sábado, 28 de mayo de 2011

Defensa de la poesía

22/Mayo/2011
Jornada Semanal

El momento de la Historia que nos ha tocado vivir está marcado por la incertidumbre en todos los sentidos. Cuando pensábamos que el siglo XX agonizaba y con él los grandes temores y catástrofes capaces de minar la fe en la humanidad, no han surgido los puentes que destruyan nuestros precipicios. Al contrario, resulta más difícil intuirlos, imaginarlos. La incertidumbre parece abarcarlo todo: la política, la moral, la economía, las nuevas formas de comunicación que paradójicamente han provocado una mayor incomunicación... También las viejas utopías que parecieron realizables y llenaron de ilusión a millones de ciudadanos se han desmoronado mostrando sus miserias cuando han sido suplantadas por los hombres, añadiendo aún más incertidumbre a todo lo que nos rodea.

Nuestra generación está marcada por esta incertidumbre y creemos que es necesario hacer un alto en el camino, reflexionar, mirarnos a los ojos, establecer una cercanía menos artificial, más humana. La poesía puede arrojar algo de luz para alcanzar algunas certidumbres necesarias. Los buenos poemas son un modo de ajustar cuentas con la realidad porque son capaces de provocar emoción, de conmover, de hacer pensar, de llenar un vacío que nos acompaña.

La emoción no puede estar de moda. La emoción es universal e intemporal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tanta incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura. Si en la segunda mitad del siglo XX los mejores poetas de nuestra lengua abandonaron las liras y las torres de marfil; la poesía última, en busca de un nuevo camino, de una nueva actualidad literaria, se ha subido a un pedestal. En esta tarea se han visto legitimados por algunos poetas cuyos proyectos literarios fracasaron de manera estrepitosa precisamente por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda literaria. Ahora buscan una segunda oportunidad elogiando lo que precisamente les condujo al callejón sin salida de las palabras huecas.

Queremos mostrar nuestra desolación ante esta dinámica que nos parece destructiva para la poesía porque conduce, de manera inevitable, a su deshumanización. Los discursos fragmentarios, el irracionalismo como dogma y el abuso del artificio han supuesto la ruina de la poesía en muy diferentes etapas de la historia de la literatura. Han hecho tanto daño, que hoy la poesía está considerada como un género difícil que sólo leen los poetas, porque sólo parecen entenderse entre ellos como los habitantes de unas ínsulas extrañas. Prueba de ello es la marginación que sufren los libros de poesía en cualquier espacio, ya sea una librería, un suplemento cultural, un periódico, una biblioteca...

Cuando un poema no se entiende, el lector suele culparse a sí mismo, inducido por la idea generalizada de que el poeta es un ser con una sensibilidad diferente, superior. Una idea tan falsa como interesada. Si un poema no se entiende el único responsable es quien ha tratado de establecer la comunicación. O bien no ha sido capaz por sus limitaciones, o bien no lo ha conseguido porque no era su propósito, porque sólo buscaba la erudición y el artificio, algo que está bien visto, que tiene buena prensa y que provoca una palmadita en la espalda de la crítica, sumida en gran parte en la misma torpeza.

Seguimos creyendo que una de las misiones de la poesía es enfrentarse al poder. Y el poder de hoy no hace más que invitarnos al silencio, al fragmento, a las subjetividades ensimismadas y a la pérdida de diálogo entre las conciencias. Queremos decirle adiós a todo eso.

Jorge Galán (El Salvador), Fernando Valverde (España), Daniel Rodríguez Moya (España),
Andrea Cote (Colombia), Alí Calderón (México), Raquel Lanseros (España),
Francisco Ruiz Udiel (Nicaragua) y Ana Wajszczuk (Argentina),
autores del libro Poesía ante la incertidumbre (Visor, 2011).

¿Defender la poesía?

28/Mayo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Circula en internet un mini-manifiesto contra el neobarroquismo, la oscuridad y el experimentalismo en poesía.

Su alegato central es que la poesía latinoamericana está ignorando el colapso social usando un discurso escapista e intra-literario.

En México, este documento apareció impreso en La Jornada Semanal con el título “Defensa de la poesía”:

“Una gran parte de los nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura… cuyos proyectos literarios fracasaron… precisamente por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda...”

Continúan: “Queremos mostrar nuestra desolación ante esta dinámica que nos parece destructiva para la poesía porque conduce, de manera inevitable, a su deshumanización. Los discursos fragmentarios, el irracionalismo como dogma y el abuso del artificio han supuesto la ruina de la poesía en muy diferentes etapas de la historia de la literatura. Han hecho tanto daño, que hoy la poesía está considerada como un género difícil que sólo leen los poetas, porque sólo parecen entenderse entre ellos”.

Lo firman Jorge Galán (El Salvador), Fernando Valverde (España), Daniel Rodríguez Moya (España), Andrea Cote (Colombia), Alí Calderón (México), Raquel Lanseros (España), Francisco Ruiz Udiel (Nicaragua) y Ana Wajszczuk (Argentina).

El texto es provocador. Su defecto: es abstracto. ¿A qué poetas se refieren? Aluden a los neobarrocos ya canónicos (apellidos, por favor) y a cierto experimentalismo (¿cuál?). Pero si dejo de especular, ¿exactamente a qué se refieren?

La época de los manifiestos se ha acabado (afortunadamente). Estos escritores requieren explicarse o, mejor aún, mostrarnos una poesía que contraste con el panorama que describen, cualquiera que ese sea, porque, evidentemente sospecho o conjeturo a qué se refieren, pero apenas lo pienso no estoy seguro.

Por otra parte, si criticamos (ellos o yo) una poesía oscura, artificial, experimental, “elitista” que no responde a nuestra época vulgar, violenta, corrupta, desmadrosa, ¿por qué no llevar esta petición a su consecuencia lógica —a su justicia poética— y reconocer que esta es una época prosaica, una época que exige no una poesía menos retórica y literaria sino, precisamente, una prosa más mundana, más radical, una prosa que retrate y, a la vez, contrarreste todo lo que está sucediendo en Latinoamérica: narco-Estados, happymperialismo y mass-comedia?

El texto que han firmado estos poetas es intrigante, valioso.

Pero discrepo: ésta no es una época de poesía (hermética o anti-hermética).

Ésta es una época prosaica. La siguiente revolución del texto no ocurrirá en verso. Ocurrirá en prosa. ¿En internet?

Esa prosa no necesariamente será prosaica. Ni será “novela”.

La poesía nació sagrada y devino abstracta.

La prosa puede que apenas aparezca.

Mapa de la dramaturgia en movimiento

28/MAYO/2011
Laberinto
Braulio Peralta

Hace rato que la forma convencional de escribir teatro ha cambiado radicalmente. Hoy pocos dramaturgos exigen que el director de escena respete la última coma en los diálogos de sus personajes. Son cada vez más los creadores que llevan al foro un texto basado en, tomado de, testimonio para… O simplemente optan por seleccionar poemas, aforismos o ensayos y realizan un texto de primer nivel. Hoy se escribe lejos de clasificaciones de género o estilo, más cerca de la hibridez, inclasificable todavía. Los nuevos dramaturgos, nacidos de los años 50 del siglo XX en adelante, están cambiando el panorama teatral. Los nombres que le voy a mencionar son sinónimo de garantía.

El teatro evoluciona igual que el resto del arte denominado tradicional. Eso no quita que persistan dramaturgos que, desde Sabina Berman, pasan por David Olguín y llegan hasta Ximena Escalante y Humberto Leyva: generaciones de escritores indiscutibles, capaces de profundizar en sus diálogos acerca de la esencia del ser humano y sus contradicciones, a través de las historias que nos estrujan en el escenario. Textos de los que destacaría su dramaturgia, quienquiera que los dirija; con buen o mal montaje, el poder de sus palabras es una marca, como ocurrió con Rodolfo Usigli o Emilio Carballido, irremediablemente.

No paro en lo anterior porque el espacio es corto. Continúo la ruta de explicación posible hacia las nuevas tendencias; aparecen los nombres de Luis Mario Moncada o Elena Guiochins, autores de escritos dramáticos igualmente basados en la vida y obra de personajes comunes, o entresacados de la literatura pero contemporaneizados. Literatos que han encontrado a su director, con puestas en escena dignas de recordar.

Hay otro tipo de escritor: esos directores que para sus proyectos realizan su propia dramaturgia, con un resultado brillante en su texto y montaje. Por ejemplo Mauricio Jiménez, que ha escrito y dirigido tres obras de primerísimo nivel: Lo que cala son los filos, basada en la historia de la conquista; El asesino entre nosotros, derivada del libro de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, y Los murmullos, un acopio de síntesis para revelarnos la grandeza de Juan Rulfo en su novela Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas: un director y escritor que bien merece un ensayo, por su persistente trayectoria.

Otro reconocido por al menos una obra: Antonio Serrano con Sexo, pudor y lágrimas. Un caso inédito: Claudio Valdés Kuri y su compañía Teatro de Ciertos Habitantes, con De monstruos y prodigios y El gallo, como mínimo, y otros dos directores-escritores recién descubiertos: Luis Alberto Gallardo y Richard Viqueira. De todos me ocuparé en otro momento.

Resta decir que sus resultados son deslumbrantes. Son mis preferidos, no por gusto personal sino por su historia en el teatro. Como se deduce de lo escrito, cada vez me gustan menos los, digamos, directores tradicionales con sus dramaturgos ídem. Ese tipo de teatro ha sucumbido en espectáculos convencionales o, peor, comerciales, aptos para todo público, no para los que exigen en las tablas innovación lingüística, kinésica y proxémica; búsqueda y ruptura sin resquebrajamiento de la mejor tradición, como única posibilidad de renovación escénica.

Ese es el nuevo mapa de la dramaturgia en movimiento: la renovación del teatro en ascenso. De ellos son los cambios radicales en el teatro mexicano.

Ni modo, el espacio se acabó.

domingo, 22 de mayo de 2011

Salvador Novo, anfitrión

22/Mayo/2011
Milenio
José de la Colina

Hacia 1955 vivía yo en la calle de Hamburgo, en un cuarto rentado en la casa de la viuda de Rousset (una dama muy pequeña, arrugada y blanca que no recordaba precisamente su fecha natal, pero que se decía nacida en tiempos de la Olímpica Ilusión, ¿los del vals así titulado o, por extensión, los del Porfiriato?, y unos años “antes de los tiempos del Espanto”, ¿los de la Revolución que iba a hacerse Gobierno?).

Entonces conocí al hijo de la viuda Rousset: Guillermo Rousset Banda, un erudito, un noctámbulo y mujeriego, un sutil ladrón de librerías y bibliotecas de amigos, un poeta casi ágrafo del que mi memoria sólo conserva la primera cuarteta de un quevediano y nihilista soneto con dificultosísimas rimas en ampo, publicado en una exquisita y hoy inhallable plaquette de sólo cuatro páginas y diez ejemplares:

“Pasar canijo, sotapuñetero,/ que sólo más espinas en el campo./ Menudas chingaderas hoy me zampo/ por fosca contraparte. ¡Vivir huero!”

Con Rousset colaboré en la corrección tipográfica de los Poemas secretos, de Salvador Novo, publicados entonces en 15 ejemplares y luego incorporados al libro Sátira (editado en 1970 por Alberto Dallal). Y en aquellos días de hace 55 años conocí, leídas de viva voz por Novo, páginas de las “novomemorias” que se publicarían décadas después, ya muerto el autor, con el título de La estatua de sal.

Era en el invierno de 1955. En su casa de la calle de Coyoacán que hoy lleva su nombre, Novo ofreció una cena a Rousset, a Antonio Castro Leal Jr., a Armando Cámara, y a otros que fuimos los editores de aquellos “poemas clandestinos” (aunque yo sólo participé como corrector a cambio de un juego de pruebas corregidas de mano del poeta). Para evitar la mala suerte de los trece a la mesa se invitó además a un desastrado bohemio, un joven exiliado español y aspirante a poeta maldito llamado, de veras, Inocencio Burgos.

Tras la cena con una minuta consistente, según decía una cartulina, en “old fashions, ensalada de mariscos, consomé, jamón holandés con fina guarnición, douceurs, café, coñac”, hubo una muy reída y sonreída sobremesa que el anfitrión narraría una semana después en una de sus “Cartas de ayer y hoy”, de la revista Mañana. Novo, que nos deslumbraba con su persona decorada de anillos, de peluquín y de gestos de dandi ceremonioso, le dedicaba fogosas miradas a Inocencio Burgos, quien le parecía “el vivo facsímil” de su fugaz novio hallado en Buenos Aires y en los años treinta: Federico García Lorca… E Inocencio, el inocente dizque poeta autodefinido como “un Rimbaud de los pobres”, parecía molesto con tal asedio, nos decía por lo bajo, de “miradas mariconas”.

A la hora del coñac, Novo, tras avisarnos que nos leería “unas páginas secretas”, comenzó a apantallarnos emitiendo con su excelente voz sacerdotal la lectura “confidencial” de fragmentos de sus Memorias, que, comenzadas a escribir en los años cuarenta, es decir en su mejor momento de notable prosista, serían las luego tituladas La estatua de sal que, ansiadas pero temidas por los editores de entonces, vendría a ser publicadas mucho después de su muerte. Así que, asombrados, sentados casi al borde de las sillas, pero encantados, atendimos a la lectura parcial de esa “obra clandestina” del maestro.

Releída hace unas noches, La estatua de sal se me confirma como la sabrosa autocrónica de un hombre que fue príncipe de la anécdota y del epigrama, un publicista muy solicitado y exitoso, un cronista gozosamente venal y banal… y, the last, but not the least, un extraordinario poeta que se jactaba de tener más vida que biografía y menos obra pública que vida viciosa. El escandaloso libro de entonces, que sigue hoy vivo aunque ya sereno, fue quizá la primera no culposa confesión de homosexualidad en las letras mexicanas. Es una obra valiente para su tiempo y su circunstancia, una obra que pudo quedarse inédita, no por un hipotético respeto del autor a la decencia y al medio tono mexicanos, virtudes que Novo superficialmente acataba, sino, en ese entonces, a causa de las postergaciones y los contratiempos de los editores capitaneados por Guillermo Rousset.

Monsiváis, en el documentado y bien afilado librito Lo marginal en el centro (Ediciones Era), narró muy bien “el caso Novo”. Ante una sociedad hipócrita y de una larga tradición en el escarnio, en la represión moral y social de la sexualidad disidente, el poeta de las arrogantes poses dandísticas, el de la sinuosa y guiñadora prosa, el apodado (con gran regocijo suyo) “don Nalgador Sobo”, se arriesgaba a manifestar lo que la clase alta y dizque culta sabía pero hipócritamente pasaba por alto a cambio de disponer de su cronista de lujo. Porque escribir un libro “de confesiones de un degenerado” (como dijo cierto rabioso chismógrafo del periodismo infamador) y proponerse publicarlo, como lo intentó Novo en el México de los años sesenta (años en los cuales, cuenta Monsiváis, aún podía hacer temblar, por el tema, a un posible editor que no era pacato: Jimenez Siles), era una osadía rara en el medio. Ni Pellicer ni Villaurrutia, por nombrar otros grandes poetas también homosexuales y grandes amigos de Novo, dejaron libros en que atestiguaran una preferencia sexual asumida claramente y sin rasgarse las vestiduras.

Novo, en apariencia el más frívolo de los Contemporáneos, sí se atrevió a hacerlo, y con gran talento, en esas páginas que son su busca del tiempo pasado, de su juventud no resignada a vivir en el clóset.

sábado, 21 de mayo de 2011

Sonrisas perdurables

25/Mayo/2011
Laberinto
Armando González Torres

A qué se debe la permanencia del humor. ¿Por qué algunos humoristas contemporáneos, prematuramente envejecidos junto con sus referencias de coyuntura, suelen postrar a su lector en ese estado de desconcierto de quien no entiende el chiste o en esa sensación de irritación que deriva del fiasco, mientras que otros, tan lejanos en el tiempo como Aristófanes, Luciano o Molière, pueden todavía generar la sonrisa de complicidad o la carcajada explosiva? La experiencia de lo cómico es, a la vez, relativa y universal: mucho de lo cómico se refiere a circustancias particulares y contextos históricos determinados. Cierto, el humor es un fenómeno social que surge en ambientes domésticos, que remiten a fechas, hechos y juegos del lenguaje concretos. Por eso, parte de su efectividad radica en el conocimiento de su contexto, en la familiaridad con los personajes y circunstancias sujetos al embrujo cómico. Pero si el humor es capaz de advertir lo risible de un hecho particular, también es capaz de advertir las fisuras más hondas de la realidad. La observación de lo absurdo y la incongruencia esenciales son, en parte, conciencia de la finitud y fragilidad de los hechos humanos. Los distintos recursos del humor: la parodia, la caricatura, la exageración, la ironía o la paradoja ponen en suspenso lo existente, hacen ambiguo cualquier mensaje, restituyen un caos de sentidos y muestran una disposición espiritual a saberse pequeño, falible y mortal.

La ausencia de sentido del humor en una persona o en una sociedad resultan alarmantes, pues la solemnidad a menudo conlleva rigidez e intolerancia. La realidad cómica relativiza los valores: frente al decoro el apetito, frente al heroísmo, la cobardía; frente al altruismo, el egoísmo. Son objeto de humor los gestos desproporcionados y grandilocuentes, los movimientos extravagantes, las ambiciones excesivas, la inconsciencia, la vanidad o el sometimiento al mundo exterior. El error, lo deforme, el azar aparecen de manera afable y risible en la comedia, permiten, como decía Aristóteles, contemplar la tragedia sin dolor o, como decía Cicerón, designan algo ofensivo de manera inofensiva. Por supuesto, el humor puede ser liberador u opresivo, relativizar las verdades aceptadas o respaldar los poderes y prejuicios. No es difícil distinguirlos: el humor opresivo suele ser básico y rudimentario, basarse en el recurso físico, en el rebajamiento de la dignidad del otro y en la reproducción agresiva del prejuicio racial o de clase. Eso no quiere decir que el gran humor sea deliberadamente edificante, al contrario, ese humor en su ambiguedad y riqueza es implacable e indomeñable y sólo una maniobra forzada de lectura puede habilitarlo como mensaje. Así que poco puede decirse sobre el estatuto moral del humor, pero no así sobre sus efectos terapéuticos: reírse libera, pues quiere decir poner en suspenso los presupuestos y convenciones y aceptar que todo, empezando por uno mismo, es vulgar y relativo.

Legalizar la droga, ¿en México?

25/Mayo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Carlos Martínez Rentería en La Jornada me reclama decir que el consumidor patrocina la narcoguerra. “Yépez suscribe argumentos más cercanos a los prohibicionistas gubernamentales que a la lucidez”.

Se equivoca. Él cree en el gobierno, yo no.

La propuesta de legalizar la droga es ilusa.

Se necesita un estado de derecho más fuerte para hacer legal la droga que para mantenerla ilegal.

En este país impune y corrupto, la producción y venta legal de droga no podría ser implementada. Legalizar la droga exigiría primero legalizar al país.

El papel de esa utópica ley mexicana serviría para fumar marihuana.

Imaginemos que hoy se aprueba esa ley y pongo mi negocio en Tijuana, Culiacán o Juárez. No pasaría una semana antes de que mi changarro y cuerpecito emprendedor fuesen baleados. Entonces demos la concesión a los narcos. A todos por igual y todos felices.

Pero como no hay autoridad que pueda o quiera impedirlo, los narcos disputarían y controlarían los “permisos” a punta de bala.

Despierten de su sueño mexicano: sólo se puede legalizar la droga en países con estado de derecho.

Donde 98.5 por ciento de delitos quedan impunes y el soborno mueve montañas, no es posible legalizar la mota. Mucho menos crack, crystal, coca, heroína y demás.

¡Imaginen a los inspectores!

¿Creen que el gobierno mexicano podría vender droga? ¿O hacer concesiones limpias y respetables? ¿Campesinos u obreros viéndose beneficiados de su producción? ¿Impuestos de la droga para pavimentar calles? Señores, apaguemos el churro. Estamos en México. Aquí eso no es posible.

Quizá el complejo militar-industrial de USA podría ejercer la violencia para que gobierno y corporaciones (trasnacionales) manejasen legalmente la droga, y utilizar de modo abierto el narco-dinero para lo que lo utilizan hoy en secreto: financiar guerras.

Pero en México, la “legalización” sería el week-end de un gober, un capo y 14 encobijados. El movimiento pro legalización mexicano es ingenuo: ¡confía en la capacidad de gobierno y narco de ser legales!

(Sólo falta que digan que el Pueblo o la Ciudadanía se harían cargo).

En el mejor de los casos, un recrudecimiento de la narcoguerra sería indispensable para poder asegurar un narco-mercado legal. Se me podría decir: sí, pero la narcoguerra para cuidar a las empresas o agencias de gobierno que producirían y venderían la droga sería un mero periodo violento de transición del mercado ilegal al legal.

Justo lo que Calderón dice: la narcoguerra es temporal.

La narcoguerra no puede ya ser pasajera. La geopolítica, la descomposición emocional y social, el narcoconsumismo, el orden laboral global y la corrupción extrema del tercer mundo han creado condiciones en que la narcoguerra ya es permanente: estructural.

Esa misma narco-realidad hace fantasar con la droga “legal”: delirio del opio imposible.

José Agustín, Rulfo y Revueltas, de los pocos escritores insumisos

21/Mayo/2011
Jornada
Reyes Martínez Torrijos

Los escritores José Agustín, Juan Rulfo y José Revueltas son de los pocos insumisos en la literatura mexicana, caracterizada por el respeto a la tradición y la ausencia de ruptura, asevera el ensayista y promotor cultural Philippe Ollé-Laprune, a propósito de su libro México: visitar el sueño.

En las letras mexicanas no hay un grande, hay algunos. Está José Agustín, quien siempre se mantuvo alejado y ha escrito una literatura con un tono muy personal. Quizá Rulfo, porque hizo sus dos libros y después mantuvo el silencio, señala el autor francés en entrevista.

Insumisos hay pocos. No es natural, en cambio, para nosotros como lectores franceses es algo muy ligado. Antonin Artaud y Jean Genet en Francia; pero hay muy pocas figuras de este tipo en México. Revueltas, por ejemplo, quien era un opositor político pero su literatura es muy fiel a lo tradicional. Es un muy buen escritor. Me sorprende que nunca pensó en cómo hacer una narrativa mucho más novedosa, que rompiera con los esquemas.

El volumen, que fue publicado originalmente en Francia con el título Mexique: les visiteurs du rêve y traducido al español por Mónica Mansour, examina el espíritu que ha marcado la literatura nacional desde la Colonia, y desmonta sus elementos determinantes y los autores señeros en esta rama del arte. Observa, también, a los escritores extranjeros que vivieron aquí.

Nació, expresa el ensayista francés avecindado en México desde hace casi 20 años, a partir de las lecturas que originaron la antología Cent ans de littérature mexicaine (Cien años 100 años de literatura mexicana). Lo hice para entender y analizar las sensaciones, las percepciones que yo había tenido durante ese tiempo.

México: visitar el sueño, publicado por el Fondo de Cultura Económica (FCE), fue presentado por Rosa Beltrán, Luis Felipe Fabre y el autor el pasado miércoles en el Centro Cultural Bella Época.

–¿Qué caracteriza a la literatura mexicana?

–Su gran continuidad: fluye siempre desde la tradición. Nunca hay un momento de ruptura. No ocurre lo que ha pasado en otros países, como Perú o Argentina, donde existieron vanguardias; no hablemos de Brasil, un país aún más destacado. Nunca hubo una relación de conflicto con la generación anterior. Algunas excepciones: los estridentistas, La Onda con José Agustín, pero nunca fue un enfrentamiento como el que ocurrió en muchas otras literaturas y en otras culturas.

“Este flujo continuo le da esa textura particular donde tienes que estar a la altura de la tradición e implica que tengas una ‘pluma elegante’. No puedes incluirte en tal continuidad si no eres digno de ella.”

–¿A qué atribuye usted tal estabilidad?

–Es una manera de ser de una sociedad, de un país. Nunca se puede explicar muy bien por qué. Lo que sí quise ver es cuáles son las formas que aplican los escritores mexicanos en los campos de la narrativa y la poesía.

“La política cultural mexicana se caracteriza desde la Revolución por un apoyo masivo y sincero hacia los artistas, pero nunca hubo una gran política de difusión. Si tú vez las biografías de los grandes escritores mexicanos del siglo XX, la inmensa mayoría fueron funcionarios. El poder político generaba esas plazas para que los artistas estuvieran contentos.

Además, es única en el continente americano por la existencia de becas para escritores. Cada autor que viene de Argentina, de Colombia está fascinado. La gente ataca el sistema por algunos efectos perversos que puede tener, pero no es la mecánica misma la que hay que criticar.

–En cuanto a estabilidad, ¿hay diferencia entre la narrativa y la poesía?

–La poesía tiene raíces más profundas que la narrativa. La narrativa en este país nace en el siglo XIX. Mientras tienes a Manuel Payno en México, en Rusia tienes a Fiodor Dostoievski, a Edgar Allan Poe en Estados Unidos, a Gustave Flaubert en Francia. Aquí es normal porque no se podía publicar ni escribir narrativa durante la Colonia. Y la poesía, sí. Los dos géneros que tienen raíces más profundas, los más antiguos y famosos en México son la poesía y la crónica.

–¿Y la crítica literaria?

–No hay una crítica. Crítica es pensar la literatura y aquí existe una crítica académica, que transmite un saber a los alumnos, pero eso nunca ha cambiado el curso de la literatura. Por otra parte, hay reseñistas que hablan de un autor o de un texto de manera muy personal. Espero que este libro sea de crítica literaria: una manera de pensar la literatura a partir de conceptos distintos, de analizar y comparar.

–¿Hacia dónde apunta la literatura mexicana?

–Está más mezclada en el mundo, recibe más influencias y ella misma se mezcla con más tradiciones. Los autores de 40 años de hoy han viajado mucho, hablan idiomas y están en un mundo muy distinto. Y también está el gran cambio en la sociedad mexicana, que desde el temblor del 85 ha tomado más su destino entre sus manos y es menos pasiva. Todo eso hace que esta generación que llega a los 50 años, son personas que han podido criticar, son más libres frente a la tradición porque han recibido más tradiciones.

–¿Cómo ha influido México en los autores extranjeros que lo visitan?

–Tiene gran capacidad de proponer una materia que tú puedes moldear como quieras. Siempre me río con amigos mexicanos diciendo que Bajo el volcán es la mejor novela mexicana, porque utiliza los valores de este país. Malcolm Lowry trazaba todas las cosas que lo perturbaban, todo ese mundo metafísico de la culpa. Sus preocupaciones se encuentran con lo que siente son los valores aquí. Siempre he dicho que México permite proyectar tus fantasías y tus fantasmas.

Los extranjeros. A mí me interesa a título personal entender cómo este país ha atraído a tantos escritores. En Colombia no hay escritores extranjeros; en Cuba van de paso; hay exiliados en Argentina, como Witold Gombrowicz; pero no hay tantos como en México, cuyo siglo XX está muy marcado por recibir a exiliados, a quienes da un espacio que otros países no.

domingo, 15 de mayo de 2011

Arlt y Onetti: los siete locos y el viento

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Matías Cravero

En abril de 1900, Buenos Aires presencia el nacimiento de Roberto Arlt. De infancia pobre, en su juventud tuvo que desempeñar los oficios más variados, buscando la siempre difícil supervivencia en aquellos albores del siglo XX. Fue pintor de brocha gorda, aprendiz de hojalatero y peón en una fábrica de ladrillos, entre otros métiers.

En julio de 1909, Montevideo es testigo del nacimiento de Juan Carlos Onetti. Su infancia y juventud se desenvuelven en un contexto de austeridad material.

En su adolescencia Juan Carlos trabaja como portero, mozo de bar y vendedor de entradas en el futbolero estadio Centenario.

En 1934, mientras vivía en Buenos Aires, su amigo Ítalo Constantini (Kostia) le propone ir a ver a Roberto Arlt, que por esa época trabajaba para el diario El Mundo, con la intención de mostrarle la novela inédita Tiempo de abrazar, que Onetti acaba de finalizar. Del encuentro, el mismo Onetti relató lo siguiente:

Me estuvo mirando, quieto, hasta colocarme en alguno de sus caprichosos casilleros personales. Comprendí que resultaría inútil, molesto, posiblemente ofensivo hablar de admiraciones y respetos a un hombre que siempre estaría en otra cosa [...] Arlt abrió el manuscrito con pereza y leyó fragmentos de páginas, salteando cinco, salteando diez. De esa manera la lectura fue muy rápida. Yo pensaba: demoré un año en escribirla. Sólo sentía asombro, la sensación absurda de que la escena hubiera sido planeada [...] Luego dejó el manuscrito y le preguntó a Kostia:

–Decime vos, ¿yo publiqué una novela este año?

–Ninguna. Anunciaste pero no pasó nada.

Arlt comenzó a hablar con cierto exhibicionismo de sus Aguafuertes, culpándolas de tenerlo demorado. Finalmente dijo:

–Entonces, si estás seguro de que no publiqué ningún libro este año, lo que acabo de leer es la mejor novela que se escribió en Buenos Aires este año.

Sin embargo, la novela nunca llegaría a publicarse totalmente. Sólo apareció un fragmento difundido por el diario Crítica y titulado “La total liberación.”

Ambos escritores cruzan con frecuencia el Río de la Plata. Buenos Aires/Montevideo, Montevideo/Buenos Aires. Ambos consiguen empleo como periodistas, y lentamente comienzan a publicar sus relatos y novelas. Tienen varias aventuras existenciales, viajan, triunfan en algunas cosas, fracasan en otras. El argentino muere en 1942 de un paro cardíaco. El uruguayo fenece en 1994 como consecuencia de una insuficiencia renal aguda.

Ahora bien, la intención del presente artículo no es realizar un repaso exhaustivo por las biografías de estos autores. El presente texto simplemente se propone reflexionar sobre dos libros que son altamente recomendables y que se hallan vinculados, atravesados por puentes que desafían las distancias físicas y temporales.

Adictos al cáñamo indio

Corría 1929 cuando la Editorial Claridad decide publicar Los siete locos. Esa novela de Arlt suscitaría en Onetti los siguientes comentarios, sobre la obra en sí misma y sobre el autor:

Había nacido para escribir sus desdichas infantiles, adolescentes, adultas. Lo hizo con rabia y con genio, cosas que le sobraban. Todo Buenos Aires, por lo menos, leyó este libro. Los intelectuales interrumpieron los dry martinis para encoger los hombros y rezongar piadosamente que Arlt no sabía escribir. No sabía, es cierto, y desdeñaba el idioma de los mandarines; pero sí dominaba la lengua y los problemas de millones de argentinos, incapaces de comentarlo en artículos literarios, capaces de comprenderlo y sentirlo como amigo que acude –hosco, silencioso o cínico– en la hora de la angustia [...] Hablo de arte y de un gran, extraño artista.

En Los siete locos sus protagonistas se hallan empeñados en renovar la sociedad a través del asesinato. Por eso Erdosain planea fabricar armas bacteriológicas que diezmen a la humanidad. Así sólo quedarían unos pocos supervivientes tras el rociado masivo con microbios de la peste bubónica y el cólera asiático. Los dueños del mundo, una banda de cínicos y asesinos, educarían al puñado de varones y mujeres seleccionados para dar comienzo a una nueva etapa histórica. Las enseñanzas estarían basadas en una fe ciega en dios y los ángeles, que no serían meras entelequias conceptuales, sino realidades concretas, o mejor dicho, realidades apócrifamente materializadas por los dominadores del mundo, a través de distintos artilugios técnicos:

Una aristocracia de cínicos, bandoleros sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba del poder, con él a la cabeza. Y como el hombre para ser feliz necesita apoyar sus esperanzas en una mentira metafísica, ellos robustecerían el clero, instaurarían una inquisición para cercenar toda herejía que socavara los cimientos del dogma o la unidad de creencia que sería la absoluta unidad de la felicidad humana, y el hombre restituido al primitivo estado de sociedad, se dedicaría como en tiempos de los faraones a las tareas agrícolas. La mentira metafísica devolvería al hombre la dicha que el conocimiento le había secado en brote dentro del corazón…Toda ciencia será magia. Los médicos irán por los caminos disfrazados de ángeles… El hombre vivirá en plena etapa de milagro, y será millonario de fe.

Pero Erdosain sabe que más que una teleología o un conjunto de fines inmutables, el grupo de locos del que va a formar parte se adhiere a la necesidad de transformar el mundo. Y si para hacerlo, en determinada coyuntura hay que abandonar el proyecto de instauración de la fe absoluta por otro, por ejemplo de corte bolchevique, no se debe dudar.

En cuanto a la cuestión de la toma del poder, el Astrólogo, líder intelectual de la banda, es muy claro en sus apreciaciones:

Y aunque muchas veces se había dicho que si tenía oportunidad de poder asesinar a alguien no desperdiciaría la ocasión, volvió a detener sus preocupaciones en aquellos tiempos de misterio. Luego saltó de allí a la imaginación de una dictadura, que se sostendría mediante el terror impuesto por numerosas ejecuciones y el medio de anular esa repugnante impresión momentánea era representarse a los fusilados como hombres horizontales. En efecto, se imaginaba en el centro de la llanura el pequeño cuerpo de un hombre tendido, y al comparar la longitud del muerto con la de los millares de kilómetros que medía la tierra por él tiranizada, se apoderaba de la certidumbre que la vida de un hombre no tenía ningún valor. El otro se pudriría bajo la tierra, mientras que él, eliminado el obstáculo humano cuya longitud era la millonésima parte de la tierra suya, avanzaría hacia todas las conquistas.

A mi entender es factible que Arlt haya llegado a diagramar el plan de acción de los conspiradores de su novela a partir de un rastreo etimológico. La palabra “asesino” deriva del árabe hassasin y significa “adictos al cáñamo indio”. Entonces, cuando uno encuentra semejante definición etimológica, es más que tentador el deseo de indagar el nexo entre un fumador de hachís y la persona que asesina, es decir, mata.

Pues bien, indagando se llega a la historia del “Viejo de las montañas” y su panda de maleantes. En el último tercio del siglo XII dc, al norte de Persia, Hassan-i-Sabbah (“El viejo de las montañas”), consiguió levantar un palacio entre los escarpados cerros de la zona. Desde allí reclutó a un conjunto de hombres temibles que le juraron total fidelidad. Los malhechores cometían todo tipo de delitos: robos, secuestros, torturas y violaciones. La fe ciega en su líder surgía de la peculiar estrategia con la que éste los cooptaba. Se presentaba ante ellos como el enviado de Alá, los introducía a sus infrecuentes jardines, les proporcionaba abundante cáñamo indio y delicioso vino, los invitaba a copular con voluptuosas mujeres durante días y días. Luego les decía que si querían seguir disfrutando de esos tremendos gozos, tenían que salir a depredar los caminos y poblados hacia los cuatro puntos cardinales.

Es por eso que del nombre Hassan deriva el término hassasin y de este último surge el vocablo “asesino”.

Y justamente Arlt, cuando los conspiradores conversan buscando la mejor forma de atraer voluntades a su causa, pone en boca del Astrólogo la idea de inventar un Dios, un Dios de la selva o las montañas, que será representado por algún actor joven. Se imprimiría entonces una cinta cinematográfica en la que se vería al joven Dios haciendo milagros variopintos. En cuanto a las características fisonómicas del Dios y otras tácticas de reclutamiento (piensen en Hassan) dice el Astrólogo:

Elegiremos un término medio entre Krisnamurti y Rodolfo Valentino… pero más místico, una criatura que tenga un rostro extraño simbolizando el sufrimiento del mundo. Nuestras cintas se exhibirán en los barrios pobres, en el arrabal. ¿Se imagina usted la impresión que causará al populacho el espectáculo del dios pálido resucitando a un muerto, el de los lavaderos de oro con un arcángel como Gabriel custodiando las barcas de metal y prostitutas deliciosamente ataviadas dispuestas a ser las esposas del primer desdichado que llegue?

Una vez más, el fin es la transformación de la sociedad, la liberación del superhombre dormido, existente sólo en algunos pocos individuos. El asesinato y la desvergüenza son los medios. La instalación de prostíbulos financiará sus cometidos. Por todo esto es que el Astrólogo afirma inmutable: “Seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas, en diversos grados de iniciación.”

Y además, no podemos olvidarnos del Erdosain sufriente y angustiado. El Erdosain prostibulario, puro, ingenuo, amargo, abatido, impetuoso. Una suma de contradicciones en constante movimiento dialéctico. El Erdosain inventor, tramando creaciones de difícil o imposible concreción. El mismo Arlt soñaba con hacerse rico a través de algún invento exitoso. En esa búsqueda es que funda junto con el actor Pascual Naccaratti la sociedad arna (Arlt/Naccaratti), instalando un pequeño laboratorio químico en Lanús, provincia de Buenos Aires. Lo máximo que llegaron a crear y patentar fueron unas medias “impermeables”, reforzadas con caucho, que nunca serían comercializadas.

Sólo con vino puedo aguantar los reportajes

En 1979 la editorial española Bruguera publica Dejemos hablar al viento, contundente novela de Juan Carlos Onetti. Y tildarla de contundente pareciera ser un mero y banal recurso de escritura. Pero en verdad es una novela rotunda y categórica. Sus personajes se mueven entre “Lavanda” y “Santa María”, dos ciudades que no están registradas por ninguna cartografía tradicional, pero que tienen una nitidez única en el mapa onettiano. Tal vez sea por su clima mesopotámico, por sus humedades y descascaramientos, pero lo cierto es que son urbes que se sienten extremadamente reales. Como reales son los personajes que las habitan.

El texto es hipnótico, con lenta y desganada maestría nos sumerge en un sugestivo entrevero, donde la locura, el absurdo y el suicidio rondan ávidos de combustible.

En Dejemos hablar al viento aparece con fuerza la cuestión de la fe. Y no como una fortaleza, o como una inclinación laudable de la civilización cristiana, sino como un chancro del espíritu. Algo que nos vuelve intransigentes, esquemáticos, fatalmente recurrentes. Eso lo entiende Medina, el comisario y pintor de cuadros:

Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre. La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal; es bueno escucharlos asintiendo, medir en silencio cauteloso y cortés la intensidad de sus lepras y darles siempre la razón.

Al igual que los personajes principales de Los siete locos, el Medina de Onetti se muestra marxista si conversa con un marxista, freudiano si charla con un fanático del médico austríaco, patriota si su interlocutor es un pundonoroso militar.

Medina es un bebedor y un mujeriego empedernido. El licor de caña es su favorito. En cuanto a las mujeres, no exige demasiados requisitos, aunque tiende claramente hacia las más jóvenes.

En una entrevista en la que le preguntaban por la leyenda negra que lo rodeaba, según la cual, entre otras cosas, era un inescrupuloso que tomaba a la gente como conejillo de indias, Onetti contesta que no es así, que él no es un alcohólico mujeriego. Entonces la periodista le dice: “Sin embargo, se casó cuatro veces y desde que llegué se tomó sus buenos tres vasos de vino.” La respuesta, ingeniosa y mordaz: “Sólo con vino puedo aguantar los reportajes.” Su entrevistadora, María Esther Gilio, insiste: “¿Usted no cree que la leyenda tiene un buen pie en su literatura?” “No, mi literatura es una literatura de bondad. El que no lo ve es un burro.”

Y ambas cosas son ciertas. Es decir, sus personajes tienen matices inescrupulosos, pero también sacan a relucir un fondo de bondad. Tal es el caso de Medina, cuando se apiada de la frágil Juanina, a quien encuentra en la playa. Se acerca a ella, charla, se interesa por sus cuitas, y luego le ofrece alojamiento en casa de Frieda. O cuando el recio comisario ayuda una y otra vez a Seoane, pese a no estar seguro si es verdaderamente su hijo. Lo andamia económica y emocionalmente.

Medina, como buen comisario, tolera los delitos siempre que él esté al tanto de quién y cómo los comete, además de quedarse con alguna que otra prebenda por su magnánima tolerancia. Pero una tarde de otoño, en la ribera oriental del río Uruguay, al encontrarse con un contrabandista, la delgada línea que los separaba del lado de los maleantes acaba por borrarse:

Aceptarle dinero hubiera sido lo mismo que quedarme en Santa María o continuar siendo yo. Y agrego, por si a usted le importa, y da lo mismo que lo sepa o no, que le importe o no, que cobre sueldo en uno o en los dos servicios de información, que el pibe Manfredo sigue navegando. Si alguna vez tropezamos, sólo se trata de un saludo de mano levantada, una sonrisa y un desviar de ojos. Como comprenderá, aquella tarde supimos que éramos amigos; no mucho pero para siempre.

Medina hacía meses que seguía la pista del famoso contrabandista el “pibe Manfredo”, y cuando finalmente descubre su guarida, en vez de detenerlo se sienta con él a beber coñac y a fumar. Comprende que los unían más cosas de las que los distanciaban. Luego cruza en la lancha del pibe hacia su exilio en Lavanda, donde retomará su antigua pasión de pintor. Y aunque tras difusos meses retorne a Santa María y vuelva a ejercer como comisario, nunca se borrará de su conciencia la idea clara e irreversible de que entre policías y ladrones la distancia se reduce únicamente a un absurdo espejismo, socialmente construido con “inocente hipocresía” e imbecilidad:

Y ellos continuaban avanzando, sin saber, atravesando el vino de la primera misa, la lucha por el pan de cada día, la ignorancia y la necedad.

Avanzaban, alegres, distraídos, pocas veces dudando; tan inocentes, relajados o tiesos, hacia el hoyo final y la última palabra. Tan seguros, comunes, callados, recitadores, imbéciles.

El hoyo los había estado esperando sin verdadera esperanza ni interés…

Las ruinas que se amontonan sobre las ruinas

Parafraseando al tango, se puede afirmar que el siglo XX ha sido problemático y febril. Y nuestros dos autores, en la barca-orbe, sacudidos por el oleaje. Arlt fue contemporáneo de buena parte de los fenómenos más escabrosos de la centuria. Onetti estuvo directa o indirectamente atravesado por todos ellos. Sobre el “ángel de la historia” escribió una vez Walter Benjamin:

Ha vuelto su rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irremediablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.

Y las ruinas de sus propias biografías, más las ruinas generales de la historia, sin lugar a dudas pesaban sobre los espíritus de estos dos grandes escritores. Pesaban y rechinaban, exudando su vejez acre y abatida. Pero ellos, que coquetearon tantas veces con la idea del suicidio, no se dejaron aplastar. No fueron ingenuos, mas tampoco fatalistas.

Quizá la frase de Medina permita entender por qué Arlt y Onetti no se mataron y siguieron en la maroma hasta el final: “Me gusta todo, me gusta ser feliz con todo. Eso pasa cuando uno se entera a tiempo, y se entera de veras, de que nada importa y de que las comprensiones posibles son infinitas e inseguras. Me gusta vivir.”

Temple y temblor de Onetti

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Rodolfo Alonso

A veces basta una línea, en otras apenas unas pocas palabras: “Miraba sin entusiasmo al hombre ancho y oscuro como si lo estuviera soñando así, construido con sustancia de tedio y absurdo.” Pero cuando nos encontramos ante un escritor de raza, no es difícil descubrir un temple, un temblor, percibir en las palabras escritas un sonido de fondo, un rumor más que expresivo, un retumbo de latir percibido por dentro: desde el cuerpo, en el cuerpo. Mucho más que habilidad o don, mucho más que los supuestos límites de un género: una experiencia encarnada de vida y de lenguaje.

Después de Faulkner y de Arlt, pero también después de Shakespeare y casi al mismo tiempo que Borges, acaso antes que Borges, el singular uruguayo Juan Carlos Onetti, con un pie en su Montevideo natal y otro en la Buenos Aires que nunca dejó de acunarlo, tal vez sin proponérselo, como emergencia orgánica, revela un dominio que se intuye propio, a la vez irremediable y leve, incierto y troquelado. Así como existe un envidiable mundo del Caribe, y otro cálidamente brasileño, en realidad varios mundos brasileños, siento que en la cultura latinoamericana hay una cuenca rioplatense que nos hermana con Uruguay, y que emite un clima, un matiz propio, al mismo tiempo preciso e impreciso, brumoso y nítido. Una huella, señales.

Pero que en un escritor se da en lenguaje. Quizás a algo así aludía certeramente el crítico uruguayo Ángel Rama cuando afirmó que, al leer a Onetti, es como si se sintiera el trasfondo de una respiración animal. Hay un aliento allí, un gran aliento (“Narrar es como nadar”, señaló el lúcido Cesare Pavese), pero también una presencia orgánica, cálida y de fondo, barrosa –como el barro de los orígenes, oscuro y nutritivo– y oscuramente viva, inquieta y contagiosa. Si alguna vez me pregunté públicamente por qué no había un Juan l. Ortiz del Río de la Plata, ahora puedo intentar contestarme que tal vez no era posible para nosotros. Y que es en algunos narradores de raza donde esa poesía (por supuesto mucho más que un género) ha logrado asomarse. Y consumarse.

Sin resquicios para olvidar de qué estamos hablando: “un mundo hecho, administrado por hombrecitos imbéciles”, “un mundo normal y astuto”, leyendo a Onetti, comulgando en Onetti, no es difícil percibir, como en los grandes, en el cuerpo de su texto –que en tanto música del sentido es totalmente lírico– la plena irrupción de la palabra poética, precisa e irradiante: “entro en el temblor del cuerpo, amo la crueldad y la alegría”. Como bien dijo Valéry, la prosa agota su valor de cambio. Y la poesía es aquello que, precisamente, no puede terminar de traducirse. “Arrastró los pies en la frescura de las baldosas yendo hacia la sombra de la casa, hacia la fluctuante gruta de concordia, destierro y autonomía que excavaba en la sombra el ronquido acuoso, desligado, de la mujer dormida...” ¿De qué otra manera es posible, honestamente, aludir a la palabra, tocante y tensa, huidiza e invasora, neta y temblorosa, de Juan Carlos Onetti? Y él mismo nos responde, sabio indolente: “Tengo que darles capacidad de olvido, entrañas y rostros inconfundibles.”

(Al recibir esta bienvenida reedición de Juntacadáveres –con portada de un blanco deslumbrante– que, como se lo merece, mantiene su obra indeleble en circulación, no pude evitar ir a mi biblioteca y palpar otra vez aquella primera, modesta, entrañable edición de la editorial Alfa, Montevideo, diciembre de 1964, que con tamaña dignidad encaraba uno de tantos exiliados republicanos en estas playas, el español Benito Milla. El peso latente de ese pequeño volumen, favorecido con benevolencia por la muy uruguaya Comisión del Papel, siempre me lo hará sentir, como en aquella primera ocasión, físicamente cerca.)


Irvine Welsh, el mudo irreverente

15/Mayo/2011
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Catapultado a la fama con su primer novela, Trainspotting (1993), Welsh ha recorrido un peculiar camino para volverse, quién lo pensaría, un escritor que ha dejado de reírse de todo y de todos.

En sus primeras novelas era claro que Welsh traía el alma guarra por delante, y sus escenarios y personajes eran los inmediatos de su entorno escocés y de los barrios pobretones donde el futbol, la cerveza imparable, el rock donde se venera al muy respetable Iggy Pop y, por supuesto, el sexo como sea y con quien sea, son los temas de lo inmediato y sobre los que encaminan sus esfuerzos mentales esos peculiares antihéroes, muchos sumidos con placer y sin culpa en el submundo de los narcóticos. El Mark Renton que interpretara Ewan McGregor en la también exitosa película hecha con bastante fidelidad al libro, ha quedado como una referencia cinematográfica por su doloroso transitar entre las crudas casi mortales de la heroína inyectada y la asimilación a una sociedad entre capitalista y burguesa en la que termina por aterrizar luego de su ejercida amoralidad. El monólogo inicial de Renton, donde explica que él, como miles más, escoge conscientemente la parte oscura (drogas en lugar de coches o estudios, o bienes desechables o mil cosas más que la sociedad espera de sus integrantes activos) incluso fue hecha canción en el segundo soundtrack de la película. Welsh, como muchos otros autores importantes, escribe en su dialecto nativo, sea o no correcto según la ortografía académica. Lo cual, por supuesto, resulta anulado con las traducciones, casi todas hechas en España, de esa peculiar como sonora jerga escocesa. Sin quererlo, esas traducciones nos remiten a la época donde todas las versiones de obras de fantasía o de ciencia ficción eran hechas en España, y así resultaba que los demonios alienígenas decían hostias, jolines y modismos peninsulares que restaban eficacia a la pelandrujada foránea.

La eficacia narrativa de Welsh no se ha perdido, pero ha evolucionado en su estilo. Desde los monólogos y las divagaciones sobre la “cultura pop” de los drogadictos de Trainspotting (que repiten en la secuela Porno, 2002; donde Sick Boy termina en la industria de la pornografía cinematográfica, para regocijo de quienes queríamos saber más sobre Spud, Renton, Sick Boy y el violento Begbie), Welsh ha transitado en forma y fondo para llegar a su reciente Crimen (2010, una notable novela negra sobre las mafias pederastas y los asesinos en serie, tanto en Londres como en Miami) con una clara fluidez en la literatura casi picaresca que, desde el principio, muestra a una sociedad donde lo sórdido no esconde la mirada burlona pero analítica del narrador. La forma de su escritura incluye juegos tipográficos y conceptuales, como en Escoria (1988), donde incluso el parásito estomacal (la solitaria) irrumpe en la divagación del protagonista (su anfitrión) para encimar sus pensamientos a media página. En una metáfora muy lograda, el gusano representa al propio huésped, un policía corruptazo que carcome a la sociedad en la propia institución encargada de poner orden, a pesar de que el sargento Bruce es una persona a la que ni su familia tolera y por eso lo dejan con sus adicciones a la mala comida, la mala bebida, la cocaína y la pornografía. Welsh empata la tipografía con la trama y nos recuerda que así como los adictos son humanos, también son espejo de una sociedad donde las “instituciones democráticas” sólo esconden males mayores que la oligarquía prefiere ocultar en un doble discurso que nos suena cercano en el México de las muertes violentas, como espectáculo y pantalla; por ello, el policía es tan escoria como los asesinos que busca.

Entre los textos psicodélicos y la fama cinematográfica de Acid house (1994), Welsh traslada la locura futbolera de Londres a África con Las pesadillas del marabú (1995), donde el hincha futbolero Roy Strang se va en busca del marabú (peculiar pájaro, símbolo de la crueldad y la depredación) para hacer otra metáfora donde ese animal es una sociedad malsana en la que sus pesadillas se hacen realidad en el propio personaje cuyas pulsaciones mentales forman parte de la trama, al estar en coma luego de la violación de una mujer que decide con rabia devolver la piedra y tallarla en la herida. Nuevamente la tipografía logra presentar varias voces al mismo tiempo (lo que piensa Roy en su voluntario descenso a la inconsciencia, lo que le dicen los visitantes e incluso lo que éstos piensan).

Temáticamente, Las pesadillas se hermana con Crimen: en ambos se establece la relación entre la propia violación del violador y la que impone a sus víctimas. Parte de la honestidad literaria de Welsh es anteponer lo inobjetable: el cuerpo y el sexo, pero también las vivencias imperecederas: en Porno, los personajes discuten sobre el viejo tema: ¿qué tiene que ver la pornografía con el sexo? Nada, todo es actuación: “A ver, ¿en la vida real quién tiene penetraciones triples en su vida sexual?” “No, sí es real. Tiene que serlo. Cuando te follan te follan, es una de las pocas cosas que quedan en nuestras vidas que es real, que no es un montaje.” Así, Roy es un prefacio para el inspector Ray Lennox de Edimburgo, quien en Crimen, luego de resolver un atroz asesinato con violación, es enviado a “relajarse” a Miami, donde se involucra “accidentalmente” (nada es azar, ya se sabe) con las víctimas, algunas voluntarias, de una red de pederastas y sus depredadores, quienes hacen convenciones públicas y con mensajes cifrados planean cómo detectar y atacar a madres solteras o divorciadas a lo largo del territorio gringo. Lennox tiene resabios de su afición al futbol, pero es apenas un pretexto para su actuar entre la locura de pretender combatir la criminalidad, aunque sea como una revancha personal por el abuso sexual sufrido en su infancia, y la imposible resignación de percibir que la maldad existe sin explicación ni justificantes.

Welsh ha dejado de reírse, pero no de escribir con poderío.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Sabato: una obra breve, una vasta literatura

11/Mayo/2011
La Jornada
Javier Aranda Luna

El tiempo, el Gran Hechicero, le ha dado la razón a Ernesto Sabato cuando tomó distancia del comunismo real, cuando levantó su crítica contra la supuesta neutralidad de la ciencia o cuando alzó la voz para advertirnos del peligro que representa la banalidad del circo literario.

Sus primeras dudas sobre el comunismo las confirmó el exterminador José Stalin; su crítica a la supuesta neutralidad científica la corroboró la Segunda Guerra Mundial y los expertólogos que en nuestros días dan cuenta mediante análisis finos de realidades que no existen y, finalmente, una industria editorial engullida por el mercado, salvo pocas excepciones, nos ha mostrado que el circo literario es el eslabón de un gran negocio que ha contribuido a degradar la educación: un arsenal de libros especializados y autores desconocidos ha hecho a un lado a los clásicos en muchas escuelas.

Para Sabato: “Las modas nada tienen que ver con la historia profunda de la literatura. Kafka nunca formó parte de ningún boom de literatura checa”.

Su decisión a ser impopular a causa de sus ideas le permitieron a Ernesto Sabato hacer en el año 2000 una dura crítica a las sociedades modernas por haber perdido valores básicos como la dignidad, el desinterés, la honestidad, el gusto por hacer las cosas bien hechas y el respeto por los demás.

Desde sus primeros libros la polémica fue una constante de su vida. Su libro de ensayos Uno y el universo por haber cuestionado directamente la imparcialidad ética del quehacer científico y El túnel, su primera novela, por su tono notoriamente existencialista. Tono que persistió en los otros dos libros de su imprescindible trilogía: Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador.

En 1948 luego de ser rechazada por varias editoriales, la legendaria revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo, publicó El túnel, novela cuya trama se encuentra atravesada por la locura y la angustia del hombre contemporáneo y en la que conviven en el personaje central de la novela el amor y el odio desmedidos. Si el provincialismo editorial argentino de aquellos años no vio en El túnel una gran novela, Albert Camus promovió que Gallimard la publicara en Francia.

No debe extrañarnos que una revista publicara El túnel. Durante muchos años las revistas y suplementos culturales fueron el verdadero termómetro del quehacer literario: plataforma de una sensibilidad pero también un mecanismo de control de calidad que garantizaba a los lectores no encontrarse con poetas sordos ni con narradores y ensayistas tartamudos.

Cuando apareció El túnel en 1948 Sabato no era un desconocido en el mundo literario. Aunque profesionalmente se había doctorado en física, era colaborador de Sur desde 1940 por intervención de uno de sus antiguos maestros: Pedro Henríquez Ureña. Y no era poca cosa ser colaborador de Sur. Según Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, esa revista logró crear una verdadera comunidad de lectores.

En su discurso por el premio Cervantes, Sabato dio cuenta de algo así como su credo literario. El alma, decía, es el lugar en la que aparecen los fantasmas del sueño y la ficción. Los hombres construyen penosamente sus inexplicables fantasías porque están encarnados, por que ansían la eternidad y deben morir, porque desean la perfección y son imperfectos, porque anhelan la pureza y son corruptibles. Por eso escriben ficciones.

Dostoievski, dijo en aquella ocasión, se propuso escribir un folleto sobre el problema del alcoholismo en Rusia y le salió Crimen y castigo. Cervantes quiso escribir una regocijante parodia de las novelas de caballería y terminó creando una de las más conmovedoras parábolas de la existencia.

Tal vez Ernesto Sabato sólo quiso escribir tres novelas, El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador y terminó haciendo un retrato de los pliegues más oscuros del corazón del hombre donde el amor se trunca en odio y la luz en esa penumbra que acompaña a los ciegos. Su obra es breve, su literatura, vasta.


martes, 10 de mayo de 2011

Letras que desmitifican a la “madrecita santa”

10/Mayo/2o11
El Universal
Alejandra Hernández

Con madres que experimentan un amor enfermizo por sus hijos, en el que el incesto se presenta como algo posible, con madres que abandonan a su hijos, que huyen con ellos, que se enamoran de jovencitos, con madres reprimidas sexualmente, que experimentan un rechazo hacia el embarazo, a las molestias físicas y los traumas psicológicos que arrastra consigo, escritores mexicanos de distintas generaciones han contrariado el mito de la madre sumisa y abnegada, tan arraigado en nuestra cultura popular.

A través de sus cuentos o novelas, mujeres como Inés Arredondo, Rosario Castellanos, Elena Garro, Mónica Lavín, y hombres como Enrique Serna, Héctor de Mauleón o Eduardo Antonio Parra se han internado en ese túnel de claroscuros que es la maternidad y han puesto en entredicho frases como “madre sólo hay una” o “mi madre es una santa”, frecuentes en una cultura que exalta el amor incondicional, la abnegación absoluta y el sacrificio heroico, considerados “propios” de toda madre que se precie de serlo.

En relación a la presencia de personajes maternos dentro de la literatura mexicana hay posiciones encontradas, pues algunos escritores consideran que la figura de la madre en nuestras letras es ínfima e, incluso, hablan de una notable ausencia. La narradora y poeta Carmen Boullosa, considera que dentro de nuestras letras, es más fácil encontrarse con una mala madre que con una mujer tierna y amorosa.

Contra este mito que envuelve a la figura de la madre en un aura de santidad se han revelado algunos cuentistas. Ejemplos de ello aparecen en dos antologías de la última década: Atrapadas en la madre, compilada por Beatriz Espejo y Ethel Krauze, y Todo sobre su madre, a cargo de Martín Solares.

En la primera se reúnen relatos de escritoras ya fallecidas como Rosario Castellanos, Elena Garro e Inés Arredondo, además de cuentos de Liliana V. Blum, Mónica Lavín, Helena Paz y Socorro Venegas. En la otra, son los escritores José Joaquín Blanco, Álvaro Enrigue, Vicente Leñero, Héctor de Mauleón, Fabrizio Mejía Madrid, Xavier Velasco, Heriberto Yépez, y otros, quienes se adentran en los universos de madres crueles, ausentes o acomplejadas.

Historias inquietantes

Sin duda, uno de los relatos más inquietantes es “Estío”, de Inés Arredondo. A través de Julio, el mejor amigo de su hijo, la protagonista, -cuyo nombre no se menciona-, descubre el amor inconfesable que siente hacia su hijo Román. Pese a que el incesto es un tema difícil, Inés Arredondo nos interna con finura en ese terreno escabroso de las pasiones inconfesables.

“Estío” abre Atrapadas en la madre, la antología compilada por Beatriz Espejo, quien en entrevista explica que la imagen de la progenitora resulta fundamental en la literatura mexicana escrita por mujeres:

“Para bien o para mal, para vilipendiarla o adorarla, casi todas las mujeres hemos hablado de la imagen de la madre, su figura marca mucho, y las mujeres lo expresamos. Una de las temáticas que tratamos las mexicanas, las latinas en general, es la familia; entre nosotras, abundan historias de familia”, señala Beatriz Espejo.

Como el tema siempre le ha interesado propuso esta antología de cuentos a Alfaguara. “La portada es extraña, está inspirada en la imagen de la Virgen de Guadalupe, que finalmente es como la madre de todo mexicano”.

La doctora en Letras Españolas considera que los cuentos de la antología son una especie de abanico con el que trató de representar los complejos sentimientos de las escritoras mexicanas en torno a la figura materna: la ternura, presente en “La corona de Fredegunda”, de Elena Garro; la causticidad de Rosario Castellanos en “Cabecita blanca” y la admiración casi irredenta por la madre, con razón o sin ella, en “El asa”, de Mónica Lavín.

Una corona incómoda

En las letras mexicanas no es difícil hallar personajes maternos que desafían la imagen de sacrifico y abnegación con que, por siglos, ha cargado la madre.

“En la literatura mexicana, la figura de la madre es fundamental, lo que no quiere decir que esa figura sea necesariamente positiva, más bien, con excepciones, la mamá ostenta una corona incómoda. Pienso en el verso elocuente de Manuel Acuña, ‘Y en medio de nosotros, mi madre como un dios’; o en Pedro Páramo, donde el hijo emprende un viaje hacia Comala (que es el viaje a la muerte) por mandato de la mamá, para que vaya y cobre caro ‘el abandono en que nos tuvo (tu padre)’, la madre es el resentimiento, el motor de la venganza destructiva, el volver hacia atrás”.

Boullosa también señala el caso de Los convidados de agosto, de Rosario Castellanos, donde “aparece ‘el testimonio inexistente de su madre’, una madre chocha, sin cabeza ya que ha devorado a sus hijas, condenándolas a solteronas, no se quedan a vestir santos, sino a vestir a su mamá”.

“Las madres memorables de Elena Garro, presentes en el cuento “Primer amor”, en Testimonios sobre Mariana, y otras narraciones persecutorias, así como otras de Inés Arredondo y Castellanos, con diferentes graduaciones, carecen de algún poder vital; las de Castellanos tienden a ser un cero a la izquierda, cuando no más negativas”.

Pero es Nellie Campobello quien nos da otra manera de ver este personaje: “las madres de Cartucho y Las manos de mamá, de Campobello, desmienten la fuerza negativa de la madre, ahí es ella una fuerza generadora”.

Pero, ¿qué hay de la obra de la propia Boullosa? En Mejor desaparece y Antes, la escritora deja ver a sus lectores lo difícil que fue su adolescencia luego de que su madre muriera cuando ella tenía 14 años. “En el caso de esas dos novelas, la madre es lo faltante, y su ausencia su detonador. Mejor desaparece es la historia desatada por la muerte de la madre. Y en Antes, el motor detrás de la narración es la distancia de la protagonista con la madre, que también morirá (por responsabilidad de la protagonista)”, explica Boullosa.

La madre, personaje ausente

Hay quienes piensan que el personaje materno en la narrativa mexicana se diluye cual fantasma. En esto coinciden Héctor de Mauleón y Álvaro Enrigue.

“La madre es el gran personaje ausente de la literatura mexicana. Aunque es la figura que detona la trama de una de las novelas más importantes, Pedro Páramo, aparece sólo de manera fantasmal, como una sombra susurrante que acompaña la travesía del hijo”, dice Héctor De Mauleón.

No obstante, el escritor considera que si en la narrativa mexicana la madre es la gran omisión, en la poesía ha funcionado como uno de los temas recurrentes: “Desde que Manuel Acuña pronunció la frase inmortal: “Y en medio de nosotros, mi madre como un Dios”, los poetas mexicanos se han dedicado a cantarle”, afirma.

Enrigue, quien igual que De Mauleón participó en la antología Todo sobre su madre (Planeta, 2007), considera que en la literatura mexicana es la ausencia del padre la que resulta fundamental: “se ha escrito en torno a la figura de Pedro Páramo o Artemio Cruz, a esos padres potentes que de pronto desaparecen y dejan huérfano un universo”.

Personajes autobiográficos

La mezcla de ficción y de experiencias autobiográficas depositada en la creación de personajes maternos ha generado madres literarias familiares y humanas que, como en la vida real, pueden ser tiernas, amorosas, crueles, inseguras o neuróticas.

El escritor Enrique Serna ha dejado plasmadas en las páginas de algunos de sus cuentos y novelas algo de la relación con su propia madre. En Fruta verde, Serna da vida a Paula Recillas, un personaje de ficción inspirado en algunos rasgos del carácter de su madre. “Tuve que conformarme con retratar un sólo aspecto de su personalidad, pues ella era una mujer mucho más compleja, temperamental y fascinante . Yo sólo describí los atributos de carácter que más me interesaban para la historia que quería contar”, describe.

Contrario a lo que podría pensarse, la creación de un personaje del cual se tiene una referencia real no es sencilla. Para el autor de La sangre erguida no fue fácil dar vida a su madre a través de la literatura: “Fue muy complicado y doloroso al principio. Me había propuesto resucitar a un personaje que me dejó marcado; era una tarea superior a mis fuerzas. Cuando comprendí que Paula era un personaje autónomo, independiente de su modelo real, empecé a sentirme con más libertad y con menos miedo a profanar un santuario”, dice.

Entre las madres de la literatura mexicana, Serna coincide con Boullosa en resaltar los personajes de Nellie Campobello, de quien afirma:

“Toda su obra es un monumento a su madre, que murió en plena Revolución, cuando ella era niña. Tanto en Cartucho como en Las manos de mamá hizo una evocación poética de ese personaje entrañable que protegía a los villistas como si fueran hijos suyos. De hecho, la escritora contemplaba la Revolución con los ojos de su madre”.

Para Enrique Serna, “el amor filial es un sentimiento muy difícil de plasmar en la literatura, porque se corre el riesgo de caer en la cursilería, como le pasó a Manuel Acuña. Pero creo que la Campobello logró sortear ese escollo de manera muy conmovedora”.

Sea escasa o abundante la presencia de personajes maternos dentro de la literatura mexicana, muchos cuentos y novelas de grandes escritoras y escritores nacionales han dado vida a madres inolvidables, más verosímiles que las que trata de dibujar ese mito de la cultura popular que las considera aburridas, abnegadas, incondicionales, sumisas y hasta asexuales.

Gonzalo Rojas (1917-2011). Contra la muerte

1/Mayo/2011
Milenio
Margarito Cuéllar

Gonzalo Rojas nunca dejó de ser un niño asombrado ante el vértigo luminoso del relámpago. Más que el relámpago como aceleración y fuga, lo que llamó su atención fue la palabra misma, la sonoridad que la acentúa, no tanto el resplandor.

De 1936 es Cuaderno secreto, del que Rojas rescató algunas joyas leves que lo hacían recordar su natal Lebu o Leufu —en antiguo mapuche. “Puerto marítimo y fluvial, maderero, carbonífero y espontáneo en su grisú, con mito y roquerío suboceánico, de mineros y cráteres —mi padre duerme ahí—; de donde viene uno con el silencio aborigen”, dice Gonzalo.

El año de 1938 debió ser clave para Rojas. Neruda retornó a Chile un año antes, envuelto en la llamativa capa de la fama e iluminado por las estrellas y los sueños del hombre nuevo. Rojas, poco dócil a las doctrinas y a las poéticas —a no ser la piedra fundacional de las posvanguardias que él encabezó a lo largo del siglo XX—, se inició con el grupo Mandrágora o Generación del 38. Como todo hijo rebelde, renegó del origen, lo que se tradujo en liberar la sintaxis del hierro nerudeano, subir al paracaídas de Huidobro, decir adiós a la vigilia y al sueño del surrealismo, y alzar el propio vuelo.

Ese mismo año, la dolorosa muerte de César Vallejo le heredó a Gonzalo la miseria humana y le hizo descubrir que el tono es algo más que una palabra. Esto nos permite afirmar que Rojas es un poeta de oído. Sus poemas hay que oírlos, o leerlos en voz alta. De esa manera su ritmo y su música son más visibles.

Gonzalo bebió la tradición con Neruda, cuyas Residencias lo hicieron sentir el estremecimiento de lo genuino: “No entendí con seso lógico ese vislumbre del caos, esa ambigüedad que hacía trizas los espejos de la exactitud…”. Abrevó en la vanguardia, “fuente fresca”, de Vicente Huidobro, cuya densa sombra les exigía a los jóvenes poetas una idea de futuro distinta a la de los dos “animales poéticos latinoamericanos”, como decía Rojas.

Poeta sin prisas, la figura de Gonzalo Rojas se extendió de manera paulatina en el mapa de la poesía latinoamericana. Dejó que el ring de la palabra lo ocuparan otros. Su primer libro, La miseria del hombre, fue publicado en 1948, cuando el poeta tenía 31 años. Pasaron 16 años para que apareciera, en 1964, Contra la muerte. Once años después se editó Oscuro (1977), y después se agregaron Transtierro (1979) y sucesivas colecciones, siempre con textos inéditos en los que reafirmaba su vocación por lo sonoro, la sorna y los vientos nuevos: Del relámpago (1981), El alumbrado (1986), Materia de testamento (1988), Antología del aire (1991), Obra selecta (1997), Metamorfosis de lo mismo (2000) y demás.

CONTRA LOS LETRADOS

El poeta chileno se mofaba de los letrados. Por eso contesta con monosílabos cuando le preguntan por las “vacas sagradas” de su país. En 2006, en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, una compatriota suya le preguntó:

—Poeta, ¿por qué Chile ha dado al mundo a poetas como Neruda,la Mistral, Nicanor Parra, Huidobro y Rojas?

—Es circunstancial —contestó, y pasó a otros temas.

Volviendo a los letrados, Rojas no se demora en versar: Lo prostituyen todo/ con su ánimo gastado de circunloquios./ Lo explican todo. Monologan/ como máquinas llenas de aceite./ Lo manchan todo con su baba metafísica. El poema “Victrola vieja” repite la experiencia de saneamiento: Maten, maten poetas para estudiarlos./ Coman, sigan comiendo bibliografía…/ Dele con los estratos y la estructura/ cuando el mar se demuestra pero nadando./ Siempre vendrán de vuelta sin haber ido/ nunca a ninguna parte los doctorados./ Y eso que vuelan gratis: tanto prestigio,/ tanto arrogante, tanto congreso./ Revistas y revistas y majestades/ cuando los eruditos ponen un huevo.

La obra del poeta se orienta, desde el Sur, hacia los cuatro puntos cardinales. O más allá, si tomamos en cuenta que sus textos son referentes de galaxias, órbitas, del espacio sideral o las nubes. Y sin embargo nunca hubo un árbol más enraizado en el suelo que Gonzalo.

Otros de sus referentes son el amor, las mujeres y la belleza, donde lo fugaz permanece en el repertorio erótico de la voluptuosidad y el deseo. De este árbol nacen poemas como “Las hermosas”, “Acta del suicida”, “Eso que no se cura sino con la presencia y la figura”, “Cítara mía” y un amplio repertorio de textos lúdicos, ausentes del lloro y la ridiculez amatoria.

Poeta de lo terrenal, su erotismo no se queda en el desnudo de la mujer. Su sentido de lo erótico va más allá: placer y gozo, la carne creciendo en la debilidad de la hierba, las partes en el todo femenino, pérdida del paraíso, búsqueda de lo perenne, la belleza perecedera que en el poema aspira a ser eterna.

El signo de Gonzalo es la piedra, el carbón, el aire. No la academia ni los altos vuelos de la erudición. En vez de hablar de sí mismo le da la palabra a la poesía, al poema; su línea poética siempre está regresando al origen, a la sílaba, a la savia del lenguaje desde el árbol de la palabra.

Ya libre del paso de los años, más allá de los homenajes y los premios —Nacional de Literatura de Chile (1992), Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (1992) y Cervantes de Literatura (2003)—, entre sus epitafios —recordemos que la muerte es otra de sus constantes— quizá sea éste el que más se acerca a un final, si no feliz, tampoco trágico:

Se dirá en el adiós que amé los pájaros salvajes, el aullido/ cerrado ahí, tersa la tabla/ de no morir, las flores: Aquí yace/ Gonzalo cuando el viento,/ y unas pobres mujeres lo lloraron.

sábado, 7 de mayo de 2011

Así escribo (Roberto Diego Ortega)

Mayo/2011
Nexos
Roberto Diego Ortega

Escribo y leo a cualquier hora, en cualquier día, pero no de manera sistemática, mucho menos en horarios fijos. Voy no sólo en busca de mis gustos o afinidades —un lujo más intermitente— sino también a otras regiones, por mi trabajo de editor, hacedor de libros: vivo inmerso en palabras escritas —en revisarlas, precisarlas, destilarlas.

Soy —lo confieso— un lector afilado por el consejo borgiano de que en la escritura no se trata de sumar sino de restar palabras. Por eso al leer veo tantos párrafos de paja y redundancias, páginas y aun libros enteros completamente prescindibles, dictados por la complacencia, la vanidad, la debacle del sentido crítico: montañas de volúmenes destinados al polvo.


Como buena parte de la generación nacida en la segunda mitad del siglo pasado, adquirí la pasión de la lectura a partir de las letras mexicanas y latinoamericanas del siglo XX; de ellas derivé por derroteros y estaciones que no viene al caso enumerar, aunque respecto a la literatura moderna la poesía fue tan definitiva como la narrativa.
Eso por lo que se refiere a la lectura. La escritura suele ser menos gozosa pues comprende —como exige el lugar común— cierta dosis de sufrimiento —a la par de su placer intenso. Más todavía en presencia de una maldición obsesiva, capaz de alcanzar atributos pesadillescos desde una certeza invariable: que cada verso, cada ritmo es irremediablemente perfectible, y por lo tanto puede ser —debe ser— más verdadero, más decantado, nítido, preciso. Y cuando ese proceso alcanza un fin, una posible solución, sólo es bajo la fórmula de Paul Valéry: “un poema nunca se termina, sólo se abandona”. Y si el poema resulta interminable debe ser también porque resuena la añoranza de Lezama Lima: “Ah, que tú escapes en el instante /en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”.

En este sentido mi escritura no tiene alternativa: sólo así puede llegar a ser. No la confianza en el primer impulso, la inspiración, el rapto sentimental digno —para mí— de toda sospecha, sino ese desafío de tiempo completo que no aspira a la perfección pero sí busca la exactitud, la concentración, la síntesis. Puedo llegar al nudo ciego de un poema que de pronto parece deshacerse, perder el rumbo por alguna puerta falsa. Entonces lo abandono, durante semanas o meses, y tal vez al regresar una nueva mutación, un mínimo detalle resuelve, en una sola línea —como una pincelada—, el cuadro entero. Y puedo estar convencido pero jamás del todo, regresar una y otra vez, desde historias distantes, y acaso hallar algún atajo cuya necesidad sólo entonces advierto. Y dejo madurar el racimo de textos con el veredicto del tiempo: alternan su reposo. En el camino se transfiguran o desaparecen.

Sé que esta voluntad de elaboración y contención a lo largo de los años —en las antípodas de la urgencia o la costumbre de publicar— resulta perversa, ingenua, estéril para fines de trascendencia, becas, fama, honores, premios; no justifica la asistencia a los encuentros y congresos, ni el etcétera que alimenta la agenda o el status del escritor profesional, inscrito en el llamado mainstream de la literatura en cualquiera de sus ámbitos; ese mismo escritor presente en las editoriales y antologías que lo ameriten, algunas veces a todo galope en pos de ventas o reconocimiento, bajo el contrato y los modelos de los grandes consorcios: una sociedad a la que yo no pertenezco porque no está en mi naturaleza. Soy más proclive al “gesto huraño” que diría Owen.

Estoy además convencido de que la extensión de una obra es irrelevante: a fin de cuentas no se trata de la cantidad de títulos, sino de su exigencia sostenida, la eficacia de su pasión y su imaginación. Pero las novedades en librerías aparecen, muchas veces carentes de cualquier apuesta verdadera, con la prisa del mercado que sólo delata —en tantos casos— la infatuación de extender el breve minutero de la fama según Warhol, sin cancelar sus ventas y beneficios, desde luego. De ahí que la exigencia sostenida sucede como una rareza más que una costumbre: prevalece la reiteración o bien lo residual. Y ante el caudal incalculable de libros que existen y vendrán, lanzarlos a mansalva parece una descortesía, por no decir una vulgaridad mercantil. Por mi parte prefiero —así sea fatalmente— la puerta o la ventana de la obra breve.

En esas coordenadas, con sus atolladeros y asideros, luego de más de quince años publico un nuevo libro: abandono esa trama que ha concentrado mis empeños, bajo un título, una frase que hallé en algún momento del trayecto; tiempo después se me ocurrió verificarla en google y descubrí esta coincidencia: comparte el nombre de una calle en la villa de Algete, provincia de Madrid: Travesía del espejo.

“La amistad es la forma más sólida de amar”

7/Mayo/2011
Laberinto
José Luis Martínez

En un texto sobre Los postulados del buen golpista, José Joaquín Blanco afirma que Luis Zapata, su autor “apuesta por la amistad, por la cultura, por la risa. Le busca y le encuentra, dentro de nuestros apocalipsis urbanos, sus módicos paraísos a la ciudad: cines, calles, tiendas, gimnasios… pero sobre todo amigos”.

En la Casa Refugio Citláltepetl, después de participar la noche del miércoles con Michael Schuessler en la presentación del libro El deshielo de Nayar Rivera, el escritor guerrerense confirma la certeza de Blanco.

—Tengo muchos amigos —dice—. Me encanta hacer amigos nuevos, muchos de ellos jóvenes. Me sorprende, por ejemplo, que un libro mío como El vampiro de la colonia Roma (1979), que es antiquísimo, pueda decirle algo a un chavo de veinte años, o menos, porque lo leen en Prepa.

Esos jóvenes lectores con frecuencia devienen amistades a través de Facebook, del que Luis se declara “un verdadero adicto”.

Pero sus amigos más queridos, reconoce, son los de más antigüedad:

—Aquellos con lo que he vivido muchas cosas y por los que siento más afinidad: José Joaquín, Angelina [Martín del Campo], José Dimayuga, Lourdes Berruecos, Rosina Conde…

El 27 de abril, con motivo de sus sesenta años, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Quimera ediciones le organizaron un homenaje que recuerda con una discreta sonrisa.

—Estoy muy contento, pero soy muy poco dado a los balances. En realidad no me siento de sesenta ni tampoco de cuarenta… He vivido muchos años, muchas cosas, algunos de mis amigos ya se murieron y a veces es inevitable sentir el paso del tiempo, aunque no me gusten los recuentos. Pero, te repito, estoy muy contento y éste ha sido, definitivamente, el mejor cumpleaños que he pasado.

Al preguntarle su concepto de amistad, responde:

—Para mí, la amistad es la forma más importante de sentir afecto. Es lo que más satisfacciones puede darte en el terreno emotivo, afectivo, porque no está sujeta a vaivenes como el amor —en ocasiones puede uno estar enamoradísimo de una persona y luego medio odiarla, aunque en mi caso, con el tiempo, los cuates con los que he andado se han vuelto mis amigos. Entonces, creo que la forma más sólida de amar es la amistad.

Narrador, dramaturgo, traductor, Luis Zapata tiene en su extensa bibliografía títulos como La hermana secreta de Angélica María, Siete noches junto al mar y La más fuerte pasión, que forman parte de una de las obras más originales de la literatura mexicana. “Sus historias —escribe Blanco— son inevitablemente novedosas. (…) Difícilmente encontraremos en estas décadas un narrador al mismo tiempo tan correcto y tan explosivo, tan arriesgado y tan riguroso, tan lúdico y tan exigente, y sobre todo tan disfrutable”.

Al hablar de sus libros, Zapata dice:

—Mi favorito es el más reciente: La historia de siempre. Al Vampiro lo veo muy lejano, a los demás también. Para mí fueron importantes en su momento y me comprometí mucho en su escritura, porque no concibo la escritura más que como un compromiso, gratificante, divertido y que le da sentido a mi vida. A todos mis libros los he valorado en su momento, los he disfrutado, pero siempre me quedo con el más reciente.

Una de las grandes pasiones de Luis Zapata es el cine —con Godard y Fellini como dioses tutelares—, y desde hace algunos años ha dirigido películas en formato digital, entre ellas el largometraje Afectuosamente su comadre y el documental Angélica María frente al mar.

—Yo tuve una infancia de cinéfilo y fui un lector tardío, hasta la Prepa comencé a leer. Pero de niño tuve mucho contacto con el cine y también con el teatro —comenta Luis en esta noche de lluvia, mientra agota uno tras los cigarrillos que fuma con una boquilla.

En Cuernavaca, donde radica desde hace muchos años, lleva una vida tranquila que le permite leer y escribir al ritmo que quiere. En la actualidad, comenta, tiene tres novelas inéditas.

—Una se llama Autobiografía póstuma, es la biografía de un escritor de provincia que cuenta su historia desde el más allá, es como Blas Cubas (de Joaquim Machado de Assis). La otra es Como sombras y sueños, es sobre la depresión y ya está terminada, pero todavía la voy a retrabajar. Y la tercera es sobre una escritora de libros de autoayuda medio pirada, medio new age. Son los tres libros que tengo ahora, a ver cuál se publica primero —tampoco soy muy clavado con la publicación, yo me clavo más con la escritura, en lo demás soy muy poco emprendedor, pero si se dan las oportunidades, qué bueno.

¿Qué es para Luis Zapata la literatura? La respuesta es un viaje de retorno a comienzo de la conversación.

—Es la amistad más duradera que ha habido en mi vida, mi compañía más perdurable desde los once años que —quién sabe por qué— comencé a escribir. Es la actividad que más me gusta de todo lo que hago. Hacer películas me divierte mucho, pero si tuviera que elegir entre escribir y dirigir cosillas, pues escogería escribir, siempre; es mi medio de relacionarme con el mundo, de relacionarme conmigo mismo.

Historias impredecibles

7/Mayo/2011
Laberinto
José Abdón Flores

En uno de sus primeros cuentos, Mario Levrero (1940-2004) narra la experiencia de abrir un encendedor. Una vez retirado el primer perno, el personaje del texto comienza a retirar piezas insospechadas no sólo por su función sino por su tamaño. Más tarde termina atrapado en el interior de una de las partes riéndose por haber desarmado el encendedor que en la oscuridad le habría sido de gran ayuda.

Tal es la literatura de Mario Levrero que con anécdotas en apariencia mínimas desarrolla historias impredecibles.

Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo y desde que se lo propuso ha sido la referencia natural de la mejor literatura uruguaya. Ampliamente influido por Kafka —su primera novela, La ciudad, se desprende de su lectura de El castillo—, en Levrero convergen además matices de Onetti y de Felisberto Hernández. Prácticamente toda su vida rehuyó el mundo de la literatura del cual abominaba: “Digo a menudo que escribir es fácil; lo difícil es ser escritor, aguantar las penurias de semejante vida. Yo me resistí todo lo que pude y recién me reconocí plenamente como escritor cuando ya no lo era”.

Como otros autores periféricos hizo de todo durante su vida aunque nunca se alejó del ámbito editorial: guionista, fotógrafo, dibujante, editor… Situación que le permitió escribir siete libros de cuentos y siete novelas incluida la “Trilogía involuntaria”, llamada así por él mismo cuando se percató de que ya había escrito tres novelas.

La etiqueta que se le ha colgado a Levrero es la de inclasificable; textos suyos han aparecido junto a nombres como Philip K. Dick y Brian Aldiss en antologías de ciencia ficción. Y es que el universo de Levrero es ante todo caótico, después abstracto, y luego especulativo. En su pluma, esta combinación genera un ambiente de azar y misticismo.

El complejo universo generado a menudo resulta tener atributos de laberinto; esto quedó patente desde su primer libro, La máquina de pensar en Gladys (cuentos), en el que los personajes llegan o están en un lugar obstruido —sótano, casa abandonada, jardín— y deben salir de ahí pese a las singularidades tipo Lewis Carroll. En la novela El lugar el laberinto es subterráneo y está emparentado con el infierno; en tanto que en Dejen todo en mis manos el laberinto es la provincia uruguaya donde un escritor rechazado debe encontrar a un escritor anónimo que ha escrito una obra maestra.

El interés de Levrero por la parasicología se ve reflejado en obras como El alma de Gardel donde dicha alma es un pneuma que a veces adopta la figura de una rubia y desea liberarse, para ello pide que no la piensen más. En el año 2000 Mario Levrero recibió la beca Guggenheim. El tiempo así ganado lo empleó en concluir el que sería su último libro, La novela luminosa, donde se propuso contar “experiencias luminosas”. La obra fue póstuma y el tema, el pretexto para reflexionar sobre la escritura que, en su caso, siempre ha sido de una claridad deslumbrante.

¿La FIL en Los Ángeles?

7/Mayo/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Se decía que la “FIL” estaría en Los Ángeles. La Universidad de Guadalajara y la Feria Internacional del Libro de Guadalajara organizaron la feria del Libro en Español en Los Ángeles (LeaLA) en el centro de convenciones del 29 de abril al 1 de mayo.

Su web http://lea-la.com era su carta de presentación. Pero sin la última versión de Explorer, no abría. Bueno, pensé, oportunidad para actualizar.

Pero bajar programas en cada computadora, cansa. Además, el programa de actividades no podía bajarse ni copiarse (muchos recuadros... pantalla por pantalla).

Con apuntes, me dirigí a Los Angeles.

L.A. es quizá la ciudad hispana más importante de Occidente, por su poder económico y cultural, y el español, la segunda lengua de Estados Unidos, con más hispanoparlantes que en España (y junto con México la mayor zona del español en el planeta).

Ferias del libro de concepto pequeño (digamos, convenciones académicas o literarias) reúnen más editoriales y más volúmenes en ese mismo lugar, así que para quienes asistimos a estos eventos en Los Ángeles, LeaLA se quedó chica.

Los stands se sentían vacíos de libros y comparada con la FIL, palidecían.

El programa era atractivo (Isabel Allende, Elena Poniatowska, Xavier Velasco, José José, Kate del Castillo, etc.) para público general, como la selección de libros.

Para un lector habitual, no había gran variedad. Los títulos académicos o de editoriales raras o independientes eran escasos, y los stands, pequeños.

Con esto digo todo: en la FIL siempre termino gastando el doble de lo planeado; en LeaLA, compré la cuarta parte de lo que llevaba.

En el de Educal-FCE, la mesita de novedades tenía no más de diez títulos.

Algunos stands incluso parecían saldos o exhibición de colecciones. Para libros inusuales, definitivamente, ir a Fil, Minería o aun Monterrey asegura mayor diversidad.

Además, había problemas para pagar. En el stand de Educal-FCE no encontraban algunos de los títulos en el sistema (“se cayó”) y hubo necesidad de ir al día siguiente a pagar y recoger los libros. En el stand de la UNAM tuve que esperar 15 minutos para pagar, como si no existiera el código de barras. Todo mundo fue muy amable. Pero en ciertos stands los libros no tenían precio etiquetado y había que preguntar uno por uno.

Nada de esto sucede en ferias norteamericanas.

Acierto: en California —donde se encuentra todo en las librerías de usado o latinas especializadas—, el precio en LeaLA fue competitivo.

¿La buena noticia? Llegaron a Los Ángeles. ¿La mala? No se dieron cuenta que estaban en Los Ángeles.

Ojalá se vuelve bilingüe, y para público general, estudiantes y especialistas. De otro modo, es pequeña para L.A.

No se diga para California, USA o lo binacional. No fue una feria del libro para viajar a ella.

Ojalá haya otra LeaLA y crezca bastante.