sábado, 27 de julio de 2013

EL PRI Y EL BONSAI INTELECTUAL

27/Julio/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

El gobierno apoya escritores, artistas (intelectuales) según convenga.
Salinas creó un sistema para beneficiar intelectuales y beneficiarse de ellos. El PAN necesitó diversificar el padrón intelectual para simular que era más abierto.
Creció el número de becas, apoyos, instituciones, programas y burócratas para chupar ese presupuesto.
Luego el PRI regresó. Y quiere otro grupo con él. Prepara un nuevo padrón intelectual.
Fue inteligente. Decidió depurar.
El padrón creado durante el PAN tiene muchos elementos anti–priístas. Este 2013 Conaculta ideó un recorte del 50% de los próximos integrantes del Sistema Nacional de Creadores de Arte, la lista de “quién es quién”.
En primera instancia, quiso interrumpir la continuidad directa de los miembros actuales. Tras cierta protesta, dio marcha atrás.
Otra medida para cerrar el círculo: borrar categorías de edad. Todos competirán dentro de una categoría de supuesta “excelencia”, es decir, adhesión a los dos o tres grupos intelectuales cercanos al gobierno.
Los intelectuales oficialistas serán los grandes beneficiados. Recuperarán mucho de la estructura que el PRI negoció con su líder (Paz).
La jugada es sagaz. Aprovecha la impopularidad del artista y el escritor.
Y reconcentra el poder cultural. Hará que en un país sin lectores, justicia o posgrados, muchos intelectuales que han usado premios, becas y apoyos para producir obra y carrera, salgan de escena. Se quedarán los mejor posicionados.
Quienes, con veintitantos mil pesos mensuales —más del doble de la actual beca— tienen un mensaje entrelíneas: tú también puedes ser recortado.
No se elegirá a los mejores. Se elegirá, poco a poco, a las y los más convenientes.
Recortar la mitad devolverá poder a los intelectuales allegados al régimen. Conaculta, a ritmo prudente, beneficiará —como antes— al séquito, y tachará tendencias que, efectivamente, debilitan la hegemonía.
Esa concentración del poder cultural, por ejemplo, en literatura, es claro hoy. Grupos intelectuales de la Ciudad de México e instituciones federales son sinónimos.
Entre los probables ganadores de esta vuelta de tuerca de la dictadura perfecta y la Intelligentsia Sin Adjetivos está Enrique Krauze y todas las butacas que él coordina.
El régimen pide creadores desconectados del encabronamiento de las mayorías. Figuras que luzcan bien en aparadores dentro y fuera del país.
Peña Nieto está obsesionado con la imagen de su gobierno. Quiere que los intelectuales no la dañen. Quiere que no hablen de problemas. E ironicen a los problemáticos.
El PRI es astuto. Decidió hacer de los intelectuales un bonsai.
Jugada maestra: cortar 50% de las ramas. Dejar únicamente un árbol chiquito. Y regarlo muy bien.
Para que, su Excelencia, el bon$ai, se quede contento, envidiable, enanito.

domingo, 21 de julio de 2013

Vicente Leñero en sus ochenta años

21/Julio/2013
Jornada Semanal
José María Espinasa

2013 es un año de celebraciones para Vicente Leñero, uno de los más importantes narradores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Leñero nace en Guadalajara en 1933 –cumple, pues ochenta años– y en 1961, después de terminar sus estudios de ingeniería, se da a conocer como escritor con el libro La voz
adolorida
. Rápidamente se vuelve protagonista de las letras mexicanas, y suma a su incansable trabajo como editor y periodista una constante actividad literaria que no se limitará a la narrativa, sino que se extenderá con el tiempo a otros géneros, como el teatro y el guión de cine.

La aparición en 1963 de Los albañiles, que cumple cincuenta años, distinguida con el Premio Biblioteca Breve, pareció proyectarlo, junto a Carlos Fuentes, como el otro protagonista mexicano del boom. La novela es hoy por hoy un libro de referencia y ha aguantado mucho mejor que otras novelas de sus contemporáneos el paso del tiempo. Pero Leñero no fue el protagonista que se esperaba del boom, simplemente siguió siendo un gran escritor. El libro Más gente así, de reciente publicación, se abre precisamente con un retrato de su relación –sus desencuentros– con Carmen Balcells, pieza fundamental del tinglado económico-publicitario que llamamos el boom.

Siempre me ha llamado la atención el alto nivel cualitativo de la literatura de Leñero, y la presencia tan evidente de eso que llamamos oficio. Es, entre los novelistas de su generación, la que va digamos de Carlos Fuentes (1927) a Fernando del Paso (1935), el más profesional de los escritores. Utilizo, al menos en esta ocasión, el calificativo como un elogio. Cada vez que leo un libro suyo, su capacidad me sorprende, ya sea en sus novelas más directamente literarias o en esas non fiction novel, como Los periodistas o Asesinato. Cuando leí esta última me dejó atónito que el mamotreto de quinientas páginas me lo hubiera leído de corrido y, como dice la cursilería popular, en un suspiro. Su condición estrictamente documental no evitaba leerla como un thriller político-psicológico. 

Ese profesionalismo, ese oficio, está puesto al servicio de la obra con gran inteligencia. Todos los textos de Leñero son obra personal, incluso los que se pueden considerar estrictamente pedidos laborales –como un guión de cine, por ejemplo–, y eso los vuelve notable literatura. Más allá del experimentalismo de algunas de sus novelas, es un autor ligado al realismo, a un realismo deudor de las prácticas del reportero. Hace unos años, cuando apareció Gente así, a la que podemos considerar primera parte del libro que la publicación de Más gente así completa, mi entusiasmo fue absoluto y lo leí dos veces una detrás de otra, y después vuelvo a sus relatos-reportajes con frecuencia. Su homenaje a Rulfo me hace reír con ganas y me permite ver su capacidad para homenajear al amigo y al escritor incluso en la parodia.

Hacer del chisme una obra maestra requiere sin duda un gran talento. Leñero consigue, además, que al ser extraordinarios retratos de época, dejen de ser chismes. Juegos anecdóticos y verbales, entramados referenciales y auto referenciales (en muchos de los textos el protagonista es el propio Leñero, como figura pública pero también como figura familiar o personal, los puentes entre los diferentes niveles están trazados por el trato, la amistad y la admiración) le permiten distanciar los textos, emotivos y emocionantes, pero sin chantaje dramático.

Leñero es a veces un novelista realista con tintes políticos, y rinde por ello homenaje a modelos como Martín Luis Guzmán, Rulfo o Revueltas, o incluso a compañeros de generación como Ibargüengoitia. A la vez es un gran lector de Arreola, de la literatura fantástica, de la policíaca y de la experimental (en “Las uvas estaban verdes” cuenta las desgracias de Estudio Q, cuando el mercado reclama realismo mágico). Eso le permite ser muy versátil. A eso agrega su capacidad de escuchar el habla, su oído para los giros idiomáticos (sólo comparable al de Ricardo Garibay). Por eso prolonga las búsquedas de la narrativa de la Revolución Mexicana en un contexto urbano y con introspecciones psicológicas e intimistas.

Por eso puede afrontar la vida de Morelos como materia narrativa desde una historia de amor y no desde el carácter épico de la lucha independentista en Más gente así. Leñero admira el sesgo negro con que Ibargüengoitia retrató a Hidalgo en Los pasos de López, pero no es ese su tono. El guanajuatense humaniza al subrayar en los héroes la condición de claroscuro; Leñero en cambio los humaniza al volverlos sujetos de pasiones menores en las que se conserva el sino trágico. 

En este díptico –Gente así y Más gente así– Leñero muestra su extraordinario nivel como cuentista. A la vez que propone una condición contextual o circunstancial del relato, pues disfraza el cuento de crónica, de reportaje, de confesión, de confidencia e infidencia, o hasta de ensayo, es decir de cuento en un sentido muy intenso. La palabra “gente” en ambos títulos encierra una de las claves. Antes, no sé si se sigue haciendo ahora, los profesores de redacción señalaban el peligro del término, su condición de plural singular, y el retintín un tanto despectivo del término: la gente es distinto de las personas, parece darles (a ellas, a quienes designa) un sentido ordinario, gregario, común, las despersonaliza precisamente.

Leñero hace exactamente lo contrario: las individualiza y las vuelve relevantes en su condición común, él incluido. Por eso su Gente así resulta profundamente iconoclasta, divertida, con humor y con profundidad al mismo tiempo. La gente se vuelve(n) gentes sin desdoro gramatical. La verdad, con minúscula o con mayúscula, es un personaje más de la ficción. El maestro del periodismo y del teatro, del guion cinematográfico y de la novela, es también, en una tradición que los tiene extraordinarios, uno de nuestros mejores cuentistas. Así, agradeciéndole el placer de leerlo, me quiero sumar a la celebración de sus ochenta años.

El país de los tres lectores

21/Julio/2013
Confabulario
Geney Beltrán Félix

EN VEZ DE PROMOVER la lectura literaria, las instituciones culturales dedican su presupuesto a promover a los escritores mediante la organización de premios y festivales. ¿Cuál es la repercusión de estas políticas en los índices de lectura del país?

Durante el sexenio de Tomás Yarrington como gobernador de Tamaulipas, la institución local de cultura organizó el festival Letras en el Golfo. Muchos escritores de México y el extranjero viajaron a Tampico. Participaron en una lectura de su obra. A cambio de una hora de su tiempo, cobraron un cheque. Ese derrame de letras no impidió que Tamaulipas tuviera de los más graves problemas de homicidios, secuestros y tráfico de personas y narcóticos. Tantos novelistas y poetas no evitaron que Los Zetas destrozaran los lazos comunitarios. ¿Qué falló?

Como Letras en el Golfo hay más casos. Los años recientes han visto un desembolso nada magro del erario en festivales, ferias de libro, premios, homenajes, concursos de becas, a menudo justificados por los funcionarios como una medicina social contra el crimen, pero la baja en los delitos no se manifiesta. La conclusión es obvia: si algo puede la promoción cultural contra la violencia, no se trata del tipo de promoción cultural que se habitúa en México.


Letras en el Golfo no se tradujo en el mejoramiento de los acervos bibliotecarios en Tamaulipas con obras de, por lo menos, los creadores invitados, ni en el aumento de librerías o clubes de libro, porque lo que se impulsó no fue la lectura como un ejercicio cotidiano de crítica e imaginación, sino el prestigio de los funcionarios que se fotografiaron al lado de Vargas Llosa y, claro, la cuenta bancaria de los autores asistentes. Todo porque los institutos culturales han confundido la promoción de la lectura literaria con la promoción de los escritores, a través de actividades que no inciden en el fomento de la lectura ni en la circulación de los libros.


Viendo sólo este segundo aspecto, el panorama para la comunidad humanística es deprimente: según un estudio de Conaculta (2010), considerado demasiado optimista por los editores, a nivel nacional tenemos una librería por cada 69,529 habitantes —Oaxaca, el caso extremo, tiene una por cada 221,789 personas—; hay además 7,289 bibliotecas públicas y cuatro mil salas de lectura en un país de dos millones de kilómetros cuadrados y 113 millones de personas. Con una infraestructura tan pobre, ¿de qué lectores podemos hablar? A lo sumo, el estado, a través de sus entidades de cultura, trabaja para que cada escritor mexicano tenga tres lectores. Pero no más.


Participaba yo, hace años, en la reunión del consejo editorial de una revista. Uno de los integrantes, poeta joven él, y premiado, pidió que hiciéramos una excepción —a la regla de sólo aceptar textos inéditos— cuando se tratara de poemas. “A los poetas no nos conviene publicar en revistas: los premios exigen que todos los poemas sean inéditos. Si no, algún jurado te descalifica si descubre que has publicado ya alguno de los textos incluidos en el manuscrito”.


Parecerá una nimiedad, pero esa cláusula —tan común en las convocatorias de certámenes de obra inédita— revela no sólo desconfianza en la ética de los jurados sino un modo de pensar propio de gente no familiarizada con el goce literario: estiman que el fin de un autor es ganar concursos, no ser leído. Si osa entregar adelantadamente un texto a una revista, las instituciones —cuyo objetivo se cumpliría con dar dinero público por una obra preparada para tres jurados, en lo que sería una política pública que involucra sólo a cuatro ciudadanos— pueden descalificarlo. Pero un premio, como insiste Gabriel Zaid, ha de ser un ejercicio de crítica con el que se indica: “Este libro tiene una alta calidad; léanlo”. Para saber si los jurados han sido justos y para que el beneficio se amplíe, los títulos galardonados deben circular, leerse y discutirse.


Lo que no ocurre. Muchas instituciones castigan los manuscritos que premian, no publicándolos. Ejemplos abundan: las cuatro últimas obras ganadoras del Premio de Cuento San Luis Potosí, del INBA (de 2009 a 2012) no han salido a la luz. Igual sucede con volúmenes de relatos distinguidos en los últimos años con el Premio Gilberto Owen, de Sinaloa. En otros casos, aunque el título se edite —como lo hacen la UV, el gobierno de Guanajuato o el de Chiapas—, buena parte del tiraje permanece en la bodega. Así, la dinámica es contraproducente: los concursantes envían textos inéditos; estos son leídos por tres jurados, pero después de eso por nadie o casi nadie. Lo que importaría en la ecuación es el monto entregado a quien gane: el Premio de Poesía Manuel Acuña, de Coahuila, dará un millón de pesos a un solo ciudadano, aunque los demás acaso nunca vean en una librería la obra así aplaudida.

La razón es sencilla: a menos que deleguen la actividad en un tercero, las entidades públicas no pueden poner en marcha una distribución eficiente, pues, a diferencia de las empresas editoriales, su función no es generar ganancias sino gestionar un presupuesto en beneficio de la sociedad.


No escribiría yo para objetar una cláusula. Tampoco para pedir se cancelen los certámenes que no han tenido repercusión en las letras nacionales. Pero sí ha de ser recomendable que, después de los aplausos y las ceremonias, cada institución desarrolle mecanismos, como las coediciones con sellos establecidos o la publicación digital, para que la obra, que supondríamos notable y no un objeto de vergüenza, llegue a librerías y bibliotecas y alcance la sensibilidad e inteligencia de más personas. Urge cambiar el énfasis: no que viaje el autor sino que viajen los libros.


De existir un sope (Sindicato de Obreros de la Palabra Escrita), su primera exigencia al gobierno habría de ser corregir lo que el mercado, ante los índices de lectura, no hace: poner en funcionamiento canales de distribución del libro.


No es tan difícil. En lugar de premios: mejores acervos en las bibliotecas y estímulos —créditos y exenciones como se otorgan a otras industrias— para la aparición de librerías de barrio y distribuidoras. No más festivales de letras: sí más clubes de libro, salas de lectura y cursos introductorios de apreciación literaria. Ningún escritor puede darse por satisfecho de crear en un país donde únicamente aspira a tres lectores.

sábado, 20 de julio de 2013

BOLAÑO, ¿CUERO ROCK O FOTO POP?

20/Julio/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Por ser carrera capitalista e inercia de vanguardismo, la academia busca lo “nuevo”.

A diez años de su partida física y quince de su hit, Roberto Bolaño es un escritor latinoamericano para lectores con aspiraciones letradas.

La literatura fue partera y progenitora de Borges, Rulfo, los neobarrocos y el boom, de los que la academia solo logró ser embajadora y refrigerador. Pero Bolaño ya fue parido por los verdaderos detectives salvajes: los lectores capitalistas.

Bolaño soñaba teclear buena literatura en una caja registradora. Planeaba criogenia: literatura latinoamericana cool en tiempos de agonía. La novela como nostalgia de la novela.

Literatura comparada personal. Tener ese lenguaje es oro: la obra bolaña consiste en personajes o mundos que son episodios de literaturas nacionales y calvarios de escritores. Parece “reflejo” pero es retro.

La prosa de Bolaño no es de otro mundo. Tampoco sus estructuras o seres. Su éxito fue convertir los ensayos de Carlos Fuentes (el ensayista sexy del boom) en novelas y borradores publicables. Era un diseñador.

Al hablar Rayueñol (coloquialmente), Bolaño es una adaptación chileno-mexicano-española (vaya ménage atroz) de sobremesa intelectual, y pre-ponencia. Bolaño se pone chamarras rockeras pero es pop.

Bolaño nos gustó porque marcó el momento en que lectores, periodistas, críticos, estudiantes, escritores y académicos leyeron un mismo libro al mismo tiempo.

Literatura latinoamericana en real time y tiempos extras. Todos sus libros son memorias de otras modas y resistencias.

Lo suficientemente exiliado para ser café literario latino, Bolaño sabe a “salvaje”. Pero un salvaje con jeans, exótico con marca.

Es un escritor marginal de los 1970’s que supo convertirse en cámara Canon 1998.

Sabía que para “salvarse” bastaba un solo concurso novelesco, el posible mercado. Hizo una novela sobre un dandy hispano que finge ser un cabecilla de poetas, y que tampoco escribe una novela total (pero crea la ilusión de que podría).

Bolaño, como todo escritor “importante”, es un producto exportable.

Cuando otros predicaban que la novela latinoamericana había muerto, Bolaño izó la bandera de nuevo, y lo mejor es que no tenía nacionalidad clara. Casi bandera blanca, como pidiendo Paz al post-modernismo.

Las páginas de Bolaño apelan a la gama completa de los agentes culturales.

Y como en él, la figura del actor, el escritor, el cantante se han fundido, su literatura es leída como fotografía.

Bolaño no escribió ningún género con excelencia, pero los rememora todos y eso le gusta a esta época.

Nosotros, los detectives salvajes, es decir, coleccionistas desesperados y lectores románticos.
Bolaño consistió en ser ultraliterario en una época poco literaria, y ser respiración artificial de varias literaturas —México, Chile, España, Estados Unidos— de poca época.

Bolaño: 10 años después

20/Julio/2013
Laberinto
Santiago Gamboa

Conocí a Bolaño en Roma, en 1999, cuando vino con su mujer y su hijo a tomar notas para Una novelita lumpen. Yo había leído todos sus libros y Los detectives salvajes me parecía una obra maestra. No era un descubrimiento insólito ni original, pues era la opinión de la mayoría de los autores de mi generación y por eso Bolaño fue en esa época un best seller entre los escritores latinoamericanos. Ningún otro autor de generaciones posteriores al boom llegó a ser tan influyente y leído.
México fue el lugar clave para su obra y su país de adopción. El recuerdo de lo que vivió en México lo llevó a escribir sus libros más ambiciosos: Los detectives salvajes y 2666. “Temo ir a México”, solía decir, “pues el México real puede inhibirme el México que tengo en el recuerdo”. Bolaño siguió la tradición anglosajona de considerar a México un género literario. En este sentido, Los detectives salvajes es una de las grandes novelas urbanas escritas en Latinoamérica. Las generaciones posteriores a él, los jóvenes de hoy, lo convirtieron en un clásico de la literatura en español, y al leer esas novelas el territorio mexicano se sigue afianzando como un espacio mítico y profundamente literario.
Su éxito es arrollador, pero salvo en Estados Unidos, la obra de Bolaño no ha estado nunca en las listas de los libros más vendidos en ningún país, y esto es un signo de los nuevos tiempos. En épocas de García Márquez o de Nabokov o de Fitzgerald era común que el talento estuviera asociado al éxito de ventas internacional, pero eso es algo que ha ido desapareciendo. Son muy raros los casos, hoy, en los que esto se da por fuera de las fronteras nacionales del autor. La obra de Javier Marías o de Javier Cercas podrían ser excepciones. Ahora todo ha cambiado: la gran masa de lectores se fue de la literatura y los grandes éxitos internacionales los tienen escritores sin relevancia en las generaciones que les siguen.
Bolaño es todo lo contrario: la juventud latinoamericana lo lee con admiración y una pasión similar a la que en su momento produjo Cortázar, pues además de sus libros sacralizaron también su modo de vivir. Algunos lo imitan excesivamente y esto a la larga le hará daño. El caso de Cortázar y de García Márquez nos muestran hasta qué punto los imitadores contaminan la lectura del original.
Bolaño lo leía todo, era una especie de oso devorador. Por eso antes de publicar cualquiera de mis novelas yo trabajaba y corregía sin parar, de un modo obsesivo, pues sabía que él iba a leerlas y temía defraudarlo. Esto me llevó a plantearme la literatura de un modo aún más visceral, y a concebir proyectos ambiciosos y arriesgados. Ese fue su legado. La exigencia era enorme, pues en su mesa de juego la apuesta era muy fuerte. Cuando murió sentí un gran vacío, una enorme tristeza. Pero sigo escribiendo como si cada una de mis frases fuera a ser leída por él.

López Velarde, lector de Sigüenza y Góngora

20/Julio/2013
Laberinto
Evodio Escalante

 
Uno de los misterios que envuelve a La suave patria de López Velarde tiene que ver con el adjetivo “suave”. ¿Cómo se le ocurrió o de dónde lo tomó el poeta? Hace unos días, al leer El Pegaso o el mundo barroco novohispano en el siglo XVII de Guillermo Tovar de Teresa, me encontré con una cita de Farnesio que explica a la perfección el sentido del título. Sostiene Farnesio: “es, pues, la Patria una cosa saludable; su nombre es suave y nadie se preocupa de ella porque sea preclara y grande, sino porque es la Patria.” Esta definición, nada grandilocuente sino, por el contrario, afectuosa y a ras de tierra, tenía que haberle simpatizado a López Velarde. La cita de Farnesio aparece en el libro Teatro de virtudes políticas del eminente intelectual novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, título al que me volqué de inmediato en busca de otros indicios que pudieran confirmar que en efecto López Velarde se documentó en él para poder escribir su poema. Lo primero que pude advertir es que el propio Sigüenza utiliza con generosidad el adjetivo, que brota dos veces en su prosa: “atendí a la explicación suave de mi concepto”, “sea esto por el medio suave de la pintura” y una vez más en un verso que dice: “suave articuló trompa canora.” Diré más: en otro de sus libros, Mercurio volante, apenas en el tercer renglón vuelvo a encontrar el término: “el suave yugo del Evangelio.” Esta reiteración, empero, no constituye la parte fuerte de mi argumento. La cita de Farnesio embona tan bien en la filosofía del poema del zacatecano y es, además, tan contundente al declarar: su nombre es suave, que parece incontestable la atribución.
¿Hay otros datos que confirmen que López Velarde leyó este libro de Sigüenza? Yo diría que sí. Lo extraordinario del asunto es que la influencia del intelectual novohispano no se limita a éste, más otros dos o tres “préstamos lexicales”, sino que acaso el eje más notable de La suave patria, la exaltación de Cuauhtémoc como “único héroe a la altura del arte”, también deriva en lo esencial de la visión que propone Sigüenza. Escrito en ocasión de la llegada a la ciudad de México del conde de Paredes, nombrado Virrey de la  Nueva España, el Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe advertidas en los monarcas antiguos del mexicano imperio, es un documento de erudición y de bienvenida que resalta por el talante criollo de su ideología: lo que Sigüenza se propone es ni más ni menos que aleccionar al nuevo soberano con el ejemplo de las virtudes con que habrían ejercido el poder doce sucesivos emperadores de la nación mexica. Los cimientos de la mexicanidad se empiezan a calar aquí, en la medida en que el arte de gobernar no se aprende en los libros de la historia europea, ni atisbando en las rancias genealogías de las casas reales francesas, germánicas o españolas, sino estudiando los procederes de doce monarcas de este suelo nativo.
Este giro impresionante lo justifica el propio Sigüenza cuando hace suya una declaración de Calancha que lo pinta de cuerpo entero: “con estos párrafos les he pagado a los indios la patria que nos dieron.” En consecuencia con ello, elabora un catálogo de ejemplos por el que desfilan (respeto su grafía de los nombres) Huitzilopochtli, Acamapich, Huitzilihuitl, Chichimalpopocatzin, Itzcohuatl, Motecohzuma Ilhuicaminan, Axayacatzin, Tizoctzin, Ahuizotl, Motecohzuma Xocoyotzin, Cuitlahuatzin y, por último, ensalzado por “la invictísima paciencia” con que sufrió el tormento cuando le quemaron los pies, el joven Cuauhtemoc, quien hace honor al lema “No se inclinará”.
López Velarde repite el gesto de Sigüenza. De todos los personajes de la historia de México, el único que alcanza la dimensión estética es Cuauhtémoc. “Con ello —sostiene Víctor Manuel Mendiola en El ángel que acompañó a Tobías—, no solo descartó a la inmensa galería de héroes consagrado a lo largo de la violenta historia mexicana, sino —y esto es lo más importante— a los recién muertos o a los recién llegados…” Obregón, Zapata y Villa vienen de inmediato a la mente. A diferencia de Mendiola, estimo que por un principio de acumulación histórica tendrían que pesar todavía más en la mente de López Velarde personajes como Hidalgo, Iturbide, Morelos, Guerrero y Benito Juárez. Ninguno, empero, y la declaración es categórica, está “a la altura del arte”. ¿Esteticismo? ¿Arrogancia de artista? En dado caso, el poeta se reserva el derecho de decidir quiénes pueden ingresar o no en el espacio del poema.
Que Cuauhtémoc, y solo él, al lado de la Malinche, merezca este privilegio, es algo que ya se anticipa de algún modo en el texto de Sigüenza. Como parece anticiparse este famoso dístico que resulta esencial para entender el surgimiento de nuestra identidad. Así se lee en La suave patria: “Anacrónicamente, absurdamente,/ a tu nopal inclínase el rosal.” No es la cultura más atrasada, supuestamente la azteca, la que se “dobla” ante la española, sino al revés. Por eso “al idioma del blanco, tú lo imantas”. Si se ven las cosas con cuidado, se notará que esta “inversión” cultural ya se presiente en el lema que corresponde a Cuauhtémoc en la visión de Sigüenza: “No se inclinará.” E, incluso, en la propedéutica toda de su escrito.
Es tan mayúsculo su respeto, por otra parte, a Cuauhtémoc, que él mismo anota que sobre su cabeza, en lugar de corona, deberá colocarse la siguiente inscripción: “La mente permanece inconmovible.” Si se repara en que esto lo propone un eminente letrado que conoce muy bien una tradición que se remonta a la Metafísica de Aristóteles, se alcanzará a advertir el toque sublime que encierra este elogio.
Un dato más, y con esto termino. La palabra “diamantina”, que mucho llama la atención cuando López Velarde la utiliza para definir a la patria (“Diré con una épica sordina:/ la patria es impecable y diamantina”), también aparece en uno de los epigramas con que elogia Sigüenza y Góngora a Cuauhtémoc. Va la estrofa completa:
La columna diamantina,
que este rey con persistencia
abraza, no a la violencia,
no al infortunio se inclina;
porque la guerra, la muerte,
y el hambre, sin contrastarle,
sirven solo de aumentarle
prerrogativas de suerte.

La poesía como crítica

20/Julio/2013
Laberinto
Víctor Manuel Mendiola

Pronto vamos a celebrar el centenario del nacimiento de Octavio Paz y el mejor homenaje que le podemos rendir al creador de “Piedra de sol” quizá sea aproximarnos a su obra con admiración, pero también con una distancia crítica.
Eso fue, precisamente, lo que Paz hizo con los ensayos de otros autores; eso fue lo que él exaltó como una de las cualidades esenciales de un escritor; y eso es, tal vez, la herencia fundamental que nos ha dejado el poeta que nació en Mixcoac. Su legado más grande tal vez consista en ejercer la difícil crítica: al decir sí, siempre decir no; en las palabras amigas, nunca tenerle miedo a las palabras enemigas.
De alguna forma, Las sendas perdidas de Octavio Paz, libro de Evodio Escalante publicado por Ediciones sin Nombre, es el principio de este homenaje y la puesta en acción del cuestionamiento admirativo que toda obra verdadera añora y exige de nosotros en la lectura.
2

Tengo la impresión de que Evodio Escalante es el crítico si no “ideal”, sí indispensable de la compleja obra de Paz.
Escalante, además de ser un conocedor de la lírica contemporánea, es un exigente lector del pensamiento filosófico. También es un estudioso de algunos de los movimientos de cambio más significativos de nuestra literatura y ha comprendido algunas figuras centrales de la poesía mexicana de la primera mitad del siglo xx. Y, lo que es más importante: en la práctica de su actividad intelectual representa la independencia del pensamiento crítico. Paz ha tenido y tiene, por un lado, muchos bien intencionados defensores de su gran obra y, por el otro, escrupulosos investigadores, que han sabido poner en pensamientos exactos lo que ya sabemos —o lo que no sabemos—, y esclarecer ciertos pasajes problemáticos de su creación, pero ha contado con pocos lectores decididamente críticos que, sin dejar de reconocer su originalidad, hayan sido capaces de entrar en una disputa profunda. El gran interés que ofrece la crítica de Escalante es su espíritu informado y penetrante, pero insubordinado, que no solo el lector inteligente agradece sino que la literatura necesita para mantenerse viva
3

Las sendas perdidas de Octavio Paz comienza con el análisis del momento en que surgen los primeros grandes libros de Paz, del primer Paz maduro, en particular del primer ensayo largo del premio Nobel. Con diligencia y de un modo impetuoso, Escalante ayuda a completar el cuadro de formación de El arco y la lira. Nos deja ver las relaciones de este texto —estudiadas ya por otros autores— con Breton, por un lado, y con Alfonso Reyes, por el otro. En este proceso de reiluminación estudia las ideas del joven Paz acerca de la inspiración. Ahí nos recuerda cómo éste, desde muy temprano, planteó el problema de dónde proviene el acto creativo y subraya cómo Paz, en su proceso de desarrollo intelectual, estableció un vínculo reflexivo entre espontaneidad y orden o entre delirio e idea. El interés de este primer capítulo consiste en la articulación de los motivos y las cifras que muestran la presencia de Heidegger en el entendimiento de la inspiración y en el surgimiento de la singular manera de ver las cosas de Paz. A través del análisis de la discusión sobre el papel del lenguaje en la creación del hombre, Escalante nos deja entender cómo el autor de Las peras del olmo aprovechó profundamente los conceptos esenciales de Ser y Tiempo, en particular el enorme provecho que sacó del concepto de pre–reflexión.
En el segundo capítulo, Escalante se adentra en la relación intensa pero contradictoria de Paz con el surrealismo. En esta sección, Escalante enfatiza cómo en algunos casos Paz coincide plenamente con este movimiento libertario y cómo en otros gira de una manera imprevista, anómala y difiere de un modo que muchas veces decepciona a los lectores. De este modo, para nuestro crítico, Paz salta de posturas vanguardistas a un reducto conservador. De alguna manera, Escalante dibuja un sinuoso camino que va del marxismo ortodoxo al surrealismo y, de éste, a una especie de liberalismo New Age.
Hacia el final del libro, Escalante le vuelve a dedicar muchas páginas a otro texto fundamental: La estación violenta y, en especial, al largo poema “Piedra de sol”. Aquí también el crítico entrelaza los caminos de la vida de Paz con su desarrollo literario y nos revela, en los poemas de juventud, los antecedentes o las prefiguraciones de lo que vendría después. Las explicaciones alrededor de “Entre la piedra y la flor” e “Himno entre ruinas” son sugestivas. En los análisis de estos textos, Escalante adivina algunas de las influencias más importantes en la poesía de Paz. Destaca, sobre todo, el papel central de T.S. Eliot y nos señala que esta influencia surgió desde muy temprano, cuando Octavio Paz era realmente un jovencito. También nos hace notar que la presencia de Eliot en la poesía de Paz sirvió como un mecanismo de control y alejamiento de las exageraciones líricas. Incluso nos hace ver que tal vez esta influencia fue decisiva para que Paz pudiera tomar distancia de la fuerza enorme de la poesía de Neruda.
El estudio sobre “Piedra de sol” sostiene la idea de que una concepción metafísica del instante —articulada con la estética surrealista, pero originada de manera esencial en Heidegger— domina el desarrollo del largo poema y, probablemente, le da sentido.
4

Dando por un hecho que Las sendas perdidas de Octavio Paz es un texto de discusión necesaria, ahora me voy a permitir aproximarme al ensayo con mis diferencias.
Tengo la impresión de que el texto ofrece dos lados susceptibles de discusión. El primero, tiene que ver con el surrealismo y el segundo, precisamente, con “Piedra de sol”.
En lo que toca al primer aspecto diría que la lectura realizada por Escalante de la relación de Octavio Paz con el surrealismo es parcial, porque deja escapar un momento esencial de la poesía del autor de La estación violenta. Me refiero a que omite mencionar y, sobre todo, revisar ¿Águila o sol? Este libro y El arco y la lira son textos que surgieron casi simultáneamente. Incluso, podríamos presumir que el inicio de la escritura de ¿Águila o sol? comenzó, probablemente, antes del inicio de la escritura de El arco y la lira. Esto lo podemos vislumbrar en la correspondencia entre Paz y Alfonso Reyes de finales de los años 40. Sea lo que fuere, un texto no se explica sin el otro; un texto es la piedra angular del otro. El famoso ensayo de Paz es incomprensible sin este libro de poemas (de hecho, el primer gran libro de Paz), porque este volumen de textos líricos en prosa juega un papel decisivo en la comprensión de uno de los tópicos centrales del extenso ensayo: la diferencia entre la escritura de la poesía y la escritura de la prosa. Es más, me atrevería a decir que el texto donde se refleja de manera más poderosa y casi sin reservas —o con reservas limitadas— la acción surrealista de Paz es justamente en ¿Águila o sol? De este modo, al dejar de lado el libro de los poemas en prosa, Escalante en realidad está dejando de lado la experiencia, como un hecho real y práctico, del surrealismo. El olvido de este texto, entonces, disminuye la fuerza de la estética surrealista y, con ella, de otras estéticas igualmente importantes en la obra de Paz. Esto permite la exageración de otros elementos no literarios o no poéticos. Lo que quiero decir es que el énfasis filosófico de la lectura de Escalante está fundado en la disminución de la importancia del surrealismo en la obra de Paz. No dudo del interés que tiene la lectura filosófica, pero creo que su encarecimiento implica un equívoco, porque ignora que la mirada de Paz es la visión de un poeta que toma todos los recursos a su alcance (entre otros, los filosóficos), pero que siempre privilegia a la literatura y a la poesía en la comprensión del mundo y en el análisis de cualquier clase de problema.
Otro efecto de este olvido es el mal entendimiento de la actitud crítica de Paz hacia el surrealismo. Cuando Escalante dice que Paz, a veces, adopta una postura de vanguardia y otras, una postura conservadora, creo que lo que no comprende es el juego de distanciamientos críticos que Paz lleva a cabo desde la poesía. Como Escalante está pensando en términos de filosofía y de filosofía política, le puede atribuir a Paz un repertorio conceptual que éste trataba con reserva (los vocablos vanguardia, conservador, revolucionario, etc.). Sin embargo, si revisamos las opiniones del poeta al respecto, aceptando la enorme influencia del surrealismo en su obra, es necesario decir que nunca o casi nunca se consideró un surrealista, no obstante que tomó lo esencial de esta forma de poesía para reforzar y crear su propio pensamiento. En su entrevista con Roberto Vernengo elogió al movimiento de Breton, pero defendió su lugar dentro de la tradición de la poesía en lengua española. Este hecho tiene una enorme importancia: nos revela cómo Paz era capaz de absorber una estética e, inmediatamente, oponerle una reserva crítica, tanto en términos teóricos como en términos prácticos de escritura.
En lo que hace al segundo aspecto, a las ideas expresadas en torno a “Piedra de sol”, detecto otra exageración. Desde luego en “Piedra de sol” hay una metafísica del instante y desde luego esta metafísica nos enlaza con la filosofía, pero lo que caracteriza la indagación trascendental de Paz es la circunstancia de que él transforma las ideas en una riqueza de vida y en una lúcida exploración de imágenes. ¿A qué me refiero? Al hecho de que aunque la palabra instante aparece muchas veces en “Piedra de sol”, esta voz es solo el preámbulo a la verdadera experiencia metafísica de Paz. La densidad y la hondura del instante en “Piedra de sol” es la dimensión del cuarto, que implica la ciudad y, al mismo tiempo, el lugar donde se refugian las mujeres y los hombres para amarse. Para Paz es también el lugar de la historia y de la intimidad. Por eso en el centro de “Piedra de sol” está la escena casi mitológica de un hombre y una mujer en Madrid, en 1937, en la Plaza del Ángel. El desvarío —del que el propio Paz habló en los versos del poema— no es una cavilación abstracta sobre el instante. Es, sobre todo, el desasosiego, pero también el encuentro real de un hombre y una mujer en una habitación, en una calle, en una ciudad determinadas.
También me parece un error, al tratar de entender “Piedra de sol”, prescindir del papel central que ocupa la imagen que da comienzo al poema: “un sauce de cristal, un chopo de agua”. Esta imagen no es un mero pretexto para comenzar el poema, es —como la imagen del cuarto— una figura esencial que nos da la intuición de que todas las cosas se transforman en sus opuestos y que el tiempo en el hombre es ciertamente un instante, pero, al mismo tiempo, la duración de un ritmo que no deja de renovarse de manera incesante. Por eso, el poema sigue la revolución sinódica del planeta Venus y el Sol. La imagen del árbol que se transforma en río y del río que se transforma en árbol le permite a Paz atravesar el tiempo de la historia, el ritmo de las ciudades y detenerse en el instante de un cuarto. Va de la naturaleza que nos rodea a una experiencia singular de un hombre y una mujer, y de regreso.

domingo, 14 de julio de 2013

El amour fou de Pamuk

Julio/2013
Letras Libres
José Miguel Oviedo

Cuando en 2006 la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura al escritor turco Orhan Pamuk tuvo un doble acierto: llamar la atención sobre una lengua literaria que no había tenido en tiempos recientes mayor difusión entre los lectores de Europa y América y, al mismo tiempo, distinguir a un escritor que en ese momento solo tenía 54 años, es decir, no a un autor que se encontraba cerca del final de su vida creadora, como suele ocurrir en una gran mayoría de los casos. Además, numerosas traducciones de sus libros habían tenido una favorable recepción entre la crítica y el público de diferentes partes del mundo.
A pesar de que uno de los rasgos distintivos de su obra es la constante variedad de sus temas y el polimorfismo de su estilo, que cubren lo político, lo filosófico, lo histórico, y a veces el clima de misterio, con la misma habilidad literaria, el gran asunto que subyace a toda su obra es el que caracteriza a la misma cultura turca: la de ser la más paradigmática encrucijada entre Oriente y Occidente. Pamuk mismo es un claro ejemplo de eso, pues siendo un escritor profundamente comprometido con todos los aspectos de la realidad turca es, a la vez, un intelectual cosmopolita (lo que le ha valido críticas y censuras de ciertos sectores sociales y políticos de su país), que ha absorbido los más variados influjos del mundo occidental. Esa orientación tuvo un temprano impulso gracias a su educación secundaria en el Robert College, pues pertenecía a una acomodada familia turca. Eso mismo explica que el autor, aunque fuese parte de la comunidad musulmana, no lo fuese en el sentido de ser fiel observador de sus rituales religiosos. En 2004 fue enjuiciado por las autoridades turcas por “insultar y debilitar la identidad turca”. Amenazado de muerte, tuvo que escapar del país.
En realidad, lo que las autoridades no le perdonaban era que Pamuk se refiriese al genocidio de las poblaciones armenias y kurdas cometidos por los turcos en 1915, algo que ningún gobierno de su país ha aceptado y probablemente nunca aceptará: “la dignidad nacional” está de por medio. Tras abandonar su patria, Pamuk fue profesor visitante en la Universidad de Iowa y luego en Columbia, donde actualmente tiene una cátedra de humanidades.
Uno de los primeros fuera de Turquía en reconocer la calidad y originalidad de su ficción fue John Updike, a propósito de El castillo blanco (1985; Debolsillo, 2008). Creo que lo primero que leí de Pamuk no fueron sus novelas, sino los brillantes artículos y ensayos que publicaba en The New York Review of Books, cuya inteligencia y originalidad llamaron mi atención; considero probable que su lúcida posición respecto a la cultura musulmana frente a Occidente en nuestro tiempo contribuyó a que la Academia Sueca decidiese premiarlo para ofrecer así su apoyo moral a un intelectual acosado por el sector más recalcitrante de su país. Hace pocos años, ya con el Nobel en sus manos, fue invitado a la Feria del Libro de Guadalajara, México, donde hizo una presentación que me impresionó por su lucidez, brillante argumentación y gracia personal. En todos los aspectos de su persona literaria, Pamuk es una cabal demostración de ser, a la vez, un hombre moderno que representa a una cultura muy antigua.
Su obra narrativa comienza con Oscuridad y luz (1982), algunas obras que siguieron a esta como Me llamo Rojo (1998; Alfaguara, 2003; Debolsillo, 2009) y Nieve (2001; Alfaguara, 2005; Punto de lectura, 2007) establecieron su prestigio en el mundo occidental, igual que importantes premios internacionales como el Premio al Mejor Libro extranjero en Francia, el Premio Grinzane Cavour en Italia, el Premio de la Paz en Alemania y el Premio Médicis Étranger en Francia.
Con cierto retraso he leído la versión castellana de la novela que publicó originalmente en 2008, El museo de la inocencia (Mondadori, 2009), que me ha producido una verdadera conmoción. La considero una auténtica obra maestra, uno de los relatos más notables que he leído jamás, casi impecablemente perfecta y la recomiendo sin vacilación a todo buen lector. Como es una fuente constante de placer, cuando terminé de leerla tuve una sensación de pérdida o nostalgia porque había quedado enamorado de sus personajes principales, su cautivante historia, sus ambientes, sus laberínticas peripecias, sus continuas sorpresas, sus seductoras trampas y pistas falsas. La impresión que produce es tan vívida que, al final, a uno le es difícil separar la ficción de la realidad exterior a ella, porque se adhiere a esta de una manera casi inextricable, es decir, el mundo ficticio y el objetivo quedan soldados en una alianza tan estrecha que no sabemos bien dónde comienza una y dónde termina la otra.
Se trata de una gran novela de amor, que tiene rasgos de veracidad, encanto, poesía y tragedia, que se nos transmiten con la misma fuerza pese a que emanan de un mundo concreto bastante alejado de nuestra experiencia personal, histórica y cultural como el de Turquía.
Kemal Bey, el protagonista y narrador de su propia historia, tiene treinta años y es uno de los herederos de una acomodada familia dedicada a un próspero negocio de textiles en Estambul (ubicado en el barrio de Nişantaşı, donde nació Pamuk). Un día decide comprarle a su novia Sibel –con la que está próximo a casarse– un regalo en una elegante boutique. Cuando se lo ofrece a Sibel, ella le hace notar amablemente que la marca de la cartera no es auténtica. Cuando él regresa a la tienda para hacer el reclamo, descubre que quien atiende ahora en el mostrador es Füsun, una prima suya, a quien no veía desde niña. Ahora ella es una atractiva muchacha de dieciocho años, cuya deslumbrante belleza lo fascina de inmediato y para siempre. Ella se ofrece a llevarle el dinero del reembolso en persona al departamento que la familia de Kemal usa como desván y él como estudio. Allí comienza una corta relación erótica entre los dos, cuya intensidad alcanza un altísimo grado. Pese a ello, y con bastante cinismo, Kemal no rompe su compromiso con Sibel y mantiene su secreto affaire con Füsun. Así llega el inevitable día de la petición formal de mano que ocurre en el capítulo 24. Este capítulo, que podría ser el mero relato de una ceremonia convencional, se convierte en uno de los ejes más importantes de la historia; es, además, el más extenso de toda la novela, lo que es raro en el arte narrativo de Pamuk que se caracteriza precisamente por lo contario, lo que asegura el ritmo rápido y cambiante en sus obras.
En medio de la fiesta, Kemal busca desesperadamente a Füsun –con quien ha hecho el amor ese mismo día– sin importarle el alto riesgo que corre. Es evidente que Kemal quiere a Sibel, pero siente por Füsun una pasión incontrolable, un verdadero caso del amour fou que tanto exaltaron los surrealistas, que trata de calmar recurriendo a abundantes copas de rakı, hábito que se irá convirtiendo en una adicción más que social. Al acabar este crucial capítulo, el lector tiene la impresión de que las relaciones paralelas van a continuar. Una de las muchas sorpresas que animan este relato es que no ocurre así: por un lado, Kemal no vuelve a ver a Füsun por un largo periodo; por otro, se refugia en los brazos de Sibel, pasa varias semanas al margen de todos sus amigos refugiado con ella en la casa de verano de sus padres, aunque le es imposible amarla físicamente porque se lo impide el torturante recuerdo de Füsun.
Mientras la ausencia de ella le produce un constante dolor moral, emotivo y físico que lo fuerza a realizar actos totalmente desesperados como volver periódicamente al lugar de sus encuentros secretos o buscarla en lugares o barrios donde cree que puede encontrarla caminando, Sibel le devuelve su anillo y da por terminada su relación con él ante el escándalo familiar y social. Poseído por su devoradora pasión amorosa que nada calma, Kemal se entrega a una forma sublimada de fetichismo: conserva, acaricia, huele y contempla hasta el más mínimo objeto que tocaron las manos de su amada, desde la cuchara con la que tomó té a la sábana sobre la que hicieron el amor. Este es el origen de lo que luego él llamará Museo de la Inocencia, es decir, la heterogénea colección que da testimonio de esta suprema historia de amor, cuya heroína me hizo revivir las de Madame Bovary y Ana Karenina.
Cuando al fin los amantes se reencuentran, la situación es completamente distinta: ella está casada con un joven aspirante a director cinematográfico que quiere convertirla en la nueva estrella del cine turco, y Kemal no tiene otro modo de acercarse a ella que verla casi diariamente en la casa de los padres de Füsun donde la pareja vive y donde él –primero con discreción y luego con descaro– recoge, roba cucharillas, saleros, adornos y otros objetos de la casa para incrementar su museo. Increíblemente, el rito de la cena en esa casa durará ocho años, o, según su más preciso cómputo: “Fui a cenar a Çukurcuma para ver a Füsun exactamente durante siete años y diez meses, [es decir] pasaron dos mil ochocientos sesenta y cuatro días. Según mis notas, en esas cuatrocientas nueve semanas cuya historia me dispongo a relatar, fui mil quinientas noventa y tres veces a cenar a su casa.” No solo eso, también nos dice: “Durante los ocho años que fui a la casa de los Kerkin y me senté a su mesa logré ocultar y acumular 4213 colillas de cigarrillo de Füsun.” ¿No siente acaso el lector un eco de los delirantes cómputos que abundan en Cien años de soledad? Tampoco es difícil no pensar en la primera frase de Rayuela en la que otro loco enamorado se pregunta: “¿Encontraría a la Maga?”
El insufrible mal de amor que aqueja al protagonista no tiene otro consuelo que contemplar y adorar en silencio a su inalcanzable Füsun, en un juego de miradas, gestos, silencios y palabras a todos los cuales él les da una elaborada interpretación. Para ayudarla financieramente en sus aspiraciones de actriz, funda Limón Films (Limón es el nombre del canario de la familia de Füsun) y concurre con gran frecuencia al café llamado Papel Cebolla donde se reúne todo el mundillo vinculado al cine local con mayor o menor fortuna. Al final, tras enterarse por Füsun que su matrimonio nunca se consumó y que pronto se iniciarían los trámites de su divorcio, los hechos parecen anunciarle a Kemal que su persistencia está a punto de culminar con un gran triunfo y toda la felicidad del mundo. Pero no será así: cuando justamente están iniciando el muy postergado viaje a París ocurre algo totalmente inesperado y que, en beneficio del lector, no revelaré aquí.
Para narrar lo que sigue a ese crítico momento, la historia –cuyo núcleo gira alrededor de los años setenta y se extiende hasta mediados de los ochenta– se proyecta ahora veinte años hacia adelante, y relata primordialmente los esfuerzos de Kemal para hacer realidad el museo, lo que lo obliga a visitar muchos museos y galerías de todo el mundo, para saber mejor cómo organizarlo. El lector se da cuenta de que los centros artísticos, culturales y documentales que registra en los capítulos 81 y 82 no son en absoluto ficticios, sino muy reales. Lo asombroso es que la novela da otro gran vuelco: el proyecto de Kemal genera el auténtico Museo de la Inocencia, inaugurado en Estambul el 28 de abril de 2012 y que los interesados pueden ahora visitar. En el capítulo 83 y final, titulado irónicamente “Felicidad”, Kemal nos dice que la mejor manera de dar sentido a los objetos del museo era escribir un relato: “Así pues, un escritor podía redactar el catálogo de mi museo como si escribiera una novela.” Ese novelista es nadie menos que Orhan Pamuk, personaje real convertido en ficticio, con lo cual la novela da un giro del todo inesperado. Cuando el héroe y el escritor que lo creó se encuentran por última vez, Kemal –un hombre que ronda ya los sesenta años– le dice una frase que sintetiza toda su pasión amorosa por Füsun: “Que todo el mundo sepa que he tenido una vida muy feliz.”
Algo particularmente curioso es que en el ya citado capítulo 24 hay una fugaz aparición del mismísimo Orhan Pamuk, con quien Füsun también baila; en esa instancia el narrador nos hace una sorprendente invitación (que decidí no aceptar para mantener el suspenso): “Quienes deseen saber con sus propias palabras lo que sintió Orhan Bey [Pamuk] al bailar con Füsun, por favor que vayan al último capítulo [...]” (pp. 158-159). Esto tiene cierto aire de semejanza con lo que Cortázar llamó “capítulos prescindibles” en Rayuela. En otro insólito juego de vasos comunicantes entre el plano imaginario y el real, Pamuk publicó en 2012 un hermoso libro titulado The innocence of objects, que es en verdad el catálogo de la colección de objetos y toda la memorabilia que se refiere a Füsun, su familia y la de Kemal, los ambientes del viejo Estambul y otros detalles de la historia que hemos leído y que nos hacen ver –aunque parezca extraño– que la novela y el museo fueron concebidos como un esfuerzo conjunto y simultáneo a lo largo de varias décadas.
El arte de su composición novelística, el absoluto control sobre sus cambiantes tonos, las continuas sorpresas y pistas falsas que estimulan la imaginación del lector, el toque siempre delicado pero intenso de sus introspecciones en el alma enamorada, las convincentes descripciones del mundo estambulí con sus paseos por las riberas del Bósforo, las alusiones a los cambios que sufre por entonces la sociedad turca en sus hábitos sexuales (con mujeres que llevan la cabeza cubierta mientras otras llevan minifalda), las referencias al autoritarismo del poder político, etc., hacen de esta novela una auténtica experiencia del alto placer que solo una gran obra literaria puede producir.

2666 y el rostro del narco

14/Julio/2013
Confabulario
Oswaldo Zavala

En 2666 (2004), la novela póstuma de Roberto Bolaño, hay una escena en un bar de Santa Teresa —como se sabe, basada en la fronteriza Ciudad Juárez— en la que un policía judicial llamado Juan de Dios Martínez observa en la terraza del local a un hombre vestido de ranchero, sentado de espaldas, y cuyo rostro nunca puede ver directamente. El policía especula que se trata de un narcotraficante. Frente al ranchero está un joven acordeonista y una violinista, quienes intentan atraer su atención:
Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narcotraficante, apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata.

Cuando los músicos por fin llaman la atención del supuesto narco y sus acompañantes, algo ocurre que intriga al policía:

El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas. La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático. ¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.

El supuesto narco permanece siempre anónimo, sin rostro, y es el único que no se distingue por un atributo animal (mangosta, gata). Su identidad imaginada le confiere de inmediato una función social específica que excede a la persona convencional y despliega violencia y poder sin tener que moverse de la mesa: es un narco. Cuando aparece su perfil por un instante, el judicial piensa en la aristocracia, en una élite que no consigue situar dentro del esquema de la sociedad conocida. La escena ilustra así la problemática manera en que se articula el imaginario del narco que predomina en la mayoría de las llamadas “narconovelas” en México: historias basadas en reflejos limitados de un fenómeno cuya realidad nos resulta inaccesible, lo real del narco únicamente posible a través de la construcción imaginaria de ciertos trazos de su violencia vista a una distancia infranqueable, donde la sensación del poder de una élite se intuye pero no puede conocerse.

A casi una década de su primera edición, 2666, la novela más ambiciosa y compleja de Bolaño, ha sido leída por la crítica académica a través de modelos teóricos que intentan rebasar la noción de una tradición literaria nacional. Con ello, algunos críticos sugieren entender la novela como una reflexión sobre procesos históricos mundiales que revela el violento fracaso de la modernidad occidental que experimentan en común, en el contexto del libro, México, Estados Unidos y Europa. Sharae Deckard, por ejemplo, propone comprender la estructura de 2666 como “sistemáticamente histórico-mundial, uniendo una semiperiferia particular (Ciudad Juárez) y una coyuntura histórica particular (el capitalismo tardío del milenio) con un vasto alcance geopolítico”. De modo análogo, Sergio Villalobos analiza 2666 como una “articulación planetaria del mundo a través de la guerra global”, siguiendo aquí la noción propuesta por el historiador italiano Carlo Galli para comprender las dinámicas mundiales que desactivan los conceptos decimonónicos de soberanía, territorio y nación. Estos acercamientos, desde luego válidos y productivos, se preocupan por trazar el arco histórico con el que Bolaño vincula la esclavitud africana, el holocausto y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, fenómeno que Jean Franco, en su reciente libro Cruel Modernity, estudia como “un incidente en un colapso mundial”.

No obstante, 2666 ofrece también una aguda representación crítica de los primeros años del siglo XXI en México que la crítica encandilada por la globalización ha pasado por alto. Como explica el sociólogo Luis Astorga, la máquina presidencial del PRI sometió durante siete décadas a generaciones enteras de narcotraficantes. No se trató de una relación de complicidad o de tolerancia, sino de una total subordinación del crimen organizado al poder político. Con la caída del PRI en el 2000, el narco dejó de ser parte de la agenda oficial de Los Pinos. Y mientras Bolaño escribía, el país ya se despeñaba hacia una profunda crisis de gobernabilidad con la fragmentación del poder político y el debilitamiento del Estado que trajo la consolidación del neoliberalismo como única estructura aceptable de gobierno. Esta crisis alcanzó su punto álgido con la presidencia de Vicente Fox, que se distinguió, según Astorga, por “la inexistencia de una política de seguridad de Estado” que permitió “un mayor grado de autonomía de policías, militares y traficantes respecto del poder político”. Entre sus muchos aciertos, 2666 da cuenta de esa fragmentación del poder. En ese sentido y contra el juego de temporalidades sugeridas por su título, la novela es el fiel reflejo de su época, en particular con su representación del norte de México en “La parte de los crímenes”. Esa sección —la más abundante de las cinco que integran el libro— se estructura alrededor de los dos fenómenos de violencia sistémica más importantes de la frontera: los cientos de asesinatos de mujeres que comenzaron a reportarse desde 1993 —el último año de la presidencia de Carlos Salinas de Gortari— y el narcotráfico. En 2666, ambos fenómenos surgen de las mismas condiciones de posibilidad en un país post-PRI: las redes locales de complicidades oficiales y extraoficiales que en Santa Teresa regulan el flujo de drogas y disciplinan la violencia sin la intervención de fuerzas federales. Consideremos, por ejemplo, el episodio en que Pedro Negrete, jefe de la policía de Santa Teresa, contrata al joven Lalo Cura para trabajar como “hombre de confianza” de su “compadre” Pedro Rengifo, un prominente empresario local. Cuando Lalo Cura salva la vida de la esposa de Rengifo durante un atentado perpetrado por dos sicarios, entre ellos un policía estatal, Negrete reclama al empresario el haber expuesto al joven pistolero de un modo innecesario. Negrete decide entonces convertir a Lalo en detective, pero es hasta mucho después que este último se entera de que el empresario Rengifo es también un narcotraficante.

Esta íntima relación entre policías locales, empresarios y narcos reaparece más adelante cuando otro policía comenta con Lalo Cura el asesinato de la reportera de radio Isabel Urrea, cuya agenda personal confirma el orden político local en la investigación del crimen:

Encontré los teléfonos de tres narcos. Uno de ellos era Pedro Rengifo. También encontré los números de varios judiciales, entre ellos un jefazo de Hermosillo. ¿Qué hacían esos teléfonos en la agenda de una simple locutora? ¿Los había entrevistado, los había llevado a la radio? ¿Era amiga de ellos? ¿Y si no era amiga quién le había proporcionado esos teléfonos? Misterio.

En 2666, el negocio del narco opera ahora entre gobernadores, procuradurías estatales y empresarios que construyeron fueros semiautónomos e independientes del poder federal central, reconfigurado en el vacío de poder que inauguró la elección presidencial de 2000.

La cuidadosa representación del narco que Bolaño lleva a cabo en su novela sólo es comparable a un puñado de novelas. Destaco entre ellas Contrabando (2008), de Víctor Hugo Rascón Banda, en la que el poder del narco y el poder del estado son uno y el mismo. En la misma década, sin embargo, el campo literario mexicano ha celebrado el éxito comercial de numerosas narconovelas que independientemente de su nivel de realismo promueven la narrativa oficial que explica el fenómeno del narco a partir de una sempiterna lucha de cárteles y la mitológica vida y muerte de capos como Joaquín El Chapo Guzmán. Novelas como Fiesta en la madriguera (2010) de Juan Pablo Villalobos, Perra brava (2010) de Orfa Alarcón o Trabajos del reino (2008) de Yuri Herrera, imaginan al narcotráfico en México exactamente del modo en que el Estado describe el fenómeno: como una apocalíptica infestación de cárteles de la droga que en ciertos territorios periféricos del país actúan desde un afuera hipotético del Estado mexicano. Lo que estos libros denominan “narco” en México está constantemente mediado por discursos hegemónicos generados por el Estado, por estrategias de representación que mitifican a las organizaciones criminales y que son visibles en estudios académicos, investigaciones periodísticas y textos literarios que poco se diferencian entre sí pero que describen reiteradamente un mismo conjunto limitado de imágenes que opera a su vez como el paradigma de representación dominante en toda discusión sobre el tema.

Para articular una representación crítica sobre el narco no basta, como suponen algunos, con abandonar el léxico recurrente (“sicario”, “plaza”, “cártel”, el “narco” mismo). Es necesario, como hace Bolaño, producir narrativas que relocalicen al Estado y a sus lógicas de poder en el centro de esas discusiones, es decir, reposicionar al Estado como el significante central del narco. 2666 se adentra en los laberintos del poder oficial y descubre al narco siempre inscrito bajo el nombre de los empresarios, de los policías y de los políticos gobernantes, siempre adentro de las estructuras de Estado. Como con el personaje de Lalo Cura, el lector se sorprende de encontrar narcos que no buscan apagar una insaciable sed de sangre y que no viven de modos excéntricos y ridículos en búnkers amurallados. El arquetipo oficial del narco se disuelve en 2666 con el personaje de ese empresario que entre sus múltiples negocios además invierte en el comercio de la droga, siempre vigilado y controlado por la policía y la política local.

Resistir la tentación de la complaciente mitología del narco que ha dado fama y fortuna a tantos novelistas mexicanos que sueñan con alcanzar el éxito de La reina del sur, es una de las muchas enseñanzas de la obra de Bolaño. Al volver a la escena sobre el narcotraficante cuyo rostro nunca vemos en 2666, se advierte la dramática imposibilidad de observar lo real del narcotráfico, que siguiendo a Lacan, está apenas insinuado en el orden de lo simbólico. Como intenta el policía de Bolaño, es necesario asumir una imaginación crítica que nos permita narrar el narco más allá de las vestimentas y las acciones que lo vuelven igual a sí mismo, es decir, idéntico a su recurrente cliché. Es imprescindible esclarecer las redes de poder en las que opera, elucidar desde lo literario las coyunturas políticas y económicas que lo condicionan, y finalmente preguntarse, con ese personaje de Bolaño, qué aristocracia representan, a que élite, en verdad, pertenecen.

Cómo y por qué Bolaño conquistó EU

13/Julio/2013
Confabulario
Barbara Epler

1. La parte de los amigos

Escuché por vez primera el nombre de Roberto Bolaño hace una década. Mi amigo el novelista Francisco Goldman me dijo: “Bolaño es el mejor escritor vivo del mundo”. Insistió en que New Directions lo publicara. Al día siguiente, le mencioné el nombre de Bolaño a un editor afín, quien respondió: “Es un autor que suena mucho. Creo haber visto en mi oficina unas galeras suyas, enviadas por Harvill UK”.

Envié un fax al director de Harvill, Christopher MacLehose (amigo de New Directions), y le pregunté si también nosotros podíamos tener una copia de esas pruebas de imprenta.

Leí las galeras de By Night in Chile (Nocturno de Chile) apenas llegaron: fue una experiencia fulminante.

Nuestra amiga Susan Sontag proclamó: “Un río maravilloso de sensibilidad, una meditación brillante, una fantasía cautivadora, Nocturno de Chile es una obra verdadera, de una rareza notable: una novela contemporánea destinada a ocupar un sitio permanente en la literatura mundial”.

El aval de Sontag significaba que todas las publicaciones literarias pondrían sus ojos en ese libro. (Ya después supe que nuestros conocidos Jean Stein y Deborah Treisman, de Grand Street, habían descubierto a Bolaño antes que yo, y habían publicado textos suyos en esa estupenda revista.)

2. La parte de los medios

Al comienzo, esta “parte de los medios” podría también titularse “La parte de los amigos”, pues muchas de las personas que ayudaron originalmente a poner a Roberto Bolaño en el mapa en Estados Unidos son cercanos a New Directions: Francine Prose, Michael Greenberg, Aura Estrada, Francisco Goldman (de nuevo), Siddhartha Deb, Mónica de la Torre, Pankaj Mishra, Benjamin Kunkel, Nicole Krauss, Richard Eder, James Wood, Andrew Ervin, Benjamin Lytall, Michael Palmer, Patti Smith, Jonathan Lethem, Tom McGonigle, John Banville, Wayne Koestenbaum: todos ellos fueron de los primeros en reseñar o publicitar los libros de Bolaño.

Un elemento central de su éxito se puede rastrear en Grand Street: cuando Deborah Treisman fue nombrada la editora de ficción de The New Yorker, llevó consigo el amor que sentía por la escritura de Bolaño. Desde 2005, publicó relatos de Bolaño en la revista cultural más grande de Estados Unidos, que, así, llegaron a más de un millón de lectores a la semana.

3. La parte de los editores

Como si recorriera su propia biblioteca, Bolaño se unió en New Directions al catálogo de sus autores favoritos, de Borges (“Podría pasarme toda la vida bajo una mesa leyendo a Borges”), a Martín Adán, César Aira (“cuando se empieza a leer a Aira, no quieres parar”), Baudelaire, Bioy Casares, Horacio Castellanos Moya (“escribe como si viviera al fondo de alguno de los muchos volcanes de su país”), Céline, Cortázar, Flaubert, Felisberto Hernández (“hay que leer a Felisberto Hernández”), Huidobro, Alfred Jarry, James Joyce, Kafka, Kleist, Lautréamont, Enrique Lihn, García Lorca, Mallarmé, Javier Marías, Henry Miller, Montale, Nabokov, Nicanor Parra (“Nicanor Parra por encima de todos”), José Emilio Pacheco, Alejandra Pizarnik, Pound, Queneau, Rodrigo Rey Rosa, Rimbaud, Stendhal y Enrique Vila-Matas (“una acumulación de felicidades y claridades: un escritor que no tiene parangón en el panorama contemporáneo de la novela española”), así como otros a los que aceptaba parcialmente, como Ernesto Cardenal, Cela, Paz y Neruda. Pongo como excusa para este desfile de nombres el hecho de que también a Bolaño le encantaban las listas.

“Los editores suelen ser malas personas”, decía Bolaño, pero, de todos modos, como editora de sus libros en New Directions, pienso que es bueno que sus obras estén al lado de los libros que le gustaban tanto.

Sea como sea, una gran parte de su éxito se debe a otra editorial de mayor magnitud. Habíamos estado publicando a Bolaño por unos pocos años cuando mi oferta para adquirir los derechos de Los detectives salvajes fue rechazada. Esto me rompió el corazón, pues deseábamos tener toda su obra. Pero Farrar, Straus & Giroux utilizó la enorme atención que las traducciones al inglés de Nocturno de Chile, Estrella distante, los relatos escogidos de Llamadas telefónicas y Putas asesinas que se publicaron en el volumen Last evenings on Earth, y Amuleto habían conseguido para potenciar una máquina publicitaria extremadamente eficaz.

Jeff Seroy, el extraordinario publirrelacionista de FSG, y el editor Lorin Stein crearon un sitio de internet dedicado a Bolaño, que se distinguía por su originalidad y belleza. También supieron usar las redes sociales, por entonces poco explotadas. Nunca olvidaré esa vez que mediante Facebook y Twitter congregaron a miles de jóvenes a un bar en East Village para celebrar la aparición de The Savage Detectives: fue un pandemonio.

Haré mención de una decisión sagaz de FSG: la camisa de la edición de The Savage Detectives presenta una fotografía del autor; se ve a Bolaño de pelo largo, casi como un muchacho de 19. Tan sólo eso dejaba ver astucia. Tocaba las fibras, tan vivas del lector estadounidense, del glamour trágico de James Dean, y estimulaba la identificación con el escritor que llegaron a sentir muchos lectores jóvenes, los principales seguidores de su obra en este país.

Las dos editoriales estadounidenses trabajaron juntas promoviendo todos los libros de Bolaño; como Jonathan Galassi, editor de FSG, dijo: “con la marea alta todos los botes avanzan”. Sin embargo, en Estados Unidos, más que marea tuvimos un tsunami. Quienquiera que se interesa en literatura habla hoy de Bolaño.

4. La parte de los traductores

Las pruebas de imprenta de By Night in Chile de Harvill dejaban ver la armoniosa, clara y resonante voz de Bolaño en inglés: poeta él mismo, Chris Andrews posee el don de comprender el arte de Bolaño con exactitud y una profunda simpatía.

Chris expresó en el obituario publicado en The New York Times: “La escritura de Bolaño se nutre de lecturas amplias y voraces, una experiencia variada, una vívida capacidad de ensoñación y una aguda curiosidad por las vidas ajenas. También desarrolló un original estilo, de gran flexibilidad: generalmente es veloz y directo, y puede también dilatarse para incluir digresiones parentéticas o una sorprendente elaboración imaginística”. Chris traslada ese estilo a la lengua inglesa con una vivacidad ágil y diáfana.

Aunque Chris tradujo la mayoría de los libros de ficción editados por New Directions (Amulet, By Night in Chile, Distant Star, The Insufferable Gaucho, Last Evenings on Earth, Monsieur Pain, Nazi Literature in the Americas, The Return, The Skating Rink y buena parte de The Secret of Evil), la talentosa Natasha Wimmer (quien de manera muy lograda tradujo The Savage Detectives y 2666 para FSG) vertió con gran belleza Antwerp y Between Parentheses, así como secciones de The Secret of Evil. Ella tiene un don especial con el que la voz de Bolaño se expresa en nuestra lengua con laconismo, fosforescencia y felicidad.
Laura Healy tradujo con fineza la poesía completa de Bolaño: The Romantic Dogs, Tres y The Unknown University.

Contar con tres traductores tan talentosos es el equivalente, en términos editoriales, de hacer el uno, dos y tres en una competencia de atletismo: el entusiasmo con el que Bolaño ha sido recibido en Estados Unidos se debe en mucho a ellos.

5. La parte de Estados Unidos, que es también La parte de las dos Américas

Uno de los muchos asuntos sobre los cuales Susan Sontag expresó su opinión fue sobre el título de Historia de la literatura nazi en América. Nos advirtió que debía ser vertido en plural: Americas, es decir, el continente americano. “¡No lo vayan a traducir como Nazi Literature in America!”

Sabemos que su obra se dirige a las dos Américas. Creo que esto es parte del influjo que ha conseguido en este país. Su obra nos lleva a través de un espejo oscuro. Sabemos qué tan profundamente se halla Estados Unidos vinculado con la pesadilla en Latinoamérica (“el Vietnam secreto”) que centralmente retrata su obra. Esas fueron nuestras políticas: colaboramos en el asesinato de Allende. Esa es nuestra cámara de tortura en Nocturno de Chile: la anfitriona puede ser chilena y la casa puede estar en Santiago, pero su esposo es un estadounidense.

El espectáculo del terror en Latinoamérica es parte de nuestra locura y, para bien o para mal, ese es un elemento que hace que la obra de Bolaño sea tan persuasiva, tan apasionante como la historia de nuestras propias familias.

Y existe también un aspecto narcisista tan propio de la cultura estadounidense: conocemos a Jim O’Bannom; adoramos a Oscar Fate; soñamos con esa California de adorables y agonizantes estrellas porno que Bolaño concibió en el desgarrador relato “Joanna Silvestri” (coincidentemente, un relato publicado en Playboy).
Nos gusta la alta y la baja cultura, el ingenio, el humor, el grunge, el porno, el horror, la prensa amarillista; pensamos que nos gusta la libertad, el riesgo, la valentía, el honor, la sinceridad y la temeridad.

Los estadounidenses premiamos Lo Nuevo; nos encanta la posibilidad en estado puro. Como escribió Nicole Krauss: “Cuando leí a Bolaño, pensé: Todo es posible otra vez”.

Y ansiamos lo que conocemos; lo siniestro. También ansiamos lo verdaderamente grandioso. Estamos cansados de las novelas sosas y hartos de las estafas pretenciosas. Una razón por la cual ha tenido tal repercusión en Estados Unidos es por su polaridad absoluta respecto de los rasgos dominantes del aburrido mundo de la escritura creativa, todos esos productos de las maestrías que se estudian en las universidades-fábricas de Estados Unidos.

Bolaño se encuentra a años luz de la gran cantidad de sagas sobre familias estadounidenses, libros intrascendentes, y de los trucos experimentales, fatigosos por la ingeniosidad con las cuales se les construye. La conjunción de múltiples dimensiones en Bolaño hace que buena parte de la ficción estadounidense parezca una pantalla plana.

Como varios reseñistas han afirmado, Bolaño nos hace creer en un renacimiento de la literatura, y somos el país que busca volver a nacer.

Para ser franca, hay que decir que los verdaderos lectores en Estados Unidos (aquellos que realmente aman la gran literatura, esa que conquista nuevos espacios) no son tan numerosos. Pero existen, y defienden vehementemente aquello que llega a encantarles. Es un poco como lo que Spencer Tracy dice sobre la carne de Katharine Hepburn: “no hay mucha, pero la que hay es muy selecta”. Los seguidores de Bolaño son una multitud selecta y fiel.

Recientemente, un artículo en The Daily Beast hizo notar: “¿Cómo explicamos el hecho de que el escritor latinoamericano más celebrado desde Gabriel García Márquez y Octavio Paz murió hace casi una década y ha publicado, póstumamente, muchos libros más que los que la mayoría de los autores alcanzan a editar en toda su vida? Novelista respetado en vida, a partir de su muerte Bolaño ha adquirido un estatus de culto, ha sido traducido en todo el mundo, con cuentos lanzados en The Paris Review, The New Yorker y [también con extensas secciones sobre él en] The New York Review of Books. Una página de Facebook dedicada a Bolaño presume de 43,000 fans y una película, El Futuro, basada en uno de sus cuentos”.

Y el entusiasmo no decrece. Tan sólo hace unas semanas Junot Díaz escribió en The New York Times: “En cuanto a Bolaño, ¿qué se puede decir? Uno de los más grandiosos escritores, un auténtico coloso. ¿Se ha editado algo que siquiera remotamente se acerque a By Night in Chile?”

Por supuesto, el aspecto más importante es la sorprendente excelencia de su escritura, pero la excelencia puede muy a menudo verse no recompensada en el negocio editorial.

A estas alturas, puedo imaginarme a Bolaño preguntarse: “¿Por qué habla esta mujer sobre el negocio editorial, como si pudieras llamarlo un negocio, como si no fuera de hecho más exactamente un tipo especial de locura, y no el tipo más interesante de locura, pero sin duda tampoco un forma de salud mental?”

Así, aunque escriba sobre lo que pasó en este país con los amigos, los medios, los traductores y los editores, y señale posibles afinidades culturales con su escritura, realmente, más que nada, pienso que el énfasis que su obra pone en el tema de la amistad (de hecho, como dice en 2666, hay “amistades especiales que exceden la mera definición amistad personal”) genera una fuerte atracción a nuestros sentimientos. Y el interés manifestado por su escritura se puede considerar un tipo de amistad con un genio que excede la mera definición de genio. Por supuesto, en cualquier parte del mundo un genio de esta naturaleza otorga a sus lectores un gozo superior.

(Traducción de Geney Beltrán Félix).