sábado, 28 de marzo de 2015

La forma más alta del heroísmo*

28/Marzo/2015
Laberinto
Vicente Quirarte

Estamos reunidos para celebrar la concesión a Fernando del Paso del premio que lleva el nombre de José Emilio Pacheco. Todos los presentes hubiéramos querido que el segundo estuviera tangiblemente con nosotros. Único paliativo es que su ausencia, aún dolorosamente asimilable, permite que este premio sea, entre otras cosas, homenaje a quien siempre se mantuvo fiel a su humildad y a su orgullo, en él formas sinónimas y ejemplares de ser y conducirse. El genio de su vida y el talento de su obra son lecciones que nunca dejaremos de agradecer, atesorar y conservar. Existen los escritores leídos, los admirados y los amados. Los tres calificativos pueden aplicarse al premiado y a aquel cuyo nombre recordamos en el premio.

Nacidos con cinco años de diferencia, ambos autores pertenecen a la misma generación porque fueron marcados por los mismos hechos en el tiempo y el espacio. En 1958 aparecen los Sonetos de lo diario firmados por un joven Fernando del Paso. En ellos da muestra de su virtuosismo verbal y su capacidad para transformar lo nimio en hiperbólico, lo intrascendente en epifanía. En 1959, el aún más joven José Emilio da a la luz su primera colección de prosas bajo el título La sangre de Medusa. Publicados bajo el sello de Cuadernos del Unicornio, donde la elegancia del papel y la tipografía se unen a la maestría verbal de los autores, en esos breves e intensos libros ya están las principales características que habrán de definir su estilo. Ambos fueron niños de la colonia Roma. José Emilio desde la calle de Guanajuato, Fernando en la de Orizaba. Ambos botaron los mismos barcos, en diferentes tiempos, en la misma fuente Luis Cabrera. Como lo hizo notar Sara Poot Herrera, en diferentes y futuros tiempos ejercerían el oficio de oidor para Juan José Arreola, editor de sus libros y maestro que insistía en que la escritura debe tener la solidez de las artes mayores. Por ese motivo, los libros de Fernando y José Emilio son unánimemente admirados y releídos como verdaderas escuelas de escritura, homenaje y consagración de nuestro idioma. Ambos nos enseñan que la memoria es la mejor arma de la historia, como lo demuestran los Inventarios signados por las célebres iniciales JEP o la monumental investigación Bajo la sombra de la Historia en la que Fernando trabaja con disciplina ejemplar.

Si bien el camino recorrido por una creatura de palabras para llegar al dominio de su oficio sigue un esquema común, cada escritor es un ser imprevisible y sorprendente, original y nuevo. Fernando del Paso es el más claro ejemplo de quien al construirse nos construye, al forjarse un lenguaje hace más prestigioso y fuerte el colectivo. De ahí que ésta sea una oportunidad para agradecer y celebrar la victoria de un hombre sobre sí mismo, su labor como arquitecto de vastas y macizas construcciones verbales que han resistido y resistirán el paso del tiempo. Conocemos a Fernando del Paso antes de conocerlo. Ha sido compañero y responsable de nuestra educación sentimental y de varias de nuestras noches claras, desde aquella compacta edición de José Trigo, novela deslumbrante y exasperante, barroca y total que hizo entrar a su autor con paso firme en la narrativa de lengua española, y que constituyó el principio de una carrera determinada por la paciente exigencia, la honestidad intelectual y la espera que es privilegio de los sabios.

Si la misión de un escritor es consumar al menos una obra maestra, Fernando del Paso lo ha logrado en cada una de sus tres novelas mayores. En ellas ha llevado a cabo una nueva, heterodoxa, desafiante lectura de nuestra historia: José Trigo o el descenso al México ancestral y profundo; Palinuro o la odisea del hombre enfrentado al enigma del amor y la muerte a través del cuerpo de Estefanía, o de un país que cambia de manera vertiginosa y radical; Carlota de Bélgica o nueva Penélope que teje y desteje su locura y se transforma por voluntad del narrador en ojos omnipotentes de la historia.
Pocos de nuestros escritores, como Fernando del Paso, aman tanto las palabras y pocos como él han sido tan bien correspondidos. Publicista, traductor, diplomático ejemplar de México en París donde desempeñó su cargo con diligencia y siempre tuvo tiempo tanto para el visitante ilustre como para el estudiante pobre, se ha servido de las palabras para el diario sustento, pero ha desarrollado en las más altas horas el trabajo literario del creador que al domarlas y moldearlas sustenta nuestra imaginación, la exacerba, la transforma en arma para vivir cada minuto con más intensidad.

Una de las características de la creación entera de Fernando del Paso es la obsesión, propia del joven, que lo lleva a enfrentar desafíos y llevarlos a sus últimas consecuencias, ya se trate de un soneto que evada la rima fácil, ya de una exposición plástica o de un dibujo que acorte la distancia entre significante y significado, ya de volver a escribir el Quijote al convocar a sus más intensos cofrades y reelaborar su discurso en un viaje fascinante, ya de escribir una novela policiaca que, entre otras cosas, lleve a su autor a recordar las aventuras de don Policarpo escritas por un tío de la familia. Con Linda 67, Fernando del Paso ha otorgado al thriller categoría de arte mayor, y donde los triunfadores son unos cuantos. Como en sus obras anteriores, en ésta se halla presente el narrador omnívoro, el estudioso del espacio de su acción, el lúdico permanente que juega con las palabras y sus personajes.

El primer libro de Fernando del Paso fue una colección de poemas. En uno de sus libros más recientes, PoeMar, vuelve a esa vocación jamás abandonada, pues cada una de sus obras está hecha con la tensión y la altura que la poesía demanda. Desde el cuño del título, PoeMar, nos advierte que el suyo es un decir sobre el océano pero también una meditación sobre las diversas formas en que es posible aproximarse a una realidad presente en la Historia y las historias de nuestra especie. Del Paso se atreve a dialogar con una de las criaturas más sorprendentes y más cantadas de la literatura. El mar es una doble tentación. Quien acepta entregarse a él, envolverse en su cuerpo hasta fundirse con esa idea material de lo absoluto, difícilmente puede evitar traducirlo a palabras, convertir los seis sentidos mágicos en objetos verbales que testimonien esa experiencia siempre única. En una nueva etapa de su versátil labor creativa, Fernando del Paso toma el desafío.

Fernando del Paso nació el 1 de abril de 1935. Ese mismo día, pero de 1755, vino al mundo Anthelme Brillant–Savarin, el gastrónomo que con el paso de los años, y por su propia cuenta, habría de publicar Fisiología del gusto, Biblia de los enamorados de la alquimia culinaria. Otro primero de abril, pero de 1868, vio la primera luz el poeta y dramaturgo Edmond Rostand, ya para siempre asociado a Cyrano, que hace de la escritura la forma más alta del heroísmo. Nada es obra de la casualidad, y los astros se acomodaron de tal manera que Fernando del Paso está bien acompañado por estos dos autores de otra era. Por un lado, es notable su amor por la cocina, que comparte estrechamente con Socorro, mismo que los llevó a hacer un libro de cocina mexicana, cuyo objetivo es iniciar a los paladares de los paisanos de Brillant–Savarin en los misterios de nuestra gastronomía; por el otro, la admirable rebeldía e independencia de Fernando, su voz que es siempre fiel a lo que piensa, aunque eso signifique el desconcierto de la grey, lo emparientan, afortunadamente, con el señor de Bergerac, cuya espada y cuya pluma se desenvainan exclusivamente en defensa del honor, el débil o del enamorado.

En una de las páginas de Palinuro de México, los personajes discuten sobre ese acto que mucho tiene de magia y de máquina del tiempo, consistente en ir a la Hemeroteca Nacional y repasar los sucesos que tuvieron lugar el día del nacimiento de uno. Como testimonio de gratitud a nuestro escritor, que tanto ha hecho por la Historia y obligarnos a reconocernos en su espejo, me permito compartir con ustedes algunos de los sucesos que tuvieron lugar el día de su nacimiento.
El 1 de abril de 1935, día del nacimiento de Fernando del Paso, entraba al puerto de Acapulco el crucero alemán Karlsruhe, al mando del comandante Lutjons y el capitán Schomol. Fue recibido con champaña, grandes honores, y la colaboración de autoridades y marinos mexicanos que harían con los visitantes maniobras conjuntas. Del otro lado del mar, Europa entera entraba en un franco periodo de militarización. Francia declaraba que tendría una flota aérea como la alemana y Benito Mussolini afirmaba, mientras comenzaba a apoderarse de Etiopía, que sus aviones podrían oscurecer el cielo de Italia.

La noche del día en que la familia Del Paso Morante celebraba el advenimiento de su hijo, la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje declaraba existente el estado de huelga de los trabajadores de los tranvías. La falta de transporte no impidió que una multitud se dirigiera a la estación de Buenavista a recibir a los primeros contingentes de atletas que regresaban de los juegos centroamericanos. La euforia era mayor porque ese día el equipo mexicano de futbol había vencido a Honduras con un marcador de 8–2. El apoderado legal de la Universidad Nacional, con apenas siete años de flamante autonomía, se amparaba contra actos del presidente Lázaro Cárdenas, implícitos en el decreto del 12 de mayo sobre la enseñanza secundaria en relación a la universitaria. En la colonia Guerrero, la familia Fabila se intoxicaba con leche, ante el escándalo y preocupación de todo el barrio, circunstancia aprovechada por la compañía Nestlé apara incrementar su publicidad y sus ventas y denunciar la adulteración y la impureza de la leche convencional.

El día en que el niño del Paso ocupaba el aire con su primer llanto, en el Cinema Palacio se presentaba el pianista chileno Claudio Arrau con el espectáculo “Sueño de amor”. En los cines Edén, Monumental y Odeón se exhibía la película Bohemios, con Julián Soler y Amelia de Ilisa; el Principal daba Monja y casada, virgen y mártir, con Consuelito Frank y Joaquín Busquets; en la pantalla del Balmori, Joan Crawford y Clark Gable actuaban en Cuando el diablo asoma, mientras en el Regis podía verse Clive, el conquistador de la India, con Ronald Colman y Loretta Young. Cines humildes y heroicos como el Mundial y el Alarcón ofrecían por 30 centavos funciones triples y maratónicas de películas que habían dejado de estar en la primera línea de combate. Roberto El Panzón Soto anunciaba para el Teatro Lírico el estreno de dos nuevas comedias: Charros al Chaco y Los hijos de Pancho Villa.

Colaboraban en las páginas de Excélsior y El Nacional Rubén Salazar Mallén, Eduardo Pallares y Mauricio Magdaleno. Entre la información de gozos y tristezas, logros políticos y crímenes del orden común, se anunciaba el Chevrolet 1935 con “carrocería Fisher, motor de seis cilindros de válvulas en la culata”. Una hermosa diablesa vestida de desnudez —como después habría de serlo Estefanía por Palinuro— anunciaba a 5 centavos la cajetilla de cigarros Diablitos, tipo habano; el bálsamo del doctor Bengué proclamaba sus bondades contra gota, reumatismo y neuralgias, del mismo modo en que las pastillas Lekerol combatían la tos y la ronquera; destacaba asimismo la publicidad de la ropa íntima Caresse, que “se lava, lava y lava, y dura, dura y dura”.

Yo soy un hombre de letras, dice orgullosamente uno de los más inolvidables personajes de Noticias del Imperio. Fernando del Paso lo es, de manera literal y literaria, porque desde que empezó a ejercer las palabras y los colores, nunca abandonó esa actividad. En alguna entrevista señaló que escribir era como dibujar letras, y su estilo exigente y poderoso da muestra de cómo cada una de sus páginas es un mural y una sinfonía, por su riqueza cromática y metafórica, la variedad de registros y el trazo arquitectónico de la estructura novelística. En contra de las adversidades, con el amor de su familia, para él sustento tan poderoso como su escritura, lucha con entusiasmo adolescente por desfacer los mismos entuertos que Palinuro enfrentaba en su juventud poderosa y desarmada. Gracias demos a Fernando del Paso por su escritura exigente y generosa, por haber descubierto ese elíxir de la eterna juventud consistente en inventar el mundo cada día y compartirlo con nosotros.
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*Texto leído en la Feria Internacional de la Lectura de Yucatán, Mérida, el 7 de marzo de 2014.

El laboratorio periodístico

28/Marzo/2015
Laberinto
Elizabeth Corral

En París, a finales de julio de 1992, encontré por tercera vez a Fernando del Paso. Fue en su oficina del Consulado General de México donde le entregué la tesis de doctorado sobre Noticias del Imperio que acababa de presentar en la Universidad de Toulouse. Solo lo vi tres ocasiones durante los cuatro años que pasé en Francia, entrevistas breves en las que me dejé ganar por la timidez. Pero en esa última oportunidad sabía que las posibilidades de volver a encontrarlo se reducían al mínimo —yo ya regresaba a México— y no dudé en contarle que en Toulouse había conversado con un profesor de la Universidad, el querido Jacques Gilard, quien aprobaba sin reservas mi proyecto de reunir una obra periodística que entonces yo creía menos extensa. Gilard fue un profesor francés que hablaba en perfecto colombiano, gran conocedor de ese país y las múltiples manifestaciones de su cultura, compilador de la obra periodística de García Márquez y autor del primer estudio exhaustivo sobre ella. Del Paso se entusiasmó con la idea y sentí que de alguna manera empezaba a cumplir el deseo compartido con Holden, el protagonista de El guardián entre el centeno de Salinger, que con su enorme contundencia adolescente asegura que no hay nada como ser amigo del autor de los libros que de veras nos gustan.

En París me equivocaba. La familia Del Paso volvió a México pocos meses después y no solo vi a Fernando y a Socorro con frecuencia, sino que entonces inició la estrecha amistad que nos une hasta ahora. Empecé a ir a menudo a su departamento de la Ciudad de México y luego, cuando se instalaron en Guadalajara, me abrieron con generosidad las puertas de su casa. Recuerdo con una mezcla de entusiasmo y emoción los tres días de intenso trabajo en que Fernando me invitó a hurgar en una caja enorme que él apenas había revisado, unos papeles reunidos durante algunos de los 28 años que pasaron en el extranjero. No contenía nada de la obra periodística que yo revisaba, ni era la única caja que había en la casa, pero ameritaba dedicación. Había distintas versiones de capítulos de José Trigo y Palinuro de México, numerosos apuntes para Noticias del Imperio, esbozos y dibujos en papeles reciclados y tres cuentos mecanografiados en papel cebolla y papel calca, uno en las hojas de tamaño casi oficio que usan los europeos. Era un cofre de tesoros. Dos de los cuentos estaban incompletos, a uno le faltaba la primera página y al otro la última, y el tercero apareció en La palabra y el hombre de la Universidad Veracruzana, una cortesía del autor. Brilló por su ausencia, en cambio, “La cama de piedra”, el relato que Fernando buscaba y sigue buscando, uno que publicó en Colombia y del que entonces esperaba encontrar alguna versión mecanografiada o manuscrita.

Solo se dedican 20 años de estudio a una obra si ésta tiene materia de sobra, como la de Fernando, a quien hoy celebramos con toda justicia. Además de la asombrosa imaginación verbal que con tanto entusiasmo elogia Pitol y de la “tamaña prolijidad milagrosa” de que habla Montes de Oca, están el talento para fabular, la precisión para describir, la habilidad para yuxtaponer atmósferas, géneros, perspectivas, incluida la delirante, que él arropa con historias entrañables. Está, también, la asombrosa capacidad para contagiar la curiosidad. Entrar a sus mundos literarios significa internarse en selvas exuberantes que muestran su diversidad y riqueza, a laberintos espaciosos y de inmenso vigor donde se condensan naturaleza y vida. Más que síntesis gloriosas de elementos culturales, sus creaciones se pueblan de contrastes, disonancias, trastrocamientos. Mi encuentro inicial con Palinuro de México, la primera novela de Fernando que conocí, unió deslumbramiento y desconcierto. Volver una y otra vez a sus páginas se convirtió en una tarea placentera que me descubría asuntos nuevos o matices inadvertidos. Los creadores de microcosmos no dejan escapar nada, ya se sabe, y las obras de Fernando Del Paso son monumentales: todas las manifestaciones del pensamiento humano, grandes o insignificantes, caben en estas construcciones caleidoscópicas ajenas a cualquier jerarquía. Esta exhaustividad, ya legendaria, convierte a la obra en una especie de universidad paralela que explica la grandeza de artistas imposibles de abandonar y muestra lo que la historia de la humanidad tiene de complejo, rico y contradictorio. Ciencia, historia, literatura, filosofía, política, pintura, historia de las religiones y más, en una extensión geográfica que no se conforma con Occidente, como muestra Bajo la sombra de la historia. He vuelto una y otra vez, con placer infinito, a los pasajes que encuentro más conmovedores, divertidos, críticos, lúdicos, aleccionadores.
De José Trigo a Linda 67, de los artículos periodísticos a los ensayos, de Los sonetos de lo diario a PoeMar, la escritura de Fernando Del Paso apela a los sentidos en general y a la mirada en particular, la cual tiene un lugar privilegiado —no por nada también es pintor—. Las descripciones minuciosas construyen texturas, agregan colores, crean volúmenes; los verbos de la visión aparecen y se repiten, igual que las menciones a la luz; se habla de artistas y de escuelas de plástica al tiempo que la escritura se metamorfosea y adopta los rasgos de la estética a la que alude: el escritor mira con detenimiento el mundo que luego pinta, buscando anular la diferencia entre literatura y pintura. En Francia me sumergí en Noticias del Imperio siguiendo el hilo de la historia, pero en realidad desde entonces, sin darme cuenta, intentaba descifrar la magia que transforma la lengua en literatura. La lectura que hice de muchas de las fuentes históricas que sirvieron a la elaboración de la novela descansaba en mi afán por entender cómo habían ingresado a ella, cómo mantenían o cambiaban de condición en el mundo novelesco. Luego hice lo mismo con algunos cuadros y fotografías de la época. Dice Susan Sontag que las fotografías invitan a la deducción y a la fantasía, y a mí me resulta tentador pensar que algunas de las tramas de Noticias del Imperio habían nacido de la observación de fotos de la época; pensar, por ejemplo, que la idea de “Con el corazón atravesado por una flecha”, la tortura de un chinaco a manos del jefe de la contraguerrilla francesa, surgió de las fotografías del coronel Du Pin donde aparece con sombrero y dormán llenos de adornos y prendedores.

Este pasaje de la novela se desarrolla en una barcaza y por las asociaciones que la memoria realiza casi sin intervención de quien recuerda, la relectura de la sección me remitió a junio de 2001, cuando Fernando y Socorro, luego de asistir en Xalapa a unas mesas organizadas por la Universidad Veracruzana, decidieron viajar por la región para conocer algunos lugares y regresar a otros. Los acompañé durante la primera etapa de su trayecto, así que recorrimos juntos el camino exuberante y caluroso que conduce a Tlacotalpan, el pueblo en las márgenes del Papaloapan que se ha vuelto famoso por su celebración de la Candelaria. Fernando quería conocerlo desde hacía tiempo y me pregunto cuál hubiera sido su impresión si, en vez de junio, la visita hubiera coincidido con el 2 de febrero, el día que los fieles pasean a la virgen por las calles y por el río.  
Hablé antes de mi proyecto relacionado con la obra periodística. Durante muchos meses pasé largas y felices horas en la Hemeroteca Nacional, revisando con detenimiento los periódicos y las revistas en las que aparecían artículos, entrevistas, crónicas, ensayos. Son escritos que deparan muchas sorpresas. Está, como ejemplo excepcional, la serie de artículos y entrevistas que elaboró en 1982 como corresponsal de Proceso en el mundial de futbol en España. Aceptó la tarea sin ser alguien particularmente afecto a los deportes (el soccer, además, parece ser uno de los que menos le atraen), porque era una oportunidad para dejar por unas semanas una Inglaterra que lo tenía cada vez más desencantado, para disfrutar del español a todas horas del día, y, sobre todo, para dedicarse a observar, además de los futbolísticos, otro tipo de enfrentamientos, esta vez sociales y políticos, de los que siempre se ha ocupado.

Pero salvo en ocasiones como ésta, en que trabajó por pedido expreso, la labor periodística le ofreció la libertad que necesitaba para investigar, reflexionar y divertirse escribiendo según lo guiaran su curiosidad e intereses. Por eso, al lado del valor intrínseco de esos textos que ofrecen un panorama de sucesos puntuales de la historia política y artística de Gran Bretaña e Hispanoamérica, se añade la posibilidad, invaluable, de establecer lazos y correspondencias entre ellos y la obra de creación en que trabajaba en ese momento o trabajaría más adelante. Su periodismo, entonces, también puede considerarse como una suerte de laboratorio donde descubrió vetas inesperadas, trazó los primeros esbozos de personajes, situaciones y acciones, practicó opciones estéticas y resolvió problemas de composición.

Tengo la idea de que el artista conserva, intocado e intocable, un núcleo de infancia, de la primera infancia, la de los mayores asombros y la más profunda felicidad. Muchos pasajes de la obra de Fernando me afirman en esta convicción y algunos de sus títulos, los menos atendidos por los adultos, son la representación más cristalina de esto. En la dedicatoria de mi ejemplar de ¡Hay naranjas y hay limones! Pregones, refranes y adivinanzas en verso escribió: “Para que te acuerdes de cuando eras chiquita”. Y hace unos días, a la salida de la ceremonia en la que le entregaron un premio, pude verle una expresión radiante, unos ojos sorprendentemente chispeantes, mientras contaba a Socorro algo que a todas luces lo hacía feliz.

Quizás ahí esté el verdadero sentido de todo.  

Mil palabras de paso a Fernando del Paso

28/Marzo/2015
Laberinto
José de la Colina

Querido Fernando:

Celebro con alegría que el espíritu de Rulfo (quiéranlo o no los herederos, que al parecer se proponen registrar a Juan como mera propiedad privada cuando ya es patrimonio universal) haya soplado a través del jurado del premio de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y que tal areópago te haya otorgado el muy merecido, desde hace mucho, galardón estelar: el más importante, creo, de todos los de tal suerte instituidos en la América de habla española, y te hago saber que desde que supe la noticia quise, a modo de homenaje, de ovación individual e íntima, releer algo tuyo, algo del tiempo en que nos conocimos, como si se tratara de volver a esa época fundacional de una amistad que si la memoria no me hace trampa
comenzó hacia 1957 en esta Ciudad de México (que aún no era Esmógico City) en la casa temporal de nuestro común amigo colombiano y también escritor Antonio Montaña, que, lo sabes, no es un seudónimo o heterónimo mío sino alguien de carne y hueso (“y un pedazo de pescuezo”, según decía un folclor colegial), a la cual casa en la avenida Sonora casi esquina con avenida Chapultepec llegaste allá por 1956 o 1957 cuando sentados Antonio y yo frente a frente, con mesa, papelerío y máquinas de escribir de por medio, tecleábamos nuestros presuntuosos largos párrafos narrativos dizque conradianos, dizque proustianos, dizque faulknerianos, que de cuando en cuando nos leíamos en voz alta el uno al otro pues competíamos en escribir, a fuerza de gerundios y conjunciones, de incisos y paréntesis, de estirones de la sintaxis, las oraciones más largas (en ocasiones de más de una cuartilla y aún más), y en una pausa del furioso y gozoso tecleo nos dijiste que acababas de escribir unos cuantos sonetos “algo barrocos” que nos leíste ya con la buena voz de locutor en español de la BBC que un día serías en Londres, sonetos en los que ya entonces advertimos tu loco amor por las palabras (pero había método en tu locura, diría el William paradigmático), esa serena furia que, aun en cuartetos y tercetos, y desde los canónicos catorce versos de once sílabas con acento en la sexta de todo soneto leal al género, ejercía un bien llevado delirio verbal, una escritura automática moldeada por la imperiosa rima, más alguna leve intrusión de un neovocablo, como ocurre en ese padre paraguas muy de recomendar a los dolidos de cotidiana música demasiado amorosa, a los aquejados de mañana gris y lloviznosa, a los  heroicos cursis extraviados en la ciudad, esos lectores de nubes malignas y de tiernamente chantajistas miradas de perro transeúnte, y aquí va el poema en la totalidad de sus minúsculas: “mi corazón mojado solicita/ ser hijo de un paraguas cotidiano,/ y graduado en sus alas, tan temprano/ enjuagar las escuelas de visita.// en la lluvia, cerrado, se habilita/ un paraguas alférez en lo ufano,/ y a su cuello de alambre, por lluviano,/ adjudico pañuelos en la cuita.// esqueleto de barco giratorio/ que lo enjuago a lo diario y que lo tiendo/ luego de consabido lavatorio,// escurrido de estrellas lo desciendo/ y cobijo le doy en mi jolgorio,/ y a dios componedor se lo encomiendo”, pieza número siete de los nueve Sonetos de lo diario que en cuatrocientos magros y esbeltos ejemplares, con tipos Bodoni de 12/ 14 puntos, con viñeta de unicornio dibujado a partir de la espiral por Héctor Xavier, e impresos en noviembre de 1958 en el taller de los maestros tipógrafos Salido Hermanos (Medellín 36) de México, D.F., componían el número 21 de los Cuadernos del Unicornio editados por Juan José Arreola, ese extraordinario escritor y generoso suscitador de entonces jóvenes escritores como tú y yo, y que a mí en 1955 me había publicado en la colección Los Presentes un librito que a él le pareció bueno (“entre Charles Louis Philipe y Saroyan”, me dijo) pero del que prefiero callar el título, y busqué esa plaquette que, descuidado, me dedicaste “Para Pepe con todo cariño”, así, a Pepe a secas, ¡vaya: con tantos Pepes que hay por el mundo, de modo que yo no puedo fehacientemente presumir de amigo de medio siglo con el ahora premiado por el espíritu de Rulfo!, y la leí como acostumbro leer por las noches: paseando de un extremo a otro y vuelta a empezar por el breve pasillo de mi casa, leyendo en voz alta pero susurrada cuando son versos, y a veces también si es prosa, y esta vez, ay, sin que Polvorilla, mi gata inmortal ya fallecida, haya venido suavemente a morderme los tobillos, como hacía en tales ocasiones porque no me reconocía la voz lectora: era que le parecía la voz de otro, la de un impostor (aunque yo no impostaba), y recordé que entonces, es decir hace cincuenta años (“¡Ay, tiempo ingrato, qué has hecho!”, me susurra Guillén de Castro por el hotmail de la  sociedad de los poetas del pasado), Antonio y yo estábamos convencidos de que tú ibas para poeta y luego, años después, nos extrañó que derivases hacia la novela, hacia las grandes novelas de chorrocientas páginas: José Trigo, Palinuro de México, Noticias del Imperio, pero qué digo, Fernando, si en realidad lo tuyo, aparte de que hayas escrito otros poemas, es hacerle a la poesía a través de la novela, poéticamente violar el género novela, y allí están, por ejemplo, en Noticias del Imperio para no ir más atrás, esos poemas en prosa que son los monólogos de Carlota, momentos de lírico delirio en los que la emperatriz de la íntima, la oscura y desvariada voz, se desangra y se mea y humea y fluye como un alborotado río de palabras, como una sucesión de arias de la locura en perpetuo fluir oscuro y relampagueante entre trozos y trozos de una documentadísima crónica que viola la Historia y la asesina para revivirla en el tiempo/ espacio de la superrealidad, y habría mucho más que decir, pero qué más decir, Fernando, pero ahora solo: ¡un abrazo, compañero del alma, compañero(decía Miguel Hernandez, ¿te acuerdas?) (desde Río Mixcoac, a las 3 A. M. del 6 de septiembre de 2007, en ocasión de haber recibido Fernando el premio que debía y debe  seguir llamándose Juan Rulfo de la Feria Internacional del Libro, de Guadalajara).

“A los 80, me siento como si tuviera 200”

28/Marzo/2015
Laberinto
José Luis Martínez

Llegamos a la casa de Fernando del Paso en la colonia La Calma, en Guadalajara, un sábado a mediodía. Su esposa Socorro leía los periódicos junto a un ventanal, frente al jardín. Fernando del Paso vestía traje azul marino a rayas, camisa celeste y corbata azul con lunares de colores; llevaba mancuernillas, zapatos negros y el pelo, blanco y un poco largo, impecablemente peinado. Nos tendió la mano y enseguida, tocándose la garganta con el índice y el pulgar, dijo que le costaba esfuerzo hablar. En realidad, solo queríamos tomarle unas fotografías.

La sesión comenzó en la recámara, continuó en el cubo de la escalera —convertido en una auténtica galería con sus pinturas y dibujos— y luego en el estudio, donde, sobre el escritorio, se apilaba el borrador del tercer tomo de Bajo la sombra de la Historia. Ensayos sobre el Islam y el judaísmo —más de 500 páginas y sigue creciendo.

—Siempre estarán saliendo cosas nuevas y el libro no quedará terminado mientras Fernando no se siente y decida ponerle punto final —dice Socorro—. Así sucedió con Noticias del Imperio. Un día dijo “Ya”. El embajador en Bélgica iba a enviarle unas cartas de Carlota pero si las hubiera incluido la novela habría seguido creciendo. Me gusta la primera frase de La sombra de la Historia en la que dices que escribes el libro no para enseñar… —agrega Socorro. Don Fernando la interrumpe y completa la idea:

—El contenido del libro no es lo que quiero enseñar; es lo que quería aprender.

—Si uno observa sus libros —continúa Socorro—, descubre que todos son él. Cada uno le ha costado mucho trabajo, y al escribirlos ha hecho lo que siempre ha querido: aprender. Antes de empezar con La sombra de la Historia planeaba hacer otra cosa. Sin embargo, salió la Biblia y vio que ahí había toda una historia. Es un libro sobre el Holocausto, sobre los musulmanes, sobre la vida religiosa.

Prendí la grabadora y le hice unas pocas preguntas sobre sus otras pasiones, además de la literatura: la pintura, la cocina y la música. Fueron respuestas breves. Días antes me había respondido un cuestionario que le envié a través de su hija Paulina; unas pocas palabras sobre sus libros y su oficio de escritor.

Fernando del Paso dice que Las mil y una noches fue el primer libro voluminoso que leyó “gracias a que me lo regalaron mis padres. Siento que tuvo una enorme influencia sobre mí”. Acerca de sus primeros pasos en la escritura, recuerda que a los diez años escribió un poema a su madre, “de una cursilería sublime”.

Tenía poco más de veinte años cuando se inició en el oficio de escritor:

—Mis mejores amigos y maestros en esa época fueron el escritor mexicano–español José de la Colina y el colombiano Antonio Montaña. Fueron mis mentores y guías en los mundos mágicos de James Joyce, Marcel Proust, Franz Kafka, Italo Calvino, William Faulkner y muchos otros grandes escritores, de los que aprendí a escribir. También fui amigo de José Emilio Pacheco, de Juan Rulfo y Juan José Arreola. Con Antonio Montaña y José de la Colina me reunía los sábados a escribir, cada quien con su Olivetti portátil, en una calle muy rara que se llama Isabel Lozano, cerca de la calle de Eugenia, en la Narvarte.

Ya es una costumbre referirse a Fernando del Paso como el autor de tres novelas que son también tres catedrales. Hay que preguntarse, sin embargo, a que motivo respondió cada una de ellas.

José Trigo partió de la duda existencial más profunda; Palinuro de México de la certeza de mi propia existencia y de la existencia de mis seres queridos: es un himno a la vida; Noticias del Imperio surgió de una enorme documentación sobre el episodio de nuestra historia del cual fueron víctimas sus propios perpetradores.

—Él ha amado siempre Palinuro, porque es un poco su vida. —interviene Socorro—, ¿no es así?

—Yo no soy Palinuro pero Palinuro es yo porque digo lo que me hubiera gustado ser y quién pude haber sido —responde Fernando del Paso.

—Vaya uno para donde vaya —agrega Socorro—, siempre es lo mismo con los libros de Fernando. José Trigo es la historia de nuestro pueblo. Por eso Tlatelolco es tan importante. En un aniversario del 2 de octubre, armó para la revista Siempre! un artículo con fragmentos de la novela. Parecía que todo sucedía en ese momento, que no venía del pasado. Es mi libro favorito. Por entonces, mientras trabajaba en la novela, sufrió el primer cáncer. No sé si sea un invento mío, pero después de la primera radiación lo vi con más ganas de escribir. En ese tiempo pasó una cosa curiosa, que ahora me causa risa: al pasar el principio de la novela a máquina no pude transcribir nada que tuviera una carga sexual. Me equivocaba o me comía renglones. Cuando Fernando leía lo que había hecho, me lo regresaba para que volviera a pasarlo a máquina.

Fernando del Paso también es pintor, un pintor autodidacta que comenzó a dibujar en la niñez, aunque al paso del tiempo prevaleció la literatura.

—El dibujo y la pintura —dice— representan una segunda vocación y en cierto modo un refugio.

Además de la música (Mozart y los barrocos), que escucha mientras escribe o dibuja, Fernando del Paso es un apasionado de la cocina. Junto a Socorro, escribió el libro La cocina mexicana: los textos descriptivos son suyos, las recetas de Socorro.

—Cuando trabajé en publicidad, mi jefe, Francisco Fernández, era gourmet y conocía muy buenos restaurantes en la Ciudad de México. Yo lo acompañaba con frecuencia y así fue naciendo mi afición. Después conocí a Socorro, me casé con ella y resultó una extraordinaria cocinera. Luego nos fuimos a vivir a Estados Unidos, donde aprendimos a preparar platillos de distintos países. En Francia, donde estuvimos siete años, disfrutamos de la mejor cocina.

—Gustavo Sáinz (quien daba clases en la Universidad de Nuevo México) le ofreció a Fernando una beca —dice Socorro—, pero no pudimos irnos porque se descubrió su cáncer y no sabíamos qué hacer. Después, cuando volvieron a ofrecerle ir a Estados Unidos (a la Universidad Iowa City, en 1969), creímos que debía aceptar. “Esto no pasa más que una vez —pensé— y tiene derecho a irse”.

—De ahí nos fuimos a Londres (1971), donde estuvimos catorce años, y luego siete en París —dice Del Paso.

Fernando del Paso regresó a México en 1999 y desde entonces vive en Guadalajara, donde dirige la biblioteca que lleva su nombre. En marzo de 2013 sufrió varios infartos cerebrales que afectaron la motricidad y el habla. Se recupera y continúa escribiendo, pero a un ritmo más lento.

—A los ochenta años me siento como si tuviera doscientos —dice.

Socorro recuerda estos problemas de salud y otros más lejanos:

—Cuando tuvo el primer cáncer, todos lo desahuciaron, pero aquí sigue, trabajando todos los días. A veces ya no quiero ni ver los periódicos, porque del año pasado para acá, cada mañana que despertaba ya se había muerto otro escritor. Pero nosotros no perdemos la fe y aunque ya tenemos el boleto, mientras no tengamos el número del asiento, aquí seguiremos.
El comentario hace reír a don Fernando. Es un chiste privado para burlarse de la muerte: todos tenemos el pasaje para irnos de este mundo, solo falta que nos asignen el lugar —el día y la hora— que nos corresponde.

domingo, 22 de marzo de 2015

La farsa elogiosa repugnante

22/Marzo/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Luis Cernuda escribió: “Pero el silencio acá no evita allá la farsa elogiosa repugnante.” Se refería al silencio de la muerte que contrasta con el bullicio de las honras fúnebres, la develación de placas y la erección de estatuas a los poetas muertos, esos mismos que, en vida, fueron despreciados por la sociedad y, especialmente, por el Poder. Se refería a la vida y la muerte de Rimbaud y Verlaine y a las de otros poetas que, como ellos, sólo merecen la atención que, con oportunismo e hipocresía, se concede a los muertos célebres.
En su famoso poema “Birds in the Night”, Cernuda se pregunta y responde: “¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?/ Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio interminable/ para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella,/ como Rimbaud y Verlaine.” Poder y sociedad aprecian mucho a los poetas muertos, no así a los vivos, a menos, claro está, que estos vivos sean vivísimos y formen parte de la corte que los erige en pretexto para mostrar qué tanto, qué tantísimo interesan los poetas en el reino.
Hoy existen calles Luis Cernuda en Madrid, Sevilla, Zaragoza, Burgos, Tudela, Villena, Motril, Cádiz, y una Plaza Luis Cernuda en Sevilla (ciudad donde nació el poeta en 1904), por más que en su “Díptico español”, Cernuda haya escrito desde México, en su exilio: “Soy español sin ganas/ que vive como puede bien lejos de su tierra/ sin pesar ni nostalgia. He aprendido/ el oficio del hombre duramente,/ por eso en él puse mi fe. Tanto que prefiero/ no volver a una tierra cuya fe, si una tiene, dejó de ser la mía.” La verdad sea dicha, los españoles “desagraviaron” al gran poeta varios años después de su muerte que ocurrió en México en noviembre de 1963.
Jaime Sabines lo supo bien y lo dijo del mejor modo en su poema a propósito de las honras fúnebres oficiales que le hizo el gobierno mexicano a Rosario Castellanos: “¡Cómo te quiero, Chayo, cómo me duele/ pensar que traen tu cuerpo! –así se dice–/ (¿Dónde dejaron tu alma? ¿No es posible/ rasparla de la lámpara,/ recogerla del piso con una escoba?/ ¿Qué, no tiene escobas la Embajada?)/ ¡Cómo me duele, te digo, que te traigan,/ te pongan, te coloquen, te manejen,/ te lleven de honra en honra funerarias!/ (¡No me vayan a hacer a mí esa cosa/ de los Hombres Ilustres, con una chingada!)”
Cernuda vislumbró con amargura el destino del poeta: vivo es un paria o un cómplice del poder que lo consiente si él, a su vez, consiente al poder y más aún si lo celebra descaradamente; muerto, en cambio, es alguien a quien se puede usar como les dé la gana a los poderosos: ha dejado de ser un subversivo y se ha convertido en un “símbolo”, porque los poderes necesitan simbolizar lo mucho que han hecho para que alguien nazca o se haga poeta en la tierra donde mandan y deciden.
En su libro Irás y no volverás (1973), José Emilio Pacheco escribió el complemento del famoso poema de Cernuda: su “Birds in the Night” que lleva por subtítulo “Vallejo y Cernuda se encuentran en Lima”. Ahí nos dice lo que debería saber cualquier poeta que se respete aun si los demás no lo respetan. Escribió: “Toda la noche oigo el rumor alado desplomándose/ y, como en un poema de Cisneros,/ albatros, cormoranes y pelícanos/ se mueren de hambre en pleno centro de Lima,/ baudelaireanamente son vejados./ Aquí por estas calles de miseria/ (tan semejante a México)/ César Vallejo anduvo, fornicó, deliró/ y escribió algunos versos./ Ahora sí lo imitan, lo veneran/ y es ‘un orgullo para el continente’./ En vida lo patearon, lo escupieron,/ lo mataron de hambre y de tristeza./ Dijo Cernuda que ningún país/ ha soportado a sus poetas vivos./ Pero está bien así:/ ¿No es peor destino/ ser el Poeta Nacional/ a quien saludan todos en la calle?”

Quiroga y la influencia bien asumida

22/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Pocos son los autores que aceptan abiertamente la influencia de sus antecesores. Horacio Quiroga, famoso por sus cuentos de la selva y sus historias de amor y locura, fue más allá: escribió seis novelas cortas haciendo alusión de sus autores favoritos. Estas obras de Quiroga sirven para comprender el proceso creativo de un autor con textos que, además de hacernos disfrutar por su lectura, nos ayudan a hacer que afloren partes profundas de la psique.
¿En qué momento madura la capacidad creativa de un escritor? ¿A quién tiene que leer para cohesionar su forma de pensar y escribir? La lectura siempre es buena. Incluso el más nefasto contenido de un libro logra despertar al lector, por lo menos, la esperanza de que mejorará al escoger el siguiente libro o profundizará en su asimilación: no es necesario, tampoco, conocer al autor o el resto de la obra para apreciar un texto. Existen los lectores “completistas”, que desean saber todo del autor y su obra, para establecer el peso de cada etapa. Y es tan válido como quienes no quieren ni conocer en persona al escritor para no prejuiciarse sobre la obra (hay autores insoportables que logran ahuyentar de su trabajo incluso a quienes ya lo habían apreciado).
Para quienes admiramos a Quiroga, nos resulta informativo saber de sus aficiones y verlas traducidas en pequeños homenajes: conoce al autor, lo asimila y lo imita, confiado, suponemos, en dejarlo atrás para seguir su propio camino. Al publicar estas seis novelas cortas entre 1908 y 1913, Quiroga no pretendía más que lograr un personal divertimento: tal vez un exorcismo literario, pues hay lecturas que nos corroen para toda la vida y, al escribir, son dulces demonios que susurran caminos inconscientes. Y, según los apuntes del autor y por el hecho de haberlas firmado con seudónimo (S. Fragoso Lima), en apariencia sólo eran una forma de conseguir dinero. Quiroga resuelve con estas novelas la clásica disyuntiva del escribano entre lograr su producción más subjetiva y, además, vivir de eso: se divertía, cobraba y se permitía trabajar en las obras que le importaban. Pero, al paso de los años, tampoco puede dejar de advertirse cómo para el autor también eran un placer culpable: el que se ocultara bajo el seudónimo no impide ver cómo se solazó y cómo logró entretener a sus lectores: el que se lo pagaran y le pidieran más, lo evidencia.
Comparar las novelas cortas con los autores homenajeados o con la obra “directa” de Quiroga sería limitar el efecto de su lectura. Son amenas, están bien escritas y nos remiten a diversos momentos de la literatura: ¿se puede pedir más a un trabajo “intrascendente” de un escritor señero? Sin embargo, no son totalmente ajenas al resto de su obra. Quiroga ya había escrito obra fantástica.
No es difícil establecer la afinidad entre Quiroga y Kipling por sus libros sobre la selva. Cierto que son selvas distintas, pero la relación del hombre con las bestias y su entorno a veces impenetrable e indomable, es evidente. En El devorador de hombres, estamos ante la narración hecha por el tigre de Bengala, Rajá, sobre el engaño hecho a su domador. El autor plantea el centro del problema, en voz de ese tigre: “¿por qué vinieron a la selva? Nosotros no íbamos a los campos.” El hombre y su afán rapaz llevó a la casi extinción del tigre en India. Más que el cachorro y la fiera, el texto inicia con el hijo orgulloso del padre que enfrenta y devasta a los hombres implacables. Cuando sus padres son muertos en la cueva, el cachorro es recogido por el joven cazador y llevado al circo, donde por cinco años lo entrenan a golpes y torturas para los espectáculos. Ahí, el matador de sus padres salvará una vez al domador de perecer en las fauces de Rajá, quien lo recuerda perfectamente y lo admira por su belleza y su porte. Como los animales de Kipling admiraban a los ingleses y despreciaban a los indios, así actúan los protagonistas del homenaje: al final, Rajá decapitará a su torturador, pero quedará feliz como mascota del lord inglés: más importa obtener un héroe inglés, que sancionar al torturador de animales.
Además de la trama, Quiroga evidencia el homenaje a Kipling al mencionar la presencia en el circo de un leopardo de Penjab (provincia británica de India donde vivió Kipling y ambientó varios relatos).
Pero las demás novelas cortas no son tan claras en su homenajeado. En El remate del imperio romano, Quiroga decía guiarse por Conan Doyle en sus muchas novelas históricas, pero también recuerda al Nobel polaco Henryk Sienkiewicz. El remate narra el peculiar momento del imperio romano donde los militares, los pretorianos, pusieron a la venta el imperio y lo compró un mercader milanés. Insultados los generales romanos por tal compra, fueron por el usurpador para matarlo. ¿Y cómo no lo hicieron con los pretorianos vendedores?, pensaría el lector. El toque de Doyle reside en los personajes secundarios: la emperatriz desea a un joven patricio, quien se niega a entregarse, cierto de que eso sólo lo acercará a una muerte temprana. Cuando los militares han ultimado al comprador milanés y van por la emperatriz, el patricio intenta salvarla y perecen los dos. Logrado homenaje que habla más de la calidad de Quiroga, por definir a los personajes y obtener su desarrollo al margen de la trama y alcanzar, al final, darles más importancia que la trama central: la muerte anunciada del comprador que apenas habría hecho sorpresivo el cierre del texto.
El mono que asesinó, Las fieras cómplices, El hombre artificial y Una cacería humana en África dan nota directa de Poe, en palabras del propio Quiroga: “Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo”, pero también se cuelan Lugones, Verne y el cienciaficcionero Eduardo Ladislao Holmberg.
Un autor tan singular como Horacio Quiroga acusa recibo de varios clásicos, pero termina por ser tan famoso como ellos y los mezcla en estas pequeñas novelas que de intrascendentes, como él decía, tienen muy poco. Ya quisieran muchos contemporáneos famosos hacer estos divertimentos literarios.

sábado, 21 de marzo de 2015

Evocaciones de T. S. Eliot

21/Marzo/2015
Laberinto
Miguel Ángel Flores

El 7 de enero, cuando todavía no se apagaban los entusiasmos y la expresión de los buenos deseos por un año que se iniciaba, entre las sombras de una crisis económica y el eco de las balas de una guerra que parece permanente entre Islam y Occidente (el choque de civilizaciones que muchos niegan), resonó en un barrio de París el estruendo de los disparos hechos con las armas que entre nosotros conocemos como “cuernos de chivo”. La agresión al profeta Mahoma, haciéndolo blanco de burlas, había sido vengada mediante el asesinato de inermes periodistas que publicaban una revista satírica. La incredulidad por un hecho tan brutal en un ambiente de una atmósfera pacífica, llenó de congoja al mundo de herencia cristiana. Las explicaciones y la expiación de culpas aún no cesan. Y para complicar este panorama, a uno de los terroristas se le “ocurrió” tomar como rehenes en un supermercado a un grupo de personas de confesión judía. El estruendo que desataron estos hecho ha sido ensordecedor.

Tres días antes la efeméride del día había sido el cincuentenario de la muerte de T. S. Eliot. Sí, el mismo poeta que había escrito que el mundo terminaría no con un estallido sino con un suspiro. El mismo poeta que había escrito versos con una innegable carga antisemita. Sí, el mismo poeta que había sido acusado por Neruda de reaccionario y de escoria de la poesía, mientras el impoluto chileno se inclinaba a besar los pies de Stalin. Sí, el mismo poeta que al morir fue declarado, con toda la razón del mundo, un gigante en el panorama de la creación literaria del siglo XX.

Cuando se cumplió el centenario de su nacimiento (1988) había sido aclamado unánimemente. Ahora, a cincuenta años de su fallecimiento, su figura parece una presencia lejana, opacada por el ruido del mundo; nadie recordó durante la larga recordación del inicio, hace cien años, de la Primera Guerra Mundial, el efecto que este hecho histórico tuvo en la obra del gran fundador de la modernidad de la poesía del siglo XX. El conflicto bélico condicionó toda su vida y le dio un nuevo rostro a la poesía.

T. S. Eliot había nacido en San Luis, Missouri, Estados Unidos, en el seno de una familia de ilustres antecedentes intelectuales, sociales y financieros de la Nueva Inglaterra, adonde se dirigió, llegado el momento, para inscribirse en la Universidad de Harvard. Sobre su interés por la poesía primaba su inclinación por los estudios de filosofía. Al concluir éstos escribió su tesis: Experiencia y objetos de conocimiento en la filosofía de F.H. Bradley. No obtuvo con ella el doctorado pues había viajado a Alemania y allí, en 1914, lo sorprendió el estallido de la Primera Guerra Mundial. Se negó a exponerse al peligro de que su barco fuera hundido, en su viaje de regreso a su país de origen, por un submarino alemán. Se mudó entonces a Inglaterra donde permaneció hasta el fin de sus días. Se convirtió en súbdito de su Majestad Británica. Se sintió cómodo allí pues su traslado a Europa estaba motivado por la búsqueda y la restauración de los valores clásicos de la civilización cristiana. El pensamiento de Bradley ejerció gran influencia en la sensibilidad poética de Eliot, reforzando su tema del aislamiento humano en la culpa.

No se sentía alcanzado por los estentóreos ruidos de las vanguardias del continente europeo, pero había leído a Laforgue e intuía que algo cambiaba en el ámbito de la poesía. Su sentimiento de excentricidad se acentúa ante el fenómeno de la gran ciudad y el cambio de valores que la nueva experiencia urbana aportaba. Europa lo defraudaba. La Gran Guerra profundizó ese sentimiento. Lo profano triunfaba sobre lo sagrado.

Para expresar su experiencia personal y la del mundo ya no bastaban las estructuras tradicionales de la poesía ni su lenguaje desgastado por el simbolismo. Una metamorfosis de la tradición romántica era quizá la respuesta. El yo había perdido su integridad en su identidad. El tiempo se percibía fragmentario, lo mismo que la persona del poeta. Sentía que lo habitaban muchas voces de épocas remotas a las que había que darles actualidad y un nuevo acento.

Desde su primer poema extenso “La canción de J. Alfred Prufrock”, escrito en 1917, adquirió notoriedad. Pero su más importante contribución a la poesía tuvo lugar cinco años más tarde con el extenso poema La tierra baldía (1922), que como se sabe, su amigo, colega y compatriota, Ezra Pound, ayudó a que adquiriera su forma definitiva. Eliot había intitulado al poema “He Do the Police in Different Voices”, que reflejaba de algún modo la dispersión en la que vivía el poeta. Pound le aconsejó el cambio de título y le recomendó abreviarlo suprimiendo dos tercios de la extensión original del poema. La obra terminó siendo un texto de una extraña perfección. La columna vertebral del poema se apoyaba a veces en referencia del pensamiento esotérico, y hacía que en su transposición de poema a poema Dante hablara como si fuera un poeta moderno. Además, en el poema entraban por derecho propio las palabras del habla cotidiana. Sus versos adquirieron el tono de la conversación que tocaba lo informal. La crítica quedó sorprendida y la influencia de Eliot se extendió por todo el mundo: hay que recordar la declaración de Octavio Paz en relación al impacto de leer, muy joven, en la revista Contemporáneos, la traducción de La tierra baldía. A este poema sucedió “Los hombres huecos” (1927), que estableció la reputación de Eliot como el poeta de la desilusión y la desesperación posterior a la Primera Guerra Mundial. Calificativo que más tarde lamentó el autor. Vinieron después los poemas de Miércoles de ceniza (1930) y, finalmente, Cuatro cuartetos (1947). Su larga trayectoria, su breve pero intensa y renovadora obra poética recibió el honor del Premio Nobel (1948). A la labor poética se había sumado la excelencia de la obra crítica, cuyos pilares eran una sólida cultura y un lúcido conocimiento del fenómeno poético; memorables son sus ensayos dedicados a la tradición clásica y a Dante. Su plataforma como crítico había sido una revista, The Criterion (1922–1939), que había fundado con sus muy modestos medios financieros.

Los comienzos fueron difíciles: el poeta se veía obligado a desempeñar un empleo que se hallaba muy alejado de sus intereses intelectuales, en una institución bancaria, y vivía en un constante desasosiego por el estado mental de su primera esposa Vivienne Haigh–Wood, a quien le afectaban enfermedades reales e imaginarias. La convivencia marital solo le aportaba infelicidad. El dinero era escaso. Sin embargo, fue heroico en su labor de editor. En esos años de juventud casi no escribía: el trabajo en la oficina lo dejaba exhausto.

Thomas Stearns Eliot se había distinguido por ser un hombre de gran discreción. No era un hombre carismático. En los últimos años de su vida ocupaba una oficina en Londres en la editorial Faber & Faber, de la cual era director. En ella llevaba a cabo los asuntos editoriales, escribía cartas y artículos, parecía un típico oficinista. Carecía de gestos extravagantes y era muy correcto y conservador en su forma de vestir; nada había en él del prototipo del poeta romántico (recuérdese que su juventud transcurrió en el tránsito de dos siglos). No lo cubría un aura de poeta. Su gesto era el de alguien angustiado, con desasosiego en la mirada. Acongojado más por la atrición que por la contrición. De él podría decirse que en la superficie daba la impresión de ser el hombre sin cualidades, que guardaba una gran reserva sobre su vida privada. Sus hábitos de trabajo poco o nada tenían de “poéticos” y evitaba frecuentar bares y cafés: prefería el ambiente ordenado de su oficina.

El matrimonio terminó mal. Vivianne fue internada en un hospital por sus desarreglos mentales. Con la fama, la vida de Eliot pareció iluminarse. Los apremios económicos se fueron diluyendo; desempeñaba una actividad profesional que lo satisfacía en la editorial Faber & Faber y contrajo nuevas nupcias con su secretaria Valerie Fletcher, que al morir el poeta jugó un importante papel en la preservación de su legado. El Premio Nobel confirmó su gran reputación y prestigio. En su discurso de recepción hay una posición humanista ante la poesía que lo ennobleció ante sus errores de juicio: podría parecer que la poesía separa a las personas más que unirlas.

Pero, por otro lado, debemos recordar que mientras el lenguaje constituye una barrera, la poesía en sí nos da la razón para tratar de superar esa barrera. Gozar de la poesía que pertenece a otra lengua es gozar de la comprensión de la gente a cuya lengua pertenece, una comprensión que no podemos lograr de otra forma. Podríamos pensar también en la historia de la poesía en Europa, y de la gran influencia que la poesía en una lengua puede ejercer sobre otra; debemos recordar la inmensa deuda que cada poeta de mérito ha contraído con los poetas de otras lenguas diferentes a la suya; podríamos reflexionar sobre el hecho de que la poesía de cada país y de cada lengua perecería y entraría en decadencia, si no fuera alimentada por la poesía escrita en lenguas extranjeras. Cuando un poeta habla a su propio pueblo, las voces de todos los poetas de otras lenguas que lo han influido hablan también a través de él. Al mismo tiempo, él mismo está hablando a los jóvenes poetas de otras lenguas, y esos poetas comunicarán algo de su visión de la vida y algo del espíritu de su pueblo.

Lo peor que le pudo pasar a un hombre tan reservado, que valoraba tanto su privacidad, fue la divulgación post mortem de su correspondencia. Un cronista escribió que después de la muerte de un poeta, sus cartas son ventanas al interior de su alma. Si bien las cartas han sido un gran auxilio en descifrar algunas claves centrales de sus poemas, también nos dejan ver todo lo que se trasminaba al poema de su desdichada vida personal. La materia de los versos no solo estaba hecha de la desilusión por una cultura cuyos valores admiraba y que la guerra se ocupó de liquidar, sino también de su angustia existencia por su difícil situación marital y social.
La admiración al poeta fue casi unánime, pero en ese “casi” se contaron quienes le señalaron sus opiniones y versos equívocos. Poco se conoce, fuera del ámbito de la lengua inglesa, de las manifestaciones de sus detractores que le reprocharon esos errores de juicio, como el escritor judío, ya fallecido, Emanuel Litvinoff, quien reconoció su magna obra literaria y no le negó méritos a su escritura, pero no quiso dejar pasar la oportunidad de escribir unos versos en respuesta a los del autor de La tierra baldía, contenidos en su poema “Burbank With a Baedeker: Bleistein With a Cigar”. A los suyos Litvinoff los intituló “A T. S. Eliot”; Litvinoff siempre será recordado por ese poema. Lo escribió después de la Segunda Guerra Mundial y fue incluido en muchas antologías. El poema de Eliot contiene versos como los siguientes: “Chicago semitas vienés./ Un ojo saltón y sin brillo/ mira desde el fango protozoario/ con la perspectiva de Canaletto./ El cabo de la vela humeante del tiempo se consume./ Una ocasión en el Rialto./ Las ratas se amontonan debajo de los pilotes./ El judío se encuentra bajo el suelo./ Dinero en los abrigos./ El barquero sonríe”.

Había terminado la guerra con el terrible saldo del Holocausto. Se esperaba de Eliot que repudiara tal poema, pero, para sorpresa de muchos, el autor no lo retiró de la reimpresión de sus Poemas escogidos, divulgada en 1948, el año de su Premio Nobel. Tal gesto indignó a poetas como Litvinoff, que consideró que no podía haber excusa para lo que había hecho Eliot. Y escribió su poema de respuesta: “To T. S. Eliot”. El poema comienza así: “Te has convertido en una eminencia. Ahora cuando la roca golpea/ tu joven voz sardónica que se estrella sobre la belleza/ y flota entre incienso y pronuncia oráculos/ como si un dios/ pontificara desde Russell Square y divulgara, alto en la solemne catedral del aire/ sus sagradas octavillas a través de millones de radios./ No soy aceptado en tu parroquia./ Bleistein es mi pariente y comparto el fango protozoario de Shylock,/ una página en Stürm y debajo de las ciudades/ un refugio de algún modo más despreciable que las ratas./ Sangre en las cloacas. Pedazos de nuestra carne/ flotan con la basura en el Vístula./ Querías decir un sermón pero no era éste”.

A Margali Fox debemos la crónica de cómo transcurrió el encuentro entre ambos poetas durante una lectura pública. A principios de 1951, Litvinoff fue invitado a participar en un ciclo de poesía en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. Escogió el anterior poema para dicha ocasión. Al momento de comenzar a leer no tenía la más remota idea de que quien cruzaba la puerta del auditorio era la encarnación de su poema. Hubo un murmullo: acababa de entrar y tomar asiento el laureado Premio Nobel inglés, el mismísimo T. S. Eliot.

Litvinoff lo notó entre el público y continuó imperturbable su lectura hasta concluir con los versos: “Deja que tus palabras/ se deslicen suavemente sobre la tierra de Europa/ Dejad que los huesos de mi pueblo protesten”.

Cuando Litvinoff terminó su lectura, se armó el escándalo. Aquello era un pandemónium. El poeta Stephen Spender, que no podía ser acusado de reaccionario ni de antisemita, había asistido al Congreso de Intelectuales Antifascistas en Valencia y París en 1937 y tenía a orgullo haber defendido la causa de la República española durante la guerra civil, se puso de pie para decir en voz alta que el poema del poeta judío era un insulto a Eliot. El público gritaba “¡Ya oíste!”, “¡Ya oíste!”, a manera de aprobación.

Entre aquel tumulto se escuchó una voz disidente. A un hombre de apariencia débil, sentado en una de las últimas filas del auditorio, se le escuchó murmurar: “Se trata de un buen poema. De un buen poema”. El de la voz era Thomas Stearns Eliot.

Una vez más debemos concluir diciendo que los poetas no son santos y por eso se irán al cielo.

El torrente de la vida

21/Marzo/2015
Laberinto
Sergio A. Ubaldo S

Dos años después de recibir el Premio Nobel, William Faulkner declaró: “en Norteamérica hay tres grandes escritores: primero está Wolfe, después yo, y después Hemingway”. De ese tamaño era la admiración de Faulkner por Thomas Wolfe. Pero no solo él reconoció su labor. 
Sinclair Lewis tuvo el detalle de citarlo en su discurso al recibir el Premio Nobel.

Nacido en Asheville (Carolina del Norte) en 1900, fue uno de los grandes narradores norteamericanos del siglo XX. Con su prosa marcó a Henry Miller, Ray Bradbury, Jack Kerouac y Philip Roth, quien incluso reflejaría en su personaje y alter ego, N. Zuckerman, su admiración por Wolfe.

Thomas fue el menor de ocho hijos. Su padre era tallador de piedra y poseía un negocio de lápidas; su madre se dedicaba a los bienes raíces. Tenía 15 años cuando ingresó a la Universidad de Carolina del Norte en  Chapell Hill y a los 19 años escribió El retorno de Buck Gavin, su primera obra de teatro. En 1920 ingresó a la Graduate School for Arts and Sciences en la Universidad de Harvard, donde dos años más tarde obtuvo la maestría. En junio de 1922 murió su padre, hecho que sería el detonante de la escritura. En 1929 publicó su primera novela, Look Homeward, Angel, versión final de un relato autobiográfico originalmente titulado O Lost, de más de un millar de páginas.

En ella aparece su primer gran personaje, Eugene Gant, y su oposición a la perfección formal que dominó la escena literaria estadunidense desde los tiempos de Henry James: esa poética de la reticencia y el equilibro desde una tradición que buscaba desordenadamente unir la literatura con la vida. Iba en dirección contraria del autor incapaz de involucrar sus vivencias en el texto: la perspectiva dispersa que incorpora los acontecimientos sin jerarquizarlos ni franquear una estructura lineal.

En una carta, Wolfe confronta a Francis Scott Fitzgerald: “No olvides que un gran escritor no solo es alguien que deja cosas fuera, sino alguien que incorpora cosas. Shakespeare, Cervantes y Dostoiesvki incorporaban más cosas de las que sacaban”.

Wolfe encontró en la autobiografía el camino para amalgamar la densidad de su prosa con la poesía y la épica; al mismo tiempo, retrató la cultura y las costumbres de su época, desde un punto de vista sensible y analítico. En 1935 apareció su segunda obra, Del tiempo y el río, editada en español como Una puerta que nunca encontré.

En ella plasmó su majestuosidad estilística, la obsesión por el detalle, la exuberancia narrativa quizá grandilocuente y a menudo excesiva y una titánica imaginación para construir cada escenario de una América perdida en la que Gant alcanza la edad adulta. Murió en Baltimore a los 38 años, víctima de tuberculosis. De este modo emergieron obras póstumas como The Web and the Rock (1939) y You Can’t Go Home Again (1940), así como el injusto desprestigio literario hasta su revaloración en la segunda mitad del siglo XX.