sábado, 24 de marzo de 2018

La imposibilidad de ser Oscar

24/marzo/2018
Laberinto
John Banville 

Podría decirse que Oscar Wilde, uno de los más grandes artistas literarios de ese periodo que persistimos en llamar fin de siècle (que va de 1880 a 1900, aproximadamente), alcanzó su mejor forma en dos piezas de reflexión estética: el prefacio de su novela El retrato de Dorian Gray, de una página, y el ensayo breve “La decadencia de la mentira”. Podría ser paradójico destacar únicamente estas dos viñetas, en medio de obras maestras como La importancia de llamarse Ernesto y Un marido ideal, además de los atormentados testimonios de su encarcelamiento que son De profundis y “La balada de la cárcel de Reading”, ¿pero no era acaso Wilde el gran maestro de la paradoja? De hecho, la misma esencia de su obra consistía en tomar la sabiduría de siglos y volverla de revés, con el destello elegante y ligero de un aforismo.

“No hay libros morales o inmorales”, pronuncia el prefacio a Dorian Gray, con la autoridad serena de una bula papal (Wilde, con su admiración por la pompa y la arrogancia, sentía una envidiosa fascinación por la institución papal), lo que lleva a la pregunta de si, entonces, puede decirse que una vida sea moral o inmoral. La Inglaterra victoriana tardía no dudaba, tras su vertiginosa caída en desgracia en 1895, de que Wilde era un inmoralista de grado mayor (para usar el término de su amigo y admirador André Gide) y por sus crímenes le sentenció a dos años, antes de ceder, gruñendo de asco y con una adusta sacudida de manos.

No solo fue asediado por la alta burguesía: muchos artistas abandonaron a su antiguo colega y amigo, varios de ellos aterrados ante el riesgo de ser arrastrados fuera del clóset. Henry James, quien había conocido a Wilde en Estados Unidos en 1882, llamándolo entonces una “bestia impura”, a la que encontraba “repulsiva y fatua”, fue sacudido por lo que llamó la “tragedia sórdida, pero como quiera tragedia”, que comenzó con el juicio contra Wilde por ofensas homosexuales en la primavera de 1895. James escribió por entonces a un amigo suyo: “[Wilde] nunca fue de interés para mí, aunque eso ha cambiado, en cierto modo, con esta historia espantosa”. En cierto modo: en la cadencia, apenas murmurada, el terror y la melancolía se escuchan con claridad.

Los detalles del caso se han vuelto leyenda, así que no estaría de más una breve recapitulación: Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació en Dublín en 1854, del matrimonio de Sir William Wilde, un cirujano muy popular, y la admirable, aunque un tanto ridícula, Jane, quien tenía sangre italiana y que, con el seudónimo de Speranza, escribía poesía patriótica (barata y solemne, sobre todo) para la prensa nacionalista, una obra que estuvo a punto de ganarle una sentencia de cárcel alguna vez. Gran asunto habría sido para la respetada familia Wilde el de contar con dos presidiarios.

El joven Oscar asistió al internado de Portora, en Enniskillen, que entonces era el Trinity College de Dublín. Ingresó después a Oxford, donde se convirtió en uno de los jóvenes exquisitos que circulaban por el Magdalen College, ataviado con amplias capas y collares. Adornaba su cuarto con plumas de avestruz, lirios frescos y abundante papel de china azul. Pero también se dedicaba con seriedad a sus estudios, particularmente latín y griego, así que no fue un vacuo alarde cuando dijo de sí mismo que alguna vez había sido un “lord del lenguaje”.

En Oxford encontró influencias que entonces eran revolucionarias, incluyendo a John Ruskin, y en particular Walter Pater, cuyas doctrinas artísticas habrían de tener la mayor relevancia en la vida y la obra de Wilde. Como todo artista, por supuesto, debía, si no matar al padre (¡el Pater!), al menos darle un buen golpe. En el diálogo casi unilateral que es “La decadencia de la mentira”, el dominante Vivian, portavoz de Wilde, va un paso más allá que su mentor, con delicadeza pero cálculo pleno, para liberar al arte de cualquier deuda que pudiera tener con el utilitarismo y el lugar común de las “pasiones mundanas”.

“El arte jamás expresa otra cosa que a sí mismo. Tal es el principio de mi nueva estética y es esto, más que la conexión vital entre forma y sustancia en la que insistía el señor Pater, que hace de la música el modelo para todas las artes”.

Aquella “nueva estética” puede no haber sido tan novedosa como él quería hacerla parecer: el movimiento que defendía al “arte por el arte” se encontraba en marcha al momento de la publicación del ensayo, en 1889. Pero nadie, ni Flaubert en sus cartas, ni Baudelaire en sus textos periodísticos, había defendido la autonomía total del arte con tanto tino y aplomo, con una prosa de persuasión consumada. A esto se agregaba el aliento de su lectura, inspirada en autores clásicos y modernos que en buena parte eran la base de sus argumentos. Él sabía bien de dónde provenía su fluidez.

Cuando concluyó sus estudios, fue con la mayor determinación y una mirada bien entrenada que se dispuso a abrirse camino en el “mundo de la pluma”, como se hacía referencia por entonces al circuito literario y la competencia que en él se daba. Extrañamente, para alguien tan entregado al conocimiento de la antigua cultura europea, fue en el Nuevo Mundo que forjó su primer gran éxito, cuando emprendió una gira por Estados Unidos para impartir conferencias sobre diseño interior, entre otros temas. La estancia debió durar cuatro meses, pero se alargó un año. Lejos de casa, Oscar se había convertido en quien debía ser.

También parecía encontrarse sobre piso firme en su vida privada cuando, en 1884, se casó con Constance Lloyd, hija de un abogado (que contaba con unos considerables ingresos privados, para aderezar la unión). Se mudaron a una bonita casa en el barrio londinense de Chelsea, donde pudieron dedicarse al diseño interior y tuvieron dos hijos, Cyril y Vyvyan (curiosamente, los nombres que dio a los protagonistas del debate en “La decadencia de la mentira”), pero el dulce grillete de la vida doméstica no logró mantener a Oscar bajo control. Como escribió años más tarde: “Cansado de las alturas, me moví deliberadamente hacia las honduras en busca de nuevas sensaciones”. Al principio, no fueron tan profundas las honduras de la depravación en las que se sumergió. Se cree que su primer encuentro homosexual serio sucedió en 1886, con el periodista y crítico canadiense de origen inglés Robert Ross, quien habría de ser uno de sus amigos leales y defensores hasta su muerte (y después de ella).

Aquí debemos detenernos un momento. Podría haber estado en aguas superficiales, pero también eran turbias. “¿Oscar Wilde se consideraba a sí mismo homosexual?”, se pregunta Nicholas Frankel en las primeras páginas de Oscar Wilde: The Unrepentent Years (Harvard University Press), su fascinante mirada a la última fase de la vida del escritor, hasta ahora poco estudiada. Al señalar que la palabra “homosexual” apareció impresa por primera vez (y entonces solo como adjetivo) en 1892, Frankel observa: “Siempre habrá algo de anacrónico en las referencias a cualquier ‘identidad sexual’ victoriana. El sexo, tanto el permitido como el ilícito, era algo que la gente practicaba, pero no era visto aún como una forma de expresar la sexualidad personal”.

Comoquiera que sea, puede decirse que Wilde conocía su propia naturaleza, con independencia del término que le asignara. “Un poeta encarcelado por amar a los muchachos ama a los muchachos”, escribió sin afectación desde París, tras salir de prisión y haberse reconciliado con Douglas (Bosie). Y continuó, en el tono digno y melancólico de sus últimos años, señalando que si hubiera renunciado a los muchachos después de cumplir su sentencia habría sido como admitir que “el amor uranista es innoble”. Pero, ¿qué le impulsaba más: su entrega a la nobleza y el amor verdadero, o el anhelo por la degradación que le llevó a las turbias profundidades en las que chapoteaban los muchachos de alquiler? ¿O fueron las profundidades de la selva? “Era como un festín con panteras”, escribió desde la cárcel. “La mitad de la emoción estaba en el peligro”.

La “ocasión de pecar” (como solían decir los sacerdotes) que le puso tras las rejas fue su querido Bosie. Douglas ha sido muy criticado, merecidamente dirían muchos, aunque no Frankel, que busca, con su estilo discreto aunque persuasivo, limpiar un poco del fango que ha manchado la reputación de Bosie: “La relación entre Wilde y Douglas sigue siendo malinterpretada. Douglas ha sido siempre representado como un Judas o un Yago, desalmado y cruel, que espoleó a Wilde para cometer no una, sino dos veces, actos desastrosos y fatídicos, antes de abandonarle para enfrentar las consecuencias por su cuenta”.

Es de admirar la grandeza de espíritu que muestra Frankel al tratar de redimir la imagen de Bosie, pero no aporta la evidencia suficiente para sustentar su caso. Cierto, Bosie era más que el niñato malcriado y llorón al que lo ha reducido la posteridad, pero no mucho más. No hay duda: empujó a Wilde hacia el precipicio, sin preocupación aparente por las consecuencias y aun si “conoció y amó a Wilde más íntimamente que cualquier otra persona en ese periodo”, como escribe Frankel, ese amor estaba hecho tanto de nobleza “uraniana” como de egoísmo e irresponsabilidad.

El primero de los “actos desastrosos y fatídicos” a los que Bosie le incitó fue abrir un juicio por difamación contra su padre, el vil marqués de Queensbury (un Mr. Hyde sin su respectivo Dr. Jekyll), quien sabía de la relación que su hijo tenía con Wilde y dejó su tarjeta de visita en el club al que asistía éste, con una nota en la que acusaba al ya famosísimo dramaturgo de ser un “sodomita”. Wilde desoyó los consejos de varios amigos suyos y llevó el caso a juicio, lo que, sabemos ahora, resultó un espantoso error de cálculo que le llevó a ser acusado de ultrajes a la moral pública y encarcelado.

Es probable que Wilde no haya tenido por entonces plena conciencia de lo que implicaba una sentencia de cárcel. “Casi de seguro”, escribe Frankel, “él tenía todavía una idea exaltada y romántica de la prisión: alguna vez había escrito que ‘un encarcelamiento injusto por una causa noble fortalece y profundiza la propia naturaleza’”. Le esperaba un terrible baño de realidad en la cárcel de Pentonville, uno de los lugares de reclusión más duros de la Inglaterra victoriana. “Desde el inicio, fue una pesadilla diabólica”, contó Wilde a otro amigo leal, Frank Harris, “más espantoso que cualquier cosa que pudiera haber soñado”. A su llegada, fue obligado a “bañarse” en una tina de agua inmunda. Su cabello, esos rizos amplios de los que se envanecía, fueron rapados. Ataviado en el “traje de la vergüenza”, fue arrojado a una celda tan reducida y ruidosa que apenas se sentía capaz de respirar: “Pero lo peor fue la inhumanidad: descubrir lo maléfica que es la criatura humana. Hasta entonces, no sabía nada de ella. No había imaginado crueldad similar”.

Un gran mérito de Wilde es que, ya liberado, trabajó arduamente para lograr una reforma del sistema penal, con resultados considerables. También participó en la campaña para revocar el Acta de la Enmienda de Ley Criminal, bajo la que había sido convicto por actos homosexuales. “No tengo duda de que habremos de ganar”, escribió al activista George Ives en 1898, “pero el camino es largo y está sembrado de martirios monstruosos”. Debe tenerse presente que Wilde, el esteta, es también el autor del ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo”, influido por los anarquistas. Wilde fue un hombre de muchas facetas, no todas decadentes.

Hacia el otoño de 1895, de acuerdo a Frankel, Wilde estaba “a punto del colapso”. Gravemente debilitado por el hambre, la privación del sueño y enfermedades recurrentes, estaba tan débil que una mañana no pudo levantarse de la cama. Cuando se le forzó a hacerlo, cayó al suelo varias veces y los golpes dañaron su oído interno, una herida que pudo contribuir a su muerte prematura, por meningo encefalitis, cinco años después.

Tiempo después, las condiciones de su encierro mejoraron un tanto, gracias en parte a los esfuerzos de [Robert] Ross y en particular de [Frank] Harris, una figura de su círculo cercano que hasta hoy era considerado un pillo, pero que emerge del libro apasionante y bien documentado de Frankel con un auténtico aire de santidad. En el verano de 1896, Harris consiguió una audiencia con Sir Evelyn Ruggles–Brise, el presidente de la comisión de penitenciarías, para suplicarle un tratamiento más benévolo hacia el prisionero, que para entonces había sido transferido de la cámara de horrores que era Pentonville a la cárcel de Reading Gaol, un poco menos severa. Harris fue agradablemente sorprendido cuando Ruggles–Brise lo envió de inmediato a Reading para verificar el estado, tanto físico como espiritual, en que se hallaba Wilde.

De acuerdo con Frankel, “la visita de Harris en ese 1896 fue un punto de inflexión en los dos años que duró la readaptación de Wilde”. Uno de los efectos, que no habría de durar mucho, fue el rechazo piadoso y meramente estratégico de sus ideas sobre la nobleza del amor uraniano. A instancias de Harris, confeccionó una petición, larga y a primera vista sincera, para el ministro del Interior británico. Frankel dice: “Comienza con la observación de que, aunque no tiene intención de paliar las ‘terribles ofensas’ de las que había sido ‘merecidamente encontrado culpable’, esas ofensas eran ‘formas de locura sexual’ y ‘enfermedades que debían atenderse a manos de un médico y no crímenes que debieran ser castigados por un juez’ ”.

La rendición que representa este documento de dos mil palabras es plenamente comprensible, dado el predicamento en que se hallaba Wilde, pero no deja de haber una tristeza desalentadora en el hecho de ver a un hombre tan orgulloso rebajarse así.

En el largo grito de ayuda que es De profundis, terminado en 1897, Wilde exhibe a Bosiecomo la causa de su ruina. Irónicamente, Bosie no supo siquiera de la existencia de este texto sino hasta muchos años más tarde. Wilde se lo había entregado a Robert Ross, quien lo publicó cinco años después de su muerte. La primera versión fue sometida a una censura tan estricta que el mismo Douglas pudo reseñarla (¡en la revista Motorist and Traveler!), sin darse cuenta de que él era el objeto de la carta.

Los tormentos que sufrió en esos años de encierro, lejos de hacer que Douglas se volviera una influencia funesta y destructiva a los ojos de Wilde, solo parecen haber intensificado su pasión por ese hombre apuesto y no desprovisto de talento. Como dice Frankel: “El elemento estrictamente sexual desapareció desde los primeros años de su relación… pero los dos seguían amándose y la supervivencia de su amistad y su afecto fue un escándalo público”. En una carta a su madre, que Frankel no duda en describir como desgarradora, Douglas escribe: “aún le amo y le admiro, y creo que ha sido sometido a tratamientos infames por bestias crueles e ignorantes”.

Su reunión se volvió asunto público cuando se establecieron juntos en Nápoles, una ciudad que Wilde describió con entusiasmo como “malvada y suntuosa”, en la que la pareja reincidente, a pesar de una escasez crónica de fondos, tuvo banquetes, bebió copiosamente y se entretuvo persiguiendo muchachos. Este fue el segundo “acto desastroso y fatídico” del que, Frankel considera, Bosie fue injustamente culpado. Al contrario, insiste él, un poco forzadamente: la “desafortunada reunión de Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas en Nápoles es uno de los eventos que más se han distorsionado y malinterpretado en la historia de la literatura”, aunque “sepultó cualquier esperanza de respetabilidad y de llevar una vida decente que pudo haber tenido Wilde”. 

Respetabilidad: la palabra conjura de inmediato la imagen de Constance, la esposa de Wilde, perpleja ante la calamidad que había caído sobre ella y sus hijos, siempre más dispuesta a mostrar tristeza que rabia o vituperio. Su reacción más dura fue prohibirle a Wilde el acceso a sus hijos, y él se fue a la tumba sin haberles visto de nuevo, más que en fotografías que ella le enviaba. Esta fue una de las privaciones que encontró más difícil de soportar (“lo que quiero es el amor de mis hijos”) y por la que jamás consiguió perdonar a su esposa. Aun así, se daba cuenta de la herida terrible que había infligido a esta mujer decente y agobiada: “No me importa ver mi vida destrozada”, escribió a un amigo, “así es como debe ser. Pero cuando pienso en la pobre Constance, simplemente quisiera suicidarme”.

Los amigos de Wilde le rogaban escribir durante esos últimos años de desesperanza. Él incluso firmó contratos para nuevas obras, pero apenas fue un truco para hacerse de un poco de efectivo, algo que siempre le hacía falta. En París, tras su liberación, detuvo en la calle a su amiga, la cantante Nellie Melba, y con lágrimas de vergüenza le pidió dinero. Aun en la miseria, insistía en vivir como el exitoso dramaturgo que fue alguna vez. “Mi obra había sido una dicha para mí”, escribió. “Cuando mis textos estaban en escena, ¡ganaba hasta cien libras semanales! Disfrutaba cada minuto del día”. ¿Fue justo ahí, en la dicha, en el deleite ilimitado, con el oro en el banco, que había preparado su fracaso último? Después de ser liberado intentó revivir la vieja gloria, en Nápoles o en cualquier otra parte, pero fue en vano. No había más que cenizas. “Algo murió en mí”, dijo a Ross. “No siento el deseo de escribir”. Y agregó: “no me siento a la altura de la arquitectura intelectual del pensamiento”.

Esta última es una observación significativa, acaso más reveladora de lo que él mismo comprendía. ¿Alguna vez se permitió estar a la altura del exceso de talento literario que llevaba sobre los hombros? ¿Había cumplido sus propias exigencias, delineadas con dogmatismo (pese a la ligereza de tono) en el prefacio de Dorian Gray y en “La decadencia de la mentira”? Cierto, sus obras son grandes a su manera (Salomé, en particular, muestra al artista subversivo que pudo haber sido, si no le hubiera faltado valor) pero no lo bastante de algún modo. No cumplen la promesa de su genialidad. A lo largo de su vida había hablado demasiado de su propio talento. Como dijo un testigo: “se agotó en palabras”.

Hay indicios de que sabía, o al menos sospechaba, que había fallado a un nivel profundo. Cuando publicó la versión revisada de La importancia de llamarse Ernesto, la dedicó al siempre leal Ross, pero con el apunte melancólico de que “desearía que fuera una obra más maravillosa, de mayor seriedad en su intención”. De forma similar, en “La balada de la cárcel de Reading” señaló que estaba “tomado de una experiencia real” y, por lo tanto, era “una especie de negación de mi propia filosofía del arte”.

¿Podría ser, entonces, que es justo en su filosofía del arte, y no en las obras que creó a partir de ella, donde residen sus mayores logros? Su teatro y su ficción brillan, relucen y lanzan destellos, pero aun en los mejores momentos sus personajes se resisten a hablar en nombre de esa “seriedad de intención” que debe ser la base hasta de una obra ligera. Basta contrastar a Wilde y a Chéjov para asombrarse de lo que el segundo podía hacer con personajes que parecían de papel, tanto como los del primero resultaban marionetas que eran incesante e incluso insufriblemente ingeniosas.

Es una idea extendida que Wilde mismo inició la conflagración que terminó por destruirle a partir de un éxito desmedido (“¡cien libras semanales!”), pero también es posible pensar que lo que encendía su talento, desde el inicio, era la certeza del fracaso acechante. Cuando Gide le preguntó si siempre supo que todo terminaría en la ruina, su respuesta resonó con énfasis ambiguo: “¡Claro! Claro que supe que habría una catástrofe… La esperaba. Debía terminar así. Solo imagina: no era posible ir más allá, y no podía durar. Por eso, comprendes, debía tener un fin”.

La estética de un artista no debe ser negada. De lo contrario, le aguardan las mayores profundidades.

©The New York Review of Books.

Traducción de Atahualpa Espinosa.

domingo, 4 de marzo de 2018

Las tres trilogías de Enrique González Rojo

4/Marzo/2018
Jornada Semanal
Luis Hernández Navarro

Los tres Enriques
En una época de cerveza sin alcohol, café sin cafeína, refrescos light, quesos descremados, partidos sin ideología y margarina en lugar de mantequilla, la obra de un intelectual que revindica el pensamiento duro debe remar a contracorriente.
En una era en la que el campo cultural está dominado por capillas que sirven indistintamente al Príncipe y al Dios mercado, y las ideas que más circulan son las que los intelectuales mediáticos transmiten en pantallas de televisión y programas de radio, el trabajo de un pensador anticapitalista que lo mismo critica a Octavio Paz que a la nomenclatura política tiene grandes dificultades para abrirse paso.
Enrique González Rojo Arthur es uno de ésos. A sus ochenta y nueve años de edad, con varios premios de poesía a sus espaldas (incluido el Xavier Villaurrutia y el Benemérito de las Américas), una sólida obra filosófica y una práctica política inclaudicable enfrenta el frío (e incluso el desdén) de los administradores del Olimpo de las letras.
Sabe a qué se enfrenta. No en balde dedicó su libro El Antiguo Relato del Principio: “ A Efraín Huerta, poeta independiente del Estado y de las mafias.” En noviembre de 1975 escribió en la revista Rumbo el ensayo titulado “Por arte de mafia”, en el que hizo la radiografía de las capillas literarias. “La mafia –explica allí– puede sustituir la ausencia de grandes valores artísticos por un procesamiento extraestético que asegura al autor que se hable de él, que no deje de estar en ‘circulación’, que dé, incluso, la impresión de estarse codeando con la historia. Pero emplea también el silencio, la omisión –el cuerpo fantasmal del ‘ninguneo’–, administra sabiamente ruidos y silencios; el ruido, el ‘escándalo literario’, lo dedica a sus integrantes o ‘amigos de ruta’; la omisión la reserva para ‘los otros’.”
No le importa mucho. A lo largo de los años ha ido forjando un público distinto al del radio de acción de los principales bloques político-culturales, integrado en su mayoría por jóvenes que se acercan a él, lo leen y lo discuten. Sus recitales y conferencias se transforman con frecuencia en verdaderos espectáculos, en los que, al terminar, es rodeado por un enjambre de muchachos que solicitan su autógrafo o le confiesan su admiración por su poesía.
Enrique forma parte de una dinastía sui géneris en la cultura mexicana. Su abuelo, Enrique González Martínez, autor del soneto “Tuércele el cuello al cisne”, es una de las figuras más prominentes del modernismo del principio del siglo xx, y, al mismo tiempo, un crítico de esta corriente. Un personaje que, a su manera, encabezó su propia capilla literaria, y que, no obstante la diferencia de edades que tenía con López Velarde, cultivó con él una gran amistad y formó, junto a Efrén Rebolledo, la revista Pegaso.
Su padre, Enrique González Rojo, perteneció a una corriente muy significativa de la literatura mexicana, el grupo Contemporáneos, y fue uno de los directores de la primera etapa de su revista. Murió joven, justo cuando comenzaba a producir una obra importante.
Huérfano a los nueve años de edad, González Rojo Arthur tuvo en su abuelo un padre sustituto, con el que entabló una relación mucho más profunda que la que había establecido con su padre. Vivió con el abuelo de los nueve a los veintitrés años de edad, y recibió de él una enorme influencia literaria, política y de disciplina y hábitos de trabajo. Independizarse intelectualmente de su sombra fue una tarea ardua y compleja.
González Rojo disfrutó el privilegio de vivir la transformación política de su abuelo. En su juventud, González Martínez había sido un pensador conservador pero, con el paso del tiempo, su posición se modificó. El nieto convivió con una persona que había reflexionado mucho sobre los problemas sociales y que había llegado a la conclusión de que la historia caminaba por el flanco izquierdo.
Enrique es un hombre afable y modesto, dotado de un extraordinario sentido del humor, que sabe hacer reír a las mujeres. Su atuendo es siempre el mismo, sea que hable frente a un grupo de obreros, explique su concepción del partido político de izquierda a una comunidad rural o lea uno de sus poemas en un encuentro de intelectuales. No importa si se encuentra con el calor desbordante de la selva chiapaneca, con frío invierno zacatecano o en el caprichoso clima de la jungla de asfalto capitalina, viste de traje, corbata y chaleco.
Enrique, que comenzó a escribir poesía copiando a su abuelo, fue parte del poeticismo, que puso en el centro de sus construcciones literarias la metáfora y el mecanismo de los tropos. El término fue inventado por sus integrantes para diferenciarse de los poetas. Se basaba en tres divisas: originalidad, complejidad y claridad.
A pesar de que Eduardo Lizalde escribió sobre este proyecto en Autobiografía de un fracaso que (los poe-ticistas): “Navegábamos con natural petulancia por el kindergarten del mundo literario, bajo la mirada paternal del poeta Enrique González Martínez”, algo tuvo esa corriente, que cuatro de los poetas que la integraron (Marco Antonio Montes de Oca, Arturo González Cosío, González Rojo y el mismo Lizalde) fueron galardonados con el Premio Villaurrutia.
Enrique escribió desde la trinchera del poeticismo una de sus obras más conocidas: Para deletrear el infinito. En este libro están claramente establecido las claves centrales de su obra. Aspirante a cronista de gerundios, a lo largo de los años, su poesía ha tenido un personaje central y un demonio: el tiempo y el infinito.
Sin embargo, el literato ajustó cuentas muy pronto con el poeticismo. Lo hizo desde dentro de su propia obra, para zarpar a navegar otros mares de letras. En la última etapa de su producción poética, que comienza en 2013, arribó a un nuevo puerto, en el que fusiona la poesía y la prosa creativa para narrar una anécdota valiéndose de las formas esenciales de la poiesis poética, en cuentos-poemas y novelas-poemas. Rompe así con la separación de los géneros.
González Rojo tuvo una relación muy estrecha con el grupo Hiperión, formado por muchos de sus maestros y amigos. Y, a pesar de las diferencias políticas que tenía con Emilio Uranga, se iba a tomar café con él y a platicar sobre el joven Marx y sus manuscritos económicos-filosóficos de 1844. Tuvo también relaciones fraternas y de andanzas políticas con los integrantes de La espiga amotinada. Sin embargo, tenía con ellos concepciones artísticas y estéticas muy diferentes.
El tercer padre
Además de su abuelo y de su padre, González Rojo reconoce una paternidad adicional, en este caso espiritual: la de José Revueltas. Lo considera uno de los hombres más valiosos que ha dado la literatura y la política en México. Y, aunque el autor de Ensayo de un proletariado sin cabeza no dejó una escuela, y tuvo con Enrique diferencias políticas al interior de la Liga Leninista Espartaco que desembocaron en la ruptura, González Rojo es un revueltiano.
González Rojo recibió de Revueltas no sólo la influencia de su poderosa personalidad, sino, también, de sus producciones teóricas. Su biografía política está ligada al novelista. Discípulo y seguidor de las ideas del duranguense, en los últimos años se interesó en vincular sus propuestas teóricas y políticas, y en desarrollar creativamente tanto sus simpatías como sus diferencias con él.
Cuando el poeta se encontró con el novelista por primera ocasión, quedó deslumbrando por su refinamiento intelectual. En una entrevista que le hice hace unos años, Enrique contó: “Yo conocí a Pepe en la fiesta que se hizo en mi casa, en Mayorazgo 715, en (1951), celebrando los ochenta años de mi abuelo. Ahí, en medio de la sala, había una serie de jóvenes que eran los hiperiones. Ahí estaban Emilio Uranga, Jorge Portilla, Joaquín Sánchez McGregor y algunos otros. A mí me interesó mucho su conversación porque en aquella época yo era lector del existencialismo. Me había deslizado un poco de mis lecturas kantianas a las lecturas de los filósofos existencialistas. Entonces me interesaba oír el punto de vista de estos jóvenes. Entre ellos estaba José Revueltas. Era la primera vez que lo encontraba y lo escuché discutir con ellos y decirles cosas que en ese momento le admiré mucho. ‘Ustedes –les dijo Pepe– están leyendo mucho existencialismo francés, a Jean-Paul Sartre, a Merleau-Ponty. Ustedes están al tanto incluso de la fenomenología, pero lo que no dominan es la dialéctica de Hegel.’ Lo recuerdo como una imagen muy plástica del Pepe rebelde, luchando, siempre bajo la influencia de la corriente dialéctica y materialista.”
González Rojo comienza a relacionarse con el autor de El Cuadrante de la soledad a partir de 1956, fecha de reingreso del dramaturgo al Partido Comunista. Enrique, Eduardo Lizalde y Joaquín Sánchez McGregor habían fundado dentro de esa agrupación la célula “Carlos Marx”, y Pepe fue adscrito a ella. A partir de ese momento lucharon juntos contra las deformaciones del partido y, a raíz de su expulsión, fundaron la Liga Leninista Espartaco.
Revueltas –cuenta Enrique– nos cambió a los miembros de la célula. Nos dio a conocer la historia del Partido. Nos platicó cómo ingresó al Socorro Rojo y cómo lo habían encarcelado varias veces. Nos habló de las crisis del 40, del 43 y del 47. Fue uno de los primeros antiestalinistas dentro del Partido. Más aún, Pepe sembró la semilla de una posición crítica no sólo hacia Stalin y el socialismo real, sino hacia figuras como Lenin.”
Entre los muchos homenajes intelectuales que Enrique le ha hecho a su camarada, destaca uno: el célebre “Discurso de José Revueltas a los perros” en el Parque Hundido.
Las tres pasiones
Alo largo de su vida, González Rojo ha tenido varios amores y tres pasiones principales. Entre sus amores se encuentran la docencia, la lectura y la música (fue estudiante de piano y composición, y en más de una ocasión confesó ser un músico frustrado). Sus pasiones son la poesía, la filosofía y la política.
Esas pasiones están profundamente entreveradas. Son como una trenza que se teje en el infinito. Cuando está escribiendo demasiada poesía, añora la filosofía. Cuando se dedica a la filosofía, extraña la poesía. Y cuando está en las dos, siente nostalgia por la política.
No puede vivir sin escribir en lo general y sin hacer poesía en lo particular. Según su abuelo Enrique González Martínez, heredó la ponzoña lírica. Comenzó a escribir poemas desde los seis o siete años, y desde entonces no ha parado.
Lleva a cuestas como carga emocional unir al canto la denuncia, el enojo y la violencia verbal. La creación literaria –dice– no tiene relación con el trabajo social y político, sino que es trabajo social y político. Sus instrumentos de trabajo son la pluma y el micrófono.
Se acercó a la filosofía al sentir la necesidad de explicarse el acto poético. No quería ser nada más un jilguero. Quería saber de dónde venía su inspiración, qué sentido tenía. Y, por consejo de su abuelo, se puso a leer obras de preceptiva, algo sobre la teoría de la poesía y finalmente estética. Fue allí donde se enfiló hacia la filosofía.
Devorador de poesía, leyó con detenimiento a los clásicos del Siglo de Oro, a Quevedo, Góngora y a Sor Juana. Su principal influencia poética son los franceses, a quienes leyó en su lengua y tradujo.
Cuando salió del seno familiar se entregó a los brazos de la ideología y la militancia comunista. Descubrió entonces que no sólo existen los problemas del poder, sino además los de la enajenación y están por todas partes. Encontró también que éstos pueden ser temas poético-literario en múltiples direcciones.
Perseverante en sus principios éticos y en la convicción de que es necesario cambiar el mundo, González Rojo se niega a colaborar con el sistema. Enrique es un político de izquierda radical. Nunca ha podido dejar de serlo. Jamás lo ha abandonado el deseo de mejoramiento de la especie humana en los general y de los mexicanos en particular. Ha sido, además, un militante orgánico de diversas organizaciones revolucionarias, desde las cuales ha elaborado buena parte de su reflexión teórica.
Autor de complejos textos de filosofía y política, durante toda su vida González Rojo ha buscado vin-cularse a la lucha de obreros y campesinos. Colaboró durante la década de los setenta con los sindicalistas del Frente Auténtico del Trabajo (fat) en charlas de formación y círculos de reflexión. Con los campesinos za-catecanos, los pobres urbanos de Durango y los maestros de educación primaria de Ciudad de México participó en escuelas de cuadros. Generoso, cuando en 1976 le fue otorgado el Premio Xavier Villaurrutia, donó el dinero del galardón al fat y a los electricistas democráticos de Rafael Galván.
Dotado de enorme talento para argumentar sus posiciones, en su oratoria apela directamente a la razón. Dedicado durante toda su vida al magisterio, sus intervenciones en asambleas populares y reuniones políticas buscan ser pedagógicas. Sin hacer concesión alguna en el necesario rigor de las palabras, procura, siempre, utilizar un lenguaje accesible a quienes lo escuchan. Es un profesor que habla para que sus alumnos lo entiendan, no un militante que busca imponer su punto de vista a cualquier precio. Tiene, además, la rara cualidad de saber escuchar a los que no piensan como él.
Luchador empedernido en contra del estalinismo de huarache, Enrique ha dedicado una parte muy importante de su obra teórica como pensador de izquierda a tratar de explicar por qué los bolcheviques, queriendo soñar la emancipación humana, nos dieron una feroz dictadura. Su optimismo –asegura– viene de su capacidad para repensar cosas como ésta, y de no olvidar nunca la estrategia del comunismo.
Como teórico de la transformación social, el poeta ha reflexionado con imaginación y profundidad en la existencia de una tercera clase, la clase intelectual, y en su papel en el llamado socialismo real. A partir de su estudio de Freud y el psicoanálisis, elaboró la teoría de la pulsión apropiativa. Convencido de que se produce plusvalía no sólo en la esfera de la producción, sino también en los servicios y la circulación, ha propuesto una nueva visión del sujeto histórico. Convencido de que el socialismo sólo puede ser obra de los trabajadores mismos, ha colocado en el centro de su proyecto la lucha por la autogestión.
Poeta que jala el gatillo de la pluma, durante la oración fúnebre que pronunció por la muerte de su querido José Revueltas, advirtió: “representa en México la honestidad, y cuando digo honestidad hago referencia a la rectitud política, la rectitud literaria, la rectitud humana.” Exactamente lo mismo puede decirse hoy día sobre él