domingo, 31 de enero de 2016

“Aquí deberían estar sus nombres”

31/Enero/2016
Confabulario
Eduardo Mejía

Esto nos lo contó Juan Vicente Melo a Isabel Fraire y a mí, en su departamento en Mariano Escobedo casi esquina con Mazaryk: Fue a recoger ejemplares de su novela La obediencia nocturna a la Editorial Era y en la puerta se encontró a Huberto Batis, quien, sonriendo, se despidió diciéndole: “Adiós, hijo mío”, y se rió. Dentro le dijeron que no podían darle ejemplares porque habían detectado un error pero que en unos días ya estaría bien. Como pudo, investigó que en la página de la dedicatoria en vez de “A mi padre./ A Huberto Batis”, como se lee ahora, decía “A mi padre/ Huberto Batis”. Por desgracia deben haber sobrevivido muy pocos ejemplares con esa errata.

Pero hay otro detalle: en su “Autobiografía precoz” (de la colección “Nuevos escritores mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos”, Empresas Editoriales, 1966), Melo confiesa la enemistad con su padre, quien vio irritado que su hijo no sería médico, tal como la tradición familiar ordenaba. Aunque cursó y terminó la carrera de Medicina nunca pudo ejercerla; dedicarle el libro más complejo a su padre podría ser un intento de reconciliación o un nuevo desafío.

Otra historia parecida: la dedicatoria de la novela Gazapo dice “Este libro es para mi padre”. En su “Autobiografía precoz” –de la misma colección en que se publicó la de Melo– Gustavo Sainz declara que su padre, al ver que en la novela había palabrotas y se describían escenas sexuales, se abstuvo de leerla y escondió los ejemplares que había en la casa para no dejarlos en manos de sus hermanos menores.

Los autores de un libro, una tesis, y hasta una cinta (François Truffaut, Richard Lester, pioneros de este ejercicio ya frecuente en el cine) hacen patente su agradecimiento, amistad, amor hacia una persona en especial dedicándole un libro. El poema “Nocturno”, de Manuel Acuña, es un caso ejemplar, pues la dedicatoria “a Rosario” pasó, en la voz popular, a integrarse al título: “Nocturno a Rosario”.

En el Siglo de Oro los autores dedicaban las obras a sus mecenas o a quienes permitían su impresión. LasNovelas ejemplares y Los trabajos de Persiles y Segismunda, de Miguel de Cervantes, por ejemplo, van dirigidos a Pedro Fernández de Castro (dedicatoria de dos páginas, aunque él mismo aconseja que sean breves y sucintas). El Quijote está dedicado al duque de Bejar, marqués de Gibraleón, conde de Benalcaçar y Bañares, vizconde de la Puebla de Alcozer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos (Alonso Diego López de Zúñiga y Sotomayor). En cambio, William Shakespeare, quien dirigió la mayoría sus obras pero sólo vio publicados sus sonetos, no tuvo que dedicar más que a “Mr. H.V.”, del que sólo se sabe que inspiró alguno de esos poemas. Pero la tradición es más bien reciente, y a veces sospechosa. Sor Juana, por ejemplo, dedicaba algunos de sus poemas a sus protectoras y las hacía partícipes de pasiones que no siempre compartían. Una de las dedicatorias más célebres de Manuel José Othón –“Idilio salvaje” para Alfonso Toro– sirvió para disimular una relación amorosa con una mujer que lo enardeció hasta el arrepentimiento y la desolación.

Pero no todas esconden o revelan pasiones. En la dedicatoria de Moby Dick se lee: “En señal de mi admiración por su genio, este libro está dedicado a Nathaniel Hawthorne”, pero Juan García Ponce enDesconsideraciones aclara que: “Melville confesó que la elogiosa dedicatoria […] ocultaba la malvada intención de aplastarlo con su genio, vengándose así de la incomprensión que el escritor admirado había mostrado por sus obras anteriores”. Es curioso que Desconsideraciones, deliciosa recopilación de notas misceláneas, sea la que García Ponce le dedicó a Huberto Batis y no alguna de las novelas en que este crítico literario es personaje, según se dice.

En el mismo tono, William Faulkner dedicó Sartoris, su primera obra maestra, al novelista Sherwood Anderson, “gracias a cuya amabilidad llegó a publicarse mi primera obra, con la confianza de que este libro no le dará motivos para lamentarlo”. En la entrevista que concedió en 1956 a The Paris Reviewcuenta que conoció a Anderson en Nueva Orleans, con quien solía tomar caminatas vespertinas y mantener conversaciones con la gente. Por las noches volvían a reunirse y tomaban una o dos botellas mientras Anderson hablaba y Faulkner escuchaba. “Antes de mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Decidí que si ésa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro […] Me olvidé que no había visto a Mr. Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta y me preguntó: ‘¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?’ Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: ‘Dios mío’ y se fue… me encontré a Mrs. Anderson en la calle […] Ella dijo: ‘Sherwood está dispuesto a hacer un trato con usted. Si no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro’. Le dije: ‘Trato hecho’. Y así fue como me hice escritor.” Faulkner no fue pródigo en dedicatorias, excepto en sus primeras novelas, y en la última, muy familiares. Ni El sonido y la furia, Mientras agonizo, Absalón, Absalón ni cualquiera otra de sus obras maestras se la dedicó a nadie.

Igualmente, Juan José Arreola no dedica ni Confabulario ni Varia invención, aunque sí Palíndroma (A Tita Valencia) y un texto suelto a Octavio Paz. Éste, por su parte, tampoco dedicó muchos de sus libros. La Advertencia de El arco y la lira agradece “la ayuda del Colegio de México, finalmente, dio libertad a mis ocios y a mí la posibilidad de ocuparlos en redactar estas páginas. Gracias, pues, a don Alfonso Reyes y al Colegio”. Estas palabras se transformaron a partir de las ediciones subsecuentes: se extendió el reconocimiento por el estímulo de la amistad y las obras de Reyes, y se eliminó al Colegio. En sus libros de ensayos no hay muchas dedicatorias, excepto en El ogro filantrópico, cuyas cuatro secciones están dedicadas a Gabriel Zaid, Enrique Krauze, Eduardo Lizalde y a Mario Vargas Llosa.

En la poesía Paz fue más prolífico, aunque muchas de estas dedicatorias fueron a posteriori. La última versión de “La poesía”, en la sección “Calamidades y milagros” de Libertad bajo palabra, está dedicada a Margarita Michelena, mientras que las ediciones de 1960 y de 1968 están dedicadas a Luis Cernuda. Por su parte, la dedicatoria de 1960 en “El desconocido” decía: “Homenaje a Xavier Villaurrutia”, mientras que en Obra poética dice sencillamente: “A Xavier Villaurrutia”. “Fábula”, de Semillas para un himno, no tenía dedicatoria, pero en la última edición estaba dedicado a Álvaro Mutis. Seguir los cambios en los poemas (y de los poemas) de Paz es tan complicado como ordenar la discografía de algunos conjuntos musicales, como The Rolling Stones: demasiados y demasiado complicados y significativos. Quien se arriesgue a una biografía definitiva de Paz debe tomar en cuenta sus dedicatorias. Chance Guillermo Sheridan o Hugo J. Verani puedan descifrarlas.

Para seguir con otros grandes, Juan Rulfo dedica a Clara (su esposa), escueta pero solemnemente El Llano en llamas, pero a nadie Pedro Páramo. Los relatos de Ven, caballo gris, de José de la Colina, llevan dedicatoria (para José Emilio Pacheco, Emilio Carballido, Yolanda y Enrique Alatorre, Sergio Galindo, entre otros), pero los de La lucha con la pantera están dedicados a María.

Al hablar de Sergio Galindo estamos obligados a rastrear sus dedicatorias, pues él tenía la teoría de que debían dirigirse a alguien que tuviera que ver con la anécdota de la novela o el relato, lo que nos lleva a pensar si son protagonistas o informantes de la trama (una excepción: en Los dos Ángeles uno de los personajes es don Ángel Bárcenas, un sabio que trabajó muchos años al lado de Galindo y a quien ya le había dedicado el cuento “Me esperan en Egipto”; a Jorge González Gaytán le dedicó dos de sus textos).

Las dedicatorias deben leerse con curiosidad. Llama la atención que Norman Mailer, por lo regular escueto en las que dirigió a sus esposas e hijas, haya dedicado El prisionero del sexo, un violento argumento contra las feministas, a Carol Stevens. Aunque el libro es de 1969, se casó con ella en 1980 por unos cuantos días para legitimar a la hija que tuvieron poco después de la publicación del libro. Otra dedicatoria notable fue a Mohamed Ali y Joe Frazier en The King of the Hill, una de las más contundentes páginas de Mailer, breve como knock out del antiguo Cassius Clay. Paul Simon (“A Simple Desultory Philippie”) y John Lennon (“Give Peace A Chance”) le dedicaron canciones a Mailer.

Alfonso Reyes fue prolífico no tanto en las dedicatorias sino en los textos en los que estudia la obra o la personalidad de amigos o autores admirados. La primera edición de Cuestiones estéticas tiene una discreta nota: “A Pedro Henríquez Ureña”, que en el primer tomo de las Obras Completas de Reyesaparece muy destacada. En su primera publicación Cartones de Madrid tenía una larga dedicatoria: “A mis amigos de Madrid y de México, salud”, que suprimió y recuperó para el tomo II de sus Obras Completas. Pero en general, sus ensayos, artículos, reseñas, e incluso sus poemas no necesitan dedicatoria, excepto una muy humilde que aparece en la primera serie de Simpatías y diferencias y que dirige a los tipógrafos y correctores del diario madrileño El Sol: “quienes tantas veces —textual— y con esa serenidad que es la más alta condición de su oficio, tuvieron que tolerar, al componer estos artículos, mi impaciencia o mi tardanza, mis fidelidades a la regla, o mis personales manías ortográficas”. Sobre todo en sus poemas, la dedicatoria consiste en escribir a la manera del homenajeado.

Carlos Fuentes siempre presumió de amistades y eso lo demuestran sus dedicatorias: “A mis padres, este libro escrito con ellos”, dice en Los días enmascarados, dedicatoria que desapareció en la edición de Era. Otras de sus dedicatorias son para Rita (Macedo), Luis Buñuel (dos veces), C. Wrigt Mills, Tere y Manuel Barbachano, José Luis Cuevas, Pilar y José Donoso, Gabriel García Márquez, Carlos Velo, Fernando Benítez (dos veces, y a quien también le dedicaron libros José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis), Bertha Maldonado, Julio Cortázar (dos veces), a sus hijos, a María Casares, Arthur Miller, Shirley McLaine, Hélène Cixoux, Sylvia (Lemus), William Styron, Teodoro Césarman, Peter Lorre, Pablo Neruda, Juan Goytisolo (dos veces), Harold Pinter, José Emilio Pacheco… Como se ve, puras celebridades. Es curioso que dos de sus libros más polémicos, Zona sagrada y Diana o la cazadora solitaria, no lleven dedicatoria, aunque sus protagonistas sean muy reconocibles.

Parco en las dedicatorias de sus inicios (para Angélica María, para “mi papi”, la mayoría para Margarita), José Agustín en un par de libros (Se está haciendo tarde, segunda edición, y Dos horas de sol) dedica a todos sus amigos, mayores, contemporáneos, discípulos. En uno de ellos, las dedicatorias ocupan dos páginas y media, aparte de las menciones juguetonas o a manera de desquite, dentro de los textos. Al revisarlas, es notorio el hecho de que varias de esas parejas ya no lo son.

Las dedicatorias exhiben historias. Las obras de ficción de Juan García Ponce están dedicadas a tres de sus cuatro esposas y a otras mujeres que lo acompañaron siempre. La primera, sin embargo, es para “el maestro Salvador Novo”, quien presidió el jurado que premió su obra teatral El canto de los grillos, publicada por el gobierno. Esta es la única que no va dirigida a los miembros de su generación.

Pero la más célebre de las dedicatorias es la que encabeza El manto y la corona, una de las obras maestras de la poesía mexicana. En ella, Rubén Bonifaz Nuño declara: “Aquí debería estar tu nombre”, un enigma más o menos descifrado por los cercanos a uno de los cinco mayores poetas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Fue parodiado por Monsiváis y Pacheco en el homenaje a este último en Bellas Artes.

Para Carlos Guzmán, José Emilio Pacheco, José Agustín, Juan García Ordóñez, Marco Antonio Campos, Héctor Perea, Carlos Ramírez, Francisco Elorriaga, y con envidia, para Hugo Hiriart por su magistral ensayo “El arte de la dedicatoria”.

domingo, 24 de enero de 2016

Revista Mexicana de Literatura (tercera época)

24/Enero/2016
Confabulario
Huberto Batis

Hasta 1963 Tomás Segovia dirigió la Revista Mexicana de Literatura junto con Antonio Alatorre. El Consejo de Redacción se reunía en la casa de Inés y Tomás. Ella preparaba café y galletitas para los invitados, pero un día no llegó nadie. Era un desastre y en ese estado le dejó Tomás la revista a Juan García Ponce porque se fue a trabajar a la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en Uruguay. Inés y Tomás se llevaron a sus tres hijos: Inés, Ana y Francisco. Ella entró a trabajar allí como secretaria y él como intérprete porque dominaba el francés desde niño cuando vivió en los campos de refugiados españoles en Francia y África.

En Uruguay Inés se planteó muy pronto la necesidad de divorciarse porque Tomás era muy enamoradizo ˗o como se dice, era un conquistador irredento˗. Ya estaba advertido por Inés de que no le toleraría más y habían decidido irse a Uruguay para salir de varios líos que tenía Tomás en México. En Uruguay volvió a presentarse la misma situación y se separaron definitivamente.

Entonces García Ponce empezó a dirigir la Revista Mexicana de Literatura con un Consejo de Redacción amplio en el que estaban Inés Arredondo, que acababa de regresar de Uruguay, Jorge Ibargüengoitia, Juan Vicente Melo, Gabriel Zaid, Rita Murúa y otros, entre ellos yo mismo.

Cuando entré a la revista, Inés tenía sus dudas, pero después nos hicimos íntimos. Ella estaba divorciada de Tomás y mi mujer, Estela Muñoz, estaba en París. Yo me sentía libre de hacer y deshacer mi vida, y deshice mi vida a su regreso. Un día, mi mujer le preguntó a Inés cuáles eran sus intenciones conmigo. Ella le contestó que no tenía ningún plan porque estaba enferma, que no deseaba deshacer un hogar con hijos, y porque ella no era una destructora de matrimonios. Mi esposa no estuvo contenta con esa respuesta y me preguntó qué planes tenía yo. Le dije: “Los planes que tú tengas”. Y me respondió que su plan era que me fuera de la casa que teníamos en Tlalpan. Ya me tenía preparada la maleta. Tuvimos una escena con las niñas llorando porque se iba su papá, ellas agarradas de mí, su madre y yo discutiendo, ella echándome de la casa con mis maletas.

Me fui a casa de Inés. “Ya llegué”, le dije. Ella me respondió: “¿A qué vienes? Tú no vas a vivir aquí. Fui clara contigo. No vas a ser mi pareja”. Pero como ese día no tenía dónde dormir ni dinero para pagar un hotel, Inés me dejó dormir en la cama de su hijo Francisco. Ahí pasé la primera noche de mi separación.

Al día siguiente un amigo mío, Vicente Alverde “el Poeta del Alba”, me ayudó a conseguir un departamento en un edificio que estaba en la esquina de Mariano Escobedo y Euler. No sé cómo pude pagarlo. No tenía muebles, nada. Empecé desde cero. Pronto me conseguí un colchón en el suelo y algunos muebles para acomodar la ropa.

Tiempo después le dejé mi departamento a Juan Vicente Melo porque mi ex mujer me había dejado la casa de Tlalpan. Dijo que no le gustaba la lejanía y se fue a vivir a otro lado. Entró a trabajar a la Dirección de Cinematografía, donde se hizo de amigos y llegó a ser secretaria del director, Hiram García Borja. Después fue secretaria de Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación del presidente Luis Echeverría.

Una mañana salí de mi casa y cuando regresé no había nada. Se había llevado todo en camiones del Ejército, ayudada por soldados que le prestaron de la Secretaría de Gobernación. Se llevó los muebles. Arrasó con todo. ¿Cómo luchas contra Gobernación?

Antes, durante el sexenio de Díaz Ordaz, me habían querido quitar la chamba de director de la Revista de Bellas Artes. Sabíamos que en las oficinas de Agustín Yáñez, secretario de Educación, y de José Luis Martínez, director de Bellas Artes, había micrófonos. Decíamos: “No digas nada. Vámonos a otra parte”, y nos salíamos a caminar a otro lado para hablar de nuestras cosas.

En una ocasión, Yañez me dio una carta que le habían dirigido. Decía: “Usted tiene a un enemigo de la República dirigiendo la Revista de Bellas Artes”, estaba firmada por Emilio Martínez Manatú, secretario de la Presidencia. Yáñez me dijo: “Tienes que irte del país. Puedo proponerte como agregado cultural en Chile o en Suiza”. Días después me dijo que el secretario de Relaciones Exteriores, Jaime Torres Bodet, me había rechazado. Resulta que yo había escrito una reseña de su breviario del Fondo de Cultura Económica sobre Balzac y Fernando Benítez en La Cultura en México lo cabeceó “El Balzac de un burócrata”. Don Jaime me había dado la espalda en una reunión de la casa Empresas Editoriales, que era de Martín Luis Guzmán y Rafael Giménez Siles, indignado por mi reseña, según yo elogiosa.

Eso me salvó del golpe al presidente Salvador Allende en la embajada de Gonzalo Martínez Corbalá y de las apacibles praderas de “lucias” (como las llamaba Julio Torri) vacas suizas. La respuesta de Yáñez a Martínez Manatú fue oficial: “Recibí su atenta carta del tal y cual fecha…” Esos sucesos me advirtieron que debía mantener un bajo perfil para no estar en la mira del gorilato de Gustavo Díaz Ordaz.

Por aquellos días aciagos del 68 Juan García Ponce había llevado un artículo a Excélsior y Julio Scherer le dijo que no lo podía publicar. A la salida empujaban su silla Nancy Cárdenas y Héctor Valdés y fueron detenidos en pleno Paseo de la Reforma. Los esbirros le decían a Juan que caminara, que no fuera farsante, a lo que él contestaba: “Ojalá pudiera. Me encantaría no sólo caminar, sino correr y bailar”. Lo levantaban y lo soltaban y Juan caía al suelo. Scherer, al enterarse que fueron apresados, le llamó al subsecretario de Gobernación, Mario Moya Palencia, quien puso en libertad a Juan y a sus acompañantes.

¿Qué pasó con Inés y con toda la generación de la Revista Mexicana de Literatura que renunciamos en apoyo de Juan Vicente Melo? Inés Arredondo y yo logramos reingresar a la UNAM a través de Ricardo Guerra, que nos mandó al CCH Azcapotzalco. Ahí nos tocó una época nefasta durante el sexenio de Luis Echeverría: “El Halconazo”.

Cuando murió Inés Arredondo me hablaron muy temprano Juan José Gurrola y Guillermo Sheridan. Me dieron la noticia que habían escuchado en Radio UNAM. Fui al sepelio de Inés. La enterraron en el panteón Jardines del Recuerdo, en el Estado de México.

Antes de morir quiso verme. Era de Culiacán, Sinaloa, y le habían traído lichis y mangos. Ella describe en un cuento cómo comía los mangos, cómo le corría el jugo por el brazo. Así los comimos.

domingo, 17 de enero de 2016

Los liberales mexicanos en Nueva York

17/Enero/2016
La Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

A la manera de José Emilio Pacheco, Vicente Quirarte es el hombre de letras de su generación. Conocido como poeta, ensayista, cronista y cuentista, Quirarte nos entrega ahora, a sus sesenta y un años, su primera novela, La isla tiene forma de ballena (Seix Barral, 2015), en la que recrea con viveza un trozo de historia escasamente conocido, el cual es la vida de una veintena de liberales mexicanos en los años de la Intervención Francesa (1863-1867) en Nueva York, del cual el más destacado, el alma de la resistencia, pese a aparecer poco, es el periodista y político Francisco Zarco. En la novela, Quirarte combina personajes reales y ficticios, hechos reales e inventados, documentos auténticos y falsos…Curiosamente, sobre los que más giran los hechos, sobre quienes se sostiene más la intriga, son los ficticios (Arístides Bringas, eje clave; Sebastián Casanueva, joven poblano converso al liberalismo; Luz Contreras Flannagan, una suerte de Mata Hari enviada por los conservadores para torpedear a los enemigos políticos), y en segundo término, quien descuella es Margarita Maza, que dirige cartas a su esposo Benito Juárez, en las cuales relata las andanzas de la familia en NY y Washington y recuenta acerca de lo que se va enterando del acaecer político en nuestro país. Como todo mexicano sabe, la esposa e hijos de Juárez se refugian en 1864 en Nueva York y luego en Washington para evitar un posible secuestro por parte del ejército de ocupación. La familia permanecería en EU tres años. Se instala en Nueva York de principio en la calle 13 este # 26. Llega durante el último tramo de la terrible Guerra civil estadunidense que, para fortuna de México, ganaron los unionistas a los confederados.
Pese a no aparecer como personaje activo, detrás de cada línea, se percibe, en una vía, la gran sombra de Juárez, y en otra vía, el dilema o el destino de la forma de gobierno de un país desangrado: monarquía o república. Entre los más conocidos miembros del Club Liberal Mexicano en ny se contaban, además de Zarco, el coronel Manuel Balbontín, “historiador verídico” (así lo llamó el académico Fernando de Ocaranza); Jesús González Ortega, general triunfador de la batalla de Calpulalpan y candidato fallido a sustituir a Juárez en la presidencia en 1864; Juan Jozé Baz, exgobernador del Distrito Federal, liberal enconado; el zacatecano Felipe Berriozábal, varias veces después secretario de Guerra y Marina; José Rivera y Río, autor de Los dramas de Nueva York, y el yerno de Juárez, el cubano Pedro Santacilia, casado con su hija Manuela, y corresponsal esencial del oaxaqueño. Buen número de los liberales en Nueva York había participado antes en la guerra con los Estados Unidos (1846-1848), en la Revolución de Ayutla de 1855 y en la Guerra de los Tres Años (1857-1860). En una guerra injusta, como la hecha por los franceses, cada quien tiene una manera de defender su país. En el exilio estadunidense, los liberales lo hicieron con la diplomacia, la compra de armamento, la búsqueda de apoyos, la pluma…
En La isla tiene forma de ballena, el autor combina la crónica, el diario, el epistolario, el diálogo, la descripción urbana, el pasaje histórico, y en diversas páginas describe el Nueva York de aquel decenio muy lejos de la mínima pulcritud, con sus barrios y calles y comercios y teatros y parques y hospitales y cementerios y gente de múltiples nacionalidades y razas…
Poseedor Vicente Quirarte de una prosa ágil y elegante, la novela no deja de leerse con interés, salvo capítulos tratados como con fórceps, por ejemplo, aquel del diálogo entre Francisco Zarco y José Rivera y Río, o bien cuando entra en disquisiciones sobre sus autores y aficiones literarias, en particular acerca de Edgar Allan Poe y el poema “El cuervo”, que sólo ponen más espigas que abultan el granero. Pese a eso, o más allá de eso, el desarrollo de la trama fluye y seguimos con vivo interés las incidencias de los personajes.
En la novela hallamos indirectamente los acontecimientos fundamentales de la Segunda Intervención francesa: la batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862; la caída de Puebla en manos de los franceses el 15 de mayo de 1863; la entrada de los franceses y la ocupación de las ciudades importantes; los pleitos de Juárez y González Ortega, incluyendo aquellos de los partidarios, por la presidencia de la República; la guerra de guerrillas contra el invasor; divisiones y deserciones de políticos y combatientes liberales; la partida de México del ejército francés vencido por los mexicanos; el pacto de Maximiliano con los conservadores para seguir en la lucha, y en 1867, el inicio del sitio de Querétaro el 3 de marzo, la batalla final del 2 de abril en Puebla, la toma de Querétaro el 15 de mayo y el fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía en el escueto cerro de las Campanas el 19 de junio. Nos emocionan también losflashbacks sobre hechos de la guerra de despojo de los Estados Unidos contra México, entre ellos las páginas vindicativas sobre el Batallón de San Patricio, y asimismo, la sobria y vívida recreación del asesinato de Abraham Lincoln el 15 de abril de 1865 en el teatro Ford de Washington, DC.
Más allá de los pleitos finales que hubo entre buen número de ellos, México tuvo en esos años de 1857 a 1875 –por poner aproximativamente dos fechas– la suerte de contar con la mejor generación de hombres de su historia. Vivieron intensamente el drama del país y le encontraron un destino. Vencieron por primera vez a una potencia extranjera, triunfó la República, crearon el Estado laico, se evitó que varios estados se desmembraran o independizaran, se respetaron las libertades democráticas, y ninguno de los prohombres se enriqueció en los puestos del poder público… En suma: acabaron de completar la independencia, que desde 1821 no acababa de darse del todo. La isla tiene forma de ballena, trozo de aquella épica, es un reconocimiento para quienes con altas miras veían a México como algo sagrado y no como un botín para saquearlo. Ante los delincuentes políticos que nos gobiernan desde hace décadas, lo creado por aquella generación fue un jardín y no este erial empequeñecido y marchito.
Una de las fuentes de consulta de Vicente para escribir la novela fueron los libros del historiador Martín Quirarte, quien, entre muchas otras cosas, fue un especialista en el tema del Segundo Imperio. Si viviera Martín Quirarte, me digo, se sentiría orgulloso de la muy buena novela que su hijo acaba de publicar y que tal vez a él mismo no le hubiera disgustado escribir 

El arte narrativo de Amparo Dávila

17/Enero/2016
La Jornada Semanal
Evodio Escalante

Sin los reflectores de otras grandes escritoras del medio siglo como las admiradas Rosario Castellanos y Helena Garro, Amparo Dávila se impone en la escena literaria de nuestro país por el arte riguroso de la ficción, que tiene en ella a uno de sus más finos representantes. “Escribir es una enfermedad incurable”, ha dicho la narradora en una reciente entrevista. Pero esta enfermedad, habría que añadir, la ha cultivado ella con una entrega y una disciplina que muy pocos alcanzan y que se refleja en la impecable maestría de sus textos. La niña solitaria y enfermiza que ve las primeras luces en Pinos, Zacatecas, un pueblo minero semiabandonado, la niña rodeada de muerte que se imagina a sí misma como una aprendiz de alquimista que sube al monte para coleccionar flores y piedras con las que intentará hacer mágicos menjurjes, la niña friolenta y asustadiza a la que acosan los fantasmas y los sobresaltos del insomnio, que descubre en la biblioteca del padre La divina comedia, de Dante con el primer beso de Paolo y Francesca y el magisterio simbólico de Virgilio, encuentra en la escritura una forma de diálogo que le atempera la soledad y que le ayuda a convivir con los seres imaginarios que le espantan el sueño y que le hacen compañía en las altas horas de la madrugada.
Si la vida está hecha de encuentros afortunados, sin duda el que la marca para siempre en su carrera como escritora es su amistad con Alfonso Reyes. Amparo Dávila conoce al escritor en San Luis Potosí, y cuando se traslada a vivir a Ciudad de México a mediados de los años cincuenta, al poco tiempo se convierte en su secretaria. “A su lado, en la Capilla Alfonsina –rememora la escritora– aprendí muchas cosas que han sido fundamentales para mi oficio: aprendí a ser libre y no guiada por algún grupo o círculo literario, a no tener más compromiso que conmigo misma y la literatura; también aprendí que la prosa es una disciplina ineludible y comencé a practicarla como mero ejercicio.”
La amistad de Reyes, podría decirse sin exageración, fue la gran beca que necesitaba para encontrar su camino en las letras. Varios años después recibe el estipendio del Centro Mexicano de Escritores, pero para entonces Amparo Dávila ya había publicado, además de sus libros de poesía, con los que se inicia,Tiempo destrozado (1959) y Música concreta (1964), los textos que la consagran como una delicada y consumada artista de la prosa. Si bien es cierto que recibe en 1977 el Premio Xavier Villaurrutia por su tercer libro de cuentos, Árboles petrificados (1977), lo subrayable es que los lectores y la crítica literaria ya la habían consagrado de modo unánime desde los años sesenta. Los críticos más reconocidos del momento, como Emmanuel Carballo, María del Carmen Millán y Aurora Ocampo la incluyen en sus respectivas antologías del cuento. Sus textos merecen la atención de personalidades tan diversas como Luis Mario Schneider y Eunice Odio, Huberto Batis y Luis Leal, María Elvira Bermúdez y Silvia Molina, Elena Urrutia y Margarita Villaseñor, y, sorpresas nos da la vida, José Vázquez Amaral, profesor en la Rutgers University de Estados Unidos, famoso años después por su titánica traducción de los Cantares completos,de Ezra Pound, reseña su primer libro de cuentos en The New York Times.
Lo unheimlisch (lo siniestro u ominoso) de Sigmund Freud y la figura romántica del doppelgänger (esto es, del doble) han sido invocados a menudo por los estudiosos para tratar de explicar la mecánica de sus textos. La referencia al realismo fantástico, Todorov de por medio, ha sido otro de los caballos de batalla con que se ha pretendido encasillar su escritura. Lo cierto es que estas aproximaciones, que peligrosamente se convierten en esquemas explicativos, recubren a menudo el núcleo vivo de sus textos añadiendo innecesarias capas de interpretación que acaso ocultan y vuelven invisible lo que hay de más peculiar en ellos. Se diría que la hermenéutica es como el adjetivo: que cuando no da la vida, mata; y cuando no ilumina de lleno, entenebrece, distorsiona y oculta. Por supuesto, la obra precisa y condensada de Amparo Dávila no necesita un mesías de la crítica, sino antes bien la devoción del atento lector, liberado de los lugares comunes y de los prejuicios que a menudo empañan el trabajo y el placer de la lectura.
Una de las mejores narradoras de nuestro tiempo, Cristina Rivera Garza, le rinde a Amparo Dávila un homenaje que estimo tiene dimensiones generacionales, al convertirla en personaje de su novela La cresta de Ilión (2002). Su obra, por lo demás, merece cada vez mayor atención por parte de los estudiantes de letras tanto en la licenciatura como en el postgrado. Entre los múltiples acercamientos que sus textos provocan, quisiera destacar un ensayo más o menos reciente de la profesora Lidia García Cárdenas incluido en un libro que coordinaron Gloria Vergara Mendoza y Ociel Flores Flores,Hermenéutica de la literatura mexicana contemporánea (México, UAM-Azcapozalco, 2013), Resonando sin duda con la temprana lectura que hizo Amparo Dávila de la Comedia del Dante, Lidia García Cárdenas nos invita a penetrar en los “pasajes del inframundo” que encuentra en la narrativa de nuestra autora. El simbolismo es claro: lo alto y lo bajo representan un juicio de valor. Por una escalera se puede ascender hacia la libertad y la espiritualidad, pero de igual modo es posible descender hacia lo grosero y corrupto, hacia lo banal y lo cotidiano. Apoyándose en Lotman y Bachelard, Lidia García Cárdenas analiza la significación del eje vertical, vinculado al ascenso o descenso simbólico de los personajes, con el eje horizontal de la existencia cotidiana. Para ilustrar su idea escoge tres textos de Amparo Dávila: “Fragmento de un diario”, “El desayuno” y “Óscar”, tomados respectivamente de Tiempo destrozado, deMúsica concreta y de Árboles petrificados.
Los espacios en los que transcurre la acción narrativa tienen un significado. Advertir de modo preciso el significado de estos espacios, del sótano, de la planta baja, donde se encuentra el comedor, y del primer piso en el que están las habitaciones, por poner un ejemplo, ayuda a develar la estructura ética y hasta sociológica del texto titulado “Óscar”. No voy a repetir los ricos y sugerentes análisis de Lidia García Cárdenas. Remito a ellos a la vez que me permito esbozar en dos o tres brochazos lo que los relatos de Amparo Dávila me hacen pensar. En este cuento, se diría, la arquitectura misma de la casa de los personajes ya indica una posición de valor. La tópica freudiana parece cumplirse al pie de la letra: el sótano sería el dominio del inconsciente y de los instintos que amenazan la vida normal; a la planta baja correspondería al “yo”, al ego del aparato psíquico freudiano, mientras que el primer piso, al que naturalmente se accede por escaleras, podría representar la conciencia moral o el super-yo de los personajes. Mónica, la hija de familia, regresa a la casa familiar después de haber vivido mucho tiempo en la capital, pero este regreso a la provincia significa enfrentarse a todo aquello de lo que ella había intentado escapar: la presencia de lo siniestro. A través de su mirada descubrimos poco a poco la naturaleza de ese infierno. Su hermano Óscar, que acaso padece una enfermedad mental, habita en el sótano, tras una puerta metálica. Pero desde ahí regula cada vez con mayor eficacia la vida de los otros habitantes de la mansión al grado de hacerles la vida insoportable. En el comedor de la planta baja se reúne el resto de la familia para simular que viven una vida como la de todos, lo cual se ve desmentido con el catastrófico incendio del final que se origina en el sótano y que termina arrasando con la casa de la familia. Esto que comento basta para que adviertan el significativo papel del espacio en los textos de nuestra autora.
Siempre me llamó la atención ese extraño texto que se titula “Fragmento de un diario”. Antes que nada, y sobre todo, porque me parece una paráfrasis feliz de otro breve texto de Franz Kafka titulado “Un artista del hambre”. En este caso lo que tenemos es un artista que experimenta no con las palabras, los sonidos o los colores, sino con el dolor. Al revisar la ficha de Amparo Dávila en el Diccionario de escritores mexicanos que coordinó la doctora Aurora Ocampo en el Instituto de Investigaciones Filológicas de laUNAM, advierto que una primera versión de este texto tenía un título más completo: “Fragmentos del diario de un masoquista.” Al prejuzgar al autor del diario como un “masoquista”, esta primera versión estrechaba la significación del texto y acaso hasta tomaba partido en contra de ese evidente enfermo al que le gustaba procurarse él mismo una considerable cuota de sufrimiento corporal. Con sabiduría narrativa, me parece, Dávila abrevió el título para indicar que cualquiera de nosotros puede ser el autor de ese diario. Como apunta muy bien García Cárdenas, no hay una sino dos escaleras en este relato. La escalera física del edificio, por donde suben y bajan los inquilinos del mismo, interrumpiendo a menudo los experimentos del per-sonaje, y la otra escalera, de índole moral, y hasta metafísica, que es la escala del dolor que el protagonista se infringe a sí mismo. Porque de esto se trata: de alcanzar el máximo sufrimiento posible, hiriéndose, torturándose hasta desmayarse, como una forma que tiene el personaje de experimentar algún tipo de éxtasis y de acrecentar con ello su espiritualidad.
Ahora que regreso a este texto maestro me viene a la cabeza que acaso con él su autora quiso representar de manera simbólica, no tanto la vida de un personaje al que de modo fácil podríamos designar como masoquista, sino lo que significa ser escritor. Tal cual. Escribir un cuento, lo mismo un cuento maestro que un cuento común y corriente, pero eso sí, con pretensiones literarias, implicaría de algún modo ascender renglón por renglón en la escala metafísica del dolor. Saber que se escribe para sufrir. Pero que este sufrimiento autoinducido es de algún modo un acto de libertad y una salvación.
¿Qué tiene qué ver escribir un cuento con esta experiencia graduada y a la vez intensificada del dolor? Lo diría de esta manera: escribir un cuento es capturar una sabiduría, sabiduría que pretende condensar la quintaesencia de la experiencia humana. Amparo Dávila, gran lectora de la Biblia, no me dejará mentir. ElLibro de la sabiduría lo declara de modo tajante: Quien añade sabiduría, añade dolor. Implacable exploradora del universo humano, cada uno de los textos de Amparo Dávila es una incursión en los territorios del sufrimiento. Al escribirlos, al redactarlos, al pulirlos, ella misma va graduando su escala como si tratara cada vez de ir más allá de lo permisible y de lo humanamente soportable. Como si estuviera completamente de acuerdo con Nietzsche, cuando decía: Tenemos el arte para no perecer de la verdad 

¿El periodismo cultural merece premiarse?

17/Enero/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

El Nobel de Literatura concedido a la periodista bielorrusa Svetlana Alexievich cambia por completo el juego de voces que gira en torno al Nobel. De pronto el testimonio adquiere un valor que jamás tuvo antes y el cronista sube a un escenario que no le estaba destinado. ¿Tiene algo que ver Svetlana con la gran literatura? ¿Puede situarse al lado de Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Proust, Kafka y demás luminarias? Claro que cada vez más filósofos, ensayistas, novelistas reconocidos se dedican al periodismo. Pienso en Antonio Muñoz Molina y en sus colaboraciones en El País; en Juan Luis Cebrián, en Fernando Savater, en Enrique Vila Matas, en los mexicanos Jesús Silva Herzog Márquez, en Juan Villoro y en otras figuras que además hacen comentarios en la televisión mexicana. Incluso los grandes escritores que pertenecieron al boom no desdeñaron el periodismo como es el caso de Mario Vargas Llosa y fue el de Carlos Fuentes. Sería justo recordar el caso único de Gabriel García Márquez, quien se ganó la vida siendo, antes que nada, un extraordinario reportero.

Poetas y escritores de gran calibre como Octavio Paz (fundador de revistas literarias) dieron enorme importancia a sus artículos en periódicos. Publicar en el New York Times, en El País, en Le Monde era una consagración. La columna Inventario, de José Emilio Pacheco en la revista Proceso es todavía hoy una escuela de gran cultura que todos añoramos. En cierto modo, Inventario fue mi universidad. No hay mayor periodista cultural en nuestro país que el gran poeta José Emilio Pacheco.

Según la Encuesta Nacional de Lectura 2012, elaborada por la Fundación Mexicana para el Fomento de la Lectura, sólo cuatro de cada 10 mexicanos leen porque se los dejan de tarea. Para miles de niños, el primer acercamiento a un libro es recibir su primer ejemplar de texto gratuito. Para la mayoría de las familias mexicanas comprar un libro es un lujo imposible. Tampoco los mexicanos ricos leen, se apoyan en Netflix y si acaso compran un libro es de coyuntura: la biografía del mexicano más rico, Carlos Slim, de Guillermo Osorio; la de Kate del Castillo, la Reina del Sur que resultó ser la de El Chapo Guzmán.

Es ya un lugar común repetir que el actual presidente Peña Nieto, siendo candidato del PRI no pudo mencionar tres títulos de libros en la Feria del Libro de Guadalajara en 2012. Ni tarda ni perezosa, Marta Sahagún, esposa de Vicente Fox convirtió en mujer a Rabindranath Tagore: Rabina Gran Tagora. Entre tanto Fox llamó Borgues a José Luis Borges en 2001 frente a los académicos del Congreso Internacional de la Lengua Española.

En un país en el que los libros son caros, el periodismo cultural cumple una función educativa. Para quien es imposible comprar un libro, comprar en la esquina un periódico y leer a Juan Villoro es factible.

Svletana Alexievich es una periodista de 67 años cuya voz ahora se aísla encima de la unidad del coro de reporteros y reporteras del mundo. Su físico es tan caserito como el de cualquiera de nosotras las que aparecemos en la redacción del periódico con nuestro suéter o nuestra blusita que mañana echaremos a la lavadora. Su escritura se considera historia oral. Svletana recoge voces como las recogemos todas las reporteras. Al escribir de los otros escribo también de mi misma, de los horrores de mi país y de aquellos que consideran que documentar la vida de un México desconocido no es literatura.
Antes de Svletana, se quiso premiar al polaco Rizchard Kapucinski, que vivió años en México. El galardón de Svletana Alexievich ha sido criticado por tratarse de una reportera ajena a la creación. Svletana denuncia, la suya es una no ficción. ¿Es por ello menos acreedora al premio que todos codician? Svletana responde a la pregunta: He escogido un género donde las voces humanas hablan por sí mismas. También Balzac registró gritos, quejas y discusiones.

En una novela, el escritor hace lo que quiere (mejor dicho, lo que puede). Es su amo y señor. En la redacción de un periódico son muchas las órdenes, las obligaciones, las constricciones. El jefe de redacción espolea a sus reporteros. Desde 1943 me propuse documentar a mi país y ya estoy por cumplir 84 años. Siempre recordaré la pregunta de Elena Garro: ¿Y tú por qué no escribes lo tuyo en vez de entrevistar babosos? En el caso de Svletana, guionista y dramaturga, las historias de mujeres y niños afectados por la bomba atómica son una denuncia. La Nobelista rusa es todo menos que santo de devoción del gobierno ruso y sus funcionarios la rechazan porque los denuncia.

Escribir es caminar en un terreno minado, la literatura es una condena. Kafka entró a los bajos fondos de sí mismo, Stendhal y Flaubert taladraron su época. Protagonistas de sus novelas es ya un tedioso lugar común repetir el “Madame Bovary c’est moi” de Flaubert.

Jesús Silva Herzog Márquez hace ley con sus editoriales tanto políticos como culturales, lo mismo pasa con Juan Villoro. Jorge Volpi entrega una columna semanal que le ha dado más lectores que su excelente novela En busca de Klingsor que –de por sí– le valió enorme cantidad de fans.

Al igual que Gabriel Zaid, creo que la cultura es una conversación. Se habla tan bien o tan mal en un periódico como en un libro, pero es más fácil que el director del periódico se deshaga del mal periodista.

Frente a la gran aventura en la mesa de trabajo, un escritor solo depende de sí mismo. Tengo reverencia por la gran literatura pero no todos los Nobel han hecho gran literatura. ¿Es gran literatura la del egipcio Naguib Mahfuz premiado en 2006, la de la alemana Herta Müller en 2009? (Prefiero toda la vida a Rulfo.) Miguel Ángel Asturias tiene muchas páginas malas, Gabriela Mistral se evade y no todos los cuentos de Alice Munroe, Nobel 2013, son buenos.

En su Plegaria de Chernóbyl: crónica del futuro, Svetlana Alexievich escucha a hombres y mujeres gaseados, quemados por el estallido de un reactor de 20 toneladas de combustible nuclear. Habla de la radiactividad de los quemados irreconocibles, de las llagas y las mucosas que se caen en capas. Lo suyo no es La condition humaine, sino la piel humana. Nos cuenta cómo los bielorrusos se comunican en la noche con sus muertos, pero también se refiere a Pedro Bezújov, el personaje de La guerra y la paz, de Tolstoi, quien dice –después de haber sufrido el horror de la guerra– que todo volverá a ser igual.

Puedo afirmar aquí, sin ambages, que nadie que lea a Svetlana Alexievich volverá a ser igual.

domingo, 10 de enero de 2016

Los quehaceres literarios de Abigael Bohórquez

10/Enero/2015
Jornada Semanal
Gerardo Bustamante Bermúdez

El 27 de noviembre de 1995, en su minúsculo departamento de Hermosillo, Sonora, Yoremito, el amigo-amante de Abigael Bohórquez (Caborca, Sonora, 1936), lo encontró sin vida. El corazón le había fallado aproximadamente día y medio antes. Tenía apenas cincuenta y nueve años de edad y estaba en la plenitud de su carrera literaria. En 1993 Ricardo Castillo, Jesús Ramón Ibarra y Jorge Esquinca le habían otorgado por unanimidad el Premio Clemencia Isaura por su poemario Navegación en Yoremito (églogas y canciones del otro amor), texto clásico en el panorama de la poesía mexicana de fin de siglo en donde el autor vuelve la mirada a los tópicos y lenguaje de la lírica medieval y la poesía bucólica renacentista desde lo antisolemne. Ese mismo año obtiene la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, en el área de dramaturgia, además de que colabora en publicaciones periódicas, imparte talleres literarios, de voz y teatro en diferentes insti-tuciones y centros culturales de Hermosillo, quehaceres que le permiten apenas ir al día.
Navegación en Yoremito es un libro escrito ya en Sonora; el autor había vivido casi treinta años en el Distrito Federal, teniendo su residencia primero en la calle de Donceles, cuando trabajó el 1965 a 1970 como jefe del Departamento de Literatura y Ediciones del Organismo de Promoción Internacional de Cultura (OPIC), en la Secretaría de Relaciones Exteriores, después en Villa Milpa Alta durante el período 1970-1975 y en Chalco, Estado de México, de 1976 y hasta 1990, cuando decide regresar de forma definitiva a Sonora.
En vida, Bohórquez se empeñó en quehaceres literarios que tanto los críticos como sus propios contemporáneos no supieron o quisieron valorar. A pesar de las opiniones favorables de poetas como Efraín Huerta y Carlos Pellicer, la obra del sonorense circuló apenas en ediciones de reducido tiraje, en ocasiones patrocinadas con recursos propios, pero Abigael siguió escribiendo siempre. Con las décadas resulta paradójico que el nombre del autor sea conocido, pero su rechazo hacia los grupos literarios y su interés por forjarse una carrera propia hacen que sea todavía un autor relegado, a pesar de que dejó piezas teatrales y poemas de gran factura, como es el caso de La madrugada del centauro, Nocturno del alquilado y la tórtola o Navegación en Yoremito.
En Navegación… el autor presenta sus historias de amor sexual, su idilio de hombre amoroso; construye su propio ambiente de gozo, ya muy apartado de los círculos literarios que siempre le fueron tan ajenos. Al paso de los años, el libro de Bohórquez abre posibilidades de estudios desde la estética camp, en el sentido de que su poemario plantea desde la literatura un espacio de libertad a la sexualidad humana y lo hace con un cariz político, pues al recurrir al pastiche y al artificio, pensamos que lo camp puede entenderse como un contra-discurso a partir de la representación de la pose, el doblez y la teatralidad; su apuesta a la visibilidad quizás deba forzarnos a entender que en el desarrollo de esta estética es menester hablar de un nuevo camp, totalmente político y desestabilizador, más allá de las ideas planteadas por Susan Sontag en su clásico ensayo “Notas sobre lo camp”. El autor hace discurso ese anhelo por su mancebo y en su construcción poética actualiza la referencia renacentista con lo popular y el contexto de su objeto de deseo:

El éster, mi zagal,
escucha siempre a los Yonics, Traileros, Caminantes,
Invasores de Nuevo Lión,
y lee vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía;
presume esa barba partida yoremita que su madre doña Eva
fermosa le parió,
y yo escribo esta gana de estar a solas hasta la tumba
con él,
mientras se baba jando el zípper de su Lee
y se encabrona porque canta la Piaf y no Cornelius Reynus
en el primer telón
de la catástrofe.

A Abigael Bohórquez le llegó la muerte, pero dejó más de quince obras teatrales de gran fuerza dramática y poética, más trece libros de poesía, entre los que destacan Acta de confirmación (1966), Canción de amor y muerte por Rubén Jaramillo y otros poemas civiles (1967), Las amarras terrestres (1969), Memoria en la Alta Milpa (1975), Digo lo que amo (1976), Desierto mayor (1980) y Poesida, publicado de manera póstuma, en 1996, gracias a las gestiones editoriales del poeta sinaloense Mario Bojórquez. Poesida es un homenaje y testimonio de Bohórquez sobre una época en la que se consideraba que el estado serológico era exclusivo de los homosexuales. El libro supone el registro sobre la vida de sujetos marginales, rechazados por la sociedad, confinados a la muerte. Algunos lectores y críticos malintencionados reprodujeron la idea de que Bohórquez hablaba sobre su estado serológico, pues se incluía en un “nosotros”. Sin embargo, lo que hace el autor es recurrir a la solidaridad, al abrazo fraterno hacia sus amigos que ve terminar en las peores circunstancias; por eso, en su poema “Duelo” señala la condición de los cuerpos enfermos y culposos que mueren añorando el amor, el perdón o la paz. Así, la labor del poeta es hablar, dejar sus palabras de bondad y solidaridad:

Vengo a estarme de luto por aquéllos
que han muerto a desabasto,
por los que rútilos o famélicos,
procuraron saciar su corazón o su hambre,
cayeron en la trampa;
eran flores de arena, papirolas,
artificios de hubble gum, almas de azogue

Desde la década de los setenta, Abigael Bohórquez se había consagrado con poemas valientes y libertarios en el ámbito sexual y homoerótico como “Primera ceremonia”, “Finale” y “Crónica de Emmanuel”, poesía que da cuenta del “otro amor”, más allá de etiquetas y miradas moralizantes de los puritanos. Es en la década de los setenta del siglo XX cuando la voz de Bohórquez entroniza en el panorama literario y, a través de sus palabras, defiende su libertad sexual, su deseo, confiesa lo que ama sin ningún pudor ni reticencia más que el respeto al lenguaje poético. Unos años antes, su voz se había hecho sentir con poemas político-sociales contenidos en Acta de confirmación, en donde el yo lírico pasa revista a la historia del siglo XX a partir de la segunda guerra mundial, la Guerra fría, las dictaduras en América Latina apoyadas por Estados Unidos. Así, poemas como “Menú para el Generalísimo”, “Del oficio de poeta” o “Acta de confirmación”, resultan poemas actuales en la voz prolongada del autor que en tiempos tan aciagos dice:

mientras en otros sitio hay estudiantes
con las tripas al aire,
ametralladas mujeres, hombres duramente hostigados,
jóvenes dinamiteros,
muchachas lengua a lengua,
brazo a brazo en la ira,
pueblos que quieren propios
su oxígeno y su sal,
su agua y su manta,
su cama y su mortaja;

La obra de Abigael Bohórquez levanta el puño bajo el sello de la poesía, ya sea para protestar por el dictador en turno, por Hiroshima, Biafra o Vietnam; también habla y protesta por la libertad sexual y la represión en una época en la que el amor entre hombres queda signado desde la política heterosexual. Cuando hace su aparición el sida, es solidario, ofrece su velero de poemas como homenaje.
A veinte años de ausencia del autor de Poesida, la obra poética y dramática de Abigael Bohórquez espera la frecuentación de la crítica literaria y de las compañías teatrales. Bohórquez cuenta con un número de lectores considerable, entre ellos los jóvenes, porque sus letras, quizás como hace cuarenta años, nos reconfortan en las protestas, en las marchas por los desaparecidos de Ayotzinapa y en otros tantos acontecimientos a nivel nacional e internacional. Si un autor se convierte en un clásico cuando sus textos no pierden vigencia, entonces podemos pensar que estamos frente a una obra sólida y actual, cuyo compromiso con la condición humana y con la poesía amerita considerar al sonorense como un clásico de la lírica mexicana del siglo XX 

lunes, 4 de enero de 2016

Buscado amor, de Hugo Gutierrez Vega

Invierno/2015
Luvina
Carmen Villoro

El libro Buscado amor, el primer libro que publicó Hugo Gutiérrez Vega, nos regresa a su juventud, a sus veintitantos, a sus treinta años. Existe la anécdota de que en varias antologías el título del libro apareció con una errata, una n de más que convertía al participio buscado en el gerundio buscando, así quedaba como título Buscando amor, que podría haber sido el letrero en una gorra deportiva, como esas que dicen «Busco novia». Y no, el participio pasivo le quita esa actividad propositiva y voluntariosa al gerundio y nos remite a la dinámica del deseo expectante y a su contraparte, la renuncia: lo buscado sigue siendo buscado porque nunca es encontrado, nunca del todo. El título del libro, entonces, nos retrata a un joven poeta que descubre y refiere de manera precoz el drama humano más profundo e importante: incompletos y frágiles, deseamos siempre recuperar el paraíso perdido que en realidad nunca tuvimos, eso que nos complete y que llamamos «amor» y que nunca encontramos porque estamos destinados a vivir en falta, pero que nos impulsa a continuar la búsqueda, a vivir.
     La poesía de Hugo Gutiérrez Vega expresa esta búsqueda del sujeto deseante que lo lleva a disfrutar de todo lo que encuentra a su paso: desde las cosas más triviales y cotidianas hasta las más elaboradas; por eso en su poesía conviven los gestos simples, las palabras coloquiales, con las citas cultas y las reflexiones intelectuales, porque todo es motivo de asombro para este ser que sabe relanzar el deseo de una cosa a otra, a otra, a otra, y mantenerse intensamente vivo.
     ¿Cómo expresa su vitalidad el poeta en estos primeros poemas de juventud? A través de su sensualidad. La experiencia amorosa se vive con el cuerpo, con todos los sentidos, pero el lenguaje es también materia sensorial, las palabras se degustan, se paladean, se escuchan, y eso provoca un deleite, el lenguaje recrea una realidad que se revive con el cuerpo sensible:

Decir un nombre, lentamente,
sin prisa,
dejarlo entre los labios
y madurarlo
para que perdure.

Para nombrarte, amor, para nombrarte,
para juntar las letras de tu nombre.
Para inventarte, amor, para formarte
como un racimo que colgó el verano.

En los poemas de este libro están presentes el gusto, el olfato, el tacto, el oído y la mirada. Y a través de los sentidos están presentes las emociones y los sentimientos. En sus Poemas de amor no escuchado y en el que se llama «Las cuatro noches», Hugo nos transmite el dolor de no poder poseer al otro, náufragos, desterrados, dueños sólo de la distancia y de la diferencia, enviando esas señales que no llegan.

en el trayecto tan largo
de mi boca a tus oídos
como si las devorara
el desierto

desesperante vocación
de ser siempre, ay,
un círculo incompleto.

La poesía es una magia menor, dijo Borges, y aunque nunca podemos desentrañar la esencia de la magia, en la poesía de Hugo Gutiérrez Vega podemos detectar algunos de sus elementos: el suave equilibrio del ritmo y las imágenes, poesía respirada lentamente, decantada como un elemento de la naturaleza, como cuando dice:

oí tu voz que naufragaba
entre mis brazos líquidos

Las referencias al paisaje natural son vastas. Están la hoguera y el río, la noche y el mar, las islas y los perros como representaciones visuales y sonoras de la vivencia interna. El campo y sus árboles, las aves que levantan el vuelo, el viento floral y el temblor de la niebla, y todos ellos conjuran el cuerpo de la amada y su presencia más allá del cuerpo, o más acá, su huella en el espíritu.
     En los poemas de Buscado amor se apresa el tiempo. Hay una preocupación del poeta por detener en sus versos la fugacidad de la vida, los instantes, los momentos, los días se viven queriendo detenerlos, el presente tiene ya ese sabor de nostalgia de lo que está pero que se sabe que no estará, que inevitablemente se irá diluyendo dejando tras de sí el dolor del recuerdo. El joven poeta anticipa el dolor de futuros momentos de la vida y por eso quiere fijar las imágenes presentes para que vivan siempre. Las referencias al tiempo: la noche, primera, segunda, tercera, cuarta, el golpe de los días, la tarde que gime, el sol declinante, tarde de la ciudad, la voz pasada y la voz presente, nuestra historia, las tardes ganadas a la vida, el invierno cubriéndose con telas del verano, la párvula mañana, ese después, ese ahora, ese entonces, ese a veces, hilvanan los poemas dejando en el lector la vivencia de aquello que transcurre, intenso y frágil en el aquí y ahora pero al mismo tiempo desde la distancia, nostalgia abierta hacia el futuro porque el tiempo no es más que una calle sin fin.
     Es por esta noción temporal que algunos de los poemas están escritos en forma de cartas o de apuntes de un diario, cuando existían las cartas que se escribían un día y recorrían largas distancias antes de llegar a su destinatario. Y es significativo que hoy, muchos años después de haber sido escritos, nos lleguen estos viejos poemas para hacerse nuevamente nuevos, tan vivos como aquel día en que fueron escritos.
     Somos cuerpo, cuerpo que transcurre y que detiene en su carne los recuerdos. En este poema, el joven anticipa cómo revivirá lo que ahora vive porque las imágenes y las sensaciones se quedarán grabadas para siempre en cada una de sus células y anticipa la muerte para resaltar la vida, lo que pulsa y permanece mientras le queda alguna noche pendiente. Poemas en que se expresa con toda su fuerza lo que se vive en el presente pero en los que se asoman los días perdidos y las vivencias por venir, como si el poeta de treinta años tuviera una imagen de sí mismo como ese ser en tránsito y pudiera sentir en su joven madurez la presencia de todas las edades.
     Libro de juventud madura, este Buscado amor en el que el poeta ya aborda los temas que serán recurrentes a lo largo de su obra. Uno de estos temas es la vida de otros, los personajes que Hugo Gutiérrez Vega dibuja para hacerlos revivir en sus palabras. Encontramos entre sus páginas el «Homenaje a Apollinaire», en el que el autor lo rescata de su trágica muerte porque sigue vivo en él gracias a sus palabras inmortales. Otro tema es el de los amigos. Aunque Hugo Gutiérrez Vega es un poeta que habla de su experiencia íntima, no es un poeta solo. El mundo es algo que se comparte con los otros a los que el poeta observa con detenimiento afectuoso. De entrada, Hugo ha invitado a su amigo Rafael Alberti para que abra su concierto, el libro está dedicado a Ignacio Arreola, y en sus poemas desfilan Jorge Galván y Alberto con su poema: «tomado de los bosques de la sangre; / una obra de Alcocer / escrita en medio / de la pálida sombra iluminada; / un fragmento de sueño / del silencioso Cuevas; / este cuento de Maya y la luz no cegada de Salvador, tendido». El «nosotros» es una constante en la poesía de Gutiérrez Vega: «Éramos grandes preguntas / absortas en la noche / Esta mañana hemos levantado nuestros ramos / para detener el tiempo».
     Y el dolor por los otros en el violento poema que habla de Hiroshima y en el grito contenido que es ese magnético poema, «El mural de Guernica».
     También aparece Grecia en estas páginas. Numerosas serán las ciudades que el poeta visitará en sus versos. Lugares descubiertos y recorridos con la misma intensa suavidad con la que se recorre un cuerpo amado. Sitios que convocan otras voces y que impulsan a pronunciar: estoy aquí / preñado de poesía.
     Así es como el amor, el tiempo, los otros y el mundo se dan cita para mostrarnos en este libro un fragmento de la vida de este joven poeta de todas las edades. Celebramos su palabra, su voz, su deseo de infatigable buscador de amor, generoso y fecundo. Porque mientras estemos vivos, mientras podamos ver con los ojos abiertos, como dice el poeta, Nada podrá callarnos.



Este texto fue leído en el homenaje póstumo donde se celebraron los cincuenta años de la publicación del primer libro de Hugo Gutiérrez Vega, el pasado 1 de octubre, en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México.

Polifemo bifocal / Del centenario de La sangre devota (1916)

Invierno/2015
Luvina
Ernesto Lumbreras

Para finales de 1915, el Plan de Guadalupe había triunfado en todos los frentes. La figura de su impulsor, Venustiano Carranza, se consolidaba en las exigencias de un país devastado que clamaba sosiego y reconstrucción, tranquilidad en el día a día, esperanzas de renacer tras el humo de la metralla. Para Ramón López Velarde, quien había arribado a la capital del país a comienzos de enero de 1914 —para no abandonarla jamás—, el año que concluía sumaba algunos adeudos que la Revolución le había arrebatado con saña.               Después del crimen contra su «héroe» político, Francisco I. Madero, el trastierro de su nutrida familia —de Jerez a la Ciudad de México en condiciones extremas— o el asesinato de su tío el cura Inocencio López Velarde por tropas villistas, días después de la Toma de Zacatecas, el escritor parecía divisar la famosa luz al final del túnel. Para este momento, con el Chacal Huerta en el exilio, Villa y Zapata reducidos a prófugos de la ley, los gobiernos de la Convención en jaque, la nación vivía un paréntesis de paz y definiciones. En sintonía con la situación personal del jerezano, en el segundo semestre de 1915 la Revolución Constitucionalista ganaba adeptos a su causa. Para el poeta, esos primeros dos años de vida en la capital —epicentro del acontecer de la República— fueron fructíferos en relación con su moderada estabilidad económica y el reconocimiento de su obra literaria. Con el padrinazgo de dos de los santones de la lírica nacional de aquel periodo, José Juan Tablada y Enrique González Martínez, un López Velarde de veintisiete años de edad se aprestaba a presentar sus cartas credenciales al Parnaso del Anáhuac con la publicación de su opera prima, La sangre devota.
     Editado en la imprenta de Revista de Revistas, dirigida por el poeta José de Jesús Núñez y Domínguez, en este semanario, ligado al periódico Excélsior, el zacatecano daría a conocer varias de las piezas que integrarían las páginas de su debut lírico. Con esos antecedentes, a los que habríamos de añadir los vaticinios y el chismerío en los cafés y en las tertulias, la colección velardiana había causado gran expectación desde su anuncio editorial. Por la reseña anónima de un crítico de la citada revista, deduzco que el libro comenzó a circular a finales de enero de 1916. Pocos días después, el 2 de febrero, Antonio Castro Leal comentaba el volumen en las páginas de El Nacional y remarcaba en su reseña que estos poemas «sorprendían, sobre todo, por su moderna visión de las cosas». En el mes de mayo, en la efímera revista La Nave, Julio Torri acusaba recibo del libro con una nota de tono campechano, la cual, al finalizar sus renglones ponía al joven bardo en los cuernos de la Luna: «López Velarde es nuestro poeta de mañana, como lo es González Martínez de hoy, y como lo fue ayer Manuel José Othón».
     En ese 1916, después de un casi unánime reconocimiento entre el gremio y la crítica, el mal llamado cantor de la provincia mexicana —la más ciega y limitada lectura de su obra— comenzaría una indagación hacia el corazón de sombra de su lenguaje, del que regresaría con un discurso poliédrico e iridiscente donde, inevitablemente, el tema o la anécdota del poema se asumirían casi siempre como punto de fuga. La estética de su siguiente entrega, Zozobra (1919), provocaría deserciones de antiguos admiradores y simpatizantes; sin embargo, los más fieles lopezvelardianos notaron que el presumible enrarecimiento no era sino la búsqueda audaz y genuina de una sensibilidad extrema, insumisa respecto de cualquier zona de confort, aunque, también, abismal en su aventura de oscurecer el sentido de realidad de estrofas y poemas completos. El propio González Martínez amonestó estos «malabarismos» verbales de su nueva época; con el mismo tenor lapidario, su primer editor, Núñez y Domínguez, se sumó a la cargada de los descalificadores.
Pero mucho antes de que eso pasara, en 1909, Eduardo J. Correa, director del periódico católico El Regional,que circulaba en Guadalajara, le propuso a su joven colaborador, entonces estudiante de Derecho en San Luis Potosí, publicar sus poemas en una edición impresa en los talleres del diario apostólico. Apesadumbrado por pérdidas recientes, la de su padre el 8 de diciembre de 1908 y la ruptura definitiva con Josefa de los Ríos, mejor conocida como Fuensanta, en octubre de 1909, la invitación puso a remar a contracorriente al poeta cachorro a fin de ordenar el material poético que había escrito y publicado en los últimos dos años. Con toda seguridad en los primeros meses de 1910, López Velarde remite el manuscrito de la primera versión de La sangre devota a las oficinas de El Regional, ubicadas en la calle de Don Juan Manuel y de la Alhóndiga, es decir, en una de las esquinas de la actual manzana del periódico El Informador.
     La mayoría de los críticos del autor de «La suave Patria» apuntan que, a raíz de un ejercicio de autocrítica, el poeta retiró el original postergando la publicación
—con notorias transformaciones y notables añadidos— para seis años después. Por mi parte, y en apego a datos biográficos, y muy especialmente a la correspondencia entre Correa y López Velarde, editada y anotada magistralmente por Guillermo Sheridan, me atrevo a sumar algunos imponderables que cancelaron la edición tapatía de La sangre devota. Una vez que el periodista, y también poeta aguascalentense, recibió y leyó con atención la carpeta escrita de puño y letra del natural de Jerez —la balanza moral inclinada sobre la de los méritos estéticos—, se replanteó el ofrecimiento. No obstante que el diario contaba con un grupo de accionistas, el principal sostenedor era, ni más ni menos, el poderoso y acaudalado obispo, el Ilmo. Sr. Lic. D. José de Jesús Ortiz. El recién llegado director ¿pondría en juego no sólo su trabajo, sino además su nombre de buen católico en aras de la gloria de un poeta que confundía a menudo el alma y el cuerpo, el pecado y la virtud?
     Como se lee y sobreentiende en la correspondencia aludida, Correa da largas al tema de la edición y no enfrenta la situación tal y como es. En una carta le dice, de plano, que la calidad de la imprenta de El Regional no es de lo mejor y que buscará en Aguascalientes una mejor propuesta, insinuando que, en este nuevo escenario, el autor correrá con los gastos. En el funesto año de 1910, la situación económica de la familia del poeta, después de la partida del patriarca, era agónica; para colmo, López Velarde, el primogénito de la tribu, aún no concluía sus estudios y sumaba su mantenimiento a los gastos que sufragaban, en Zacatecas, sus tíos maternos. Asegura Luis Noyola Vázquez que, antes del tropiezo con la prensa católica, el estudiante de Derecho barajó posibilidades para editar su libro en San Luis Potosí, en un momento nada propicio para imprimir algo que no fuera el informe anual del gobernador.
     Con una portada de Saturnino Herrán, una gentil moza enrebozada con la iglesia de Churubusco a su espalda, lució la primera edición de uno de los clásicos de nuestra poesía.      De los treinta y siente poemas que integran el volumen, López Velarde recuperó trece textos del manuscrito original conservado en la Academia Mexicana de la Lengua. Fundamentalmente con poemas escritos entre 1914 y 1915, en los años iniciales de su segunda residencia capitalina, el jerezano redondeó la faena y concluyó La sangre devota; rabo y orejas, además de un arrastre lento para éste, su primer astado, en una tarde pletórica de pañuelos al viento, nervios y sol.


             «Un nuevo libro de versos: La sangre devota», en Revista de Revistas, 30 de enero de 1916.

sábado, 2 de enero de 2016

Fernando del Paso, muerte y resurrección de la novela

Enero/2016
Nexos
Alejandro Toledo

En el último tramo del siglo XX se hablaba en Occidente de la muerte de la novela, que habría conquistado sus grandes cimas en los años veinte y treinta (con Joyce, Proust, Virginia Woolf y otros) para luego transformarse en oscuros ejercicios experimentales cada vez más alejados de la trama y del lector (el mismo Joyce con Finnegans Wake, Beckett y el nouveau roman), objetos literarios de difícil acceso. Un poco de acuerdo con este paisaje, Salvador Elizondo describía un periplo que iba de la Odisea de Homero al Ulises de Joyce, como una vuelta a lo mismo, cual si un círculo se cerrara, y lo que seguía era la imposibilidad narrativa. Un texto suyo, “El grafógrafo”, parecía cifrar ese callejón sin salida: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía…”.

Como se percató Fernando del Paso (ciudad de México, 1935), en Latinoamérica el cuento era otro. El boom y sus secuelas llevaron aire fresco a la novela y la hicieron ejercitarse (con Rayuela, de Cortázar, que avanza a saltos, o Cien años de soledad, de García Márquez, como refundación de un tiempo mítico). Cuando se le preguntó sobre esa presunta muerte de la novela, Del Paso, que ya había publicado José Trigo (1966) y Palinuro de México (1977), respondió con buen humor que se trataba, en tal caso, de los funerales de la Mamá Grande.

Piénsese ahora en otras obras mayores de esa época, aún surtidor inagotado: en España aparece Larva (1983), de Julián Ríos; en México, Terra Nostra (1975), de Carlos Fuentes, y Crónica de la intervención (1982), de Juan García Ponce… Más que novelas, novelones, trabajos de muy largo aliento a los que se vuelve una y otra vez. Quizá este ciclo cierre, de algún modo (o se continúe, porque cada gran obra es un fin y un comienzo), con Noticias del Imperio (1987), que será no sólo un éxito de ventas inmediato, llevando lo experimental al gran público, sino que además cruzará varios mares, vía las ediciones simultáneas en México y España o las numerosas traducciones, e instala de nuevo a la novela en territorios como el europeo, en los que parecía haber estado a punto de extinguirse, reconstruyendo a la vez un viejo diálogo.

Según el acta del jurado del Premio Miguel de Cervantes 2015, éste se le concedió a Del Paso “por su aportación al desarrollo de la novela, aunando tradición y modernidad, como hizo Cervantes en su momento…”, porque con Cervantes nace en nuestra lengua (y en otras, pues no se entiende a Laurence Sterne sin Cervantes, por ejemplo) la vía de la novela experimental. Y el cervantismo de Del Paso queda expuesto, además de estar presente de modo práctico en sus novelas, en su Viaje alrededor de El Quijote (2004), que es eso, un recorrido por la crítica quijotesca, y que arranca de este modo, como si reescribiera aquella otra historia: “Alguien, de cuyo nombre no es que no quiera, sino que no puedo acordarme, descubrió las enormes, irreparables pérdidas que sufrió el Occidente tras su encuentro con América”.

Del Paso fue un cronista de Indias a la inversa: con la historia de Maximiliano y Carlota mostró a los europeos un espejo mágico-realista. De forma inesperada, eso que creían lejano y extravagante, en sus lecturas de los escritores del boom, se convirtió en parte sustancial de sí mismos… y la agonía de la novela se transmutó, para decirlo con Gorostiza, en una muerte sin fin; o, para convocar aquí a Cyril Connolly, en una tumba sin sosiego.



¿Estamos frente a un genio? The Unquiet Grave (1944), tal es el título original del libro del ensayista británico en el que Del Paso se encontró (o reencontró) con el personaje Palinuro; aunque hay también un Palinuro en La feria (1963), de Juan José Arreola, un poeta de Guadalajara de ese nombre que visita el Ateneo Tzaputlatena y de cuya asistencia a ese círculo intelectual pueblerino se cuenta lo siguiente: “El resto de la velada fue más bien melancólico. Después de un breve periodo de entusiasmo y euforia, Palinuro cayó en una somnolencia profunda, como el piloto de la Eneida, y se quedó dormido con sus hojas de papel en la mano. Poco después se deslizó suavemente desde la silla hasta el suelo, y no pudo leernos sus poemas” (pp. 114-115, Mortiz, Serie del Volador).

En efecto, se trata del piloto de Eneas que en una noche de tormenta es vencido por el sueño y cae al mar para ser luego arrojado a una playa, en donde lo asesinan. Connolly asume al personaje virgiliano como un alter ego; y desde Palinuro arma un discurso ensayístico (en la tradición del Virginibus Puerisque de Stevenson) desde el que se observa el arte y la vida. Ahí habrá leído Del Paso esto que lo confirmaba en su camino: “Cuantos más libros leemos, mejor advertimos que la función genuina de un escritor es producir una obra maestra y que ninguna otra finalidad tiene la menor importancia”.

Connolly aconseja a los autores no distraerse en otros oficios relacionados con la palabra y dedicarse sólo a aquello que es su meta. “Los escritores enfrascados en cualquier actividad literaria que no presuponga el intento de crear una obra maestra”, escribe, “son víctimas de sí mismos y, a menos que estos autoaduladores se limiten a considerar aquellas actividades como su contribución al esfuerzo de la guerra, tanto los valdría el pelar patatas”.

Con la arrogancia del autor de una primera obra maestra, se había presentado en sociedad Fernando del Paso al aparecer, en la naciente editorial Siglo XXI, José Trigo. Al anunciar esa novedad literaria, en el suplemento La Cultura en México, en lo que llamaban una apasionante incógnita de nuestras letras, se hacía esta pregunta: “¿Estamos frente a un genio?”. Ello, la posibilidad de haberse construido entre nosotros una novela total (o el intento por hacerla), generó en los críticos una curiosa distancia; y el mismo Del Paso se puso a la defensiva. Dijo alguna vez: “Me interesan los juicios sobre mi libro, y a ellos reacciono con respeto algunas veces, con desprecio otras, en ocasiones con agradecimiento y en ocasiones con risa… Por otra parte, de la misma manera que acepto el derecho de los críticos de pensar y declarar que José Trigo es un libro informe, disparatado, me reservo el derecho de pensar y declarar que los juicios de quienes así opinan abundan en adjetivos que reflejan sus propias cualidades”.

¿Habrá logrado Del Paso ese objetivo del libro total en su primer trabajo novelístico? En Joyce, el avance de lo sencillo a lo completo es paulatino: arranca con los cuentos de Dublineses, sigue con una ficción de base autobiográfica, Retrato del artista adolescente, y sólo entonces se enfrasca en el proyecto de Ulises y cierra luego con Finnegans Wake. Del Paso quema etapas y desde el comienzo intenta su Ulises, una novela estructuralmente compleja y temáticamente ambiciosa. Mas José Trigo es eso (un ejercicio joyceano) y otras cosas: están los asuntos históricos, la guerra cristera y el movimiento ferrocarrilero; y hay otras presencias: el mito original en el que se sustenta (el equivalente a la Odisea para Joyce en Ulises) es la mitología náhuatl, algo que se revela sobre todo en esa sección intermedia que es El puente; y están también, claro, Faulkner y Rulfo.

Desde la perspectiva actual podemos valorar el universo creado por Del Paso ya como un todo, pues sabemos cuál fue su inicio y hacia dónde llegó. Y cabe preguntarse qué lugar ocupa en ese cosmos José Trigo. ¿Será ya la novela total o sólo un primer intento por acometer esa empresa? Escribió José Luis Martínez en 1968 en la Revista de la Universidad: “De cierto puede decirse que José Trigo es una novela ardua y problemática y que acaso el tiempo nos dé la luz con que ahora no sabemos leerla u olvide su laboriosa fábrica”.

El tiempo la ha situado como un comienzo. En términos de escritura, implicó un sofisticado taller de creación literaria. Hay quien aún cree que se le nota demasiado lo joyceano (monólogo interior, juegos de palabras, técnicas distintas en cada capítulo…); y hay quien la celebra todavía como una primera obra maestra de su autor. Sabemos que en la ars poetica delpasiana circulan, por un lado, la compleja elaboración verbal; y, por el otro, el trasunto histórico, la exploración de pasajes de la historia, avenidas que en José Trigo están ya perfectamente trazadas.



La deriva. Sin saber lo que ocurriría más tarde en esos territorios de Nonoalco-Tlatelolco, explora Del Paso una geografía también marcada por la historia. Las páginas finales de José Trigo están llenas de anuncios de lo que sucedió después, en la Plaza de las Tres Culturas, y quizá este hecho hizo que su autor, que dedica Palinuro de México al movimiento estudiantil de 1968, no considerara es espacio para el momento final de su protagonista.

Se inscribe esa novela en una serie narrativa que tiene su importancia, la de la novela del 68, acaso tan significativa y tan nutrida como la novela de la Revolución. Se ha mencionado antes Crónica de la intervención, de Juan García Ponce, retrato de ese año festivo y fatal; y de él es también La invitación (1972), novela igualmente marcada por el sueño, según este epígrafe de Novalis: “El sueño se hace mundo, el mundo se hace sueño”.

De ese ciclo convendría citar también Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora; y Muertes de Aurora (1980), de Gerardo de la Torre… Mas la lista es larga y llega hasta el chileno Roberto Bolaño, que en el año 1999 publica Amuleto, con la historia de aquella mujer uruguaya que se quedó encerrada en los baños de la Facultad de Filosofía y Letras durante la toma por el Ejército de Ciudad Universitaria.

En Del Paso el movimiento estudiantil es un contexto; la esencia del 68 está concentrada en ese departamento que se sitúa frente a la Plaza de Santo Domingo, en el despertar erótico de Palinuro y su prima Estefanía y en las aventuras por el Centro Histórico del estudiante de la Facultad de Medicina con sus compinches.

Entre uno y otro libro, entre José Trigo y Palinuro de México, pasa el autor por una experiencia hospitalaria inesperada y un empleo bien remunerado en una agencia de publicidad, estancias de las que sale vivito y coleando. Renuncia a los bienes terrenales y se lanza, cargando con la familia, primero a una estancia como escritor en Estados Unidos y luego a un trabajo menor en la BBC de Londres, todo para lograr sacar adelante su segundo tabique. En éste mezcla la autobiografía con la ficción; es el mismo funámbulo de la palabra, y es a la vez otro. No necesita demostrar su genio, lo que algunos creyeron detectar en José Trigo; mas sus habilidades prosísticas siguen siendo sorprendentes.

No hay ya una construcción, como la pirámide de José Trigo; lo que el personaje de Virgilio dicta es una deriva: la de una generación que se deja arrastrar por los sueños y con ellos muere.

Palinuro de México no es una crónica del movimiento estudiantil; los personajes apenas participan en esos acontecimientos. Hay incluso quien la ha descalificado como parte de ese ciclo novelístico al contabilizar las pocas páginas que a éste se dedican… sin embargo, representa cabalmente lo que animaba al 68. Podría equipararse con Al filo del agua (1947), de Agustín Yáñez, que tampoco se dedica a contar la Revolución, pero que lleva al lector a entender por qué se dio la revuelta. O se me ocurre un símil cinematográfico: la cinta Los soñadores (2003), de Bernardo Bertolucci, cuya trama transcurre mayormente en un departamento parisino, con el trasfondo del mayo francés. En los tres casos no se narra el día a día de esas jornadas; pero está ahí retratado, concentrado, el espíritu que les dio fuerza y sentido.



Lo históricamente verdadero. En los años ochenta del siglo pasado había la fama de dos autores de lengua española que asumían el reto de equipararse, en sus búsquedas narrativas, con James Joyce. Uno era Julián Ríos, y el otro Fernando del Paso. Se les consideraba entonces como figuras de culto; sus obras no se recomendaban a los lectores comunes: había que tener la costumbre de visitar las grandes cimas literarias para acometer esa escalada… Pero ello era parte de un malentendido que el tiempo ha terminado por diluir.

Cuando Del Paso publica Noticias del Imperio se convierte en un inmediato bestseller, sea por lo atractivo de los personajes Carlota y Maximiliano, o por ese monólogo enloquecido (a lo Molly Bloom) con el que se arma la novela. Ello hace que los recursos más extremos del autor sean asimilados. Siendo ardua su elaboración, en Del Paso siempre ha habido, como lo hay también en Joyce y Ríos, humor. Aunque sean novelas complejas estructuralmente, y donde se usan recursos como la variación formal o se plasman las corrientes interiores de la mente, al final se trata de libros en los que algo se está contando, y donde siempre se crean situaciones divertidas.

Fue un gran salto, de una ironía extraña, el que un escritor exquisito se convirtiera, repentinamente, en un autor exitoso comercialmente. Y en ello se ha apoyado la circulación de sus dos primeras novelas y los ejercicios literarios que ha realizado después. Como si se tratara del avance de un cometa, hubo un tramo en el que su andar fue solitario, o limitado a unos pocos acompañantes; pero de pronto esa vía extraña se convirtió en una enorme galaxia, quizá excesivamente poblada.

No sé si quienes se asombraron con Noticias del Imperio abordaron con el mismo entusiasmo José Trigo y Palinuro de México. El compacto tomito de Siglo XXI de José Trigo hacía ardua su lectura; hasta ahora, editada por el Fondo de Cultura Económica, ha encontrado un continente apropiado. En cambio, Palinuro de México se volvió una pareja extraña de Noticias del Imperio en su tránsito por diversos formatos comerciales…

Esa tríada da cuerpo a la obra de Fernando del Paso. Coinciden en el interés por asuntos históricos: la guerra cristera y el movimiento ferrocarrilero en un caso; el movimiento estudiantil de 1968 en el otro; y la invasión francesa y el reinado de Maximiliano y Carlota, por último. A Del Paso le gusta dialogar con una frase de Borges en la que se confronta lo históricamente exacto con lo simbólicamente verdadero. Parece haber preferido esto último en las dos primeras novelas, cuando altera las cronologías e incluso las geografías (al ubicar, por ejemplo, la Facultad de Medicina aún en el Centro Histórico, cuando ya existía Ciudad Universitaria) para dar realidad a sus ficciones. En Noticias del Imperio juega doble: realiza una investigación exhaustiva; refiere escrupulosamente los hechos, y sólo a partir de ese piso firme de historicidad es que se permite dar entrada a la fantasía. Es decir, intenta ser históricamente exacto y, a la vez, simbólicamente verdadero.

Del Paso es, sin duda, un autor que se desborda. Podría uno entretenerse en sus tres novelones; o empezar a frecuentarlo por aquello que escribió luego de su jubilación como gran novelista, incluida la pieza policiaca Linda 67 (1995), sus poemas adultos e infantiles, el ensayo literario e histórico o sus dibujos. Si fuera un parque de atracciones, diríamos que cuenta con tres grandes espectáculos (enormes montañas rusas, a lo Tolstoi o Dostoievski), y luego algunas secciones menores que tienen, no obstante, el sello maestro de su escritura.

Habría que ubicarlo, sí, con Julián Ríos, y a la estela de Joyce, en esa nómina peculiar de los escritores excesivos.