaban. Elizondo era el más joven de los estudiantes que en la Facultad de Derecho publicaban la revista Medio Siglo. Había asombrado a todos que en su ensayo “La idea del hombre en la novela contemporánea” hiciera observaciones sobre novelas de Hesse, Huxley, Faulkner, Kafka, Joyce, por ejemplo, que pocos habían leído en México y que no constituían entonces centros de atención para quienes se ocupaban de la práctica y crítica de la novela mexicana.
Salvador Elizondo había gozado del privilegio de una juventud acomodada debido a la buena posición económica de su padre, que entre otras cosas había sido productor de cine y terminó su vida ocupado en actividades bancarias de alto rango. Elizondo pudo así aprender desde su niñez el inglés y el francés que leía sin ninguna dificultad. Estudió en el extranjero y vivió y viajó por la Europa de la postguerra donde se incubaban todos los frutos de la modernidad y la postmodernidad. Años en que se desarrollaban polémicas de todo tipo y cuyos personajes eran Sartre y Camus, entre otros. La lectura de Joyce fascinaba al joven Salvador Elizondo y había despertado su interés la escritura china tanto por el aspecto estético del que participa como por su estructuración para producir significados. Y así llegó a la lectura de Fenellosa y la poesía de Ezra Pound. El fenómeno estético de la poesía lo intrigaba. Sentía gran interés por los aspectos técnicos del arte en todas sus manifestaciones. Sus intereses se inclinaban al ejercicio de la ficción, de la pintura, la fotografía, el cine: actos sucesivos y congelación de instantes. Memoria e imagen. La ejecución técnica constituía la simiente de cualquier arte, su operación técnica iba a ser para él tan importante como la manifestación de los sentidos y los contenidos. El cine en cuanto a metáfora de instantes y movimientos constituía uno de sus más intensos centros de atención.
La actividad intelectual de Salvador Elizondo se hizo presente en las publicaciones que dirigían Fernando Benítez y Jaime García Terrés, y también en las de sus amigos como Juan García Ponce y Tomás Segovia. Fundó una revista, de efímera vida, Snob, y fue un miembro muy activo del grupo Nuevo Cine que buscaba renovar la crítica de cine en México y se empeñaba en denigrar, muy merecidamente, lo que los productores y directores nacionales concebían para su exhibición en pantalla. Filmó una película en 16 mm, Apocalipsis, y escribió un lúcido ensayo sobre la primera etapa de la filmografía de Luchino Visconti. Había aprendido la técnica de pintar un cuadro con Jesús Guerrero Galván, pero nunca exhibió ninguno de sus cuadros; escribió también un importante estudio, breve, sobre la pintura de Vicente Rojo en cuanto a sus aspectos formales, pero no asumió el ejercicio de la crítica de artes plásticas. Practicó la fotografía, mas para él esta actividad fue un asunto privado.
¿Cuál era su verdadera vocación?, se preguntaban quienes seguían sus escritos y sus conferencias. En 1965 asombra a los lectores con la publicación de Farabeuf. Un texto insólito para el medio mexicano. A partir de la observación de una fotografía que congeló el momento de suma crueldad a la que estaba siendo sometido un cuerpo en China, se desencadenó en él un proceso narrativo en el que se aliaban los procesos de la memoria, el afán por capturar un instante sobre el que se construye toda una narración en su imposibilidad de ser aprehendida en todos sus aspectos, y en la que giran como soles nocturnos el deseo, la muerte, el éxtasis del dolor y los cauces del erotismo, a veces ignotos. Los mejores momentos de la narración son aquellos en que la realidad se relata de tal modo que nos enfrentamos a una irrealidad de cuanto se narra: ¿de verdad sucede lo que se dice en los torturados renglones de la ficción? Una rebelión en China desencadena el horror y la técnica quirúrgica nos remite a una sórdida destreza para cortar la carne humana. Pero lo que nos llega a interesar de la novela no son los relatos de la crueldad sino los juegos y engaños a que nos puede orillar la memoria y nuestra percepción del tiempo. Es evidente que la aportación de Elizondo se refiere a las zonas oscuras y sombrías de nuestra condición. Le interesó reportar esos hechos bañados por una luz difusa y mortecina que nos remite a lo insólito, y sintió gran atracción por lo insólito, de encuentros y desencuentros impregnados por lo enigmático.
Hizo ejercicios narrativos que le sirvieron para dominar su oficio, como los cuentos de Narda y el verano, donde sin embargo no están ausentes los rasgos que caracterizan su narrativa. Y nos sorprendió con su relato Elsinore pues en él entra a la esfera de los sentimientos desde una perspectiva muy diferente a la que había hecho característica su escritura. Sin disputa ni controversia, Elizondo se hizo de un sitio de relevancia en la narrativa mexicana.
En relación con su bibliografía casi no se mencionaba que Salvador Elizondo había entrado en la literatura por la puerta de la poesía. Su primer libro pertenece a ese género. Pero no persistió en él, al menos no divulgó cuanto escribió en este dominio. Sus amigos y los enterados conocían de la existencia de ese libro, un libro maldito, para el autor, no por sus rasgos estéticos y éticos, sino por malo. ¿Cuánta justicia se hacía a sí mismo Elizondo? Poesía fue su título; y fue patrocinado por el mismo autor. Nadie le preguntó a Elizondo si no había encontrado un editor profesional que se hubiera querido ocupar de él. O si la impaciencia lo llevó a publicar en edición de autor. Quién sabe quién pueda responder ahora esas preguntas; ahora que es uno de nuestros escritores más célebres y reconocidos.
El libro lleva el escueto título de Poesía, apareció en 1960 sin pie de imprenta. Salvador Elizondo tenía entonces 28 años de edad y se supone que los poemas reunidos debieron haber sido escritos durante la primera etapa de sus veinte años; ¿se podría suponer que fueron fruto de la precocidad? Salvador Elizondo nunca comentó públicamente (salvo que exista una pequeña nota de prensa) que hubiera continuado escribiendo poesía. Pero en una entrevista, realizada pocos años antes de su muerte, señaló que tenía la intención de publicar sus poemas que consideraba dignos si se relacionaban con lo que se escribía ahora y que se nos quiere hacer pasar como poesía.
No sucedió eso en vida. El rescate de su archivo, la exhumación de los manuscritos, o la preparación de los originales ya dispuestos para su impresión, lo que no se señala en el libro de su autoría que este año publicó el Fondo de Cultura Económica, nos entrega la novedad de un conjunto de poemas bajo el título Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964. Resulta muy interesante comparar su libro de 1960 y el que apareció este año. Interesante en el conjunto de la poesía mexicana del siglo XX; interesante en cuanto a los planteamientos de su poética, o, si se quiere, en cuanto a su idea de percibir el fenómeno poético; interesante en si es válido plantearse cómo se debería publicarse un libro de un autor de su talla ya fallecido.
En el libro de poesía se advierte que Salvador Elizondo aparece como un autor de sólida cultura; es decir, no hay un tono ingenuo en los poemas, tanto en el procedimiento de su escritura como en lo que quiere plasmar en el poema. Muy joven había leído en su lengua original otra fuente de la técnica de su escritura: la que constituye la lectura de Mallarmé y Paul Valéry. Dentro del ámbito de la poesía francesa había surgido el movimiento de los surrealistas. Pero no solo fue la poesía surrealista la que se advierte en muchos de sus poemas sino la pintura. La forma en que “pintó” el silencio De Chirico. La transformación de una geometría en una especie de pesadilla, que contiene el peso de una realidad desolada y de desamparo. La solidez que se percibe como ruina. De la escritura surrealista quedó la libre asociación y el sueño donde se potencian los aspectos más oscuros de la realidad, o donde se hace comprensible por el deseo. Elizondo pertenece a la estirpe de los poetas para quienes los procedimientos del surrealismo constituyen la última deriva del romanticismo. Elizondo parece decirnos que la lepra de la vigilia es la escoria de nuestros sueños. Solo la oscuridad de la noche puede realizar la transmutación de esa oscuridad que emite una “luz” bajo la cual los ojos perciben el horror de nuestros actos.
El ángel de Rilke es terrible en el grito. El ángel de Elizondo lo es en la penumbra y la alusión. Los ángeles se ciernen sobre coitos que anuncian premoniciones. En la fabulación de Elizondo a los coitos los acompaña la música del grillo, como si fuera rara avis, y la carne en el coito suspendido queda en nada, solo hay esqueletos recién fotografiados. Y ese acto físico se realiza contra un telón de fondo donde se escuchan trenes que parten, el cielo es azul y tiene estrellas y el “espejo guarda la memoria de una mirada muerta”; todo sucede en una atmósfera enrarecida que dicta el tono de todo el libro: los poemas se construyen siguiendo una línea de fabulación e imaginación extraña para la poesía mexicana. Los cadáveres dan testimonio: “En este espacio yermo/ deshabitado de palabras/ todo futuro es yerto/ todo presente es fijo/ todo pasado es muerto”. En ciertos momentos muchos de los poemas se pueden leer desde la perspectiva de la imposibilidad de las palabras para expresar un acto concreto, de la imposibilidad de elaborar la metáfora del instante y la sorpresa con un sistema que solo admite la sucesión al expresarse, lo que impide que sus medios fijen un instante. Por eso el poema se convierte en ese espacio yermo que no habitan palabras. El espejo refleja una mirada, pero la mirada está vacía: “Solo quedan los gestos de los dioses/ inmóviles, difusos en el polvo;/ el viento los circunda y los arremolina/ la tolvanera erguida/ parece que está viva/ …y sólo gira”. En ese procedimiento de sucesión la memoria se confunde en el orden de lo que acontece, lo que se filtra y queda grabado se impregna de apariencia: “Los hombres —los viejos sobre todo—/ han pasado el invierno encerrados,/ atizando los frágiles fogones del recuerdo/ con las palabras que fueron vuestras/ y que ahora reposan ateridas/ en el fondo desolado de sus ojos/ como fosos […] y el sol los encontraba dormidos sobre su impotencia/ como sobre un fardo de sombras, sin haber recordado vuestros nombres; huecos sus corazones como una urna”.
El sistema metafórico de Elizondo basta para manifestar que tenía plena conciencia sobre la construcción de un poema. Aunque no se siente preocupado por los aspectos técnicos, y deja que el poema transcurra libremente encontrando su propio ritmo, no hay una voluntad de orden y de rigor en la expresión que da solidez a sus versos. Volvamos a una palabra para describir la poética de Elizondo: desolación. Los dioses han abandonado los escenarios donde transcurre la fabulación de los poemas. Los dioses le son desconocidos, los jóvenes son aconsejados por un ángel terrible y “solo saben que la inmortalidad/ es la incorporación de los cadáveres”.
Podemos imaginar: alguien vaga sobre arquitecturas que desconciertan y señalan en su abandono la premonición de algún encuentro. Pero cuanto se mira en torno se esfuma en el preciso momento en que los ojos tocan presencias y recuerdan ausencias. El poema “Encantamiento contra la enfermedad” nos da la medida de los alcances de esta poesía en cuanto a su expresividad, la atmósfera que la envuelve y la consumación de sus logros:
Cuando digas el nombre de los dioses
         bajando por la escalera
         tus ojos encontrarán los ojos
         de algún desconocido
         y pensarás en lo que tantas veces me dijiste.
                    Olvidarás tu nombre poco a poco.
                    no quedará de ti más que tu sombra
                    disolviéndose lenta contra el muro
                    y tu paso, ágil sobre la arena,
                    se desvanecerá junto a la espuma
                    y sólo tu recuerdo pronunciarás dos veces
                   el nombre con que abrías la ventana:
                   Mar. Mar.
Como se había mencionado ya, el Fondo de Cultura Económica ha puesto en circulación un delgado volumen que contiene los poemas que, según nos dice el título del mismo, fueron escritos entre 1960 y 1964. Es decir, todo parece indicar que son posteriores a la redacción de sus primeros poemas que aparecieron en el libro Poesía. Lo primero que distingue a los poemas de la segunda etapa es su voluntad de forma. Elizondo insistía que el exceso de libertad, o el libertinaje, a que había sido sometido el acto de escribir poemas había desembocado en textos donde se podía encontrar de todo menos poesía. El verso librismo en sus mejores logros parecía solo prosa cortada que no contenía los ritmos que exige el poema más libre. La lección de Valéry estaba muy presente. En el peor de los casos, lo que se entendía por poema era solo la expresión con mala prosodia de contenidos vulgares. La expresión suprema del poema como mecanismo de contenido y forma lo constituía para Elizondo el soneto: un silogismo que se construía siguiendo las reglas de una estructura precisa. El soneto era para Elizondo un mecanismo verbal que debía bastarse a sí mismo y en su rigor nos enfrentaba con el vacío que había producido vértigo a Mallarmé. Todo esto conducía a un callejón sin salida: la imposibilidad de escribir, que se podía expresar por la metáfora en la que un espejo se enfrenta a otro espejo y en la reproducción infinita las formas se pierden en el vacío. Su mejor ejemplo era su texto en el que alguien se ve escribir a sí mismo hasta perder su identidad. Pero no fue la precisión técnica lo que hizo mejor poeta a Elizondo. Sus sonetos están aceptablemente construidos. Pero los debilita que recurra con frecuencia a la rima utilizando el participio pasado y que en ninguno de ellos se haya planteado un tour de force. Su intención nos recuerda al acto fallido que han sido los poemas de los autores brasileños como Lêdo Ivo que junto con sus compañeros, después de la aventura vanguardista de los Andrade o Bandeira y Drummond, buscaron refugio en la tradición para encaminar por el “buen” rumbo a la poesía. Después de los momentos de sorpresa, de metáforas insólitas de realidades habitadas por el mal, las pesadillas, la muerte que se trasmuta en deseo, Contubernio de espejos parece suceder en esa misma atmósfera, pero se tiene un sentimiento de asepsia cuando se lee ahora a Elizondo:
          Tibio remanso a furias excitable
                      con apremio del doble compromiso
                      que trueca el infierno en paraíso
                      su galopar inmóvil e implacable.
Aunque están presentes la manifestación de sus mejores virtudes como escriba que había alcanzado en su anterior libro, como el poema “Imagen”:
        
 Viven en un espejo
                      de azogue turbio y realidad incierta.
                      te invoco en su reflejo
                      y se queda desierta
                      la angustia con que llamo en esa puerta.        
Contubernio de espejos exigía que fuera acompañado de un prólogo, que fuera el resultado sobre la investigación acerca de ciertos aspectos de Elizondo como poeta. Entre sus papeles, ¿se encontraron más poemas? Hacer un cruce entre su narrativa y su poesía: en Farabeuf hay pasajes que se desprenden directamente de algunos poemas, y en ambos la simbolización y el juego de la memoria desempeñan un papel semejante. Contubernio de espejos parece ser la glosa de los poemas publicados en el primer libro; se puede hablar también que en algunos casos se recurrió a la reescritura. Hay un poema que pasó íntegro de un libro a otro sin ninguna modificación. En fin, aspectos que resultan confusos en una valoración de la poesía de Elizondo.