martes, 26 de noviembre de 2019

La tenacidad del fracaso

23/Noviembre/2019
El Cultural
Eduardo Antonio Parra

Acaso por casualidad, quizás por destino, mi primer contacto con la producción del peruano Julio Ramón Ribeyro fue con “Sólo para fumadores”. Digo destino porque, fumador empedernido como soy, incursionar en este relato me provocó esa impresión tan conocida por lectores de cualquier época y latitud de estar ante un texto escrito sólo para mí. Al recorrer sus páginas y adentrarnos en esa experiencia humeante que se inicia en la adolescencia, Ribeyro nos conduce por un viaje a través de la memoria —suya y nuestra—, cuya ruta inicia con el entusiasmo ante el tabaco, pasa por la justificación del acto de fumar, cruza el largo trecho de la empatía, se despeña en el miedo a las consecuencias físicas y, al final, termina en la aceptación resignada. Pieza anfibia, a medio camino entre la crónica autobiográfica, el ensayo y la confesión, “Sólo para fumadores” tal vez sea, paradójicamente, el texto más célebre de un gran cuentista cuya obra, el resto, resulta poco conocida por lo menos en nuestro país.
En reuniones con colegas, en talleres literarios, al preguntar si alguien ha leído a Julio Ramón Ribeyro casi todos responden que “han escuchado su nombre” (no falta quien pregunte a su vez si me refiero a un escritor brasileño). Algunos dicen conocer “su texto sobre el tabaco”, pero casi nadie recuerda otros cuentos escritos por él. Entonces los más interesados apuntan su nombre y, cuando volvemos a encontrarnos, me dicen que lograron leer en internet tal o cual relato pero que no encontraron ningún libro suyo en librerías. No sé si esto se deba a que, como afirman los editores, “el cuento no vende” y por lo tanto no se publica, ni siquiera cuando se trata de un clásico del género. Lo cierto es que en mis primeras dos décadas como lector apenas tuve referencias de sus títulos, y después de leer en copias fotostáticas “Sólo para fumadores” y tres o cuatro relatos más, tras buscar sus volúmenes durante años logré ubicar en una librería un olvidado y solitario ejemplar de Prosas apátridas, que tampoco es un libro de cuentos, pero que me llevó a acercarme un poco más al estilo del autor.
PENSAMIENTOS, REFLEXIONES, microensayos, aforismos, estampas callejeras, apuntes que se quedaron sin desarrollar ni alcanzar forma narrativa acabada, estas prosas pueden por momentos iluminar el camino de cualquier escritor, o de quien intente serlo, señalándole sin dogmas ni didactismos el camino espiritual de la pasión por la literatura, las maneras de contemplar lo cotidiano y definir sus significados ocultos, o incluso los amargos descubrimientos que se hacen del oficio por medio de la lectura:
Literatura es afectación. Quien ha escogido para expresarse un medio derivado, la escritura, y no uno natural, la palabra, debe obedecer las reglas del juego. De ahí que toda tentativa para dar la impresión de no ser afectado —monólogo interior, escritura automática, lenguaje coloquial— constituye a la postre una afectación a la segunda poten-cia. Tanto más afectado que un Proust puede ser un Céline, o tanto más que un Borges un Rulfo. Lo que debe evitarse no es la afectación congénita a la escritura, sino la retórica que se añade a la afectación.
Pero también, en ocasiones, revelan fragmentos de biografía del autor, sus reacciones ante los embates de la vida, o incluso lúcidas y pesimistas observaciones sobre el sentido de la existencia:
Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.
Al expresar, de modo fragmentario, el ars poetica de Ribeyro, Prosas apátridas viene a ser reverso y complemento de su obra narrativa. En este libro destacan, además de las observaciones mencionadas, un modo particular de ver la realidad, de pensarla y de transformarla en palabra escrita, y una habilidad para detectar personajes vencidos por las circunstancias o atrapados en situaciones opresoras para las que no hay salida. Como lector, lo supe luego de unos años de haberlo leído, cuando al fin conseguí el primer volumen de cuentos del autor, publicado en 1955, cuando tenía veintiséis años de edad.
LO PRIMERO que se advierte en Los gallinazos sin plumas es un absoluto dominio del género, raro en un escritor tan joven. Todas las piezas son cuentos redondos, contundentes, bien acabados. Y si a eso se añade el lenguaje transparente, ágil y directo, poético sin ser pretencioso, a veces reflexivo sin resultar moroso, su lectura resulta una experiencia literaria cabal y agradable, más allá de que los temas pongan frente a los lectores la crueldad desnuda de la vida contemporánea, sobre todo porque el conjunto del libro se centra en las tragedias de las clases marginales de Lima. A pesar de ser un trotamundos desde muy joven, y de haber vivido gran parte de su vida en ciudades europeas, en especial en París, Julio Ramón Ribeyro nunca dejó de explorar la realidad de su terruño por medio de la escritura. Sus relatos, no importa dónde hayan sido escritos, son peruanos.
Los protagonistas de Los gallinazos sin plumas son seres marginales que nunca pudieron integrarse a la sociedad limeña, o que sí lo hicieron pero están a punto de ser expulsados de ella, en plena caída. Hombres y mujeres atrapados en situaciones deses-perantes, se debaten, sin éxito, por escapar; buscan rutas de salida que por momentos lucen francas, pero al tratar de tomarlas vuelven a cerrarse sin remedio. Así le sucede a Paulina en el cuento “Interior L”, quien tras haber sido violada por un albañil y tomar la decisión de abortar el producto de esa violación, ve que su miseria se vuelve peor cuando su padre bebe completo el dinero que le entregaron como “reparación del daño”:
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa, mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y algo de excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y las horas.
Ya sean los niños, a quienes el abuelo obliga a trabajar en los basureros pepenando desperdicios para engordar el puerco que va a vender (“Los gallinazos sin plumas”), o el hombre que sabe que será asesinado en el mar por el pescador que desea a su mujer (“Mar afuera”), o la mujer que ve la muerte de su marido como el único camino para salir de la miseria (“Mientras arde la vela”), o el recluso que debe darle una golpiza a otro para que lo dejen salir de prisión a ver a la mujer de la que está enamorado (“En la comisaría”), o la sirvienta que escapa de un patrón abusivo sólo para ser abusada por su salvador (“La tela de araña”), los protagonistas de Los gallinazos sin plumas esperan una oportunidad que no aparece, y si aparece es llena de obstáculos que se ciernen sobre ellos como una telaraña desgastándolos, doblando su voluntad, hasta que sus ansias de huida devienen rendición absoluta. La vida nos vence de manera irremediable, parece afirmar el autor a través de sus historias, no hay nada que hacer para defendernos de ella. Y la esperanza es un elemento que recrudece la tortura; quien se aferra a ella, encuentra aún más sufrimiento.
A partir de su primer libro de cuentos, Julio Ramón Ribeyro planteó algunas de las directrices que siguió en su obra posterior. La mayoría de sus protagonistas son seres marginales, muchos pertenecientes a las clases proletarias, otros tan sólo inmersos en un universo circular del que se han resignado a no salir, es decir, doblegados, vencidos. Hombres y mujeres habituados a la espera de algo, lo que sea capaz de arrancarlos de esa existencia doliente, aunque muy en el fondo saben que ese algo nunca llegará, y si llega los someterá a mayores sufrimientos. Este tipo de personajes y situaciones se repetirán en sus siguientes libros, pero conforme el escritor domine aún más el género del cuento y gane en conocimiento vital aparecerán junto a otros, los que se desdoblan de la propia vida y experiencia de quien los escribe —los intelectuales—, y aquellos que atraviesan situaciones absurdas o fantásticas, como puede verse en su segundo volumen de cuentos, publicado tres años después.
ECUENTOS DE CIRCUNSTANCIAS Ribeyro extiende sus intereses temáticos, así como sus técnicas y estrategias narrativas. Diversifica los puntos de vista (aunque da preferencia a la primera persona), el modo de construir las atmósferas y, sobre todo, cambia el tono de la narración dejando espacio para el humor y la ironía. El libro abre con un cuento que se ha convertido en clásico, “La insignia”, donde un hombre encuentra en un basural un objeto brillante y se agacha a recogerlo. Como el título lo indica, se trata de una insignia. Aunque no sabe de qué es, le gusta y decide usarla. De inmediato la gente a su paso comienza a tratarlo con deferencia, algunos se identifican con él y es invitado a la reunión de una cofradía, donde recibe encomiendas cada vez más importantes hasta llegar al puesto más alto, sin enterarse nunca de qué representa la insignia ni a qué se dedica la cofradía. Historia que roza lo fantástico pero que permanece en el ámbito del absurdo para desplegar una incisiva crítica de los comportamientos sociales, “La insignia” es tal vez el primer cuento del autor que le dio prestigio internacional.
Otro comportamiento social absurdo en sí mismo se refleja en el relato “El banquete”, donde Ribeyro se burla del ridículo al que se exponen, debido a su ambición, los arribistas. Aquí un hombre adinerado arriesga sus propiedades y su capital con tal de ofrecer un festejo para el presidente de la república, con la esperanza de obtener una canonjía para acumular mayor riqueza, pero no toma en cuenta los vaivenes de la política en países como los nuestros. En “La molicie”, el narrador y un amigo son derrotados por el clima veraniego de París, a pesar de que lucharon heroicamente por no sucumbir ante él. “La botella de chicha” y “Explicaciones a un cabo de servicio” son francas comedias de equivocaciones. “Páginas de un diario”, “Los eucaliptos”, “Scorpio” y “Los merengues” recurren a las memorias de infancia para establecer un tono nostálgico que se mezcla con la tragicomedia, y “El tonel de aceite” narra los intentos vanos de un joven asesino para huir de la justicia.
Pero, además de “La insignia”, los dos relatos que más llaman la atención de Cuentos de circunstancias son “Doblaje” y “El libro en blanco”. Ahora sí instalado por completo en el género fantástico, el primero aborda un asunto clásico en la narrativa universal, el doble. Al tener como antecedentes en el tema a autores como Dostoyevski y Edgar Allan Poe, Julio Ramón Ribeyro toma distancia de ellos (y tal vez, de modo inconsciente, se inclina por un autor como Jorge Luis Borges), por lo que su narrador-protagonista parte de un supuesto libro hindú de ocultismo donde lee: “Todos tenemos un doble que vive en las antípodas. Pero encontrarlo es muy difícil porque los dobles tienden siempre a efectuar el movimiento contrario”. Frases que actúan como detonantes y lo hacen localizar en un globo terráqueo el punto más alejado del planeta, antes de emprender el viaje en busca de su doble, en un periplo que lo llevará de ida y vuelta hasta un final por demás sorpresivo. Aún más cercano a Borges es “El libro en blanco” (pienso en “El libro de arena”) donde, siguiendo la línea del objeto mágico, el narrador recibe como regalo un libro sin páginas impresas para que escriba en él sus próximos textos. Al tenerlo en casa, las desgracias se abaten sobre él. Lo regala, y quien lo recibe también sufre sus reveses, hasta que a su vez también lo entrega como obsequio y la historia se repite…
CON SUS DOS volúmenes iniciales, publicados antes de los treinta años de edad, Julio Ramón Ribeyro dejó claro su lugar preponderante en la tradición del cuento en lengua española, estableció los alcances temáticos de su escritura y planteó las obsesiones que se repetirían, siempre con formas e historias distintas, a lo largo de su obra. De la fantasía al absurdo, de la crítica social a las historias de familia, de los recuerdos de infancia donde la nostalgia se impone al registro de la evolución de una gran ciudad como Lima, de la exploración de los bajos fondos al retrato social de su país, Perú, en los cuentos de este autor siempre nos toparemos con solitarios que viven en los márgenes, luchan hasta la rendición por trascender las circunstancias que los mantienen en el lado gris de la existencia y son, casi siempre, vencidos por la tenacidad del fracaso.
Pero si circunscribiéramos más el objeto narrativo del autor, éste tal vez sería Perú y los peruanos, como puede advertirse en su cuarto libro, Tres historias sublevantes, escrito en plena madurez creativa, cuyo epígrafe, extraído de un texto escolar, reza: “El Perú es un país grande y rico, situado en América del Sur, que se divide en tres zonas: costa, sierra y montaña”, lo que da pie a Ribeyro para entregar a los lectores sus primeros relatos largos y situarlos en esas zonas geográficas de su país. “Al pie del acantilado” es la conmovedora historia de un hombre que junto con sus hijos levanta su casa en una playa diminuta, literalmente “contra viento y marea”. A estos hombres siguen otras familias, hasta que se construye una verdadera ciudad perdida en las orillas de la capital peruana. Por unos años todos llevan una vida con carencias, pero libre, casi feliz, hasta que llega gente del gobierno y todo se desmorona. “El chaco” es un western en el que los hacendados de la región serrana persiguen por las montañas, con el fin de ejecutarlo, al único hombre rebelde que se ha atrevido a mostrar su independencia desobedeciendo a uno de ellos. Y “Fénix” es una tragicomedia donde el autor, además de adaptar las técnicas del monólogo interior al estilo de Faulkner en Mientras agonizo, mezcla con gran sentido irónico dos grupos humanos que no parecen tener nada en común, y sin embargo actúan de modos muy similares: los cirqueros y los militares.
ULIO RAMÓN RIBEYRO escribió hasta el final de su vida seis libros de cuentos más, en los que siguió desarrollando sus obsesiones y ampliando sus horizontes técnicos. En ellos hay varias obras maestras a las que los lectores debería tener acceso. En esta época, de vez en cuando aparece en librerías el volumen La palabra del mudo, que reúne sus relatos completos. Si un lector consigue localizarlo, será para él una suerte, porque se trata de la obra de un cuentista formidable, inolvidable, que nunca decepciona. Un clásico.
Referencias
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2007.
La palabra del mudo, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2011.

De juegos y fuegos florales: tradiciones literarias que se niegan a la extinción

24/Noviembre/2019
La Jornada Semana
Juan Domingo Argüelles

Todo poeta, alguna vez, especialmente en su juventud, ganó algunos juegos florales. La gloria, poca, y la recompensa económica, muy útil, es parte de una tradición antiquísima que se remonta al siglo xiv en Francia.
Los juegos florales, en su época moderna, han servido –para quienes no los convirtieron en una burda industria del laurel y el peculio– como apoyos oportunos a los poetas jóvenes: como impulsores de vocaciones y ayudas económicas. Ya se sabe que los poetas, para su subsistencia diaria, tienen que trabajar en cualquier cosa porque la poesía, como el crimen, no paga.
Al referirse al poeta juvenil que fue, el querido y admirado Hugo Gutiérrez Vega le dijo lo siguiente a su entrevistadora Yolanda Rinaldi: “Hasta gané unos juegos florales, los de Sahuayo.” La confesión no es frecuente, porque, para un poeta ya consagrado, los triunfos en los juegos florales no dan lustre ni son para andar presumiendo. Los presumían, nada más, quienes, hoy olvidados, los coleccionaban como (dudosa) prueba del talento lírico: comenzaban con una “flor natural” y luego ganaban cinco cada año, durante décadas,
hasta montar un inmenso invernadero donde duraron más los trofeos que los poemas.
En 2007, en su “Bazar de Asombros”, al recordar que los Juegos Florales de la Feria Nacional de San Marcos son el origen del Premio de Poesía Aguascalientes, creado por el poeta y promotor Víctor Sandoval, Hugo nos entrega un trozo de invaluable memoria al referirse a aquellos poetas coleccionistas de “flores naturales” que las recibían no
por ramilletes, sino por kilos. A propósito de haber encarnado alguna vez la figura de “mantenedor” juegofloralesco en Zacatecas, refiere que el ganador, un poeta campechano para más señas, le cantaba en su poema ganador a una ciudad con palmeras, a causa de haber enviado, por equivocación, el canto a Zacatecas a los Juegos Florales de Mazatlán. Cuando Hugo le hizo notar que sería muy extraño que leyera, en la premiación, un poema tan tropical, “me dijo que no me preocupara: ‘La entrega del premio será dentro de tres horas. Tengo tiempo suficiente para escribir un canto a Zacatecas’. Salí admirado ante tamaña facilidad y le dije que me llevara el poema por lo menos una hora antes de la ceremonia. Así lo hizo. Ahora, a muchos años de distancia, creo recordar que el discurso del mantenedor fue casi tan malo como el poema pergeñado por el profesional de los florales”.
Hugo advierte que el velocísimo autor de ese “canto a Zacatecas” (un Aquiles criollo de pluma ligerísima) fue un juegofloralista que, como suele decirse, “hizo época”. Recorrió todo el país, pues, fogoso, ganó juegos florales y cosechó laureles en su estado natal, en Sinaloa, Nayarit, Durango, San Luis Potosí, Sonora, Michoacán, Guanajuato, Hidalgo, Veracruz, Zacatecas, y en todos los sitios donde se convocaban estos certámenes. Y, como él, fueron muchos los que se dedicaron a cosechar, durante décadas, todo un jardín de flores naturales: por decenas, casi por cientos.

Juegos venidos de Francia
La historia de los juegos florales es un tanto nebulosa y, a veces, muy fantasiosa. Los precursores son los poetas provenzales del siglo xiv, y el auge se atribuye a Clemencia Isaura, de Toulouse, entre los siglos xv y xvi, “por su amor a las flores y a la poesía”. Según la Wikipedia, especialmente entre los siglos xv xix, de Europa (Toulouse o Tolosa, Francia, y Aragón, Cataluña y Valencia, España), la tradición se fue extendiendo en el mundo occidental, y en las primeras décadas del siglo xx llegó a Hispanoamérica (Argentina, Uruguay, Chile, México, Guatemala, etcétera), y, a pesar del avance de la modernidad y de internet, sigue vigente en muchos lugares, con instauraciones de ya larguísima historia, como los de Lagos de Moreno, Mazatlán, San Juan del Río y Ciudad de Carmen, entre otros muchos.
Los Juegos Florales de Aguascalientes, que se celebraron de 1931 a 1967, se convirtieron, a partir de 1968, por iniciativa de Víctor Sandoval, en el Premio de Poesía Aguascalientes cuyo primer ganador fue el poeta chiapaneco Juan Bañuelos, con su libro Espejo humeante. Otros poetas importantes en nuestra historia literaria los ganaron también en su juventud. Rubén Bonifaz Nuño y José Carlos Becerra ganaron sus primeros reconocimientos en los Juegos Florales de Aguascalientes, y Carlos Pellicer ganó el Premio de los Juegos Florales Ramón López Velarde, de Zacatecas, cuando Bonifaz Nuño obtuvo mención honorífica por La llama en el espejo, ni más ni menos. Y entre los miembros del jurado calificador, en los diversos Juegos Florales del país, destacaban los nombres de Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Carlos Pellicer y Enrique González Martínez. ¡Vaya tiempos!
En una entrevista que le realizara Marco Antonio Campos, Rubén Bonifaz Nuño refiere: “En 1945, cuando tenía veintidós años, concursé en los Juegos Florales que se organizaban año con año en abril en la ciudad de Aguascalientes coincidiendo con la Feria de San Marcos. Ese año gané el cuarto premio, un accésit”. Fue así como el joven poeta conoció a Antonio Castro Leal, Agustín Yáñez, Gabriel Méndez Plancarte y Carlos Pellicer, pues de ese nivel, como ya dijimos, eran los miembros del jurado. Recuerda Bonifaz Nuño que, en esa ocasión, “alguien empezó a leer uno de mis poemas de ‘La muerte del ángel’, el poema que me permitió el accésit... Castro Leal se fijó en una estrofa, la cual mereció su elogio. Pellicer me dijo: ‘Muchachito, usted ha recibido un elogio de Antonio Castro Leal; guárdelo en su corazón’.” Para un poeta joven ese elogio era un gran aliciente en su vocación. Un año después, para el joven Bonifaz Nuño no fue el accésit sino el primer premio.
Respecto del apoyo económico que representaba para un joven un premio en los juegos florales, Bonifaz Nuño le dijo lo siguiente a Marco Antonio Campos: “Volví a ganar en 1948 y 1949, y luego, en 1958, cuando se cumplieron los veinticinco años de los Juegos Florales. Convocaron a un concurso especial en el que entraron todos los poetas laureados, y participé, por cierto, y lo gané, con un poema de El manto y la corona. Eran tan bien dotados los premios de los Juegos Florales (no sólo en Aguascalientes) que yo viví mucho tiempo gracias a lo que ganaba con ellos. En ese tiempo era un dineral. Por decirle, en 1946, cuando me dieron los dos primeros premios gané 2 mil 500 pesos. Al enterarse mi padre de eso, se asombró, porque nunca en su vida vio 2 mil 500 pesos juntos. Él era telegrafista y su sueldo debía ser de 250 pesos mensuales; con eso debía mantener a toda la familia. En 1948 gané en Aguascalientes 2000 pesos.”

Las flores del olvido
Al revisar la antología de los Juegos Florales de San Luis Potosí (Universidad Autónoma de San Luis Potosí, 1990), realizada por Pedro Félix Gutiérrez Turrubiates, veo que, de 1904 a 1976, fueron ganadores, entre otros ilustres, Rafael de Zayas Enríquez, Salvador Gallardo Dávalos, Margarita Paz Paredes, Rubén Bonifaz Nuño, Roberto Cabral del Hoyo, Miguel Guardia, Alfredo Juan Álvarez e Isaura Calderón. Cuando los ganó Zayas Enríquez, el presidente del jurado fue Manuel José Othón,
y cuando, en 1951, los obtuvo Bonifaz Nuño, los ganó con el poema “Saudade”, el mismo que incluiría, en su libro inaugural Imágenes (fce1953) con el nuevo y simple título “Liras”, porque,
en efecto, la forma que eligió el poeta es la lira: quince estrofas de quien, pocos años después, nos daría esa obra maestra que lleva por título 
El manto y la corona (1958), en las cuales ya se advierte su maestría formal y su profunda sensibilidad.
Bonifaz Nuño volvería a ganar los juegos florales potosinos en 1953, con sus “Sonetos a Eunice”. Estos sonetos constituyen una curiosidad, pues el autor no los publicaría, en su versión definitiva, sino hasta 1978, en el librito Tres poemas de antes (unam, Coordinación de Humanidades, 64 páginas), ilustrado por Elvira Gascón, y con el título “Cuando caigan los años”. La mayor parte de los poemas de Bonifaz Nuño pasan a sus compilaciones definitivas (De otro modo lo mismo, 1979, y Versos, 1996) sin variaciones importantes, pero los “Sonetos a Eunice” están entre las excepciones, pues no sólo desaparece el título, sino también el nombre de Eunice en el poema. En el primer soneto de “Cuando caigan los años”, leemos, en 1978:
“Cuando caigan los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de la canción que hice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volverte hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre agujas de insomnio se deslice./ Sube la tarde en ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los segundos. El alma se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
Pero en el poema inicial de la serie “Sonetos a Eunice”, en la versión original de 1953, con el que Bonifaz Nuño ganó los juegos florales de San Luis Potosí, leemos: “Cuando pasen los años, y agonice/ sobre el reloj más viejo la insegura/ paz de tu corazón, con ansia dura/ te acordarás de mi canción, Eunice./ Y al escucharla habrás Ronsard lo dice/ de volver hacia ti: sólo futura/ dicha será el recuerdo, la hermosura/ que entre sombras de insomnio se deslice./ Irá la tarde a ti con cenicientos/ fulgores. En la luz, marchita, crece/ un sospechoso aroma de tristeza./ Estás sola y recuerdas. Pasan lentos/ los instantes. El aire se oscurece./ Y a tu memoria vuelve tu belleza.”
De los juegos florales, en México, han pasado al olvido muchísimos autores que los ganaron por puñados, pero siguen en lo más alto del recuerdo varios de nuestros más insignes poetas que, jovencísimos, fueron animados en su vocación, y ayudados en sus necesidades menos poéticas, más mundanas, crematísticas, por los juegos florales que hoy son una especie de una antiquísima tradición que se niega a extinguirse