sábado, 24 de diciembre de 2016

Hugo Gutiérrez Vega después de su traducción a la otra orilla

24/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Adolfo Castañon

I



Un día soñamos con nuestra propia muerte.

Arribamos a una ciudad sin nombre

y miramos la hora en un reloj sin tiempo.

[…]



Crece el dolor

en el espejo de la soledad.

Para vivir requerimos

el viento de la infancia.

El nacimiento

del crepúsculo

nos hace recordar

la morada del padre.



Hugo Gutiérrez Vega,

“El sueño que despierta”, Buscado amor (1965)



Era el tiempo en que se nos abría el paraíso

en todos los minutos del día.

Días de minutos largos,

de palabras recién conocidas.

El ojo de la magia les daba una iluminación irrepetible.

Y sucedió después que el paraíso era un engaño de la luz,

que a los amigos les bastaba un segundo para morirse,

que los amores llevaban dentro una almendra agria.



En la noche el paraíso sigue abriendo su rendija,

un fantasma de la luz,

el que hace que los amigos estén siempre aquí,

que los amores se conformen con su almendra agria,

que el corazón no rompa a aullar en la montaña.



Hugo Gutiérrez Vega,

“Variaciones sobre una

Mujtathth de Al-Sharif Al –Radi”



A Hugo Gutiérrez Vega lo vi por vez primera afuera del escenario de un teatro en Tijuana hacia 1976. Hugo iba vestido impecablemente de negro, como un notario. Creo que había participado en una función de teatro, quizá del Tío Vania, de Chejov. Él tenía cincuenta y dos años y yo veinticuatro. Me llevaba muchos años de vuelo y experiencia. Nacido en Lagos de Moreno, Jalisco, en los años previos al incendio de la guerra Cristera, fue educado ahí y luego en Guadalajara. Hugo fue un lector y un actor precoz. Desde niño, al igual que Alfonso Reyes o Rodolfo Usigli, jugó al teatro, a la representación, a la poesía en voz alta. Practicó, como él mismo dice, algunos de los divertimentos incluidos en la Flor de juegos antiguos, de Agustín Yáñez: “Yo me acuerdo muchísimo de uno donde te arrodillas frente a la muchachita que más te gustaba y le decías: ‘me arrodillo a los pies de mi amante, me arrodillo galante y constante’, y si ella te daba la mano y te levantaba, ya te podías perder con ella por las calles oscuras del pueblo. Pero había otros juegos más ingenuos, por supuesto, y eran juegos rituales: las escondidas, Doña Blanca está cubierta de pilares de oro y plata, los encantados, y todo esto llegaba a hipnotizarnos realmente. No hay cosa más seria que un niño jugando.” (David Olguín, Conversaciones con Hugo Gutiérrez Vega.) El jugador, el homo ludens, el actor con máscara y sin ella, el que al salir del escenario no sabe si el verdadero teatro empieza en la calle o viceversa, la vocación ávida de encarnarse en el otro y en la experiencia presentida se despliegan en el tablero de este observador que contempla su propia infancia apenas unos años después de transcurrida.



De la infancia muy poco ha quedado.

Digo esto a las cuatro de la mañana

mientras los buitres hacen ronda

sobre la higuera del mundo.

Es la hora en que los reporteros tiran el café;

la hora en que los escritores

miran su amanecida cuadriculada.

Digo esto mientras las ciudades cuentan sus muertos.

Lo digo con las manos caídas a lo largo de este cuerpo

que sirve para que me siente a contemplar

la puesta de sol de las islas griegas,

la amanecida de la cuarta torre de san Gimignano.

Algún día escribiré algo sobre los mitos

de la época en que me he dedicado a vivir.

Hablaré de los dioses

y de los semidioses de las tiras cómicas

–barrruuummm splah cuas ratatatata–

que ahora dicen más que el hermoso plumaje

de palabras

que los hombres han llevado siempre sobre la espalda,

a lo largo de este cuerpo presentido

por los colores del cáncer,

señor de los ejércitos,

gran liberador de la “pesada carga de la carne”.

Tendría que escribirse

la nueva teogonía

asomada más a la tierra,

a los entresijos de las mujeres, los hombres y las ovejas,

que a las cumbres de las nubes,

península y playa de un olimpo

que habitaban los dioses hechos a la medida

de los hombres.

Después vino Nietzsche…



Dice Hugo Gutiérrez Vega en el fragmento inicial de “Dos letanías de la madrugada”, dedicadas a Carlos Fuentes y escritas en Inglaterra. Luego de los juegos de infancia, Hugo se dio al teatro y abrió sus pupilas fascinadas al cine, a sus atmósferas y mundos fantasmales que poblarán sus insomnios y vigilias con las siluetas de esos poetas de la acción: El Gordo y el Flaco, Buster Keaton, Charlie Chaplin, los hermanos Marx, Vittorio de Sica, Pedro Infante, Fernando Soler. Sin embargo, el teatro, el de la carpa y el artístico, el literario y el poético, la Commedia dell’ Arte, el foro y la farándula en todas sus formas, la zarzuela, hasta la misma palestra política… El teatro representó para él una puerta y una iniciación, una vocación y un instrumento para su vocación poética. Es profunda su huella en esta venerable actividad donde la expresión oral y la expresión escrita se abren y cierran como puertas giratorias en torno al cuerpo y la voz. Es ineludible repasar el anecdotario conocido: a los dieciocho años, siendo estudiante de Derecho, llegó a ser jefe nacional juvenil del pan, incluso candidato a diputado. Sus dotes para la oratoria, la elocuencia forense y familiar, su buena memoria y su inquieta vocación, lo hicieron naturalmente un guía. Sin embargo, sus ideas progresistas lo obligaron a pasar penurias y a sufrir cárcel y un exilio juvenil en Belice. Carlos Monsiváis ha dejado una estampa memorable de aquel primer encuentro con el joven Hugo Gutiérrez Vega:



Conocí a Hugo Gutiérrez Vega en Aguascalientes, en julio de 1955. Yo era un adolescente no muy seguro de las devociones liberales y un tanto fastidiado con los manuales soviéticos, en cuya verdad creía sin embargo, a falta de mejor proposición totalizadora. Un compañero de estudios nos invitó a verlo ganar estrepitosamente un certamen de oratoria (¡El Concurso Nacional de El Universal!) y fuimos con sonrisa triunfadora a conocer la entonces provincia gentil mientras nuestro paladín ensayaba en el camión metáforas aladas (aptas para cualquier tema). El día del concurso fue fácil advertir el escaso impacto de las expresiones buriladas de nuestro campeón y el entusiasmo que concitaban los desplantes de un joven delgado, pelado a la brush, de ademanes tajantes y des-deñosos. Rápidamente averiguamos su nombre y su filiación: hgv, de Guadalajara, presidente del Consejo Juvenil del Partido Acción Nacional. “¡La reacción pura!”, advertimos instantáneamente y redoblamos los vítores a favor del gélido defensor de las instituciones laicas y priistas. Gutiérrez Vega se impuso a las porras cívicas con discursos que yo califiqué “de plazuela” y frases que fustigaban a los jóvenes “de calcetines de rombos, camisas amarillas y pensamientos del color de las camisas”. Irritado por tal victoria ultramontana, discutí con Hugo en el vestíbulo de un hotel, le recordé la vigencia de Juárez, él me citó los derechos del alma (por lo menos así evoco la escena) y nos separamos convencidos mutuamente (supongo) de haber adquirido un enemigo ideológico para toda la vida.



Efectivamente, se dio una fraternidad electiva, una amistad sostenida a lo largo de los años y sustentada en lecturas y espectáculos compartidos entre el poeta cosmopolita y el cronista tumultuario. En Londres compartieron noches blancas ante las pantallas del cine. Podría ser un ejercicio interesante reconstruir en un modelo para armar los asombros paralelos de estos dos aficionados a las mismas causas. Hugo recordó así a Monsiváis:



Retrato de mi amigo Carlos



Al fondo la ciudad,

su cielo gris, sus pájaros confusos;

a la derecha un teatro de arrabal

y el reparto de seres

en la noche alburera.

A la izquierda la cultura

entre poeta, sabio

y puta callejera.

Detrás de tus anteojos

miras pasar los seres y las cosas.

Los calificas

y te arrepientes pronto.

Tu arte es rectificar,

contradiciéndote

te mueves sin parar,

siempre estás vivo.

Te ríes

con una forma de tristeza

te duele

tu serena inteligencia.

Nadie conoce tu ser silencioso;

todos se apresuran

a asignarte papeles,

pero huyes;

tú siempre estás huyendo

y eres de esta ciudad

de cielo gris,

de pájaros confusos.



Además, en Londres, Hugo Gutiérrez Vega se encontró con la poesía en la persona de José Carlos Becerra, entonces novio de Silvia Molina, el alto poeta del cual le tocaría ser anfitrión y amigo, y cuya desaparición en los días finales de mayo de 1970 lamentaría en por lo menos dos elegías.



I I



Volviendo a aquel fugaz encuentro en Tijuana en el año de 1976, entre el poeta consagrado y el aprendiz de escritor, debo confesar que, aunque yo ignoraba entonces estas historias relativamente familiares, presentía que Hugo Gutiérrez Vega compartía con José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis y Juan José Arreola el hecho de haber vivido una infancia marcada, en el horizonte mundial, por la Guerra civil española y, en el horizonte nacional, por la Revolución Mexicana en su etapa constructiva y el rescoldo todavía vivo de la Guerra cristera. Al natural entusiasmo de la juventud se sumó el impulso optimista de la cultura de la postguerra, tan agudamente consciente de la herencia acuciante de la destrucción, el exterminio de los pueblos judíos en Europa y el significado de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la realidad de los campos de concentración, el Holocausto, las dictaduras en América Latina. El joven de veinticuatro años que veía con admiración a Hugo Gutiérrez Vega sabía vagamente que le había tocado vivir un México a la par provinciano, aldeano, pero también cosmopolita. Sin embargo, el precoz insolente no sabía hasta qué punto el teatro, la escena, la representación de la palabra lo habían llevado desde muy temprana edad a fundar con éxito una compañía teatral llamada Los Cómicos de la Legua. Ignoraba que Hugo se había dado el lujo de estrenar en lengua española y en México una obra de Eugene Ionesco, que vino aquí a verla, aplaudió la puesta en escena y se hizo amigo suyo. La experiencia teatral le dio a Hugo una perspectiva crítica e irónica de su vocación poética y literaria y lo afirmó como un heredero singular de la generación de los Contemporáneos. Fue discípulo, admirador y seguidor de Rodolfo Usigli y Salvador Novo. Conoció como director, por dentro, las obras teatrales de Xavier Villaurrutia. Antes de salir a Roma como agregado cultural, recibió de José Gorostiza un consejo que guardaría y practicaría toda su vida: no dejar de escribir ni un día, aunque sólo fuese una línea de un poema. En Roma, se acercó y se hizo un poco amigo adoptivo de Rafael Alberti, por entonces de sesenta y tres años, quien accedió a prologar su primer libro Buscado amor, estampado por la editorial Losada. En aquella primavera de 1965 el poeta español supo reconocer la voz de aquel mexicano de treinta y un años. Antes de seguir adelante una observación al paso: Gutiérrez Vega supo hacerse adoptar por autores de mayor edad que él, pero también supo adoptar a los jóvenes que venían adelante como consta en las páginas abiertas a escritores jóvenes de La Jornada Semanal.



Hermosa voz, a veces desolada

y a tientas, aunque siempre

capaz de volver clara, pura y joven

del más hondo desierto.

Raro es en estos días,

en estos tiempos ásperos, de hombros

que se encogen impunes ante la injusta muerte,

cuando parecería

que el turbión de la sangre y los escombros

segase al hombre todos los sentidos,

raro es ver que el poeta en la alta noche

puede oír el temblor de un corazón desnudo,

construir el amor a la distancia,

decir esas palabras que se llevará el viento…

a la vez que escuchar el gemido del toro,

la espantada agonía del caballo tundido,

el grito de la madre

con la boca sin vida del niño entre los senos

o el gran ojo de Dios,

gloriándose, impasible, de sí mismo,

en tanto que hacia él asciende de la tierra

el descompuesto vaho de una nada ya inerte.

Que el buen amor, amigo, y la esperanza

nunca jamás te dejen de su mano.



(Rafael Alberti, “Hugo Gutiérrez Vega”)



Todos los caminos conducen a Roma, y más en este caso. Roma comparte con México el hecho de ser una ciudad milenaria en cuyos subterráneos, terrazas, templos y jardines conviven varias civilizaciones y se mezclan las genealogías de distintos pueblos. Aquí la multitud variopinta de los prehispánicos, coloniales, mestizos, remediados y mejorados; allá, en la capital de la península Itálica, se yuxtaponen las multánimes capas de los etruscos, ligures, griegos, romanos, románicos y otros hijos del Mediterráneo. A la Roma de aquellos años la vivieron también otros mexicanos y españoles como María Zambrano, Juan Soriano, Jorge Hernández Campos, Tomás Segovia, Sergio Pitol, entre muchos otros a quienes cruzó o conoció el legendario peregrino elegante que salió de México hacia Nueva York, Londres, Roma, Atenas, Madrid, Río de Janeiro, Puerto Rico, sin dejar de ser fiel a su nativa raíz jalisciense. En Roma, Gutiérrez Vega conocería a muchos amigos europeos, rumanos e ingleses, pero en particular lo marcaría la visita al poeta Ezra Pound. Por cierto, otra visita mexicana que tuvo el gran poeta estadunidense fue la de la historiadora del arte Teresa del Conde.



I I I



Vuelvo a aquel fugaz encuentro con Hugo en Tijuana para confesar que casi todas estas noticias aquel joven de veinticuatro años no las conocía del todo, y acaso las presentía y adivinaba que formaban parte de la cauda invisible de aquel señor de barba entrecana con aires principescos a quien volvería a encontrar años más tarde, poco antes de que muriera en su departamento de Copilco en compañía de su amorosa Lucinda. Las últimas veces que conversé con Hugo se dieron precisamente en ese departamento. Lo pude visitar con relativa frecuencia, pues éramos vecinos y en algunas ocasiones lo acompañé a su casa al salir de las sesiones de la Academia. Siempre que asistía llevaba alguna publicación suya, ya fuese una traducción de algunos poemas suyos al griego o al rumano, la edición de algún escritor jalisciense en la que había tenido que ver, o libros sobre él como el de David Olguín o la entrevista realizada por Angélica María Aguado Hernández y José Jaime Paulín Larracoechea, que ha sido en parte el respaldo de esta estampa. Lo visité varias veces. Tenía yo la idea de invitarlo a que hiciera para la colección Las semanas del jardín, de la editorial Bonilla, un libro suyo. Pensaba en que armara para esa serie un libro de la memoria donde estuviesen los escritores y artistas congregados en torno a la revista Contemporáneos: José Gorostiza, Rodolfo Usigli, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Jaime Torres Bodet, que fueron de algún modo sus maestros y, aunque no conoció a Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, los leyó y estudió, y sus ámbitos, espacios y atmósferas eran en buena medida los suyos. Había conocido a Manuel Rodríguez Lozano y en su nativo Jalisco había conocido a no pocos de los coetáneos de esa generación, y en México había tratado a los estridentistas. Le presumí a Hugo que tenía yo El sendero gris y otros poemas 1919-1920, de Arqueles Vela, impreso en México, ejemplar dedicado al académico Alfonso Teja Sabre. Le brillaron los ojos ante esa curiosidad del quién sabe si guatemalteco o chiapaneco cuyo seudónimo era Silvestre Paradox. De estos temas hablamos en ese rincón suyo limpio y ordenado. En cierta ocasión llegué a visitarlo pero él se había ido al periódico para atender 43 urgencias de la sierra de Guerrero. Me recibió su esposa Lucinda, quien me dijo que al menos me tomara un vaso de agua. No me negué. Mientras degustaba la suave y fresca limonada, sentí que en la atmósfera campeaba una cierta angélica armonía mientras entraba a la pieza la mansa luz de la tarde. Sentí la hospitalidad contenida en ese espacio y agradecí a Lucinda su insistencia para quedarme y conversar un poco, aunque lamenté no saludar a sus hijas. Una semana después volví y me encontré con Hugo. Le dije lo que había creído advertir. Hugo me sonrió y agradeció el comentario con una sonrisa y con mirada de “si tú supieras…” Pero de aquel proyecto de libro solamente quedó mi certeza de que Hugo Gutiérrez Vega forma parte de ese archipiélago de ínsulas extrañas y que su nombre está para mí asociado necesariamente al de ese otro patricio de las letras, Alí Chumacero, cuyo sitial ocupó entre nosotros.

Atesoro aquellos momentos en que pude entrar al espacio encantado de la torre b donde residía la familia Gutiérrez Vega. Sé que para un británico como lo era Hugo, abrir las puertas de su domicilio a alguien es franquear el puente levadizo del castillo. Al tocar alguna vez la puerta, recordé una anécdota de Hugo con Graham Greene en Londres: “Yo estaba sentado al lado de Greene –recuerda– y cuando se enteró que era el agregado cultural de la Embajada de México, que era poeta y acababa de escribir El lamento de Paddington me dijo clarísimamente: ‘Odio su país’, y le contesté: ‘Mire qué curioso, ¡yo lo odio también! ’ ‘Pero también lo amo’, dijo Greene, y le respondí: ‘Esto es todavía más curioso porque ¡yo también lo amo!’.” Hugo Gutiérrez Vega hizo buena química con los ingleses de una y otra atmósfera: cuando quiso conocer a la hija de Sigmund Freud, Ana, en Londres, ella preguntó por qué. Hugo respondió que era admirador de Freud como escritor: “Si admira a mi padre como escritor, lo recibo hoy mismo a las cuatro de la tarde.” Hugo llegó puntualmente a la cita y no sólo conoció la biblioteca y el museo personales, sino que la hija de Freud lo llevó hasta el jardín donde ella le tomó a Freud sus últimas fotos.

En Roma, Hugo Gutiérrez Vega conoció también a Rafael Fuentes, el padre del escritor. Años antes Roma había fascinado a otro mexicano, a Carlos Pellicer, el autor de unas hermosísimas Cartas desde Italia (escritas en 1927). Gutiérrez Vega fue lector y amigo de Carlos Pellicer y, más tarde, en los años de Londres, anfitrión fraternal del poeta José Carlos Becerra. La vocación del poeta es un llamado de la mente a sí misma a través de la palabra, un sopesarse en el aire y en la luz:



Hoy, con la entrada de la primavera

hemos dicho que el poeta es más fuerte que el mundo.

Cernuda debe haber reído silenciosamente

desde lo alto de su montaña morada.



Están abiertas todas las ventanas.

Todas las calles van hacia el sol.

Nadie se atreverá a contradecirnos.

Borges recorrerá esas calles

hasta el último día del mundo.



Conspiran a nuestro favor

una clara madrugada

y un bosque de altas ramas

con los brotes apenas nacidos.

Ayer la tierra desnuda

tenía un dedo puesto en los labios.



Hoy que abre los brazos

es posible tocarla,

decir que la soledad es buena,

que los poetas son más fuertes que el mundo,

que los anillos de hierro,

los billetes de banco,

los discursos,

las rejas.



2



A mi invitación al juego

contestas con una declaración escrita.

A mis saltos chaplinianos

respondes con tu cara de discurso.

A mi tristeza de Buster Keaton

opones tu deseo de subir.

Te saco la lengua amigablemente.

Yo seguiré representando mi farsa.

Quédate en la tribuna aquilina

y que una trompeta ronca

te despida del planeta.

Desde la fosa común te saludaré con mi corbata.

Hasta tu mausoleo llegarán mis proyectiles:

pasteles de crema,

helados de frambuesa.



Con Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, Hugo Gutiérrez Vega fue uno de los herederos activos y casi diría militantes del legado artístico de la generación de los Contemporáneos. No en balde dice de Paz: “Es el gran ordenador de la poesía moderna mexicana. Sus comentarios sobre los Contemporáneos desmitifican y, al mismo tiempo, consagran a ese ‘grupo sin grupo’ que nos llevó a la modernidad y superó nuestro atraso cultural. Su ensayo sobre López Velarde en Cuadrivio, es una rica reflexión sobre un gran poeta y su tiempo histórico. Después de Villaurrutia, es Octavio quien da las opiniones definitivas sobre la poesía de nuestro padre soltero.”

No en balde su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua versó en torno a Ramón López Velarde, ese padre soltero. Hugo Gutiérrez Vega fue elegido el 10 de septiembre de 2011, tomó posesión de su sitial y leyó su discurso el 11 de septiembre del año siguiente. Fue el 3er. ocupante de la silla xxiv, en la que sucedió a Alí Chumacero, le dio la bienvenida el entonces secretario don Gonzalo Celorio. Fue traducido a la otra orilla el 25 de septiembre de 2015.



I V



Gutiérrez Vega no sólo conoció y trató a varios de los escritores de la generación de Contemporáneos. Como nació en Jalisco y vivió en Guadalajara también, tuvo la oportunidad de tratar a los coetáneos de ellos en aquella ciudad. Esta es quizás una de las claves de la fisionomía intelectual de Hugo Gutiérrez Vega: la tensión complementaria de la oralidad y la escritura, de la conversación y el teatro. Hugo Gutiérrez Vega se alimentó con el contrapunto informado de lo que sucede simultáneamente en la gran ciudad y en las no tan pequeñas urbes que la rodean. Una prueba de esto es que sus empeños teatrales en Jalisco y Querétaro hayan coincidido con el proyecto de Poesía en Voz Alta animado por Juan José Arreola, Héctor Mendoza y José Luis Ibáñez, en asociación con Octavio Paz y Elena Garro. Esta genealogía teatral y literaria sería también una genealogía de la irreverencia crítica y de la desobediencia intelectual. Quizá este conjunto de circunstancias condujeron a Hugo a no escribir obras de teatro, sino a actuarlas, promoverlas y representarlas. También lo llevó, probablemente, a escribir una poesía en la cual se presiente el soplo de la palabra dicha en voz alta. Al igual que el poeta Eduardo Lizalde, Hugo Gutiérrez Vega es el autor no sólo de un conjunto de poemas, sino también y sobre todo, como reconoció Alberti, de una voz. A esa genealogía de Gutiérrez Vega hay que añadir otra, la que lo sitúa en el espacio helénico: ya no sólo de la Grecia soñada y leída de Alfonso Reyes, sino de la vivida de Jaime García Terrés, José Luis Martínez, Álvaro Mutis y, más recientemente, Selma Ancira y Francisco Torres Córdova. La figura de Hugo Gutiérrez Vega cifra una estela plural: persona y personalidad compleja y completa: poeta, diplomático, hombre de mundo, señor de muchas atmósferas, actor y director teatral, editor, maestro, pero sobre todo, ser humano diligente y generoso, hombre atento a seguir sin traicionar los pasos y los llamados de su vocación.



Miente quien diga

que no sé arrepentirme.

Me he pasado la vida lamentando

la mayor parte de las cosas que hago;

y por eso bendigo lo que impide

que tenga tiempo para hacer más cosas •

domingo, 18 de diciembre de 2016

Farabeuf de Salvador Elizondo: 50 años de la novela del escándalo

18/Diciembre/2016
Jornada Semanal
Antonio Valle

A los fotógrafos MacManus

I

Farabeuf es una novela que ha sido objeto de múltiples exégesis. Curiosamente algunos de los métodos menos empleados ha sido el del psicoanálisis; digo curiosamente porque los temas que aborda el insólito texto pueden ubicarse no sólo como una parte de la historia universal de la infamia, sino dentro del campo semántico de las pulsiones eróticas, más allá del principio del placer y del malestar de la cultura, así como de diversos síntomas y patologías, especialmente aquellos ligados a las perversiones. Por supuesto, dicho enfoque no se hace en menoscabo de los descubrimientos estructurales y de las aportaciones literarias de esta obra señera que ha cumplido cincuenta años; aportaciones lingüísticas, poéticas y narrativas que, desde mediados de la década de los sesenta y hasta la fecha, no han dejado de asombrarnos.

I I

Farabeuf aparece en un contexto que, en términos generales, podría definirse –utilizando el mismo concepto que emplearon los artistas plásticos de la época– como una parte sustancial de “la ruptura”. Elizondo apunta hacia este hecho cuando comenta la obra de sus pintores predilectos. Entre otros, destacaba la obra de Francisco Corzas con su serie de trashumantes; la surrealista, criminal y muralista Sofía Basi y Gironella, de quien Elizondo dice: “Ha pintado un espejo que nos devora y nos hace vivir dentro de él.” Elizondo forma parte de una generación de grandes escritores mexicanos como Carlos Monsiváis, Juan García Ponce y Juan Vicente Melo.

La vida sensible e intelectual de Elizondo, además de experimentar y de nutrirse en las artes plásticas, estuvo íntimamente vinculada a la industria cinematográfica. De hecho, le gustaba explicar que la técnica que empleó para escribir y estructurar Farabeuf la recuperó de la técnica del montaje cinematográfico descubierta por Sergei Eisenstein. En ese sentido, significa un reto tratar de “desmontar” o, empleando un concepto de Derrida más cercano al estilo y a las preocupaciones intelectuales de Elizondo, “desconstruir” el proceso “narrativo” de Farabeuf para intentar comprenderlo. Es evidente que los principales temas desarrollados en Farabeuf tienen que ver directamente con las pulsiones de vida y muerte, así como con algunos elementos y símbolos ampliamente abordados por el psicoanálisis, temas como el estadio del espejo, el narcisismo y sus heridas, así como la trama de las perversiones sexuales “clásicas”, como voyerismo, sadismo, masoquismo, etcétera.

I I I

Años después de que Farabeuf fuera publicada, el mismo Elizondo decía que esta “crónica de un instante” había estado rodeada de una especie de sensacionalismo, efecto publicitario y literario que sobre todo provenía de la inclusión de la famosa fotografía que descubrió en el libro Las lágrimas de Eros, de George Bataille. Como se sabe, esta fotografía es la de un(a) supliciado(a), tomada justo antes de su muerte. En esa instantánea se ve a un hombre, aunque hay quien afirma que el magnicida es una mujer. En todo caso, se aprecia un ser con los pechos cercenados, cuyo rostro andrógino, por el grado de dolor y el consecuente mecanismo para trascender el mismo, ha alcanzado una expresión en éxtasis, muy a tono con las reflexiones sensuales de Bataille. Por otra parte es relevante mencionar que, en su autobiografía, Elizondo casi no menciona a su madre; lo que sí se sabe es que, mientras vivía en Berlín, uno de sus primeros recuerdos infantiles es el de una nana alemana que, además de desnudarse frente a él, tenía una fuerte inclinación por los nacionalsocialistas. Evidentemente, en la figura de la madre, que a lo largo de sus textos brilla por ausencia, se encuentra una de las claves para entender una de las novelas más enigmáticas en la historia de la literatura mexicana.


I V

Buena parte de sus críticos ha señalado que la mayoría de sus influencias proviene de escritores malditos; algunos no dudan en decir que Farabeuf es una historia satánica, ya que Elizondo ha ido al encuentro de las cosas más oscuras de la condición humana. Sin embargo, en la mayoría de esas obras (hablemos de Arthur Rimbaud, por ejemplo) se reconoce una búsqueda espiritual, como si el poeta estuviera intentando sanar de alguna enfermedad del alma. Mucho se ha dicho de las obsesiones que escritores como Poe, Bau-delaire, Lautreamont, el Marqués de Sade, Antonin Artaud, Jean Genet o, más recientemente, Charles Bukowski expresaron, a través de un estilo “maldito”, la búsqueda de algún tipo de alivio para sus melancólicos espíritus. De alguna forma, la historia literaria de los malditos en el fondo es una historia alternativa de la espiritualidad occidental, una búsqueda de liberación personal que, al publicarse, cumple con efectos muy importantes de liberación psíquica y social.


V

Hace treinta años, Fernando Cortés me invitó a tomar un curso de fotografía que impartía su padre, el profesor MacManus, en un viejo estudio que tenía en el Centro Histórico de Ciudad de México. Ahí experimentábamos con una serie de técnicas y conceptos en torno a la fotografía en los que hoy me apoyaré, tratando de analizar el concepto “crónica de un instante” en Farabeuf. Si como el mismo Elizondo dice que intentaba crear algo que pudiera acercarse a este oxímoron, no existe medio expresivo más eficaz, y tal vez único, que una fotografía, un arte que, como llanamente lo dice su etimología, es una forma “instantánea” de “escritura de luz”, especialmente si pensamos en la fotografía que se llevaba a cabo cuando había que trabajar con cámaras fotográficas que operaban mediante dispositivos de obturación que regulaban el paso de la luz a través de un diafragma que a su vez regulaba la dimensión de su obertura, proceso que tenía que ver con el tiempo de exposición y de la sensibilidad de la película en la que se registraban las imágenes que serían resguardadas en una cámara oscura herméticamente sellada, para, finalmente, imprimir las fotografías sobre papel en un cuarto oscuro débilmente iluminado por algunas luces rojas que recordaban a los antros o a algo que remotamente podría parecerse a la sensación de una temporada en el infierno. Parte del ambiente de un cuarto oscuro de fotografía fue “revelado” en el relato “Las babas del diablo”, de Julio Cortázar, que apareció en el libro Las armas secretas, relato que a su vez fue adaptado para el cine con el título de Blow-Up, dirigida por Michelangelo Antonioni. Valga esta breve explicación de los procedimientos casi poéticos del arte fotográfico previo a la explosión de los pixeles y del uso de Photoshop, para aproximarnos a ciertas imágenes que permanecen veladas en el inconsciente, imágenes alta-mente significativas que de pronto, al revelarse, como le sucede a Elizondo en Farabeuf, cobran un sentido de extravío y angustia inenarrable. Es importante mencionar que Elizondo varias veces indicó que le hubiera gustado que sus lectores potenciales percibieran Farabeuf tal y como él lo percibía, en esa especie de cinta mental laberíntica por la que pasaba “su película”. Es decir, le hubiera gustado conocer a alguien que fuera capaz de percibir y de sentir lo mismo que él experimentaba (gozaba y/o sufría) al “verla” –leerla. Evidentemente decía esto desde una especie de herida narcisista “cicatrizada” que difícilmente podía abrirse y “manar” en un diálogo con el “otro”; es decir, para interactuar con un receptor que tuviera algo distinto que comentar. Elizondo parecía buscar algo o a alguien que fuera capaz de escuchar sin interrupciones ni interpretaciones de ninguna especie esa historia donde “no ocurría nada”. Sin embargo, me parece, una escucha atenta a eso, a todo lo que no quería o no podía decir (que suele ser lo indecible en todo proceso de revelación de lo inconsciente); eso, intuyo, es la tentativa que buscaba revelarnos Salvador en las numerosa entrevistas que concedió para hablar de Farabeuf.


V I

Hace unas horas Luis Tovar me recordó la imagen de la oreja que aparece tirada en un jardín al principio de la película Terciopelo azul, de David Lynch. Esa oreja mutilada y cubierta por un hervidero de hormigas es el símbolo que movilizará todo aquello que ha permanecido inaudible, símbolo de todo aquello que no se escucha y que, sin embargo, visualmente escandaliza. Un poco de esto es lo que sucede con el supliciado de Bataille; supliciado, magnicida y víctima es el mismo personaje que Elizondo “presenta” como detonador y también es el mismo que menciona Julio Cortázar, aunque sólo como alusión ominosa, en Rayuela. Indudablemente la obra de Georges Bataille provocó gran inquietud entre los escritores e intelectuales de los años sesenta, década en la que algunos de esos narradores se propusieron revolucionar el concepto de las historias noveladas. La misma Rayuela, pero sobre todo 62 Modelo para armar, son un buen ejemplo de lo que se propusieron algunos de los más audaces escritores latinoamericanos. En ese sentido, la idea de “montaje” cinematográfico utilizado por Elizondo presupone una participación muy activa por parte de sus lectores-espectadores (ideal que Elizondo hubiera deseado para que hicieran contacto visual y no mediante una interpretación intelectual del doctor Farabeuf) que les permitiera “crear” las imágenes necesarias para cubrir los vacíos de tiempo y de lugar o elipsis, mecanismo de la imaginación que por cierto no sólo precisaba Farabeuf sino El acorazado Potemkin, de Eiseinstein, 2001 Odisea del espacio, de Kubrick y, de manera más compleja, la mencionada Terciopelo azul y Mulholland Drive, de Lynch. Lo mismo sucede con obras como Esperando a Godot, de Beckett, o Reunión de personajes, de Elena Garro.

El verdadero problema para entender Farabeuf es que contamos con un solo fotograma de la cinta, no tenemos ni un antes ni un después de ese terrible instante detenido. Eso sí, Elizondo nos ofrece algunas pistas, como el signo seis del i Ching, una inquietante pintura del renacimiento veneciano llamada Amor sagrado y amor profano, de Tiziano, y un nauseabundo manual de cirugía de un doctor, entre unos cuantas pistas más. Con esos datos y la prosa poética de Elizondo, cada uno de sus lectores “armará” su modelo personal de Farabeuf. Por fortuna, además de esa “película” por la que “corre” Farabeuf, también “corren” por nuestra mente pistas paralelas que nos permiten tener vislumbres de esa novela literalmente iconográfica. Tomemos por ejemplo el símbolo de la cifra seis del i Ching, que Elizondo presenta como una reproducción del supliciado chino. Se trata, ni más ni menos, que del asesino del padre. Elizondo, además de despistarnos sistemáticamente durante la “crónica de ese instante”, hacia el final introduce una gran sospecha diciendo: “Mire usted esa fotografía con gran cuidado: ¿no reconoce usted a Melaine Dessaignes?” lo cual significa que el magnicida torturado puede ser una mujer. Jean Chevalier y Alain Gheerbrant dicen que la cifra seis “marca la oposición entre la criatura y el creador”, que el seis es el número de los antagonismos, de la perfección en potencia, perfección que sin embargo hace del seis el número de la prueba entre el bien y el mal, y que en el Apocalipsis el seis es el número del nombre físico sin su elemento salvador, sin ese elemento redentor que en el poema-prólogo del i Ching de Jorge Luis Borges es reconocido con facilidad cuando dice: “Pero en algún recodo de tu encierro/ Puede haber una luz, una hendidura/ El camino es fatal como la flecha/ Pero en las grietas está Dios, que acecha.”

V I I

Alguna vez Elizondo afirmó que escribía por resentimiento y por curiosidad, que su necesidad de comunicarse con los demás no era para él algo imperativo sino aleatorio: “Yo quisiera poder dialogar esclarecidamente conmigo mismo, mucho más que con los demás.” En Farabeuf dice: “Tratarías de reconocer en el brillo de aquella cuchilla afiladísima los reflejos que produce el sol sobre el lente de la cámara”; sin duda se trata de una imagen simbólica de castración y voyerismo. Es interesante señalar que al psicoanálisis “le corresponde el mérito de una descripción específica de la perversión, articulada en su forma definitiva por Freud en 1927, a propósito de un caso de fetichismo”. En esa descripción “se confirma el primado del falo y el establecimiento de un objeto sustitutivo, metonímico en relación con la castración simbólica… elementos (que) se desarrollan en la experiencia primordial del niño durante su encuentro con la cuestión del sexo, que aparecen bajo una luz radicalmente traumática.”

“No recuerdo nada. Es preciso que no me lo exijas. Me es imposible recordar.” Esta línea nos habla de la imperiosa necesidad que Farabeuf y sus dobles antagonistas-protagonistas tienen: necesidad de olvidar –velando–; de la imposibilidad de recordar –revelando–; necesidad que acaso siga expresándose en las múltiples proyecciones e interpretaciones que esa iconoclasta crónica de un instante continúa generando en sus nuevos espectadores-lectores.
Al pintor, poeta, cineasta y narrador excelso Salvador Elizondo, maestro de la autobiografía y de la autoficción, le debemos un trabajo de experimentación aforística con un lenguaje donde sus imágenes, como en el espejo de Gironella, se conviertan “en nada”, acaso “en la imagen” (esto lamentablemente cierto desde un punto de vista simbólico de la ley del padre y su caída; y en ese sentido, lamentablemente cierto desde lo moral y lo político) “de lo que verdaderamente somos” 

La sangre devota: del álbum sentimental a las estampas del camino de la Pasión

18/Diciembre/2016
Confabulario
José Homero

¿Cuál es el misterio de La sangre devota, obra que a pesar de su carácter inaugural y por ello aún imbuida de una sustancia pegajosa, propia de la humedad genésica, ha sido frecuentada, asediada, escrutada desde ángulos y con instrumentos tan diversos? El lector aficionado argüirá la fruición de varios poemas. Podríamos conjeturar que tales serían “Mi prima Águeda”, “La tejedora”, “En las tinieblas húmedas”, “Nuestras vidas son péndulos…”, “Y pensar que pudimos…” Sí, pese a la disparidad temática y cualitativa del volumen hay suficientes versos memorables para ameritar tal obra descubrir, con sus contemporáneos, la semilla de la gran obra madura de Ramón López Velarde. Sin embargo, no es ésta condición lo que impele a los ensayistas y críticos a retomar, frecuentar con fiel constancia dicha vía. Acaso ese magnetismo irradie del centro cordial de la propia obra.
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El primer acercamiento fue a través de la historiografía. Tras la temprana muerte de López Velarde se comprendió que su breve obra tenía en Zozobra su cenit y en los poemas publicados de manera póstuma los frutos de una poética del porvenir que lo habrían de convertir en uno de los mayores poetas de la lengua española, aun cuando también en uno de los grandes desconocidos fuera de México. Por ello inquirir en La sangre devota, cuando la crítica elogiaba los frutos de madurez, era más bien preguntarse por los secretos de su publicación, pues aunque el volumen estaba anunciado para aparecer en 1910 sólo se dio a la estampa, en los talleres de Revista de Revistas, hasta 1916, cuando comenzó a circular desde los primeros días de enero.
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Las primeras lucubraciones sobre dicha postergación proceden de los pioneros de los estudios velardeanos. Luis Noyola Vázquez, al respecto, arguyó como causa la salida de Eduardo J. Correa, el íntimo amigo, compañero de bufete jurídico y en ocasiones mecenas de López Velarde, del diario El Regional. Emmanuel Carballo, quien retomó el misterio, ataja esa hipótesis señalando que Correa no dejó las riendas del periódico hasta 1912, tiempo suficiente para imprimir el volumen si hubiera existido interés. A cambio propone, en Ramón López Velarde en Guadalajara (1952), “que el motivo que impidió la edición de La sangre devota en Guadalajara fue la estricta autocrítica del poeta” (Carballo). A esta propuesta añade que la distancia –el libro se publica ya en México, no en provincia– “le hizo comprender y valorar la provincia de su niñez y adolescencia”. Carballo sentencia que los seis años de reposo le permitieron al poeta ser “más dueño de sí mismo y de los secretos de la poesía.” Gabriel Zaid, por su parte, en “López Velarde y el Plan de San Luis”, repara en una carta en la que López Velarde expone a Correa su indolencia para publicar su primer libro por “groseros intereses materiales”:
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… le diré con franqueza que estoy algo desanimado por su publicación y que siguiendo la voz de groseros intereses materiales he resuelto no escribir más en lo sucesivo. Usted conoce el criterio de nuestros públicos: el abogado que se dedica a la literatura no sirve para nada. Pues bien, yo por circunstancias que usted conoce, necesito sacarle a la profesión todas las platas posibles y si me sigo dedicando a publicar asuntos literarios, resentiré en el estómago las consecuencias.[1]
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Zaid encuentra en esta confidencia del 13 de marzo de 1911 el motivo por el que López Velarde prefirió guardar su libro. Huérfano reciente –su padre había muerto en noviembre de 1908, como recuerda en la elegía “A mi padre”– y convertido en el principal sostén familiar, políticamente señalado por su participación en el movimiento maderista, al final el poeta optó por la renuncia: ni se convirtió en autor ni tomó las armas. Sacrificaba sus verdaderas pasiones para atender los apremios de la vida cotidiana. Irónicamente tal decisión no lo acercó ni a la solvencia económica ni a la reputación política. Por el contrario la única redención de su infortunio vital sería su obra poética.
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Un ensayo reciente de Ernesto Lumbreras suma una nueva hipótesis: una posible censura como motivo para postergar la edición del libro[2]. Siguiendo la correspondencia entre López Velarde y Correa, Lumbreras postula que el periodista percibió el peligro que entrañaba para El Regional, un periódico conservador, beneficiado por la cercanía con el entonces obispo de Guadalajara, publicar a “un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud”. Por ello, el cauto Correa, temeroso de contrariar al acaudalado eclesiástico, José de Jesús Ortiz, prefirió disuadir al autor mediante dilaciones recurriendo incluso a la velada insinuación de que sufragara los costes editoriales, sugerencia que en la mayoría de los casos basta para ahuyentar a los poetas.
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Más allá de los ejercicios arqueológicos propongo considerar La sangre devota con una nueva perspectiva. Una somera revisión de la crítica revelaría que junto con la inquisición por los motivos de la preterición editorial, los asedios se limitan a glosar el tema provinciano o, en los mejores casos, a trazar correspondencias entre el volumen de López Velarde y el amor cortés, sendero que trazó por vez primera Octavio Paz en el ensayo fundacional El camino de la pasión.
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En otro ensayo (“Cómo detener el tiempo: Ramón López Velarde y su poética de fluidos”, Casa del Tiempo, septiembre de 2016) he propuesto leer a López Velarde fuera del ojo de la cámara estenopeica de las oposiciones binarias o del teatro íntimo de la interpretación dialéctica. La figura que nos permite aprehender el cauce secreto de esta poesía es la espiral. En uno de sus poemas más confesionales, el poeta resume su dicotomía vital y estética declarando haber “vivido profesando/la moral de la simetría” (“Gavota”). Tal confesión acaso ha agitado aún más las aguas ya de suyo procelosas de la crítica velardeana, al punto que parece irreductible superar las riberas encontradas sobre dicha obra. Quien primero recurrió a la noción del vaivén para encontrar una imagen que compendiara la obra entera fue Allen W. Phillips, alertado acaso por los emblemáticos versos ya citados:
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En perpetuo vaivén espiritual, determinado por la moral de la simetría que profesa, se siente igualmente atraído por las fuerzas del bien y del mal, de la pureza y la sensualidad, oscilando de un extremo a otro sin poder optar definitivamente por uno solo. De ahí el drama angustioso de su alma, su sed de saborearlo todo, y el motivo principal de su zozobra (Tres procedimientos imaginativos).
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Sin embargo, habría de ser José Emilio Pacheco, autor no sólo de un ensayo intitulado “López Velarde: la moral de la simetría” (1969) sino de “El caracol” cuyo subtítulo es programático: “Homenaje a Ramón López Velarde”, quien mejor atisbaría la naturaleza de las continuas asociaciones oscilatorias y resonantes. “El caracol” confronta el esplendor de la concha del caracol con la indefensión del molusco y se cita esa “moral de la simetría”. Aunque el desarrollo se urde en el contraste entre la lucidez tornasolada de la concha y el indefenso molusco, podríamos considerar que el caracol es una metáfora, por su danza núbil, del movimiento que secreta la obra de López Velarde.
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La espiral ha sido uno de los símbolos recurrentes y más antiguos de la cultura; cifra el movimiento, la expansión, la regeneración agrícola o cósmica. Su forma se encuentra en los torbellinos, la galaxia, el crecimiento de las plantas, las conchas, el fluir oceánico e incluso en nuestra cadena biológica, la doble hélice del ADN. El poeta y erudito en simbologías, Juan Eduardo Cirlot, determina que la espiral se encuentra en tres formas principales: creciente (nebulosa), decreciente (remolino) y petrificada (la concha del caracol). El botánico Patrick Geddes, discípulo de Charles Darwin y Thomas Huxley, una de las mentes más brillantes y hoy desconocidas, propuso, tras una misteriosa ceguera que lo afectó durante su estancia en México, la espiral como un símbolo de la vida. Curiosamente, o deberíamos decir, significativamente para nuestro estudio, concibió tal imagen a partir de la cruz celta. Asumiendo que los ejes no están inmóviles sino por el contrario en movimiento, la estructura dinámica habría inspirado su alegoría. Su trabajo a través de cuadrantes se resume en la idea de la espiral de la vida, emblema conjetural del significado de la vida, cuya repercusión en el campo de la biología pero también de las ciencias sociales ha sido a tal punto decisiva que se le continúa estudiando.
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La espiral nos permite abordar el estudio de la poética de Ramón López Velarde. Siguiendo el desarrollo y trazo de tal línea se comprende y superan las lecturas estáticas pero no extáticas de López Velarde; siguiendo ese cauce se encuentra una salida al laberinto de las oposiciones binarias irresolubles (cuerpo/espíritu; lujuria/castidad; calma/dolor; virtud/pecado; ciudad/provincia) tanto como la novela de la imbricación dialéctica. Por el contrario con dicho trazo se comprende que si bien hay una circunvolución temporal a ésta la rige una simetría. Y en ese desarrollo en vez de la elección de una posición –digamos un punto A o un punto B– lo que se encuentra es una suerte de movimiento en el que se ejerce una serie de fuerzas sin que los desarrollos paralelos coincidan o confluyan. Por ello aunque en una forma abstracta el sustrato profundo es esa imagen matriz de la espiral. Más que de un avance o un retroceso se trata de un programa hacia el otro que se emprende desde dos direcciones opuestas. La construcción se efectúa partiendo de dos puntos –extremos, como en la configuración de los cuerpos como péndulos distantes: “Nuestras vidas son péndulos” –; merced a un ritmo –de sístole o de diástole, pendular, de danza, en este caso de contradanza o de gavota, como astutamente intitula López Velarde el poema donde declara su moral simétrica–, los elementos se acercan aunque sin tocarse. En el flujo inverso, después de esa ralentización que suscita una ilusión de encuentro, comienza un nuevo alejamiento. Señalo, por su importancia, que una encarnación de esta dinámica sería la clepsidra, el reloj de arena, símbolo de la inversión y de la relación entre los contrarios, como en el mito primordial del andrógino. Preciso, con todo, que esta postulación es una imagen abstracta; en cada poema –y no en todos– se encuentra una actualización de esa potencia, el cual traza una figura distinta aunque apegada al despliegue de la espiral. Juzgo pertinente aclarar que la variedad de espiral que propongo es justamente la implícita en la clepsidra o en el huevo cósmico aludidos: la espiral doble en la que los principios opuestos se integran para de nuevo separarse. Es significativo que el símbolo chino del Yuang Yin sea propuesto en los diccionarios y obras especializadas como ejemplo de esta actualización de la línea sigmoidea. Cirlot, a quien sigo, describe así tal movimiento:
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Dos espirales dobles cruzadas forman la esvástica de ramas curvas, motivo que aparece con cierta frecuencia aunque no tanta como la ordenación en ritmo continuo de series de espirales dobles.
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La sangre devota rendiría testimonio de esa lucha agonística entre posiciones irresolubles. Por ello los opuestos y contradicciones parecen conjuntarse antes de buscar una resolución más clara en el sol de este corpus: Zozobra. Buscando detener ese vaivén que percibía en su vida pero también en su poética, López Velarde concebiría su primera entrega como una obra unitaria y concéntrica en torno al centro solar de la amada trasmutada en deidad. Esa circulación sólo se detiene frente a dos objetos litúrgicos: uno que consagra la unión del creyente con el creador, el altar, otra que deviene depositaria de los restos de la carne mortal, la urna. En ambos casos se trata de límites: el altar expresa el enlace con la espiritualidad, con aquello allende el cuerpo, la urna con el término de ese cuerpo, esa materia reducida. Por ello acaso la mención recurrente de la muerte, de las bodas. Si el amor no concluye en una unión terrena en ese recinto sagrado del altar habrá de realizarse –sin consumación– en la muerte.
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Propongo como motivo para diferir la publicación de La sangre devota (1916) un fundamento crítico. Ya no ancilar a la destreza técnica o artesanal, como sostenía Carballo, sino relacionada con el concepto de obra y también de camino de perfección. Los primeros poemas, rescatados por José Luis Martínez en la Obra poética, son circunstanciales, bitácora de impulsos, sentimientos y emociones, mientras que los incluidos en La sangre devota –varios de ellos poemas reelaborados, cuando no retomados en versiones casi por completo diferentes a las que revelaría la compilación de las “Primeras poesías”– responden a un programa. El libro abortado habría sido una suerte de álbum que coleccionaría las huellas de un enamoramiento, el decurso sentimental del primer amor, junto a poemas de ocasión y cuadros de orgullo nativo; así lo sugiere el subtítulo de efluvios modernistas con que se pretendía denominarlo: “Salmos viejos en lírica nueva”. Lo que sucede entre 1910 y 1916 es, además de la depuración poética, un cambio en la concepción del objeto libro. Y también en la significación de la poesía. Los poemas dejan de ser acuarelas sentimentales para convertirse en relicarios de una religión personal. Cada poema es una etapa en el camino de la Pasión.
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Leer La sangre devota como una secuencia narrativa revela no sólo la posible razón para el diferimiento editorial sino que incluso se comprenden las transformaciones que sufren ciertos poemas entre su versión primera y la aparición en libro. Además de la astucia literaria que obtiene Ramón con los años en la capital y el conocimiento de nuevas herramientas poéticas podría encontrarse, al modo de Pierre Renard, en esos nuevos poemas una transformación donde lo que se advierte, en contraluz, son distintas circunstancias.
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Entre el manuscrito de 1910 y la publicación de La sangre devota como libro ocurrieron no sólo sucesos decisivos que habrían de transformar la vida de Ramón López Velarde –la derrota del maderismo, su fracaso como político, su poco éxito profesional, su emigración a la Ciudad de México, el descubrimiento del deseo carnal y la concupiscencia, la pasión por una nueva mujer tan distinta a la entronizada en su adolescencia– sino también una más secreta metamorfosis: López Velarde comprendió que la poesía se nutre de los residuos vitales, de los humores de la persona que escribe, de modo propicio al de las empresas del caracol o de la araña, cuya concha o telaraña son resultado de su aliento vital –concha o telaraña en la que se avizora también la espiral– pero que la biografía, las circunstancias, los detalles cotidianos y verosímiles –esos que perseguimos para desentrañar el secreto siempre elusivo que guarda, alberga, destila esta poesía– no bastan para explicar ni para urdir un libro. En el lapso López Velarde aprendió a convertir los sucesos únicos en materia de ejemplos míticos. Y así el amor juvenil de un aprendiz de seminarista por una mujer mayor y prohibida por las costumbres de la época devendría una alegoría sobre la transformación del amor en un mito mariano, en una herejía, y en una religión personal. Del mismo modo en que la provincia de los primeros versos habría de originar un nuevo topoi convirtiendo a esa provincia en símbolo asimismo del Paraíso. La sangre devota es el recorrido, el camino de la pasión, de un poeta que asumiéndose demasiado humano terminaría convertido en una suerte de santo laico, crucificado, como todos los hombres, entre el anhelo y la unción erótica.
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[1]        Gabriel Zaid, Tres poetas católicos, Océano, México, p. 127.
[2]        Ernesto Lumbreras, Del centenario de La sangre devota (1916), Luvina, núm. 81, invierno 2015, pp. 308-310.

Los libros del año

18/Diciembre/2016
Reforma
Sergio González Rodríguez

El mejor libro del año: Elena Garro. Antología de Elena Garro (edición de Geney Beltrán Félix).
Poesía: Poesía reunida (1979-2014) de Antonio Deltoro; Las maneras del agua de Minerva Margarita Villarreal; Odioso Caballo de Francisco Hernández; Borealis de Rocío Cerón; Muda de Ernesto Hernández Busto; Orden aleatorio de Luis Vicente de Aguinaga; Barcos para armar de Jesús Ramón Ibarra; Ciervos de Fernando Trejo; Tránsfuga de Jocelyn Pantoja; Perros habitados por el desierto. Poesía infrarrealista (edición de Rubén Medina); Luz del colibrí de Alberto Ruy Sánchez; Deche Bitoope. El dorso del cangrejo de Natalia Toledo; Los que regresan de Javier Peñalosa M.; Sobras reunidas de Balam Rodrigo; Ser azar de Julia Santibáñez; Guía de forasteros de Jorge Ortega.
Libro gráfico: ¿Libros de artista? de Alejandro Magallanes.
Arquitectura: La sombra del Cuervo de Miquel Adriˆ.
Premio Regrésenme mi dinero (con Mención: Contenido añejo o Karaoke historiográfico): La nación desdibujada de Claudio Lomnitz.
Ensayo: Dialéctica del naufragio de Guillermo Hurtado; De marras. Prosas reunidas de Gerardo Deniz; La khátarsis del cine mexicano de Jorge Ayala Blanco; Palimpsestos mexicanos de Sergio Rodríguez Blanco; Anotaciones para una teoría del fracaso de Gabriel Bernal Granados; Árboles de largo invierno de L.M. Oliveira; Miscelánea El Deseo de Atto Athié; Caras de la Historia I de Enrique Krauze; Estética del prodigio de María Emilia Chávez Lara; Posmodernidad: del desencanto a la exigencia de un arte ético de Ingrid Suckaert; ¿De dónde salió el Eneagrama? de Fátima Fernández Christlieb; La fiesta mexicana (coordinación de Enrique Florescano y Bárbara Santana); Los idilios salvajes de Guillermo Sheridan.
Premio Aunque parezca mentira la verdad nunca se cuenta: Mi historia de Margarita Zavala.
Relato: Inéditos y extraviados de Ignacio Padilla; Los que hablan de Mauricio Montiel Figueiras; Un mundo infiel de Julián Herbert; Antología del relato criminal de Iván Farías; Década podrida de José Ángel Balmori; El libro de las artes de Guillermo Arroyo Jiménez; Había mucha neblina o humo o no sé qué de Cristina Rivera Garza; Agua corriente de Antonio Ortuño; Figuras humanas de Luis Jorge Boone; Madres y perros de Fabio Morábito; Pequeño Pushkin y otras historias de Mauricio Carrera.
Colección editorial: En la Mira (Narrativa policiaca de Editorial Artificios de Mexicali).
Novela sin ficción: El deshabitado de Javier Sicilia.
Novela: El salvaje de Guillermo Arriaga; No voy a pedirle a nadie que me crea de Juan Pablo Villalobos; Luz estéril de Iván Ríos Gascón; Los años sabandijas de Xavier Velasco; Vientos de Santa Ana de Daniel Salinas Basave; Al final del periférico de Guillermo Fadanelli; Cobra de José Miguel Tomasena; Azul cobalto de Bernardo Hernández Bef; Huesos de San Lorenzo de Vicente Alonso; Aquiles o el guerrillero y el asesino de Carlos Fuentes; El espíritu de la ciencia ficción de Roberto Bolaño; Cartapacios de Pedro Damián Bautista; Por breve herida de Margo Glantz; Rambler de Antonio Calera-Grobet; Elvis nunca se equivoca de Rodrigo Morlesín; La casa inundada de José Mariano Leyva; Carne de ataúd de Bernardo Esquinca; Circunstancias atenuantes de David Lida; Oriundo Laredo de Alejandro Páez Varela; Migrar al mar de Jorge A. Abascal Andrade; La noche de Ángeles de Ignacio Solares; El jardín del honor de Maruan Soto Antaki; Toda la vida de Héctor Aguilar Camín.
Premio Oportunismo mata Neurona: El clóset de cristal de Braulio Peralta.
Testimonio-crónica: Árboles petrificados de Amparo Dávila (coordinador Jonathan Minila); Las indómitas de Elena Poniatowska; Examen de mi padre de Jorge Volpi; La invención de un Diario de Tedi López Mills; La vida escondida aún de Alfredo Lèal; La ira de México de Lydia Cacho, et al; Un diccionario sin palabras de Jesús Ramírez-Bermúdez; Los niños perdidos de Valeria Luiselli; Una historia oral de la infamia de John Gibler; Narco-periodismo de Javier Valdez Cárdenas; Oaxaca sitiada de Diego Enrique Osorno; Cuba Stone de Joselo, et al; Café Tacuba de Enrique Blanc; La verdadera noche de Iguala de Anabel Hernández; El día que cambió la noche de José Luis Martínez S.
El peor libro del año (ootra vez, con Mención Honorífica: Mi inalcanzable Stieg Larsson): Los usurpadores de Jorge Zepeda Patterson.

sábado, 17 de diciembre de 2016

La importancia de ser Guillermo Samperio

17/Diciembre/2016
Laberinto
Ana Clavel

Las palabras se me hacen nudo en la página. Uno cree que sus mayores estarán ahí siempre. Me decido, no me decido a echar mano de momentos compartidos. Encuentro un ejemplar de La Jornada Semanal del 24 de marzo de 1991. Ahí aparece una entrevista que le hice a Guillermo Samperio, en la que se pintaba a sí mismo, a un tiempo serio, al otro burlón, enfundado en su saco de pana y una corbata de seda elegantísima, el cabello impecablemente peinado: “En el 68 era yo dibujante y diseñador técnico-industrial, oía a Jimmi Hendrix, a Bartók; me gustaba mucho la pintura de Antoni Tàpies; leía a los escritores norteamericanos Truman Capote, Faulkner; leía filosofía, economía política; erahippie, escribía, tenía una familia, hacía política, dormía poco. Ahora, hago ejercicio, estoy distante del alcohol, intento estar abierto a los aspectos vitales del mundo. Me encanta bailar —tropical, soy muy bueno—. Me apasionan el cine y ciertos filósofos (María Zambrano, Heidegger, Bachelard). En música, desde Mozart y Beethoven hasta Los Caifanes, Sting, Rubén Blades, Ana Gabriel y Acerina. Me catalogo ecléctico”. Acababa de salir publicada su Antología personal en la Universidad Veracruzana. El volumen era uno de los ajustes de cuentas que su autor realizaba, de tanto en tanto, con sus textos y libros publicados e inéditos en un permanente monólogo del cuentista inconforme.




Conocí a Guillermo Samperio en los años ochenta. Primero como joven y ya laureado cuentista a través del volumen Miedo ambiente (Premio Casa de las Américas 1977), poco después como coordinador del taller de Narrativa de las becas INBA Fonapas en 1982. Recuerdo que era muy críptico en sus comentarios hacia mis cuentos pero al final de la beca me pidió que armara un libro y cuando se lo entregué, lo propuso él mismo a una colección que por entonces empezaría a publicar a autores noveles, Letras Nuevas de la SEP, donde más tarde publicarían Rosa Beltrán, Francisco Segovia, Mónica Lavín, Pablo Soler Frost, Malva Flores, entre otros, sus primeros libros. Es decir, que por su intermediación y generosidad publiqué mi primer libro de cuentos: Fuera de escena(1984). Es decir, que a la par de su propia labor creativa, Samperio fue siempre un encaminador de escritores incipientes como lo atestiguarán también los numerosos alumnos de sus talleres, o ese volumen de consejos para los que se inician: Cómo se escribe un cuento. 500 tips para nuevos cuentistas del siglo XXI (Berenice, 2008).




Hurgo en mis papeles y libros conminada a este inesperado y veloz recuento. En la primera página de su Manifiesto de amor (Ediciones del Tucán de Virginia) encuentro estas líneas en tinta azul fuente: “Para Ana esta temprana prosa que no reposa porque viene de los sueños de un amante de la vigilia; con mi amistad: Samperio, 18-sep-‘80”. Tengo otros libros dedicados por él como el libro de poemas De este lado y del otro(colección Luna Hiena de la Universidad Veracruzana, 1982) en el que aparece un epígrafe de Juan Gabriel: “Tú ponte en mi lugar, a ver qué harías/ La diferencia entre tú y yo sería, corazón,/ que yo en tu lugar… sí te amaría”. En los tempranos años ochenta el famoso cantautor no era nada bien visto por la alta cultura, así que para mí fue muy significativo que Samperio utilizara una de sus letras para preceder las suyas. Es decir, que Guillermo abrevaba de toda fuente de vitalidad posible, sin prejuicios ni inhibiciones. Si en un principio, como él mismo me reveló alguna vez, trabajaba sus textos a partir de una suerte de “teoría de las miserias”, después descubriría que valía la pena dirigir sus impulsos creativos hacia un lado imaginario, lúdico, gozoso de la existencia. Ahí están para constatar ese itinerario con el lenguaje y la vida, entre mis más preferidos, “Cuando el tacto toma la palabra”, “La señorita Green”, “Sencilla mujer de mediodía” y muchas de sus minificciones como “Tiempo libre”, “El hombre de negro” o “Mujer con ciruela”.




He hablado de la generosidad de Samperio pero no recordaba esta otra muestra: revisando mis archivos encuentro una reseña suya, aparecida en la revista Siempre! el 31 de enero de 2001. Ahí saludaba mi primera novela: “Cuando leemos Los deseos y su sombra, en más de una ocasión pensamos en una Alicia-Lolita atrapada entre el País de las Maravillas y el mundo cotidiano”. No creo haberle agradecido la larga y entusiasta nota porque entre nosotros no mediaban esas lisonjas. Cuando nos encontrábamos, nos abrazábamos, intercambiábamos lecturas y chismes del medio, me contaba sobre sus más recientes conquistas o desamores. Hasta que el azar volvía a reunirnos como cuando presenté su hermosa antología Cuando el tacto toma la palabra. Cuentos, 1974-1999, publicada por el Fondo de Cultura Económica; o la vez que lo encontré en Casa Refugio Citlaltépetl, donde daba un taller de Narrativa, por ahí de 2006, y me llevé un tremendo susto al verlo con la cara inflamada, llena de moretones verde-violáceos, y un brazo en cabestrillo. Me contó que habían intentado asaltarlo y él opuso resistencia. Desde entonces, cada vez que lo encontraba, me parecía que su aspecto físico se regía según una estética extravagante, o que se había transformado en un personaje burlón de las buenas apariencias, lleno de tatuajes, sortijas y aros, tintes de pelo color zanahoria. Pero de igual manera seguía siendo adorable.




Cuando lo invité a presentar la antología Yo es otr@. Cuentos narrados desde otro sexo(Cal y Arena, 2010), en la que había incluido su texto “La desgracia” (donde Samperio da voz a una tierna Lolita que, contra toda corrección política, lamenta la huida de su captor: un trabajador de limpieza del colegio al que asiste la pequeña y que la ha seducido como un lobo dulce y delicado), algunos de los asistentes en esa sesión de la FIL Guadalajara, que conocían al Samperio de sus años mozos y formales, llegaron a creer que Guillermo se había disfrazado ex profeso por el tema de la antología. Mayor estruendo llegó a generar el texto que leyó para la ocasión: “The importance of being a Drag”. Nos hizo reír mucho con un sentido del humor extraño y su idea de que Tiresias, Sor Juana y Oscar Wilde habían sido travestis literarios. No sé por qué pero recordé la golpiza que le habían propinado y que quizá desde entonces el Samperio elegante y formal se había difuminado tras una sonrisa a lo gato de Cheshire. Pero igualmente cálida y amorosa era esa sonrisa. Ahora la recuerdo y regreso a los nudos del principio. Y no puedo evitar pensar: maestro, amigo, cómplice piantado... Cómo te voy a extrañar, Guillom. La importancia de ser Guillermo Samperio, más acá del cuentista afamado, de su imaginación desbordante, su estilo perfeccionista y perfecto, su sensibilidad de cien ojos y cien tactos, puente entre los maestros del género en el siglo XX y los hacedores del nuevo milenio.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Ningún favor a Elena Garro

11/Diciembre/2016
Confabulario
Geney Beltrán Félix

En 1981, luego de casi dos décadas de haber debutado en el género novelístico con Los recuerdos del porvenir (1963), Elena Garro da a conocer su segunda incursión en el territorio más emblemático de la literatura moderna con Testimonios sobre Mariana. A esta obra siguieron, durante esa década y los años noventa, varios otros títulos, entre novelas y nouvelles, que la autora habría empezado a escribir desde tiempo atrás: Reencuentro de personajes, La casa junto al río (1982), Y Matarazo no llamó… (1991), Inés (1995), Busca mi esquela, Primer amor (1995), Un corazón en un bote de basura, Un traje rojo para un duelo (1996) y Mi hermanita Magdalena (1998). A este listado hay que añadir, por supuesto, libros de cuentos, memorias y ensayos históricos, además de piezas teatrales.
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Garro publicó, en suma, y restringiéndome sólo a la ficción, cinco novelas, cuatro libros de cuentos y seis novelas cortas. Con todo, no es una exageración afirmar que en esta esfera sigue siendo valorada casi en exclusiva por Los recuerdos del porvenir y, en menor grado, La semana de colores (1964): son esas las únicas obras que se han mantenido sin falta, año tras año, en los estantes de las librerías y son citadas por escritores y especialistas como las piezas narrativas valiosas de Garro. Esta apreciación viene, por supuesto, de los altos valores de los dos títulos, pero también de un desconocimiento o una descalificación apresurada de muchas de las ficciones publicadas por Garro en los años ochenta y noventa.
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Así, se ha afincado la noción de que las obras supremas de la autora se hallan en su primera década de existencia editorial (1958-1964), y que lo salido de las prensas después de su exilio en 1972 ya no se halla a la altura de los antiguos logros. Tan sólo hace pocos días, en una actividad de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, la escritora Beatriz Espejo habría afirmado (según reportó la prensa) que la segunda parte de la trayectoria literaria de Garro disminuyó de forma notoria en calidad. A la manera de un círculo vicioso, esta valoración negativa propició que casi ningún esfuerzo se hiciera por revisitar esa franja creativa de Garro para poner a prueba el decir común.
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Si algo ha dejado ver el caudal de actividades con que se ha celebrado el centenario del nacimiento de Garro, es que los hechos de su vida (su esposo, su activismo político, el año 1968, sus pasiones y rencores) hacen surgir el mayor interés en lectores, funcionarios, reporteros, mismos críticos. Es necesario, sin duda, hacer las puntualizaciones del caso en lo que concierne a su biografía; pero tanta compulsión por imbricarle vida y obra hace pensar que, a un siglo de su nacimiento, Elena Garro aún no es asumida como una autora irrefutablemente clásica de la ficción narrativa de México. Sigue siendo un elemento incómodo en el paradigma de lo que se considera aceptable en el escritor mexicano: a ratos parecería como si le estuviéramos haciendo un favor queriendo salvarla de sí misma, al decir que, aunque de conducta errática, falible o contradictoria, era una notable escritora.
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En esta situación aún tienen eco las beligerantes relaciones que tuvo Garro con el medio intelectual, en el cual habría figuras que aún hoy se sentirían acaso agraviadas por sus desencuentros. También deberá mencionarse el distinto rasero con que se estima la escritura y la actuación política de una mujer en un mundo regido, ayer y aún hoy, por los varones. Pero no estaría de más detenernos un poco e interrogar la última franja de su obra: ¿hay algo en esta ficción que la ha hecho casi invisible?
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En primer término, la prosa ha mutado. Gana en velocidad, transparencia y efectividad dramática, al tiempo que deja de lado el espesor y lucimiento lírico de los primeros textos. Esta evolución se observa con mayor énfasis en las ficciones que exploran el terror psicológico, como Reencuentro de personajes, La casa junto al río e Y Matarazo no llamó… Una dicción así se muestra orgánica, a ratos seca y ríspida, con descuidos y prisas, es cierto, pero potente y expresiva en su exploración de la tensa vulnerabilidad que conocen los personajes.
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Por otro lado, está el tema fundamental de la persecución y la huida. Sus protagonistas experimentan la paranoia, la ansiedad y el desasosiego al querer escapar de duros poderes; sin embargo, no es justo omitir la variedad de enfoques y soluciones técnicas con las que Garro delinea el destino de sus creaciones. Nada más distante, en términos de estructura, que Testimonios sobre Mariana Reencuentro de personajes; se trata de dos propuestas muy dispares de construcción narrativa. Más todavía, conviene recordar cómo el ciclo de persecución y huida se manifiesta en tanto una visión crítica de los nexos que tienen las derivas de corrupción y represión de la sociedad con las experiencias del machismo y la misoginia en la vida familiar y de pareja. Hay en esta Garro un registro ficcional de lacerantes realidades que siguen siendo vigentes: la violencia contra las mujeres, la pobreza, la migración forzada. Insisto: contrario a lo que a menudo se dice, Garro no se estanca en un solo tema ni toca una sola cuerda. En este amplio panorama se hallan ficciones de tonos muy encontrados; esto quedaría claro tan sólo con el contraste entre Un traje rojo para un duelo, una pesadillesca fábula sobre el mal desde la mirada de una adolescente, y Mi hermanita Magdalena, un veloz y gozoso recuento sobre la juventud, el juego y la luz que presenta a una protagonista audaz y descarada.
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Por último, y esto es quizá lo más notorio, la última Garro gana en visceralidad, la manifestación de un vehemente tenor dialógico con las pasiones humanas. Sus ficciones son opresivas, fuertes, perturbadoras; desafían las certidumbres y comodidades de quien la lee al exponer los dilemas de personajes vulnerados por fuerzas superiores, como el Eugenio Yáñez de Y Matarazo no llamó..., un burócrata hostigado por la policía secreta a partir de que se muestra solidario con varios obreros en huelga. Una novela como Reencuentro de personajes es el más incisivo y descarnado retrato que ha dado la literatura mexicana de la degradación del amor a través de la historia de una pareja de amantes en su descenso a los infiernos de la violencia verbal y física. Testimonios sobre Mariana entrega una revisión obsesivamente crítica de los modos y reinos de la misoginia, mediante una estructura caleidoscópica que cuestiona las mismas formas de construcción de conocimiento sobre la otredad.
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Este grueso talante de visceralidad, esta condición propia de quien busca llegar a lo profundo y escarbar sin piedad en las derivas humanas del odio, el miedo, la crueldad y el despecho, podría también haber provocado, desde los años ochenta, el rechazo en sus primeros lectores: hay obras amargas y extremas que no tienen lugar en su presente. Y estas de Garro en concreto, por hacer una crítica sin el menor edulcoramiento de las estructuras del poder masculino, difícilmente habrían de ser toleradas, ya no digamos bien vistas, por un sistema falócrata de elogios y prestigios fundado en la cortesanía y la corrección.
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Voy más lejos: Garro se apropia en su última ficción de un paradigma estético que choca directamente con el patrón de narrativa estilizada, apolítica y elitista ―propia de las grandes figuras de la Generación de la Casa del Lago (Arredondo, García Ponce, Elizondo) y de otros nombres (Hiriart, Rossi)― que para los setenta y ochenta se convirtió en central por el influjo crítico de la revista Vuelta, frente a búsquedas señaladas por una mayor “condición de mundo” (uso el término de Edward Said), es decir, con un mayor apego al realismo crítico-social, la oralidad, el periodismo (José Agustín, Garibay, Poniatowska, Bernal). La última Garro fue vista como “menos literaria” no porque en efecto lo fuera sino porque en México imperaba un discurso crítico que así lo venía dictaminando.
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Las décadas de 1980 y 1990 dejan ver cómo Elena Garro fue de hecho una autora multifacética, congruente en sus intereses temáticos y consciente de la poderosa naturaleza técnica de la escritura, una maestra de la palabra y la fabulación que no se negaba a la evolución estilística y la pluralidad creativa. Confío en que no pase mucho tiempo antes de que las nuevas generaciones de lectores descubran Testimonios sobre Mariana,Reencuentro de personajes, Y Matarazo no llamó…, Un traje rojo para un duelo no como títulos subsidiarios o rebabas, sino como las piezas mayores que son, obras palpitantes y cuestionadoras en el continente literario de una autora que no necesita que la salvemos de nada ni le hagamos condescendientemente ningún favor para leerla, estudiarla, disfrutarla como la más grande artista literaria del siglo XX en Hispanoamérica.