sábado, 31 de marzo de 2012

Más allá de la narcoliteratura

31/Marzo/2012
Babelia
Luis Prados

En la era del narco parecería evidente que el éxito de novelas como El poder del perro, de Don Winslow; La reina del Sur, de Arturo Pérez-Reverte, o Balas de plata, de Elmer Mendoza, se debe a que describen con solvencia no solo la realidad sino también el momento que atraviesan las letras mexicanas. La ficción confirmaría los prejuicios del lector de prensa y las editoriales extranjeras atenderían esa demanda. Así se ve desde el exterior: en México se escribe narcoliteratura. Un género protagonizado por traficantes, prostitutas, travestis, cadáveres decapitados y muertos por sobredosis, habitantes de un mundo sórdido, violento y corrupto. Como todos los tópicos tiene parte de verdad —aún se escribe mucha narcoliteratura en este país—, pero no toda. Al menos no entre buena parte de los nuevos narradores mexicanos nacidos en los años setenta.

“Hay dos narcoliteraturas: la policiaca y la literaria”, explica Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), autor del libro de relatos Arrastrar esa sombra y de la novela Morirse de memoria (los dos en la editorial Sexto Piso). “La segunda aborda el fenómeno no como personaje sino como escenario, como un espacio en el que tienen cabida tanto las historias de amor como la emigración y los parricidios. El aumento de la violencia social va siempre acompañado del aumento de violencias más íntimas”.

Dejando aparte a Bernardo Fernández, Alberto Chimal e Iris García Cuevas, que escriben thrillers con vocación social llenos de sexo explícito y violencia inteligente, en el segundo ámbito definido por Monge estarían algunas de las estrellas más interesantes y sugerentes del firmamento literario mexicano actual. Yuri Herrera (Actopan, 1970), Carlos Velázquez (Coahuila, 1978), César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974) y Nadia Villafuerte (Tuxtla Gutiérrez, 1978), cuya novela Por el lado salvaje (Ediciones B) empieza con estas frases: “El sexo es cuanto me une a la vida. Lo supe desde la infancia. Y no tuve infancia”.

Yuri Herrera sitúa sus historias en la frontera con Estados Unidos y en su escritura emplea el lenguaje oral del Norte, con una expresión austera y concisa, donde los silencios pesan como monedas de plata. En Trabajos del reino, su primera novela y su primer éxito, huye de los clichés y trasciende el escenario del narcotráfico para ir más allá y plantear una historia sobre el artista y el poder —un cantante de narcocorridos en la corte del capo de un cartel—. En la segunda, Señales que precederán al fin del mundo, también en Periférica y también de poco más de cien páginas, su protagonista Makina cruza al Norte en busca de su hermano para lo que tendrá que superar varias pruebas. “Miró el país que proliferaba tras el cristal. Ella sabía lo que había ahí, sus colores, la penuria y la opulencia, los recuerdos vagos de un tiempo menos cínico, los pueblos vacíos de hombres” (página 35). La realidad miserable, la atmósfera mítica, la angustia de siglos: “Nosotros los oscuros, los chaparros, los grasientos, los mustios, los obesos, los anémicos. Nosotros, los bárbaros” (página 110).

Carlos Velázquez es el gran destroyer de la literatura mexicana actual. Su libro de relatos La biblia vaquera. (Un triunfo del corrido sobre la lógica) (Sexto Piso) sacudió la escena literaria por su personal visión del mundo del Norte, su ritmo verbal, la originalidad de personajes, escenarios y argumentos. La Biblia vaquera es un artefacto inclasificable donde lo deforme se une a lo absurdo en una realidad fuera de control. “De su imaginación nacen dj’s, luchadores, domadoras, bebedores olímpicos, cantantes de rancheras, diablillos y narquillos que habitan una hipotética zona, PopStock!, la suma de todos los posibles norte de México”, ha escrito el crítico y editor Roberto Pliego en la revista Nexos. “El principal orgullo de la condición norteña es su cualidad violenta, sexista y sin sentido, casi casi hip-hop”, escribe Velázquez (página 92).

Antonio Ortuño (Guadalajara, 1976) defiende que “la literatura debe ocuparse de personas normales y abandonar a los hombres extraordinarios”. “Me interesa la gente común que crea universos extraordinarios y discursos potentes. En la literatura mexicana actual hay más hordas de locos que de trabajadores”, dice el autor de la novela Recursos humanos (Anagrama) y la más reciente Ánima (Mondadori). Dos libros en los que Ortuño aborda respectivamente la rutina de una oficina de pesadilla y la explotación de unos aprendices en el mundillo del cine para crear con fuertes dosis de ironía un hábitat mezquino y vacío, espacio común del desengaño de tantos mexicanos.

No hay machos alfa ni tráfico de drogas ni fascinación con la violencia en su literatura como tampoco los hay en las obras de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), a caballo entre Nueva York y el DF; de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), que pasó buena parte de su adolescencia en Francia, o de Tryno Maldonado (Zacatecas, 1977), tres autores característicos de la globalización mexicana. Luiselli teje en Los Ingrávidos (Sexto Piso) una telaraña de vidas fantasmales en el Nueva York de finales de los años veinte plagada de referencias culturales. Nettel elabora en El cuerpo en el que nací (Anagrama), en parte autobiográfica, la educación sentimental de una niña crecida en una familia de exiliados del Cono Sur y Maldonado narra en Temporada de caza para el león negro (Anagrama) la vida efímera y excesiva de un joven genio de la pintura a golpes de pasión.

Son ejemplos de literatura ciudadana que describen una realidad episódica y fragmentada como hace Emiliano Monge, con un estilo muy personal en Arrastrar esa sombra, donde construye un paisaje urbano de planos superpuestos —“La ciudad se expande como gota de mercurio sobre el valle” (pagina 91)—, un laberinto donde todo sucede ahora y a la vez.

La nueva narrativa mexicana vive una tensión entre identidad y cosmopolitismo —“es un tema muy viejo en nuestra literatura”, precisa Luiselli; “los dos se complementan”, opina Ortuño— y no es ajena al signo de los tiempos, la globalización. Un proceso que en este país tuvo su pistoletazo de salida con la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos en 1993, cuando se abrió al exterior y desembarcaron las editoriales extranjeras.

“Los narradores más recientes, en su mayoría, ya no se plantean la dicotomía local-global como un problema que haya que superar. Escribimos desde un espacio plenamente global. Yo creo que México es Manhattan y es Berlín aunque los gringos y los alemanes no lo sepan todavía. Y por supuesto, no es una barbaridad decir que somos hijos del TLC”, dice Luiselli.

Antonio Ortuño coincide en que con el TLC “México entra en la posmodernidad”, pero advierte contra “el esnobismo y la mirada de turista” en las letras mexicanas: “Personalmente me interesan mucho más las vidas de los mexicanos que cruzan a nado la frontera con Estados Unidos que las de los que van allí a sacarse su quinto doctorado”.

“Cada quien es hijo de su tiempo y nuestro tiempo innegablemente es el del TLC y el del alzamiento zapatista”, afirma por su parte Monge. “Pero también somos hijos de la desolación que dejaron a su paso nuestros padres, quienes vendieron su esperpéntica derrota de 1968 como una gran victoria. Es decir, somos hijos de una democracia de papel que no funciona en la práctica. Somos hijos del desengaño y el egoísmo y nietos de la injusticia, el desorden y una cierta solidaridad ya agotada”, añade.

Esta percepción de un México a la deriva es un rasgo común de estos jóvenes escritores tanto como lo es la enorme influencia de los autores de Estados Unidos desde Stephen King a John Fante pasando por los beatniks y Jonathan Franzen. Una influencia que, dada la proximidad geográfica, viene de antiguo pero que se corresponde, como dice Monge, con la actual presencia norteamericana “en la televisión, la radio, la vestimenta y hasta la comida mexicana de ahora”. “Solo falta que la música country se imponga a la música de banda”.

A esta tendencia se une la voluntad de muchos escritores jóvenes de romper con los grandes nombres de la literatura mexicana (Paz, Rulfo, Fuentes), autores que van perdiendo señal para las nuevas generaciones, y recuperar a figuras como José Emilio Pacheco, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol. “Pero por más que se ponga de moda matar al padre y matar a los caudillos literarios, los buenos libros van a seguir ejerciendo su influencia”, coinciden Luiselli y Ortuño.

Los escritores mexicanos del siglo XXI no forman una generación ni una facción ni un movimiento. Son un grupo de voces individuales, del que este reportaje solo recoge algunas, enfrentadas a una realidad mucho más amplia que la del narco en el que las cosas están dejando de ser lo que eran. Como dice Monge: “Lo único común entre los escritores mexicanos contemporáneos es que todos somos cazadores y que son tantas las bestias y es tan grande el paraje que no tenemos que encontrarnos ni compartir presas ni armas”.

¿Para qué sirven los encuentros literarios?

31/Marzo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Durante unos cinco años de mi vida asistí a una docena de encuentros literarios en México. Luego me hice odioso a mis colegas, y me dejaron de invitar y yo de aceptar invitaciones.

¿Para qué sirven los encuentros literarios? Hay razones genuinas. Los escritores son personas poco comunes. Una minoría en un mundo que casi no lee. Estas personas gustan de reunirse. Abrir unos días de su vida para interrumpir la rutina, reencontrar amigos y promover la literatura.

Eso es valioso y entrañable. El problema es que eso casi nunca impulsa los encuentros literarios en México. O, en general, en Latinoamérica.

Los escritores latinoamericanos casi no tienen lectores. Buscan sentirse confirmados, entonces, por otros escritores.

Otros escritores que también buscan sentirse confirmados por otros escritores.

Los encuentros literarios son consuelos.

Los organizan casi siempre escritores o funcionarios que quieren ganar redes y favores de un montón de invitados que luego les ayudarán en su carrera.

Disculpen que diga estas cosas tan abiertamente. Pero antes de ser escritor, yo era un mesero que levantaba adolescentes norteamericanos borrachos y los sacaba a la acera para poder irme a casa, y esa y otras experiencias me prepararon para entender al mundo literario.

Uno de los ingredientes infaltables de los encuentros es el alcohol. De hecho, muchos se tratan exclusivamente del alcohol, es decir, el miedo que tienen los escritores.

Los tragos o drogas los hace sentir más valientes, desmadrosos o fuertes. Más hombrecitos. Desreprimidos por un ratito.

Y no llegar a las lecturas o llegar tomados. Nadie debe molestarse porque yo diga esto. Esto lo sabemos todos los escritores.

Los encuentros literarios en México casi siempre se hacen con dinero público, por cierto.

Entonces una buena forma de ayudar a tu trayectoria es organizando encuentros literarios y participando en ellos, y quedándote con la boca cerrada de la casi absoluta mediocridad de lo que ahí sucede.

Afortunadamente, los encuentros literarios tienen poco público. Eso ayuda a que la sociedad (sobre todo la juventud lectora) no crea que eso es la literatura.

Existe, además, una relación directa entre los encuentros literarios organizados por institutos o fondos públicos, y quién es luego publicado en revistas o editoriales oficiales.

Como lector y amante de la literatura, reviso índices, reviso libros y digo, ¿cómo carajos quieren hacerme creer que esto es la nueva o mejor literatura de este momento?

Lo que sucedió es que se hicieron “amigos” en un encuentro literario y eso lo explica.

Propongo que suspendamos definitivamente los encuentros literarios. Por nefastos.

Y gastemos ese dinero en libros para los niños, ellos son lo único valioso de este país tan jodido y corrupto.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Premio Alfaguara, convencional: críticos

28/Marzo/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

La violencia y el narcotráfico, la corrupción y el abuso del poder, el terror, la intriga y los asesinatos en serie; pero también el erotismo, el amor y los desengaños amorosos, la vida en las grandes ciudades, los viajes, la aventura vital y científica y la vida desenfrenada han sido temas reconocidos con el Premio Alfaguara de Novela, que está cumpliendo 15 años de una nueva vida.

Ese galardón que promueve las letras hispanoamericanas y que ha sido concedido, entre otros, a Sergio Ramírez, Eliseo Alberto, Tomás Eloy Martínez, Laura Restrepo, Xavier Velasco, Manuel Vicent, Hernán Rivera Letelier, Santiago Roncagliolo, Andrés Neuman, Juan Gabriel Vasquez y Elena Poniatowska, es cuestionado por los críticos literarios mexicanos, quienes ven, como en todos los premios que dan las casas editoras comerciales, un interés de ventas más que de calidad literaria.

Para el crítico literario y escritor Geney Beltrán la regla del Premio Alfaguara ha sido comercial, no literaria, y por eso la calidad de los libros premiados es dispar "con predominio de lo mediocre y lo olvidable" y le confirma que Alfaguara no tiene un interés en la literatura por sí.

"Tiene interés en las ventas y para eso ha venido organizando un premio con el aval de escritores importantes en el papel de jueces, pero que ha decepcionado al ser otorgado en la mayoría de los casos a novelas convencionales, formalmente timoratas y acríticas con el lenguaje y la materia a la que se acercan", dice Beltrán.

Opinión semejante es la de Armando González Torres, Rafael Lemus, David Miklos y Roberto Pliego, pues aunque celebran una que otra novela -dos de ellos mencionan El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez-, hacen una severa crítica.

Roberto Pliego dice que a través de ese galardón se erigen prestigios sobre cimientos muy endebles. "Un libro premiado alcanza enormes tirajes, lo que supone enormes ventas. Un premio no es sinónimo de calidad literaria, de hecho, significa justamente lo contrario: sometimiento al mercado, condescendencia con el gusto mayoritario, moda, apresuramiento".

Pero varias novelas premiadas con el Alfaguara han recibido el reconocimiento internacional: El vuelo de la reina del argentino Tomás Eloy Martínez, Delirio de la colombiana Laura Restrepo, Margarita está linda la mar del nicaragüense Sergio Ramírez, El viajero del siglo del argentino Andrés Neuman, El arte de la resurrección de Hernán Rivera Letelier y Diablo guardián del mexicano Xavier Velasco.

El poeta Armando González Torres dice que la lógica comercial del premio en el género narrativo es muy parecida: mandar señales a ciertos segmentos del mercado, crear para el consumidor potencial un producto a su medida y venderlo rápido. "Esto no es intrínsecamente malo, pues, como toda publicidad, la literaria puede contener exageraciones y falacias. El problema es la ingenuidad con que el consumidor asume el prestigio del premio y la forma aquiescente con que muchas veces la crítica ratifica los prestigios fincados en la mercadotecnia".

¿Sin prestigio literario?

Eduardo Mejía, colaborador de EL UNIVERSAL señala que se trata del premio más internacional, sobre todo por la calidad de los jurados, como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Jorge Semprún y Eduardo Mendoza "que saben de literatura", pero además es un premio que "ha dado títulos sobresalientes, como La piel del cielo, la mejor novela de Elena Poniatowska, y Diablo guardián, que convirtió a Xavier Velasco en el favorito de toda una generación de lectores". Mejía también destaca las novelas de Eliseo Alberto y Sergio Ramírez.

Geney Beltrán es enfático, dice que "a la editorial Alfaguara parece importarle más el prestigio del autor galardonado (Elena Poniatowska, Sergio Ramírez), o la temática particular de la novela en turno (la violencia, el narcotráfico), que supongan una venturosa explotación comercial, antes que una propuesta innovadora, venga de quien venga y trate el tema que trate. El premio Alfaguara, en ese sentido, no tiene prestigio literario".

Incluso, para Rafael Lemus, crítico literario de Letras Libres, es un poco ingenuo tomarse demasiado en serio este premio e ir revisando, año por año, quién ganó y con qué novela y qué tan "buena" o "mala" es ésta. "Desde luego que se han premiado un par de obras estimulantes y otras complacientes".

Lemus afirma que "lo importante, creo yo, es que este premio -como otros premios patrocinados por poderosos grupos editoriales- no consiste tanto en descubrir y premiar la ‘literatura' como en producir capital: capital simbólico para nuevos y viejos autores y capital a secas para el grupo editorial que organiza todo el tinglado. Al final es menos un premio que una inversión: se le dan al autor no sé qué tantos miles de dólares porque se sabe que, después de meses y meses de publicidad, su obra se terminará vendiendo y que la casa editora acabará recuperando su inversión de una vez o poco después, cuando el autor, ya revestido del prestigio que da el premio, vuelva a producir una nueva obra que, después de meses y meses de publicidad, se terminará vendiendo y...".

David Miklos, por su parte, asegura que tanto Planeta como Alfaguara "distan mucho de ser apuestas y son la prolongación anual de más de lo mismo" y los sitúa en el contexto de galardones: "Creo que el premio Anagrama, pese a que no es el mejor remunerado, es el más codiciado en un sentido crítico: se premia cierta literatura de altos vuelos".

González Torres señala que en premios como el Alfaguara los incentivos apuntan a que se reconozca a autores ya conocidos y a obras con fórmulas probadas; sin embargo, puede haber sorpresas, como la novela ganadora de 2011 (de Juan Gabriel Vásquez) que lo sorprendió gratamente y contrasta con la mínima calidad de muchos de los premios anteriores. "No creo en la práctica elitista que sataniza los premios como basura, pero desconfío absolutamente del lector que solo se guía por los premios para orientar sus decisiones de lectura".

A 15 años de la nueva época del premio que Camilo José Cela creó en 1965 y que se interrumpió en 1972, otro escritor argentino, Leopoldo Brizuela, fue premiado por una historia que tiene como telón de fondo la dictadura argentina.

Antes de conocer el veredicto y luego de celebrar el premio a la novela de Juan Gabriel Vásquez por tener "una escritura finísima y una sapiencia narrativa que solemos echar en falta", Pliego afirmó: "Si este año Alfaguara vuelve a premiar la calidad y no a inventar un falso prestigio literario, podremos seguir considerándolo como el único y verdadero reconocimiento a las letras en lengua española".

sábado, 24 de marzo de 2012

No te conviene escribir crítica

24/Marzo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace años mi editor me dijo: “No te conviene escribir crítica. O eres crítico o eres novelista”. Me lo dijo con buena intención. A nadie agrada un poeta o narrador con opiniones, ideas, posiciones. Poetas y novelistas se ven más bonitos calladitos.

Lo mismo sucede con los artistas. Los artistas que poseen un discurso acerca del arte no son bien vistos por los críticos de arte. Mucho menos los que tienen un discurso sobre su propia obra.

Vuelven innecesarios a los críticos de arte.

En mi caso, comencé escribiendo poesía y narrativa, y cuando me di cuenta que los críticos mexicanos no entendían la poesía y la narrativa que a mí me apasionaba y parecía relevante, me hice crítico.

Pero ser un escritor “creativo” y ser un escritor-crítico no es algo que te convenga. Lo pagas.

Los lectores y los críticos tenderán a pelearse con posturas y alegatos. Al estar en desacuerdo contigo, tu obra “creativa” será vista con recelo.

No pueden soportar que un creador sea también un creador de discurso crítico. Eso afecta, especialmente, a los artistas contemporáneos que, a veces, para intentar sortear esta situación se refugian en la vieja figura del artista que lanza sentidos que toca a otros descifrar.

En el fondo, muchos críticos culturales lo que buscan es un Buen Salvaje que explicar.

Un Buen Salvaje que no pueda explicarse: un “bárbaro”.

No desean un sujeto de diálogo sino un objeto de estudio.

Y cuando el “salvaje” tiene un discurso (responde), entonces, resulta un Mal Salvaje. Calibán.

Ese Calibán que Shakespeare soñaba que, al final de la historia, volvería a obedecer a Próspero, al Amo. ¡Como Lugones también ansiaba!

Sueños colonialistas, por supuesto. Calibán no obedece. No es una bestia o semi-pez (inconsciente). Calibán es el otro que desacata. Tiene su propia voz.

A veces me preguntan qué sigue en la literatura latinoamericana y, en general, qué sigue en la historia de ese sujeto llamado “escritor” o “artista”.

Lo que sigue no es un sujeto sino una conversación, es decir, una conversión de más de uno.

Lo que sigue es abandonar esas viejas funciones en que hay un creador que hace obras y hay otro que las categoriza, explica o define.

Lo que sigue es que se acabe la comodidad de los “creadores” en ser objetos. Lo que sigue es que los analistas dejen de ser Indiana Jones.

Pero estos fines —ya próximos— son apenas el inicio. Lo más importante es que los consumidores, los “lectores”, el “público” abandonen su propia comodidad y asuman su parte en el proceso de producción, que, por cierto, no es hacer “obra” sino hacer diálogo.

La literatura y el arte partieron de la diferencia entre objeto y sujeto. Fueron hechos para ser “objeto”. Esa diferencia se está viniendo abajo.

En este siglo todos los roles culturales serán modificados.

Miklos 9000 se pronuncia

24/Marzo/2012
Laberinto
David Miklos

Si uno lee con atención las columnas de Heriberto Yépez bautizadas como “Archivo hache” —larga vida a la auto-referencia— y publicadas los sábados en el suplemento Laberinto del diario Milenio, se dará cuenta de que lo que más le preocupa al escritor de Tijuana no es tanto lo que se hace en la república mexicana de las letras sino lo que no se hace. Es raro encontrar nombres en los textos de Yépez: sus críticas y reclamos son en general y a granel, no en específico y con denominaciones claras. Esto, sin embargo, ha cambiado en las últimas semanas, en las que Yépez se ha ensañado con Luigi Amara y también nos ha ofrecido una lista —o un palomeo, recurriendo a su modo de ver las cosas— de lo que él considera narrativa de valía. En su entrega más reciente, Yépez me llama guardaespaldas del pre-canon y, sin detallarlo, me describe con un marcador en mano, poniéndole taches y palomas a la literatura que leo, así como hacía el profesor que enviaba a la señorita Cometa a la Tierra (y se me perdonará esta referencia, que muchos lectores, sobre todo los más jóvenes, no entenderán). Si atiendo lo dicho por Yépez en su dictamen sobre el estado de la reseña mexicana actual, yo no tengo derecho a escribir reseñas (en sus palabras: no puedo escribir reseñas) y, siguiendo su derrotero argumentativo, lo único que me queda es ser una especie de ISO-9000 de nuestras letras, es decir, alguien que, sin más, imprime un sello de control de calidad en la portadilla de las obras leídas y apreciadas. Obras que, de acuerdo con Yépez, están escritas bajo el influjo de lo postnorteño, otra de sus mafufas y polémicas y cantinflescas acuñaciones, que muchas veces llaman a la risa y, a ratos, invitan al cuestionamiento: ¿Yépez lee todo aquello que critica o nada más critica a aquellos que leemos lo que a él, desde su atalaya en Tijuana, considera de poco valor o tradicional o en declarada guerra con lo que él considera valioso y trascendente, sea lo que esto sea? Sería interesante que nuestro hombre en la frontera última de México, capacitado para escribir reseñas, las escribiera —él que sí puede, ya que es tanto académico como escritor con una larga lista de libros publicados (aunque luego, ay, no citados ni mentados)—, en vez de comentarlas de paso y, él también, con un marcador rojo en mano, listo para imprimirle su sello de Yépez 9000.

Biblioteca Magenta de ensayo

24/Marzo/2012
Laberinto
Armando González Torres

No sobran espacios para un género bastardo, como el ensayo, que está a medio camino entre territorios que se consideran antagónicos: entre la reflexión y la creación, entre la ciencia y la literatura o entre la academia y la bohemia. Para ilustrar la ambigüedad en torno a la vocación e identidad del ensayo sólo hay que recordar las discordantes definiciones de los manuales o la variedad de escrituras que se pueden abrigar bajo esta misma denominación. El ensayo resulta, entonces, un género híbrido, en constante evolución, que adopta históricamente diversas formas y funciones, que mezcla diversas especialidades, que plasma la personalidad y el gusto del autor y que busca ensanchar el diálogo, por lo que se expresa a menudo en espacios periodísticos y con un estilo en el que caben todas las licencias imaginables.

Ciertamente, en algunas etapas, ha habido nociones dominantes del ensayo que amenazan con deslegitimar sus otras formas o mutaciones. Ya sea cuando éste es concebido como un género con obligaciones cívicas de conocimiento, concientización e ingeniería social o cuando es concebido como una exposición rigurosa, mucho más ligada a la expresión académica.

En particular, en México el ensayo evoluciona como un género profundamente ligado a la empresa de construir la nación, por lo que sus orientaciones más prestigiadas tienden a hacer investigación social e histórica, a indagar en torno a las caracterologías y malestares culturales o a registrar y certificar el pasado cultural y forjar los cánones correspondientes.

Hasta la segunda mitad del siglo XX, puede hablarse de la consolidación de otro tipo de tonos y estilos ensayísticos alejados del imperativo cívico. El ensayo adquiere una nueva libertad y el ensayista sabe que su servicio intelectual no es indispensable para la patria y que no está incurriendo en alta traición al no hablar de lo mexicano. Por ende, hay una mayor disposición para cultivar los temas ociosos, para utilizarlo como vehículo creativo o para incursionar en el razonamiento lúdico y heterodoxo.

Los tres primeros títulos de la colección Biblioteca de la Ciudad son una muestra espléndida de las posibilidades de esta libertad ensayística. Viaje al país de la errata de Gabriel Bernal Granados es una recopilación miscelánea que reúne lo mismo ficciones, artículos sobre cine y series televisivas o notas sobre autores canónicos como Arreola, Cuesta o Zaid. Sin embargo, detrás de esta dispersión aparente, exhibe una sorprendente unidad. Inicia con una serie de “ficciones” de fina psicología y acerado filo crítico en torno a las obsesiones artísticas, la desaparición de la forma en el verdadero cuadro y una, la que da título al libro, que parte de un recurso peculiar, utilizar la figura real de un reputado filólogo, ponerle el apellido ficticio de Valdés Comesaña y hacer una parábola literaria ejemplar y entrañable sobre los paralelos entre el amor filológico y literario a la palabra. La segunda parte está constituida con un conjunto de textos polémicos en torno al estado del arte y la crítica en México. Destacan “Problema y entorno de la traducción en México” sobre la importancia de la traducción como un género literario que puede producir sus propios clásicos o “El retrato de Felipe IV”, donde hay una incisiva pregunta en torno a las formas en que el mecenazgo estatal a las artes puede volver mudos a los artistas y se alude a la necesidad de conciliar la crítica con las necesidades de convivencia con el poder. La tercera parte del libro se forma con un ramillete de ensayos de arte, una de las facetas en las que este autor despliega con mayor fortuna sus facultades intelectuales. Y precisamente en “El laberinto intelectual” Bernal hace una crítica tanto a las formas cómodas y reduccionistas de mirar el arte, como a las derivas de una actividad que deviene cada vez más complacencias y manifestaciones publicitarias, apoyadas en ideas de segunda mano. Con los textos críticos de este libro, Bernal muestra una faceta de la inteligencia polémica, que no necesita manifestarse a gritos, y que señala ciertos vicios y contradicciones de la vida artística y literaria no para socavarla sino para defenderla como un auténtico espacio de invención y debate.

En Los habitantes del libro de Lobsang Castañeda, el tema nuclear es el libro y la lectura y los personajes y actitudes que se despliegan en este particular universo. Con una erudición que no desdeña los momentos de humor flemático o feroz (como en su burla a los reseñistas o su crítica de las antologías), Castañeda construye una serie de caracterologías en torno a los habitantes del libro que nacen tanto de la observación como de la invención narrativa. Por este catálogo desfilan peculiares encarnaciones de los que crean el libro, los que lo diseñan, los que lo corrigen, los que lo imprimen, los que lo mercan, los que lo acumulan, los que lo clasifican, los que lo adoran, los que lo temen, los que lo ocultan, los que lo destruyen, los que lo roban y los que literalmente se vuelven locos con él. De esta manera, a través de lo que parecería una taxonomía de los entes librescos, Castañeda, en un magnífico texto que cierra el libro —“Quijotes”—, nos conduce hacia ese acto radical de la lectura que lleva a cierto lector extremo a convertir un acto racional por excelencia en vía a lo irracional y a confundir la ficción con la realidad.

Finalmente, Movimiento fluido de Ernesto Herrera es un libro que funciona como una instantánea de la trayectoria de uno de los lectores más acuciosos y discretos de la literatura mexicana en la última década. A través de un ejercicio de homenaje y memoria, de lectura alegre y bien temperada, Herrera da sustento y extiende una conciencia de tradición. A contracorriente de la prisa con que transcurren la circulación y reciclaje de novedades, Herrera hace una lectura pausada y equilibrada de un amplio acervo de escritores mexicanos que conforman el pasado inmediato de la literatura mexicana. Por la visión crítica de Herrera desfilan lo mismo autores canónicos como Alí Chumacero, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina o Juan Villoro que víctimas de la mala memoria como Rafael Bernal, Francisco Cervantes, Jorge López Páez o Ramón Rodríguez. Si bien Herrera es más conocido como crítico, tiene esa pasión omnívora por las humanidades y la segunda parte del libro deja ver una curiosidad cosmopolita que va desde la crítica de arte de Herbert Read hasta el humanismo clásico de Werner Jaeger pasando por el perfil esotérico de Titus Burckhardt o el orientalismo de Elémire Zolla. Finalmente, la tercera parte descubre al Herrera más heterodoxo, ese artífice de la tradición es también un soterrado contracultural que, con artículos o entrevistas, se ocupa de la homosexualidad o la historia de la intoxicación.

En estos tres libros el ensayo demuestra sus potencialidades: permite clarificar la concepción del oficio y las propias metas artísticas; permite conectarse con la tradición; pero, sobre todo, permite salir del círculo de confort de la propia especialidad y contaminarse gozosamente con otros saberes y otros lenguajes.

“La traducción es una forma de movimiento”

24/Marzo/2012
Laberinto
Ernesto Jiménez Olín

Homenaje y herencia asumida de El surco y la brasa. Traductores mexicanos, de Marco Antonio Montes de Oca y Ana Luisa Vega, Traslaciones. Poetas traductores 1939-1959 (FCE, 2011), preparada por la poeta, ensayista y traductora Tedi López Mills, establece criterios más estrictos en cuanto a los límites temporales. Explica a este respecto en la “Aclaración”: “quise, por una parte, reordenar un final arbitrario para que fuera un principio necesario y, por la otra, fijar un ejemplo; es decir, instaurar el rito de otra costumbre”.

El reordenamiento comienza con José Emilio Pacheco y culmina con Alfonso D’Aquino. Hay que destacar el par de apéndices que aparecen hacia el final del volumen, el cual ofrece una numeralia útil al lector en la que se dan a conocer los idiomas traducidos y los autores y poemas compartidos en los dos volúmenes.

Es claro que la elección del título de su antología refleja una posición ante el trabajo del traductor, a la manera de las “versiones” de Paz y las “aproximaciones” de Pacheco.

Lo que quise transmitir con la palabra “trasladar” es que la traducción es una forma de movimiento; de mover un texto hacia otro lado. Ese es el sentido literal de “traslaciones”. No quise ponerle un título poético como El surco y la brisa, sino uno más abstracto y al mismo tiempo muy descriptivo. Me hubiera encantado ponerle “versiones” o “aproximaciones”, pero ya no se podía.

Curiosamente, revisando números de la primera época de Vuelta me encontré que Salvador Elizondo, al escribir sobre El surco y la brasa, emplea precisamente el término “trasladar” cuando habla de traducir. Repito, yo no quería un título largo, sino algo eficaz y breve.

¿Considera a la traducción como una forma de creación?

Sí, la traducción es una forma de creación pero también es un procedimiento mucho más claro que el de la creación porque en la creación tú no tienes un original; tú inventas el original. En el caso de la traducción hay un original que vas a convertir en una especie de sombra. No tienes toda esa gama de posibilidades que tienes en el caso de la creación, donde el texto es totalmente tuyo. De algún modo sale de una nada pero de la que finalmente tú eres el dueño.

En el caso de la traducción, tú no eres el dueño; eres un vehículo, una especie de mediador entre tu idioma y el idioma del original. Uno está más maniatado en la traducción que en la creación, pues tiene que ser más obediente con el original y eso crea un poco de angustia. Por eso digo en mi prólogo que hay una carga moral en la traducción porque tú puedes infringir, tú puedes hacerle daño al original al traducirlo mal o al manipularlo. De algún modo está en tus manos y hay que tener cierto cuidado.

Traslaciones resulta un trabajo necesario que tenía que hacerse desde una perspectiva histórica para darle continuidad a lo realizado en El surco y la brasa. El mapeo que se hace de los autores incluidos confirma la universalidad de la literatura mexicana.

Puede verse también como un canon generacional de los poetas nacidos en los años cuarenta y cincuenta. Sería interesante comparar si se traduce en México más poesía que en España o Estados Unidos o Chile o Perú. Yo tengo la impresión de que aquí se traduce mucha poesía y que ése es uno de nuestros buenos hábitos.

Y además habría que decir que el poeta suele traducir poesía, cosa que no sucede tanto con el prosista. El prosista no suele escribir novela o cuento y al mismo tiempo traducir la obra de otro. En cambio, en la poesía traducir es parte del trabajo del poeta. Lo vemos en los Contemporáneos, en Octavio Paz, en José Emilio Pacheco…

¿Tuvo claros desde el `principio los límites cronológicos en cuanto a los traductores?

Así es. La recopilación de Montes de Oca cubre un periodo mucho más amplio que va de Alfonso Reyes a Carlos Montemayor. Yo decidí acotar: comienzo con José Emilio Pacheco, que nació en 1939, y termino con Alfonso D’Aquino, que es de 1959; son veinte años de traducción. Además, en El surco y la brasa hay narradores, ensayistas y dramaturgos traduciendo poesía. Creo que en las generaciones que incluyo no es tan común encontrar a un prosista que traduzca poesía como lo hizo, por ejemplo, Salvador Elizondo con El naufragio del Deutschland de Gerard Manley Hopkins.

Mi plan original era que Traslaciones fuera una colección en el Fondo de Cultura Económica. Que éste fuera el primer volumen y que el siguiente, que abarcaría de 1959 a 1979, estuviera a cargo de otra persona.

Algo que por lo demás sería necesario…

El problema consiste en que es muy difícil hacer este tipo de libros por los derechos. Son libros muy complicados en este sentido. Es un trabajo minucioso y muy caro. Yo no sé si el Fondo se anime a continuar el proyecto, pero sería muy interesante conocer lo que traducen los escritores de los años sesenta y setenta.

En el prólogo hace una cita de John Dryden a propósito de las tres formas de traducir poesía: la literal, la versión y tomar el original como pretexto para crear poemas en español. Como recopiladora, ¿cuál considera que es la técnica que predomina en Traslaciones?

Yo creo que es una mezcla de procedimientos. Finalmente todo se resuelve en el momento en que uno está ante el texto que va a traducir. El mismo texto te da las reglas y el procedimiento. Hay poemas como el Tiro de dados de Mallarmé o los poemas de Manley Hopkins que no son literales ni siquiera en su propio idioma. En su propio idioma hay que traducirlos a una versión más simple para comenzar a leerlos de tal manera que hay una triple lectura. Cada texto te propone un procedimiento. El traductor no tiene que llegar con un aparato teórico, ni tiene que llegar con una serie de reglas sino descubrirlas en el texto que va a traducir.

Si hay una futura reedición de Traslaciones, ¿se incluiría?

No, y más por una regla de objetividad que moral. Cuando haces una antología es mejor no incluirte porque al hacerlo incorporas un elemento subjetivo y se opaca un poco lo que quisiste hacer. Se me han hecho algunas observaciones sobre traductores que faltaron como Rodolfo Mata y Aurelio Asiain, que no entraron por los límites temporales que me impuse, pero lo que sí lamento son las ausencias de José María Espinasa y Rafael Vargas, que fueron olvidos y espero que en una siguiente edición se puedan incorporar. Y también está la ausencia de Elizabeth Bishop, una poeta a la que yo admiro muchísimo. Verónica Volkow hizo las traducciones y la menciono porque sí estuvo considerada, pero la cuestión de los derechos hizo imposible su inclusión.

En el prólogo habla también de los “policías de la traducción”. ¿Llegó a ponerse el traje?

Cada que leo traducciones se me impone la personalidad del policía de la traducción. Podemos decir que siempre se descubrirán errores, pero también están las elecciones, un asunto mucho más subjetivo. En la solución que elija el traductor uno puede estar en desacuerdo, pero nunca hay que olvidar que son elecciones. Los errores están en traducir una palabra por otra que no es.

Para el libro yo no hice ninguna corrección. Lo único que hice fue leer las páginas y los traductores las revisaron antes de que se publicaran. Realmente fue una labor muy gratificante el haber preparado el libro. Si yo vi o no errores, eso quedará en el misterio.



martes, 20 de marzo de 2012

La vida intelectual

20/Marzo/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Conozco los aspectos menos atractivos de la academia. Su rígido sistema de jerarquías, por ejemplo. Los bajos salarios para la gran mayoría, tanto en sistemas educativos públicos como privados; y los grandes privilegios para una elite que con frecuencia se eterniza en puestos de diversa índole. Los estrictos rituales de entrada (solicitudes, exámenes, cartas de recomendación) y de salida (tesis). La productividad a ultranza, muchas veces el resultado de sistemas de valoración que premian más la cantidad que la calidad. La mínima distribución de sus productos intelectuales que tienden a crear torres de cristal desde las cuales, paradójicamente, es complicado, cuando no imposible, emprender cualquier análisis crítico de la realidad. La competencia desleal y la envida son características que en mucho exceden al ámbito académico, así que no las cuento aquí.

También conozco, sin embargo, los elementos más felices de la vida académica. La manera de fomentar el talante crítico de sus participantes, sobre todo. Su llamado a cultivar una vida dedicada a la creación intelectual (me gusta la frase en inglés, mucho más abarcadora: the life of the mind). La disciplina que, además de requerirse para concluir con éxito investigaciones y tesis diversas, servirá para muchas otras cosas en la vida. La creación de sistemas que, en sus mejores momentos, permiten el cotejo y la justa evaluación entre pares, ya sea a través de cuerpos colegiados o ya a través de eventos públicos donde se exponen resultados de investigación. Su vocación, no siempre exitosa pero siempre presente, de ser exhaustiva y contemporánea (todo académico que se precie de serlo conoce el estado actual de su bibliografía). Los salones de clase en los que, en sus mejores momentos, no se trasmite sino que se produce conocimiento. El hecho de ser una de las únicas profesiones en las que leer mucho es un requisito.

Todos los que critican la vida académica, especialmente aquellos que han convertido el adjetivo académico en una especie de nueva blasfemia, tienen en mente, y con frecuencia en el registro de su experiencia personal, los puntos incluidos en el primer párrafo. Mucho me temo que, con ese tipo de consideraciones, no me queda más que darles la razón: la academia, en sus peores momentos, es jerárquica y poco creativa, cuando no superflua. Como sucede con todo lo que vive, hay muchas cosas que precisan de revisiones críticas. Pero lo que no dicen aquellos que atacan los rituales y los productos de la academia es que en sus centros de investigación o en sus revistas, en los patios concurridos entre sus edificios o en dentro de sus bibliotecas, se ha asegurado también una forma de socialidad de la que mucho se ha beneficiado y de la que mucho todavía precisa este país. Aún más, los ataques contra la vida académica parecieran sugerir que la creatividad y la crítica sólo fueran posibles más allá de sus muros. La más leve mirada a las distintas agrupaciones culturales que animan (¿o desaniman?) la vida cultural en México, aquellas donde se halaga sin contemplaciones al miembro disciplinado y se golpea (porque así se dice) al que no pertenece, pondría de manifiesto que las jerarquías tienden a acrecentarse y no a disminuir fuera de los marcos académicos (donde por cierto, según estadísticas mundiales, se vive un curioso fenómeno de feminización).

Me ha parecido a menudo lógico, lo cual no significa que esté de acuerdo, que los que cuentan con capitales tanto financieros como culturales, ya propios o ya heredados, critiquen a la academia. Después de todo, ¿en nombre de qué, desde esa posición, se someterían al cotejo público de ideas, a la examinación exhaustiva de sus argumentos y sus aparatos críticos, a la fatiga que representa preparar y evaluar clases y seminarios? Si, además, estos pocos anti-académicos cuentan con los medios para publicar sus hallazgos, ¿para qué someterse al juicio de sus pares o comparecer ante la comunidad de sus iguales?

Lo que me parece menos lógico es que jóvenes escritores sin otra capital más que el talento propio y la vocación por las letras, se pronuncien, la mayoría de las veces sin conocerla a fondo, contra una forma de vida que, con su intervención arriesgada, con su energía crítica, con su vocación de renovarlo todo, bien podría contribuir a producir la vida intelectual que nuestras comunidades merecen y precisan. No creo, por supuesto, que ésta sea la única manera de conseguirlo, pero sí sé que es una de las posibles en el mundo imperfecto y mejorable en el que vivimos. Prefiero, en todo caso, al estudioso que, con afán, compara bibliografía y coteja argumentos, el que somete los resultados de su investigación al escrutinio de sus pares tanto a nivel nacional como internacional, que a aquél que, amparado bajo la protección de sus privilegios de grupo, reproduce formas endogámicas y monológicas y, por lo tanto, autoritarias de producción intelectual bajo el pretexto de ser “creativas”.

domingo, 18 de marzo de 2012

Los 45 de Cien años de soledad

18/Marzo/2012
Jornada Semanal
Luis Rafael Sánchez

I

Guardo la primera edición de Cien años de soledad como oro en paño. La compré en Madrid el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete. Pagué 185 pesetas, lo indica, a lápiz, la página siguiente a la portada –5 dólares y 25 centavos al cambio de entonces, más o menos 35 pesetas por dólar. Bajo la indicación del precio se adhiere un papelito que avisa: Librería Fernando Fé. Sol, 14- Madrid. Todavía el monosílabo fe llevaba acento ortográfico. La portadilla acredita el autor, el título y la firma editora, Sudamericana.

La portada recoge tres motivos insoslayables de la novela. La maraña selvática que ciñe a Macondo. Un galeón. Tres astromelias o tres nomeolvides: sólo un botánico podrá arbitrar de cuál flor se trata. Trescientas cincuentiún páginas después, el colofón avisa que Cien años de soledad se terminó de imprimir el treinta de mayo del año mil novecientos sesenta y siete, en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, SA, Calle Alsina número 2049, Buenos Aires.

El nombre del autor me era conocido. En junio de ’63, ya aprobados los cursos conducentes a la Maestría en Artes y Ciencias de la Universidad de Nueva York, tomé unos adicionales en la Universidad de Columbia, Las novelas de Miguel de Unamuno y Nueva Narrativa Hispanoamericana. Recuerdo al profesor de ambos, el paraguayo Hugo Rodríguez Alcalá. Sobra decir que el curso sobre Unamuno incluía su obra novelística completa. El curso dedicado a la nueva narrativa hispanoamericana, dadas las fechas en que se ofreció, incluía El coronel no tiene quien le escriba.

II

El entusiasmo producido por El coronel no tiene quien le escriba, cuatro años antes, me empujó a devorar Cien años de soledad armado con un bolígrafo. Desde luego, son textos y texturas diferentes. La trama lineal de la primera contrasta con la trama zigzagueante de la segunda. Y la nómina escasa de personajes de la primera contrasta con el nutrido registro demográfico que instituye la segunda. Aparte de que la extensión de la primera, novela apretada como un puño e hilvanada con una prosa de ecos telegráficos, se desemeja en extensión de la segunda, novela oceánica y de horizonte incircunscrito, por la que navegan personajes vivos, personajes muertos y personajes vivos en tránsito voluntarioso hacia la celestialidad, por ejemplo Remedios la bella.

Pero el genio y el magisterio del autor se constatan a cada vuelta de página de ambas novelas. Ya sea una sutileza a propósito de la condición humana, tan lozana que apabulla descubrirla. Ya sea una mirada, de calado hondo, a las fatigas del tiempo. Ya sea un giro verbal, cuya irrupción en un párrafo alcanza el carácter de un acontecimiento. Ya sea la factura regia de unos personajes atascados en la esperanza ilusa, ésa que la gran poeta mexicana Juana Inés de la Cruz tacha de “diuturna enfermedad” y el gran poeta puertorriqueño Pedro Flores tacha de “flor de desconsuelo”.

III

A pesar de las tangencias enumeradas y las otras ennumerables, a pesar de que El coronel no tiene quien le escriba es una gran novela de formato breve, cuyos escrupulosos tiento y aliento la hermanan con las prodigiosas Muerte en Venecia y El extranjero, fue Cien años de soledad la obra que consagró a Gabriel García Márquez como escritor universal. Modelo de una escritura que se afianza en la página sin el menor esfuerzo, como resultas de un empecinado control narrativo, infalible hasta en los usos de la coma y el punto, en Cien años de soledad todo se vuelve inauguración, novedad, génesis. En concordancia, varios pasajes identifican a los Buendía, el clan protagonista de la novela, como seres primerizos. La primeridad los marca. A unos con una cruz de ceniza en la frente, a otros con una cruz de rencor en el alma, a otros con unas ganas atrabiliarias de alejarse de Macondo en busca de prosperidad, a otros con unas ganas irracionales de asentarse en Macondo por siempre.

No extrañe, entonces, que Macondo, lugar donde transcurre la acción, se percibiera, enseguida, como una alegoría desgarrada del continente americano. Y que el apodo del autor, Gabo, sirviera de agua bautismal a la estética literaria emanante de su obra, el gabismo. Dicha estética, que algunos prefieren llamar macondismo, junta y mezcla hasta la indistinción, la realidad y la fantasía, la extravagancia y el descabellamiento, los personajes carentes de la mínima introspección y los personajes embarcados en la abstracción a ultranza: el clan Buendía, acoge de todo, como la botica.

De la consagración se encargó la crítica especializada. Que no le regateó encomios a la saga de los Buendía, adjudicándole parentescos linajudos, hasta innecesarios algunos por bombásticos. La emparentaron con Las mil y una noches. La emparentaron con la Biblia y su sucesión de tribus y descendencias interconectadas. La emparentaron con las crónicas de Indias y con el asombro incesante del europeo ante la maravilla encontrada. De la consagración se encargó, sobre todo, la masa innúmera de leedores, de siempre entusiasmada por devorar historias novedosas, historias capaces de poner a prueba sus certidumbres tercas y el arte superior del sujeto que las cuenta.

IV

Al fin y al cabo el cuento no es el cuento, el cuento es quien lo cuenta. Y quien lo cuenta ha de saber encapsularlo en un decir riguroso, hecho de voz, de ritmo y de mirada. Sobre todo de mirada. No hay gran escritor si no hay mirada implacable a la realidad, esa danzarina falsa de los siete velos. No hay gran escritor si dicha mirada no halla la palabra capaz de registrarla.

También explica el éxito consagratorio de Cien años de soledad, la vertiginosa sucesión de miradas ahondadoras que recopila y la franqueza prosística que las ensarta. Una prosa en posesión de un secreto candente, si bien sospechándose desde la primera oración: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y es tal secreto candente que, a lo largo de Cien años de soledad la poesía se asume como sombra sonora de la prosa.

Efecto seguido de ambas consagraciones, la puesta en marcha por la crítica especializada y la puesta en marcha por los leedores comunes y corrientes, fueron la traducción de Cien años de soledad a todas las lenguas y el desatamiento de un interés febril por la escritura anterior del colombiano. Cuentos, novelas y artículos periodísticos tuvieron la segunda oportunidad sobre la Tierra, que no tuvieron las estirpes condenadas a cien años de soledad. Incluso, la literatura pareció rebanarse en dos hemisferios irreconciliables, la hispanoamericana en particular: antes de Macondo y después de Macondo. Docenas de escritores se macondizaron por una temporada larga; otros, para siempre. Como si los hubiera victimizado una fiebre semejante a las varias que estragaron a los macondenses: la fiebre del insomnio, la fiebre del olvido, la fiebre del banano.

V

El verbo devorar me agrada a más no poder. Significa una cosa, pero sugiere otras, entre ellas el hambre que se mitiga a puro desorden, la imposibilidad de detenerse a saborear y la boca llena. El verbo devorar está hecho de prisa y frenesí, razón para el favor que le apartan los amantes, luego de transformarlo en verbo imperativo y súplica dulzona: “Devórame otra vez.”


Dije en el fragmento segundo que devoré Cien años de soledad armado con un bolígrafo, presto a subrayar cuantos pasajes encandilaran mi imaginación, desde aquel en el principio, donde se notician las consecuencias trágicas del pantalón de castidad que viste Úrsula Iguarán a la hora de dormir, hasta aquel en las páginas últimas donde se noticia “la última madrugada de Macondo”. Sin embargo, entre el uno y el otro se hicieron subrayables tantos pasajes, tantos fulgores creativos se continuaron revelando, que cesé de subrayar. Pues la novela no tenía un tramo ajeno al hechizo, ese estado de satisfacción, con apariencia de sobrenaturalidad, que suscitan muy escasos amores y muy escasas obras de arte.

Los admiradores de Gardel aseguran, si bien ya pasados setenta y seis años de la tragedia en Medellín: “Carlitos está cantando mejor que nunca.” Los admiradores de Cien años de soledad aseguramos, hechizados por un fulgor narrativo acabado de hallar, pues se nos escapó en la segunda, la tercera, la cuarta lectura: “Endemoniada novela, hoy está más chula que ayer.”

La segunda, la tercera, la cuarta lectura las hice en sucesivas ediciones, compradas en Puerto Rico, Nueva York, Berlín. Porque la primera, comprada en la madrileña librería Fernando Fé el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete, descansa en el fondo de un baúl con llave, envuelta en paño, como el oro. Más de una noche de ronda por los abismos del insomnio, libro el libro de la prisión que ocupa en el baúl. Entonces, revestido el corazón por una costra de egoísmo, avanzo a besuquear la maraña selvática, el galeón, las tres astromelias o nomeolvides y susurro, entrecerrando los dientes y apretándolos: “Soy tu dueño.”


Neruda: No invoco tu nombre en vano

18/Marzo/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

La polémica sobre la muerte de Pablo Neruda –¿natural, inducida?– que ha levantado polvo en los últimos meses por las declaraciones de su chofer, Manuel Araya, sobre el posible homicidio de su antiguo patrón, habla del lugar que ocupa el bardo chileno en el mundo de la poesía. La exhumación que ha ordenado la autoridad podría modificar la versión oficial. Se dice que padecía leucemia acompañada de un cáncer de próstata, que hubo de complicarse con el derrocamiento y muerte de Salvador Allende, entrañable amigo del poeta, y a quien cedió –Neruda– la candidatura a la presidencia; el autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada murió veinticuatro horas antes de salir en un avión rumbo a México, viaje que patrocinaba el presidente Luis Echeverría al nombrarlo “invitado del gobierno mexicano”. El poeta e investigador Víctor Toledo afirmó hace unos días para El Clarín de Chile: “Hasta donde sé la enfermedad de la próstata de Neruda era controlable (…) Neruda quería y podía seguir luchando.”

La hipótesis se basa en la inconveniencia que Neruda representaba para el régimen de Pinochet: “hubiera sido uno de los principales líderes, recordemos su capacidad de convocatoria, su pasión política profunda”, como el propio Toledo lo desmenuza en el completísimo volumen El águila en las venas. Neruda en México, México en Neruda (BUAP, 2005), que mereció la medalla de honor presidencial de Chile en el centenario del poeta (1904-2004).

Neruda en Latinoamérica es el cantor del mito. Es voz que clama por la unidad latinoamericana, es el mago de la epopeya (no necesitó ser antologado para sobrevivir en su obra) tanto como el Che –que cargaba consigo un ejemplar del Canto general– de la vigente utopía de Bolívar.

¿Qué hubiera sucedido –hace casi cuarenta años– si no le hubieran suministrado la letal inyección de dipirona, si hubiera abordado el avión, si se hubiera asilado en México con el grupo que ansiosamente lo esperaba en la nave que nunca abordó?

Las amistades de Neruda en México fueron más aleatorias con las artes plásticas que con los propios poetas mexicanos (la influencia arrasadora del muralismo en el Canto general no es mito), sus afectos por Siqueiros y Rivera, hombres de carácter recio –y reacio–, dejan entrever que hubiera entablado, sin duda, una estrecha amistad con el veracruzano Salvador Díaz Mirón. La ideología en Neruda es otro rumbo que merece estudios profundos. Su colección de caracolas, sus afinidades con López Velarde, Alfonso Reyes, Juan José Arreola y Efraín Huerta, están pendientes aún.

Si la historia es lo que recordamos, el régimen pinochetista –hoy sus allegados se han apropiado, irónicamente, de la Fundación Neruda (su heredad al pueblo)– se caracterizó por el ajuste de cuentas, el terror y la persecución. No sería extraño encontrar evidencias de que, efectivamente, fuera asesinado con la discreción que, a través de los siglos, nos ha mostrado la Iglesia con sus papas.


sábado, 17 de marzo de 2012

Lo que queda, es lo que escribo

Febrero/2012
Nexos
J. M. Servín

Tenía treinta y cuatro años, vivía en Estados Unidos trabajando como bracero y con frecuencia me preguntaba qué carajos me impedía convertirme en escritor sin agotar mi energía con trabajos pesados y la monotonía adictiva de la rutina diaria. Algunos años después, ya en México, entendí que para lograrlo necesitaba ordenar mi pasado lleno de vivencias y recuerdos angustiantes. Literatura es expresión, no manipulación de las emociones.

Como en aquel entonces, sigo viendo la vida como un inagotable circo de esperpentos donde de pronto aparece la belleza, sin que ésta signifique necesariamente un valor positivo, al contrario, muchas veces es comparsa de la maldad humana.

Para mí es fundamental sustraer de la cotidianidad (arduo trabajo de discriminación constante) todos aquellos elementos que la hacen insufrible, cruel y nos sumergen en el hastío. Sólo así puedo aspirar a que mis historias resulten verosímiles, de otro modo sería imposible narrar aquello que viví, que vi, que es absurdo y aterradoramente cierto. Me entrego a la desazón y al dolor de la misma manera en que me entrego al placer. Lo que queda, es lo que escribo.

Mi mirada es más escéptica que cínica. Me fascina hacer retratos de gente maleada o destruida por las ciudades. Retomo como elementos narrativos formas híbridas que combinan técnicas de la ficción y fuertes dosis de historia social, biografía, documentales y periodismo. Hemingway tenía mucha razón cuando afirmaba que la cualidad más esencial de un escritor es la de poseer un detector de mierda, innato y a prueba de golpes.

Como cualquier otra actividad humana, escribir es un oficio que implica cuando menos conciencia, emoción, pensamiento, percepción, memoria e inteligencia. Yo incluiría huevos y descaro. Su orden de importancia depende de cada quien. Trabajo en un estilo directo y descriptivo que no pierde de vista el sentido de la escena. Una piruja, un maleante o el oscuro encargado de una piquera: tengo que hacerlos tan reales como a un padre de familia que trabaja de sol a sol para mantener a su familia.

Desde la primera frase mi mayor reto es atrapar al lector, de otro modo huirá. En un país donde a muy poca gente le interesa leer, esto debería de ser como un mandamiento para cualquier escritor. No intentaría hacer una autoevaluación de mi trabajo pues aparte de prematuro (sigo buscando un modo de expresarme, un estilo) sería presuntuoso.
Siempre estoy alerta de descubrir rasgos de vanidad e ingenuidad que tanto perjudican el oficio de escritor. Mientras menos aparezcan más cerca me siento de mi objetivo.

No hago mayores preámbulos para sentarme a escribir. Lo hago en cualquier momento del día si tengo el ánimo de hacerlo. Si descubro que no puedo, lo dejo y ya. Esto me ocurre con demasiada frecuencia, más de la que quisiera, pero así soy, el peso de mis temores suele ser más grande que mis ganas. Liberarme de esta carga puede llevarme horas, días, semanas o meses, durante todo ese tiempo lo único que me relaja es la bebida, pasear a mi perro en compañía de mi mujer (ella también escribe y envidio la facilidad con la que se sienta frente a su computadora y teclea y teclea tac tac tac) o yacer durante horas en un sillón mirando al techo, ajeno incluso al ruido constante de la calle. La rutina impide reaccionar a los pequeños fracasos acumulados con el paso de los años. El hormigueo en el estómago cada vez que me siento frente a la computadora es parte del vaivén que deja atrás mi pasado lleno de culpas. Cuando logro disfrutar de esa sensación y reconocer de dónde nace, puedo escribir sin bloqueos.

No me preocupa en lo mínimo la técnica, el chiste de este oficio es durar. Como todo boxeador consciente de sus limitaciones, me preocupa resistir al castigo y ganar por puntos tirando el mayor número de golpes posibles. Cuando escribo pienso en la disyuntiva entre el hombre civilizado y el heroico. El primero está conforme con su destino y fluye con él tanto si le ha ido bien en la vida como si no, es un ser religioso y comulga con los designios de su dios. El otro es un eterno rebelde, en conflicto con su entorno y niega cualquier causa para justificar su malestar con el mundo. Este es el tipo de personaje que me interesa: es impredecible, mercurial, peligroso para sí mismo y para los demás.

En mis historias elimino hasta donde me es posible ciertos elementos como lo fantástico y los excesos sentimentales. La observación rigurosa es indispensable para la reproducción fiel de la vida. Por lo tanto, me documento sobre el terreno, tomo apuntes sobre el ambiente, la gente, su modo de vestir y de hablar. El recurso del détournement situacionista me permite la apropiación de elementos existentes en mi entorno para recuperar historias cotidianas.

Soy del tipo de personas que siempre está en dificultades de algún tipo, en mi caso es algo que va de la mano con la escritura. Los apuros financieros y mi relación con las mujeres me han deparado toda clase de sinsabores y alegrías.

Así escribo. Sería un enorme fracaso ser recordado por el recuento de mis hazañas para mantenerme a flote en esta vida, y no por mis libros.

Novedad de la narrativa mexicana II: Contra las tentaciones de la nueva crítica

Febrero/2012
Nexos
Valeria Luiselli

En el teatro mexicano los actores gritan cuando se enojan. Como si no hubiera otro modo de enojarse. En la prensa mexicana hay una pasión desmedida por la literalidad. La violencia se representa a través de sí misma, un poco como el mapa de Borges que tenía el mismo tamaño del territorio que pretendía representar. En la narrativa reciente pasan muchas cosas, pero no pasa nada. Orwell decía que en tiempos de crisis abundaban los escribidores. En estos tiempos sobran. Abundan escribidores de crítica literaria. La nueva crítica recoge y condensa los vicios de todo lo anterior: es gritona, literal, hueca y mucha.

Cuando hablo de la nueva crítica literaria me refiero a la suma indiscriminada de opiniones que se publican sobre todo en blogs, aunque también en periódicos y ocasionalmente en revistas —mismas que, parafraseando a medias al escritor Fabián Casas, duran sólo dos números—. No creo que esté mal per se que abunden las iniciativas críticas. Al contrario. Pero dado que el blog y sus avatares —donde hay casi siempre un solo autor-editor-crítico-escritor— ganaron terreno y las revistas y suplementos culturales se fueron quedando sin páginas, sin editores y sin lectores, se vuelve más necesario que nunca repensar continua y conjuntamente el discurso que se está produciendo. No pretendo hacer aquí un balance global del estado de la crítica en México, sino acaso esbozar algunas reflexiones sobre cierto tono que prevalece en la crítica que se escribe hoy en día sobre los nuevos autores mexicanos.

El Crítico Salvatrucha
La primera marca general de la nueva crítica que me parece importante repensar es la concepción de que ésta, para ser seria o valiosa, debe de ser despiadada. Parecería que el nuevo lema es “atreverse”, como si el crítico fuera un aprendiz de matón atravesando su ritual de paso. Tener agallas rifa más ahora que tener neuronas. Para decirlo en pocas palabras, la inclemencia reemplazó a la inteligencia. La reacción, a la opinión sopesada. Además, por como se organiza la información en la red, los reseñistas de un libro construyen sus textos repitiendo —a veces citando, a veces parafraseando— lo que ya han dicho otros reseñistas; o en el peor de los casos, copiando verbatim y para su provecho lo que esa “mano de Dios” —diestra en mercadotecnia— escribe en las cuartas de forros. Así, la opinión pública sobre un libro, a medida que se perfila, difícilmente varía en sustancia, aunque pueda variar en forma.

En la nueva crítica se espetan términos como “profunda introspección psicológica”, “trinchera lingüística” o “madurez narrativa”, como si realmente significaran algo. El otro día estuve horas dándole vueltas a la frase “poner en crisis la novela”, que un crítico tuvo la elocuencia de formular, pero la falta de delicadeza de no explicar. ¿Dónde están los nuevos críticos con ideas? Así como otra vez se puso de moda ser escritor callejero, ahora también es mejor ser crítico callejero. Para ser crítico literario hoy en día, sólo hace falta ser cabrón, un poco pop, y haber leído el libro.

Parte del problema es que desde hace tiempo, aunque tal vez más ahora que nunca, en el mundo de las letras mexicanas está desprestigiada la academia y los estudios literarios. Inocentemente desprestigiada. No sólo eso, sino que —a diferencia de lo que sucede en Argentina, por ejemplo— hay muy poca comunicación entre la crítica literaria académica mexicana y la que se escribe en medios periodísticos. No es que todo lo que se haga en la academia esté bien, pero sin duda hay mucho que aprender de ella. Los nuevos reseñistas, que se crian en los blogs y no necesariamente se juntan en las revistas de papel porque ya casi no quedan, parecen ignorar que existe algo que se llama historia de la literatura y de la crítica literaria y que tal vez sea conveniente repasarla y conversar con ella.

Juan Gabriel y la cocaína
En los últimos años se ha enarbolado una incomprensible y mal concebida fascinación por lo marginal y lo violento. En buena parte de la nueva narrativa nacional abundan las prostitutas, los narcotraficantes, los travestis, las decapitaciones, las sobredosis de drogas, los escenarios sórdidos —lo subalterno y lo abyecto, para decirlo en pocas palabras, aunque cargadas—. Éstos son, al menos, los rasgos temáticos y estéticos que se suelen destacar de los libros recientes. La segunda marca general de la nueva crítica es la decantación por esta estética. Si digo que se trata de una fascinación incomprensible es porque no se explica —o no me explico— el embeleso de la crítica con una estética y un campo, a estas alturas, explorado y explotado ad nauseum en esta y otras tradiciones literarias. Si digo que está mal concebida es porque esta estética no parece instar a la crítica a cuestionar y problematizar nada. Mucho menos se leen los libros recientes que participan de esta estética en el contexto de las obras literarias anteriores en las cuales tienen su origen.

Es absurdo e injusto criticar a un escritor por elegir escribir sobre un tema y no otro. Un escritor escribe como puede y sobre lo que le interesa. Tampoco es justo criticar un libro —no hablo de justicia moral, sino de hacer justicia intelectual a una obra— por lo que no es. No se le puede reprochar a una novela posmoderna no ser tradicional, como no se le puede reprochar a una tradicional no ser posmoderna. No estoy reprochando que se escriban libros sobre tal o cual tema. Lo que estoy cuestionando aquí es el hecho de que la crítica conciba la estética de lo marginal y lo violento como una que representa un rompimiento en la tradición literaria mexicana. El problema no es que se defienda o no una estética particular; el problema es estar convencidos del carácter innovador, la frescura y la radicalidad de esta vertiente de la narrativa nacional.

El espectro de lo que hoy se denomina “narcoliteratura” —aun cuando lo que se escribe no siempre trate directamente sobre el narcotráfico— es amplio y, naturalmente, incluye libros buenos, libros mediocres y bastante paja. La peor cara de esta literatura, a mi parecer, es la que se escribe desde la cómoda posición del turismo de la marginalidad.
Escritores, al amparo de becas literarias, recorren los submundos de la abyección y pontifican desde el falso “I was there” del escritor callejero. Muchos de estos libros parecen más que nada una regurgitación literaria de ese combo de lecturas “duras” de adolescencia —Fante, Kerouac, Selby, Palahniuk— y la sobredosis de violencia que se degluta diariamente en el gran espectáculo de la prensa nacional. Lo que nos encontramos en las mesas de novedades es una estridente corte de los milagros en eterno high de literatura y cocaína —el álbum de estampitas del freak show nacional—. Además, como la literatura está a la baja incluso en algunos de los círculos de quienes la escriben, y está mejor visto citar a Juan Gabriel que leer a Cervantes, el resultado de todo esto es una literatura bastante ligera, pero que no se reconoce a sí misma como el mainstream que es, y está convencida de que su importancia y rareza radican en la inversión de términos y radical subversión que implica adoptar lo pop y lo marginal como banderín moral, político y estético. ¿Pero hace cuántos años que dejaron de ser marginales los temas marginales? ¿Hace cuánto que la fusión de lo pop con la “alta cultura” dejó de ser una novedad transgresora? La crítica, sin embargo, tiende a aplaudir casi unánimemente y sin reservas ese nuevo mainstream literario.

Ésa es solo la peor cara de la literatura joven de la era del narco. Su mejor cara está en escritores como Herbert, Herrera, Yépez, Villalobos, Ortuño y Velázquez. Un escritor con el talento y la originalidad de Herbert puede transformar temas tan manidos recientemente como la prostitución y las drogas en una obra que tal vez será un clásico de nuestra literatura; autores como Herrera, Villalobos o Yépez comprueban la falsedad de la tentadora dicotomía entre lo cosmopolita y lo local; las obras de narradores como Ortuño pueden sobrevivir a las contingencias de lo que pide el mercado lector nacional e internacional, y lo que hoy aplauden un puñado de críticos en boga. Pero lo bueno es siempre un caso raro. Y, desafortunadamente, en tanto caso raro, lo bueno tiende a ser homogeneizado en el discurso crítico que se genera en torno a él.

Desgracia, el norte
y lo chilango

La tercera marca de la nueva crítica, y la más importante desde mi punto de vista, tiene que ver con la vuelta a un discurso —ya obsoleto— que vincula la producción literaria con cierta idea de la identidad nacional o regional. Incluso los escritores más interesantes terminan siendo leídos a la luz de la obsesión por fijar una identidad o unas identidades nacionales, y son reducidos a unos cuántos valores —escasamente literarios.

El caso de Carlos Velázquez es elocuente. Velázquez es uno de los escritores más talentosos de mi generación. Sin embargo, la crítica en torno a su obra —aunque tal vez su discurso público ha abonado a esto— insiste en colocarlo en el lugar de portavoz de “la literatura del norte” y de la “identidad norteña”. Ésas son categorías, si no totalmente absurdas, cuando menos limitadas. Velázquez está más cerca de la picaresca quevediana, o más cerca de Ibargüengoitia, que de Lo Norteño. ¿Por qué insistimos en leerlo como representante de algo? ¿Qué no habíamos superado ya las “ficciones fundacionales”? Resulta inexplicable la vuelta de la crítica a un discurso que apuntala y reafirma ideas monolíticas de la identidad micronacional a través de la producción literaria.

¿Qué sucedió en estos años que explique la renovada fijación por definir y sobredeterminar el carácter nacional o regional como uno que fundamentalmente se resuelve en la violencia, la subalternidad, etcétera? ¿Cómo es posible que en México sigamos —los lectores y críticos más jóvenes— obsesionados con explicarnos a nosotros mismos a través de fijar una identidad nacional reducida a unos cuantos rasgos burdos? ¿Produjo el TLC una crisis identitaria tal que ahora explique esta necesidad de volver a construir nuestra identidad nacional? ¿O es que, a medida que se nos cae el país a manos del narcotráfico y de un gobierno incapaz de responsabilizarse por sus malas decisiones, no nos queda más remedio que definirnos con base en la imagen que mejor vende de México en México y en el mundo? ¿O estamos meramente asumiendo el papel que se nos asignó en el sorteo identitario del gran Concierto de las Naciones? No tengo una respuesta para estas preguntas, pero creo que es algo que nos tenemos que empezar a plantear como generación.

Tal vez en México seguimos mirando, de un modo un tanto estrábico, hacia la imagen que tiene el mundo de lo mexicano y lo que queremos que sea lo mexicano. Los mitos fundacionales de América Latina fueron, en su mayoría, resultado de dos elementos en constante tensión: por un lado, de una mirada autorreflexiva y, por otro, de la mirada hacia un proyecto futuro de naciones independientes de Europa, distintas de ella, plenamente originales. Esa tensión, esa mirada estrábica, constituyó los textos literarios decimonónicos y de principios del siglo XX que sirvieron de base para la construcción de las identidades nacionales de los entonces incipientes países latinoamericanos. ¿Pero ahora, en pleno siglo XXI, debemos seguir subrayando que nuestra identidad es tal o cual cosa? Es como si los argentinos jóvenes siguieran escribiendo sobre los gauchos. O, mejor dicho, como si los críticos del cono sur siguieran buscando la identidad literaria nacional en la dicotomía ya rancia de la civilización y la barbarie.

Por supuesto que no creo que esté mal que los narradores jóvenes se den a la tarea —deliberadamente o no— de tratar de entender el país o la realidad en que viven. Eso sería tan superfluo y limitado como criticar, por ejemplo, a uno de los mejores escritores de la lengua inglesa, J.M. Coetzee, por haber escrito una obra maestra (Desgracia) sobre la realidad sudafricana. ¿Pero acaso leemos Desgracia en clave exclusiva de la literatura de la clase media blanca de Ciudad del Cabo, en radical tensión con, por ejemplo, aquella que se produce en Johannesburgo? Por supuesto que no.

Tampoco creo que exista una dicotomía entre lo cosmopolita y lo local y que los escritores deban aspirar al cosmopolitismo. O tal vez exista la dicotomía, pero es falsa. No estoy tratando de abogar por una literatura anclada en el vacío, pero sí de enunciar mi escepticismo hacia una que echa raíces apenas en la costra más evidente de lo que se concibe, dentro y fuera de México, como la realidad nacional.

Lo que el discurso identitario ilumina es un profundo conservadurismo; o tal vez, peor que eso, un conservadurismo que se disfraza de novedad radical y de posmodernidad (sea posnorteña, poschilanga o posloquesea). El problema, en pocas palabras, es que no estemos cuestionando la pertinencia de esta vuelta a la literatura de las identidades nacionales y, peor, de las regionales. Y si no debatiendo su pertinencia, por lo menos buscando los motivos que expliquen su proliferación y relativo éxito comercial. Si se revisan algunas reseñas recientes de los libros de autores jóvenes —aunque también de los no tan jóvenes— y se cuentan las veces que aparece, por ejemplo, la palabra “identidad”, dan ganas de llorar. Dan ganas de llorar porque no creo que los escritores de las nuevas generaciones se estén planteando —de modo calculado y programático— escribir literatura que refuerce ningún tipo de postulado esencialista sobre la identidad y el carácter nacional, pero así es como están siendo leídos. Y son los críticos jóvenes quienes con mayor falta de perspectiva están leyendo la literatura actual, cuando debieran ser quienes la leen con miras más amplias y con mayor libertad.

El problema, sin embargo, no se limita a la crítica literaria en México. Hace unos meses me escribieron de un suplemento literario estadunidense para consultarme sobre escritores mexicanos jóvenes a los que valiera la pena traducir. Di los nombres de quienes me parecían autores jóvenes interesantes. El siguiente intercambio de correos terminó en un relativo impasse. “El número es sobre literatura del narco”, me dijeron, “y la mayoría de los autores que propones no escriben sobre ese tema”.

Está bastante claro que lo único que interesa de México fuera de México es el espectáculo de su inmolación. ¿No debería la nueva crítica literaria mexicana, si no oponerse, por lo menos propiciar los matices de la concepción monolítica y caricaturizada que propaga de “lo mexicano” también a través de su literatura? Si seguimos regodeándonos en este mismo lodo, no me cabe duda de que la literatura de principios del siglo XXI será reducida a material de mero interés sociológico para los futuros críticos en el primer mundo. Estos críticos —¿nietos y bisnietos intelectuales de la inteligente pero ininteligible y por ende mal leída Spivak?—, revisarán la obra de las generaciones de comienzos de siglo con ojos paternales y satisfechos, atesorándolos como abono fértil para las teorías sobre las identidades conflictivas del tercer mundo, la marginalidad, la diferencia, dejar hablar al subalterno —en fin, la peor cara de la crítica académica estadunidense—. Como bien respondió alguna vez una brillante crítica literaria, a la vieja pregunta spivakiana “¿Puede el subalterno hablar?”: “Por piedad, díganle al subalterno que ya se calle”.

¿Hacia una nueva crítica para la nueva literatura?

Sarcasmo aparte, ¿qué hacemos, frente a este panorama, con tantos otros escritores notables de las nuevas generaciones que no escriben sobre los temas relacionados —tangencial o directamente— con la violencia de la era del narcotráfico? ¿Qué hacemos con escritores como Guadalupe Nettel, Tryno Maldonado, Vivian Abenshushan, Emiliano Monge, David Miklos o Brenda Lozano, para nombrar sólo unos cuantos de nuestros escritores más interesantes que escriben sobre temas completamente distintos a los que hoy en día parecen estar en boga? El discurso identitario nos obliga a concebir la literatura a través de otra falsa dicotomía —tan falsa o infértil como la de “civilización y barbarie”, “centro y periferia”, “norte y centro”, etcétera— y a polarizar inútilmente la producción literaria. El discurso identitario suprime la posibilidad de una lectura amplia e integral de la nueva literatura mexicana.

¿Cómo van a ser leídos, en este contexto, los escritores que apenas empiezan o empezarán a publicar? La generación de los ochenta todavía no es, propiamente, una generación. Los que nacimos en esa década apenas comenzamos a publicar. Pero se empieza a perfilar una constelación de escritores que están por terminar su primer libro o, en algunos casos, su segundo. Brenda Lozano, Daniel Saldaña, Verónica Gerber, Pablo Duarte, Laia Jufresa, Bibiana Camacho: ¿cómo se irán incorporando autores como éstos a un campo literario dominado por un discurso que prioriza categorías como Lo Norteño, Lo Poschilango, Poner en Crisis la Novela, etcétera.

Sería ingenuo pensar que todo va a cambiar en el panorama de la literatura nacional en cuanto llegue un relevo generacional. Las generaciones literarias, además, no se dividen en décadas. Sin embargo, tengo la impresión —tal vez la esperanza— de que la narrativa de los escritores que apenas están empezando a publicar, o aquellos que van a publicar pronto, se resistirá a las dicotomías y límites que la (mala) crítica ha impuesto a la literatura de estos últimos años. Pero para que esto suceda tiene que ocurrir primero un cambio en el panorama de la crítica literaria. Sólo abriendo una discusión fructífera en el ámbito de la nueva crítica literaria podrán encontrar su lugar preciso los libros de las generaciones venideras.

No norteños, perros o narquillos

17/Marzo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

En este restaurante, sólo atendemos a postnorteños”, reza el letrero a la entrada de la crítica y literatura mexicanas actuales.

La narrativa (50’s y 60’s) se norteó. Y la generación siguiente (70’s) quiere desnortearla.

En tal pronóstico de pre-canon, una palabra clave es “postnorteño”, que Carlos Velázquez (Coahuila, 1978) popularizó desde Tierra Adentro y Sexto Piso.

Postnorteño —digámoslo sin tapujos— significa que eres un norteño no tan molesto como los que “invadieron” y “abarataron” la literatura mexicana.

Para tal efecto, hay que jurar los mandamientos postnorteños: “la narcoliteratura es una basura”; “no acostumbro costumbrismos”, “agringado (pero Herraldeano)” y, claro, ironizar, parodiar o estereotipar lo norteño o —la otra gran estrategia— “pulir”, depurar, rulfear lo norteño, quitarle lo naco-bárbaro, ¡estilizarlo!

Volverlo presentable, limpio; palomeado por Lemus y Miklos.

Estas dos estrategias postnorteñas son recetas codiciadas para obtener pase de entrada al gusto de críticos —guardaespaldas del pre-canon— de Nexos o Letras Libres.

(Y esto aplica a los escritores de otras regiones. Nos reservamos Derecho de Admisión. Siga las reglas de etiqueta: nihilismo o Elegancia, Ud. elija).

Básicamente lo postnorteño dice al centro lo que quiere oír: la ruptura cultural causada por la literatura norteña de la generación anterior no tendrá continuación.

¡Viva lo pro-defeño, perdón, lo postnorteño!

Los postnorteños se distinguen de sus antecesores en que no ejercen resistencia cultural al poder literario de la Ciudad de México. Son norteños que no tocan al establishment. Ni entran en conflicto con la “República de las Letras”.

Los postnorteños a veces son “malditos” y a veces “puristas”. Chistosones o Pulcros. Pero siempre Buen Salvaje.

Lo postnorteño —centrípeta— ya comienza a ser utilizado en la crítica y academia (en México y Estados Unidos) para contrarrestar fuerzas centrífugas.

El secreto de lo postnorteño es que, en realidad, es una literatura intermedia entre Norte y DeFe.

Tiene signos —vocabulario y temática— norteños pero estructuras —valores y poéticas— defeñas.

Crosthwaite remasterizado para la Condechi.

Esta literatura postnorteña, metronorteña, norteñanga o centro-norteña es una mezcla re-mesoamericanizada que tiene mucho de pastiche: es menos innovadora que su predecesora, orgullosamente chichimeca.

Pero si esta literatura asume su condición de ser defeña de clóset y norteña-retro —con los ojos puestos ya no en el norte sino en el centro—, podría generar una estética chalino-chilanga y, por otro lado, narcoexquisita.

Y eso, obviamente, sería interesante.

Por ahora, sin embargo, postnorteños y post-regionales, en general, preparan el Regreso de la Tradición Nacional.

Bibliotequización

17/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

Supongamos que al próximo presidente de México le importe la educación. Seguro perderá todo un sexenio negociando con el magisterio, diseñando programas de estudio e intentando capacitar a los maestros en esos nuevos programas. Muy temprano comprenderá que no vale la pena hacer gran cosa, pues su esfuerzo será cosechado por quien ocupe la silla del águila en el siguiente sexenio.

Al final, todos sus proyectos se reducirán a ponerle cristales a algunas escuelas, fomentar los desayunos escolares, discutir con los padres de familia el capítulo de la educación sexual, lidiar con las huelgas de maestros. Al final, los estudiantes serán más tarados que hace seis, doce, dieciocho años, u otro múltiplo del seis.

Hay una forma muy sencilla de transformar el nivel de nuestros estudiantes en un corto plazo, tan corto, que nuestro futuro presidente se colgaría la medalla.

Apenas tome posesión de su cargo, convocará a un grupo de notables para que determinen los 40 libros que han de leerse en cada grado escolar, desde el primero de primaria hasta el fin de la preparatoria.

La selección se hará sin nacionalismos y sin facilismos. Tampoco habrá moralismos. Se elegirán libros que amplíen los horizontes, que signifiquen un reto intelectual, que impliquen aprendizaje, pero que no sean una aburrición. Libros que nos hagan más de lo que somos.

Se imprimirá cada uno por separado, con buenas pastas y papel duradero. Todo en cantidades suficientes para que cada alumno sea propietario de sus libros. Quizá sería bueno un sello que dijese: “Prohibida su venta”.

La esencia es ésta: en cada escuela primaria y secundaria se destinará una hora diaria a la lectura de esos libros. Se comentan, se discute sobre ellos, pero no habrá ninguna evaluación. Nada de exámenes, tareas, contar palabras por minuto o escribir ensayos. Esto no es clase de Español ni de Lectura de Comprensión. Es una hora en la que los chicos se dedican a leer, a veces en silencio, a veces en voz alta, con la ayuda o el estorbo del maestro.

Habrá quien lea con placer, habrá quien lea a la fuerza. Eso no importa. ¿Quién habla del placer de las matemáticas o la historia o la geografía?

Los libros se entregan a principio del año. Son del alumno. Si decide leerlos antes de tiempo, la hora de lectura será de relectura. Mucho mejor.

A los alumnos de preparatoria, se les dará también un paquete de libros para que se lleven a casa.

Al salir de la secundaria, el alumno habrá leído 360 libros. O casi 500 al terminar la preparatoria. Mucho más que el promedio de toda una vida.

Cada año se irán renovando las lecturas. De este modo, una familia con tres hijos acumulará con el tiempo una biblioteca de más de mil volúmenes.

Cuando se les pregunta a los lectores asiduos cómo se iniciaron en la lectura, casi todos dan la misma respuesta: “Había libros en casa”. Pues bien, ahora habrá libros en todas las casas de México.

Hay que ser más ambiciosos, dejar atrás la alfabetización y pasar a la bibliotequización. Así, la historia no recordará a nuestro siguiente presidente como un mediocre que enriqueció a sus amigos; sino como al transformador del país.

“El día en que no trabajo me siento un güevón miserable”

17/Marzo/2012
Laberinto
José Luis Martínez

En su casa de San Jerónimo, Carlos Fuentes habla de Aura y La muerte de Artemio Cruz, recuerda al sociólogo Charles Wright Mills, al que dedicó la segunda de estas novelas, y a Luis Buñuel. Afirma que siempre estuvo abierto a una reconciliación con Octavio Paz, su amigo por más de tres décadas, expresa su interés por los jóvenes escritores latinoamericanos y sostiene que a su edad —83 años— no piensa retirarse, porque escribiendo no sólo aplaza a la muerte, sino que se mantiene “más o menos joven”.

Se cumplen 50 años de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz. ¿Cómo celebrará la aparición de estas novelas?

Con nuevas ediciones y esperando que haya nuevos lectores. Es muy halagüeño que libros publicados hace tanto tiempo se reediten constantemente y sean leídos por los jóvenes —cuando hago firma de libros, la mayoría de quienes acuden están entre los 16 y 25 años—. Esta vitalidad es algo que un escritor nunca espera, uno espera que los libros se mueran muy pronto y éstos han vivido bastante.

¿Tiene algún significado especial para usted el año de 1962, cuando fueron publicados?

No, porque no quiero atorarme en conmemoraciones. Lo que sí tengo presente es mi trayectoria, mi vida, que está llena de momentos gratos y de algunos muy amargos. He perdido dos hijos, a mis padres. Esto duele eternamente pero trato de valorar lo bueno que me ha ocurrido.

En la dedicatoria de La muerte de Artemio Cruz, escribe: “A Ch. Wright Mills, verdadera voz de Norteamérica y compañero en la lucha de Latinoamérica”. ¿Cómo recuerda al autor de La imaginación sociológica, que este 20 de marzo cumplirá 50 años de muerto?

Como un hombre íntegro, muy valiente. Era muy impopular en el medio universitario y político de su momento porque siempre decía lo que pensaba. En una ocasión lo acompañé a la Universidad de Columbia, donde era profesor, y cuando entramos al salón todos le voltearon la espalda, una cosa horrible, porque estaba a favor de Cuba y había criticado a los norteamericanos.

Murió muy joven, tenía 46 o 47 años, pero dejó una obra de una magnitud enorme. Usted lee los libros de Charles Wright Mills y parece que fueron escritos el día de ayer; son de una actualidad extraordinaria. Hace medio siglo predijo todo lo que sucede en Estados Unidos.

A Octavio Paz y Marie-Jo les dedicó Zona sagrada. ¿Cómo fue su amistad con Octavio Paz, quien por cierto escribió el prefacio de Cantar de ciegos? ¿Por qué no hubo reconciliación con él, su amigo de tantos años?

Yo no sé, fuimos amigos treinta años y un buen día dejamos de serlo por la voluntad de él. Habría que preguntarle por qué, pero ya no está.

Se ha dicho que usted fue quien no quiso la reconciliación.

No, no, no, yo siempre estuve abierto. Lo quería mucho y fuimos amigos mucho, mucho tiempo. Treinta años es una larga amistad.

En Las buenas conciencias usted escribe: “A Luis Buñuel, gran artista de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias tranquilas, gran creador de la esperanza humana”. ¿Cómo fue su amistad con Buñuel?

Fue muy intensa. Si él estaba en México, me reservaba de las cuatro a las siete cada día para visitarlo. Hacerlo era visitar a una gente no sólo extraordinariamente generosa, inteligente y creativa, sino al siglo XX. Participó en las grandes batallas culturales de su siglo, estuvo en la Residencia de Estudiantes de Madrid con García Lorca y Dalí, formó parte del grupo surrealista, estuvo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y luego en el cine mexicano, en el cine español, en el francés. Tenía una carrera brillante, con grandes logros. Para mí fue uno de los grandes privilegios de mi vida tener su amistad y poder contar con él esas tres o cuatro horas preciosas en que iba a verlo.

En Adán en Edén, usted dice: “Padre mío, no dejes que lo sacrifique todo a la influencia y a la gloria literarias; dame un rincón, madre mía, en el que pueda darle yo más valor a un hijo, a una esposa, a un amigo, que a todos los laureles de la tierra”. ¿Cree realmente en eso?

Sí, absolutamente; no sólo lo creo, lo practico. Mi mujer, mis hijos, mis amigos, cuentan mucho, son realmente propiamente mi vida.

En La gran novela latinoamericana, en sus artículos, en sus conferencias, siempre ha manifestado interés por las nuevas generaciones de escritores. ¿Por qué?

Porque si no me vuelvo viejo. Desde que comencé a escribir me ha importado el pasado de la literatura en lengua castellana, pero también su presente y su futuro. El futuro está en manos de los jóvenes. Si no los leo no me entero de lo que es o va a ser el futuro. Actualmente tenemos escritores excelentes, y creo que vivimos un buen momento de la literatura latinoamericana a pesar, por ejemplo, del desinterés de los editores norteamericanos que antes aceptaban muy bien nuestra literatura y ahora no; le tienen grandes reservas.

De los nuevos escritores mexicanos, ¿a quiénes considera los más destacados internacionalmente?

No quiero olvidar a nadie, pero sí quiero mencionar que han sido traducidos y editados en el extranjero Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Juan Villoro…

Mire, hace dos años fui a la Feria del Libro de París, que estuvo dedicada a México, y estaban invitados 42 escritores mexicanos. ¿Cuál era la condición?, que estuvieran publicados en francés. ¿Usted se imagina?: ¡42 escritores mexicanos publicados en Francia!, ¡esto es la locura! Durante mucho tiempo sólo estuvimos publicados Paz, Rulfo y yo. De manera que hay una literatura muy potente y si a lo que se hace en México usted añade lo que se escribe en Argentina, Chile, Perú, Colombia, es un batallón de nuevos escritores latinoamericanos muy importante, como nunca lo habíamos tenido antes en nuestra historia.

¿Qué opina de Cristina Rivera Garza?

Cristina tiene un talento enorme, su libro Nadie me verá llorar es una de las grandes novelas de la generación joven de México. En ella logra que el personaje [Matilda Burgos] transite del burdel al manicomio, abarcando toda la historia de México y recordando lo que olvidamos. Es muy interesante en esa novela el uso de la memoria para denunciar la falta de memoria. En un momento determinado ella es un número nada más. En La Castañeda [en donde está internada] no tiene nombre siquiera. Este es un apunte muy importante de la condición femenina y de nuestra historia: la facilidad con que olvidamos lo que ya hicimos; por eso lo repetimos, y mal. La novela de Cristina es una novela de primer orden para el México actual.

¿Qué nuevos libros suyos vienen en camino?

Estoy terminando un libro que se llama Personas. Son mis recuerdos de gente como Alfonso Reyes, Luis Buñuel, Fernando Benítez, William Styron, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Mario de la Cueva, gente que he conocido y ya no está con nosotros. Son veinte capítulos —cada uno de alrededor de veinte cuartillas—, veinte personalidades a las que quiero recordar. Y luego un libro que saldrá para la FIL de Guadalajara que se llama Federico en su balcón. Es sobre Nietzsche, ya está terminado pero no quiero amontonar demasiados libros porque el director [de Alfaguara] va a decir “y éste qué se trae”.

Con tantas cosas por vivir, con tantos proyectos, ¿piensa en la muerte?

La aplazo constantemente. Tengo dos hijos que murieron, y claro que la tengo presente. Pero escribo en nombre de ellos, y de esa manera la aplazo o creo que la aplazo. Aquí me tiene usted a mi edad todavía escribiendo libros, no me he retirado ni pienso retirarme. Su pregunta es muy ambivalente porque le puedo decir sí y le puedo decir no. Pero yo pienso escribir hasta el último día, y trabajar hasta el último día. El día en que no trabajo me siento enfermo, me siento mal, me siento un güevón miserable. El trabajo lo mantiene a uno más o menos joven.

Además de que, como decía Fernando Benítez, usted siempre escribe como si estuviera haciendo su primer libro.

Tiene razón. Nunca he tenido la intención de decir: “Ay, ya hice tantas cosas y me retiro”. No, siempre digo: “Ay, ya viene mi primer libro, que es el próximo; ojalá me resulte bien, ojalá le vaya bien”, porque lo escribo como si fuera el primero. Tiene usted toda la razón, y por eso creo que voy a vivir muchos años a pesar de la voluntad y la fortuna.




El cauce desconocido

Desde que se publicó La región más transparente, en 1958, la crítica destacó la destreza de Carlos Fuentes para construir una historia a partir de muchas voces. En esa primera novela el coro incluye personajes tan distintos como Federico Robles (banquero y ex revolucionario), Norma Larragoiti (clasemediera torreonense) o Teódula Moctezuma (habitante de vecindad). En La muerte de Artemio Cruz, publicada cuatro años más tarde, Fuentes dejó claro que esas voces no tienen por qué provenir forzosamente de una multitud, pues con frecuencia habitan dentro de nosotros.

A medio siglo de su aparición, esta novela sigue dando cátedra sobre el arte de narrar: Artemio Cruz, un moribundo que se desdobla en el momento de hacer el balance final, es narrado gracias a tres voces que se alternan y que se dirigen al protagonista de forma distinta: yo, , él. Cada una de ellas cuenta el pasado a su modo: lo reconstruye, lo adapta a sus conveniencias o sencillamente lo inventa. De ese modo nos sitúan en los instantes decisivos en la vida de Artemio Cruz: de teniente del ejército revolucionario se transforma en hacendado, más tarde en legislador, en hombre de negocios, y finalmente en dueño de un periódico que utiliza para presionar a sus rivales políticos y comerciales.

Muchos han señalado a Artemio Cruz como un personaje profundamente humano en sus contradicciones. Pero bien visto, no tiene más contrapuntos internos que cualquiera de los personajes que le rodean e incluso que cualquiera de nosotros. “¿Quién no será capaz, en un solo momento de su vida, de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos?”, se pregunta en su lecho de muerte.

Pongo como ejemplo el caso de Catalina, la esposa de Artemio: a pesar de odiarlo se casa con él. Se siente dividida al ignorarlo de día y por las noches gozar con él en la cama. Entonces se pregunta: “Dios mío, ¿por qué no puedo ser la misma de noche que de día?”. No sólo es dual y contradictoria, admite que se desconoce.

Ese desconocimiento de uno mismo es uno de los puntos medulares de la novela: casi a la mitad, en un pasaje narrado con maestría, una voz le recuerda a Artemio que, aunque existen partes de él mismo que no conoce, eso no quiere decir que no existan: “Esa arteria correrá manchada, espesa, encarnada, durante setenta y un años, sin que tú lo sepas. Hoy lo sabrás. Se va a detener. El cauce se va a secar”.

Como ocurre en el resto de sus novelas, Fuentes abre una brecha entre los personajes y el lector. ¿Cómo lo hace? Estableciendo un desafío: con frecuencia existen distintas explicaciones para el mismo hecho, lo que nos obliga como lectores a pensar y a cuestionar lo que aparece frente a nuestros ojos. Allí, en el salto de lo individual a lo colectivo, nos hace recordar que tal como el cuerpo no se compone sólo por aquellas partes de las que estamos conscientes, tampoco los laberintos del poder y de la historia se limitan a lo que vemos y oímos. Hoy que estamos en la antesala de una nueva elección presidencial, releer La muerte de Artemio Cruz es una excelente forma de afinar el pensamiento crítico.

Vicente Alfonso (Torreón, 1977) es autor, entre otros libros, de la novela Partitura para mujer muerta.




Las tres edades de Aura

La primera lectura fue en 2001. Vi una noticia en la televisión: un libro, una escuela de monjas, una maestra en apuros. Mi madre me comentó algo sobre el autor: Carlos Fuentes. El libro le faltaba el respeto a la religión y por eso fue censurado, comentó. La palabra censura sonaba diferente.

En la biblioteca de mi tía encontré el libro censurado y, como si estuviera a punto de realizar un acto muy peligroso, me aventuré a leerlo. No me escondí físicamente, aún recuerdo el sillón que hoy ha sido tapizado. Sabía que si me escondía sería más sospechoso. Escogí una hora en la que todos estuvieran lo suficientemente ocupados como para no enterarse de lo que hacía.

De esa primera ocasión recuerdo los sueños que tuve esa noche: una atmósfera húmeda y una oscuridad peculiar inclusive para las pesadillas. Todo eso resultado de la casa lúgubre de Donceles 815, una casa que se quedó a oscuras porque los edificios poblaron los alrededores. Cuando cerré el libro sabía un poco de nada: Consuelo de Llorente había contratado a Felipe Montero (¿o a mí?) para escribir las crónicas del capitán Llorente y tenía una sobrina, Aura (que servía riñones, nada más), un conejo llamado Saga (ici Saga), y sus ojos eran peculiarmente verdes.

Aura aparecía en el plan de estudios del primer año de preparatoria. Como muchos libros leídos en ese periodo, fue olvidado; comprado por todos porque la lista lo indicaba pero leído por casi nadie. Si a esto le añadimos la rebeldía adolescente, había un deseo ansioso por preguntar: “Carlos ¿quién?” El cuerpo tan hormonal y un canon impuesto eran como para volverse locos.

Al leer la novela cuatro años después logré entender las razones de la censura. Mi mente adolescente leyó convencida las escenas eróticas, tan repugnantes por la presencia de unos ojos que miraban. Sin embargo, Aura no logró impresionar a mis nada impresionables compañeros. No, ni el sexo, ni siquiera por sacrílego. La presencia de la religión en la novela era una razón muy grande como para mantenerse alejados de ella.

Diez años después de la primera, una tercera vez. Aura vuelve a protagonizar una pesadilla ansiosa. La viuda de Llorente me parece aún más repulsiva y tenebrosa con su sensualidad latente en su cuerpo infértil. Lejos de racionalizar aquel miedo infantil que me dejó sin dormir aquella noche, ahora entiendo por qué Aura no envejece: el que seas el protagonista de la novela genera una intimidad con la casa donde no hay tiempo y al parecer tampoco lugar. El miedo y el morbo la legitiman: los santos que observan, la fotografía de Consuelo y el gato, un edredón lleno de migajas, las ratas. Fuentes juega con la mente del lector y eso prolonga el efecto y lo evoca tantas veces como Aura sea leída.

Hay algo diferente en Aura esta última vez. Se lee diferente: el libro no posee esas letras apretadas de la segunda vez, ni el olor a viejo de la primera. Hace un mes salió de la imprenta la primera edición ilustrada que cambia una vez más la sensación generada. Dos colores: rojo y morado, no por nada colores litúrgicos. Ilustraciones que tienen mucho encaje: yo no imagino a Consuelo cubierta de encaje, yo sólo pienso en sus arrugas. El capítulo del clímax de la historia, aquel que generó la noticia (y censura) que me motivó a leer el libro, está en hojas moradas: lector, aquí está lo interesante, no leas más, aquí está el sexo.

Hoy no me parece necesario mencionar el nombre del autor de la novela, muchos como yo sólo hemos leído Aura. Lo que sí no hay que olvidar es el nombre de ella, de Aura, ¿o de Consuelo?, ni mucho menos que la belladona genera un delirio muy parecido a la vida.

Paola Gómez (Ciudad de México, 1990) es directora de la radio universitaria por internet Elocuencia 8080.