domingo, 6 de mayo de 2018

Carlos Fuentes: Visiones y subversiones

6/Mayo/2018
Confabulario
Danubio Torres Fierro

Genio y Figura
Hijo de padre diplomático, Carlos Fuentes nació en Panamá, vivió periodos más o menos prolongados de su infancia en Argentina, Ecuador, Chile, Uruguay, Brasil y los Estados Unidos, y ya en la madurez decidió repartir su tiempo entre México y Europa. Este sello cosmopolita marcó su vida y su obra; invariablemente fiel a sus orígenes, el México que corría por su sangre ocupó un lugar protagónico y el mundo fue su casa. En consecuencia, se crió entre el español, el inglés y el francés, lenguas con las que tuvo un comercio fluido y a cuyo uso no renunció en su trabajo intelectual; no era tan sólo que pudiera valerse del español, su idioma materno, servirlo y retorcerlo en cuanto escritor, sino que desde él, y por él, ganaba un hálito sensual, una refulgencia agraciada. Y, no menos importante en este contexto, de su cosmopolitismo (y, también, sin duda, de su pertenencia a un círculo de amistades familiares vinculado a la clase intelectual) surgía alguien a quien la vida social, y el variado trato humano que ella propone, se le daba naturalmente, y a quien la curiosidad llevaba a adentrarse con íntima confianza, sin sombra de intimidaciones, en cuanto se le pusiera por delante. Fue amigo de artistas y políticos, y tuvo una cercanía afectuosa, y muy fecunda, con muchos de sus pares, sobre todo con los hispanoamericanos —y esta es una historia a la que se volverá más adelante.


No menos significativo en esta cadena de ángulos personales, y sin duda en estrecha relación con ellos, había en Fuentes una decidida vocación histriónica. El acento teatral se traducía en una capacidad para actuar y, por extensión, para construir un escenario propio; lo que se desplegaba era algo así como una puesta en escena en la que el protagonista irradiaba encanto y procuraba la seducción. El golpe de vista voraz y la sonrisa simpática, más una energía que estaba hecha de entusiasmo y voluntad comportaban otras tantas estaciones que contribuían a conformar una figura –alguien que tonifica y define un entorno. Era el suyo un carácter dispuesto a animar una vida rica, intensa y variada y llamado a conquistar un lugar central. Una afirmación suya dice que “vivo como escribo: por exceso y por insuficiencia, por voluntad y por abulia, por amor y por odio”.


Lo argumentado hasta aquí tiene como propósito destacar que en Fuentes no existía, como ocurre a menudo, una doble personalidad: una que vive la vida de todos los días y otra que, situada en una dimensión propia, se dedica a crear. No. En él la aventura humana se entrelazaba y se confundía con la ambición creadora y ambas estaban en consonancia en el interior de una obra a la que pertenece no sólo lo que en ella está escrito, aquello que su autor quiere decir a ciencia y a conciencia, sino también lo que tal autor es como persona con unas señas de identidad particulares. El hombre, allí, es una criatura que se inventa una idea de sí mismo y luego intenta, porfiadamente, parecérsele. Importa señalar esta característica porque permite acercarse a uno de los rasgos centrales de la modalidad, y de la intención, literarias del autor: en el largo ciclo creador, muy especialmente en las obras de ficción, lo que nos hace señas y guiños, en tanto lectores, es un trasfondo tumultuoso y una escenografía abigarrada en los que el destino individual aparece enmarcado en un concreto contorno comunitario. En términos generales, incluso puede afirmarse que el peso del desarrollo de la historia, el peso de una concreta circunstancia y el peso de una autoridad coyuntural parecen imponerse como una fuerza que mucho determina el destino de quienes en ella participan. De La región más transparente a Terra Nostra y Cristóbal nonato, pasando por Aura, Cambio de piel y Gringo viejo, el dibujo que se traza es el de la biografía de unas espectrales criaturas hambrientas de encarnación y paridas por una imaginación que se ancla porfiadamente en la biografía de un país o, cuando corresponde, del ancho mundo. Los personajes de ese universo disciernen, en algún punto de su trayectoria, el gobierno que sobre ellos ejerce un destino acaso irrevocable, y la conciencia del conflicto que ello acarrea; en verdad, es como si naciera primero una situación, bajo la forma de un mandato autónomo, y luego los dependientes personajes que habrán de habitarla, o de ilustrarla. El porfiado maridaje entre un estilo de realismo crítico que exacerba los hechos y una explotación de la fantasía que destila un hálito neblinoso —características centrales en el mundo del escritor— trasmiten una tensión de terreno minado por la ambivalencia y la dualidad, acentuada a menudo por la convivencia inquietante de temas de la historia prehispánica y la contemporánea. En Cambio de piel, por ejemplo, los personajes, situados en la pirámide de Cholula, discurren distintas versiones de un presente determinado por la impronta de un pasado al que parece oírsele palpitar. ¿Dónde acaba, en esa trama contradictoria, el influjo de un mundo y dónde comienza el de otro mundo? Que ante tal visión ambigua (y desasosegante) el lenguaje se convierta en pieza esencial es perfectamente congruente: se está diciendo que en estas anatomías de lo visible y lo invisible que se nos muestran las palabras son la única verdad que cuenta, la sola realidad que vale en sí misma y por sí misma . Y entonces aquí, acaso sin sorpresa, nos topamos con un planteamiento que nos remite a nosotros, lectores de lengua española, al venerable personaje don Quijote. Para don Quijote, recordemos, las fronteras entre lo real y lo imaginado eran tenues o inexistentes, envueltas como estaban en una nebulosa, y unos molinos de viento podían ser caballeros andantes o unas damas encantadas pertenecer al basto dominio de la vulgaridad. Dicho de otra manera: la realidad y la ficción son inseparables. Como Fuentes lo habría de reconocer en numerosas ocasiones, Miguel de Cervantes fue en su obra una tutela, un modelo y una inspiración; con él, el mexicano reivindicó una tradición (es decir, una memoria cultural), reinventó una lengua (el español que, llegado a México, se trasplanta) y dio resonancia a un mundo (el que el escritor inventa).



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Los espejos mexicanos
¿Qué nombra México? ¿Qué clase de país es? ¿De qué manera reverbera en su presente el pasado precortesiano? ¿Cómo se inscribe en el continente que se llama América Latina? ¿Cuál es su relación con los Estados Unidos, con los que comparte nada menos que 2,500 kilómetros de frontera que de un lado propone una forma de ser singular y del otro una forma distinta y no por ello menos singular? ¿Cómo se sitúa ante España y ante Europa? Y, por fin, ¿cuál es, o debería ser, su lugar en el concierto internacional? Esta cadena de preguntas, planteadas ya sea de manera individual o ya sea en conjunto, recurre de un modo obsesivo en la obra de Fuentes. Para él, heredero ya tardío del movimiento revolucionario de 1910, y por lo tanto hijo del despertar de una nueva conciencia nacional ordenadora, lo que México descubrió con la revolución (o, si se prefiere, lo que ésta descubrió gracias a México) fue que se trata de un país hispanoamericano, indoamericano e indoeuropeo, marcado por el mestizaje, y en el que conviven culturas que están abrazadas unas a otras. Es de estas peculiaridades que México le dice al resto de América Latina que pertenece a una rama excéntrica de la cultura de Occidente, y algo más: que, como país, llegará realmente a constituirse como tal si acepta, y asume, los diferentes niveles que coexisten en su arquitectura interna. Tan de estirpe mexicana como el aliento sonámbulo que habita las obras de Juan Rulfo, o como las insomnes inquisiciones trascendentales de Octavio Paz, la obra de Fuentes se aferrará a sus raíces, y hará de ellas a veces un punto de partida, y a veces un punto de llegada, para adentrarse así en el gran teatro del mundo. La piel del México moderno esté hecha con la piel de estos tres grandes escritores. Curiosidades de la literatura: convergentes, los tres son escritores de especies muy diferentes entre ellas.


Hay un dato que, en este contexto, a Fuentes le interesa destacar: al igual que en la historia de España, en la de México la cultura ha sido una fuerza subterránea y poderosa, continua, que se ha desarrollado más allá o más acá de los infortunios del destino, y cuyo sino es llevar a cabo una tarea que construye al destruir y afirma al negar. Se trata de una veta fecunda porque de ella emerge, y en ella pervive, una voluntad por adentrarse en el análisis de la realidad y, desde ahí, ganar la capacidad de revelarla y transformarla. Es una veta, también, que funda una modernidad a contrapelo, una modernidad que debe inventarse a sí misma a pesar de cuanto reniega y de cuanto se le opone, y una modernidad —por fin— que, situada en un lugar excéntrico, marginal, con respecto a la tradición cultural disidente de marca europea, paradójicamente alumbra un movimiento regenerador que se vuelve central. Fuentes entenderá que él, como escritor y como pensador (como alguien que fía en la intuición artística y en el discurso racional), está llamado a participar en ese empeño de alumbramiento. En un paso más, y desprendiéndose de lo anterior, aparece ahora otra cadena de interrogantes. ¿En una sociedad múltiple y multiplicada, cómo se vinculan los distintos estratos? ¿Cómo se manifiesta lo que se conoce como la “identidad mexicana”? ¿Cuáles son los trazos que articulan y definen las relaciones entre los seres humanos? ¿Qué papel desempeñan, en tal entramado, el pasado y el presente, la familia, el amor, la profesión, el eros? ¿Cómo se integran, se superponen y viven y mueren los grupos sociales y los individuos que se cobijan en ese hecho moderno por antonomasia que es la ciudad y, más concretamente, en la ciudad de México, en ese Distrito Federal que, a cierta altura, se convierte en una ciudad de ciudades?


Conviene afirmarlo de entrada: en la economía material e intelectual de Fuentes la ciudad es la piedra fundadora: un laberinto sin comienzo ni fin, una caja de resonancia y un espejo inagotable que refleja rostros diversos con los que el lector puede identificarse. Y, a partir de ese reconocimiento, lo que el escritor se propone es no sólo retratar la geografía física de tal ciudad sino inventar una ciudad que es real y que es irreal, una ciudad en la que las máscaras que nos ponemos a diario se caen y resurgen en una generación constante de ventura y desventura, mentira y verdad, fatalidad y esperanza. En este sentido, no es casualidad que el primer libro de cuentos de Fuentes se titule Los días enmascarados. Esa ciudad, por fin, es la que halla su voz, y su figura más representativa, en un personaje de nombre Ixca Cienfuegos, en el que resuenan, hermanados, el pasado mitológico y un presente que descuella. El fragmento que se transcribe —y que se recomienda leer en voz alta para mejor apreciar la percusión que atruena en su verbo— es una ilustración cabal de lo anterior:

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Has venido a dar conmigo, sin saberlo, a esta meseta de joyas fúnebres. Aquí vivimos, en las calles se cruzan nuestros olores, nuestras carnes ociosas y tensas, jamás nuestras miradas. Aquí caímos. Qué le vamos a hacer. Aguantarnos, mano. A ver si algún día mis dedos tocan los tuyos. Ven, déjate caer conmigo en la cicatriz lunar de nuestra ciudad, ciudad puñado de alcantarillas, ciudad presencia de todos nuestros olvidos, ciudad del sol detenido, ciudad a fuego lento, ciudad con el agua al cuello, ciudad perro, suntuosa villa, ciudad lepra y cólera, hundida ciudad. Tuna incandescente. Águila sin alas. Serpiente de estrellas. Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire.



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La clase media invasora

El fragmento anterior pertenece a La región más transparente, una novela que en 1958, cuando apareció, provocó una sacudida. Su soplo era renovador y germinal, como lo eran su contenido y su continente. Después de lo que, en la evolución literaria, se acostumbra llamar el ciclo de las novelas “históricas” y de la “revolución”, la novela de Fuentes inaugura una etapa. Allí la ciudad como protagonista hegemónica, como escenario urbano que abre alternativas constantes, que privilegia combinaciones y que se ramifica en universos dependientes unos de otros implicaba, en aquel tiempo, y en aquel México, una novedad. El Distrito Federal, capital de un país en proceso de cambios, se convierte, de golpe, en un gran vientre nacional. Y de ese recipiente surge un elenco de criaturas inusual: burócratas, secretarias, licenciados, madres y padres de familias comunes, sobrinos de este o aquel tío, estudiantes. Dando paso a ese gentío asoma, desde el punto de vista literario, un estilo que quiere capturar el lenguaje coloquial, la lengua de todos y de nadie que circula y se airea y se renueva, y también el recurso a procedimientos como el empleo del monólogo interior (una voz que se habla a sí misma) o la captura de un torrente de acentos que se yuxtaponen (el habla privada que es propia de determinado personaje se imbrica en un conjunto coral). Esa heterogeneidad se enmarca en una forma (en un modo de perfilar, recortar y dar relieve al material que se tiene entre manos) que es tan visible y está tan presente como la trama argumental que la sostiene –y ésta será, desde aquí en adelante, una constante del escritor.


Un gesto cordial en las no siempre amables letras latinoamericanas: a pocos meses de haber sido editada, el escritor argentino Julio Cortázar –crítico perspicaz como era– advirtió que La región más transparente “pone en circulación un mundo autónomo de 500 páginas y mezcla en él la elegía y el panfleto, la sátira y la ironía”–para añadir, a renglón seguido, y también con perspicacia, que su comienzo “provoca cansancio”. En efecto, Fuentes se adueñaba de un tono a la vez hipnótico y brutal, y daba curso a un humor negro de dientes afilados y tintas recargadas. La ambigüedad sustituía a las certezas y los dobles fondos desmentían a las apariencias. O, dicho con otras palabras: se echaba a andar un repertorio de codificaciones, distorsiones y verbalizaciones que, a medida que enriquecen la trama del texto literario, engendraban la blasfemia y la perversión, la condena y la exaltación. Nada es inocente y todo es sospechoso en una gimnasia de crecientes sucesiones dramáticas superpuestas; no lo es el escritor que escribe a impulsos de un enfrentamiento con el mundo y de una fuerza que en ella misma encuentra su justificación ni lo es un lector que establece con ese mismo escritor un pacto y una complicidad que no cabía entender como consoladores o redentores. Se instauraba una alianza, ciertamente, pero una alianza en la que la impertinencia del escritor sometía a prueba la amistosa confianza que le ofrecía un segmento social que tiene fama de ser indulgente consigo mismo. En Las buenas conciencias, la clase privilegiada de una provincia (Guanajuato) del México profundo, por ejemplo, es acusada de un comportamiento moralmente cínico y socialmente egoísta al carecer de una mala conciencia histórica capaz de dignificarla.


Por otro lado, y de forma complementaria a caballo de un ciclo de transformaciones sociales, el intelectual aparecerá como una figura también novedosa y llamada a conquistar un lugar en la plaza pública; su papel será el de un intérprete de los deseos colectivos menos manifiestos, el de una conciencia crítica que quiere purificar los tóxicos que contaminan y el de un prestidigitador que anima y entretiene. El activismo renovador de Fuentes no fue un acto solitario. Uno de sus compañeros más queridos, y a la vez uno de los temperamentos creadores más combativos, se llamó José Luis Cuevas, también defensor de la apertura de México a nuevas ideas mentales y artísticas. Cuevas fue (amén de uno de los animadores más osados del barrio llamado la Zona Rosa del Distrito Federal, piedra de toque de todos los escándalos de la bohemia intelectual de mediados del siglo pasado), en sintonía con Fuentes, quien pidió el derrumbe de “la cortina de nopal” –el velo que aislaba a un México psicológicamente sofocante.


El pacto entre el artista y el público es el resultado de una circunstancia que lo hacía, por fin, históricamente posible. En efecto, entre 1950 y 1960, México ingresa en un periodo singular de su desarrollo como país. Por una parte, reverberan todavía las marcas y las señales sociales y culturales impuestas por la revolución de 1910 y, por otra, el país se va adaptando a un nuevo ordenamiento mundial que impone pautas de conducta capitalistas. Se asiste, entonces, a un intento por alentar un proceso de industrialización, por sumarse por ese camino a una coyuntura internacional dinámica y por contribuir a la creación de una clase media cada vez más fuerte y más alejada de la clásica alternancia entre la ciudad y el campo y rama fundamental de lo que la sociología llama burguesía. Esta transformación se cumple en unas clases medias formadas por nuevos profesionistas, nuevos empleados y nuevos núcleos familiares. Son clases que aspiran a convertirse en protagonistas de sus propios destinos, que quieren ejercer de manera creciente su papel de ciudadanía pensante, que aspiran a su derecho de réplica, que desean apadrinar otros hábitos mentales y otras modalidades de ser y que, andando el tiempo, exigirán la vigencia de un auténtico sistema democrático. Son clases que desplazan la anterior rigidez social y que, dispuestas a aceptar la novedad de los tiempos, proponen una cultura propia, también ella nacida de un rechazo de lo comúnmente aceptado y con vocación provocadora. Y se trata, en conjunto, de una realidad que se suscita a sí misma, que se deshace de sus estigmas y que despierta nuevas potencialidades psicológicas. No está de más insistir: es en estas filas en donde La región más transparente (y la propia obra de Cuevas, más cuanto vendrá después en la secuencia histórico-cultural subsiguiente) encuentra sus aliados, sus interlocutores y sus lectores. Estos últimos tomarán conciencia de que se han convertido en protagonistas y testigos de la fabricación de una sociedad.


Entre estos cursos, recursos y discursos tan activos y convergentes del acontecer nacional se levantó, anticipatorio, el ánimo profiláctico de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, publicado en 1950, en el exacto medio siglo XX; en efecto, desde su aparición, ese título ahora clásico logró situarse (tanto para los hombres de letras como para los de a pie) como una referencia sobre las grandes cuestiones que a todos interesaban. Más tarde, ya en 1972, Paz convocaría, en la tribuna de su revista Plural, a un debate sobre “El escritor y la política”, un tema que, no sin antecedentes históricos, ganaría una centralidad creciente; Fuentes estaría entre los invitados a participar en esa cita –como lo había estado, en 1971, en la misma revista, cuando se trató sobre otro asunto imperativo: “¿Es moderna la literatura latinoamericana?”. Es en estos contextos que el intelectual discernirá que su tarea no consiste sólo en analizar la evolución de la vida comunitaria sino lograr que los símbolos y las instituciones a través de los que se expresa sean tenidos como significativos y relevantes en la trama que se construye. De ahí que, en adelante, y en el caso concreto de Fuentes, éste atice sus vertientes de observador polémico, intente ganar estatura oracular y quiera legitimar su crítica como un paso histórica y socialmente necesario. Es importante señalar, en este punto, y como una consecuencia del continuado y doble ejercicio del quehacer de novelista, por un lado, y de formador de opinión, por otro, que con Fuentes aparece, en sentido estricto, el primer escritor mexicano profesional; se dedicará a su trabajo, lo mimará y lo difundirá, se ganará la vida con él y lo enaltecerá: temperatura y temperamento así como vocación y convicción caminarán lado a lado. Una disciplina estudiada para llamar con vivacidad la atención del lector será, allí, una ideología poderosísima.


El escritor Carlos Fuentes abrió un ciclo creativo con la publicación de La región más transparente (1958), Las buenas conciencias (1959) y La muerte de Artemio Cruz (1962). En la imagen, en la Biblioteca José Vasconcelos durante la donación de libros de su autoría en noviembre de 2006. / Luis Cortés / El UNIVERSAL

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Suelos y subsuelos
Un clásico inglés afirmó que lo que distingue a un buen escritor es la “felicidad de la imaginación”, que se caracteriza por mostrar su viveza en la invención, su fertilidad en la fantasía y su precisión en la expresión. Los tres rasgos se encuentran en Carlos Fuentes, al menos en el Carlos Fuentes de sus títulos más logrados. Lo prueban tanto su capacidad para proponer situaciones y atmósferas que se apoderan de la atención del lector, y le solicitan así su participación, como su álgebra para fraguar narraciones que pretenden convertirse en universos alternativos; lo prueba, también, y con no menor importancia, su facultad para estimular, mediante el demonio de los caprichos y las extravagancias que instiga, una imagen mental visionaria que se postula como un carácter y una fuerza. Hay una originalidad más, consecuencia de lo anterior, que añade una nota peculiar: la literatura, en las páginas de Fuentes, crea un mundo ficticio que, en muchas ocasiones, intenta invadir la realidad, o –lo que acaso es casi lo mismo– que reconoce, sin resignación, que la realidad es inasible. En efecto, la energía está cargada con tal poder alucinado que se aspira a sustituir a la realidad; se asiste, para decirlo rápido, a un acto de subversión y de usurpación. ¿Cómo se logra? El hecho central que se procura es (para recordar, de paso, a otro clásico inglés) que el lector suspenda momentáneamente su incredulidad, es decir: que acepte en adentrarse en un mundo excepcional que instaura un sistema de leyes que le es propio y que reclama que se lo tenga por creíble y verosímil al menos mientras se convive con él. Un timbre resuelto, un tono jactancioso y un ritmo trepidante son los apoyos que contribuyen, cada uno con su relieve, a que se alcance tal entrega.


En tal mundo existe, dominándolo, una penumbra que envuelve a los personajes y una zona peligrosa que cerca a las situaciones en las que se comprometen. ¿Qué es lo que ocurre? El orden que se transmite está hecho de precariedad, es vulnerable y se encuentra a un paso de ser roto o de transmutarse. Es un orden en el cual el lector tiene la impresión de que hay gatos encerrados. Un desplazamiento mínimo o un ademán apenas entrevisto, pormenores no explicitados y alusiones discretas son expedientes que dan como resultado un campo de fragilidades psicológicas y amenazas físicas. El fenómeno moral que allí alienta intenta alimentar y provocar unos sobresaltos (y unas fruiciones) que se materializan cuando presentimos que lo fantástico no es exactamente lo que ocurre sino lo que amenaza ocurrir, esa sospecha de que nos rige un régimen secreto y menos comunicable del que estamos acostumbrados a habitar. La respiración enrarecida es una de las formas de vehicular un hálito que sofoca y desconcierta. La literatura entendida, entonces, como entretenimiento que nos distrae y como sacudida que nos estremece, como premio que se nos regala y castigo que se nos inflige: estos son los extremos a los que Fuentes nos somete a cada vuelta de esquina. Y, sobrevolando ese horizonte, recortándolo y determinándolo, la advertencia de que las apariencias engañan y las relaciones humanas son peligrosas, fundadas como están en la dualidad y el equívoco; una caricia familiar se puede convertir, de pronto, en un zarpazo perverso, y un acercamiento amistoso en un manotazo que liquida. Vida, tu nombre, como el de la literatura, es ambigüedad –se nos repite. Allí la irrupción de un horror borracho en un paisaje apacible desencadena una secuencia dramática en la que el lector redescubre algo que tiene que ver con la calidad y la intensidad de sus propias experiencias. Cuentos como “Chac-mol” o “Las dos Elenas”, ilustran cómo se elaboran y funcionan estas teorías en la que los niveles temáticos, prácticos y simbólicos del discurso hilvanan una costura de nudos inextricables. En el cuento “La víbora de la mar”, por caso, el personaje protagónico es arrastrado, como en un delirio, hacia un destino que abandona la zona de lo conocido y se precipita en lo incógnito. La muerte –invisible posibilidad, quemadura interior– agita su guiño peregrino.


Así como en el país llamado México existen varios niveles sociales y culturales que se entrecruzan, así también en el discurso que crea Fuentes hay varios pisos que se comunican. En La muerte de Artemio Cruz, por ejemplo, el protagonista es una metáfora y una crítica del régimen ideológico heredero de la revolución y es también la recreación de un carácter humano. De esa forma, la narrativa del personaje de Artemio Cruz y la narrativa de la historia mexicana de su época se funden y confunden, alimentándose una a otra; ofrecen, además, por ese camino, la posibilidad de moverse en un universo de dimensiones dramáticas y de reverberaciones públicas y privadas que se multiplican en un texto literario en el que las secuencias de los pronombres “yo”, “tú” y “él” se suceden para engendrar distintos puntos de vista que el lector deberá armar como un rompecabezas. Los monólogos de los diferentes caracteres, las voces que se alternan y se cruzan, cada una con su dicción peculiar, y la intervención de un narrador que aquí habla y más allá calla son expedientes a los que se recurre para dibujar una suerte de tejido que se hace, se deshace y se rehace a medida que se despliega.


Si La muerte de Artemio Cruz habla de la muerte de la vida (es decir, de un hombre que ha vivido muerto), el relato que lleva por título Aura habla de la vida de la muerte (es decir, se afirma que la muerte tiene una existencia que le es propia). Hay una vuelta de tuerca que vincula a estas dos obras –escritas ambas en el correr del año 1960–, una vuelta de tuerca que es anecdótica y que es simbólica: Artemio Cruz habita en un piso alto y Aura lo hace en un sótano. Esta diferencia de posiciones es una ilustración de los segmentos sociales que conforman una realidad pero es también una manera de ilustrar de qué modo se yuxtaponen, en la capacidad imaginativa del autor, el registro realista que manda en La muerte de Artemio Cruz y el registro fantástico que distingue a Aura, uno y otro autorizándonos a considerarlos como episodios de una sola y única obra.




En “Chac-mol” aparece otra dimensión de esta fórmula porque allí el México contemporáneo, el México de hoy día, se codea, se infiltra y se retuerce con el México precortesiano, con el México mitológico al que pueblan los dioses aztecas; dicho con otras palabras, hay una reactualización de la historia. La sorpresa que surge de ese encuentro extraordinario y la zozobra emocional que convoca son las claves dramáticas para medir la eficacia del relato. Importa agregar que en los cuentos –de modo especial en los cuentos, sí, dominios concentrados que no admiten contaminaciones adventicias– parece reinar una ley literaria no escrita, sino sugerida, que está estrechamente vinculada a la explotación de la ocurrencia de lo maravilloso: se trata de cuentos en los que la vida que trasmiten parece desbordarse y soñarse más allá de sus límites, como si se negaran a poner un punto final. ¿Qué es lo que los hace trascenderse a ellos mismos y les otorga permanencia en la memoria del lector? Un aura –es la respuesta. También puede suceder lo contrario, sobre todo en ciertas novelas marcadas por una ejecución rápida: el ímpetu espontáneo, al quedar exhausto, acaba por diluirse sin dejar debido registro de sus rastros.


Escritor responsable ante el hecho estético, y escritor consciente de sus recursos, Fuentes fue un hombre que conservó un estado de alerta crítico con su instrumento, con el que desde fecha temprana decidió tener una relación en la que el principio rector era la experimentación. La fórmula que guía al estilo y la técnica literarios se monta en un desacato a las convenciones –y nada que huela a medias tintas es aceptado. Es por ello, además, que en el cuerpo de su ficción está inscripta una preocupación por acercar un comentario que ayude al lector a tomar distancia de la seducción pasiva, por colocar pistas que alumbren estímulos para el análisis, y, por fin, y como corolario, por dinamitar íntimamente, desde adentro, la carne y la sangre de la obra literaria. Estas características concurren a dibujar algo así como una máquina de guerra animada por una fuerza que va dejando, a medida que avanza, un rastro de impureza y destrucción creadoras. Acaso la culminación de esta tarea haya que encontrarla en Terra Nostra, que fue construida a lo largo de diez años. Ya no comparecen allí unos personajes animados por unas sus psicologías congruentes, ni unas situaciones que sean reconocibles, ni menos aún se entrega una información de miras absolutistas, que todo lo sabe en su omnipotencia; quizás ni siquiera hay, en rigor, un autor, puesta en entredicho como lo está su autoridad ordenadora. No, lo que en esta obra sucede es muy distinto: obedece a una lógica autónoma que en sí misma dicta el principio y el fin. La figura del rey Carlos II de España, llamado el Hechizado, y último representante de la dinastía de los Austrias, es la que efectivamente gobierna pero (y el pero es decisivo) lo hace como un cadáver que se encierra entre los muros de El Escorial, su castillo próximo a Madrid, y a su alrededor oímos multiplicarse un incesante coro de voces. Como tantas veces en Fuentes, el tema verdadero es el poder –el poder político, sobre todo, pero también el poder psicológico y el poder autoritario social– ejercido y mantenido como una imitación de la vida. Con una voz deslenguada, un acento desaforado y una dicción descosida, nacida de héroes destituidos de grandeza épica y de sonámbulas situaciones desquiciadas, Terra Nostra pretende ser una obra a la que se la tenga por un sueño que se exalta a una pesadilla. No pertenece a lo terrestre; su estirpe se aferra a una raza infernal: la de las obras que, en la estela de la cultura moderna, están poseídas por una desesperación formal. La novela degenera en un monstruo; aunque apoyada en documentos y testimonios de la época, que le otorgan una espesura de legitimidad real y de razón histórica, en sus entrañas alberga figuras fantasmales y en su discurrir hermana el pasado, el presente y el futuro en un tiempo sin relojes ni calendarios. Campo de lenguajes aquí enemigos y allá hermanos, la pieza da la palabra, de hecho y derecho, a todos los personajes que la habitan, sin jerarquías ni prioridades que atenten contra su estatuto literario libérrimo. “Lo único importante –no se cansará de señalar el autor–, lo único decisivo, en la construcción literaria, es el libro”. Dicho de otra manera: no se acredite en el artífice sino en la historia escrita que el artífice escribe. De paso, y en otro movimiento reflejo de esta relación singular: en el curso de la lectura, nuestra creencia en la creencia del texto incluso puede, si ello es pertinente, exonerar (o ayudarnos a exonerar) desvíos o proyecciones del propio escritor. No siempre porfía Fuentes, en sus teorías, en volverse invisible; a veces está en todas partes y su (supuesta) ausencia es atronadora. La tradición a la que él se apega es complejamente rica en el desarrollo histórico del género: va de Cervantes a Franz Kafka, de William Faulkner a Günter Grass y de Milan Kundera a Salman Rushdie –autores de obras abiertas, plurales, y no de obras cerradas, en ellas mismas canceladas. La literatura es una interpretación y una intervención –y pierde con esa tesitura su vieja vocación descriptiva y contemplativa.


En congruencia con esta familia, Cristóbal Nonato llegará para llevar más allá estos principios liquidadores. ¿Cómo no leer en muchos de sus tramos la actualización de aquella ciudad de mediados del siglo pasado que amanecía en La región más transparente, vuelta ahora un territorio pánico en el que retumban tintes tremendistas y ademanes apocalípticos? ¿Cómo no pasmarse con La silla del Águila, que se sitúa en las vísperas electorales de un improbable año 2020 y que, al retomar el cinismo que percute en La muerte de Artemio Cruz, no deja títere con cabeza al respaldarse en un paso de burla y parodia que se entrega, veloz, al ejercicio de la caricatura y el grotesco –esa caricatura y ese grotesco, cabe consignarlo, que asoman con frecuencia en ciertas modalidades de la cultura popular? ¿Una prueba? “Nuestros políticos, se afirma– son la expresión pública de las pasiones privadas”. Hay que agregar que, en la mirada devastadora del escritor, el fatalismo mexicano que aparece y reaparece como una constante del carácter nacional se desdobla en un humor que se ríe y se carcajea y que a través de esas explosiones se libera y se ventila. El patetismo es rebajado por el sarcasmo. Para el actor Fuentes, que no se permitía perder contacto consigo mismo como referencia central ni tampoco se dejaba extraviar en sus escenarios fantasmales, la apuesta por una mimesis de raíces griegas (el acto que, entre otras consecuencias, genera el re-conocimiento y la purificación) fue un recurso dramático al que no renunció. En este orden de cosas, debe recordarse que, también en sus orígenes griegos, el actor hablaba a través de una máscara; se subrayaba, así, una de las dimensiones del oficio: una interpretación mimética, simuladora, embustera. No es aventurado conjeturar que un fondo de estas artes y partes de la representación yacía en la concepción de la persona creada por Fuentes.

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La edad del tiempo
Fuentes fue un escritor que gustaba de rastrear y seguir una huella (o una idea o una situación) hasta donde ello era necesario para los fines dramáticos que procuraba, y fue un escritor que, puesto en sus trámites inquisitoriales, sometía su universo literario a una continúa rotación y una ininterrumpida traslación. De ahí que uno de los principios rectores de la totalidad de su obra sea precisamente una suerte de eco que reemprende a cada rato un viaje y que a cada rato propone una regresión. Podría afirmarse que en ese recurso a distintas velocidades se discierne la voluntad del autor por encontrarse a sí mismo en un juego de espejos enfrentados. Cada obra, desde Los días enmascarados y La región más transparente, pasando por Cambio de piel y Gringo Viejo, hasta llegar a Terra Nostra y Cristóbal nonato, es, en este sentido, un capítulo de un diseño solidario. Cada obra remite a otra obra. Un punto capital, en esa construcción, se encuentra en el hecho de que el tiempo no es, en ella, el tiempo lineal y simultáneo que rige el devenir cotidiano, la diaria evaporación de la historia. El tiempo es un tiempo fuera del tiempo: salta por encima de las circunstancias y de las épocas y dibuja círculos que se gobiernan por unas leyes que le son propias. El mismo escritor reunió al conjunto de su obra con una fórmula rectora: La edad del tiempo. Edad del tiempo, en efecto: un ansia por abarcar siglos, como sucede en Terra Nostra; una tentativa por apoderarse de la historia al reescribirla, como se intenta en La muerte de Artemio Cruz; una voluntad por cuestionar el continente y el contenido de la herencia universal, como se aspira en Cambio de piel. Hay unas afirmaciones que historian estas preocupaciones. Dicen así:


He querido oponer al universo novelístico latinoamericano de la extensión espacial (la selva, los ríos, las montañas: todo lo que un clásico venezolano pretendió significar cuando escribió “…y la jungla los devoró”) una “novela del tiempo”. Me propuse siempre luchar contra el demonio del espacio conquistándolo con la instantaneidad del tiempo. La novela moderna tiene que decir aquello que no puede ser dicho sino a través de ella, y de lo que ella es: lenguaje, verbo.


Si, con un leve estirón, se voltea a ver la diversidad de los títulos recién recordados, es posible descubrir que la transformación que da vueltas sobre sí misma y así echa a andar una infinita regresión del tiempo, fue una seña de identidad que marcó mucho. Hay una (hay otra) fuente posible para ese rasgo. Hombre que quiso vivir a fondo su época, Fuentes fue un apasionado por el cine, por su lenguaje y por su voluntad por redimir lo que se llama la cultura popular. Escribió guiones, fue amigo cercano del director Luis Buñuel, varias piezas suyas se trasladaron a la pantalla. No dudó en apelar a asuntos y personajes que provenían de un imaginario colectivo apegado a las expresiones populares (escribió una novela, Zona sagrada, en la que se indaga en la relación entre una actriz célebre y su hijo, y una pieza teatral, Orquídeas a la luz de la luna, que es un encuentro entre Dolores del Río y María Félix), y menos aún en apoderarse de unas técnicas narrativas que mucho fomentaban el empleo vertiginoso de las secuencias de tiempo y acción y que trasmitían una inmediatez sensorial que cristaliza en la sacralización omnívora de miradas y objetos. El cuento “La dos Elenas” es protagonizado por una joven rebelde a la que distingue su amor por el cine como una expresión de su rebeldía en una Ciudad de México claustrofóbica. Cambio de piel homenajea a la mítica actriz Joan Crawford y La cabeza de la hidra es un tributo al legendario actor Peter Lorre. Por su parte, Gringo viejo (la novela que cuenta la historia del periodista norteamericano Ambrose Bierce, quien cruza la frontera hacia el México revolucionario en busca de su destino final) tuvo una versión cinematográfica con Jane Fonda y Gregory Peck como protagonistas y se convirtió en un éxito. El gusto por, y la cercanía con, las expresiones populares llevó a Fuentes (que, en este orden de cosas, consideraba a Frida Kahlo como la más representativa de las figuras de un arte latinoamericano telúrico y universal) a escribir así acerca de la cantante Lola Beltrán:

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En la luz de un atardecer de meseta alta, Lola sueña para poder cantar y canta para poder soñar. ¿Qué cosa canta? Todos conocemos la letra y la música de esas canciones que ella nos enseñó, canciones de palomas blancas, palomas que lloran, árboles que cantan, piedras que gritan… Toda una naturaleza que parecía muerta, insensible, se vuelve animada, casi panteísta, en la voz de la canción de Lola. Las nubes nos están matando. Las piedras nos están gritando. Y un pueblo que sin ella no tendría voz, canta su historia, sus penas, sus alegrías en ese periódico soñado que es el corrido mexicano, ajuste de cuentas con la naturaleza y la historia, la canción ranchera. Toda la historia de México se encuentra en el corrido.


Sentados: Sergio Muñoz Bata, Arturo Ripstein, John Gavin y José Luis Ibáñez; De pie: Berta Maldonado, Juan Ibáñez, Elena Garro y Carlos Fuentes. Sin fecha. / Héctor García / CNL-INBA

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Fundar una religión
Parece existir, en las leyes que rigen la vida, una suerte de reiterada fuerza fatal que, al desatarse, acarrea consecuencias sin tasa. Cabe conjeturar, de la mano de esta modesta comprobación, que si a mediados del siglo pasado, en los países de América Latina, y en España, apareció un movimiento que se conoció como el boom de las letras hispanoamericanas, lo hizo entre cosas montado en la estela de la gran conmoción social y mental que se produjo en aquel entonces a una escala que no es exagerado llamar ecuménica. El mundo, prisionero de lo que se llamaba la “guerra fría”, pareció de pronto sacudir sus formas de ser, de estar y de pensar y dar cauce a un novedoso ordenamiento mental, social y cultural. En tal contexto, y en un continente que atravesaba una severa crisis económica y política (y que llevaría tanto a la revolución cubana como a un golpe de Estado en Chile, y a una serie de gobiernos ilegítimos que denigrarían la idea democrática), surge de pronto un puñado de escritores que, para mucho resumir, hablaban con una voz literaria inédita. Nombres como el colombiano Gabriel García Márquez, el chileno José Donoso, el peruano Mario Vargas Llosa, el español Juan Goytisolo, el cubano Guillermo Cabrera Infante, cancelando y a la vez renovando un ciclo creador dinámico, se propusieron torcerle el cuello a los cánones estéticos hasta entonces vigentes y desearon manifestar la llegada de una sensibilidad distinta. En ese grupo (y como ya lo había hecho mucho antes con la fundación de la Revista Mexicana de Literatura) Fuentes ocupó un lugar principal; fiel a su papel de histrión que se apodera de un escenario, y consciente de que el fenómeno de una globalización que ya se perfilaba impondría al mercado unas leyes de dimensiones universales y la consecuente profesionalización del escritor, él redobló su capacidad de seducción y su energía organizadora: se convirtió en una fraternal figura entusiasta, activa y conspiradora, dispuesta contribuir en la invención de una suerte de religión con sus dogmas, sus consignas y hasta su régimen de excomuniones. Hay una declaración suya que es ilustradora:

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Cuando en 1965 recibí y leí en París las primeras cien cuartillas de Cien años de soledad, me senté sin pensarlo dos veces a escribir lo que sentí. Acababa de leer la Biblia latinoamericana; saludaba, además, el genio conmovedor y cálido de uno de mis más queridos amigos. Y recordaba, por si fuera poco, un célebre dicho de Gabriel un día que rodábamos juntos de Cuernavaca a Acapulco: todos estamos escribiendo la misma novela latinoamericana, con un capítulo colombiano suyo y un capítulo mexicano mío, otro del argentino Julio Cortázar, uno más del cubano Alejo Carpentier, y el capítulo chileno de José Donoso.

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Una de las comprobaciones que materializó la obra del boom estaba en estrecha consonancia con aquella idea de Fuentes que sitúa a la cultura como una fuerza subterránea y permanente en el desarrollo histórico hispanoamericano, una fuerza que a determinada altura reclamaba su centralidad a pesar de inscribirse en una tradición de aristas y vertientes excéntricas. Los escritores del boom se atrevieron a decir las verdades y a expresar los sentimientos que ninguna de las historias oficiales habían logrado, y novelas hoy tan célebres (y tan adheridas a un imaginario colectivo) como La ciudad y los perros, Tres tristes tigres, Rayuela y Aura dan testimonio de ese alto cometido. Ninguno de tales libros fue escrito con las miras puestas en un emergente mercado editorial de apetitos voraces: nacieron de una necesidad interior y para iluminar una coyuntura de rumbos extraviados. Cabe recordar unos dichos de Fuentes que redondean esta cuestión:
“Si no fuese por la tarea de algunos escritores, la historia de México no tendría más voz que el zumbido de las moscas en los basureros de los discursos, las falsas promesas y las leyes incumplidas”.


Y, complementariamente:


“Creo que el novelista da voz a quienes no la tienen y un nombre a quienes son anónimos. De ahí que a nosotros, los escritores, nos corresponda perseverar en darle vitalidad a nuestra lengua: es una cuestión de vida o muerte”.


Ahora lo sabemos: en la cabal “comedia humana” construida Fuentes, en ese ciclo que rota y se transforma y regresa a sus orígenes, y que se sirve de la ficción y se alimenta de la historia, la convicción genuina que se expresa en esas declaraciones alcanzó la estatura de un credo y el tamaño de un destino.