domingo, 29 de noviembre de 2015

El libro del año

29/Noviembre/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Hace tiempo que no se publicaba en México tan hermoso y tan llamado a permanecer en su calidad de clásico como los Diarios 1945–1985, de Salvador Elizondo. La fotógrafa Paulina Lavista, su viuda, debe sentirse muy orgullosa de su propio trabajo como custodia de la llama que alumbra la obra de uno de nuestros escritores singulares. También debe estar feliz del espectacular diseño del libro impreso por el FCE, mérito no sólo de los diseñadores, sino de ella misma, que con amor abrió a la vista del lector la enorme y gruesa caligrafía de Elizondo a través de sus legendarios cuadernos, junto al riquísimo material fotográfico, proveniente del archivo familiar del escritor junto a las fotos, numerosísimas, que Paulina le tomó.

De los Diarios elizondianos ya conocíamos fragmentos publicados en Letras Libres durante 2008 pero aquella lectura, por ser fragmentaria en el sentido restrictivo de la palabra, no me dejó tan satisfecho como la del tomo completo, finalizado, por ahora en 1985. No me cabe duda que en pocos años tendremos una segunda entrega de la cual ya existe un precioso adelanto en El mar de iguanas (Atalanta, Girona, 2010) donde se publica la versión nocturna de los diarios de Elizondo, los Noctuarios (1986–1997) que, como su nombre lo indica fueron redactados exclusivamente durante las noches del escritor a espaldas de la Plaza de Santa Catarina y donde están algunas de sus especulaciones más arriesgadas. Siendo indispensables al menos tres de sus ficciones (El hipogeo secreto, tan ninguneado, Farabeuf o la crónica de un instante y el maravilloso Elsinore), pocos autores mexicanos han crecido tanto después de su muerte como él. Finalmente, en 2012, también el FCE publicó la poesía de juventud de la cual él renegaba y que es sorprendente. Sobre todo en las formas breves, Contubernio de espejos (poemas 1960–1964), del joven Elizondo, jeune amateur oscilante entre la pintura, el cine y la literatura, escribió una poesía del todo ajena a su época. A veces parece “postmodernista” en el sentido de Enrique González Martínez y otras, precisa y sentenciosa, parecida a la del último Brodsky o el último Heaney.

Las entradas infantiles pues Elizondo comienza su diario a los doce años en la escuela militar de Los Ángeles, California, que inspirará Elsinore: un cuaderno (1988) y las más propiamente adolescentes, son deliciosas por previsibles: primeras mujeres y primeros deslumbramientos (Dostoievsky, Mozart, Proust, Céline) a los cuales se sumará no sólo su grand tour por las ciudades europeas, en las cuales descubre la extravagancia retrógrada de España, simpatiza con el comunismo, descubre el cine italiano que le enseña a ver México con los ojos de Fellini y encuentra, primero que nadie, que la trabajosa interpretación identitaria emprendida entonces por el grupo Hiperión, ya estaba bien trazada en D.H. Lawrence desde los años veinte, lo cual lo convence, según anota el 22 de noviembre de 1954 que “yo no puedo arrastrar a nadie a los infiernos. Una vida académica requiere cordura de la que carezco y una vida de agitación política requiere contacto con los hombres, lo cual aborrezco”.

Dandy, Elizondo estuvo lejos de ser un maldito aun cuando a Paulina, cuando se fugó con el escritor, en el invierno de 1968, le advirtieron que sería víctima de los martirios chinos diseccionados por el doctor Farabeuf, cosa que fortuna no ocurrió. El 10 de junio de 1971, cuando enterados de la matanza, Paz y sus amigos se fueron a hacer un desplegado de protesta a la casa de Fuentes, Elizondo consigna que allí estuvieron, en efecto, pero para tomarse una copa, lo cual no se contradice con lo otro, pero dibuja al académico de la lengua y miembro del Colegio Nacional, un hombre decente del Antiguo Régimen ligado estrechamente a su familia y a su servidumbre doméstica, caballero respetuoso de literatos en apariencia tan convencionales como su adorado tío don Enrique, Jaime Torres Bodet o el crítico Antonio Castro Leal al mismo tiempo que dirigía la escandalosa revista S.nob e hizo de James Joyce, su lectura permanente e infinita, con Pound, en segundo lugar. Esa contradicción vital entre el conservadurismo y la vanguardia (tomada de otro de sus penates, Valéry) se constata, a cada rato, en sus Diarios pues Elizondo fue el escritor más modernist (en el sentido anglosajón) de su generación. Pero también fue, un mexicanísimo coleccionista de axolotes, aficionado desde niño a la tauromaquia y al futbol, que le parecía el último reducto de un belicismo que echaba de menos. Lector apasionado de Jünger, durante la guerra de las Malvinas fue partidario firme de los ingleses y estudió aquella guerra televisada con maneras de historiador militar, acabando por sugerir que México recuperara por la fuerza las hoy tan publicitadas islas Clipperton. Elizondo, tristemente, no tuvo éxito fuera de México por ser sólo un escritor de su tiempo, autor de una novela como Farabeuf, igual o mejor que las italianas o las francesas de esos días. Pecó de no ser exótico en los dos sentidos de la expresión: ni escribía mexicanadas ni presumía de no escribirlas.

Guardo un último recuerdo muy especial de Elizondo. Antes de que un cáncer pavoroso lo postrara, me los encontré a él y a Paulina en la efímera librería francesa de Altavista (tanto las intervenciones como las librerías francesas, duran poco en México). Salvador, el autor de Camera lucida (1983), no se desprendía de su cámara. Nos sacó una foto a mi padre y a mí, en lo que fue la última visita de éste a una librería pues poco después la arterioesclerosis le borró de manera veloz toda memoria. Ocurre que mi padre había sido su psiquiatra a mediados de los años sesenta y a pesar de haberlo internado dada la gravedad de la situación por la que el escritor atravesaba, Elizondo nunca le guardó rencor, cosa rarísima en esos casos, sino una gratitud y simpatía un tanto extravagante. Aquella foto, para desgracia mía, se perdió. Pero me quedan, como a cientos de lectores, estos Diarios (1945–1985), cuya prosa es la más aguda, precisa y metódica, a la vez empática y metafísica, que narrador alguno haya escrito en México.

Mutaciones de un libro

29/Noviembre/2015
Confabulario
Javier García-Galiano

Entre las calles que Salvador Elizondo frecuentaba placenteramente se hallaba la Calle de la Palma, en el centro del Distrito Federal mexicano, en cuyas tiendas de armería solía detenerse cuando iba a El Colegio Nacional –era un tirador certero, y la de Dolores, que puede identificarse con una forma algo fantasmagórica de un barrio chino. Entre aquello que puede encontrarse en sus tiendas, donde Elizondo compraba chamoy y té verde, hay unas monedas con caracteres chinos que, entre otras cosas, sirven para consultar el I Ching.
Ese libro legendario sigue importando un enigma. “Los mismos sinólogos eruditos”, creía Carl Gustav Jung, “no entienden la aplicación práctica del I Ching y, por ende, han considerado ese libro como una colección de abtrusos ensalmos mágicos”. Leibniz se asombró cuando descubrió que el ordenamiento de los 64 hexagramas coincidía con el sistema numérico binario que había propuesto en una teoría. Hay quien lo considera una representación de la naturaleza y un tratado acerca de la relación del Cielo, la Tierra y el hombre. Otros han descubierto un diccionario en él. Algunos lo comprenden como un libro de sabiduría antigua. Muchos lo buscan como un oráculo. Pero, como decía Jung, “cuando menos se piensa en la teoría del I Ching, se duerme mejor”.
Hay que recordar que en el principio de Farabeuf de Salvador Elizondo, “en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa. Las monedas no tocaron la superficie de la mesa en el mismo momento y produjeron un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, apenas perceptible, que pudo haberse prestado a muchas confusiones. De hecho, ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto”.
Entre otros, en ese acto podría adivinarse una de las formas de consultar el I Ching. Elizondo, que escribió el prólogo para el primer intento de traducción al español de la versión alemana de Richard Wilhelm hecha por Malke Podlipsky, en 1969, sostenía que el sentido de ese libro, “por su misteriosa ambigüedad, está imbricado con cualquier interpretación que se haga de él”.
“Es por eso que el libro sólo se puede describir en los términos de las dos escuelas rivales de interpretación: la ética, que lo concibe como un libro de preceptos; o la mántica, que lo concibe como un libro oracular”.
Joung Kuon Tae, que ha examinado en un libro La presencia del I Ching en la obra de Octavio Paz, Salvador Elizondo y José Agustín, advierte que el dibujo de los más sutiles hexagramas establece el principio de la dualidad del mundo y “la dualidad antagónica es una de las principales preocupaciones en Farabeuf: el Yin y el Yang, el Oriente y el Occidente, el recuerdo y el olvido, la pregunta y la respuesta, el placer y el dolor, el instante y la eternidad, el movimiento y la inmovilidad, la luz y la sombra”.
Cree asimismo que “geográficamente se podría dividir la esfera terrestre por la doctrina del yin y el yang; el yang (principio femenino) es el Oriente donde nace el sol, y el yin (principio masculino) es el Occidente, donde se pone el sol”, y afirma que “existe otra muestra de contraposición entre el Oriente y el Occidente en Farabeuf. Las prácticas adivinatorias de la Enfermera oponen las dos culturas, el I Ching (oriente) y la ouija (occidente), mostradas como método de adivinación complementarios”. Esa adivinación “no es una simple mención del texto, sino la formulación del Chou I como parte del relato (…) cualquiera que sea la interpretación de los Kua que sacó la Enfermera, el destino final de la acción se dirige al lector”. Farabeuf podría proponer también una adivinación que el lector va resolviendo con su lectura.
Carl Gustav Jung sostenía que la ciencia del I Ching “no reposa sobre el principio de casualidad sino sobre uno, hasta ahora no denominado –porque no ha surgido entre nosotros que he designado como principio de sincronicidad”. También los hechos que acaso ocurren en Farabeuf parecen casuales y pueden creerse ajenos y distantes, pero coinciden significativamente.
Elizondo comprendía que “dividimos la realidad en dos partes, pasado y futuro, para juzgar un fenómeno presente actual: Llueve. Para el pensamiento chino eso que nosotros hemos dividido en dos partes es indiviso o infinitamente divisible”. Sabía asimismo que “los chinos no se preguntan ¿qué es el mundo?, sino ¿cómo está en este instante el mundo? El I Ching es la figuración verbal que sólo en el siglo 19 fue no verbal: la fotografía, en occidente”.
El origen de Farabeuf, se sabe, fue una fotografía de un suplicio chino llamado Leng T’che que le mostró José de la Colina en una cafetería, luego de una de las funciones del Cineclub del IFAL, contenida en el ejemplar de Las lágrimas de eros de George Bataille que acababa de comprar en la Librería Francesa.
Como el cultivo de una obsesión, Elizondo parece haber ido transformando literariamente esa imagen. El lunes 4 de marzo de 1963 anotó en uno de sus cuadernos que estaba “madurando mi relato sobre el supliciado de Pekín que ya había yo empezado pero que destruí. Creo que ahora quedará mejor”. También el nombre cambió; en un principio se llamaba Quimera y muchos años después de editarse con el nombre de Farabeuf, Elizondo renegaba del subtítulo: “La crónica de un instante”. En “Frankfurt-París”, uno de los textos que conforman el libro Estanquillo, escribió que “en lo personal debo decir que como siempre me hacen la misma pregunta ya tengo bien preparada la respuesta. Es una pregunta que deriva del subtítulo estrictamente de promoción comercial, agregado al título escueto de mi libro más conocido por sugerencia de su primer editor. Después de casi treinta años apenas he conseguido suprimirlo de la edición norteamericana que salió hace unos meses. Me pregunto que irán a hacer los críticos cuando consiga suprimirlo totalmente”. Sin embargo, en el manuscrito, exhibido recientemente en la muestra dedicada a Farabeuf en la sala Justino Fernández del Palacio de Bellas Artes en el Distrito Federal, el subtítulo está escrito con la letra singular de Elizondo.
No creo que Salvador Elizondo se propusiera escribir un libro derivado del I Ching; adivino que al conjeturar literariamente acerca de la fotografía del supliciado de Pekín, sus conocimientos del I Ching, de los ideogramas chinos, del montaje cinematográfico, de la historia de China determinaron el entramado del libro.
En no pocas ocasiones, Elizondo confesó que había estudiado chino porque su escritura procedía del principio del montaje. Había sido el cinematógrafo el que le reveló ese principio que no dejó de fascinarlo. En sus clases de “Teoría y crítica literaria” en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, hablaba con placer del experimento fílmico que atrevió Lev Vladimirovich Koulechov en los años veinte, en el cual aparecía el rostro inexpresivo del actor Mosjoukine, al cual le introducía imágenes varias: una vela, un plato de sopa humeante, una mujer desnuda, las cuales parecían conferirle diversas expresiones a ese rostro: de circunspección, de gula, de lujuria… También se interesó por la fotografía de Lászlo Moholy-Nagy y había estudiado las teorías de Serguei Eisenstein. Cuando se ensayaba como pintor, Elizondo creía que esa estética proponía ciertos principios de montaje que permitirían instaurar una disciplina pictórica más rigurosa. “Largo tiempo trabajé en esa dirección”, escribió en su autobiografía precoz, “sin conseguir apresar el objetivo que me había propuesto. Al fin de cuentas sólo conseguí pintar un cuadro en el que había yo incorporado las ideas que de una manera muy simplista expresaban los rudimentos del principio de montaje tal y como el propio Eisenstein lo había aplicado en el cine unos veinticinco años antes que entonces. Muchos años después, cuando emprendí el aprendizaje de la escritura china, caí en la cuenta de que los chinos habían conseguido, en su estructura de sus caracteres ideográficos, exactamente los mismos resultados que Eisenstein en sus películas, dos mil años antes”.
En 1965, el año en el que Joaquín Mortiz editó Farabeuf, Elizondo empezó en San Francisco la traducción de un pequeño volumen que había comprado en la librería City Lights: Los caracteres de la escritura china como medio poético de Ernest Fenollosa. Vivía entonces “en la única ciudad del litoral occidental en la que el espíritu y la presencia del Oriente son más manifiestos que en ninguna otra de nuestro continente”. No era mucho lo que sabía acerca de Fenollosa, y lo poco que sabía procedía casi todo de los textos críticos de Ezra Pound: que, como George Santayana, pertenecía a una familia valenciana aclimatada en Boston, que había ocupado distintos cargos en la administración de las artes en Japón, que murió siendo curator de las antigüedades orientales del Museo de Boston, que era autor de una monumental historia del arte oriental y de innumerables trabajos monográficos sobre cuestiones de literatura orientales, que era “tal vez, el único hombre al que Pound admiró sin reservas durante toda su vida”.
En ese pequeño volumen, Fenollosa examina algunos de los principios de la escritura china, cuyos caracteres “son imágenes taquigráficas de acciones o procesos”. Como ejemplo refiere que el ideograma que significa “hablar” es una boca de la que salen dos palabras y una llama. El signo para “crecer con dificultad” es pasto con la raíz torcida.
En Farabeuf se asiste también a “la dramatización de un ideograma” que “es el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar”. Quizá por eso parece una escritura perpetua, que no tiene principio ni fin, que empieza donde termina ¿recuerdas?… y que no ocurre sucesivamente, sino en sincronía, como el I Ching; se trata de “imágenes que permanentemente se transforman”.
Entre los libros de escritura china como The Chinese Language de R. G. D. Forrest, How to study and write Chinese Characters de Walter Simon, The Six Scripts of the Principles of Chinese Writing de Sai Tung o The Thousand Character Classic de Ch’ien Wen, de los diccionarios de Walter Hilier y de Walter Simon que Elizondo atesoraba, hubiera podido encontrarse el libro que alguien dejó olvidado en la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon “y entre cuyas páginas amarillas encontraste dos cartas; una que describía un incidente totalmente banal ocurrido en la playa de un balneario lujoso y otra, redactada febrilmente, un borrador tal vez, muchas de cuyas líneas eran ilegibles y que hablaba de una curiosa ceremonia oriental y proponía, al destinatario, un plan inquietante para conseguir la canonización de un asesino… ¿recuerdas ese libro?”
Aspects Médicaux de la Torture Chinoise… Précis sur la Psychologie… no, Physiologie… y luego decía algo así como: renseignements pris sur place a Pekin pendant la revolte des Chinois en 1900… el autor era H. L. Farabeuf… avec planches et photographies hors texte… Esto es lo que yo recuerdo…”
Las alusiones en Farabeuf no responden a un capricho, sino que importan más que sugerencias significativas que van urdiendo la escritura. La rebelión de los Boxers, esa sociedad secreta de campesinos nacionalistas que se oponían a la invasión extranjera y a los misioneros occidentales, también la conforma; “el suplicio llamado Leng T’che figurado en esa fotografía, empleada como imagen afrodisiaca por el hombre en la mujer, fue realizado, según un viejo ejemplar del North China Daily News, encontrado en un desván de la casa y empleado para proteger el parquet en esa tarde lluviosa, el 29 de enero de 1901, época en que las potencias extranjeras habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo t’uan mejor conocidos como los Boxers
Un manual de uso común en las escuelas de medicina de Francia le deparó a Elizondo un personaje conjetural; me refiero, por supuesto, al Précis de Manuel opératoire de Louis Hubert Farabeuf. Ese médico decimonónico, sus lecciones legendarias en el anfiteatro que actualmente tiene su nombre, sus métodos operatorios, sus teorías acerca de la amputación, su instrumental quirúrgico prevalecen imaginariamente como algo semejante a un mito incipiente que adquiere diversas formas posibles, y las láminas ilustrativas de su manual operatorio conforman visualmente la escritura del libro atendiendo los principios del montaje que lo componen.
En una entrevista, Salvador Elizondo les confesó a Alejandro Toledo y Daniel González Dueñas que “las explicaciones de Farabeuf las estoy formulando y todavía no las acabo de crear a estas alturas. Cada vez que me preguntan invento una. La que más uso es la del montaje, pero tengo también una generada por la filosofía de Bataille (que se me ha atribuido mucho sin ser cierto); de otro modo también hablo de lo histórico, geográfico, pictórico, fotográfico, etcétera. La explicación con la que me quedaría finalmente es la del montaje, el intento de aplicar el principio de montaje a la composición literaria. Creo que esto satisfaría la mayor parte de las preguntas que se podrían hacer acerca de en qué consiste el método Farabeuf, pero puedo agregar muchas interpretaciones más”.
Quizá se trató también de una pista falsa, pero una noche en su casa de Coyoacán, luego de una de nuestras comidas acostumbradas que derivaban en largas conversaciones, Salvador Elizondo me alargó un volumen diciéndome: “Aquí está el origen de todo…” Era un libro mítico: Psychopatia Sexualis de Richard von Krafft-Ebing.
“Se diría que toda nuestra vida interior está dominada por nuestras obsesiones”, escribió en Camera lucida, “y sin embargo, al cabo de la vida exterior, éstas son sólo unas cuantas y de escasa y fugaz potencia”; entre las obsesiones perdurables que reconocía en él se hallaban la torre de marfil en medio de la isla desierta, la Legión Extranjera y el teatro hipnagógico del Struwwelpeter.
En “Invocación y evocación de la infancia”, uno de los textos que conforman Cuaderno de escritura, Elizondo recordaba ese pequeño libro alemán para niños del doctor Heinrich Hoffmann. “El libro se intitula Der Srtruwwelpeter, título que aparece impreso en tortuosos caracteres góticos sobre la pasta cartoné. Sobre la misma pasta se puede ver un grabado que representa al Struwwelpeter, que es un niño de edad indefinida al que le ha crecido abundantísima cabellera rubia, así como las uñas de los dedos, que alcanzan una longitud proporcional de unos veinte o veinticinco centímetros. Este personaje se encuentra de pie, en actitud de Cristo, sobre un zócalo adornado con peines y tijeras, y en el centro del cual se dice que el libro contiene alegres historias e ingeniosos dibujos para recreo de los chiquitines”.
Para Elizondo, “una de las más impresionantes de esas chistosas historietas es la de Conrado, el niño que se chupaba el dedo. Al salir de la casa, su madre advierte a Conrado que no debe chuparse el dedo, porque si lo hace vendrá el sastre con sus grandes tijeras y se lo cortará. Una vez que ha salido la madre, como es lógico suponer, lo primero que hace Conrado es chuparse los dedos y, como es totalmente ilógico suponer, entra el sastre y con sus grandes tijeras le corta los dos pulgares. La historieta termina con una tristísima imagen de Conrado llorando desconsoladamente con las manos chorreando sangre. Como es fácil suponer, la moraleja de esta historieta es que no hay que chuparse los dedos”.
Ese parece ser irónicamente el libro que, en el Teatro Instantáneo del Maestro Farabeuf, la Enfermera, además de los pequeños folletos del doctor Farabeuf, ofrece diciendo: “‘…o este entretenido libro de imágenes para los niños’. Era un libro con pastas de cartón. La Enfermera lo mostraba abierto en las páginas centrales. No he podido olvidar una de aquellas imágenes. Representaba a un niño a quien le habían sido cortados los pulgares. Las manos le sangraban y a sus pies se formaban dos pequeños charcos de sangre. Afuera de aquella casa en la que estaba el niño mutilado estaba lloviendo. Esto es una intuición inexplicable porque no había ningún indicio dentro del grabado que hiciera suponerlo con certeza. Sólo, quizá, el hecho de que en un grabado contiguo aparecía una mujer con un paraguas”.
Se trata asimismo de un recuerdo que, como otros recuerdos, no deja de repetirse variablemente: “Pero tu recuerdas otra imagen, una imagen más remota que todo lo que aquí nos contiene aislados, una imagen que vive, tal vez en tu infancia. La imagen de un niño con las manos sangrantes. Alguien, un desconocido, Farabeuf tal vez, le ha cortado los pulgares de un tajo certero y el niño llora, de pie en medio de una estancia enorme, como esta. A sus pies se van formando unos pequeños charcos de sangre. (Alguien debía haber extendido unos periódicos viejos para que no se manchara el parquet) y escuchas, mientras evocas esta imagen, una voz que dice ‘…por chuparse los dedos, vino el sastre y se los cortó con grandes tijeras…’ y esa voz se repite como un disco rayado. Afuera llueve porque la mujer que te cuenta esta historia lleva un paraguas. Llueve y se repite algo como ahora. Llueve y se repite, se repite y llueve y se repite y llueve”.
Llueve también cuando el doctor Farabeuf traspone el umbral de la casa marcada con el número 3 de la rue de l’Odeon, llueve cuando una mosca golpea contra el cristal de la ventana, en el vaho de cuyos vidrios alguien ha dibujado el ideograma liú, llueve el 29 de enero de 1901 en Pekín cuando se ejecuta el suplicio llamado Leng T’che, llueve cuando la Enfermera consulta el I Ching, el cual para Salvador Elizondo puede ser asimismo “un manual de caligrafía
Un manual de economía política
Un manual de crimatística
Un manual de economía doméstica
Un manual de economía agrícola y comercial
Un manual de retórica
Un manual calendárico
Un manual de que se trata de un juego
La más interesante que este texto propone”.
*Foto: Salvador Elizondo destinó  muchas horas a trazar ejercicios caligráficos en sus cuadernos de notas, e incluso en las guardas de  los ejemplares de su biblioteca.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Sada, carrilludo

22/Noviembre/2015
Confabulario
Geney Beltrán Félix

Para bien y para mal, lo que más detiene la atención de quien se adentra en la narrativa de Daniel Sada es su estilo, esa convivencia de regionalismos, arcaísmos y barbarismos engarzados en una prosa de calidad rítmica. Ante una propuesta así de inusual —pensemos en el porte clásico de autores contemporáneos como Fabio Morábito y Álvaro Uribe—, no son infrecuentes el rechazo y el desistimiento: la prosa de Sada fácil puede ser desatendida —lo he escuchado así en diálogos de escritores— como una excentricidad prescindible: un capricho y nada más.

Pero, en la otra esquina, estas audacias verbales también han dado paso al entusiasmo y el elogio. Frente al adocenamiento de prosas sin relieve, Sada ofrece una expresión rica y plural, una facundia estilizada con la que el autor habría poblado el desierto de Coahuila en que creció. Y, antes que una bufonada, su escritura sería una vehemente declaración de soberanía lingüística del hispanoamericano ante la metrópoli peninsular, o del norteño ante los modos cortesanos de la capital del país.

Para Sada mismo, su estilo era menos relevante que otros aspectos de su narrativa, como su concepción de la trama. No era falsa modestia; si a Sada su estilo le parecía menos llamativo era porque no le implicaba una exigencia: su prosa rítmica era la deriva natural de su educación lingüística como lector, desde chamaco, de poesía española del Siglo de Oro. Vasto conocedor del romancero y la canción popular, Sada respiraba con métrica; tenía un oído genésicamente imantado con el habla viva.

Sada se colocó en la fila de los creadores que han amalgamado los veneros de lo popular y lo culto para conseguir una lengua intransferible, un sitio hospitalario en que la norma y la incorrección, la precisión del académico y la libre jerigonza del pueblo, lucen la misma dignidad artística. Como Cabrera Infante y Rulfo, Sada rompe con la diglosia del intelectual hispanoamericano señalada por Ángel Rama en La ciudad letrada: el divorcio entre el habla de todos los días y la esfera de las letras impresas no existe.

Aunque se dio a conocer con la novela corta Lampa vida (1980) y los cuentos de Un rato (1984) y Juguete de nadie (1985), su mayoría de edad literaria la alcanzó Sada con Albedrío (1989) y Registro de causantes (1992). Aquella, su segunda novela, narra la transformación en la vida de un niño que huye de su casa en un pueblo del norte para unirse a una tropa de húngaros. Registro de causantes, que también tiene como escenario el desierto coahuilense, es una compilación de cuentos en que nítidamente pueden revisarse los atributos de una peculiar voz narrativa.

No es rasgo menor que, salvo en dos casos menores, Sada se decanta en este libro, en un gesto ya definitivo, por la narración en tercera persona. Aunque podríamos añadirle el adjetivo “omnisciente”, este narrador se otorga licencias “impropias” de la ficción realista. Al tiempo que focaliza en la percepción alternada de distintas psicologías, el narrador se niega a la frialdad con que un Chéjov deja actuar a sus creaciones, para a cambio emitir juicios y especulaciones que no podrían ser adjudicados, con la excusa del discurso indirecto libre, al pensamiento de un solo personaje. Es decir: el narrador mismo tiende a la emisión de doxa. Esta vena, de raíz paremiológica, se encuentra ya confesada en los títulos, como el de su novela mayor, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, o el de varios relatos. Los textos tampoco se recusan a lo explicativo o hasta lo prescriptivo. “Cualquier altibajo”, que narra un curioso partido de beisbol, arranca con esta sugerencia: “Antes que nada, debería estar prohibido hacer juegos de ocho, diez, o más horas en época de verano”. Desde el estreñimiento realista preguntaríamos: ¿quién es este narrador que no sólo cuenta una historia sino que también lanza moralejas?

Esa voz es una construcción paródica; el humor en Sada se concentra menos en las situaciones que en la mirada como se consignan. Aunque no se niega a la caracterización —no es Dios Padre observando impasible sucesos y cataduras—, este narrador tiene un perfil no individual sino comunitario. Es un conjunto de voces superponiéndose, turnándose, a la manera de lo que registraría un micrófono abierto, promiscuo, ambulante en las calles de un pueblo. Hay destellos de un superyó sermoneando las decisiones personales, llamando a un sentido común conservador; todo esto se enarbola jocosamente. La burla aquí tiene un talante democrático: gobernantes y gobernados, adultos y niños, gordos y flacos, todos reciben algún epíteto sarcástico. Va quedando claro el carácter de este narrador: el de la carrilla. Es esta la costumbre norteña de la burla insistente, a menudo pesada, que busca aplacar los humos de parientes, amigos, vecinos. No hay una voluntad de juego nada más. A diferencia del espesor crítico en la sátira swiftiana, que se dirige del débil al poderoso, este narrador falsamente democrático hace manifiesto el cariz mezquino y envidioso de la carrilla, práctica que no se ahorra el rebajamiento por los rasgos físicos y que está muy pendiente de nivelar egos y voluntades hacia la medianía: que nadie destaque porque peor le irá. Y, así como todo y todos son susceptibles de recibir un varapalo, nada ni nadie ha de tornarse serio. En “Bahorrina”, el narrador delata con insensibilidad la “maña” de Diamantina, quien, ya en sus cuarentas, expresa un muy genuino anhelo: “—Reginaldo —dijo ella, titubeante, pero… Sí, con absoluto deseo y maña para pedir—. Dame un hijo, todavía puedo tenerlo…”.

Más que ver la carrilla como una guasa inocente, lo que la prosa de Sada acomete es un desnudamiento crítico: exhibe cómo todo narrador “omnisciente” no es en realidad extradiegético, no está fuera del marco de la ficción, sino que es una construcción interesada que en su falsa objetividad valida los prejuicios de una comunidad. No es, pues, la rareza de Sada un capricho: el narrador carrilludo aporta un registro de las formas retrógradas con que los destinos humanos han sido aprehendidos y reprendidos en las comunidades del norte de México.

Mucho más que desiertos y fronteras: Eduardo Antonio Parra

22/Noviembre/2015
Confabulario
Vicente Alfonso

Una pequeña muestra de una tradición amplia. Así, con apenas siete palabras, describe Eduardo Antonio Parra el volumen Norte. Una antología, compilación que reúne relatos de cuarenta y nueve autores del norte del país, y que incluye tanto a escritores consagrados como a narradores de generaciones muy recientes. Él mismo aclara por qué la brevedad de su definición: “Quienes crecimos en el norte no nos tardamos demasiado tiempo describiendo, ni nos fijamos en preciosismos. El norte es un ámbito muy simple, desnudo: las cosas están para servir, no para adornar… y creo que en el lenguaje se puede ver eso”.

Corre el tercer jueves de octubre. En la capital, en la calle de Mérida de la colonia Roma, un puñado de lectores y escritores se ha dado cita a las siete y media de la tarde para brindar por este libro publicado por Ediciones Era en coedición con el Fondo Editorial de Nuevo León y la Universidad Autónoma de Sinaloa. En el patio, los chirrines desempolvan el acordeón y el bajosexto. Suenan “Flor de Capomo” y “El corrido del viejo Paulino”. A falta de sotol circulan cervezas, y más de un asistente ha llegado pensando que en lugar de bocadillos encontrará platos de aguachile, cabrito y lonches de adobada.

Hasta aquí el lugar común. Ese que, como bien señala Eduardo Antonio Parra en el prólogo a esta antología, ha instalado al norte “como un imaginario que se desenvuelve en líneas fronterizas, desiertos, cadenas de montañas, planicies, riberas y urbes populosas”.

Una vez más: hasta aquí el lugar común, porque una de las conclusiones de esa noche, si las hubo, es que resulta imposible hablar de un solo norte: es norte la población de La Rosilla, Durango, donde no es raro que en invierno el termómetro descienda a veinte grados bajo cero. Y también es norte el desierto de Altar, en Sonora, donde en verano la temperatura rebasa los cuarenta y cinco grados. Es norte Los Mochis, Sinaloa, fundada en 1872 por socialistas utópicos, y también es norte el casino de Agua Caliente, abierto en 1927 para que los gringos pudieran apostar y beber en Tijuana cuando no podían hacerlo en su país.

“El norte no es sólo desiertos, líneas fronterizas o planicies interminables: es muchísimas cosas más”, afirma Parra, quien desde que comenzó a darle forma a este proyecto sabía que, para que el libro quedara completo, tales diferencias debían verse reflejadas: “era importante insistir en las distinciones regionales. Allá se desarrolla una vida cultural tan compleja como la de cualquier parte del mundo. Cada región tiene características propias que son muy claras, y que dejan una marca indeleble en quien se cría allá, en quien respira ese aire y en quien vive esa tierra”.

Y lo deja claro: si bien es verdad que en algunos de los cuentos hay trocas y botas viboreras (por ejemplo “Cualquier altibajo” de Daniel Sada), la antología incluye muchos otros relatos que, sin dejar el terruño, prefieren hablar de extraterrestres (“El hombrecito del plato”, de Alfonso Reyes), de fantasmas (“Los miedos” de Ignacio Solares) o de aparecidos (“Los relámpagos” de Luis Jorge Boone). Hay otros que dialogan de tú a tú con obras del boom latinoamericano (“En este pueblo no hay cabrones”, de Juan José Rodríguez), con la llamada literatura detectivesca (“El caso de Marlene Stamos” de Élmer Mendoza y el ya mencionado de J.J. Rodríguez) e incluso con las tradiciones bíblicas (“Señor de Señores”, de Miguel Tapia).

Además de reflejar la diversidad del habla y las costumbres norteñas, este libro de 329 páginas fue armado a partir de un criterio inicial: buscar textos para lectores que tuvieran alrededor de 15 años, dos tres años para abajo, dos tres años para arriba: “Busqué textos que les resultaran atractivos, invitantes hacia el resto de la narrativa norteña, mexicana o universal. Quería un libro que se repartiera en bibliotecas escolares de secundaria y sobre todo de prepa. Por eso de muchos autores no están sus cuentos más emblemáticos, sino los que más se enfocan en este tipo de lector”.

No obstante, cuando la antología comenzaba a tomar forma, los editores observaron que resultaba adecuada para todas las edades: “A partir de ese momento mi intención principal fue crear un libro cuya lectura fuera disfrutable por cualquier lector. Un libro de esos que emocionan, que se pueden quedar un muy buen rato en la cabecera de tu cama y de que fuera el punto de partida para que el lector buscara más de los autores incluidos. Quería un libro gancho”.

Un árbol genealógico

Otro de los propósitos de Norte. Una antología es desmentir la idea, repetida por muchos, de que la narrativa del norte es un suceso reciente que aparece ligado a fenómenos como la violencia y el narcotráfico. En palabras del compilador “la narrativa norteña forma parte de una tradición sustentada en una genealogía de autores que, por lo menos desde los albores del siglo XX, reflejan en sus relatos no sólo las obsesiones literarias personales, sino también las características de su ser norteño”.

El cuentista y novelista va más lejos: menciona que la lista de fundadores de esta estirpe del norte coincide en varios nombres con la de los fundadores de nuestra literatura nacional, y menciona a tres miembros del Ateneo de la Juventud: Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes y Julio Torri: “Desde un punto de vista nacional no se les percibe como autores norteños, sino como las piedras fundamentales de nuestra literatura contemporánea. Pero nosotros sí podemos decir que son nuestros. Nosotros leíamos de todo, pero los leíamos con más atención a ellos porque venían del mismo lugar que nosotros, y hablaban con el mismo lenguaje y las mismas referencias”.

Desde los primeros relatos, la antología refleja la diversidad de temas y tratamientos que ya exhibía la literatura norteña de esa época, pues si bien es cierto que Martín Luis Guzmán y Rafael F. Muñoz hablan de pasajes de la vida revolucionaria, en “El hombrecito del plato” Alfonso Reyes narra un encuentro imaginario con un alienígena que visita nuestro planeta y elige su jardín para aterrizar. Habrá por supuesto muchos lectores que se pregunten cómo refleja ese relato la norteñidad de Reyes. Entre otros rasgos, Parra destaca el que mencionó al inicio de esta charla: el lenguaje directo. “El norteño tiene fama de práctico y eso se ve clarísimo en el uso del lenguaje. Nosotros somos mucho más directos, bastante parcos para decir muchas cosas y esa parquedad nos hace buscar un poco más la palabra precisa, tanto en el habla como en la escritura. Reyes fue uno de los grandes maestros de todo el norte. En Monterrey decíamos que todo el mundo hablaba de Reyes y nadie lo leía, pero no era cierto: sí hay libros de Reyes que circulan en todo el norte. Leer a Reyes es aprender a usar el lenguaje con la precisión justa, sin palabras de más”.

Desterrados en la capital

Hay palabras que solas no quieren decir nada, que necesitan de otras para cobrar significado. Norte es una de ellas, pues habitar al norte de un punto es vivir al sur de otro. Así, al diálogo entre los distintos nortes se añade una relación con el centro del país que no siempre es sencilla. Este vínculo se refleja en varios de los cuentos incluidos en la muestra: el protagonista de “Los miedos”, de Ignacio Solares, es un fuereño de visita en el DF cuya reticencia frente a los capitalinos se traduce en un temor irracional a los temblores. También vemos esa tensión frente a la capital narrada en clave de farsa en “Un poeta local”, de David Toscana: un escritor llamado Hildebrando debe salir de su pueblo para darse cuenta de que la retórica que allí emplean para escribir es caduca.

Eduardo Antonio Parra aprovecha para recordar que, durante muchas décadas, los escritores que deseaban trascender debían mudarse obligadamente a la capital. Casi todos los fundadores “emigraron de su región de origen a la capital del país o a alguna de las urbes mayores con el fin de estar cerca de los núcleos culturales, de los periódicos, de las revistas literarias, de las editoriales”, precisa en el prólogo. Vivir en el norte era vivir en las orillas, lejos del centro: “vivo en un pueblo donde además de los huracanes y los circos no sucede nada nuevo. Ni siquiera las elecciones provocan escándalo. Mis padres dicen que en su juventud era aún más aburrido”, dice el protagonista del cuento de Juan José Rodríguez.

Otros textos, por su parte, evidencian la influencia que la cercanía de los Estados Unidos ejerce sobre los habitantes de los estados fronterizos. Es el caso de “Tijuanenses” de Federico Campbell, “Familia americana” de Cristina Rascón Castro, “Lucio en el cielo sin flash” de Liliana v. Blum y “Jefe de Jefes” de Luis Felipe Lomelí, entre otros.

Esta condición marginal ha sido clave en la formación literaria de generaciones completas, incluida la del propio Parra: “desde el principio mis temas fueron norteños, de Monterrey y fronterizos específicamente. Había una conciencia clara de que era, como mis colegas, un escritor marginal, provinciano, con una cultura y con lecturas distintas de las de los escritores del centro: estábamos atrasados en cuestión de novedades, escaseaban las librerías”.

Como una novela colectiva

Hay otro sentido en el que la aparición de Norte. Una antología va a contracorriente, y es que apuesta por el cuento, un género poco considerado por las editoriales. Al respecto el libro es también un mosaico de estilos: “Tratamos de demostrar que en el norte se escribe sobre cualquier tema. Quisimos incluir todo tipo de estilos y todo tipo de direcciones narrativas. Aunque no soy un adorador de la minificción, el brevísimo relato de Dulce María González que viene en la antología me encanta. A medida que avanzas en la lectura ves cómo se va filtrando el pensamiento norteño, porque insisto: si no se trata de un pensamiento radicalmente diferente, al menos podemos hablar de diferencias respecto al resto del país”.

Y si bien una de las ventajas de cualquier antología es que los trabajos pueden leerse en cualquier orden, la lectura secuencial del volumen revela relaciones subterráneas entre los cuentos, a tal grado que no es descabellado leerlo como una suerte de novela colectiva: “Hay un hilo conductor que fue más o menos saliendo. Por ejemplo, cuando pensamos en Martín Luis Guzmán era obvio que el relato incluido tenía que ser ‘La fiesta de las balas’, mientras que en el caso de Rafael F. Muñoz había otros textos que me gustaban, pero me decidí por ‘Oro, caballo y hombre’ porque es una respuesta al cuento de Martín Luis Guzmán, o en todo caso al karma que se ganó el comandante villista Rodolfo Fierro, a quien apodaban El Carnicero. También traté de combinar los cuentos que ocurren el campo, en el desierto, en la montaña con los cuentos que ocurren en las ciudades. El norte es eso también: urbes grandes, bastante desarrolladas, bastante americanizadas. Un diálogo entre lo rural y lo urbano, entre lo antiguo y lo viejo, entre los autores y sus textos”.

El Quijote de Cervantes: el verdadero aniversario

22/Noviembre/2015
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

Hace diez años el mundo hispánico celebró con justicia, pero asimismo con una solemnidad que poco tiene que ver con el aleccionador donaire y el ánimo ameno de la novela más importante de la lengua española, los cuatrocientos años de la publicación del Quijote, de Miguel de Cervantes. Hubo de todo: estudios nuevos y no tanto, reediciones de cualquier índole, coloquios, encuentros, ciclos, rutas por los caminos del sur (de Castilla, en La Mancha y lugares aledaños), presentaciones disco-gráficas y fílmicas alusivas a la novela, bombo y platillo y un poco de alharaca de los dos lados del Atlántico: no en balde se trata de nuestra novela mayor, la única que podría codearse con la obra de Shakespeare, según los criterios caedizos del maestro Bloom.
Pero quizá olvidaron algunos que el Quijote es en realidad dos Quijotes, y acaso tres, si consideramos la novela apócrifa con la que Alonso Fernández de Avellaneda, seudónimo de un vivales de la época, se adelantó en poco más de un año a la publicación de la segunda parte de la obra cervantina. Tal amnesia debió ser resarcida este año pero no ha sido así, pues aunque, en efecto, se ha escrito bastante sobre el segundo Quijote, tanto en el mundo académico como en el de los hombres libres, nunca se alcanzó la parafernálica cuota de celebraciones centenarias de hace una década. Esta nota quiere denunciar tal atropello a la lógica, pues Don Quijote de La Mancha es una novela en dos libros, el de 1605 y el de 1615, y aunque sería discutible afirmar que el segundo, en su exquisita y pródiga confección narrativa, supera al primero, lo sería menos reconocer que un Cervantes más maduro, de pluma más segura e irónica y de un más acabado sentido del humor, es el que escribió y publicó, apenas unos meses antes de morir, la que podemos considerar una de las mejores segundas partes de la literatura mundial, una que deja muy mal parado al viejo adagio que desestima toda obra complementaria.

II

Si el Quijote de 1605 se publicó en los primeros días de ese año, fue en los últimos meses de 1615 que apareció la segunda parte de la historia del ingenioso caballero (la aprobación oficial para su impresión es del 5 de noviembre). Mucho se dice que Cervantes la escribió para desmentir y vituperar el falso Quijote del año anterior, el de Avellaneda, pero lo cierto es que ya tenía escrita casi toda la novela cuando se enteró del texto apócrifo y acaso lo único que hizo fue apresurar el parto. De capítulos en términos generales más breves pero más numerosos que los de la primera parte (que alcanza 52, mientras son 74 los de la segunda), la novela, que está cumpliendo por estas fechas cuatrocientos años de publicada, asume ciertos rasgos –y riesgos– que hablan de una lección literaria aprendida. Si bien Cervantes corrige algunos detalles señalados por la crítica respecto del libro de 1605 (ya no interpola tan amplia e inopinadamente historias paralelas al asunto central, aunque no deja de escaparse a menudo en sabrosísimas digresiones narrativas), tiende a jugar más bien con ellos, a incorporar sus desaciertos en la ensalada del nuevo Quijote para dimensionarlos como lo que eran y son: descuidos de alguna monta, es cierto, pero también materia literaria en sí misma, provechosos desajustes de los que sabe sacar partido con generoso talante y gran talento. El equívoco nombre de la esposa de Sancho, que es mencionada en la obra de cuatro o cinco maneras distintas; la socarrona alusión al extravío de su asno, reaparecido inesperadamente capítulos más tarde, en el mismo Quijote de 1605; las numerosas redundancias sintácticas (“apartándose aparte”, “desvalijando a la valija”), son equívocos que en absoluto menoscaban sino subrayan y aun enaltecen su genialidad, pues sirven para caracterizar a los personajes y dar fe de la poderosísima inserción del libro en los movedizos terrenos del habla coloquial y el lenguaje diario, donde los dislates se multiplican sin escándalo alguno.

III

La ambivalencia, que es la naturaleza propia de la creación cervantina, alcanza en la segunda parte notas de hipertrofia delirante, casi paroxística en muchos capítulos, en particular los que tienen que ver con los duques, que en conjunto rebasan la tercera parte del volumen. El “entreverado loco lleno de lúcidos intervalos” que es el protagonista a juicio del joven poeta Lorenzo de Miranda, personaje de esta segunda parte, quizá pierda algunas notas de su personalidad disparatada de 1605 pero sólo para ganar una locura más honda y melancólica, fatalista si se quiere, y de hecho cargada de matices contradictorios que la perfilan con mayor nitidez.
Quizá el momento donde se advierte más claramente el desencanto de don Quijote no ocurra cuando es vencido por el Caballero de la Blanca Luna ni cuando, en su lecho de muerte, trata de convencer a Sancho de que ya es hombre cuerdo y que lo disculpe por haberlo embarcado en tanta desastrosa empresa, sino cuando, cerca de la mitad de este Quijote de 1615, se da cuenta de que la “canalla malvada” de algunos molineros lo ha rescatado de morir en unas grandes aceñas, e incluso le reclama el destrozo de un barco y el apuro en que los ha metido: “Dios lo remedie”, dice don Quijote, “que todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más.” Cansado más del alma que del cuerpo, fatigado porque nadie advierte que quien realmente se precipita Ebro abajo es el sentido del mundo y no la barca en que viajaba con Sancho, el protagonista de la novela se derrumba internamente sólo para seguir adelante, con su habitual y desaforada ciclotimia, en el capítulo siguiente.
Este don Quijote de la segunda parte se nos aparece, pues, como un ser mucho más elaborado y desconcertante, uno que lo mismo puede descender a la cueva de Montesinos y alegar que vio ahí a Dulcinea encantada “pasando la charola”, como decimos en México (esto es, solicitando dinero a su enamorado a través de una criada), pues “esta que llama necesidad a donde quiera se usa, y por todo se estiende, y a todos alcanza, y aun hasta a los encantados no perdona”, que el personaje capaz de proferir, contra personas soeces o librescas, vastos denuestos de las malas traducciones tanto de los libros como de la realidad.

IV

La novela de Cervantes, según el célebre elogio de Américo Castro, es verdaderamente un “observatorio y fábrica de la realidad”. Frente a la incesante propensión de la tecnología moderna a integrar la virtualidad en el mundo cotidiano, cuatrocientos años atrás Cervantes, con el solo imán de su insondable imaginación, consiguió ponerlo en jaque, hackear hasta los escondrijos de sus mecanismos más recónditos y advertir cómo la idea de la realidad de un ente sobradamente más humano que muchos de quienes habitan este planeta de siete mil millones de almas, es más poderosa que la realidad en sí misma, concepto éste, el de “realidad”, que sólo entre comillas puede tener algún significado, según lo apuntó alguna vez Vladimir Nabokov.
El sentido de la amistad, cocinado a través de las numerosas y diversas conversaciones que establecen don Quijote y Sancho a lo largo del libro –tan festejadas por Giovanni Papini–, asume sus más celebradas notas en la novela de 1615, pues es en esta parte donde, gozando de una autonomía que lo lleva incluso a ser gobernador de una aldea de “hasta mil vecinos” –que él asume como la “ínsula” largamente prometida por su amo–, el escudero se separa del caballero para seguir su sino propio. Es cierto: en la primera parte lo había hecho ya, pero sólo por muy poco tiempo y con el encargo de llevar una carta a Dulcinea. En esta segunda, en cambio, Sancho abandona a don Quijote para asumir el cargo que los intrigantes duques le han endilgado, y aunque por azares de su afán de burla los propios aristócratas ociosos dan al traste con tan agobiante gobierno, el hecho es que ambos personajes entienden que la separación puede ser larga o definitiva y la novela entonces va de uno a otro, alternando capítulos, sin que se inhiba en lo mínimo el apego del escudero, que recuerda constantemente los consejos que don Quijote le ha dado para su tarea ejecutiva.
En el Quijote de 1615, además, se consolida el recurso del narrador inventado, propio de las novelas de caballería, para constituirse en un verdadero sistema de enunciación y recreación que ninguna novela de la época había alcanzado, y aun es posible que no se haya conseguido después con tal destreza. Como sucede en algunas de las historias de entretenimiento caballeresco que le sirvieron de modelo, Cervantes se inventa, en el capítulo ix de la primera parte, justo después del conocidísimo y sobrevalorado episodio de los molinos de viento, uno que es mucho más trascendente: el que tiene que ver con la salida a escena de Cide Hamete Benengeli, supuesto narrador arábigo que escribió los manuscritos que hablan de las hazañas del protagonista. Nada se había dicho al respecto, y al desconcierto del lector se suma el hallazgo casi inmediato de unos “cartapacios” que continúan la historia precisamente donde se había detenido: en la lucha, espadas en alto, de don Quijote con un aguerrido vizcaíno. Narrativamente la obra se complica aún más cuando se nos advierte que el texto encontrado está en árabe y que hará su traducción un joven “morisco aljamiado” aparecido por ahí de manera asimismo azarosa.
La novela acumulará, a partir de este momento, numerosas referencias a Benengeli, y algunas a su poco confiable traductor, en un juego que, en la segunda parte, hará del texto el espacio de una curiosa, inquietante transubstanciación narrativa con la integración al escenario lúdico de otros dos elementos: la constante alusión al Quijote apócrifo de Avellaneda (que se transforma, hacia el final del libro, en una verdadera incorporación del texto falso y de alguno de sus personajes, que dialoga en la propia novela con los de Cervantes) y una información que, desde el inicio del texto de 1615, les provee a Sancho y a don Quijote un paisano de La Mancha: la de que sus aventuras aparecen referidas en una famosa novela escrita y publicada por un árabe de apellido Benengeli, esto es, el intranarrador del Quijote de 1605.
La conciencia de ser personajes de ficción que adquieren entonces Sancho y don Quijote multiplica y consolida no sólo sus aventuras de la segunda parte sino su noción ontológica misma. Si ya desde la primera la delirante arrogancia del protagonista lo hizo subrayar alguna vez, frente a la objeción de cierto interlocutor, el famoso “Yo sé quién soy” que, según Fernando Vallejo, lo diferencia plenamente del dubitativo “To be or not to be” de su contemporáneo Hamlet, ahora, en la segunda parte, el delirio se vuelve locura inaudita y razón de ser y motivo de angustia y argumento eficiente y despeñadero del espíritu para un hombre que, recordemos, se ha construido a sí mismo desde la primera página de la historia y ha contagiado y contaminado feliz o infelizmente a todo el mundo con su renuncia a ser un triste hidalgo, Alonso Quijano, para convertirse en nada menos que don Quijote de La Mancha, el personaje literario mejor construido de la literatura mundial.

v

El Quijote de 1615 no es mejor que el de 1605: enjuiciar comparativamente la calidad de ambos libros reviste a todas luces cierta insensatez, pues una valoración de este tipo, aparte de inútil y descabellada, precisaría de un examen muy detenido, exégesis que rebasa las posibilidades de esta nota. Ni siquiera los investigadores comparatistas perderían su tiempo en aventura así de inocua. Sin embargo, es evidente que el libro que este año cumple cuatro siglos resulta más elaborado pues, en buena medida, sus méritos se cifran en una paciente y provechosa tarea de recolección de las virtudes y excesos de la primera parte para amalgamarlos en un texto aún más ambivalente, en una novela que incorpora, trasiega y trasciende los logros y las licencias de su antecedente para cohesionarlos en una obra más vasta y más libre, envalentonada como se presiente por el éxito indudable del Quijote anterior

domingo, 15 de noviembre de 2015

Últimas noticias de Palinuro

15/Noviembre/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael


No me sorprende que el Premio Cervantes sea en esta ocasión para Fernando del Paso, el novelista mexicano nacido en 1935 y quien en mi opinión, con Noticias del Imperio, la mejor novela mexicana de los últimos treinta años según una encuesta de 2007, escenificó el canto del cisne del realismo mágico en América Latina. No es poca cosa, además, su contribución a la lectura de la historia pues con aquella novela sobre los infaustos emperadores de México, Del Paso supo recoger y expresar el cariño, y la conmiseración que Maximiliano y Carlota, aun entre sus enemigos de antaño y hogaño, suscitaron y aun suscitan para los mexicanos. Que no me vengan a decir que la ficción es incapaz de reeducar a la historia cuando lo hace un verdadero artista como ha sido el caso de Del Paso. Así como los rusos tienen su epopeya antinapoleónica en La guerra y la paz, de Tolstoi, nosotros en Noticias del Imperio, tenemos la propia sobre la intervención de 1862-1867, novela inolvidable, insisto, que dice más que muchos malos libros de historia y que llevó a numerosos lectores hacia el regazo de los buenos historiadores.
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El premio, además, me sabe a un desagravio a Juan Rulfo, cuyo centenario festejaremos en un par de años, que nunca obtuvo el Cervantes ni el Nobel acaso porque su obra era escasa. “Tiene que escribir más para convencerme”, dicen que dijo Artur Lundkvist, durante varios años el principal lector en español de la Academia Sueca. Bueno, aunque voluminosas, sólo son tres las grandes novelas delpasianas (José Trigo, Palinuro de México y Noticias del Imperio, en 1965, 1977 y 1987, respectivamente), las cuales le han acarreado merecida fama y fortuna. Del Paso, guste más o guste menos, está para recordarnos que una cosa es la literatura y otra el negocio de la edición. No sólo es innecesario sino rapaz y de mal gusto, el régimen al cual algunos novelistas se someten para publicar una novela cada año, víctimas de sus editores, de sus agentes literarios o de un entusiasmo hiperactivo no por personalísimo menos censurable. Del Paso es el penúltimo de los novelistas totales en nuestra lengua, acaso sólo antecedido por el precozmente fallecido Roberto Bolaño, quien ocupa todavía una posición difícil de aquilatar como gozne entre el Boom y el presente, que por serlo, carece de nombre propio, como lo recomienda la humildad. La ciudad entera, como metáfora, le cupo a Del Paso en José Trigo, por más que fuesen atinadas varias de las críticas que escribió Emmanuel Carballo ante su aparición, aunque los libros siguientes de Del Paso lograron hacerlas olvidar: una cosa es la oportunidad y otra, el juicio póstumo, implacable con nosotros los críticos.
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No se intimidó Del Paso –otro gesto de ambición de la buena– con La región más transparente (1958), de Carlos Fuentes, en su pretensión de abarcar, totalizante nuestra ciudad capital, ni después de Palinuro de México a Juan García Ponce le tembló la voluntad y escribió Crónica de la intervención (1982), para hablar de librotes que también son grandes novelas. Sí, pero a la antigua, como nos enseñaron a leer Joyce y su siglo: comprendiendo sin entender, comprometiéndonos con aquello (Lezama Lima dixit) de que sólo lo difícil es estimulante, en un género, la novela, cuya salud durará, aún, décadas y décadas. Lo hará retándonos con escritores que se apuntan a la especie de los demiurgos, tal cual lo hizo Del Paso con Palinuro de México. Es el más laborioso de sus libros y el más erudito. Una obra idiosincrática de la revolución latinoamericana sufrida por la novela durante los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX.
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Cajón de sastre o sopa de pobre, en Palinuro de México está la mitología y la historia, la vida de un semincestuoso estudiante de medicina alojado en la plaza de Santo Domingo, triángulo mágico donde se reúnen la escribanía pública, la medicina y la Inquisición. Desde ese punto, Del Paso hizo estallar todo su ingenio verbal y la omnipotencia artística de la cual podía disponer un autor rabelesiano que no pudo sino darle a la literatura mexicana sus gargantúas y pantagrueles: sangre, humores, disecciones. Tampoco se olvida que Palinuro de México también es, como Crónica de la intervención, de García Ponce, una de nuestras novelas del movimiento del 68, donde los tanques en el Zócalo son uno de los ritos de pasaje padecidos por nuestro Palinuro tripulando la nave que hace huir a Eneas de la destrucción de Troya. No es una casualidad, ya lo dije en otra ocasión, que dos de los principales valedores de esa novela hayan sido un par de poetas, ambos de la generación de Del Paso: Francisco Cervantes, nuestra portuguesa ánima en pena, y Marco Antonio Montes de Oca, el dueño de todas las metáforas, quien dijo que Palinuro de México era una de las cumbres de nuestro Barroco.
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Vuelvo a Noticias del Imperio. Por un lado es una cabal novela histórica donde conocemos a Maximiliano pero también a Benito Juárez, más allá de la iconología estatal y sus estampitas o de las estatuas horribles pero también es un homenaje al delirio verbal de la loca de la casa que en la novela no puede ser otra que la emperatriz Carlota de Bélgica (1840–1927), muerta en el olvido muchísimos años después del fusilamiento del emperador en el Cerro de las Cruces. La loca de la casa, ya se sabe, no es Carlota sino la imaginación, a la cual Del Paso le da, como debe de ser, nombre de mujer: fue el gesto final del “realismo mágico”, término acuñado por los alemanes en 1925 para explicarse estéticamente a la vanguardia y que calificó comercialmente (lo digo sin ser peyorativo, tan sólo descriptivo) a los novelistas del Boom. La imaginación no sólo es mujer sino es europea, confirma un Del Paso heterodoxo postulando, en contra parte, una “realidad” masculina y americana.
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Muchas páginas como publicista (no me refiero al trabajo de Del Paso en las agencias de publicidad sino a la vieja y en mala hora olvidada definición rusa, es decir, aquel que da publicidad a hechos e ideas sin ser única o necesariamente un periodista) escribió el autor de Palinuro de México. No porque hoy sea día de fiesta me voy a callar lo que en otras ocasiones, cuando parecía que este escritor pertenecía más al pasado que al presente, he dicho acerca del nacionalismo ramplón al que Del Paso ha recurrido por carecer de ideas interesantes y confundir los hechos con sus sentimientos, hecho tanto más notable cuando el novelista es un verdadero erudito, como lo demuestra su desdeñada historia personal del judaísmo y del Islam que el FCE empezó a publicar en 2011, proyecto que antes de ser despreciado por megalómano debe de leerse. Pero Del Paso no es para aquellos que dicen no leer por carecer de tiempo para hacerlo. En fin, que sus páginas periodísticas, aunque sean una aparatosa parte de su obra, son cosa menuda junto al peso de sus tres principales novelas.
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Junto con Octavio Paz (1981), Carlos Fuentes (1987), Sergio Pitol (2005), José Emilio Pacheco (2009) y Elena Poniatowska (2013), Del Paso se convierte en el sexto mexicano en ganar el Premio Cervantes, nómina a la cual yo quizá agregaría a Álvaro Mutis y a Juan Gelman, quienes decidieron vivir y morir entre nosotros, como lo hizo Gabriel García Márquez, quien también lo hubiera tenido de no haber decidido, por prudencia, no aceptar ningún otro premio después del Nobel. Lástima, para entrar en el capítulo de las complacencias, que no tuvieran el Cervantes ni García Ponce, ni Salvador Elizondo, ni Alejandro Rossi, ni los poetas Segovia o Deniz y que aun no lo tenga Gabriel Zaid, no sólo como poeta sino como el pensador singular que es, para hablar sólo de nuestros escritores en la generación del 32.
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Fernando Del Paso, dandy de trajes chillantes y corbatas coloridas, pertenece también a la rara especie de los escritores-dibujantes, como Victor Hugo y Henri Michaux o Sylvia Plath y J.R. Tolkien. Pecado menor o pasatiempo misterioso que le da a la obra de nuestro novelista una fragancia inconfundible. Un escritor que pinta, subraya su propia obra y para quienes nos intrigan los subrayados del otro, sus dibujos son un regalo sorpresa, una delicada marginalia.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Entre alacranes: Batis y Carballo

15/Noviembre/2015
Confabulario
Huberto Batis

Mi relación con Emmanuel Carballo (1929-2014) fue como lo que se da entre alacranes: no se pican entre ellos porque se matan. Es un doble suicidio. Conviven y atacan a otras presas, no entre sí. Desde el principio me di cuenta que tenía un carácter fuerte como el mío y que era un crítico feroz.
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Recuerdo que Carballo inició su carrera periodística en el suplemento México en la Cultura, que dirigía Fernando Benítez en el Novedades. Ahí hizo unas entrevistas largas, magistrales y que después juntó en el libro Protagonistas de la literatura mexicana. Tuvo el colmillo y buen ojo de entrevistar aún en los años 50 a todos los autores que venían del siglo XIX y que rondaban los 60, 70, 80 años de edad. Entre ellos había cierto temor de que los entrevistara Carballo, porque cuando los entrevistaba, se morían. Lo veían como un heraldo nefando. Era un maestro de la entrevista y creo que es el mejor periodista cultural de largo aliento que ha tenido México.
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Conocí a Carballo cuando llegué de Guadalajara. Un amigo, primo hermano suyo, Clemente Carballo Cano, me dijo: “Busca a Emmanuel de mi parte. Él va a ayudarte”. Y vaya que me ayudó. Me inició en el mundo de la literatura con una gran generosidad, con una paciencia infinita. Cuando llegó a México lo había recibido otro jalisquillo de Los Altos que ya había abierto brecha: Jesús Arellano, director de la revista Me[n]táfora.
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Otro jalisciense con el que tuve mucha relación fue Carlos Valdés: pues de 1960 al 67 hicimos la revista Cuadernos del Viento. La intención de hacerla era porque como escritores escasamente podíamos publicar en las revistas consagradas. Si bien nos iba, la Revista de la Universidad nos publicaba un texto al año, pero nosotros teníamos parque para luchar, para escribir todos los días, todas las semanas, todos los meses. En esa revista, Juan García Ponce —que era un incansable escritor— publicaba mucho y nos daban trabajo de reseñistas. De eso sí nos daban trabajo. Creo que con las reseñas se le entrega a los jóvenes un papel importante en las revistas literarias, en los suplementos culturales: la crítica de música, de teatro, de cine, de literatura, de danza, de todo. Los jóvenes aprenden a criticar con frescura y sobre todo sin compromisos; todavía no están ligados a grupos, todavía se sienten libres y opinan.
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En una ocasión que hice una crítica muy fuerte a un escritor de la Facultad de Filosofía y Letras, Agustín Yáñez me dijo: “Piensa que vas a vivir toda tu vida junto a ese hombre”. Le dije: “Pero yo tengo que decir lo que pienso, y lo que se me ocurre realmente”. Me respondió: “Sí, pero hazlo con delicadeza, con inteligencia, con diplomacia”. Yo no quería hacer eso y entonces fundamos una sección que llamamos “Palos de ciego”. Un ciego no sabe a quién golpea para abrirse paso entre las sombras. Va con su bastón apaleando a quien se le atraviesa, a quien encuentra. Eran bromas un tanto inocentonas, a veces brutales y venenosas.
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Pienso que Carballo siempre fue fiel a su periodismo independiente. Él escribió mucho para la Revista de la Universidad, publicación que dirigía Jaime García Terrés, que en ese entonces llegó a ahondar, a reunir, a publicar con mucho orgullo dos grandes tomos que se llamaron Nuestra década [La cultura contemporánea a través de mil textos]. Quien lea estos dos tomos tiene una cultura tremenda de mitad de siglo. Esos tomos los organizó José Emilio Pacheco.
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Sigo recordando a Carballo como la persona que me ayudó desde mi llegada, pues hasta me invitaba de comer. Yo no tenía dinero y a él le habían dado un trabajo del Gobierno como interventor de Cinematografía. Tenía que cuidar que no hubiera ofensas a la patria en las películas: que no apareciera un bikini verde, blanco y colorado o que no bailaran un zapateado con la bandera o que no utilizaran los símbolos patrios de manera irreverente. Nosotros nos la pasábamos platicando y tratando de ligar a las coristas, a las actrices. Éramos bien ojoalegres.
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Pero muy pronto esa ayuda se acabó abruptamente. Una mañana llegué por él a su casa. Ya se había ido y me dijo su esposa que me había dejado dicho que “no volviera”. De repente. No supe qué hice. Creo que me encargó un artículo de cine mexicano e hice uno que se llamaba “La fábrica de sueños”, del que no quiero ni acordarme porque por fortuna nunca se publicó. En un principio se entusiasmó conmigo y debió haberse dado cuenta de lo impreparado y tonto que era yo en aquel momento. Eso le pasó varias veces.
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Volvimos a coincidir tiempo después cuando Froylán Flores Cancela, que dirigía el semanario Punto y Aparte de Veracruz me pidió una colaboración que convertí en una larga historia de Cuadernos del Viento. Entonces a Carballo, que dirigía el suplemento de El Día, se le ocurrió dedicar todo un número a mi revista. Aunque en ese momento nos había cortado a Carlos Valdés y a mí, vio que habíamos hecho una revista de la que se reían todos pero que llegó a Ser. Al presentar su propuesta Carballo vio con estupor la oposición de Socorro Díaz a que se publicara un suplemento dedicado a Huberto Batis.
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La razón de Socorro era que la hija de Enrique Ramírez y Ramírez, ex alumna mía, se había quejado que el día de la muerte de su padre dije en clase: “Hoy ha muerto el Señor Pleonasmo”. Así le decíamos al fundador de El Día (por “Ramírez y Ramírez”). En esos mismos días había muerto mi padre. Yo acababa de regresar de Guadalajara y dije dolido en esa clase: “En este momento, tanto mi padre como Ramírez y Ramírez, el Señor Pleonasmo, se están pudriendo en sus ataúdes”. La hija salió llorando y dijo que me había burlado de su padre. Socorro Díaz dijo que era una atrocidad y que cómo el periódico me iba a dedicar un suplemento. Fue una inocentada.
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Entonces Carballo renunció al suplemento de la noche a la mañana y se robó las galeras, las pruebas finas y me dijo: “Vamos a hacer un libro con esto”. En la editorial Diógenes, que él había creado, hicimos un libro en una colección que fundamos con Juan García Ponce. Se llamó “Las Ursulinas”, por las famosas monjas de París.
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Entonces publicamos el libro Lo que Cuadernos del Viento nos dejó. Carballo puso la tipografía. Juan García Ponce y yo pusimos el papel que nos había regalado un rector de la Universidad como pago por servicios editoriales. Nos dijo: “¿Qué quieren?”. Le respondimos: “Papel para hacer la revista literaria y libros”. Y nos dieron un tráiler lleno de papel. Yo no sabía dónde meterlo y le dije a mi amigo Fernando Tola de Habich, el peruano editor de Premià, que nos ayudara a guardar el papel. Con eso García Ponce y yo hicimos el primer libro de “Las Ursulinas”. Tola puso la impresión y la distribución del libro. Esa fue nuestra primera colaboración entre alacranes sin picarnos.
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En ese momento Carballo se portó increíble. Poco después me invitó a trabajar con él en Radio UNAM, cuando la dirigía Fernando Curiel. Nos dieron un programa a las 8 de la noche, hora pico. Ese programa terminó cuando nombraron director de Radio UNAM a un sujeto que se apellidaba Galindo. Pasó que en un programa hablé al aire de la Revista de la Universidad. Le dije a Carballo que era una revista fa-mi-liar. Él me preguntó: “¿Por qué familiar?” Le respondí: “Porque publica Julieta Campos, publica su marido Enrique González Pedrero (entonces gobernador de Tabasco), publica su hijo Emiliano González Campos y publica la novia de Emiliano: Lili Barbachano. Todo el número dedicado a ellos”. Me parecía una revista familiar. No les cayó nada en gracia. Entonces Galindo nos llamó. Nos dijo que los programas ya no se transmitirían en vivo, sino que íbamos a grabarlos y a decirle de qué tema hablaríamos con antelación. Además, por si no nos parecía, inmediatamente sacó su chequera y nos dio pagos adelantados. Rápidamente hicimos varios programas. Cuando vimos que los programas no salían al aire, Galindo nos dijo: “Ya se los pagué. Ya lo grabaron. Cuando haya un lugar los transmitiremos”. Entonces dijimos: “Ahí se queda, señor Galindo”. Lo apodamos El Cavernario Galindo, como el luchador.
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Viajamos al puerto de Veracruz invitados por Miguel Capristán, director de Cultura. Hablamos de Elena Garro, a quien habíamos sacado de las sombras y reivindicado. Entre el público estaba Ida Rodríguez Prampolini, quien nos invitó a una boda nocturna de lujo. Al día siguiente visitamos la casa en ruinas de los abuelos de Beatriz Espejo con los pollos Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana, a quienes yo había invitado en el viaje en coche.
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Tiempo después me dieron el Premio Fernando Benítez en la FIL de Guadalajara y le pedí a Carballo, a Beatriz Espejo —su esposa y muy amiga mía— y a Alberto Ruy Sánchez que hablaran en mi homenaje. En el desayuno, en el hotel Hilton de Guadalajara, Carballo dijo: “¿Qué tal si de Benítez hablamos bien y sobre todo mal y de paso hundimos el Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez?”. Le respondí: “¡No! Me parece de muy mal gusto. Me van a dar a mí el Premio y así vamos a bombardear esta cosa”. Los dos alacranes discutiendo. Y cuando llegó la hora de las entrevistas, Carballo empezó a hacer mofa de los periódicos de Guadalajara, ya que se estaban dando premios a otros periodistas como a mí. Los organizadores me pidieron que entregara esos premios. Carballo me dijo: “¿Cómo premias periódicos tan malos?”. Tomé uno y le dije: “¿Qué tiene de malo este periódico?” Carballo empezó a verlo y le expliqué: “Mira, aquí hablan de Beatriz Espejo, aquí hablan de mí, aquí hablan de Ruy Sánchez… ¡Ah, ya veo! No hablan de ti. Por eso estás tan enojado. Por eso dices que son muy malos periodistas”. Se aguantó la estocada de mi aguijón y luego dijo: “En vez de decir tonterías, dales una lección de periodismo a los mexicanos o mejor ya cállate y vámonos a dormir que ya tenemos sueño”. El alacrán me picó a muerte y todos se fueron al convivio de Brasil, invitado de honor de ese año, 2001.
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No nos volvimos a hablar nunca. Aunque quiero enormemente a Beatriz Espejo, no fui al funeral de Emmanuel. “¿Cómo voy a ir a ver al alacrán si yo no lo maté?”. Sobre su muerte me dijo Beatriz que ese día llegaron de Valle de Bravo. Venían llegando al DF y dijo Carballo: “Vámonos a algún restaurante a cenar. No tenemos nada preparado. Déjame pasar a la casa a dejar algunas cosas”. Beatriz se quedó esperando en el coche y como se tardaba le tocó el claxon. Luego bajó y encontró a Carballo muerto. Cayó en el garaje por un ataque cardíaco o un síncope cerebral. No conozco los detalles forenses, pero ahí murió después de un fin de semana alegre con sus amigos en Valle de Bravo y planeando seguir la fiesta con Beatriz.
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Una de las cosas que le reprocho a Carballo es que cuando llegué de Guadalajara traía tres cartas de Agustín Yáñez: una para Margaret Shedd, del Centro Mexicano de Escritores; la segunda para Nabor Carrillo, rector de la Universidad, para que me dejara entrar a Filosofía y Letras; y otra para Alfonso Reyes.
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Le había preguntado a Carballo: “¿Cómo se la daré a Reyes?”. Y él me dijo: “Es imposible, es un hombre muy ocupado”. Pero él lo veía continuamente porque lo estaba entrevistando… y no me quiso llevar. Entonces llamé por teléfono y le dije: “Don Alfonso, tengo una carta de Agustín Yáñez para usted”. “Pues tráemela”. Le dije: “¿En dónde vive?” “En la Capilla Alfonsina, en la calle de Benjamín Hill”, respondió. “¿Cómo llego?, le pregunté. Me dijo don Alfonso: “Toma un camión”. Dije yo: “¿Qué camión tomo?”. “No, pues no sé qué camión. ¿Dónde vives?” “En casa de un tío mío que me está dando asilo”. “No, pues vente en un taxi. Yo lo pago cuando llegues”. Cuando llegué estaba don Alfonso en la puerta de su casa y pagó el taxi. Me tuvo toda la mañana platicando con él.
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Este es un buen panorama de dos alacranes que vivimos y morimos sin hablarnos, pero que colaboramos en algunas cosas, heroicamente, juntos, y libramos las mismas batallas contra los cavernarios.

Una fiesta para México y La Jornada

14/Noviembre/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

Cuando al gran editor argentino Arnaldo Orfila, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz decidió quitarle la dirección del Fondo de Cultura Económica por publicar Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis, en 1966, muchos intelectuales, entre otros don Jesús Silva-Herzog, Guillermo Haro, Fernando Canales y Fernando Benítez decidieron crear una nueva editorial Siglo XXI (La Morena 430, esquina con Gabriel Mancera fue la sede).

El primer libro que salió a la luz e inició la colección de literatura fue José Trigo, de Fernando del Paso, joven dedicado a la publicidad, quien ese mismo año ganó el Premio Xavier Villaurrutia, que todos codiciamos por ser un galardón de escritores para escritores.

Hoy, jueves 12 de noviembre, la noticia del Premio Cervantes a Fernando del Paso es un rayo de sol.

Saber que él ahora lo recibirá es un regalo personal, una fiesta para La Jornada y otra para México. ¿Cómo se vestirá para recibir el Premio? ¿De verde pistache o de rosa mexicano? Porque no es sólo cómo escribe sino cómo se viste.

Sobrino nieto de Francisco del Paso y Troncoso, Fernando del Paso es un artesano de sí mismo, un pintor de paisajes interiores, un coleccionista de estados de ánimo que son los de todos, un joyero que engarza gemas y nos hacer un regalo suntuoso y totalmente inesperado.

En 1965 lo entrevisté y me dijo: “Un día pasé por Nonoalco en camión, quise hacer un cuento porque vi a un hombre cargando sobre el hombro un pequeño ataúd y lo seguí. Escribo según la inspiración. Fíjate que el tercer capítulo de José Trigo nació prácticamente de esa visión, meramente plástica; pasé un día por Nonoalco-Tlatelolco en un camión y vi esos campamentos a lo lejos y me gustaron muchísimo y un día fui especialmente a caminar por allí; observé los vagones transformados en casas con las macetas de geranios colgando, las cortinitas que les ponen, los tendederos de ropa de uno a otro vagón y me gustó muchísimo, ¡es tan plástico todo eso! y eché a andar; vi a un ferrocarrilero con una cajita blanca en el hombro y atrás una mujer que cortaba esos enormes girasoles que crecen en los baldíos y de esta imagen nació José Trigo, mi primera novela. Después iba los sábados a tomar notas y apuntes y escribí un texto que se fue haciendo inmenso y abarcó 536 páginas escritas a lo largo de siete años”.

El cuentista Edmundo Valadés, autor de La muerte tiene permiso, saludó a José Trigo como el mayor acontecimiento literario de México y sostuvo siempre que si algún novelista merecía el Nobel en nuestro país, ese era Fernando del Paso; Juan Rulfo declaró: “José Trigo es la más formidable empresa que en el territorio idiomático se haya intentado en Hispanoamérica. Es una novela barroca, sí, pero como dice Carpentier: en América Latina si no somos barrocos no somos novelistas”.

El gran crítico José Luis Martínez fue más cauto, pero alabó el tenso ejercicio verbal del escritor de 31 años, en ese entonces, y afirmó: Del Paso ha elaborado una estructura formal cuya complejidad no tiene paralelo en la literatura mexicana. Soberbio, Fernando pasó por encima de las críticas buenas y malas con la suprema fortaleza que lo caracteriza. Ajeno a las mafias y a las capillas, tampoco pretendió hacerse amigo de críticos literarios o de escritores ya célebres. Para él, en México la gente se junta en gremios: zapateros, plateros, barrenderos. Y los escritores se reúnen para no sentirse tan solos. “A las personas a quienes quería que les gustara José Trigo, les gustó. Y eso me basta” –me dijo en aquella ocasión.

“Sé que el libro es muy difícil y necesita la colaboración del lector, pero así me salió. No hice otro libro, hice José Trigo.”

Cuando pienso en Fernando del Paso me invade un sentimiento de asombro y de admiración; sus novelas están infinitamente documentadas, pulidas, trabajadas, cinceladas, re-escritas, intencionadas y a la vez libres porque él no le hace una sola concesión al lector. Tampoco se la hace a los sucesivos gobiernos que nos han asolado con su incapacidad y su corrupción.

Después del monumental Palinuro de México, estudiante de medicina que termina muriéndose en 1968, Noticias del Imperio fue una fiesta no sólo para Fernando, sino para nosotros. Maximiliano y Carlota me llevaron de la mano del castillo de Miramar en Trieste al de Chapultepec pasando por todos los castillos que Fernando dibuja con esmerada obsesión. Probablemente seas una de las pocas personas que conozca el Castillo de Miramar en Trieste –me dijo Fernando–. Junto con otros visitantes pasé de la recámara nupcial de baldaquino de terciopelo rojo al pequeño salón fumador decorado a la oriental siguiendo la moda de la época y durante el recorrido me acompañó Fernando del Paso en el pensamiento y descubrí que la biblioteca le rinde homenaje al liberalismo de Maximiliano, ya que los cuatro bustos de mármol que la presiden son de Dante, Shakespeare, Homero y Goethe. Pude comprobar que los libreros imperiales contienen obras de otros pensadores igualmente liberales.

Fernando del Paso es posiblemente el más extraordinario de los escritores mexicanos. Autor de novelas de primera, se ha distinguido por su erudición y su don de investigador: nada deja al azar, nada a la Divina Providencia.

Toda su obra está infinitamente documentada y si los editores no se las arrebataran, estaría probablemente investigando el día de hoy, acompañado por su admirable Socorro, su mujer de sol y de sombra, su escudera que lo acompaña de día y de noche, su mujer de todas las alegrías y de todos los infortunios.