domingo, 30 de octubre de 2016

Maestros fundamentales

30/Octubre/2016
Confabulario
Huberto Batis

Cuando llegué de Guadalajara tuve dos maestros muy cercanos y muy influyentes en mi persona: Antonio Alatorre y Sergio Fernández. Al primero lo conocí cuando don Alfonso Reyes lo designó mi tutor cuando me dio la beca de El Colegio de México. Después fue mi maestro de Teoría Literaria en la UNAM cuando Agustín Yáñez se fue de gobernador a Jalisco. Alatorre seguía el texto clásico de Teoría Literaria de René Wellek y Austin Warren y abarcaba desde Aristóteles hasta nuestros días. Era una tarea imposible. Además, nos ponía a estudiar la literatura clásica, neoclásica, romanticismo, de nuevo el neoclasicismo y la época actual. Ese era el plan de Alatorre. Nos daba a leer textos ilegibles, porque estaban llenos de datos. Alatorre era una enciclopedia, todo un índice de lecturas comentadas.
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Tiempo después, cuando Agustín Yáñez regresó a la Facultad de Filosofía y Letras se fue como secretario de Educación me encargaron dar su curso. Mis alumnos eran de todas las carreras: Letras Hispánicas, Italianas, Francesas, Inglesas, Alemanas (ahora hay hasta Portuguesas). Tenía una cantidad de alumnos muy numerosa, tanto que no había salón que los recibiera, por eso me tocó el Auditorio, en donde dictaba mis clases con micrófono. Por esas fechas me tocó organizar en el Justo Sierra la visita de un director de teatro europeo: Jerzy Grotowski. Tuvo un Auditorio repleto y nos dio la media noche hasta que los empleados apagaron la luz para obligarnos a salir. Nadie se salió y Grotowski siguió hablando en voz alta, sin micrófono. Así era el interés que causaban esas figuras que nos visitaban del extranjero. Sin embargo, una mañana invitaron a Lawrence Doctorow, pero nadie acudió a recibirlo.
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Antonio Alatorre era el clásico filólogo, lleno de referencias eruditas con las que transmitía un interés por las cosas importantes y bellas. Un día le dio un cambio de derrotero a mi vida. Me dijo que su hermano Enrique necesitaba un redactor para ayudarle a hacer la revista de El Banco de México, donde aparecían publicaciones de investigadores en economía e industria. Me propuso que me entrevistara con su hermano para ver si me arreglaba con él. Y nos arreglamos con gran éxito.
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En el Banco de México conocí a una muchacha que me flechó: Estela Muñoz Reinier. La vi un día en una de las jaulas que había en el sótano en donde las empleadas vigilaban la perforación y quema e los billetes antiguos que llegaban al Banco Central. Luego la buscaba en el comedor y a partir de ese momento buscaba sentarme en su mesa y cortejarla. Ella vivía en la colonia Santa María la Ribera, cerca del Museo del Chopo. Un día la invité a salir por la tarde. La llevé a la Universidad, la llevé al departamento que compartía con Carlos Valdés en la calle de Detroit, a media cuadre de Insurgentes. Un día mi papá vino de Guadalajara a una convención que hubo en Toluca. Fui por él y me lo traje para que me la pidiera en matrimonio. Estela era huérfana de padre, pero su madre y unas tías nos recibieron.
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Así me cambió la vida Antonio Alatorre. De su hermano Enrique sólo puedo decir maravillas. Me enseñó a fotografiar, a redactar, mejor de lo que ya sabía; me enseñó a formar y a editar una revista. Tuvimos una buena amistad, nosotros y nuestras mujeres: Yolanda Iris y Estela Muñoz. Ellos tuvieron un hijo y una hija. Nosotros tuvimos dos hijas: Gabriela, la primogénita y Ana Irene. Vivimos mil aventuras juntos, nos íbamos a acampar. Era un México muy distinto. Podías acampar donde quisieras con la seguridad de que nadie te iba a molestar, nadie te iba a robar, mucho menos a matar como hoy.
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Antonio y Enrique tenían también un grupo de canto con el que interpretaban letrillas líricas de la España medieval. La esposa de Antonio, Margit Frenk, era una experta en lírica popular. Cuando me casé en la Iglesia de la Coronación, cerca del Parque México, ellos se ofrecieron a cantar en mi boda, durante la liturgia. Una de las que recuerdo decía: “Teresita, hermana de la fara-liru-la”. Hoy, ambos hermanos Alatorre han muerto. Enrique no soportó la muerte de Yolanda Iris. La siguió unos cuantos meses después de su muerte. Antonio y Margit se separaron porque él descubrió su homosexualidad en el psicoanálisis del doctor Roquet.
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Un sabio
Otro maestro que recuerdo con mucho aprecio fue Sergio Fernández, profesor de Literatura Española clásica. También me tocó tomar el curso de Ernesto Mejía Sánchez porque éste dejó de darlo un año para hacer un viaje de estudio a España. Sergio sabía envolver a sus alumnos, parecía que nos hechizaba. Generaciones de alumnos tomaban todos sus cursos.
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Sergio hacía muchas reuniones en su casa, que construyó cerca de la escuela militar que estaba en la carretera del Desierto de los Leones. Tenía muy buen gusto para las artes. Te enseñaba música, pintura y teatro. Se casó con una alumna mía y suya: Josefina Iturralde. Ahora están separados y ella vive en Roma con su hija, Paula, de quien se decía era hija de otra persona. Sergio se casó con mujeres embarazadas a las que no les respondían los padres. Lo hacía para darles un patrimonio y un apellido. Académicamente fue uno de los mejores maestros de la Facultad de Filosofía y Letras.
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Mi maestro era también un excelente novelista: Los pecesLos signos perdidos, y En tela de juicioSegundo sueño y Olvídame. Novelas de amor para la monja portuguesaTenía la entrada a su casa en una subida a la montaña, en la que después hizo un garage, una biblioteca y un elevador. Cuando se cambió a esa casa guardó sus muebles en mi sótano y sus macetas en mi jardín. En una de esas mudanzas se rompió una que tenía un árbol del hule. Lo planté en un rincón de mi jardín y creció muchísimo, tan alto como cinco pisos. Es una belleza.
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Un día Sergio me dijo: “Invítame a cenar a tu casa con unos amigos”. Y llevó a Martha Chapa y a su marido. Es muy bella y muy simpática. Se ha dedicado a pintar manzanas. Me llamaron hace poco para invitarme a cenar con Sergio. Dijeron que era una invitación de él. Uno sabe que cuando prestas los libros es una pérdida para siempre, pero Sergio siempre ha mantenido el sentido del honor: te regresaba los libros. Hoy quedan muy pocas personas así.

sábado, 29 de octubre de 2016

25 años en 100 libros

29/Octubre/2016
Babelia

Lista completa del centenar de títulos elegidos por el jurado de Babelia


1. 2666, Roberto Bolaño (2004)
2. La Fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa (2000)
3. Los detectives salvajes, Roberto Bolaño (1998)
4. Tu rostro mañana, Javier Marías (2002)
5. Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas (2000)
6. La novela luminosa, Mario Levrero (2005)
7. Soldados de Salamina, Javier Cercas (2001)
8. Borges, Adolfo Bioy Casares (2006)
9. Corazón tan blanco, Javier Marías (1992)
10. Rabos de Lagartija, Juan Marsé (2000)
11. La grande, Juan José Saer (2005)
12. Anatomía de un instante, Javier Cercas (2009)
13. El desierto y su semilla, Jorge Baron Biza (1998)
14. Crematorio, Rafael Chirbes (2007)
15. Tinísima, Elena Poniatowska (1992)
16. La noche de los tiempos, Antonio Muñoz Molina (2009)
17. El desbarrancadero, Fernando Vallejo (2001)
18. La pesquisa, Juan José Saer (1994)
19. Son Memorias, Tulio Halperin Donghi (2008)
20. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Rafael Sánchez Ferlosio (1993)
21. Fragmentos de un libro futuro, José Ángel Valente (2000)
22. Jamás el fuego nunca, Diamela Eltit (2007)
23. Nubosidad variable, Carmen Martín Gaite (1992)
24. Santa Evita, Tomás Eloy Martínez (1995)
25. El día del Watusi, Francisco Casavella (2002-2003)

Los restantes 75 libros más votados, en orden alfabético de autor:

El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince (2006)
Diario de la hepatitis, César Aira (1993)
Mater Dolorosa, José Álvarez Junco (2001)
Los peces de la amargura, Fernando Aramburu (2006)
Las contemplaciones, María Victoria Atencia (1997)
Diccionario de las artes, Félix de Azúa (1995)
Salón de belleza, Mario Bellatin (1994)
Las poetas visitan a Andrea del Sarto, Juana Bignozzi (2014)
Lo que no tiene nombre, Piedad Bonnett (2013)
El hambre, Martín Caparrós (2014)
Espejo de gran niebla, Guillermo Carnero (2002)
Potlatch, Arturo Carrera (2004)
El asco, Horacio Castellanos Moya (1997)
Rito de iniciación, Rosario Castellanos (2012)
Pretérito imperfecto, Carlos Castilla del Pino (2004)
Febrero, Julia Castillo (2008)
El metal y la escoria, Gonzalo Celorio (2015)
La larga marcha, Rafael Chirbes (1996)
Desiertos de la luz, Antonio Colinas (2008)
La ruina del cielo, Luis Mateo Díez (1999)
Las cosas que perdimos en el fuego, Mariana Enríquez (2016)
Karnaval, Juan Francisco Ferré (2012)
El naranjo, Carlos Fuentes (1993)
El síndrome de Ulises, Santiago Gamboa (2005)
Libro del frío, Antonio Gamoneda (1992)
Vivir para contarla, Gabriel García Márquez (2002)
Habitaciones separadas, Luis García Montero (1994)
Lo solo del animal, Olvido García Valdés (2012)
Devastación del hotel San Luis, Lorenzo García Vega (2007)
Santo oficio de la memoria, Mempo Giardinelli (1991)
Tiempo de vida, Marcos Giralt Torrente (2010)
La conquista del aire, Belén Gopegui (1998)
La balada del abuelo, Palancas, Félix Grande (2003)
La fantasía de la individualidad, Almudena Hernando (2012)
El bucle melancólico, Jon Juaristi (1997)
Hoy, Júpiter, Luis Landero (2007)
Romanticismo, Manuel Longares (2001)
Bella en las tinieblas, Manuel de Lope (1997)
El homóvil, Jesús López Pacheco (2002)
La mujer de pie, Chantal Maillard (2015)
El embrujo de Shanghai, Juan Marsé (1993)
Los girasoles ciegos, Alberto Méndez (2004)
Riña de gatos, Madrid 1936, Eduardo Mendoza (2010)
Yo nunca te prometí la eternidad, Tununa Mercado (2005)
Sangre en el ojo, Lina Meruane (2012)
El jinete polaco, Antonio Muñoz Molina (1991)
Como la lluvia, José Emilio Pacheco (2009)
El hombre que amaba a los perros, Leonardo Padura (2009)
Vislumbres de la India, Octavio Paz (1995)
Hombres buenos, Arturo Pérez-Reverte (2015)
Los diarios de Emilio Renzi, Ricardo Piglia (2015)
Plata quemada, Ricardo Piglia (1997)
El arte de la fuga, Sergio Pitol (1996)
Gente que vino a mi boda, Soledad Puértolas (1998)
Lo que soñó Sebastián, Rodrigo Rey Rosa (1994)
La tentación del fracaso, Julio Ramón Ribeyro (2002)
Catch and release, Reina María Rodríguez (2006)
Definiciones mayas, Mercedes Roffé (1999)
Quedeshim quedeshoth, Gonzalo Rojas (2009)
El vano ayer, Isaac Rosa (2004)
Los ejércitos, Evelio Rosero (2007)
Cámara Gesell, Guillermo Saccomanno (2012)
Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Daniel Sada (1999)
Lección de anatomía, Marta Sanz (2008)
La ciudad vista, Beatriz Sarlo (2009)
Diccionario filosófico, Fernando Savater (1995)
Estuario, Tomás Segovia (2010)
La manía. Salón de pasos perdidos, Andrés Trapiello (2007)
Habíamos ganado la guerra, Esther Tusquets (2007)
Guiando la hiedra, Hebe Uhart (1997)
Concierto animal, Blanca Varela (1999)
Los informantes, Juan Gabriel Vásquez (2004)
En busca de Klingsor, Jorge Volpi (1999)
Cosas del cuerpo, José Watanabe (1999)
Capital de la gloria, Juan Eduardo Zúñiga (2003)
Zurita, Raúl Zurita (2011)

Educación de adultos

28/Octubre/2016
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Hace 25 años pensaba que ya sabía la mayor parte de las cosas que necesitaba saber. Imaginaba que a los treinta y tantos años la vida ya había adquirido su forma más o menos definitiva. Sabía las novelas que me gustaban y las que no me gustaban, y también sabía o creía saber que leer novelas y escribirlas eran las dos tareas principales de mi vida. Educado, por llamarlo de algún modo, en la cultura universitaria del antifranquismo, tendía a la rigidez intelectual y consideraba que el sarcasmo era un indicio de inteligencia, y el desengaño y el desencanto, los estados naturales ante la situación del mundo y ante las realidades y las expectativas de la vida inmediata.

La atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los que se mueve, puede malograr sus mejores impulsos. Yo he tenido siempre una propensión natural hacia la admiración y el entusiasmo, pero en la cultura española esas dos actitudes no han tenido casi nunca mucho prestigio, y lo tenían aún menos en aquellos años en los que yo empezaba a asomarme al mundo, a publicar lo que escribía. Era imprescindible hacerse sarcástico, forzar un gesto de desgana o desprecio hacia cualquier cosa que no formara parte de lo aceptado literariamente, intelectualmente. Mucho más importante que lo que uno admiraba era lo que elegía denostar. Ser resabiado era más importante que ser sabio. El desdén era imprescindible, el desinterés por todo aquello que quedaba fuera de lo que debía celebrarse. Las primeras veces que viajé a Madrid llevando ya una novela con mi nombre en la portada descubrí que era imprescindible admirar a Juan Benet y desdeñar a Pérez Galdós. Que se llamara Pérez era algo que daba mucha risa. A un listo de aquella escuela, que todavía combina con talento el pijerío social y la pose del radicalismo político, también le hacía mucha gracia burlarse de que yo me llamara Muñoz. “El novelista Muñoz”, escribía. Era muy ingenioso.

Una de las pocas cosas que yo sabía entonces era que la lección de William Faulkner no hacía ninguna falta aprenderla de Juan Benet. Yo agradezco haber llegado a Faulkner a través de Juan Carlos Onetti, y en esa admiración y esa gratitud no he cambiado. Onetti era refractario a cualquier señoritismo intelectual. En eso se parecía a Miguel Delibes, que era otro escritor al que convenía mirar ostensiblemente por encima del hombro, y hacer bromas sobre su presunto costumbrismo y ruralismo. Delibes, tan tosco. El campo estaba muy mal visto, a no ser que fuera el campo abstracto de la Región de Benet. Claro que eso no era campo, sino territorio mítico. “Territorio mítico” era una expresión que aparecía mucho en los suplementos literarios.

Años después encontré una reflexión de Flannery O’Connor que me hizo comprender algo del ambiente literario español. Dice O’Connor que un escritor de ficción no puede arreglárselas sin “a grain of stupidity”, un punto de estupidez: el que es un poco estúpido tiene que abrir mucho los ojos para enterarse de algo, y esa es la clase de atención que necesita un novelista. El que es demasiado inteligente ya se lo sabe todo y no necesita fijarse. “Este exceso de ser inteligentes”, escribió Jaime Gil de Biedma, que pertenecía a ese mundo, a esa clase social. Eran tan inteligentes que no podían escribir buenas novelas. A Juan Marsé le he escuchado alguna vez una observación semejante. Hay quien es tan listo que mira a sus propios personajes como al resto del mundo, de arriba abajo —a no ser al personaje protagonista en el que se retrata halagadoramente a sí mismo—.
En estos 25 años no creo haber aprendido mucho sobre el arte de hacer novelas. Esa es una tarea rara en la que la experiencia no enseña más que incertidumbres, o acaso reservas críticas hacia el propio trabajo, hacia el peligro de ese amaneramiento que tantas veces se confunde con el estilo. He aprendido, eso sí, a leer novelas, con mucha más atención, aunque con no menos entusiasmo cuando me gustan de verdad. Hace 25 años, en parte por ignorancia, en parte por pereza, leía casi exclusivamente novelas traducidas. Un aprendizaje fundamental para mí ha sido el de las dos lenguas en las que puedo leer mejor, aparte de la mía, la inglesa y la francesa. Pocos esfuerzos hay que ofrezcan recompensas tan extraordinarias. Leer las palabras mismas que escribió el novelista es sumergirse más hondo en la música de su estilo, en lo que hay de irreductible en él.
Para un escritor, además, la familiaridad con otro idioma le hace ser más consciente de las calidades y las posibilidades y las limitaciones del suyo. En el otro idioma se fija uno mejor en lo que rara vez advierte en su lengua materna, la poesía de las expresiones y los giros, las metáforas asombrosas del habla común. Cuando regresa a su propio idioma lo ve más nítidamente, como cuando regresa a su ciudad natal. Pocos trabajos literarios hay tan admirables como una buena traducción. Confiamos en ellas para la mayor parte de nuestras lecturas: Ricard San Vicente y Marta Rebón me han hecho accesible la literatura rusa del siglo XX, y a Thomas Mann, a Kafka, a Walter Benjamin, a Milosz, a Szymborska, solo los puedo leer traducidos. Pero leer a Melville en inglés, por ejemplo, o a Stendhal o a Proust en francés, es uno de los grandes placeres de mi vida.
He aprendido sobre todo que hay muchas más cosas que no sé y que me apasionan aparte de la literatura. En 1993, en la Universidad de Virginia, donde pasé un semestre de aprendizaje y retiro, cayó en mis manos un largo artículo de The New Yorker sobre un ciego que al recobrar la vista perdida durante la infancia descubrió que no podía descifrar el torbellino de las imágenes que ahora llegaban a sus ojos. Recuperó la visión, pero durante los años de ceguera había olvidado sin remedio la capacidad de procesar las percepciones visuales. El autor era, desde luego, Oliver Sacks. Aquel artículo me enseñó que la ciencia, bien explicada, podía contener maravillas más deslumbrantes que la literatura de ficción; y también que podía haber una literatura que se ciñera escrupulosamente a lo real y fuera al mismo tiempo precisa y poética. Más aún: que la vaguedad suele ser menos poética que la precisión.
Hace 25 años yo leía sobre todo novelas, y no tenía la sensación de que me faltara algo, ni la curiosidad de descubrir cosas que estuvieran más allá de esa afición que también se había convertido en mi trabajo. Ahora soy mucho más curioso que cuando era joven. Según pasa el tiempo se me agudiza el deseo de aprender, y no solo de los libros. Me imagino vidas alternativas, o paralelas, o complementarias, en las que hago otras cosas; aprendo a dibujar o a tocar el piano, estudio botánica, estudio disciplinadamente portugués, vivo en París hasta conocerlo tan bien como conozco Madrid o Nueva York, etcétera. Pero la vida es tan corta que la única manera que he aprendido de ensancharla un poco es fijarme mucho en todo e imaginar otras vidas.

domingo, 16 de octubre de 2016

Maestros entrañables

16/Octubre/2016
Confabulario
Huberto Batis

Uno de los maestros que recuerdo con más aprecio es el poeta español Luis Cernuda. Era muy puntual en su clase de Literatura Francesa. Llegaba a las cuatro de la tarde, con el sol entrando al salón por las ventanas que abarcaban de piso a techo, al estilo Le Corbusier. Se plantaba frente a la ventana con el sol bronceándole el rostro cetrino. Así daba su clase, mirando al jardín sin mirar a sus tres únicos alumnos. Eran clases maravillosas, a la altura del mejor auditorio. Comenzaba a hablar cuando su reloj sonaba y dejaba de hablar cuando volvía a sonar, a la hora en punto.
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Muchas veces nos hablaba en francés, de tal manera que no entendíamos nada, así que nos metimos a clase de francés simultáneamente para entenderle. Le preguntábamos: “Maestro: ¿Qué significa lo que dijo?” Y no se dignaba a contestarte. Quizá no quería volverse para no ver a los pocos alumnos que asistíamos a su clase. Se hubiera llevado una gran decepción. Aun así, era ejemplar el respeto que tenía con su pequeño auditorio, totalmente inmerecido, formado por tres muchachos ignorantes, no sólo de la literatura francesa sino del idioma. Don Luis había dado clases en Inglaterra, en Estados Unidos y finalmente vino a México, a donde llegó a vivir en casa de un poeta amigo suyo que vivía en la calle de Tres Cruces, en Coyoacán: Manuel Altolaguirre.
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En una ocasión mi amigo, el maestro nicaragüense Ernesto Mejía Sánchez, me invitó porque iba a ver a Cernuda en su casa de Tres Cruces. Tocamos el enorme portón y Cernuda entreabrió la puerta, vio a Ernesto y le dijo: “Pase usted solo.” Mejía Sánchez me dijo: “Ni modo”. Me cerraron la puerta en la nariz; se metieron a hablar y me dejaron en la calle. No le hacía la menor gracia que lo fuera a visitar nadie que no estuviera invitado. Cuando Altolaguirre se fue a España, Cernuda se quedó a vivir al lado de su esposa y su hija Paloma. Tengo un cuadro de una de ellas, que me regaló un sobrino: Manuel Ulacia, mi alumno.
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En otra ocasión encontré a Cernuda en una reunión de amigos de la facultad, y nunca me miró ni me habló. Cuando quise saludarlo se fue, sin más. Yo, tercamente, en otra ocasión que pasaba en coche por Avenida Universidad a un lado de los Viveros, vi a Cernuda paseando rápidamente. Me adelanté y me estacioné. Bajé del auto y lo esperé para saludarlo. Llegó adonde yo estaba y le dije: “¿Qué tal don Luis?” Pero me rodeó y siguió su camino sin decir una palabra.
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En otra ocasión le pedí a Joaquín Díez-Canedo que me consiguiera un poema de Cernuda para mi revistaCuadernos del Viento. Me dio el poema y me dijo que Cernuda le respondió que me lo daría con mucho gusto. Ahí comprendí que era un hombre generoso, pero inalcanzable. Nunca pude hablar con él ni una sola palabra. En el examen que le entregué no puso ni un comentario, ni una sola palabra, nada.
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Luis Cernuda era un solitario. A su muerte, lo encontraron tirado en el suelo en 1963.
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María del Carmen Millán
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María del Carmen Millán era una mujer bajita y tenía una cabeza que parecía no corresponder al tamaño de su cuerpo. Creíamos que cada año se le hacía más grande. Era enérgica, pero muy bondadosa, protectora de sus alumnos, nos guiaba y nos ayudaba. Ella fue mi directora en el Centro de Estudios Literarios y me dio la idea de mi tesis, que consistía en analizar los índices de la revista El Renacimiento, de Ignacio Manuel Altamirano, a los que añadí un prólogo. Esa experiencia marcó mi idea de publicar en las revistas y suplementos que después dirigí, sin importar ideología o gustos literarios, así como hizo Altamirano en el año de la amnistía de Benito Juárez a los conservadores, en 1869.
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Ella fue mi sinodal en mi examen profesional. Mi director de tesis fue Agustín Yáñez, quien presidió el examen. Además, también estuvieron Sergio Fernández, Ernesto Mejía Sánchez y Rubén Bonifaz Nuño.
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María del Carmen Millán comenzó su réplica diciendo: “¡Por fin llegamos al término!”, como si me hubiera tardado mucho… y sí, me tardé como cinco años pero hice un tomazo. Sergio Fernández me hizo preguntas muy pícaras. Me preguntó: “¿Con qué escribía Altamirano?” Yo le respondí: “Supongo que con plumilla y tintero”. “¡No! -me decía-, los pintores dicen que pintan con el sexo. Así debía de escribir Altamirano”. Y agregaba: “¿Usted con qué escribe?” Mejía Sánchez me hizo notar varios errores capitales que traía mi tesis. Por ejemplo, hice dominicano al cubano José María Heredia. Me reclamó que cómo podía escribir esa barbaridad. Bonifaz Nuño se puso de acuerdo conmigo. Yo sabía qué me iba a preguntar y él sabía qué le iba a responder. Así era: muy buena gente. En cambio, Agustín Yáñez no quiso intervenir porque ya se le hacía tarde para irse a una reunión porque en esas fechas era consejero de la Presidencia.
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Después, María del Carmen me llevó con ella a trabajar en la SEP cuando dejó el Centro de Estudios Literarios. Ahí editamos libros y revistas en la Dirección de Publicaciones que en un principio coordinó Sergio Galindo, al que después se llevaron para dirigir el Instituto Nacional de Bellas Artes.
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Ahí, Gustavo Sainz, Alí Chumacero y yo hicimos los Cuadernos de López Velarde, que luego se publicaron empastados en dos tomos, pero que salían como revistas mensuales. Luego Gustavo Sainz y yo ideamos la colección SEP 70. Al principio hubo textos magníficos, pero luego cambió su perfil cuando Víctor Bravo Ahuja, titular de la SEP, nombró a María del Carmen como directora de Radio Educación. Cuando ella se fue entró un subsecretario que influyó enormemente en la publicación de libros de sociología, politología, economía. Al inicio logramos publicar Magia de la risa, libro de Octavio Paz y otros autores. María del Carmen terminó dirigiendo los canales de la SEP: Canal 13 y 7.
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María del Carmen murió en 1982 de una enfermedad muy rara. Primero se atendió en el Instituto de Cardiología, pero después la mandaron al de Nutrición. No pudieron hacer nada. No tenía síntomas. Por mucho tiempo convivimos, dimos clases en salones contiguos. Nunca noté algo raro en su salud.