domingo, 21 de febrero de 2016

El Colegio de México

21/Febrero/2016
Confabulario
Huberto Batis

Entre mis obligaciones como becario de El Colegio de México (El Colmex) y por interés personal, empecé a asistir a las reuniones del Centro de Investigaciones Filológicas que dirigía Antonio Alatorre, quien también estaba al frente de la Revista de Filología Hispánica. Ahí  participaban los principales filólogos, como Juan Miguel Lope Blanch y su esposa Paciencia Ontañón. Hay una foto muy famosa que tomé y en la que me hubiera gustado aparecer: ahí están Alatorre, su esposa Margit Frenk, José Pascual Buxó, Ernesto Mejía Sánchez y Augusto Monterroso. Las reuniones consistían en comentar alguno de los textos que iban a ser publicados en la revista. A nosotros nos tocaba leer las galeras y Antonio revisaba las ediciones. No se le iba una errata. Pero frecuentemente Antonio y Margit se iban a Estados Unidos a dar conferencias o cursos y yo me quedaba leyendo las galeras con Lope Blanch, que se molestaba mucho por hacer ese trabajo. Eso para mí representaba un aprendizaje. Así conocí libros y revistas de filología.

De vez en cuando nos visitaban algunos filólogos notables, como Raimundo Lida y  el francés Marcel Bataillon, que nos dio un ciclo de conferencias. Un día, Lida nos encontró leyendo galeras y me dijo que dejara de hacer eso, que me pusiera a leer libros: “No estés perdiendo el tiempo”. Otra filóloga que no aparece en esa foto que menciono era Emma Susana Speratti Piñero, que me condujo al trabajo de Ana María Barrenechea, escritora argentina que había estudiado la obra de Jorge Luis Borges. Speratti me dio muchas luces para un trabajo que hice sobre “El muerto”, un cuento en el que Borges utiliza pistas falsas en la historia de un bandido de las Pampas que parece estar envejeciendo. En este relato un joven intenta apoderarse de su caballo, de su mujer y del mando de la tropa. Cuando creía  poder apropiarse de todo, lo mata “el muerto” y reafirma su poderío. En ese cuento Borges hace alusión a hechos históricos de algunos reyes que aparentemente dejaron el poder en manos de otro hasta que se cansaban y lo mataban para recuperar el trono. Ese estudio me sirvió para aprobar un curso que dieron Sergio Fernández y Ernesto Mejía Sánchez en la Facultad de Filosofía y Letras. Después lo publiqué en la Revista de la Universidad y José Emilio Pacheco lo recogió en la colección “Nuestra década”. Con Lope Blanch escribí el prólogo paraLa Regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”, para la colección “Nuestros Clásicos” de la UNAM. Él hizo la primera parte y yo hice la interpretación.

Otros jóvenes becarios eran Carlos Valdés, Emmanuel Carballo, Arturo Cantú, Hugo Padilla y Homero Garza. Los tres últimos eran de Monterrey y allá hacían la revista Kátharsis, coetánea de Cuadernos del Viento. Alfonso Reyes les enseñó a pronunciar correctamente el nombre de su revista: “kátharsis”. Hugo Padilla, que estudió filosofía junto con Cantú llegó a ser secretario general de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Arturo Cantú llegó tiempo después a dirigir la sección cultural del periódico El Día y Homero Garza desistió de la beca y se regresó a su ciudad.

Cuando salíamos de clases en El Colmex nos reuníamos en un café, donde a veces llegaba Alí Chumacero. Era muy ocurrente y simpático. Me desconcertaban sus opiniones. Alí tomaba grandes cantidades de whisky todos los días… y vivió más de 90 años. Decía que se conservaba en alcohol: “El alcohol me da vida. Es mentira que destruya, al contrario”. Y luego insistía: “¡Éntrele, compañero! ¡Chúpele!” Tiempo después su hijo Luis fue alumno mío. Nunca entraba a clases. En una ocasión se me ocurrió decirle: “Tu hijo nunca va a la Facultad”. Me respondió: “¡Ay! ¡Qué peso me quitas de encima! Yo creía que era de los tontos que iban a clase. Yo ya no creía en mi hijo, pero qué bueno que me das esa noticia.”

Alí Chumacero y José Luis Martínez, su mejor amigo, venían de Guadalajara. Se habían dedicado a estudiar de manera autodidacta en la Biblioteca Nacional. Se quedaban horas tomando notas. Decían que esa era una universidad mayor.

Al principio, cuando llegaron a la Ciudad de México de Guadalajara, vivieron juntos… pero no revueltos. Cuando uno de ellos tenía una conquista o un “ligue”, ponían una toalla en la ventana de su cuarto como si se estuviera secando al sol. Era la señal para que el otro no entrara. Alí usaba más ese recurso porque era más conquistador. José Luis era más serio. Pero un día llegó Alí y vio colgada la toalla. Se admiró. “¡Finalmente se le hizo!” Se fue a dar la vuelta. Regresó y ahí seguía la toalla. Se fue al cine, regresó y ahí seguía la toalla. En la noche, desesperado, regresó y ahí seguía colgada la toalla. Decidió entrar sin importarle con quién estuviera José Luis: lo encontró haciendo un índice onomástico. No estaba con ninguna chava, pero no quería ser molestado en su trabajo. Alí decía: “Este tarugo, en vez de tener chavas se ponía a hacer índices”.

Pero eso quiere decir que José Luis era muy trabajador. Luego consiguió puestos de burócrata. Empezó con representaciones de prensa —en Ferrocarriles Nacionales— y después fue embajador en Perú y en Grecia. También fue director del Instituto Nacional de Bellas Artes en la época en que Agustín Yáñez era secretario de Educación. A mí me llevaron para hacer la Revista de Bellas Artes. Después fue director del Fondo de Cultura Económica (FCE) y director de la Academia Mexicana de la Lengua. Siempre fue un gran investigador.

En cambio, Alí se quedó trabajando en el FCE casi toda su vida. Ahí hacía las solapas de los libros. “Soy un gran escritor de pastillas”, decía. Hizo el arte de las solapas del Fondo, reconocido por todo el mundo. También tenía frases famosas. Había una que escandalizaba, pero no sé si era de su autoría: “Nalga, aunque sea de mujer”.

En los años 70 nos ayudó en la oficina de publicaciones de la SEP cuando nombraron directora del área de Divulgación a María del Carmen Millán. En la colección SepSetentas, Alí realizó un proyecto de mucho mérito: los anuarios de López Velarde. Salían cada mes, bien ilustrados y muy bien escogidos los textos tanto de ese poeta como de los críticos que citó.

domingo, 14 de febrero de 2016

Un retrato juvenil

14/Febrero/2016
Confabulario
Vicente Quirarte

Al ejemplo de José Emilio Pacheco,por hacer una obra de arte de cada página periódica.

Éste es un retrato juvenil de la generación de escritores mexicanos conocida como los Contemporáneos. Sus trazos se llenan de color y ocupan paulatinamente todo el lienzo entre 1919 y 1935, es decir, las fechas que limitan sus colaboraciones en las páginas del periódico El Universal El Universal Ilustrado.Históricamente en México, de la muerte de Emiliano Zapata y Venustiano Carranza al fin del maximato y el segundo año de gobierno de Lázaro Cárdenas. Si diez es el número de quienes ellos mismos, la tradición oral y las historias de la literatura otorgan la denominación generacional de Contemporáneos, nacida de la principal revista que durante más tiempo los agrupó, cuatro son los que publican de manera sistemática en las páginas del diario que en 2016 llega a su año centenario. Por orden de aparición en el mundo, ellos son: Jaime Torres Bodet (1902), Xavier Villaurrutia (1903), Jorge Cuesta (1903) y Salvador Novo (1904). Demos la palabra a este último, en un texto fechado en 1966, que ilustra el sitio por ellos vivido y transformado:

Era otro México —pequeño, claro, neto. Recorríamos a pie sus calles libres y limpias. A una flor no se le puede pedir que piense en sus raíces ni en el follaje de que emerge a aspirar los aires remotos y a contemplar un cielo infinito. Leíamos a los extranjeros, los traducíamos. No sentíamos que a la savia de nuestro impulso, fecundada por el polen lejano, daría a su tiempo el fruto mexicano que en madurez volviera a pensar en la tierra y generara una nueva raíz. 1

En una juventud tan exigente y fecunda como la suya, los minutos se expandían como si fueran horas y las horas exigían que cada minuto consumara la integridad de su sustancia. De ahí que un año, un mes o un día en su existencia contribuyan a descifrar la compleja personalidad de cada uno, así como el hecho generacional que los llevaba a confluir en sus semejanzas, no obstante sus evidentes diferencias.

Acudimos a sus obras reunidas para reconocer y reconocernos en determinado poema, en aquella iluminación, en aquel fragmento de prosa. La importancia de leerlos en las páginas de un diario, de rescatar su pensamiento y sus palabras en medio de la noticia que no por efímera deja de ser digna de ser tomada por la historia, es que acudimos a la formación de su personalidad, al taller de sus elaboraciones, al campo de batalla donde externan sus pasiones más altas. Los años de publicaciones en periódico son las de las propias y principales revistas literarias de la generación: La Falange (1922-1923), Ulises (1927-1928) y Contemporáneos (1928-1931), en esos años aparecen igualmente los primeros libros de los poetas mexicanos que modifican la forma de escribir, y tiene lugar la polémica en torno al nacionalismo y el arte de vanguardia.

Soberana juventud denominó Manuel Maples Arce, cabeza del movimiento estridentista, a sus memorias de los años verdes. La generación nacida al mundo a finales del siglo xix y en los albores del xx es ahora centenaria por su nacimiento, y más joven que nunca, porque como hijos de la Revolución, nacieron en una era donde el cambio era acelerado y radical. Oscar Wilde sostenía que mientras los viejos lo sospechan todo, los jóvenes lo saben todo. La posesión del mundo otorgada por la juventud es mayor cuando sus protagonistas nacen en plena era del síndrome Rimbaud, en una temporada donde la poesía va por delante de la acción. Como lo demuestran sus páginas publicadas en El Universal, Los Contemporáneos nacieron maduros, al menos a la escritura que lanzaron al mundo y al pensamiento ejercido en cafés, conferencias o en la diaria conversación.

En el centro de lectura que en la colonia Condesa de la Ciudad de México ahora lleva el nombre de Xavier Villaurrutia se encuentra una imagen fotográfica de la época cuando el joven empezó a ser el poeta que deseaba devorar el mundo. Aún palpita en él la inevitable inocencia de sus pocos años, pero en la mirada ya se encuentran la agudeza, la penetración y, naturalmente, la pedantería que debe haber caracterizado a esos guerreros que libraban otra forma de batalla contra la reducida visión nacionalista, despreciadora de una cultura que no naciera de la pólvora y las cananas. De manera más precisa, cuando el ansia y la realización, la realidad y el deseo manifestaban poderosamente su energía. El joven (1928) es precisamente el título de la novela-biografìa-crónica-ensayo donde Novo da cuenta de la salida a la ciudad de un personaje que enfrenta sus pocos años a la renaciente existencia de la urbe. La Revolución, aún no totalmente consumada, les ha brindado la oportunidad de que la temperatura en todos los renglones haya cambiado de manera radical y el país haya vivido de manera acelerada procesos que de otra manera hubieran precisado de varias generaciones. Hijos de una tierra de sangre y arena, tuvieron que aceptar el reto de un país que exigía —acaso sin saberlo— su talento para la construcción de un nuevo mapa espiritual. Pocos lo vieron más claramente que Gilberto Owen:

Teníamos al frente una naturaleza nueva para mirarla largamente, para explicarla, para contribuir a ordenarla; todos podíamos servirla, todos teníamos la misma edad, ni ella ni nosotros teníamos, casi, pasado; nuestra actualidad se palpaba, se respiraba. Hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida.2

Para reconstruir aquellos años en voz de sus protagonistas, acudimos a dos libros de memorias: Tiempo de arena, de Jaime Torres Bodet y La estatua de sal, de Salvador Novo. Ambos escritores son opuestos en sus personalidades, en su actuación externa: provocador, cínico y extrovertido, Novo; reservado y eficaz servidor público, Torres Bodet. En el fondo ambos siguen rutas paralelas: sus libros son la formación de una conciencia. A la discusión de tal tema vuelvo más adelante.

El sentido de juventud que signó su generación aparece sintetizado en las palabras de Villaurrutia: “Un escritor deja de ser joven cuando comienza a escribir lo que hace, en vez de escribir lo que desea”. Y Torres Bodet subraya:

En todo joven —hasta en el más contenido— se manifiesta, en determinado momento, la veleidad de representar un papel. Es difícil conservar en la edad madura esa capacidad de desdoblamiento que nos permite desempeñar en la juventud un oficio cualquiera, de soldado o de catedrático, sin dejar de sentirlo ajeno a nuestro carácter y despegado de nuestra vida. Con el tiempo, la máscara se une al rostro; el disfraz se convierte en traje, el actor en autómata y, por espacio de muchos años, en ocasiones hasta su muerte, no sabe el hombre diferenciar entre lo que eligió como juego y lo que aceptó como profesión.

En su libro El cuerpo de la obra, Didier Anzieu establece la diferencia existente en los procesos artísticos, y cómo hay una clase de erotismo —entendido en el sentido más amplio de ejercicio vital y capacidad creadora— que se consuma y consume los primeros años de la vida, mientras hay otra clase de energía que dura, transformada, a lo largo de la existencia del autor. Lo primero sucede con Villaurrutia y con Cuesta. Su existencia relativamente breve —Villaurrutia muere a los 47 años, Cuesta se suicida antes de cumplir los 40— propicia la realización completa de su obra. Un proceso distinto ocurre con Novo y Torres Bodet. En el primero, sorprende la versatilidad, el empuje y la renovación de su prosa juvenil, que con el paso de los años adquirirá el tono de la sabiduría académica sin jamás despojarse de su brillante ironía. El caso de Torres Bodet es aún más acendrado. Si en su juventud se manifiesta como un autor fecundo que a los 26 años, en 1928, ha publicado 9 libros de poemas y una novela, en su madurez, y cuando publica su muy castigada edición de Obras escogidas en 1961, encontramos a un autor que va al rescate de un tiempo perdido, no tanto del suyo como de una tradición que siente comunitaria y precisa. Sus juveniles inquietudes literarias de vanguardia fueron sustituidas en su madurez por el estudio de los maestros forjadores de la tradición. Para un detalle preciso de esta división, remito al lector al excelente prólogo de Jorge von Ziegler a una nueva edición del libro Contemporáneos.3

Al hablar de Jorge Cuesta, Luis Cardoza y Aragón declaró que había nacido condenado a la permanente lucidez. Toda la generación parece nacida bajo ese mismo sino, aunque cada uno de ellos tiene una individualidad y un sello propio. Torres Bodet se encarga de precisar el juicio: “Nos sabíamos diferentes. Nos sentíamos desiguales. Leíamos los mismos libros; pero las notas que inscribíamos en sus márgenes rara vez señalaban los mismos párrafos. Éramos, como Villaurrutia lo declaró, un grupo sin grupo. O, según dije no sé ya dónde, un grupo de soledades”.

El año 1916 era luminoso y oscuro. El mundo se hallaba involucrado en el segundo año de una conflagración sin precedentes y México estaba en la etapa si no sangrienta, más complicada de una Revolución que todo lo cambiaba de manera radical. Mientras Emiliano Zapata expide desde su cuartel general del ejército libertador del sur una “exposición al pueblo mexicano y al cuerpo diplomático” donde condena a Carranza por sus acciones militares y políticas; mientras Carranza reunía a los concursantes de tiro al blanco en el departamento de militarización del internado nacional, surge el periódico El Universal, cuyo número inicial apareció el 1º de octubre de 1916, fundado por Félix F. Palavicini (1881-1952).4

Recrudecimiento de la Gran Guerra. Desastres y pérdidas por un millón de hombres en Verdún y Somme. Utilización de gases venenosos y de tanques, en fotografías y artículos que aparecerán en la revistaPegaso. Una fotografía de la catedral de Reims bajo el bombardeo inspira a López Velarde la prosa “La sonrisa de la piedra”. Aunque desde 1912 había venido escribiendo crónicas y relatos de evocación, en este texto ya hay una voluntad de estilo y una intención de lenguaje modernamente poético que mantendrá de allí en adelante en los textos que más tarde formarán El minutero (1922); aparece su primer libro de versos, La sangre devota, con portada de Saturnino Herrán, quien ese mismo año pintaLa criolla del mantón, lienzo que bien pudiera constituir una interpretación plástica de las preocupaciones poéticas de López Velarde: desmitificación de los símbolos nacionales, simultaneísmo en tiempo y espacio, la patria erotizada y femenina. Genaro Estrada da a luz Poetas nuevos de México, con trabajos de 31 autores. Aparece Los de abajo de Mariano Azuela en forma de libro. Mariano Silva y Aceves publica Arquilla de marfil. Vicente Huidobro publica —en francés— Horizon Carré. Muere Rubén Darío. Una obra de O’Neill, Bound East for Cardiff, perteneciente a su ciclo del mar, es representada por primera vez por un grupo experimental. Eliot termina su tesis doctoral Conocimiento y experiencia en la filosofía de F. H. Bradley.

Xavier Villaurrutia es el que más joven comienza a publicar en las páginas de El Universal, pues apenas tiene quince años de edad en 1919. En 1935 cesan las colaboraciones de Jorge Cuesta. Entre ambas fechas tiene lugar una serie de acontecimientos que cambian la faz de México: la reforma agraria exigida por Zapata, las reformas propuestas por Venustiano Carranza que adquieren forma definitiva con la Constitución de 1917, la defensa de la educación laica y la persecución religiosa desatada bajo la presidencia de Plutarco Calles. En la cultura tiene lugar un hecho fundamental: la llegada de José Vasconcelos a la rectoría de la Universidad. Como señala Mauricio Magdaleno, “el cuatrienio de 1920-1924 mexicano dio marca al Continente en lo social, en lo moral y en lo estético. Nunca, ni en el instante de Justo Sierra, había sido la República mensajera de una tan abrasada y conmovedora revolución espiritual. Sobran los datos y las cifras. Aquel minuto no ha sido igualado aún”.5

Por lo que se refiere a El Universal Ilustrado, nació con el objeto de constituirse en una revista de actualidades, con un espíritu más lúdico y ligero que el del periódico. A tal propósito contribuyeron, a no dudarlo, los poetas que nos ocupan. Puntualiza Humberto Musacchio, para quien el suplemento dio origen a varias publicaciones culturales:
[…] apareció en 1917 bajo la dirección de Carlos González Peña. Posteriormente lo dirigió Carlos Noriega Hope, de 1920 a 1934. Tenía mucho de magazine, con las modas, la nueva tecnología, la radio, que era en esos años la sensación, y junto a este contenido frecuentemente frívolo, un seguimiento tímido pero constante de la vida intelectual y muestras de la literatura en plena producción. Dio albergue a lo más granado de nuestra intelectualidad. No es un detalle menor que entre González Peña y Noriega Hope esta publicación tuviera una directora, María Luisa Ross, caso insólito en aquellos tiempos…6

Al regreso de Estados Unidos, donde era corresponsal de El Universal y donde comenzaron sus contactos con el cine que lo harían ser guionista, director y crítico cinematográfico, a partir del marzo de 1920 Carlos Noriega Hope se encargó de la dirección de El Universal Ilustrado, con lo cual el semanario adquirió una calidad y una dinámica sin iguales. Entre otras cosas, el autor de una película hoy perdida llamada Una flapper, instituyó como suplemento una novela semanal. De tal modo, en sus páginas dio cabida a obras centrales como La señorita etcétera de Arqueles Vela y La llama fría de Gilberto Owen. Además de ser obras narrativas de vanguardia, ambas representan el ideal de la nueva mujer, autónoma, sexualmente libre, ávida en el ejercicio de su vitalidad y realización personal.7 Noriega Hope incluyó en la serie una novela de su propia autoría, La gran ilusión.

Actualmente, la obra de los Contemporáneos, además de ser un referente ineludible de la literatura mexicana, se encuentra recopilada en obras que, si no podemos llamar completas, sí resultan sumas de los trabajos parcialmente publicados en páginas periódicas. Y aunque mucho tiempo ha transcurrido desde las primeras publicaciones de los autores, no existe la última palabra y siempre habrá una nueva letra que aparezca en el escenario. La denominación Obras completas, además de que corre el peligroso riesgo de convertirse en mausoleo, como advirtió y practicó José Emilio Pacheco, nunca tendrá ese carácter.
/
La Generación de Ulises
Contemporáneos por elección y fatalidad, aceptaron ir en contra de la corriente, en lugar de incorporarse a la monótona rueda de la fortuna de un arte repetitivo, nacionalista en la superficie; retrógrado, en sus profundidades. Demostraron que el país —su literatura, su sensibilidad, su lengua— no terminaba en el río Bravo ni en la frontera con Guatemala. Huyeron de la clasificación o del alfiler del entomólogo. Recordaron que todo escritor que merece tal nombre, realiza una labor de buzo o de minero, de explorador de la conciencia. Ser Contemporáneo es desconfiar de la impresión inmediata y buscar el misterio en lo inocente, según recomendaba Edgar Allan Poe; ser Contemporáneo es armar y demostrar un teorema donde Góngora es a la pintura de Cézanne lo que Velázquez a la poesía de Mallarmé: no emotividad traducida sino tejido de una red capaz de eternizar la fugacidad de lo vivido; ser Contemporáneo es comprender esta aparente deshumanización del arte para llegar a resultados duraderos; ser Contemporáneo es apasionarse en los objetos y no apasionarse con ellos, para otorgarles la pureza y libertad en que nacieron; ser Contemporáneo es adelantarse al tiempo para volver a México contemporáneo del mundo.

Miguel Capistrán, a quien en un reciente homenaje se le llamó el último de los Contemporáneos porque los estudió, recopiló y dio a conocer con generosidad encomiable, prefería llamarlos Generación de Ulises, en atención al grupo patrocinado por Antonieta Rivas Mercado. Con ese nombre salieron igualmente al mundo la revista y las ediciones del mismo nombre. Bajo ese nombre se agruparon inicialmente de forma definitiva. El breve fuego de Ulises llamó Novo a los años del primer tercio del siglo xx cuando él y sus cofrades modificaron con inteligencia, juventud y visión profética, el panorama de la cultura mexicana. Lapso en que la revista bautizada en honor del navegante ancestral, el grupo de teatro y los libros del mismo sello pusieron a nuestro país en consonancia con lo que se realizaba en otras partes del mundo.

Vivos en el México por el que tanto hicieron, la mayor parte de sus actos y de su escritura mantiene la provocación y la intensidad que en su momento despertaron. Hoy los cuatro escritores reunidos en estas páginas son patrimonio nacional. Sus nombres se otorgan a bibliotecas, parques públicos, museos, premios literarios. Pero en su momento se enfrentaron al mundo con la audacia y la rebeldía de los años verdes. Eran insolentemente jóvenes cuando se atrevieron a hacer la revolución en la cultura, con la misma violencia y radicalismo con que otros hicieron la revolución armada. Modificaron nuestra manera de ejercer con plenitud los seis sentidos mágicos de antes.

“La poesía es un instrumento de investigación”, escribió Cuesta con el mismo aplomo y convencimiento que tenía al declarar que Reflejos, libro de versos, era la mejor obra crítica de Villaurrutia. En otros términos, que el hombre de palabra tiene la obligación de ser un crítico artista y su misión con el lenguaje es convertirlo en llave que descifre misterios de siempre con palabras y pensamientos nuevos. Por las razones anteriores, este prólogo está dedicado a José Emilio Pacheco: al igual que los jóvenes que años después de sus lides en las páginas de El Universal serían conocidos como los Contemporáneos, convirtió la página fugaz del diario y la revista en texto que resiste el paso de los años. No debe haber página ociosa y la obligación de quien entrega un objeto verbal para ser llevado a la imprenta, ejerce el más humilde y exigente de los oficios.

Quien se asome a las páginas de El Universal, que en 2016 llega a su centenario, comprobará la vigencia del pensamiento y la pasión de aquellos jóvenes que nunca dejaron de serlo.

NOTAS:
1 Prólogo. Carta a Xavier Villaurrutia, Cartas de Villaurrutia a Novo (1935-1936), Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1966, p. 9.
2 Gilberto Owen, “Poesía y Revolución”, El Tiempo, Bogotá, 8 de mayo de 1931.
3 Jaime Torres Bodet, Jorge von Ziegler (pról.), Contemporáneos, UNAM, Universidad de Colima, México, 1987. (La crítica literaria en México, 11).
4 Su objetivo fue convertirse en espacio para los fundamentos de la Revolución mexicana, principalmente del Congreso Constituyente. En sus prensas se imprimiría la Constitución de 1917. En 1922 saldría el primer número del diario vespertino El Universal Gráfico, y se mudó a las calles de Bucareli e Iturbide. Félix Fulgencio Palavicini dejó el diario para dedicarse a la política y lo sucedieron Miguel Lanz Duret y José Gómez Ugarte. Florence Toussaint Alcaraz, Escenario de la prensa en elPorfiriato, Universidad de Colima, Fundación Manuel Buendía, México, 1989, p. 32.
5 Martín Quirarte, Visión panorámica de la historia de México, Editorial Cultura, México, 1965, p. 244.
6 Humberto Musacchio, México: 200 años de periodismo cultural. 1911-1960, Conaculta, México, 2013, p. 21.
7 18 novelas de El Universal Ilustrado (1922-1925), Prólogo de Francisco Monterde, Ediciones de Bellas Artes, INBA, México, 1969.

domingo, 7 de febrero de 2016

El Grupo Alatorre, “Los Divinos” y López Mateos

7/Febrero/2016
Confabulario
Huberto Batis

A partir de mi amistad con Alfonso Reyes conocí a otro personaje muy importante para mí: Antonio Alatorre, que fue mi tutor en El Colegio de México (El Colmex). Un día me dijo que su hermano Enrique necesitaba un redactor para la revista que hacía en el Banco de México (Banxico). Rodrigo Gómez, que era el director general, nos dio toda la libertad en esa “publicación de la casa” que se daba a los empleados.

Enrique me enseñó a corregir, fotografiar, redactar y hacer las páginas de la revista. Todo lo que había aprendido en la Universidad lo puse en práctica allí. En esa publicación se difundían políticas de la Dirección, ideas del régimen, investigaciones sobre el peso, la moneda, el comercio internacional, el petróleo, la agricultura. Luego venía la parte social, la deportiva y la parte cultural. Ahí entrábamos José de la Colina, yo y Enrique Alatorre como director editorial.

Enrique también había estudiado Letras y escribía cuentos muy buenos, pero se dedicó más a la ecología, a vivir en la naturaleza. Le gustaba mucho tomar fotos en el campo. Tomaba fotos de una gota de agua en una hoja y luego cómo las gotas se reúnen, cómo forman un arroyo, una caída de agua, un río enorme y su llegada al mar: la historia de una gota de agua.

Después, Enrique se compró en Michoacán una cabaña para armar y se fue a construirla en Nuevo León. Luego de su jubilación huyó de la Ciudad de México y se trasladó a Xalapa, donde siguen sus hijos y nietos. Viven en un bosque, contemplativos, dedicados a la meditación. No buscaban adeptos. Nada. Yo le decía: “Invítame”. Y sólo una vez lo hizo. No me querían aceptar en su grupo. Era él solo con su familia, como una comuna. Y así vivían de lo que sembraban en sus cultivos. No quiso regresar a la capital por el esmog que había aquí. Se quedó en el bosque. Murió el año pasado a los ochenta y tantos años, después de Yolanda Iris, su mujer (a pocos meses).

Con Antonio Alatorre la relación fue distinta. Cuando era mi tutor en El Colmex le entregué un cuento que se llamó En las ataduras. Lo publiqué en Cuadernos del Viento. Era un cuento largo que me costó mucho. 30 años después de que lo publiqué, cuando Juan García Ponce era ya un novelista y cuentista consumado me dijo que había pensado: “Ojalá algún día llegue a escribir como Huberto”. Le reclamé: “¿Por qué entonces no me dijiste nada?”. Eso me hubiera animado mucho porque cuando publiqué mi cuento nadie decía nada.

Le di el cuento a Alatorre, que lo leyó en un camión de la UNAM a El Colmex. Cuando bajamos le pregunté qué le había parecido. “¿Qué me pareció qué?” , me preguntó. “Mi cuento”, le respondí. “¿Cuál cuento?” “El que acabas de leer”. Me dijo: “Eso no es cuento. Eso no es nada. Tú dedícate a leer, a estudiar y déjate de pendejadas”. Alatorre había descubierto a Rulfo y a Arreola en Guadalajara antes de que se vinieran a México. Los había impulsado y a mí me decía “eso no es nada”. Entonces dejé de escribir creación y me dediqué a estudiar, a la crítica, y a dar cátedra.

Un día, veinte años después, al salir de la Universidad me dijo Antonio: “Dame un aventón a San Ángel”. Le ofrecí llevarlo hasta su casa en Las Águilas. Ahí me invitó a tomarme una cerveza en el jardín. Después sacó unas cuartillas. Dijo que estaba escribiendo una novela y que me iba a leer un fragmento. Empezó casi a declamar una serie de hojas. Cuando me preguntó mi parecer me dije: “Va la mía”. “¿Qué me parece qué?” “Eso que te acabo de leer”, insistió. Y le respondí: “Ah, no es nada. No escribas. Tú dedícate a la filología. No estés perdiendo el tiempo”. Y Alatorre se puso a llorar. Me dijo: “Eso te dije a ti hace muchos años y todavía me arrepiento. Nadie debe decir: ‘No hagas eso’. Di lo que te parece, pero no digas ʻNo lo hagasʼ”. Cuando murió, el Fondo de Cultura Económica (FCE) le publicó esa novela que titulóMigraña. Fue lo único que Alatorre escribió de narrativa.

Desayunos y comidas de intelectuales

En México había en la cultura grupos de gente que se sentía superior y grupos de gente, digamos, más normal. Los aristócratas de México en la literatura y las artes se reunían en colegios e institutos: El Colegio Nacional, las Academias de la Lengua, de Historia, de Geografía y Estadística, etcétera.

Entre ellos había un grupo que se llamaba a sí mismo “Los Divinos”. Lo formaban personas muy valiosas y respetables. A finales de los años 60, asistí a una comida de “Los Divinos” en el restaurante Bellinghausen, adonde me llevó José Luis Martínez, mi jefe en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Él era de ese grupo. Me llevó en su coche hasta la Zona Rosa. Ahí, en la puerta del restaurante, siguió acordando conmigo el trabajo que íbamos a hacer. En eso llegó Abel Quezada, el caricaturista, un hombre muy jovial. Entonces Quezada dijo: “¿Qué hacen en la puerta? Pasemos”. Y José Luis Martínez le contestó: “No. Huberto se va”. Quezada le respondió: “¿Por qué se va? Yo pago las comidas. Así que yo lo invito”. De esa manera entré por única vez a ese círculo. En esa mesa me encontré a Jaime García Terrés, a Joaquín Díez-Canedo y a Alí Chumacero, entre otros. Algunos eran amables, otros distantes, apenas te dirigían la palabra y te saludaban.

Años después fui a otro restaurante. En la entrada me encontré a un grupo de escritores que publicaban en el FCE, entre ellos Juan Rulfo y Jaime García Terrés, que se sentía el más “divino” de todos. Al fondo del restaurante vi a los amigos que me habían invitado. De pronto se me acerco José Luis Martínez y me dijo al oído: “No creas que te vas a colar. No estás invitado”. Me sentí absolutamente segregado, repudiado. Le dije que no venía a juntarme con ellos. No sabían qué hacía yo en ese lugar tan elegante. Se sentían soñados, intocables, lo máximo. Entonces me retiré a mi mesa.

“Los Divinos” estaban esperando a Francisco Javier Alejo, recién nombrado por el presidente Luis Echeverría como director del FCE y que formaba parte de esa generación de funcionarios conocida como la “Efebocracia”, pues todos eran jóvenes. Cuando Alejo llegó, vio en la mesa de atrás a las personas con las que yo estaba y fue a saludarlas. Los que estaban en la mesa del FCE se quedaron ahí esperando de pie mientras él se sentaba en la mesa con nosotros. Un amigo mío le contó a Alejo lo que me acaba de suceder. Entonces Alejo me pidió que lo acompañara y me sentó en su mesa junto a todos los del FCE.

Al presidente Adolfo López Mateos le gustaba desayunar chilaquiles. Un día nos ofreció un desayuno al que asistieron Jaime Torres Bodet, secretario de Educación, Agustín Yáñez, que acababa de terminar su periodo como gobernador de Jalisco, Juan Rulfo, Homero Aridjis y Juan José Arreola, con otros muchos.

Esas reuniones las inventó el poeta Arturo González Cosío, que trabajaba en el área de Prensa de la Presidencia con López Mateos. Al final del desayuno nos incluyeron a mí y a las muchachas de la revistaRehilete, entre ellas Beatriz Espejo y Margarita Peña. El presidente nos preguntó a cada uno: “¿Qué estás haciendo tú y qué necesitas?” Cuando fue mi turno le dije: “Yo  hago Cuadernos del Viento y necesito vender mi revista”. Entonces dijo a su personal: “Cómprenle 100 suscripciones para que se reparta en todas las bibliotecas públicas”. Cuando llegó la oportunidad de Arreola, le dijo al presidente: “Yo no estoy haciendo nada porque necesito una transfusión urgente”. Se refería a una transfusión de lana. Luego Aridjis dijo: “Yo también”, y al final del desayuno se fueron en el coche del presidente.

Libros e industria editorial: el negocio contra la cultura

7/Febrero/2016
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

La industria editorial, en sus mejores momentos, está asociada a la creación y a la divulgación de la cultura; estrechamente vinculada al progreso de la educación y a la formación de conocimiento, lo mismo si se trata de literatura que si se refiere a la ciencia, el arte, la historia, la religión, los viajes, etcétera.
Después de la segunda guerra mundial (1939-1945) tocó a la industria editorial la reconstrucción más importante: la del pensamiento. Y esta reconstrucción (que se hizo a la par de retirar escombros y levantar nuevas edificaciones) corrió a cargo de las editoriales universitarias y los sellos independientes, cuyos impulsores tenían la certeza de que ninguna reconstrucción sería duradera si, en medio del nihilismo ocasionado por la barbarie bélica, no se reedificaba la inteligencia.
La historia de este antídoto contra la devastación no sólo de los edificios sino, sobre todo, de la conciencia y el saber, la encontramos en muchos libros, pero especialmente está en dos volúmenes ejemplares: La industria del libro. Pasado, presente y futuro de la edición (Anagrama, 2001), de Jason Epstein, y La edición sin editores. Las grandes corporaciones y la cultura (Era, 2001), de André Schiffrin. Estos libros cuentan la historia de los esfuerzos y afanes denodados por restablecer la confianza en la cultura y en la educación en los años finales de la primera mitad del siglo xx.
Fue así como, después de la destrucción y la muerte, los auténticos editores (gente preocupada por la cultura y por la educación más que por el dinero) se propusieron, lo mismo en Europa que en Estados Unidos, fortalecer el saber, hacer más sólido el pensamiento, diversificar las ideas y animar un ambiente de conocimiento que hiciera reflexionar a las personas sobre el sentido más profundo de la existencia.
Surgieron y resurgieron así los editores, casi todos ellos hombres de sólida cultura y patente formación, fruto de las universidades, que no se conformaron con publicar y vender libros, sino que buscaron ampliar los intereses intelectuales de las personas, invitándolas y estimulándolas a acercarse a temas y asuntos ignorados o soslayados.
Stanley Unwin (1884-1968), en el Reino Unido; Alfred a. Knopf (1892-1984), Richard l. Simon (1899-1960) y Lincoln Schuster (1897-1970), en Estados Unidos; Giulio Einaudi (1912-1999), en Italia, y Maurice Girodias (1919-1990), en Francia, son sólo algunos nombres de auténticos editores y no únicamente de negociantes del libro; gente que creía que la cultura escrita era una extensión decisiva e indispensable de la educación formal y no sólo un pretexto para hacer dinero a partir de una noble mercancía.
Para Jason Epstein, creador del sello Anchor Books (“que desencadenó la llamada revolución del libro de calidad en rústica”) y quien fuera durante muchos años director editorial de Random House (cuando decir esto era decir algo importante), “la edición de libros es por naturaleza una industria artesanal, descentralizada, improvisada y personal; la realizan mejor grupos pequeños de gente con ideas afines, consagrada a su arte, celosa de su autonomía, sensible a las necesidades de los escritores y a los intereses diversos de los lectores. Si su objetivo primordial fuera el dinero, estas personas habrían elegido otras profesiones”.
Esto coincide con lo que sostenía Giulio Einaudi: el verdadero editor no es el que sale al encuentro del gusto del público (que puede ser por cierto el peor gusto) y que se alinea a la moda para producir lo que más se vende (así sea chatarra), sino “el que introduce en la cultura las nuevas tendencias de la investigación en todos los campos: literario, artístico, científico, histórico o social, y trabaja para que emerjan los intereses profundos, aunque vaya a contracorriente. En vez de suscitar el interés epidérmico, de secundar las expresiones más superficiales y efímeras del gusto, favorece la formación duradera”.

I I

Lo expresado por Epstein y Einaudi exhibe justamente a la empresa y al mercado editorial de las grandes corporaciones que, actualmente, carecen de todo interés por editar culturalmente, puesto que su precepto es vender: vender lo que sea, con tal de que se venda. Lejos han quedado los editores que se esforzaban por crear cultura. Hoy, como lo señala André Schiffrin (quien fuera director de Pantheon Books y cuyo padre fundó la célebre colección francesa de La Pléiade), casi todo el mercado del libro está en manos de ejecutivos de las grandes corporaciones que lo mismo fabrican armamento que libros, y cuyo único interés es la amplia ganancia y no la cultura, mucho menos la educación y el rendimiento moderado. A estos altos ejecutivos, que trabajan en el medio editorial como podrían hacerlo en otro negocio, ¡que nadie les hable de ganancias marginales!
Explica Schiffrin: “Hasta hace bien poco, la edición era esencialmente una actividad artesanal, a menudo familiar, a pequeña escala, que se contentaba con modestas ganancias procedentes de un trabajo que todavía guardaba relación con la vida intelectual del país. Durante los últimos años, los grandes grupos internacionales fueron adquiriendo las pequeñas editoriales una tras otra, y estas editoriales compradas por los grupos implicados en la industria cultural han visto desaparecer de sus catálogos los títulos más prestigiosos o aquellos destinados a la enseñanza”.
De hecho, a las grandes corporaciones que, entre otras cosas, fabrican libros, la enseñanza y la cultura no les interesan en absoluto. Sus intereses están en la ganancia rápida y el lucro desmedido. Es comprensible: si lo mismo venden aviones que armas (como es el caso de Lagardère, en Francia, dueña de Hachette Livre), ¿por qué demonios habrían de interesarse en la educación y en la cultura? Su prioridad es la ganancia y no por cierto marginal, incluso tratándose de libros. Con las grandes corporaciones de hoy, que han ido absorbiendo y muchas veces depredando los sellos editoriales independientes de prestigio, es bastante probable que nunca se hubiera publicado el Ulises, de Joyce.
Mucho de lo que se vende hoy por miles no sobrevivirá en absoluto. Lejos han quedado las sabias palabras de Stanley Unwin: “Si buscas ante todo dinero, no te hagas editor.” Pero quienes hoy se dicen editores, porque publican y venden libros (de lo que sea, lo mismo da, en tanto se vendan), “al no poder enorgullecerse de lo que editan, se consuelan con las delicias de la vida de los grandes grupos, restaurantes de lujo, coches con chofer y otros símbolos de estatus social”, como atinadamente observa Schiffrin.
En su Léxico editorial. Para uso de quienes todavía creen en la edición cultural (2002), Mario Muchnik, otro auténtico editor de la vieja guardia, coincide con Schiffrin y, a propósito de la rentabilidad de una editorial, añade que “la cultura del libro necesita, para sobrevivir, la pequeña librería de barrio”, justamente esa librería que está en vías de extinción producto de los grandes establecimientos vendedores de chatarra de flujo rápido. Las grandes librerías de amplias superficies de exhibición prestan muy poca atención a los libros de vocación cultural y educativa, de flujo lento; en cambio privilegian, y en grandes pilas, los libros de moda que se venden no por cientos ni por miles sino por toneladas.
Pero, además, Muchnik señala otro dato preocupante: el de las ganancias desmedidas de los grandes consorcios editoriales, que no se pueden conseguir si no es por medio de la venta de chatarra y no de las obras formativas, de profundo calado. Advierte Muchnik: “Schiffrin demuestra que, como tal, el libro puede sobrevivir a lo que Octavio Paz llamaba ‘la rentabilidad animal’, pero no sin algún tipo de acuerdo entre editores in-dependientes dispuestos a presentar batalla al criterio de la bottom line como índice de buena gestión editorial. Editoriales francesas de reconocido prestigio, como Le Seuil o Gallimard, han fijado y mantienen márgenes inferiores al tres por ciento, cuando Random House (y ahora su nuevo dueño el grupo Bertelsmann) pretende, de todas las editoriales que agrupa, el quince por ciento o más. El resultado inevitable es el empobrecimiento y la uniformización de los respectivos catálogos, la desaparición de líneas editoriales enteras (y, con ellas, de sectores enteros del pensamiento y de la creatividad de los autores), la consiguiente aridez de la oferta de lectura y, por ende, del diálogo social”.
De hecho, a estos consorcios editoriales ya no les interesa el catálogo sino sólo el inventario, pues ya no publican libros que realmente vayan a permanecer vigentes, sino objetos (similares a los libros) cuya venta ha de ser inmediata, para luego de alcanzar la ganancia triturar y hacer viruta los miles de sobrantes. Por lo demás, ¿cómo podría formarse un catálogo con publicaciones coyunturales (independientemente del género) cuyos autores, además, no están interesados en construir una obra seria, sino en vender rápidamente muchos ejemplares? Ganancia inmediata mata catálogo.
Los consorcios del consumo cultural publican libros vendibles, no perdurables. Los autores de tales libros tratan, oportunistamente, temas de moda (generalmente novelados), que a nadie le importarán mañana, pero que dejan buenas regalías en cosa de tres semanas. Y los encargados de “editar” y publicar tales libros les piden más de lo mismo. Entre esos productos no aparecerán jamás una Conversación en La Catedral, un Pedro Páramo, un Ficciones, un Cien años de soledad, un Juntacadáveres, que es lo mismo que nombrar las imposibilidades de un Vargas Llosa, un Juan Rulfo, un Borges, un García Márquez, un Onetti; en cambio, sí, muchas páginas escritas deprisa y publicadas deprisa que serán olvidadas con la misma prisa con las que se vendieron, y que fueron leídas aprisa por lectores impacientes formados no por la literatura, sino condicionados por el mercado.
Resulta lamentable lo que está produciendo este negocio editorial que se ha olvidado de la cultura para quedarse únicamente en negocio, pero especialmente en un negocio (la negación del ocio) cuya única aspiración es la codicia.

I I I

¿Cómo se puede saber hoy si una empresa editorial está interesada en la cultura y en la educación y no únicamente en el negocio? La evidencia es su catálogo vivo y, en particular, los títulos de gran calidad y los autores perdurables de ese catálogo. Todo lo demás es desechable. Por ello hoy, sin duda, son los editores independientes, los universitarios, los especializados (poesía, ensayo, filosofía, clásicos) y los que a pesar de estar en un consorcio se preocupan lo mismo por las ganancias que por la buena calidad de sus libros, los que tienen realmente catálogo. Los demás sólo tienen inventario.
La codicia en el mercado editorial está acabando con la cultura del libro del mismo modo que ya casi acabó con la cultura del disco, en el caso de la música. Ramón Akal, otro importante editor que ha beneficiado grandemente a los lectores de lengua española con su extraordinario catálogo del Grupo Editorial Akal, fue muy claro cuando, de visita en México, advirtió que el neoliberalismo ha uniformado todo el proceso de edición y, por tanto, de conocimiento en el mundo (La Jornada, 22/ix/2015).
Añadió: “Se lee aquello que los grandes grupos estiman que debe leerse. Se lee y se olvida inmediatamente, porque no deja ningún poso.” Fundada en 1972, la editorial Akal surgió con la finalidad de publicar y difundir obras que incidan de manera positiva en la generación del pensamiento crítico, libros que cuestionen las creencias, obras que estimulen el pensamiento. Quien vea el catálogo de Akal puede comprobar que esto es exacto.
Y, adicionalmente, con un riesgo que un verdadero editor asume de manera valiente, y que todo falso editor evade para no perder sus privilegios en el consorcio. “Nosotros publicamos libros que se agotan en un plazo muy largo, porque la lectura en profundidad cansa, frente a un mercado que tiene acostumbradas a las personas a series de televisión, películas y libros donde la banalidad es el principio básico”, sentenció Ramón Akal.
Este elogio de la lentitud en la formación intelectual y emocional, frente a la prisa y la banalidad; este encomio del libro que no se hace para agotarse en un par de semanas, frente a la celeridad frívola del mercado editorial como negocio de altas ganancias, revelan a un verdadero editor, frente al poder del dinero, la celebridad y la vacuidad que todo lo arrasa. En agosto de 2015, en El País, Gustavo Martín Garzo expresó, con aforística razón: “Pocas veces las palabras y las ideas han valido menos.” Y todo ello a pesar de la vorágine parlanchina y desinhibida de quienes compran el libro de moda que el mercado les impone para que se sientan informados y “actuales”: versados en la palpitante insustancialidad