lunes, 29 de noviembre de 2010

Comer bien

29/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

La comida no me deja pensar. Las cartas abundantes y las mesas plenas en viandas nos pueden sumergir en un oscuro mar de inanición creativa. Acaso por dicho motivo he intentado mantenerme al resguardo de la seducción culinaria. Además de eso, la pedantería gastronómica ha llegado a niveles de inmenso ridículo y en la actualidad los cocineros se dicen artistas porque mezclan el cilantro con la frambuesa. Y ni qué decir de los vinos que se prestan a la palabrería sin límites. Hay que regar la comida con vinos, por supuesto, sentir sus efectos, pero en lo personal me niego a sostener una conversación acerca de las virtudes de las uvas cada vez que doy un sorbo a la copa. El placer de los sentidos abandona su ser animal y busca un sentido espiritual y humano en el gusto, pensaba Baltasar Gracián. Ese es el principio del arte culinario, pero lo contrario no deja de ser también evocador: comer con la pasión y ansiedad de una bestia que sólo busca saciarse para vivir. Yo no despreciaría tan fácilmente esta felicidad sin palabras, este comer por mera atracción corporal.

Escribe Hans-Georg Gadamer que el buen gusto está siempre seguro de su juicio, es un aceptar o un rechazar que no conoce razones ni vacilaciones y que no está pendiente de los demás. No existe propiamente un mal gusto sino, en todo caso, una ausencia de gusto. Formarse un gusto requiere de un camino largo, personal e intransitable por otro que no sea uno mismo. Los alemanes son mejores filósofos que los franceses porque apenas si se detienen en la comida. Esta es una afirmación mía y de tan general es absurda, pero si Charles de Gaulle opinaba de Francia que un país con tal cantidad de quesos es ingobernable, entonces lo contrario tiene también sentido: en un país sin muchos quesos ni vinos las ideas pueden gobernarse e incluso ordenarse en un sistema.

Yo pruebo vinos desde hace veinticinco años y nunca se me verá dando cátedras sobre lo que ofrezco a mi estómago. Me alienta el pensar que puedo hozar en un plato con alegría animal y que al mismo tiempo sé exactamente que es lo que me gusta y qué es lo que no tolero ni a dos metros de distancia (siempre habrá un par de excepciones). El gusto se gana con el tiempo. Un cocinero creativo es en verdad una rareza porque si no dispone de un gusto nacido de la experiencia, de conocimiento y sencillez difícilmente podrá crear objetos placenteros. De entrada los cocineros que se consideran a sí mismos artistas y obran en consecuencia pueden hacerse a un lado ya que han dado de entrada un mal paso. La primera regla que debe seguir un buen cocinero es considerarse obrero no artista, y la segunda es seguir siendo obrero. Y la tercera es morirse siendo un obrero. Por estas razones es que no se come bien en los restaurantes de moda y por lo común resulta menos decepcionante ir en busca de las tradicionales y modestas fondas de toda la vida (yo he dejado de ir porque la televisión a todo volumen y la pobreza de los platos han ido ganando la batalla). Se ha hecho común que los cocineros de los restaurantes de moda se paren en tu mesa para recitarte los ingredientes de sus platillos. Son una monserga y si lo que desean es salir de la cocina para distraerse pues adelante —debe haber cerca algún parque— pero no a costa de quienes estamos en su mesa. Creo que es más sustancioso, aunque no es teatral, leer la descripción de los platillos en una carta y que cada quien tome su tiempo para decidir.

Debe ser una perversión, pero cada vez me gusta más la comida en la literatura que en la mesa. Cuando leí las memorias de Robert Seelig acerca de sus paseos con el escritor Robert Walser, me sorprendió la sencillez de sus alimentos en las tabernas o restaurantes que iban encontrando a su paso en los alrededores de Appenzel, en Suiza. Vermut, sopa, filete, papas, pastel, helado de vainilla y un vino de Neuchâtel. Ahora es tan difícil la sencillez. Y nadie debería preguntar a los cocineros o meseros sobre sus recomendaciones para la comida pues casi todas las veces elegirán una tontería costosa la cual tienen a la mano justo para engañar a los incautos. No hay que fiarse de los gustos ajenos y esto incluye a los mismos cocineros. Lo más rentable es leer la carta con cuidado, basarte en tu intuición y sobre todo rezar un par de buenas oraciones para no morir envenenados. En México todavía con un poco de suerte se come bien en algunos mercados, en las fondas y en uno que otro restaurante guiado por buena mano. Las manías serviles, presuntuosas y en esencia profundamente ignorantes son en realidad el pan de todos los días en los restaurantes caros. Y las excepciones van en caída.

sábado, 27 de noviembre de 2010

"Por lo pronto, ya estamos aquí"

27/Noviembre/2010
Babelia
Juan Villoro

De acuerdo con Friedrich Katz, autor de La guerra secreta en México y biógrafo de Pancho Villa, la Revolución mexicana es la única del siglo XX que mantiene vigencia porque sus ideales (justicia social y democracia auténtica) aún deben cumplirse.

¿No bastan cien años para erosionar la esperanza que llegó con la metralla? Los graves rostros de los héroes han "decorado" demasiados murales en las oficinas públicas y han comparecido en billetes color morado o verde limón que valen cada vez menos. Ciertas figuras pasaron al folclore de los irresponsables: el general Sóstenes Rocha, que bebía tequila con pólvora, inspiró un personaje de Valle-Inclán, y su colega Gonzalo N. Santos pasó a la historia del cinismo político con aforismos de este tipo: "La moral es un árbol que da moras". Las mafias sindicales, el reparto de tierras inservibles, el uso discrecional de los bienes públicos y un inagotable torrente de demagogia son algunos legados de la lucha que estremeció a México de 1910 a 1920. ¿No es daño suficiente?

Los héroes del hit parade revolucionario vivieron para aniquilarse. Jorge Ibargüengoitia observó con ironía que Zapata, un buenazo, luchó contra el buenazo Madero y fue liquidado por Carranza y Obregón, otros buenazos. Llamamos "Revolución mexicana" a la reconciliación póstuma de los adversarios.

En La muerte de Artemio Cruz (1962), Carlos Fuentes retrató los negocios de la Gran Familia Revolucionaria. Las consignas progresistas se tergiversaron para crear una nueva burguesía. Bildungsroman de la corrupción, la novela relata el irresistible ascenso de un combatiente que se convierte en potentado.

Y pese a todo, la Revolución mantiene viva su impronta. La prueba más clara es que dos partidos políticos y una guerrilla posmoderna se disputan su herencia. El PRI se apoyó en una contradicción de términos (la "revolución institucional") para gobernar el país durante 71 años con ideologías rotativas, poco afines entre sí. Este sistema corporativo repartió beneficios con la técnica del tráfico de influencias y demostró que "erario público" es el nombre secreto de "interés privado".

Los otros herederos virtuales de la gesta son el Partido de la Revolución Democrática, que representa a una izquierda dividida, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que aguarda en la selva el momento de reivindicar las incumplidas demandas indígenas.

¿Qué tan contemporánea puede ser una lucha tantas veces desvirtuada? La Ciudad de México tiene 178 calles Carranza. ¿No se agota así la evocación de un prócer? De manera asombrosa, en nuestro presente el pasado sigue en guerra.

En la película Revolución, estrenada para el centenario, diez cineastas proponen modernos relatos sobre el tema. Tienda de raya, espléndido corto de Mariana Chenillo, se ubica en un supermercado que paga parte del sueldo con cupones para comprar en la misma tienda. El destino amoroso de la protagonista depende de arreglarse la dentadura, pero el médico no acepta cupones. La diferencia entre Wal-Mart y la hacienda de Cananea, donde se atizó el incendio, es menor de lo que pensamos.

La presencia de la Revolución también tiene que ver con la iconografía. La lucha llegó acompañada de un invento del siglo XX: el cine. Ningún proceso histórico se había filmado tanto. Los ojos de Zapata, los sombreros de ala ancha, las cargas de caballería pasaron del campo a la pantalla y de ahí al inconsciente.

Ni siquiera en el plano historiográfico el tema puede darse por saldado. La extraordinaria biografía de Katz sobre Villa sugería que sólo quedaba espacio para minucias. Sin embargo, en 2006, Paco Ignacio Taibo II hizo un torrencial regreso al Centauro del Norte. Su Pancho Villa es una novedosa enciclopedia narrativa. Investigar y escribir un libro de esa envergadura hubiera dejado sin aliento a un maratonista. Taibo siguió de frente con Temporada de zopilotes, libro y programa de televisión para History Channel sobre Madero, iniciador de la contienda.

Ya en los años ochenta, Enrique Krauze había narrado las contradictorias vidas del panteón nacional en su muy leída Biografía del poder. En 2009 Pedro Ángel Palou volvió con éxito a Zapata, novelando lo que parecía agotado después de la espléndida biografía de John Womack. Muerto a los 39 años (la edad del Che, Sandino y Malcom X), el Caudillo del Sur es una incógnita que pide ser narrada. Fuentes ha anunciado una obra sobre su agonía, Emiliano en Chinameca. Alguna vez le pregunté cuándo pensaba escribirla. "La voy a dictar en mi lecho de muerte", contestó sonriendo. El gesto resume una vida en espejo de la Revolución: Fuentes nació en 1928, año del asesinato de Obregón, su rostro se ha perfeccionado como el de un jefe revolucionario y planea su último lance como un encuentro de caudillos, la emboscada literaria de Zapata.

El zapatismo estético va de los óleos de Alberto Gironella al rock de La Revolución de Emiliano Zapata, que en 1971 ganó en Tokio un concurso con la canción Nasty Sex. La tienda El Taconazo Popis no se quedó atrás y anunció zapatos a precios "zapatistas".

En La noche de Ángeles (1991), Ignacio Solares se ocupa de uno de los episodios más sugerentes de la Revolución: el regreso del general Felipe Ángeles. Director del Colegio Militar en tiempos de la dictadura, artillero formado en París, Ángeles fue el único intelectual militar de la contienda y luchó al lado del más contradictorio de los líderes, Pancho Villa, imponiendo una dosis de sensatez e incluso de pacifismo en plena guerra. Derrotada la División del Norte, huye a Estados Unidos, donde vive en la pobreza. Decide volver, sabiendo que va a morir. Vaga por el desierto, leyendo la Vida de Jesús de Renan, hasta que es arrestado. Lo llevan a juicio y asume su defensa. Este episodio dio lugar a la pieza teatral de Elena Garro Felipe Ángeles. En el Teatro de los Héroes de la ciudad de Chihuahua, el general imagina un país distinto, de reconciliación democrática. Su adversario es Venustiano Carranza. El público se entrega al mártir. Carranza manda un telegrama con un indulto. De acuerdo con su conveniencia, el telegrama llega tarde. Ahí se pierde la oportunidad de otra historia (al menos así lo exige la imaginación literaria). Adolfo Gilly, autor de La revolución interrumpida (1971), libro vibrante que mi generación leyó con perdurable asombro, acaba de concluir una biografía sobre Ángeles.

En esencia, no hay una Revolución. Sus contradictorias causas fueron captadas por Juan Rulfo en Pedro Páramo (1953):

-Como usté ve, nos hemos levantado en armas.

-¿Y?

-Y pos eso es todo. ¿Le parece poco?

-¿Pero por qué lo han hecho?

-Pos porque otros lo han hecho también. ¿No lo sabe usté? Aguárdenos tantito a que nos lleguen instrucciones y le averiguaremos la causa. Por lo pronto ya estamos aquí.

A propósito de la novela histórica, Isaiah Berlin comentó que los hombres históricos no sólo hacen cosas históricas. En Los relámpagos de agosto, Jorge Ibargüengoitia extrema esta idea: sus revolucionarios no hacen nada histórico. Sus motivaciones son egoístas, caprichosas, personales. La comicidad de la novela deriva de la ineptitud de esos corruptos. Conspiran contra sus presuntos aliados, pero sobre todo contra sí mismos. En su obra de teatro El atentado, Ibargüengoitia hace que Álvaro Obregón, triunfador de la lucha armada, muera sin pronunciar una frase célebre. En un país donde las declaraciones son más importantes que los hechos, nada resulta tan trágico como morir después de pedir un plato de frijoles. Las famosas últimas palabras expresarán, para siempre, un antojo.

El triunfo de la Revolución fue consumado por los jefes sonorenses, seres pragmáticos, ajenos al romanticismo revolucionario de Villa y Zapata. Héctor Aguilar Camín escribió en La frontera nómada (1977) la historia narrativa de ese triunfo. Por su parte, Jorge Aguilar Mora recuperó en detalle las técnicas de la guerra y las formas de representación de la contienda en Una muerte sencilla, justa, eterna (1990).

Cuando los revolucionarios cambian los caballos por los Cadillacs, comienza la intriga de oficinas. En La sombra del caudillo (1929), Martín Luis Guzmán reconstruye la lógica del poder heredada de la Revolución: el Hombre Fuerte del país no depende de los votos sino de la adhesión de quienes podrían desafiarlo. En consecuencia, lo importante se resuelve en la sombra. No en balde, la política de impunidades ha sido bautizada como la "tenebra". Ahí se conjuga un verbo decisivo: "madrugar". Hay que anticiparse al enemigo; para lograrlo, es necesario intuir lo que él haría y actuar primero. En esta delirante dramaturgia, no hay mejor consejo que la paranoia: eliminar al rival es un acto preventivo.

Fuentes recogió en Gringo viejo (1985) una escena que le contó su entrañable amigo Fernando Benítez, autor de El rey viejo (1959), novela sobre la muerte de Carranza. Los zapatistas toman una hacienda. Al entrar en un salón descubren un desconocido artificio. Se trata de un espejo. Los revolucionarios se paralizan ante su propio rostro. ¿Quiénes son? ¿Por qué llegaron ahí?

La Revolución ha otorgado dimensión épica a una costumbre mexicana: la impuntualidad. Con cien años de retraso es actual.

Los rostros se asoman al espejo. ¿Qué justicia piden a través del tiempo? Por lo pronto, ya están aquí.

Álvaro Enrigue vs los narcos

27/Noviembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

La revista Chilango núm. 84 dedica su portada a “El cártel de los escritores” y reza “El crimen y el narco se han apoderado de la nueva narrativa mexicana. Hicimos confesar a los siete autores que la definen”.

En realidad no son autores que han definido la narcoliteratura sino nuevos escritores del centro del país.

Quienes la han definido son autores del norte, algo que aminora Álvaro Enrigue en el texto central de Chilango.

Enrigue llama “discreta plaga” y “narcoestruendo” a la narconovela, que retaca “las mesas de novedades de las librerías”, imagen más fantasiosa que real: en la última década el número de narconovelas no supera a otros géneros (el histórico o fantástico, digamos). La misma mesa imaginaria preocupaba a Rafael Lemus en el 2005, quien descalificaba la obra de Élmer Mendoza y Eduardo Antonio Parra.

Enrigue dice: “Hay autores consagrados que publican relatos de realidad ampliada en editoriales para la élite literaria y académica… pienso en los libros de cuentos de Eduardo Antonio Parra en Era o los thrillers de Elmer Mendoza en Tusquets”.

¿De verdad Parra y Mendoza son para élite?

Se dice que la narconovela es un cliché. Pero si hoy existe en México un género lugarcomunista es la crítica anti-narconovela.

Su arquetipo (o Idea Platónica): la mesa imaginaria, mala, repleta de narconovelas.

Su sermón infaltable: se necesita “distancia”, ergo, la narconovela ocupada de su época no es literatura verdadera ni periodismo siquiera.

¿La narconovela? Viñeta que es moda pasajera.

La “moda” lleva 20 años. A finales de los 80, Mendoza llamó la atención en el Norte. Al igual de Crosthwaite o Sada.

Hay que reconocer que Enrigue agregó un nuevo alegato: la narcoliteratura deja de ser costumbrista, chichimeca, comercial o elitista una vez que migró a Mesoamérica.

“La novela mexicana que alguna vez relacionamos con el Norte… hoy es un fenómeno de dimensiones nacionales”.

De ahí la lista. Todos ellos menores que él. ¿Menos amenazantes?

La narcoliteratura ha sido criticada con los mismos argumentos desde hace dos décadas, época en que la narrativa mexicana era tan supuestamente formalista que lectores, editoriales y medios aprovecharon el auge de una escritura que abordaba la realidad social de violencia, caló, Nafta, migración y tráfico, y la literatura escrita en el DF perdió su protagonismo irrebatible y cuyos mejores momentos fueron el posmodernismo de Bellatin y el realismo sucio de Fadanelli.

Lo que Enrigue (disimuladamente) fantasea es otro cártel que arrebate al Cártel de Sinaloa y al de Juárez su dominio del “mercado”.

Pero ¿de verdad la narconovela vende? ¿O ese es otro Pecado para moralizar contra su impureza?

¿Y no será que algunos piensan que para ser Buena es necesario que una literatura, literalmente, no se venda?

La inseguridad en México, un problema de confianza: Le Clézio

27/Noviembre/2010
La Jornada
Éricka Montaño Garfias

Guadalajara, Jal., 26 de noviembre. El Premio Nobel de Literatura, el franco-mauriciano, Jean-Marie Gustave Le Clézio, regresó a Guadalajara por primera vez en dos décadas para participar en la Feria Internacional del Libro (FIL) e inaugurará este domingo el Salón Literario con la conferencia La literatura intercultural, tema convertido en una de sus preocupaciones y que hace poco dio origen a una fundación que trabaja en isla Mauricio en favorecer las relaciones multiculturales.

Le Clézio se refirió de nueva cuenta a la situación de México (La Jornada, 24/10/2010), país al que llegó en 1967: primero para enseñar su idioma natal en el Instituto Francés para América Latina (IFAL), donde fue también el encargado de organizar la biblioteca, situación que aprovechó para leer todo lo que pudo de historia, filosofía y literatura de México. Después permaneció en El Colegio de Michoacán, al lado de Luis González y González, y viajó por distintas zonas del país.

Lo que ocurre en México es una dimensión realmente trágica. Cuando vine la primera vez tenía la impresión de total libertad, era posible ir por todos lados, pasear en la noche, a pesar de los comentarios de que tuviera mucho cuidado porque en esa ciudad había un crimen cada noche. Eso ha cambiado y hay un problema de seguridad, pero creo que es más una cuestión de confianza.

Sin embargo, recordó que durante sus diversas estancias en México nunca he padecido nada. El único problema que he tenido fue en Niza, mi ciudad natal, donde fui atacado en la calle.

Creo que México, añadió, trata de luchar contra esta falta de confianza. Es un combate que va a tener éxito porque no es posible vivir en una ciudad con esta falta de confianza. Sin embargo, tengo más miedo en Albuquerque (ciudad donde reside), porque todo el mundo tiene rifles y pistolas. Me da más miedo un tiroteo callejero, algo que ocurre mucho en las ciudades estadunidenses porque el derecho de tener armas es parte de la constitución y es algo que para mí es espantoso.

A lo largo de los años, Le Clézio (Niza, 1940) ha mantenido la relación con México en la página de libros de su autoría como La conquista divina de Michoacán, Diego y Frida, y El sueño mexicano o el pensamiento interrumpido. Vine por primera vez en 1967 para dar cursos en el IFAL. No conocía nada de la cultura mexicana, tuve que aprender español en la calle, es un español callejero. Su primer contacto con la cultura del país fue en la biblioteca del IFAL; después, sus viajes por el país donde encontró algunas similitudes con lo que había leído acerca de la cultura antigua. Algunos elementos permanecían como cuando los huicholes toman una espina, se perforan la lengua y sangran sobre la tierra.

Fue un choque enorme ver que en la contemporaneidad existían elementos de la cultura ancestral: en el metro de la ciudad de México vi personas hablando náhuatl, por ejemplo. Así fue el primer contacto, al principio por los libros y después por la vista, enfatizó.

Sin embargo, aclara, “No soy un historiador, soy novelista, nacido para escribir novelas, no puedo servir a otra cosa. En México encontré una dimensión que no existe en Europa, aquí la historia está viva, es un elemento de cada día. Ser historiador aquí es diferente a serlo en Europa donde es una ciencia. En México tiene más que ver con la fe o el ser profundo de los seres humanos.

Por eso no soy un historiador, no escribo sobre historia. Cuando pienso en México siempre considero la historia como elemento fundamental, por eso la celebración de la Independencia es algo importante.

Eso en cuanto a la historia, pero, ¿qué pasaría si desapareciera la literatura? No lo sé. Para mí el mundo humano no es posible que exista sin historia e historias. El escritor es esa parte verdadera de la dimensión humana, porque no inventa. Decía Marcel Proust que no existe imaginación, sólo memoria. Los escritores son una especie de tambor que suena con la influencia de todo lo que está ocurriendo, su papel no es inventar, sino relatar, por eso no podría imaginar el mundo sin novelistas, sin cuentos. Escribir significa escuchar, resonar y soñar a veces.

Le Clézio, autor de unos 50 libros entre novelas, ensayos y cuentos, entre ellos La cuarentena, Desierto, La música del hambre o El pez dorado (publicados por la editorial Tusquets) rechazó la clasificación de la literatura en central y periférica.

“¿Dónde está el centro? No hay centro ni hay periferia, la literatura es algo que escapa o debería escapar a la definición. Salir del encierro de una frontera política: si leo a Cervantes no leo a un español porque lo puedo leer en francés, o el Lazarillo de Tormes no es de un autor nada más castellano. No hay una literatura propiamente nacional ni del centro. La meta es intercambiar influencias y esperanzas, y nadie puede estar en la periferia en este sentido.”

Las literaturas, y aquí entra el tema de la interculturalidad, están al lado una de la otra y hay necesidad de comunicar e intercambiar. Prefiero el patriotismo al nacionalismo, el amor a la tierra natal, al Estado, la aldea, el pueblo, la ciudad, el país donde uno ha crecido. El patriotismo es más amor a los ancestros que han formado a uno. El nacionalismo es más la forma combativa de este sentimiento: prefiero el sentimiento a la teoría política. El nacionalismo podría ser peligroso.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Un anti líder

22/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace una semana me hicieron varias entrevistas a las que respondí de manera escrita. Las razones por las que me entrevistan son oscuras pues en palabras más o menos claras soy una especie de cero a la izquierda y mis opiniones acerca de cualquier tema se evaporan unos minutos después de ser expresadas. No soy un líder de opinión. Esto me proporciona cierto bienestar moral y una libertad envidiable de tal modo que puedo decir absolutamente todo lo me viene en gana. Si el entrevistador posee la libertad de preguntar lo que desea, entonces yo haré lo mismo sólo que por escrito. Con el pasar del tiempo la propia voz se torna odiosa y peor aún las muletillas o los gestos que acompañan a las palabras. A siete entrevistas respondí con cierta curiosidad y premura. De todas ellas he rescatado ciertos párrafos para engarzarlos a modo de artículo. Es una forma de pelear contra el olvido pues mi experiencia me dice que en este género nada permanece, excepto el gesto.

Me gustaría creer que casi todas las personas somos insignificantes, una equivocación, una pasajera enfermedad de la naturaleza que ni siquiera dejará huellas permanentes. Por ello en mis novelas elijo personajes que viven su aparente mediocridad como un destino. Son cercanas a las almas muertas de Gogol: seres que no están pese a que su nombre aparece en infinidad de documentos. Un ejemplo: cualquier persona de pobres recursos en México se ve condenada a vivir como si fuera un alma muerta, sin buena educación, sin justicia ni seguridad económica. La realidad que describen los periódicos y la ficción de que se valen las novelas son parte de un movimiento que comienza con la experiencia y la sensibilidad: la ficción como una realidad sin centro de gravedad, y la realidad como un sueño que no termina de fluir. Sin embargo, la crueldad de la realidad cotidiana supera por mucho cualquier violencia expresada en la novela, el arte es desterrado a un polo inhabitable y su sentido vital se disuelve. La violencia de la realidad vuelve, en apariencia, innecesario el arte. A veces trato de convencerme, en un acto de ingenuo escapismo, que esta época no me pertenece y que sólo soy testigo de la testarudez humana y de su consecuente desgracia: un testigo que escribe y sólo se involucra desde la literatura. Presumo tener una butaca inmejorable para presenciar este horrendo baile de los desequilibrios. No obstante, por más que procure ser sólo un espectador, la violencia devendrá una metástasis que terminará mordiendo hasta el más pequeño de mis huesos.

A mí me agradan los jóvenes que nacieron viejos. Yo era un poco así. De modo que sólo estoy llegando al mismo lugar donde comencé. Mis golpes son más lentos, pero mantienen su antigua dirección. Uno es el mismo porque cambia y pese a esos cambios permanece. Cada vez que decepciono a alguien respiro aliviado: ¡un peso que me quito de encima! Me he dicho después de que un joven me recrimina por haberme convertido en un viejo. La sangre y la mugre no se van nunca hasta que desapareces y te conviertes en nada. Me alegra no parecer el mismo, así mis acreedores no vienen a cobrarme las cuentas. Hoy en día ninguna política tiene sentido si no contempla en sus especulaciones la ecología y la construcción de estructuras sociales sólidas capaces de recibir a quienes aún no han nacido. Parece necesaria una política de la desesperación, una metapolítica como la llama el filósofo Peter Sloterdijk. La televisión es el medio educador de los jóvenes más desprotegidos y con sus programaciones deleznables, mutiladoras del lenguaje y la reflexión cooperan tanto a la catástrofe como los mismos criminales. Los analistas o comentaristas políticos viven de la sobre explicación de los males (estamos un poco hartos de tanta habladuría sin sustancia: estamos sobre explicados). La ética de los comerciantes ha suplantado a la ética humanista que debía fundar idealmente a las sociedades democráticas. El poder económico lleva las riendas por encima de un poder político que le rinde pleitesía. Me sigo haciendo la misma pregunta que se hiciera Karl Popper, ¿cómo acabar con los malos gobernantes y criminales sin exponernos a una guerra civil o a una tragedia sangrienta? De eso se trata, ¿cómo lograrlo? Todas estas elucubraciones tratan de cuestiones prácticas, pero desde mi vida personal doy todo por perdido y prefiero sobrevivir sin detenerme en las “grandes ideas”. Si los grandes negocios siempre terminan en asesinato, las grandes ideas no van de ningún modo a la zaga.

sábado, 20 de noviembre de 2010

La Contrarrevolución mexicana

20/Noviembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

La Revolución mexicana fracasó. Su fallo no fue económico o político sino ético, cultural.

En 1920, Vasconcelos decía: “La primera y más importante de las revoluciones es la que ha de operarse dentro de nosotros mismos”. Pero el propio Vasconcelos murió hecho un fascista.

La vía vasconcelosa —rebelde a reaccionario— también la siguió la Revolución mexicana.

Abortamos la educación. Los contenidos del sistema escolar promovieron inopia y maniqueísmo en los estudiantes mexicanos; y su forma, acendró el autoritarismo.

El maestro mexicano es trasmisor de la demagogia, valemadrismo y co-dependencia nacionales. Elba Esther es el vivo retrato del deterioro del inconsciente mexicano.

Todos hablamos de la Revolución de 1910. Pero no de la Contrarrevolución mexicana que 1910 avivó.

La contrarrevolución es la negación, consciente e inconsciente, a un cambio hondo de estructura, tanto psíquica como social. La contrarrevolución es el rechazo a la urgencia de una renovación.

El pasado en México es el Paraíso.

El artículo primero de la contrarrevolución indica que el mexicano no debe cambiar. El Otro —español, indio, gringo, el otro género u otra clase— es el Malo. Ellos son los que quieren —¡oh, no!— cambiarnos.

Lo mejor es conservar la forma de ser, la Tradición, las Costumbres, ¡Nosotros, los que resistimos a todo!

Régimen y cultura popular post-revolucionarias son conservadoras, nacionalistas, moralistas e idealizadoras de la “identidad” mexicana. El Pueblo o la Madre, donde unos proyectan sus autoengaños, como otros los proyectan en Jesús o el Mercado.

Otras responsables: la Iglesia y Televisa. Ambas instancias educaron más al mexicano del siglo XX que la SEP.

Televisa, por supuesto, quiere negarlo. Pero Televisa vive de aplaudir lo retro-mexicano. Su chiste, su machismo, su virgencita, su populismo.

Es un error creer que el centro de la educación es la escuela. La educación ocurre sobre todo fuera de ella.

La gran fuerza contrarrevolucionaria mexicana es la familia. La familia mexicana se encargó de cerrar la oportunidad de democracia y educación que se abrió en el confuso periodo post-revolucionario. El Partido de la Revolución Institucional es el estado existencial de estar partidos entre ser revolucionarios o ser institucionales.

Ya somos una democracia sin adjetivos. Sobre todo los adjetivos “confiable” o “real”.

El verdadero régimen que detuvo el progreso social fue la mexicanidad, nuestra gran religión.

La mexicanidad es una serie de identidades defensivas y una entidad nebulosa —pero que innegablemente opera en este territorio— que temió las consecuencias psico-históricas del estallido. Saboteó la revolución de esta sociedad.

Gracias a la (contra) Revolución, por sufragio afectivo, la mexicanidad se reeligió.

Regreso a la violencia

20/Noviembre/2010
Laberinto
Alejandro Toledo

Curioso boomerang de la memoria: por años se percibió a la Revolución como un hecho bélico distante, superado en cierto modo por la historia (porque la Revolución se hizo gobierno, rezaba el discurso oficial), y ahora, a cien años de que iniciara el movimiento armado, asuntos del paisaje de entonces como los fusilamientos es de nuevo común encontrarlos en los diarios, como si en lugar de avanzar se estuviera regresando a uno de los posibles puntos de partida. Por este doloroso retorno a la violencia en que vive el México del 2010, al sumergirnos en los cuentos de la Revolución ocurre esa extraña dislocación de la memoria o engaño a la vista (trompe l’oeil) de no saber si se describe el arranque del siglo XX o el comienzo del siglo XXI. Para nuestra desgracia (o para fortuna nuestra como lectores mas no como ciudadanos), la distancia que teníamos con esa literatura se ha ido acortando.

Quizá también cobran actualidad las reflexiones que subyacen a los relatos de tema revolucionario sobre cómo contar una realidad en constante movilidad. Entre los autores de esta corriente se hallan José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán y Julio Torri, fundadores del Ateneo de la Juventud, que en el célebre ciclo de conferencias de agosto y septiembre de 1910 empezaron a discutir las bases filosóficas de la educación porfirista cuando a los pocos meses vino la Revolución y los alevantó. En los cuentos [sobre la Revolución] de estos tres escritores puede verse el modo como cada quien resolvió, desde su exquisita preparación universitaria, el enfrentamiento inesperado con la guerra. Vasconcelos, por ejemplo, especula en “El fusilado” sobre el tránsito interior entre la vida y la muerte, el paso de lo corpóreo a lo espiritual, en un cuento que pone un pie en lo fantástico: “recuerdo haber visto mi cuerpo destrozado y contrahecho por las contorsiones de los últimos instantes; pero me aparté de él sin amargura, contemplándolo casi con disgusto; igual, ni más ni menos, que cuando se desecha un traje usado”, pasaje que acaso prefigura un texto posterior de Francisco Tario, “La noche del traje gris”, en donde es el vestido el que desecha un cuerpo humano inerte y sale a caminar por la ciudad en busca de aventuras amorosas con prendas femeninas.

Julio Torri también halla una forma “estética” de salvar su encuentro con la lucha armada, y lo hace en “De fusilamientos” a través de la mirada irónica, al acusar las maneras toscas y torpes de los que participan en esos rituales mañaneros de que habla el título: la mala educación de los jefes de escolta, el deplorable aspecto de los soldados rasos, la tosca sensibilidad del público… El contraste entre lo grave del suceso y la forma fría o distanciada de asomarse a él crea ese territorio, en cierta forma nuevo para la literatura mexicana, en donde dicha frialdad, despreocupación o incluso futilidad aparentes (cual si se hablara de cómo comportarse en una cena o un concierto) resultan, sin embargo, vías más efectivas para acceder a lo terrible.

En Martín Luis Guzmán hay también ese alejamiento, y al detallar el proceso de preparación y desarrollo de una “fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte” retrata a su creador, el feroz Rodolfo Fierro, como todo un artista que cuida uno a uno los detalles de su obra y al que incluso agota su ejercicio por lo que requiere de inmediato, al despachar al último de los trescientos (o 299) colorados que él solo ejecuta, los cuidados de un niño que luego de hacer sus travesuras cae a la cama vencido por el sueño y debe ser arropado. En el párrafo inicial de “La fiesta de las balas” se pregunta el autor “qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte; si las que se suponían estrictamente históricas o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales”. Y se define por las leyendas porque eran “las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia”, prefiriendo, pues, como diría Borges, a la verdad histórica, la verdad simbólica.

El periplo de los ateneístas es representativo de lo que afectó en el siglo XX a la literatura mexicana: de los pasillos de las academias fueron inesperadamente empujados a recorrer la República, y ese trayecto obligado modificó tanto sus conciencias como sus obras. Además, si con la Revolución institucionalizada la historia oficial comenzó a fungir como máscara de la realidad, los cuentos y novelas revolucionarios, y los que le siguieron, han sido testigos fieles de nuestro devenir, le han sabido tomar el pulso a un país que a ratos camina como los cangrejos y que con obstinación enfrenta, a cada tanto, los mismos fantasmas. Asomarse al ayer a través de estas ficciones breves es encontrar, así, aquello con que se enfrentó Elena Garro: los recuerdos del porvenir.

Una versión ampliada de este texto aparecerá como prólogo a la colección Nueve cuentos de la Revolución mexicana, que en breve pondrá en circulación la Dirección de Literatura de la UNAM.

A cien años de la Revolución Rafael F. Muñoz

20/Noviembre/2010
Jornada
Juan Rulfo

Con motivo de las celebraciones por el centenario de la Revolución, publicamos este inédito escrito por Juan Rulfo, en el cual manifiesta su admiración por el periodista y narrador Rafael F. Muñoz. Aunque el texto se incluyó en el número 10 de la revista bimestral Ibero, de la Universidad Iberoamericana, que sólo circula en esa comunidad estudiantil –cuyo director editorial es Juan Domingo Argüelles–, La Jornada lo da a conocer a sus lectores, gracias a la generosidad de la señora Clara Aparicio, viuda del autor de Pedro Páramo

De los escritores de la Revolución Mexicana Rafael F. Muñoz es quien mejor refleja en sus obras un ámbito poético, dentro del árido mundo en que éstas se desarrollan.

Nació Rafael F. Muñoz en Chihuahua en 1899. A los 16 años toma parte activa en la Revolución como reportero de un diario de la capital de su Estado y así conoce y presencia de cerca los acontecimientos que más tarde servirán de materia prima para sus libros.

R. Morton dice de él que en la obra de Muñoz siempre estará presente la sombra impresionante de Francisco Villa, así como que nunca lo abandonará, ni aún en sus novelas, ese estilo directo, exento de detalles que caracteriza al periodista, oficio en el que sigue activo Rafael F. Muñoz.

Al término de la Revolución inicia Muñoz sus actividades en la capital de la República y publica periódicamente en El Universal sus primeros cuentos, que reúne posteriormente en el volumen titulado El feroz cabecilla.

Estos relatos, verdaderos ejemplares de pureza narrativa literaria, se caracterizan desde luego por el estilo crudo que Muñoz seguirá manejando subsecuentemente con mayor habilidad. Uno de los cuentos incluidos en esta serie, Oro, caballo y hombre es el que con más frecuencia se reproduce en antologías. Narra la muerte del sanguinario Fierro, lugarteniente de Villa, al hundirse en un pantano bajo el peso del oro.

El tratamiento que Muñoz utiliza para contarnos esta anécdota nos recuerda el usado por el escritor norteamericano Conrad Aiken, en el sentido de escamotearle al lector hasta el final el resultado. Y también al empezar a relatar aquella cosa como algo sin importancia, la que va adquiriendo conforme se avanza en la lectura, pero, como antes decía, sin dar a sospechar el resultado final.

Esta coincidencia viene al caso, ya que Aiken es uno de los más hábiles escritores de este tipo de narraciones y el que Muñoz, seguramente creador de su propio estilo, coincida, nos muestra una más de sus cualidades.

Sin abandonar su tarea periodística, Muñoz publica su primera novela, ¡Vámonos con Pancho Villa! Aunque tratada en forma anecdótica, limitada a episodios breves, tal parece como si estuviéramos ante una serie de cuentos; con todo, la acción sigue una secuencia lógica y novelada, y su personaje central, Francisco Villa, no abandonado en ningún momento, le da la unidad requerida.

Pocas obras tienen el raudal de conocimientos sobre la sombría figura de Villa como el que posee Muñoz para relatarnos sus hazañas. Y lo más admirable de esto es la imparcialidad, pues a pesar de la admiración que el autor tiene hacia su personaje, siempre lo trata de manera objetiva, sin conmoverse ni exaltarse. Antes, y en frecuentes ocasiones, se vale de las circunstancias para usar un tono irónico, casi burlesco.

Fue con ¡Vámonos con Pancho Villa! que Muñoz se dio a conocer no sólo como el narrador de los hechos del Guerrillero del Norte, sino como uno de los clásicos de la Revolución Mexicana.

Su estilo, diferente al de Azuela o al de Martín Luis Guzmán, le otorgó una categoría muy personal y, más que nada, su manera de decir las cosas lo diferencia marcadamente de los escritores de esta época. Fue el primero, que yo sepa, que incursionó en los áridos temas de la Revolución enmarcando las acciones de aquellos guerreros con hilos poéticos, describiéndolos amablemente, se puede decir que hasta con lástima, dentro de la socarronería que encierra allá en sus profundidades el estilo de Muñoz.

Esta misma característica identificará al Muñoz que escribe más tarde la vida de Su Alteza Serenísima, don Ignacio López de Santa-Anna. La biografía de este infortunado rector de México, infortunado para México, adquiere en la obra de Muñoz matices heroicos dentro de lo grotesco. Escrita con originalidad, prepondera en ella el lenguaje satírico, el episodio farsa y dentro de todo esto, la vida serena de Su Alteza Serenísima, envuelto en el ropaje de su desfachatez y sus oscuras y personales ambiciones.

Los tristes días que vivió entonces nuestro país, que más que país era un panino de rencillas y de luchas mezquinas por mezquinos intereses, se reflejan en la biografía de Santa-Anna que escribiera Muñoz, y que, al cabo, como toda buena obra, hecha con sinceridad, nos deja un sabor amargo.

Nos amarga porque desearíamos que todo aquello no hubiera sucedido o no hubiera tenido los resultados desastrosos que tanto error acumulado le produjo a México. Cuando vemos, por ejemplo, el gigantesco obelisco que los tejanos han erigido en San Jacinto para conmemorar el triunfo de unos aventureros sobre el fantoche de Santa-Anna –que como dice Muñoz, ganaba las batallas y perdía las guerras–, más parece que existiera ese monumento para señalar la humillación de México y no de quien decía representarlo.

Pero la verdad es que Santa-Anna existió y Muñoz, con los trazos de su buena calidad de escritor, va forjando esta figura novelesca hasta darnos un libro extraordinario.

Casi al mismo tiempo publica su segundo volumen de cuentos: Si me han de matar mañana. En ellos regresa Muñoz a los acontecimientos de la Revolución Mexicana y puede considerarse éste, de sus libros, como unido a El feroz cabecilla por los temas, aunque se advierte un dominio mucho más amplio, dijéramos más confiado en los elementos que maneja.

También aquí, como en su anterior libro, no sabemos por qué partido simpatiza Muñoz en esta guerra de hermanos; pues vuelve a advertirse la sátira con que trata a los personajes de uno y otro bando.

En el cuento titulado La muerte del perro, en que narra lo superficial de la fraternidad entre los ejércitos triunfadores, vuelve Muñoz a practicar ese escamoteo de que hablábamos en un principio. Comienza a relatarnos una cosa aparentemente sin importancia, como es quizá la muerte de un perro; pero al cabo, aquello se torna en una sangrienta carnicería de hombres en que, como él mismo lo dice: La media noche, acostumbrada a presenciar los más sórdidos y misteriosos sucesos, tuvo que cerrar los ojos y huir amedrentada ante tanta sangre.

Se llevaron el cañón para Bachimba, la penúltima de sus novelas y una de las más importantes, tardó varios años en salir a la publicación. La razón es que Muñoz exige mucho de sí mismo y al escribir intenta mejorar lo anterior. A esto se debe la parquedad de su obra y el tiempo que dejó transcurrir para darnos esta nueva novela.

Sin embargo, a pesar de distar mucho de sus primeras publicaciones sigue en ella tratando el tema inagotable de la Revolución y flota también en el ambiente la sombra de Francisco Villa, aunque aquí sí es realmente la pura sombra, ya que Villa aparece sólo esfumado.

Nos refiere Muñoz, a través de la narración de un muchacho que se lanza a la bola, la fracasada e inútil insurrección de Pascual Orozco contra el gobierno constituido. El chamaco que espera regresar a su pueblo después de haber obtenido gloriosas victorias, sólo es testigo de derrotas. Y la final, en Bachimba, donde el cañón niño desmiembra los restos de los forajidos.

Por otra parte, Pascual Orozco, otro Santa-Anna de pacotilla, se presta para que Muñoz ejercite la sorna y la abierta ironía hacia una causa que no perseguía otro fin que el saqueo y la rapiña.

Es aquí donde se encuentran también las mejores páginas descriptivas del paisaje áspero del Norte donde se desarrolla la acción de la novela, como el cuadro casi plástico que hace de las regiones pobladas de mezquites, digno de ser transcrito. Dice:

En una hora de la tarde atravesamos nuevamente el mezquital, ahora perforado por la negra barrena resoplante de la locomotora. Era el mismo mezquital, compacto, invasor, que llegaba hasta los bordes inclinados del terraplén para tocar con sus ramas los discos rodantes y las tablas de los carros. Y al pasar a la carrera ante nuestra puerta, el mezquite me fascinó, me atrajo hacia él, me hizo completamente suyo.

Lo había creído agresivo y es humilde. Es un arbusto del campo; nadie lo planta, nadie lo cuida; lo mismo asoma en el arenal que en las arrugas del basalto, donde los vientos han dejado una costra de tierra. Parece no tener sed ni hambre, pues crece donde nunca llueve y donde el suelo es estéril; vive de la luz, vive del viento, corre por el llano, sube por los flancos de los cerros, asoma curioso en la corona de los cantiles y se vuelca locamente por los precipicios. A veces es un solo tronco, grueso como un muslo; en otras son cien ramas que salen en todas direcciones de un mismo hoyo en la tierra, sin cuidarse de ser rectos, despreocupados, versátiles. Los troncos y las ramas son siempre chuecos porque un día quieren crecer para un lado y otro día para otro. No les interesa elevarse; en ocasiones, troncos gruesos como una pierna de hombre se arrastran por el suelo y abanicos de ramas trazan un arco verde como un pompón. Tiene una hoja pequeñita como el blanco de la uña, y cien de ellas salen de una varita alargada como una aguja. Tiene también espinas, pero nada más para proteger unas vainas rojas que se hinchan con la semilla, que caen, que se dejan arrastrar por la fuerza del viento y que van a convertirse en más mezquites, miles de mezquites, millones de mezquites, que no piden agua ni tienen hambre nunca.

En algunos lugares llegan a ser más altos que un hombre a caballo; y careciendo de todo, siendo misérrimos, faltos de don alguno, regalan un bien supremo: la sombra. Los becerros cansados, y las vacas sedientas, van a tumbarse bajo su ramaje a rumiar el pasto escaso; y los burros raquíticos, a calmar la sed con las vainas llenas de jugo. Los pastores y caminantes disfrutan también, dormitando tendidos en el suelo, mientras el sol declina. En otras regiones, el mezquite apenas puede llegar a la altura de la rodilla del hombre, porque sus raíces, por más profundamente que se extiendan, palpan tan sólo arena seca y movediza; impotente para dar sombra, se conforma entonces con aplacar la reverberación del sol sobre el arenal.

Envejece cada año y el invierno lo vuelve gris. Después, sus ramas se van quedando calvas, ennegrecidas como por un incendio; se tornan quebradizas, caen en pedazos, se dispersan. Pero del palo duro que quedó enterrado, salen en primavera unos gusanos verdes; ¡el mezquite ha resucitado!

No desaparecerá nunca asesinado, como otros árboles, por el hacha, porque sirve para muy poca cosa. Es eterno, como las rocas; es variable, como las ondas que el viento hace en las dunas. Vive si necesidades, sin preocupaciones, sin cuidados. Se expande, se eleva, se arrastra. Llega confiadamente hasta la puerta misma de la casa del campesino; asoma, tímido, en las primeras calles de las poblaciones. Cuando lo quitan porque estorba, resurge más allá. Servicial, ofrece sus ramas para formar cercados espinosos que protegen a las gallinas contra el coyote voraz. Y cuando nadie lo utiliza ni para vallado, ni para leña ni para sombra, como es libre, como es alegre, como nada le preocupa ni le detiene, como no posee nada ni quiere nada, allá se va el mezquitero correteando por el llano, como un muchacho travieso que persigue la puesta del sol.

Esperamos, con todo, que la autocrítica excesiva de Muñoz, obligándose a superar la obra anterior, le permita darnos más cosas suyas, ya que sus libros serán siempre valiosos y sorprendentes.

martes, 16 de noviembre de 2010

El espíritu de la Revolución y la novela de la ...

16/Noviembre/2010
Noroeste
Héctor Guardado

MAZATLÁN._ Como la novela tiene un poder de encantamiento, porque atrapa al lector, el escritor Enrique Serna asegura que se puede conocer mucho mejor la Revolución Mexicana a través de los escritores de ficción y de los memorialistas que de los historiadores.
Menciona que novelas como El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, hacen un retrato muy completo y profundo de sus personajes, de manera que cautivan la imaginación de los lectores.
El autor de la novela histórica El seductor de la patria estuvo en Mazatlán invitado por El Colegio de Sinaloa para ofrecer una cátedra sobre la novela de la Revolución Mexicana.
Serna resalta que los historiadores están atenidos a los documentos, a los testimonios, mientras que los novelistas se pueden dar todas las libertades de la ficción para entrar en las conciencias de los personajes.
"Si no hubiera novelas históricas no podríamos tener la impresión de cómo fue la existencia de los soldados de a pie".
Resalta que la novela Tropa vieja, de Francisco L. Urquizo, es un relato de los individuos que le dieron vida a las masas que lucharon.
"El autor entra en la mente de un soldado tratando de recuperar las circunstancias de su existencia, eso es algo que los historiadores no pueden recuperar, solamente un escritor, a través de la imaginación, lo puede hacer".
-¿Cuáles son la novelas más importantes de la Revolución?
"Creo que las cuatro novelas que nos acercan a lo que fue realmente la Revolución, y además están escritas con mucha calidad, son El águila y la serpiente y La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; después vendrían Ulises Criollo, de José Vasconcelos y Vamos con Pancho Villa, de Rafael F. Muñoz".
El escritor asegura que la novela de la Revolución completa la historia oficial y que una parte de dicha narrativa también es testimonio histórico, porque son crónicas de una calidad literaria muy alta, como es el caso de Ulises Criollo, de José Vasconcelos y las obras de Martín Luis Guzmán.
"Esos son textos disfrutables por su belleza y además nos cuentan cómo los autores vivieron en carne propia el movimiento armado".

La novela de la Revolución

MAZATLÁN._ Para el escritor Enrique Serna, las novelas de más calidad que hablan sobre la Revolución Mexicana son La sombra de un caudillo, El águila y la serpiente, ambas de Martín Luis Guzmán; Ulises Criollo, de José Vasconcelos y Tropa vieja, de Francisco L. Urquizo, ya que fueron creadas por autores que participaron en la contienda.
Serna dice que la mayor aportación de la novela de la Revolución Mexicana es la recuperación del habla del pueblo, que inicia con Tropa vieja, de Urquizo, continúa con Los de abajo, de Mariano Azuela, se depura con Al filo del agua, de Agustín Yáñez y llega a niveles poéticos, muchos años después de la guerra, con Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
"Juan Rulfo tuvo el talento natural para detectar la pureza del habla de la zona rural mexicana y captó su poesía involuntaria, la mejoró al momento de plasmarla en sus obras gracias a la intuición de la que hizo gala en sus obras Pedro Páramo y El llano en llamas", expresó.
"Rulfo pinta la Revolución como una gran catarsis del pueblo reprimido, pero no intenta ennoblecer la lucha armada, ni los resultados. La retrata como un festín de crueldad, como un grupo social que disfrutaba con la destrucción y la violencia, refleja el México profundo... con todos estos elementos construye una novela universal".

La nueva novela de la Revolución
Según Serna, la novela de la Revolución Mexicana no ha terminado de escribirse, porque existen muchos escritores jóvenes que están haciendo investigaciones y escribiendo desde otras perspectivas sobre esa realidad.
"Hay nueva obras de ficción sobre el tema y ahora se aborda desde diferentes perspectivas que enriquecen la visión general del movimiento armado".

Otras obras
Enrique Serna asegura que el tema de la Revolución Mexicana sigue siendo tratado por nuevas generaciones de escritores, como Ángeles Mastretta, que en su novela Arráncame la vida se mete a la vida intima de un general y lo describe desde la mirada de su esposa.
Paco Ignacio Taibo II, por su parte, describe desde una perspectiva moderna la Decena Trágica en su libro Temporada de zopilotes.
Otros escritores contemporáneos que han escrito sobre la Revolución son Adolfo Gilly, con su Revolución Interrumpida o Pedro Ángel Palou, con Zapata.

LAS NOVELAS
La sombra del caudillo
(Martín Luis Guzmán)
En el México de los años 20, la inminente sucesión del Presidente está a punto de decidirse. El caudillo favorece la candidatura del General Jiménez, ministro de Gobernación, a pesar de la simpatía que despierta el General Aguirre, Ministro de Guerra.
Aguirre se retira de la contienda, pero sus partidarios continúan apoyándolo. Orillado por las circunstancias, Aguirre debe decidir entre su lealtad al régimen y la oportunidad de acceder al poder.
En "La sombra del caudillo" los nombres están cambiados, pero los personajes son fácilmente reconocibles: el caudillo es Álvaro Obregón, presidente de México de 1920 a 1924; Jiménez es Plutarco Elías Calles, sucesor de Obregón y Aguirre es una mezcla de Adolfo de la Huerta y del general Francisco Serrano, asesinado junto con sus partidarios en 1927.


El águila y la serpiente
(Martín Luis Guzmán)
"El águila y la serpiente" es la primera gran novela de Martín Luis Guzmán y es también el resultado de un ambicioso y bien logrado ejercicio literario. En ella se pueden descubrir viñetas narrativas perfectas que ilustran escenas de la Revolución y del País en guerra.
En la novela se dejan entrever las memorias de un joven universitario que va conociendo a diversos personajes revolucionarios y que los describe de manera magistral. En esa obra hace retratos literarios impresionantes de Venustiano Carranza, Lucio Blanco, Felipe Ángeles y Francisco Villa, entre otros. Todos son personajes históricos que con dos o tres trazos quedan perfectamente abordados y completos.

Tropa vieja
(Francisco L. Urquizo)
La novela de Francisco L. Urquizo es un relato directo de lo visto y oído en la campaña revolucionaria. Para este autor la importancia del conflicto pasa a segundo término, en pos de retratar la vida cotidiana en tiempos de la Revolución.
"Tropa vieja" toma como anécdota la historia de Espiridión Sifuentes, un coahuilense que es llevado por la leva Porfirista para integrarse al Ejército federal. La novela termina con el golpe de estado perpetrado por Huerta y el asesinato de Madero.
La novela es una descripción de la vida despiadada de los cuarteles. Ofrece un retrato de las soldaderas y muestra el uso cotidiano de la mariguana entre los soldados.

Ulises Criollo
(José Vasconcelos)
El intelectual José Vasconcelos es, con su libro "Ulises Criollo", el encargado de transportar a los lectores al nacimiento de ideas de cambio que surgieron en el País con el inicio del Siglo 20. Usa las herramientas de la literatura y su propia vida para lograrlo y consigue hacer de su biografía un magnifico testimonio histórico.

lunes, 15 de noviembre de 2010

El laberinto de César Aira

13/Noviembre/2010
Babelia
Soledad Gallego Díaz

El cabecero de la cama de César Aira está formado por columnas de libros, que se sostienen de forma precaria. El modesto apartamento en el que vive este notable escritor argentino, en el barrio de Flores, está lleno hasta arriba de libros, en el suelo, sobre las sillas, en estanterías, en las mesas, apoyados en las esquinas, tapando a medias las salidas. Aira, 61 años, nacido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires llamado Coronel Pringles, es uno de los autores más respetados en la literatura argentina, lo que a él, ajeno por completo al mundillo literario y extraordinariamente exigente y coherente con su concepto de lo que significa dedicarse a la literatura, parece sorprenderle de manera genuina. Un hombre que se ríe mucho, en tono bajito y sin estridencias, al que uno se imagina perfectamente jugando con críos de cinco o seis años, muy cómodos con su compañía. Aira, un autor bien conocido en Europa, publica en España su nueva novela, El error (Mondadori).

PREGUNTA.

El error es una novela de aventuras que pierde el hilo todo el rato.

RESPUESTA. Bueno, lo pierde, pero no tanto. En cierto momento hay un gran corte, cuando aparece ese bandolero, Pepe Dueñas, y sus aventuras. Ahí ya las sigo.

P. El personaje con el que arranca, Óscar, desaparece sin más a las pocas páginas.

R. Toda esa primera parte en la que el narrador está con su amiga en El Salvador se disuelve, sí. No sé bien por qué. Yo nunca le encuentro ni le doy explicación a las cosas que escribo, las dejo fluir y como salen, salen.

P. ¿Forma parte de su manera de escribir empezar contando una historia que después va abandonando?

R. Eso se me ha dado ahora, recientemente, porque he notado que muchas de mis novelas eran prácticamente una sola escena. Quise probar otras técnicas. Publiqué hace poco una novelita que se llama El divorcio, cuatro historias independientes metidas dentro de un marco. En este caso quise empezar con una historia y seguir con otra para ver qué pasaba, hacer una especie de díptico. Nunca son cosas deliberadas, voy improvisando las novelas a medida que las voy escribiendo, sin un plan.

P. ¿Arranca con la idea de una historia que quiere contar?

R. Sí, siempre empiezo con una idea. Tiene que ser una idea sugerente, no muy definida, de modo que me permita aventurarme en algo desconocido, pero siempre hay algo que me lleva a empezar. A veces es una idea más conceptual y a veces un lugar, los gimnasios, por ejemplo, o una ciudad.

P. Cuando empezó a escribir

El error, ¿existía el bandolero Pepe Dueñas?

R. No. La idea con la que empecé fue pequeñísima, la que está en las primeras líneas del libro, alguien que entra a la novela por una puerta que dice "error" y se justifica diciendo que era la única puerta que había. Esa fue una idea pequeñísima y tonta que se agotó en las tres primeras líneas, pero justamente es la clase de idea que me gusta porque me da completa libertad.

P. En sus novelas, cualquier suposición que pueda hacer el lector sobre lo que va a ocurrir será, con toda seguridad, incorrecta.

R. Eso es para mí parte del placer de escribir, de inventar. Ese bandolero, terror de los llanos y de las montañas, termina en su casa y, en ese momento, le puse el trabajo de lavar los platos, de llevar a los chicos al colegio.

P. Tiene sentido de humor.

R. Yo nunca hago humor deliberadamente, me parece peligroso. El humor depende demasiado del efecto que produce. Es ponerse a merced del lector, si le va a causar gracia o no; eso no me gusta. Pero me sale naturalmente en el curso de la invención, de la imaginación.

P. Es curioso que mucha gente diga que es usted un autor prolífico, porque la verdad es que usted publica mucho, pero escribe poco. Lleva unos 60 libros publicados pero, en total, no serán más de 800 páginas.

R. Sí, a veces llego a publicar cuatro libros en un año, pero uno tiene 14 páginas, el otro 80 y alguno llega a las cien, o las pasa. Es mucho menos de lo que escribe cualquier periodista con una columna semanal. Yo escribo muy lento, media paginita por día. Escribo a mano. Y escribo en un café; todas las mañanas hago mi horita de escritura y tengo todo un fetichismo de lapiceras, cuadernos, papeles. Me gusta eso.

P. ¿Escribe usted todo lo que se le pasa por la cabeza?

R. No, no todo. Muchas veces empiezo algo creyendo que tengo una idea genial y a las pocas páginas lo dejo. Me pasa con frecuencia. He empezado y abandonado muchísimas cosas; de cada cinco que empiezo, termino una. Tal vez escribo bastante, 40, 50 páginas, hasta que me doy cuenta de que no funciona. No me hago problema. Prefiero ese riesgo, ir a la aventura.

P. Una de las cosas que produce un gran placer al leerle es la simplicidad de las palabras. La historia nunca es simple, pero la manera en la que está contada lo es.

R. Lo he pensado más de una vez. Es por la necesidad que yo siento de que el lector vea exactamente lo que yo imaginé. Todo lo que escribo tiene un componente visual muy grande. Ese es el motivo por el que escribo tan despacio y tan poco, trato de ser lo más claro, transparente, posible para que se vea exactamente lo que yo imaginé.

P. ¿Cuál es su relación con la pintura?

R. Tengo más que nada una relación con el cine. Ha sido una pasión mía desde muy chico.

P. ¿Le gusta el cine de Almodóvar?

R. Tengo mucha admiración por Almodóvar. La última vez que estuve en Madrid me hospedé en un pequeño hostal. Yo no había visto Volver, y a la noche encendí un pequeño televisor que colgaba de la pared, sin control remoto, para ver si había algún noticiero. Estaba empezando precisamente esa película. Me pareció una obra maestra, de lo mejor que ha hecho Almodóvar. Lo consideré como un regalo del destino y me alegró una noche madrileña.

P. Usted hablaba mucho de la fantasía, ¿es la vida una fantasía en la que uno se mueve?

R. No. La vida es real, lamentablemente, diría alguien. Quizás me hice escritor por eso, para refugiarme en el mundo de los libros. Desde muy chico, por ser tímido o miope, me refugié en el mundo de los libros, de las aventuras, de la fantasía, de la imaginación. Y después seguí con eso.

P. A sus personajes les pasan muchas cosas, pero no dicen nunca lo que sienten.

R. Mis personajes, por lo general, no tienen psicología porque no me interesa. No me interesa la persona, me interesa la historia, la trama, los personajes tienen que ser simplemente funcionales a la historia. Creo que no tienen espesor psicológico, pero no lo busco. De hecho, me hacen reír esos escritores que hablan de sus personajes como si fuesen seres reales. Lo mío no va por ese lado.

P. ¿Se ríe mucho?

R. Sí, quizás es una defensa. Soy risueño. Salvo en gente que sufrió mucho de verdad, me parece que ser trágico es un poco impostar. Me acuerdo de una tira cómica que salía en una revista de alguien que se mostraba todo el tiempo muy torturado y angustiado y después se encerraba en un cuarto a reírse a carcajadas. Lo mío es lo contrario, yo me estoy riendo todo el tiempo y luego tengo mis angustias como todo el mundo, pero a puerta cerrada.

P. Dice que desconfía del humor, pero es fácil reírse en casi todas sus novelas.

R. Sí, es inevitable. Una vez escribí una novelita que se llama Cómo me reí, y está escrita contra la gente que viene a decirme "cómo me reí" con mis libros. Hubo un momento en que me sentí un poco harto de que el único elogio que me hicieran fuera ese. Como todos los escritores, quiero ser un buen escritor, quiero ser Baudelaire, Dostoievski, y a ellos la gente no iba a decirles "cómo me reí".

P. En cualquier caso, diría que a usted le va más Rimbaud. En el sentido experimental, de vanguardia.

R. Siempre lo he admirado muchísimo, todos los adolescentes que quieren ser escritores quieren ser como Rimbaud.

P. ¿Lee usted más poesía que novela?

R. Leo muchísima poesía, porque es una fuente de inspiración, de sugerencia. La poesía es como el laboratorio de la literatura, donde se prueban cosas nuevas, cosas distintas, lo arriesgado. La novela es más conservadora. El relato, en general, tiene parámetros más previsibles, la poesía puede ser una gran locura. Me gusta. Leo prácticamente todo lo que se publica; bueno, no todo, porque es un océano, pero todo lo que me llega a las manos lo leo con interés, con gusto y es una fuente de inspiración. (Aira está casado con la poetisa Liliana Ponce, con quien tiene dos hijos, de 30 y 27 años).

P. ¿Tiene más relación con poetas que con novelistas?

R. Yo me formé en un círculo de poetas. De ahí puede venir mi amor por los libritos delgaditos, pequeñitos, que hacen los poetas. A esas novelas gruesas, pesadas, enormes, me parece que les falta una cierta elegancia que tienen los libros de los poetas, y yo quise escribir mis propios libros delgaditos, pero, como no soy poeta, naturalmente escribo novelas.

P. De los poetas que lee, ¿hay alguno en particular que quiera usted nombrar?

R. Ahora estoy releyendo a Jules Laforgue, el poeta uruguayo-francés, que es muy difícil de leer porque tiene frases muy retorcidas. Estoy leyendo siempre buena poesía, clásicos y jóvenes nuevos. Estoy releyendo también la obra de un poeta que fue amigo mío y murió hace varios años, Emeterio Cerro. Era un genio, un genio raro.

P. He leído que usted se deja influenciar más por gente joven que por autores de su propia generación.

R. Ahora prefiero la compañía de los jóvenes. Es natural en los mayores ir a beber sangre fresca. Me gusta el entusiasmo, el empuje de los jóvenes, que se va apagando con el tiempo. La mayoría de mis amigos de mi generación, mis amigos de juventud, ya han perdido la llama. Yo trato de conservarla con el contacto con los jóvenes. La mayoría de mis amigos tiene hoy menos de 30 años.

P. ¿No tiene usted la impresión de que muchos de esos jóvenes son muy convencionales?

R. Sí. Algunos sí, pero otros no. Ahora hay un reflujo respecto de lo que fueron mis años juveniles, los sesenta, los setenta, donde era casi obligatorio para un joven ser algo de ruptura, algo nuevo, algo distinto. Hoy día puede ser que haya más convencionalismo, resignación a hacer lo que quieren las editoriales, que tienen la obligación de seguir publicando libros para mantener en marcha su máquina y hay gente que les da ese material. A mí me parece que ya hay suficientes libros buenos en todas las bibliotecas como para seguir escribiendo novelas iguales a las que ya hay, por buenas que sean. Por bien hechas que estén, son más libros. Nuestra misión, para darle un nombre un poco más místico, es hacer algo nuevo, algo distinto, y de eso hay poca gente que se ocupe.

P. ¿El deseo de experimentar?

R. Sí, pero ya no hablo tanto de experimentar desde que leí esa frase de William Burroughs tan buena: "Lo experimental es un experimento que salió mal". Está muy bien pensado. William Burroughs era un hombre muy inteligente. Así que ahora ya no digo más que lo mío es experimental.

P. Algunos críticos dicen que sus novelas son ligeras. ¿Cómo lo toma?

R. Según como se defina esta cuestión. El que no se ocupa de promover los valores humanos, históricos, sociales, el que se ocupa de la literatura como una pura actividad artística, puede ser tachado de frívolo. A mí me lo han dicho más de una vez. Y me lo tomo bien.

P. Ligero o denso, usted le dedica la vida entera.

R. Sí, y con mucho gusto y mucho placer. Durante muchos años pensé que me había dedicado a la literatura por descarte, porque no podía hacer lo que realmente había querido: hacer música, pintura, cine; no tenía talento, ni posibilidades de nada de eso. Así que lo más fácil era escribir, algo para lo que no se necesita más que un lápiz y un cuaderno, y saber escribir. Pero, con el tiempo, me di cuenta, muy a la larga, de que la literatura es el arte más difícil de todos; así que si lo elegí por descarte, hice un mal negocio.

P. ¿Por qué es el más difícil?

R. Es el arte más difícil porque hacer algo bueno en la literatura lo hace uno cada cien años. ¿Cuántos grandes escritores hubo en el siglo XX? Cuatro o cinco de decenas de miles que escribieron y publicaron libros. Yo estoy convencido de que la literatura es más difícil que otras artes y más grande, que en cierto modo las engloba. Yo mismo, cuando escribo, siento que estoy haciendo una obra plástica, musical, que lo estoy haciendo todo.

P. Goza usted de un gran respeto dentro de la crítica argentina. Fue usted invitado a la última Feria de Fráncfort, en la que Argentina fue el país estrella, pero no fue.

R. Sí, no quise ir, era algo demasiado oficial. Y sí, la crítica ha sido muy benévola conmigo. Son contadísimas las críticas negativas que recibí. No sé por qué. Quizás no soy tan bueno como yo creí. A un buen escritor, en el sentido de un escritor que inaugure algo nuevo, tendrían que criticarlo más. Siempre es bueno tener un enemigo. Justamente, el arte contemporáneo tiene una figura fundamental que es "el enemigo del arte contemporáneo", que vocifera que son todos unos fraudes y unos vagos, que ganan millones con el esnobismo de la gente. Lamentablemente, en la literatura no tenemos este enemigo.

P. ¿Es cierto que odia usted a Juan Rulfo porque escribió poco?

R. No, pero no me gustan los escritores que no escriben. Hay gente que necesita tener carné de escritor, porque eso les sirve para moverse socialmente, pero lamentablemente para eso necesitan escribir y eso no les gusta. Pero no tengo nada contra Rulfo, salvo considerarlo un escritor bastante mediocre, pero eso son opiniones y gustos personales que no le impongo a nadie.

P. ¿Qué escritor, de los que lee últimamente, recomendaría?

R. Creo que el único escritor vivo al que sigo con cada libro que publica es Kazuo Ishiguro. Pero tampoco me hago un deber de estar al día con la literatura actual. Estoy en la edad de la relectura, releer es un placer doble.

P. En buena parte de la literatura argentina de los últimos 30 años está presente el tema de la dictadura militar y de los desaparecidos. En su literatura eso no existe.

R. No, para nada. Siempre he pensado que, al final, todo lo que uno escribe, por más que sean estas cosas que escribo yo, todo se traduce al final en plata y hacer plata con la desgracia ajena me parece una cosa desagradable. Nunca lo haría.

P. ¿No es un poco duro con sus colegas?

R. Bueno, no, cada cual tiene su modo de hacer las cosas. No me gusta además la temática. En el cine europeo, el equivalente a nuestro cine o novela de desaparecidos es el tema de los inmigrantes. Son igual de deprimentes e igual de tristes... Todas esas películas alemanas sobre los turcos... Además, una novela que tenga un tema, yo ya desconfío. Yo no quiero escribir sobre los desaparecidos o los inmigrantes. El que investigue esos temas, que haga su libro o su película, pero no una novela y no una película de ficción. Me parece un poco deshonesto.

Los falsos placeres

15/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

En Cool memories, Jean Baudrillard exalta, como pienso tendrían que hacerlo muchos hombres, el hecho de que una mujer simule un orgasmo. En realidad nadie sabe qué cosa es un orgasmo excepto quien lo siente, o también los científicos que van de un lado a otro con su cinta métrica midiéndolo todo sin ningún pudor. Pero lo que hace Baudrillard es alentador porque destaca la actuación femenina en el teatro de la cama. ¿Quién reconoce a ese grado el esfuerzo histriónico de tantas mujeres anónimas? No sólo se entregan (la verdad es que ninguna mujer se entrega totalmente) a hombres torpes o anodinos, sino que además les ofrecen actuaciones espléndidas que suponen en ellas un talento nato. Simular el placer es un acto de cortesía casi tan generoso como donar órganos o quitarse el pan de la boca para ofrecérselo a un hambriento.

Por el contrario, tener un orgasmo real no guarda ninguna virtud ya que representa justamente lo esperado: es el resultado de una suma. No descubro ningún misterio en entrar a un restaurante, ordenar a la mesera una ensalada, esperar una ensalada y descubrir que al cabo de unos minutos aparece sobre mi mesa una ensalada. Lo extraordinario sería que en vez de ensalada apareciera de pronto una sopa de médula o un plato con insectos torturados. Entonces sí que la vida podría comenzar a ser interesante, un plato de insectos puede ser el principio de una dicha invaluable. Pienso que el placer no contiene en sí misterio o virtud, pero el simular placer, como toda buena actuación, linda con el arte, es decir con el estar sin estar. Todas las mujeres son artistas porque cuentan con el don de la desaparición, se escapan a voluntad y se vuelven núcleo, ensimismamiento, origen. No concibo un acto más sublime que el de estar sin estar pues, bien mirado, simular placer es lo más parecido a tenerlo.

Parece tan difícil encontrar el amor de tu vida cuando en realidad tienes muchas vidas, dice Baudrillard en sus breves memorias. Y este es nada menos que el lado contrario a la cara femenina de la moneda. No se puede tener un amor único porque dentro de cada uno de nosotros habitan varias personas con gustos o vidas diferentes e incluso opuestas. Simular que uno ha encontrado al amor de su vida es tan generoso, cortés e inteligente como simular un orgasmo ya que en ambos casos se actúa tratando de ofrecer un poco de verdad al otro. Y uno desaparece mientras ofrece ese poco de verdad, se concentra en sí mismo y se convierte en una especie de oquedad estelar. El constante escapismo que muestran estos actores (la que simula orgasmos y el enamorado fiel) en el drama humano es, en esencia, el semblante del vivir.

Yo sé que sonará a una tontería pero debemos tomar en cuenta que tener placer es en realidad y en última instancia no tenerlo. Vladimir Nabokov, en sus Habla memoria se pregunta como “combatir la absoluta degradación, el ridículo y el horror de haber llegado a tener una sensación y un pensamiento infinitos en el seno de una existencia finita”. Nosotros, hombres de carne y hueso, bultos jadeantes que apenas viviremos unas cuantas décadas, ¿qué derecho tenemos a hablar del infinito? Y, sin embargo, lo hacemos y nos conmovemos cuando hablamos de asuntos como el amor eterno o el placer intemporal. Y las palabras del autor de Lolita me remiten en seguida a la idea del deseo que no puede ser colmado porque en su insatisfacción radica su poder. Por eso es inteligente una mujer que simula tener placer. Ella sabe que simular es la única manera de obtenerlo, de invocar el infinito desde un cuerpo finito. Ahora bien: ¿cómo saber que una mujer simula placer? Es muy sencillo: ¡debemos darlo por sentado! Hay que ser muy vanidoso para considerar que uno puede causar placer, hay que ser un imbécil. Ella simula porque es inteligente, y hay que aceptarlo como lo hace Baudrillard en Cool memories pensando, seguramente, en las italianas.

domingo, 14 de noviembre de 2010

El guía de los escritores noveles

14/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

Llegaba a la asesoría del Centro Mexicano de Escritores (CME) con gafas oscuras y con el saco impecable. Acompañado por Carlos Montemayor, fue riguroso en lo que generosamente daba y asumía: ser guía de escritores que comienzan como tales. Solía decir: “El escritor joven no tiene una guía y es más difícil caminar sin eso.”

En las instalaciones del CME, Alí Chumacero merodeaba el recinto como una leyenda viviente, disfrutaba convivir con las nuevas generaciones, caminaba entre fotografías de escritores desaparecidos y vivos: en un extremo José Carlos Becerra, Juan José Arreola, Ricardo Garibay… y en otro Carlos Fuentes, Jorge Volpi, José Agustín… (Un libro de la secretaria-administradora del CME, Martha Domínguez Cuevas, sobre el particular, Los becarios del Centro Mexicano de escritores (1952-1997), es un volumen donde se consigna un período importante y la nómina de los becarios de esta noble institución creada por escritores para formar escritores.)

La lección de Alí fue la del orfebre, minucioso y reservado. Si en la lectura del texto de alguno de los becarios había palabras mal utilizadas, siempre fue benévolo y preciso, pero sin concesiones; cuando los errores eran garrafales entonces sí había que ponerse una coraza, porque a uno le llovían no sólo las críticas irascibles de Montemayor, sino las burlas de los más doctos e inmejorables en su oficio. También se leyeron textos sin errores, no había nada que corregir y era, para muchos, desconcertante. Se dijo que en las últimas generaciones no se becó a la poesía, sólo al teatro, el cuento, la novela y el ensayo, quizás porque debajo de cada piedra se puede encontrar a alguien que se dice poeta.

Los ensayos sobre Ricardo Garibay, volumen que propuse para mi proyecto, recibieron una avalancha incendiaria; a veces, en los momentos más bochornosos llegué a pensar que lo que no pudieron decirle al autor de Fiera infancia –ni éste se lo hubiera permitido con su feroz personalidad– me lo decían a mí, pero entendí que si algo es el escritor es precisamente lo que escribe: su memoria, el uso que hace del lenguaje y sus herramientas (organismo de relojería y ser vivo, diría Paz), el que hereda de sus maestros y el que comparte con sus contemporáneos. La crítica que en algún momento percibí como negativa se convirtió en la lección formativa más importante de mi trabajo.

De a ratos, Chumacero era condescendiente cuando se refería a Garibay y comentaba: “Ese cabrón era de Autlán de la Grana, Jalisco.” Después aduje que era por la rivalidad que siempre tuvo con Arreola, quien era oriundo de Zapotlán, Jalisco, aunque siempre se supo que era hidalguense.

Luego de la hora de los alimentos y del generoso vino que acostumbraba antes de la sesión, llegaba con las mejillas sonrosadas y con una templanza que no era sobreactuada, sino natural en un poeta que había leído cientos de títulos como corrector del Fondo de Cultura Económica, en donde fue reconocido por ser rector de los criterios editoriales de la institución, y a quien todo becario preguntaba sin dudar si una palabra se escribía de determinada manera por alguna norma que así lo estableciera. Esta ecuanimidad, el pulso templado, “la emoción desapasionada” de la que hablaba Villaurrutia (le escribió el prólogo a sus Obras completas editadas en el FCE), estaban presentes en Alí Chumacero.

Ocasión memorable fue aquella en la que, en plena sesión, y mientras leíamos algún texto de los compañeros, apareció un colibrí que entró por la puerta principal. Estábamos impresionados; el colibrí estaba suspendido y se había acercado un poco más hacia nosotros, como pequeño helicóptero en busca de sus tripulantes. Montemayor quedó mudo ante lo que parecía una escena escrita por Lewis Carroll.

Probablemente los momentos más placenteros fueron aquellos en los que un brindis suspendía la sesión: Johnnie Walker etiqueta roja para los becarios y etiqueta negra para los maestros. No había reclamos. Estar con ellos y sentirse en el Olimpo de los escritores bastaba; el ambiente en la sala era agradable y relajado. Chumacero habló de Manuel José Othón, bardo potosino que creyó innecesario cualquier vínculo con la capital de la República. Othón es resonancia del poeta que escribe sin someterse a las tendencias, antes bien a la tradición de sus lecturas.

Por iniciativa de la revista literaria Mala Vida y el promotor cultural Alberto Vadas, quien dirigía el centro cultural La Tallera en Cuernavaca, se realizaron las gestiones para organizar en 2005 el homenaje que se llamó Alí Chumacero en Cuernavaca. Como becario tuve acceso al maestro y, tras consultar su estrujada agenda, aceptó.

Nos recibió el pintor Leonel Maciel en la oficina de Vadas quien, sin dudarlo, le dijo: “Maestro, es usted la persona más importante que he tenido en mi oficina.” Antes de ir a la lectura-homenaje, Vadas obsequió a Chumacero el óleo de un torero burlando al toro. La tauromaquia era una pasión compartida y don José, asistente del poeta, no dudó en depositar de inmediato el cuadro en el auto del homenajeado. Había llegado la hora de escuchar al poeta.

Una multitud saturó el auditorio del lugar, lectores de la calidad del ajedrecista y cineasta Marcel Sisniega fueron testigos de lo inédito: Alí Chumacero, nayarita igual que Amado Nervo, estaba en Cuernavaca y nos iba a leer “Poema de amorosa raíz”. Sólo José Emilio Pacheco, Hugo Gutiérrez Vega, Sergio Mondragón y Salvador Elizondo nos habían visitado en los últimos años. La vida literaria en Cuernavaca se había visto reducida a la pobreza anímica de las instituciones culturales. Se habló del poeta, le dedicaron algún poema y tocaba el turno al homenajeado, quien comenzó a leer los versos de un poema inmortal: “Antes que el viento fuera mar volcado,/ que la noche se unciera su vestido de luto...”Escuchar a un poeta que ha navegado mucho era una experiencia que pocos habían vivido. Alí Chumacero quedó tatuado esa noche en los que aman la poesía mexicana.

En contadas palabras, Alí

14/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Ricardo Yáñez

“Tengo un gusto por las sílabas contadas y un gran amor por la vida”, dijo concisamente Alí Chumacero a Jorge Luis Espinosa en entrevista realizada hará siete años. No menos que el verso de Eliot sugerido por Miguel Ángel Flores como probable epitafio del nayarita (Proceso 1774), y si bien puesta en pasado y tercera persona, igual funcionaría como tal la breve alocución del autor de Palabras en reposo. En cuanto a la segunda parte de su frase no es difícil deducir, partiendo tanto de sus propias declaraciones como de apreciaciones ajenas, que la vida supo corresponderle. Buen conversador, como se sabe, la fortuna poética no se le acababa en la escritura. Recogida su voz de diversas fuentes, y aquí remitimos al curioso lector al libro Alí Chumacero, pastor de la palabra, prologado por Gabriel Bernal Granados y con una Nota del editor Ramón Córdoba, Concaculta, el INBA y Alfaguara (2004) armaron una especie de charla del poeta con el lector, de la cual entresacamos los siguientes que llamaremos aforismos:

Los libros buenos son como la sonrisa de los niños: de golpe nos dan su alma.

Para mí es mucho más importante tocar un brazo, mirar unos ojos, caminar por una calle en buena compañía que escribir un poema… Renunciaría al más hermoso de mis poemas por recibir una mirada grata.

A nada es comparable la mirada de una persona hacia otra si en ese acto hay una fe y una proyección amorosa.

El amor es un testimonio de que se puede recurrir a un alto argumento para decir: “Aquí estoy, vivo.”

El enamorado es un hombre que, de todas maneras, está vivo en el mundo, no importa que sufra, se divierta o goce, que esté triste, melancólico o jubiloso.

El dolor es una forma intuitiva de conocimiento.

La religión es una manera de justificarse ante el mundo y el amor es una manera, paralela a la religión, de salvarse frente al mundo. Quien ama y cree está del otro lado.

Cuando dos seres se integran en uno se siente como producto la esperanza de que, aunque sólo sea por unos instantes, nos hallamos a salvo de la desaparición.

Creo en la inspiración. La mía tuvo un origen más profundo que amplio.

Yo escribo y luego aplico, claro, el razonamiento, la racionalidad, a fin de que se concrete algo de toda aquella corriente que ha salido del inconsciente.

Sin embargo, se puede decir que mi poesía no llegó a ninguna culminación; quizá eso sea el defecto, quizá sea esa la virtud.

Y si el futuro me obliga a pensar que de mis textos no va a perdurar una sola línea, no me importa. Tuve una vocación, y la he cumplido.

Mi poesía es como es y, de acuerdo con esto, prefiero pocos lectores inteligentes que no multitudes indocumentadas.

La poesía es un género que no se puede enseñar… es un arte alejado de la literatura.

La poesía no es una religión, es una brujería.

El poeta intuye formas de conocimiento, llamémosles así, que luego el filósofo va a desarrollar.

Tan legítimo es un poema sencillo como uno complicado.

Cuando se escribe la soledad se radicaliza. El poeta se siente absolutamente aislado, se adentra en un mundo cercano al del místico, o al del tonto; se separa del mundo circundante, en el que fluyen solamente las corrientes internas, que una vez plasmadas dan una especie de satisfacción, de equilibrio. Pero la soledad, que sigue siendo la madre de la poesía, no se destierra; sigue siendo el ingrediente necesario, privado, que da el impulso a la poesía.

Tan buen poeta puede ser el desordenado como el ordenado.

El poeta no es más que un momento frente a un mar de eternidad.

A un verso hermoso no lo tumban ni todas las eternidades.

La poesía del joven es siempre más sencilla, más pura, más limpia, menos complicada. Conforme se va viviendo con más intensidad, la sencillez se va haciendo concepto: el poema va más al concepto que al sentimiento desnudo.

A veces pienso que la poesía es el espíritu.

El poeta, como todos los artistas, es un pastor del tiempo. Va cuidando la desaparición. Quizá entonces resulte mejor decir que el poeta es un pastor de la muerte.

Cuando un poeta ha escrito más de tres poemas o tres libros, menos le pesa la muerte. Entonces puede pensar hasta en suicidarse.

La escritura de un poema supone una actitud de angustia que se resuelve en cuanto le pones punto final… El silencio, en cambio, es la angustia sin término, la frustración de una posibilidad y, sobre todo, el terror de pensar que esa frustración pueda ser definitiva.

Poesía y sociedad tienden a rehuirse por la incompatibilidad de los métodos a que recurren, por el desdén que una y otra se dedican.

El poeta edifica con sus propios materiales un universo privado, y en ese ámbito procede a bautizar con un “sentido nuevo” las palabras.

No se trata de que el poema sea forma en el sentido de que deje de tener sustancia, sino que tenga un contenido. Lo racional tiene que actuar sobre el inconsciente a fin de que el poema sea un trabajo bien hecho.

Hay que confesar que el azar es poeta a veces.

La herencia del poeta

14/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Neftalí Coria

Cuando muere un poeta, el mundo ha perdido una luz más. Ha muerto Alí Chumacero (Acaponeta, Nayarit, 1918-México, DF, 2010) y la poesía mexicana pierde a un hombre luminoso, en este momento en que mucho nos falta la luz y la lucidez de los hombres en este país en quiebra humana y tempestades. Quedan sus palabras y, para nuestra fortuna, no precisamente en reposo. Lector profundo de la música del alba y de los acantilados de la sonoridad que va por la vida del poeta, como la misma sangre. Poeta del acierto y la mejor armonía de cada verso que nos entregó en su breve legado. Versos dueños de la exactitud, versos como el dardo que acierta y da en el blanco del ojo que lo mira, fueron los poemas que escribió.

Queda su herencia y mucho es el patrimonio que nos hereda en concisos poemas, en su testimonio como observador y crítico de la literatura mexicana y el arte, en su reconocible trabajo editorial que mucho se le debe agradecer, porque fue editor, corrector, redactor, figura central en la historia del Fondo de Cultura Económica.

La obra poética de Alí Chumacero es la equivalente a la obra narrativa de Juan Rulfo. Breve y sustancial, impecable y reveladora de una poética que ya es el rostro de la historia del siglo XX. Hermosa y delirante como sabemos bien que es la savia del tiempo que a los dos les tocó vivir. Su apego al mundo puede compararse, dado que la sensibilidad tenía un mapa de exploración que les hacía coincidir y en el que ambos mexicanos nacidos en la misma región del país pudieron construir su obra con ciertos momentos en que tienen una evidente relación, además de ser obras breves ambas.

Muy poco se puede decir del poeta nayarita, además de lo que ya se sabe. Su generosidad con los jóvenes poetas y su paciencia para conversar con los aprendices de la poesía. De un humor incontenible y de una ingeniosa manera de reírse de la vida. Hugo Gutiérrez Vega, mientras lo entrevistaban el día de la muerte de Alí, reclamaba que no hubiera cumplido su promesa de vivir doscientos años y que aquel postrer día de su cumpleaños de dos siglos, moriría a manos de un marido celoso. Ingenioso y mordaz, alegre lo vimos conversar con un grupo de jóvenes en sus memorables visitas a la ciudad de Morelia. Conversador incansable, lo recuerdo en el restaurante Las Mercedes en una cena los días de su homenaje que en estas tierras le hiciéramos a principios de los noventa. Una mesa alegre y rebosante de whisky hasta convertirnos en los últimos comensales aquella noche memorable.

La herencia de un poeta está en sus poemas que le sobreviven, pero también en los momentos en los que éste permite a los demás compartir los puntos de vista de la vida y abre las puertas para que otros puedan ser testigos de su diálogo con el mundo. Muchos de mi generación tuvimos la suerte y el privilegio de compartir la conversación y el humor prodigioso de Alí, y allí está una herencia más que recibimos y debemos abonar a su legado. La gratitud de muchos es grande con Alí Chumacero. Sus anécdotas, su sabia alegría, su aguda mirada ante la poesía, son también parte de ese legado que hemos de atesorar en su honor. Pero su verdadera herencia está en las palabras que deja en las páginas de nuestra historia y que se quedan como música en el aire del presente y siguen su marcha en este tiempo de augustas tempestades.

La obra poética Alí Chumacero, breve como lo es, tiene su mayor significado en el aliento poderosísimo y en la música perfecta que su composición contiene. Me atrevo a decir que su poema “Responso del peregrino” es uno de los poemas dueño de la más hermosa musicalidad de la poesía mexicana, tan alto como la mejor música del sonoro Ramón López Velarde. Marco Antonio Campos, en su revisión de este poema, así lo confirma.

Un poeta de pocos poemas tumultuosos, del más alto sudor de la creación poética. La luz hoy ha quedado huérfana sin Alí Chumacero.

Alí Chumacero, lector y poeta

14/Noviembre/2010
Jornada Semanal
José Ángel Leyva

El pasado jueves 30 de septiembre, es decir veintidós días antes de su deceso, el poeta y editor Alí Chumacero dio a José Ángel Leyva la que sería su última entrevista. Galardonado, entre otros, con los premios Xavier Villaurrutia, Alfonso Reyes, Amado Nervo, el Nacional de Lingüística y Literatura y el Internacional de Poesía Jaime Sabines-Gatine Lapointe, Alí fue autor de una obra poética breve y excelsa, así como, en sus propias palabras, un “obrero de las letras”. En esta postrer conversación habla de su poética, de su labor editorial y de otras pasiones que lo acompañaron a través de su prolongada y fecunda vida.
El poeta se pasa la lengua por los labios y saluda a manera de respuesta al inevitable ¿cómo estás?: “No me quejo, podría estar mejor, porque estoy dispuesto a vivir aún otros cincuenta años. Lo que me molesta de tanta vida es que mis amigos de ahora ya no estarán entonces.” Me recibe en el centro de su enorme y ordenada biblioteca, junto a una pintura, sobre la cual ha dispuesto una serie de fotos con sus amigos más cercanos, más queridos, a los que la familia les permite visitarlo. Entre ellos destaca la imagen de Carlos Montemayor. “Éramos grandes amigos. Nos veíamos todas las semanas. Me vino a ver antes de morir y no me dijo que estaba enfermo.” Su hijo Luis permanece atento a cualquier requerimiento, se pasea por la casa, busca algún libro, conversa, bromea, comenta sobre un editor del que afirma tiene pésimo prestigio. Alí lo intercepta y dice socarrón: “Ya tiene prestigio… malo…, pero prestigio.” Hablamos de muchas cosas, menos de sus dolores. Abre una Coca Cola de dieta y le da pequeños sorbos. Es la señal para dar inicio a ésta que, sin saberlo, será la última entrevista que el poeta conceda.

–Alí, tu carrera como poeta fue corta, al menos en lo que a publicación de libros se refiere: Imágenes desterradas, 1948; Palabras en reposo, 1956, y Páramo de sueños, 1994. Se puede hacer un libro con las entrevistas que te han hecho y seguramente muchas han redundado en la misma pregunta: ¿se detuvo tu pluma o sólo decidiste no dar a conocer tu obra?

–Comencé a escribir desde muy joven, pero comencé a publicar a partir de 1940 en una revista que se llamó Tierra Nueva, que dirigíamos José Luis Martínez, Jorge González Durán, Leopoldo Zea y yo. Es cierto, he publicado poco, pequeños libros de poesía. Por una o por otra razón he desechado textos que me parece que no son el producto que yo deseo comunicar. Mis dos primeras obras tuvieron al inicio muy mala suerte porque nadie las leía. Con el tiempo se fueron descubriendo y cada vez más lectores y críticos le dedicaron estudios, reflexiones, comentarios. Pero insisto, eso no sucedió en la inmediatez de su publicación, sino muchos años después. A mi edad, noventa y dos años, soy un escritor que se suma a la historia de la literatura.

–¿Cuáles fueron esos temas sobre los cuales te hubiese gustado escribir y no lo hiciste o lo hiciste pero sin éxito?

–Me hubiese gustado escribir poesía de lo cotidiano. No bastaba con la inspiración, ni con la conciencia de sus posibilidades; era necesario lograr un tono que la alejara de lo inmediato. Mi poema “De amorosa raíz”, es un poema escrito a los diecinueve años. Ha sido muy estudiado, celebrado, leído por muchísima gente. A mí me gusta, es un poema bonito, pero de ninguna manera es representativo de mi obra poética. La poesía que yo escribí es reflexiva, habla del amor, de la vida, pero no sobre los acontecimientos personales; no habla de manera directa de mis asuntos vivenciales, de mi experiencia, sino de los sentimientos universales, del pensamiento. Versos que no remiten al lector a mis circunstancias personales, inmediatas, sino al hombre en su sentido más amplio y a la vez más específico. “De amorosa raíz” corresponde a la pluma de un muchacho; es un poema mal hecho, pero llama la atención por la intensidad con que aborda el tema del amor.

–¿En qué momento y por qué dejaste de escribir o publicar poesía?

–Cuando escribí mi tercer libro. Nadie me leía y continué escribiendo más lentamente, rompiendo y tirando muchos poemas que no me dejaban satisfecho. No puedo decir que abandoné la poesía, sólo me alejé un poco de la escritura poética. Sentí que la gente no entendía mi obra, que me exigía una poesía directa, realista, sobre las experiencias personales, y eso a mí no me interesa. No me gusta la poesía confesional. No quiero decir que no tenga derecho a existir ese tipo de poesía, sólo que a mí no me gusta la poesía que nombra de manera directa, personal, la realidad. Conservo algunas carpetas con poemas inéditos porque son poemas que no me convencen. Tengo dudas sobre darlos a conocer o no. Allí quedarán para que después de muerto alguien valore si deben o no aparecer. Claro, tardará mucho tiempo, porque ese día aún está lejos. Hice también crítica literaria, o más bien exposiciones de mis lecturas, libros publicados y notas que se quedan allí para ser valoradas si se editan o no.

–En tu poesía hablas mucho del silencio. ¿A qué silencio te refieres? Porque el silencio físico lo desconocemos, no lo experimentamos en vida, el silencio absoluto es la muerte.

–Cuando hablo del silencio hablo, por supuesto, de la ordenación del poema con el tema que trata. Hecho el poema, éste se despega de su tema, es una creación. El silencio es una forma de admirar, de contemplar aquello que solamente unos cuantos son capaces de percibir. Por ejemplo, la poesía de Pepe Gorostiza es una obra que muy poca gente lee porque es complicada, difícil de entender. Es la poesía de mayor altura que se ha escrito en México. Es una poesía del silencio. El silencio al que me refiero es ése, el de la poesía.

–¿Y la disciplina, Alí? ¿Qué significan para ti la dedicación, la constancia, el compromiso?, ¿cuánto tienen que ver con la brevedad de tu obra poética? Recuerdo alguna vez que le pregunté a Edmundo Valadés por qué no había escrito más y me respondió: “Porque cuando me siento a escribir o pienso hacerlo, la tentación llama a mi puerta… lo dudo un instante y casi de manera invariable le abro.” ¿Qué haces tú con la tentación?

–Eso es cosa de viejos. Yo estoy en permanente juventud, en la flor de la vida. Pienso que voy a vivir muchos años, o eso deseo y lo que sobra es tiempo [carcajadas]. Soy un gran lector de la Biblia, del Viejo y el Nuevo Testamento. Me he empapado, o por lo menos humedecido, del gran pensamiento judío y cristiano. Es un libro que me ha ayudado mucho a trabajar las formas profundas. No tengo conciencia del hecho poético que determinó mi escritura. Recuerdo que hice un libro de poemas antes de pensar en publicar. Me lo pidió un amigo para leerlo y nunca más volví a ver esa libreta en la que estaba escrito. Se perdió. Ojalá y algún día aparezca y se den a conocer esos versos juveniles. Como lo que son, parte de una edad, de una etapa de la vida. No soy de los que se arrepienten y ocultan su trabajo. Eso se lo dejo a los hombres serios. Nunca he sido amigo de éstos, los detesto. El hombre serio pone un retrato de la tontería por delante, de autodefensa. La seriedad es una forma de la muerte. Por eso nunca hice una carrera, que es el sueño de todo hombre solemne: tener éxito, poder, autoridad. El hombre alegre tiene, por supuesto, momentos de sosiego para ponerse a escribir y debe aprovecharlos a plenitud. No riñe pues la alegría, la celebración, con el acto creativo. Nadie ha sido más desordenado que yo, pero cuando me encerraba a escribir, nadie podía interrumpirme. No significa que me pusiera serio, asumía mi dedicación y compromiso y no admitía que nada ni nadie me distrajera de ese retiro. Una vez concluida mi entrega, salía a buscar a los cuates, que no siempre eran del gremio literario, y me divertía horrores.

–Y tu faceta de editor, que es la otra parte que más se conoce y reconoce en tu trayectoria, ¿cómo se inició y cómo se fue adhiriendo a tu vida?

–Cuando nos fuimos a vivir a Guadalajara yo era un niño de primaria. Mi padre leía El Universal y yo seguía junto a él de cerca los acontecimientos de la época, como el juicio al general Obregón. Un proceso muy interesante. La lectura de los diarios me hizo un hombre muy enterado de los sucesos políticos y culturales, un hábito que nunca he abandonado. Fui nadie porque no tuve chambas importantes, no ocupé cargos públicos, no hice dinero. Lo único que me interesaba eran los libros, la lectura. En 1950 llegué a trabajar al Fondo de Cultura Económica (FCE) donde he permanecido toda mi vida. Desde hace sesenta años leo, corrijo y hago libros para el FCE. Hice periodismo literario. Algo que dejé de hacer porque estoy postrado en una condición poco emotiva o estimulante, pero leo todo lo que puedo, todo aquello que mueve mi interés. Conocí la forma de hacer libros en la revista Tierra Nueva. Me iba a la imprenta para ver cómo se efectuaba el proceso, desde la selección de tipos de plomo, las cajitas, los mecates, la corrección de pruebas, etcétera. Ha cambiado muchísimo todo el trabajo editorial. Luego me fui a trabajar a los Talleres Gráficos de la Nación. En 1950, vino la invitación para laborar en el FCE. El salario era un poco mejor, pero no mucho. El atractivo era lo que significaba una editorial como el Fondo y lo que publicaban: libros de filosofía, de economía, de historia, ciencias sociales, de psicología y, por supuesto, de literatura. Como un obrero, porque eso era yo en el Fondo, aprendí el oficio del editor a través de la lectura, de la observación. Leía de todo y eso lo consideré siempre un privilegio más que un trabajo, pero mi lugar fue siempre el de un obrero.

–Naciste en 1918, tienes una mirada completa sobre las distintas generaciones de poetas en este país. ¿Crees que la poesía en México se debate entre la tradición, de la literatura española, y la búsqueda?

–No, definitivamente. La poesía mexicana se nutrió siempre más de la poesía francesa y claro, también de la de España. Pero siempre ha existido un sentimiento de rechazo hacia lo español por lo que ha significado en términos de dominio, de conquista. Creo que no fue sino hasta con los Contemporáneos cuando se vuelve a retomar la tradición española, pero los poetas mexicanos siempre han puesto los ojos en otras culturas. La literatura postrevolucionaria ha influido más de lo que se cree en las nuevas generaciones. Desde que aparecieron las vanguardias en México, en 1920, su presencia fue de apariencia efímera, pero dejaron una estela imperceptible en las nuevas generaciones.

–¿Cuáles fueron en realidad los criterios que rigieron en Poesía en movimiento, ese libro canónico en el que participaste a fines de los años sesenta? ¿Qué ha cambiado?

–Simplemente era la poesía que estaba viva en ese momento, que se movía. Claro, eso fue en el siglo XX. Ha pasado mucho tiempo y los cambios son notables, muy hondos. Hoy se escribe una poesía que lo deja a uno atónito por violenta o por ser el fruto del desorden. Quienes participamos en esa selección aportamos puntos de vista y nombres de libros y de autores. Eso era lo que había y merecía la pena destacar. Hoy el panorama poético es muy diferente y más complejo.

–En los poetas actuales parece dominar más el anhelo de prestigio social que el de lograr una obra trascendente. ¿Cómo viviste tú el hecho de ser reconocido como poeta?

–Carecía de prestigio, bueno o malo. Nadie me leía. De mi primer libro, Imágenes desterradas, se imprimieron sólo quinientos ejemplares. Pasados diez años aún se podían encontrar ejemplares sin abrir. No fui un poeta popular, fui más bien un autor difícil. Con el paso del tiempo mi poesía fue descubierta por los propios poetas jóvenes y poco a poco me incorporaron en su canon.

–Vuelvo a una pregunta contigua a otra que ya te hice. Si no hubieses sido poeta y editor, ¿qué te hubiese gustado ser?

–Cirquero. Siempre me atrajo mucho la acrobacia, pero soy pésimo deportista. Intenté jugar futbol y beisbol. Algunas veces, de niño, me puse los guantes de box con compañeros, pero el resultado fue el mismo, un rendimiento nulo. Así que el circo me quedaba lejos por esa razón. Mi otra pasión, además de la lectura, han sido los toros, la tauromaquia. Ser torero fue un sueño, pero no tuve oportunidad de probarme en el ruedo. Como dije, fui una persona muy torpe para los asuntos del deporte. Es un arte que descubre los instintos más ocultos del público y del torero. Para mí es un arte, un espectáculo alejado de la compasión, de la piedad. Desde 1930 me aficioné a la fiesta brava y he sido un taurómaco, un taurófilo, un taurómano [risas]. He publicado algunos textos sobre el arte taurino y me avergüenzo de ello, porque no soy un experto y no acostumbro a escribir sobre algo que no domino. Hay algunas notas que no di a conocer, están allí, en mi carpeta en reserva. Nunca escribí poemas taurómanos, pero sí algunos versos relacionados. Yo veo los toros desde la barrera, desde el relajo. Me aparto de los taurinos que no hablan de otra cosa. De hecho huyo de quienes son fieles a un solo tema, los monotemáticos. A la media hora de escucharlos ya te quieres suicidar. Alguna vez conocí a Manolo Martínez, el último gran torero de México. Hablamos un buen rato y hablamos de un poema que alguien le dijo que era mío y hablaba de la fiesta taurina. Él reconoció que lo había leído, pero me confesó que no lo había entendido. Claro, me dije, él no está para entender, sino para matar. El día que un torero entienda un poema se acabó la fiesta [risas].

–Alí, te ha tocado ver casi un siglo de la historia de México, desde la postrevolución hasta una etapa cruenta en que el crimen organizado pone en jaque al Estado y a la sociedad. ¿Cómo dirías que ha transcurrido esa historia de tu país en el periplo de tu vida? ¿Qué ha cambiado?

–México lo que ha hecho es complicarse la existencia. Yo no sé nada de política, no soy político, soy un lector y un poeta que atestigua el paso de la historia. La idea que se tuvo luego de la Revolución o lucha armada hace cien años, de reunirse y ponerse de acuerdo para no continuar matándose unos a otros, fue una excelente idea y una indispensable acción, formar el Partido Nacional Revolucionario. Los asesinatos menguaron considerablemente, pero se continuaron dando. El PNR tuvo como objeto enriquecer a algunos y empobrecer a muchos. La muerte de Obregón fue planeada por religiosos, no se nos olvide. Aunque la vida política se institucionalizó, el asesinato ha sido un mecanismo de control, de poder. El más lamentable ejemplo es el de Díaz Ordaz cuando ordenó la masacre de estudiantes. El deseo de matar se ha manifestado de distintas maneras. Después de Díaz Ordaz no ha habido un presidente de la República que no haya asesinado, que no haya consentido el crimen, que no premie a un asesino. Los narcos no son más que una extensión de la forma como se ha ejercido el poder en México. Se asesina a quienes no están de acuerdo con el sistema. El derecho al empleo debería de ser sacrosanto. Mientras no exista en México el respeto absoluto al derecho popular a la salud, a la vivienda digna, a la posibilidad de educarse y de tener acceso a los libros, no será posible imaginar una nación distinta a la que estamos padeciendo. Eso lo afirmarán o negarán los que entienden o dicen que entienden. En verdad, yo no entiendo nada.

–¿Qué lees ahora? ¿A qué dedicas tu tiempo?

–Desde que caí en cama, mi lectura de todos los días es la Biblia. Tengo varias ediciones de este libro. La que más me interesa es la clásica, la antigua. El Nuevo Testamento es un ejercicio ecuménico en el que participan judíos y cristianos, hasta protestantes. Pero no tiene el encanto de la vieja Biblia.

–¿Desde qué ánimo o perspectiva la lees? ¿Por qué lees sólo esa obra?

–La leo como una obra de aventuras y porque es un libro que no se termina de la noche a la mañana. Es un libro muy pesado. Por ejemplo, lees el Éxodo y le vas siguiendo la pista a Moisés por la Península, luego en el Monte Sinaí, donde recibe los Diez Mandamientos. Es una obra muy divertida e interesante y puedes leerla y releerla sin que te aburra. Pero yo de religión sé lo mismo que de ajedrez: nada.