martes, 28 de agosto de 2012

Cortázar otra vez

28/Agosto/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

ulio Cortázar, nuestro Gran Contemporáneo. El escritor de su presente que, precisamente por serlo hasta la médula, ha podido dar el salto y hablar de tú a tú con generaciones enteras del mundo entero
Cuando imparto talleres de creación literaria usualmente asigno el ensayo “How Writing is Written” (en traducción al español de la poeta tijuanense Laura Jáuregui) de la escritora norteamericana Gertrude Stein —autora experimental, alumna de William James y exiliada, junto con su compañera Alice B. Toklas, en Paris. Lo tomo como punto de partida porque ahí Stein explora la cuestión de las “expresiones” de la escritura desde su sustrato más material. La escritura como una realidad encarnada. La escritura como una indagación en el sentido temporal. Así, tratando de explicar cómo sucede el proceso de la escritura, cómo la escritura es escrita, Stein declara desde el mismo primer párrafo que “todos ustedes son contemporáneos unos de otros, y todo el asunto de la escritura es vivir en esa contemporaneidad”. Saber en qué consiste el sentido temporal de tal contemporaneidad es, al decir de Stein, el deber de todo escritor que no quiere vivir bajo la sombra del pasado o la imaginación del futuro —dos de los territorios donde se perviven las obras menores. “Un escritor que está haciendo una revolución tiene que ser contemporáneo”, afirma.
Indagar en ese sentido temporal, por otra parte, no es una labor abstracta sino radicalmente material. Para el escritor, esta indagación no se lleva a cabo en la mente o en las ideas de una época, sino que tiene que realizarse en el lenguaje, en la sintaxis, en la oración. De ahí, por ejemplo, el interés de Stein por la composición, por las partes del discurso y por los métodos del habla. De ahí que, al considerar que la repetición no existe, que no hay tal cosa como la repetición, puesto que toda narración involucra una variación, Stein escribiera su célebre: una rosa es una rosa es una rosa.
También decía Stein que el escritor contemporáneo, el que escribe con/desde el sentido temporal de su época, y en contra, luego entonces, de los hábitos heredados del pasado o los imaginarios del futuro, siempre producirá algo “con la apariencia de fealdad”. Y aquí, por “fealdad” Stein quiere decir algo “irreconocible”, algo con lo que los habitantes de esta época todavía no están “familiarizados”. Esta resistencia, que para Stein era tanto interna como externa, ocasiona que el escritor contemporáneo sea usualmente rechazado por su generación (el producto es demasiado “feo”) pero que sea aceptado por la siguiente —para cuyos integrantes el producto será más “perceptible”.
Son estos tres puntos contenidos en How Writing is Written los que me llevan a considerar a Julio Cortázar como nuestro Gran Contemporáneo. El escritor de su presente que, precisamente por serlo hasta la médula, ha podido dar el salto y hablar de tú a tú con generaciones enteras de lectores no solo en Latinoamérica sino en el mundo entero. Me explico: no el visionario creado por los mitos románticos, no el nostálgico de lo que pudo haber pasado, no el adelantado a su época, sino el anegado, el inmerso a tal grado en el propio sentido temporal de su contemporaneidad que produjo esa cosa “fea”, esa cosa ciertamente atípica que fue, por ejemplo, Rayuela.
Suelo asignar Rayuela de una manera más o menos regular y a la menor provocación en las clases que enseño en Estados Unidos. Cuando lo hago, cuando finalmente vuelvo a caer en la tentación, me digo a menudo que tal decisión se debe, sin duda alguna, a la importancia del libro en el contexto de la literatura latinoamericana y a la necesidad, luego entonces, de aproximar a los nuevos lectores foráneos. En realidad yo creo que lo hago porque, de cuando en cuando, tengo que introducirme de nueva cuenta en el experimento cortazariano para ver si cambio de opinión.
Lo que sucede es más o menos esto: abro el libro y, siguiendo las instrucciones para la lectura alternativa, me pierdo en una lectura horizontal que en mucho se parece, precediéndolo, al laberinto del hipertexto. El juego me emociona. Ahí está otra vez el lado generativo de la interrupción y el placer singular de la deriva. Ahí está el famoso capítulo en que dos oraciones se persiguen la una a la otra dentro de la misma página, e incluso dentro del mismo párrafo, aparentando ser una pero siendo, irrevocablemente, dos. Ahí está el sutil movimiento de las manos sobre el papel: lectura con cuerpo. Ahí está el juego para el cual o dentro del cual lo que cuenta es el proceso —físico, intelectual, senti-mental— y no el punto final (si es que existe un punto y si es que existe un final). Este es el lado de Rayuela que comparo al momento en que, un rato después de iniciada la carrera, se produce la levitación de las endorfinas. Para mí, el placer de Rayuela está en todo eso.
Lo que resta, la otra lectura, la que inicia al inicio y se sigue hasta el final, continuada si así se quiere por un apéndice acaso moroso, esa otra parte me sigue pareciendo marchita. Ahí es donde está La Maga en su mundo separatista y donde los hombres discurren sin parar sobre ideas más bien sobadas. Ahí están las observaciones snob, marcadas por larguísimas citas textuales de libros que se quieren de culto pero que con los años se han convertido en manual. La sapiencia docta y la erudición fácil y la memoria exacta están ahí, con nombre de autor, título y fecha de publicación. Ahí es donde se plantea la separación entre la razón y lo demás. Se trata, sin duda, del lado más conservador de Rayuela, la sección donde las definiciones hegemónicas de género y clase brotan como si fueran cosa natural. Este es el modo de Rayuela por donde se nota más el paso del tiempo. Aquí es donde cae pétalo a pétalo, marchita.
Siempre me ha parecido interesante, que los críticos tiendan a rescatar esa parte conservadora y pro establishment de Rayuela (el sexismo y el elitismo siempre son pro establishment, se sabe), describiendo simultáneamente a su aspecto más lúdico, es decir, a su cara más cierta, como una exageración decorativa o una recaída meramente formal. ¡Pero si es todo lo contrario!, termino diciéndome una vez más, comprobando que, acaso a mi pesar y 98 años después del nacimiento del siempre querido Cronopio, esta vez tampoco he cambiado de idea.

domingo, 19 de agosto de 2012

José Carlos Becerra Revisitado

19/Agosto/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

Al enterarse de la repentina muerte de José Carlos Becerra (1936-1970), José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid comenzaron a reunir su obra poética, encontrándose con la sorpresa de que además de los libros publicados, Becerra había dejado otros cuatro que fueron escritos entre 1964 y 1970. Es verdad que por momentos la leyenda rebasa la realidad. Advierto que la obra completa de Becerra debería leerse en dos partes: la primera, compuesta por el conjunto de libros y poemas que el poeta escribió, corrigió y publicó en vida; y la segunda, que comprende los libros y poemas que Zaid y Pacheco decidieron publica. En el caso de los libros Fiestas de invierno y Cómo retrasar la aparición de las hormigas (a todas luces libros en proceso, apuntes muchas veces), habría que cuestionar si, en su interés por dar a conocer los libros inéditos de Becerra, Pacheco y Zaid no contradicen el espíritu autocrítico de Becerra. Ellos mismos expresan que: “José Carlos siempre mostró sentido crítico para publicar y, revisando lo que dio a la imprenta, lo que dejó inédito, las variantes que siempre son clarísimas mejoras, etcétera, llegamos a la conclusión de respetar sus decisiones, aunque al precio de omitir páginas que nos gustaría haber incluido.”  Siguiendo esta dinámica, los antologadores decidieron no incluir tres libros de juventud del propio Becerra. Aún así creo que es necesario establecer esta división en la obra del tabasqueño, ya que no podemos, desde un sentido justo, evaluar con la misma mirada crítica una obra publicada de manera póstuma que nació de una circunstancia fatal y ajena a su autor.
El momento de madurez en la poética de Becerra se encuentra en Relación de los hechos y La Venta; sin embargo, José Joaquín Blanco dice que La Venta es: “El libro fundamental de Becerra y uno de los mejores que ha producido su generación: de hecho hace innecesarios los demás libros reunidos en El otoño recorre las islas: los subordina, rebasa, opaca y casi (o sin el casi) suprime”. Su incendiaria crítica a Relación de los hechos no está lejana a la realidad (sólo si lo pensamos como un libro, como un universo poético). Si bien encontramos poemas verdaderamente memorables como “La otra orilla”, “La bella durmiente” y “Causas nocturnas”, como libro, Relación de los hechos es excesivo a nivel discursivo. Pero de un libro a otro Becerra fortalece sus recursos. Relación de los hechos está cargado de densidad, pero en La Venta el yo se disuelve, por momentos, y se torna más trascendente el tema que aquel que lo enuncia: “El yo es odiable, escribió Pascal/ mientras limpiaba sus armas para pelear con el infinito.” Si en Relación de los hechos el poeta buscaba frenéticamente su identidad, después de la muerte simbólica que implica la ruptura amorosa, en La Venta hay una mirada hacia la Historia y sus mitos (arcaicos y modernos).  José Carlos Becerra pasa de la fragmentación y organización del rompecabezas de la identidad perdida y reinventada (de ahí el uso de la sinécdoque como fórmula maestra: labios, manos, ojos, mirada) al deseo absoluto de totalidad.

martes, 14 de agosto de 2012

Puntos ciegos

14/Agosto/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

No soy una defensora de la ignorancia, por supuesto. Pero en el mundo de la escritura, que es un mundo signado por la incertidumbre y el claroscuro, saber es, a menudo, saber demasiado. Atiendo a mi historia como lectora y atestiguo que los libros que me han marcado, esos a los que regreso una y otra vez con la curiosidad intacta, no son aquellos que me aclaran, ilustran o develan (todos verbos luminíferos, en efecto) la así llamada realidad, sino aquellos otros que me inquietan con su oscuridad, me problematizan con sus preguntas sesgadas o secretas, y me atenazan con sus desvaríos. Cosa incesante. Lo que esos libros me dan no es conocimiento sino algo a la vez enteramente distinto y todavía más hondo: la posibilidad de desconocer lo que conozco y, sobre todo, lo que aparentemente conozco (y por eso es que un libro es primeramente y sobre todo una crítica de todo lo que es y todo lo que está).
La imagen, a veces, es brutal: hay un trampolín y, abajo, una alberca vacía. El lector avanza por el tablón que tiembla y se avienta para sentir el vértigo.
El libro marea.
La imagen, a veces, es sagrada: hay algo sin palabras allá, más lejos. El lector avanza por el camino más largo para participar de una comunión.
El libro se deshace sobre la lengua.
Un libro verdadero, quiero decir, no porta un mensaje sino un secreto (Gruner dixit), las páginas convertidas en el velo de lo que está hecho. Más que enunciar algo, ese libro alude a otra cosa. Esa otra cosa es, precisamente, lo que el libro no sabe: su propio punto ciego. Un libro así no pide ser digerido o descifrado o consumido, sino ser compartido, estar implicado. Un libro es un pacto (no necesariamente entre caballeros). Inacabado siempre, lleno de ángulos imposibles, ese libro sabe hacerse de lado dentro de sí mismo para que yo entre. Es, luego entonces, un libro aptamente, vicensinamente diríamos en mexicano, vacío.
Las páginas de ese libro comparten forma con la puerta, la mesa, la cama, la tumba: el rectángulo de las experiencias básicas. Por ahí entro, en efecto. Ahí me alimento y descanso y siento placer y ahí, también, fallezco para volver, si eso me toca, a nacer. Por ahí también salgo, ciertamente, pero convertida en otra. Metamorfosis única.
Los autores de esos libros, de Dostoievski a Duras, de Woolf a Rulfo, de Lispector a Pizarnik, saben. Saben mucho, incluso. Saben que saben y saben, de hecho, más. Acaso por eso sus personajes no abren la boca para soltar datos o argumentos de lo conocido. Oscuros, paradójicos, aptos sólo para representarse a sí mismos, esos personajes a menudo, y por algo, se quedan con la boca abierta, incapaces de articular sonido o sentido. Hondos, escarban hacia abajo. Categóricos, guardan silencio y escupen y entierran. Únicos. Irrepetibles. Irrevocables. Si el personaje está en lugar del concepto, entonces no es personaje sino, literalmente, un concepto disfrazado de personaje. Si el personaje es, como se dice, de carne y hueso, entonces no es personaje sino calca de lo real. Artificial (en el sentido más amplio de ser lo contrario a lo “natural”), el personaje cuando es, es puro texto. Garabato. Galimatías. Entresijo. Espejo de lo que producirá en el reflejo.
No soy una defensora de la ignorancia, lo repito. Asumo que el trabajo del escritor es leer. Disfruto de la sapiencia y la erudición, a menudo trémula, de muchos. Me gusta aprender. Participo con frecuencia en discusiones maniáticas alrededor de datos y de cifras, detalles nimios. Admiro sin reservas un argumento bien documentado y mejor medido. Desconfío, vamos, de la puntada de ocasión o el chiste o la cosa visceral que quiere hacerse pasar por ácida crítica. Pero el saber de los libros fundamentales, ese que conmueve desde el sesgo de su punto ciego, ese que me implica desde su propia inarticulación, cerca como está de esos varios conoceres, se encuentra, sin embargo, en otro lado. Prefiero el trampolín, quiero decir. Prefiero el momento del salto (los pies en el aire) y el momento estrepitoso del colisión. Esa sacudida. Prefiero la cabeza rota sobre la superficie azul de la alberca vacía. Prefiero el libro que, pegado a la lengua, se disuelve dentro del cuerpo para ser lo que es: cuerpo. Cosa viva. Cosa que tiembla. Prefiero esa página aptamente rectangular donde

domingo, 12 de agosto de 2012

Su majestad William Faulkner

12/Agosto/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

No es un secreto a voces; lo dijo Mario Vargas Llosa y lo evidenció Gabriel García Márquez en Cien años de soledad: William Faulkner es el santo patrono para la literatura latinoamericana; sin embargo, y aun cuando la narrativa de este continente le debe tanto al escritor estadounidense que en 1949 recibió el Premio Nobel de Literatura, no hubo grandes actividades ni ediciones conmemorativas ni mucho menos congresos en su honor a propósito del 50 aniversario de su muerte.
Faulkner, quien nació en New Albany, en 1897, y murió en Byhalia, en 1962, es autor de novelas como El ruido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto, ¡Absalón, Absalón! y ¡Desciende Moisés!, además de infinidad de cuentos. Con una amplia obra, sobre todo cuentística, se sitúa como uno de los más innovadores y destacados escritores del siglo XX y su obra se mantiene vigente.
Los narradores latinoamericanos han reconocido siempre la trascendencia del escritor que fue considerado el rival estilístico de su compatriota Ernest Hemingway. En su discurso de recepción del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Alicante, Mario Vargas Llosa afirmó que Faulkner fue el "escritor con mayor influencia entre los cuentistas de su generación" y sobre todo que "sin la influencia de Faulkner no hubiera habido novela moderna en América Latina".
Hoy, a manera de homenaje, escritores mexicanos de diversos estilos hablan de la obra del narrador y poeta que situó la mayor parte de sus ficciones en Yoknapatawpha Country, un condado inventado por Faulkner, que se localiza al noroeste de Misisipi y cuya capital, también ficticia, es Jefferson.
Guillermo Fadanelli, Élmer Mendoza y Juan José Rodríguez, colaboradores de EL UNIVERSAL, establecen su relación con el escritor, considerado uno de los creadores de ficción más importantes del siglo XX, a la altura de Joyce, Proust y Kafka; recrean la influencia de su estilo literario en sus obras y establecen la importancia de William Faulkner en la literatura de América Latina.
"El realismo mágico tiene ligas, deudas y relaciones palpables con Faulkner. Mientras agonizo, su novela de sombras, podría hacernos pensar en la obra de Rulfo", dice Guillermo Fadanelli.
Y es que el estilo literario de Faulkner late en la obra de muchos narradores latinoamericanos, lo dijo Vargas Llosa: "Los mejores escritores lo leyeron y, como Carlos Fuentes y Juan Rulfo, Cortázar y Carpentier, Sábato y Roa Bastos, García Márquez y Onetti, supieron sacar partido de sus enseñanzas".
Esa sentencia de Vargas Llosa la refrenda el escritor Élmer Mendoza: "Según confesiones de algunos de nuestros maestros como García Márquez o Vargas Llosa, Faulkner fue de gran influencia; en mi generación leímos su famosa entrevista donde se lanzaba contra las técnica de narrar, y algunos, como (Javier) Marías lo tradujeron y escribieron mucho sobre él. Para mí es uno de los jefes".
La influencia literaria del autor de Sartoris, Banderas sobre el polvo y Los invictos es potente. Está en cuestiones técnicas como su magistral uso del fluir de la conciencia, sus diálogos indirectos y un manejo cronológico del tiempo; pero también en los temas: las genealogías familiares, la mezcla de razas, el fracaso, la creación de un territorio ficticio propio.
Esas fueron influencias fundamentales para que Gabriel García Márquez creara su Macondo; Juan Rulfo su Comala y Juan Carlos Onetti edificara su mítica Santa María, y que en 1989, en una entrevista también afirmara: "Con Faulkner y su novela ¡Absalon, Absalon! me pasó algo extraordinario, la consideré tan buena que tuve días en los que me pareció inútil seguir escribiendo".
Juan José Rodríguez confirma que Faulkner es fundamental como lectura porque es un maestro de la novela del siglo XX y sus hallazgos siguen vigentes, además de su malicia y pericia narrativa.
"A Faulkner le pasa lo que a Fuentes: mucha gente se concentra en sus primeras grandes novelas y se pierde de disfrutar sus últimos libros por creer que sólo lo fundacional fue bueno. Novelas como La ciudad y La mansión son muy buenas y mi favorita es precisamente la última, The Reivers, que narra la llegada del primer automóvil al pueblo", señala el autor de Asesinato en una lavandería china.
 
Maestro de generaciones
Élmer Mendoza dice que la influencia de William Faulkner en su literatura es mucha, pero sobre todo en la tipificación de personajes psicológicos, más allá de que fueran urbanos, rurales o marítimos.
"Ese es un asunto que ayuda a resolver los porqués en la narrativa. Y fue parte importante de mi deseo, sobre todo en la postura de escribir fuera de grandes centros urbanos. Para mí, es uno de los escritores que se deben leer, no es fácil crear atmósferas de conflicto prolongadas y en esto Faulkner es un maestro", dice el autor de El amante de Janis Joplin.
Mendoza afirma que la literatura latinoamericana le debe a Faulkner la primera forma de crear espacios, de conseguir que una atmósfera sea parte del proceso narrativo. "Desde luego que sería distinta. Desde la brevedad intensa de Mientras agonizo, al perfil abstracto del devenir en El sonido y la furia, hay una escuela de narrar que ha contribuido para conseguir una narrativa que combina la profundidad con el juego de las miradas".
Juan José Rodríguez dice que quizás por su entorno rural, sureño y apasionado, Faulkner está cerca a través del filtro de Rulfo y García Márquez. "Desde que William Faulkner dijo que un burdel era el mejor lugar para un escritor -y más especialmente desde que García Márquez repitió esa cita en su consagratoria entrevista de El olor de la guayaba- no pocos autores se han sentido satisfechos de que tan patricias testas coronadas por el Nobel sacramenten la vagancia nocturna".
Así, William Faulkner, el maestro y patriarca que hizo fluir de la sangre la metáfora de las pasiones, el obsesivo del lenguaje y creador de párrafos que rozan lo críptico, el narrador que al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1949, dijo que en su literatura estaba "el corazón humano en lucha consigo mismo"; el mentor de América Latina está vivo aunque murió hace 50 años.

sábado, 11 de agosto de 2012

UN POETA, UN CRITICO ¿Y LA VERDAD?

11/Agosto/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Evodio Escalante tiene un pie en la crítica cultural (el gusto) y otro en la academia (la investigación). Pero pisa con la filosofía (la casa-caza de la verdad). ¿Cuáles son sus alcances y peligros?

Metafísica y delirio. El Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta (Ediciones Sin Nombre) es su nuevo estudio. El libro abre y cierra con Salazar Mallén, a quien Escalante hace tres décadas confesó no entender el poema de Cuesta.

El libro resarce la deuda, lo cual es una paradoja porque Escalante cree que el “anclaje en el pasado puede ser desorientador”.

Escalante no quiere ser el típico crítico canónico mexicano, a quien se le pide podar el Gran Árbol (mero bonsai) de la Tradición —el Partido—; huye de esa corruptela apelando a los “escuchas de futuras generaciones”.

En lo social, este apunte utópico muestra que Escalante fue empujado a un margen de la crítica literaria mexicana ¡a pesar de ser su más brillante ejecutante!

A Escalante le interesa más la literatura zurda mexicana, por ende, es incompatible con las caciquiles letras libres de autocrítica.

Continúa la tradición de exaltar las obras mejores pero —a diferencia del crítico promedio— es un hermeneuta. Por asaltos, sistemático.

Escalante no sólo pondera calidad estética —aquí se separa del académico— sino historiza y, sobre todo, analiza (capacidad desconocida por esos reseñistas de las revistas regimentales o plurinominales).

No detallaré las tesis de Escalante sobre el Canto de Cuesta. Sólo diré que lo interpreta filosóficamente. “La descripción del mundo exterior es al mismo tiempo... una descripción de estados de conciencia del personaje”. Cuesta hegelizado.

El gran acierto de Escalante: leer con microscopio (mexicanización del close reading y último Heidegger); su gran riesgo: convertir el poema largo en una revelación y su análisis en desciframiento de una verdad oculta.

Escalante interpreta a Cuesta como si fuera un filósofo.

Como si ese poeta-filósofo tuviera la razón y escudriñarlo, adquirir una sabiduría. Hace unas líneas dije Hegel, dije Heidegger, pero debía decir que Escalante busca a su Hölderlin.

No quiero ironizar y recordar que los poetas están más poseídos por la ideología que por el saber, pues el tipo de crítica que Escalante realiza los dignifica, en época en que la crítica lo envilece todo.

Pero tampoco quiero ignorar que Escalante ratifica la lectura religiosa del texto en la medida en que, precisamente, es filosófica.

Escalante cree que el poema posee un saber. Para un descreyente de toda escritura y escritor, su postura me resulta admirable y errada.

Pero —última idea de este mínimo comentario— he de decir que Escalante es el único crítico literario mexicano que me parece enteramente respetable.

Investiga, analiza, escribe con conciencia de la posible heterodoxia.