domingo, 30 de diciembre de 2018

Arreola: el editor y la yunta de Jalisco

29/Diciembre/2018
El Cultural
Roberto García Bonilla

A la memoria de Federico Álvarez Arregui
La desmesura que rodea a algunos seres nos deslumbra, entonces los vemos entre fulgores y sombras con ojos parpadeantes y, al valorar sus acciones, usualmente la cordura no nos acompaña. Pareciera que la originalidad de esas figuras excepcionales por su talento y extravagancia, no es asimilable para quienes sufren de indolencia o envidia. Juan José Arreola Zúñiga (Zapotlán, el Grande —ahora Ciudad Guzmán—, 21 de septiembre 1918; Guadalajara, Jalisco, 3 de diciembre de 2001) es uno de los seres ensombrecidos por su propio lumen. Su vida y su obra son un modelo de entrega al arte y de minucia estilística en la creación literaria. Envuelto en los vaivenes de la grandeza y el desarraigo, de la singularidad y el olvido. Como pocos escritores en nuestras letras, él no necesita presentación. De él se recuerdan, sobre todo, sus encantados parlamentos, improvisados ante micrófonos de mesas redondas, de la radio y de la televisión. Su obra ahora vive una época de relecturas y valoraciones inéditas.
Juan José Arreola nació el 21 de septiembre de 1918 en Zapotlán, el Grande —donde Alfredo Velasco fue su primer guía literario— y desde pequeño se desempeñó en múltiples oficios hasta sumar una veintena, tan distintos como relojero, carpintero, tipógrafo, granjero, panadero, maestro de secundaria, vendedor de sandalias en abonos y comediante. Fue pionero de los talleres literarios, en espacios como La Casa del Lago, que el mismo bautizó y dirigió (1959-1962), además de corrector, editor y traductor. Becario de El Colegio de México (1947), en el Centro Mexicano de Escritores perteneció al primer grupo de becarios (1952), además de dar nombre y ser director literario de la compañía teatral Poesía en Voz Alta (1956). Practicó el ciclismo y el ping-pong, aunque el ajedrez fue su pasión más grande:
Yo no he dedicado a la literatura ni la milésima parte de lo que he dedicado al ajedrez. Pronto me di cuenta de dos cosas: de que la literatura y el ajedrez son imposibles, [de que] es el único juego que vale la pena jugar porque nos sobrepasa, como las piezas de Shakespeare, las novelas de Dostoievski o los más grandes poetas de la humanidad.1
Louis Jouvet y Jean-Louis Barrault fueron sus maestros en la Comedia Francesa, pero su legado —que no ha tenido la resonancia de su imagen— son las quinientas páginas contenidas en Varia invención (1949), Confabulario (1952), cuentos
Bestiario (1958), que incluye Cantos de mal dolor y Prosodia—. También está el resto de su obra narrativa: La feria (1963) —novela— y Palindroma (1971), que contiene Variaciones sintácticas y Doxografías. Libros menos conocidos son Gunther Staphenhorst,2Ramón López Velarde: El poeta, el revolucionario [1988] (Alfaguara, 1997) y el poemario Antiguas primicias (1996, Secretaría de Cultura de Jalisco). Hacia 2003 se publicaron varios libros de y en torno a Arreola: la reedición de Inventario (selección de artículos periodísticos de mediados de los años setenta, publicado originalmente en 1976 por Grijalbo); la compilación de la llamada prosa oral realizada por Jorge Arturo Ojeda y publicada en los libros Y ahora la mujer… (1975) y La palabra educación (1973, SEP Setentas); Juan José Arreola. Breviario alfabético, con selección y prólogo de Javier García-Galiano; Arreola y su mundo de Claudia Gómez Haro. Acaso los más importantes sean las 29 entrevistas reunidas por Efrén Rodríguez en Arreola en voz alta, además de Prosa dispersa, 43 textos casi desconocidos, algunos inéditos, compilados por Orso Arreola, quien también escribió en coautoría con su padre uno de los testimonios directos del escritor: El último juglar. Memorias de Juan José Arreola (1937-1968). Otro título es Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso (Conaculta, 1994). Y Orso, hijo del escritor, publicó Juan José Arreola, vida y obra (Secretaría de Cultura de Jalisco).
Su labor como editor es invaluable en nuestras letras. Publicó las revistas Eos (1943), y Pan (1945), que dejó para irse a París unos meses. El número uno de la jalisciense Eosapareció en julio de 1943 y el número cuatro, en octubre de ese mismo año, editada por Arturo Rivas Sainz y Juan José Arreola: “Cuando le di a leer [a Rivas Sainz] mi primer relato, ‘Hizo el bien mientras vivió’, me dijo entusiasmado: ‘Esto hay que publicarlo cuanto antes, te propongo que hagamos una revista literaria de carácter monográfico para publicar íntegro el texto’”.3
De 1946 a 1948 trabajó en el Fondo de Cultura Económica. Dio nombre a los Breviarios, colección para la cual tradujo La isla de Pascua, de Alfred Métraux; El cine, su historia y su técnica, de Georges Sadoul; El arte teatral, de Gaston Baty y René Chavance, y El arte religioso de Émile Mâle. Entre 1950 y 1953 apareció la primera serie de Los presentes, con títulos de autores que ahora son imprescindibles en la literatura mexicana. La segunda serie apareció entre 1954 y 1957. Incansable, también editó los Cuadernos y Libros del Unicornio (1959-1964) y entre 1964 y 1967 publicó la revista Mester, de la cual aparecieron doce números, producto del taller literario del mismo nombre.4
De casi todos los creadores se dice que su mejor obra está por llegar o nunca llegó. Este aserto, que no deja de ser lapidario, en Arreola se acerca a la certeza por más de una razón: la devoción, la libertad y el respeto con que asumió la literatura, desde una postura lejana al mercantilismo y la complacencia que hoy reina en los medios literarios y académicos. Este respeto entraña un rigor y autocrítico, también ya muy adelgazado en nuestros días.
LA AUTOCRÍTICA EN ARREOLA no es sinónimo de aislamiento, mientras el silencio escritural —que, como observamos antes, no fue total— parece directamente proporcional a esa especie de máquina parlante, dirigida por una lucidez excepcional, en la que se convirtió el escritor. Ello dio lugar a su llamada prosa oral, la cual Orso Arreola propone distinguir de la prosa escrita, de la cual muchos hemos gozado, aunque sea de manera accidental. Esta capacidad verbal parece ser uno de los motivos por los cuales abandonó la escritura de la auténtica literatura, como él decía; confesó varias veces sentirse ya no un escritor sino un hablador. Recordaba que siempre tenía posibilidades de hablar, en cada ida a la universidad, en los pasillos de Filosofía y Letras, por todas partes. Concluía que la capacidad verbal de algunos escritores —como Oscar Wilde— había perjudicado su obra: “Alguien que tiene cierta posibilidad de manifestar el ser de manera verbal, ¡qué terrible peligro! Porque uno se saquea a sí mismo al hablar”.5
Se repite que la vocación y la constancia distinguen a un escritor de un simple contador de historias o un cronista, pero el temperamento marca más el destino de un ser que sus hábitos e inclinaciones. Arreola dijo ser un escritor que no trabajó nunca:
Yo no he escrito en mi vida más que unas semanas. Eso es todo. Y entre esas semanas de escritura a veces pasaban años, no de esterilidad, porque yo vivía una vida muy rica: estaba enamorado, y no me iba a poner a escribir. Siempre me dediqué a la mujer amada de una manera enloquecida y sólo tomaba la pluma cuando venía la ruptura. Por eso casi todos mis textos están escritos en un estado de depresión amorosa.6
Hay que leer entre líneas y cuidarse de la literalidad al oír a conversadores y oradores experimentados como Arreola. Estas palabras son las de un superdotado que tenía cabal conciencia de cuanto decía y hacía; eso muchas veces le sirvió como muralla de protección hacia los otros. Muy pocos han podido penetrar su obra; sabe que “la gente no puede menos que aceptar que escribo bien y que soy un artesano de calidad. Esta es acaso mi única virtud”.7 En este “acaso” más que duda hay simulación. Sabiendo que hay más virtudes, señala en la misma conversación: “Soy un escritor más difícil de lo que parezco, un escritor que premia a sus lectores por la facilidad de la escritura. Pero cuando alguien quiere meterse, ¡ay de él!, no logrará entrar mucho, porque es demasiado hondo el terreno”. Arreola no puede concluir con más convicción la idea: “Tengo pasajes de escritor imposible, porque yo mismo no los entiendo y no puedo adivinar hasta dónde llegué […] En ‘La mujer amaestrada’, por ejemplo, hay momentos en los que no sé qué pasó”.8
VAYAMOS A LOS INICIOS editoriales del escritor que a los diez años sentía que ya era germen de poeta “porque sentía la marea. Esa marea de la que habla Stephen Dedalus en el Retrato de un artista adolescente de Joyce y que no era otra cosa que la inspiración”.9
Transcurría el año 1944 cuando Alfonso Alba lo presentó con Antonio Alatorre. El autor de “El guardagujas” trabajaba en el periódico El Occidental. “Con él compartí —evoca el cuentista— el gusto por las ediciones críticas. Estuvimos juntos con don Alfonso Reyes y Raimundo Lida en El Colegio de México. También trabajamos juntos con don Daniel Cosío Villegas”.10 A los dos meses de haberse iniciado esta amistad, Alatorre se convenció de que no sería abogado; su vida cambió con las nuevas lecturas: Rilke, Cocteau, Neruda, García Lorca, Papini. La vocación de maestro de Alatorre, la libertad y el entusiasmo fueron virtudes que signaron a Arreola: “Me tomó de la mano y de la manera más natural del mundo se hizo mi maestro […] ocurrió una auténtica transfusión: […] me contagió su experiencia, y yo conseguí hacerla mía […]; después de unos diez meses de magisterio, me juzgó lo suficientemente déniaisé para acompañarlo en la aventura de Pan”.11 Hay que recordar que, años más tarde, también fueron discípulos de Arreola José Emilio Pacheco, Vicente Leñero, Alejando Aura, René Avilés Favila, José Agustín y Federico Campbell.
Entre marzo y abril de 1945, Arturo Rivas Sainz presentó a Juan José Arreola y a Juan Rulfo a través de amigos mutuos, como Ricardo Serrano. En ese tiempo, “Rulfo trabajaba en algo vagamente relacionado con Aduanas, a pocos pasos del periódico Occidental, en un edificio y una oficina y un escritorio que andaban por el rumbo de lo gris y melancólico”.12
En su breve y casi milagrosa vida, Pan proyectó e irradió a tres de los más importantes pilares de nuestra literatura: Juan José Arreola, Juan Rulfo (1917-1986) y Antonio Alatorre (1922-2010). Sus tirajes no rebasaban los cien ejemplares y estaba lejos tener anuncios que dan cuenta de la época en publicaciones como Taller y El hijo pródigo.
Los editores de Pan fueron lectores privilegiados de Rulfo, aunque antes Efrén Hernández (1904-1958) se ganó la confianza del autor de “La vida no es muy seria en sus cosas”. Este fragmento de relato —el primero que publica Rulfo— aparece en la revista América en junio de 1945; un mes después, Pan publica “Nos han dado la tierra”. Casi todos los cuentos que luego conformaron El llano en llamas los dio a conocer la revista América, que también estuvo a punto de publicar Pedro Páramo.13
Alatorre recuerda que la revista jalisciense, que publicó siete números entre junio de 1945 y febrero de 1946,
fue mero juego, diversión pura. Arreola y yo, cuando la hicimos, andábamos en las nubes. Soñábamos y era placentera la ilusión de que nuestros sueños iban cuajando en algo concreto […] Los primeros que recibían Pan eran, naturalmente, los tres amigos que formaban, con Arreola y conmigo, la tertulia literaria de Guadalajara […] Arturo Rivas Sáinz, Adalberto Navarro Sánchez, y un señor Ríos. Nos reuníamos a platicar y a divagar en el café Nápoles, y pasábamos buenos ratos, especialmente cuando teníamos visitas de la metrópoli: Alí Chumacero, rebosante de anécdotas; Lupe Marín, paisana de Arreola, inolvidable; y el agudo y cáustico Octavio Barreda.14
La amistad entre Arreola y Rulfo fue muy intensa en los meses previos al viaje de Arreola a Francia. Se encontraban en el café Nápoles, con frecuencia iban al cine y alguna vez el escritor de Zapotlán fue a escuchar música clásica a la casa de su amigo de Sayula.15
Arreola se fue a París en noviembre de 1945 y le dejó la revista a su amigo y hermano de Autlán, Antonio Alatorre. Cuando el escritor de Sayula les entregó el cuento “Nos han dado la tierra”, “¡Vaya si fue sorpresa! […] Lo mejor de Pan, lo más original en ese momento, lo más alto, son sin duda los cuentos de Arreola y de Rulfo”.16
Arreola habló siempre afectuosamente de su amigo de Sayula; la memoria le trae a un hombre tímido, un poco huraño, que le sorprende con narraciones que no podía creer; pareció crearse entre ambos una complicidad silenciosa.
Los cuentistas jaliscienses se encontraron de nuevo en 1947 en el departamento que Arreola habitaba en la Ciudad de México. Luego fueron vecinos en la calle de Río Pánuco. Ya en el Fondo de Cultura Económica, Arreola promovió la publicación de El llano en llamasy de Pedro Páramo. Con los años se dejaron de ver. Pero al menos en los testimonios escritos y las presentaciones públicas se advierte en ambos admiración y un mutuo respeto. Ambos escritores compartieron éxitos y fracasos personales en la década de los cincuenta. Luego se distanciaron. “Recuerdo que la última vez que platiqué con Rulfo fue dentro de un avión que volaba sobre la cordillera a 20 mil pies de altura. Regresábamos desde Buenos Aires, donde los dos asistimos a la Feria del Libro [1979]. Hablamos durante diez horas. Juan me reveló en las alturas muchos aspectos de su alma que yo desconocía”.17
La historia con sabor a leyenda en torno a la ordenación definitiva de Pedro Páramo merece una mención aparte:
Sobre una mesa enorme, entre los dos [Rulfo y Arreola] nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas… Dios existe, yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió! Y yo no tengo más mérito que haberle dicho a un amigo: “Mira, ya no aplaces más. Pedro Páramo es así”.18
En una ocasión le pregunté a Antonio Alatorre: “¿Entonces sí es cierto que Arreola le dio el orden al texto final?”. El filólogo respondió enfático:
Si Arreola hubiera inventado eso después de la fama de Rulfo, se podría sospechar. Pero me lo contó cuando estaba sucediendo. Yo estoy al corriente de la gestación de Pedro Páramo. Arreola me dice: “estoy entusiasmado con lo que he visto, el problema es que Rulfo no sabe cómo darle forma”.19
En otro momento, Alatorre escribió que el propio Arreola le contó que puso sobre una mesa
… los distintos montoncitos de cuartillas, y comenzamos a acomodarlos mientras yo le decía esto aquí, esto quizá después, esto mejor hacia el comienzo. Tardamos varias horas, pero al final Juan estaba ya más tranquilizado […] Yo creo que cualquiera que fuera el orden que se diera a los fragmentos, existiría Pedro Páramo igual, dejando sólo la parte final exacta como está.20
Por su parte, José Emilio Pacheco desmintió esta versión medio centenar de veces, restituyendo a Rulfo la autoría absoluta de Pedro Páramo: “Por esos años Juan José Arreola dedicó gran parte de su tiempo a la actividad, insólita entre nosotros, de rescribir gratuita y generosamente muchos libros ajenos —pero en modo alguno los de su amigo Rulfo”.21
La literatura de Arreola y la de Rulfo son distintas en su temática: ambos representan un cambio significativo en la literatura mexicana y coinciden por la calidad de sus obras. Emmanuel Carballo señala en un texto publicado en marzo de 1954 en Revista Universidad de México:
Arreola nació adulto para las letras, salvando así los iniciales titubeos. Poseedor de oficio y malicia, dueño de los mecanismos del cuento, rápidamente se situó en la primera línea. En cambio, Rulfo es cuentista de cámara lenta que silenciosamente se ha venido colocando entre los más significativos […] Arreola es la corrección y la fiesta del lenguaje; Rulfo, la muerte y el triunfo del pueblo. Arreola planta sutiles casos de conciencia, intrincado problemas intelectuales; Rulfo, patentes problemas del diario subsistir, elementales y hondos […] Los mundos de ambos novelistas, distintos en esencia, coinciden, sin embargo, en la piedra de toque de cualquier obra artística: la calidad.22
Arreola vio en el texto de Carballo —que mostraba su literatura como innovadora, distinta de los herederos de la Revolución Mexicana— un endurecimiento de las posiciones de los “rulfistas” y los “arreolistas”; los nacionalistas y los universalistas respectivamente. El autor de Confabulario explicó esas pugnas formales e ideológicas de modo más individual: aunque desde la publicación de El llano en llamas (1953) hubo quienes quisieron enemistarlos, “me limito a decir que Juan y yo éramos ‘la yunta de Jalisco’, porque los dos nos llamábamos igual, nacimos casi el mismo año y en la misma región de Jalisco”.23
Rulfo, es curioso, llegó a decir que él no se fijaba “bastante” en el estilo. En 1981, al compararse con Arreola confesó, a un lado de su amigo en el Centro Pompidou:
Es un cultista […] no le interesa contar una historia, sino cómo contarla. Es un estilista en realidad, cosa que muchos de nosotros no. […] Nunca pude captar su estilo. Ante la elevada calidad que él tenía, yo busqué, como dijo cierto compañero, el sincretismo entre lo español y lo indígena. […] Juan José Arreola buscó la cultura europea mientras yo apenas intenté querer alcanzar la cultura mexicana. Por eso hay esa especie de diferencia en los estilos y aun en los temas.24
La abundancia de anécdotas, opiniones y —en menos proporción— análisis entre ellos son tantas y diversas que pueden concluirse muchas interpretaciones sobre “la yunta de Jalisco”. Se ha especulado mucho sobre la enemistad entre ellos; Max Aub, por ejemplo, señala en sus Diarios que se odiaban.
La relación entre Arreola y Rulfo —más allá del anecdotario, teñido de claroscuros— nos revela las grandes coincidencias en dos personalidades tan contrastantes; dos maneras distintas de enfrentar la vida cotidiana con visiones sobre el mundo y la creación, en esencia, semejantes. Ambos se sentían desarraigados en el mundo; ninguno de los dos creía ser bondadoso; fueron enfermizos casi toda su vida. La literatura nunca pudo ser para ninguno de los dos un oficio y menos una profesión. Estaban conscientes de la escritura como arte y el desarrollo histórico de la literatura, pero sin decirlo directamente aceptaron la presencia de la inspiración, más como un don para aquellos tocados por el genio que como impulso natural para enfrentar el papel en blanco. Esa idea de la literatura como una totalidad, donde la visión del mundo se inserta en una escritura cuyo cuerpo es poesía —es decir prosa poética— llevó a los dos escritores jaliscienses al silencio creativo, rodeado de leyendas y entredichos.
Para los críticos aparecen nuevos retos: enfrentar con hondura y constancia el corpuscreativo de Juan José Arreola.25 Y, entre tantos temas importantes, uno significativo será observar las diferencias y semejanzas entre la prosa oral y la prosa escrita, así como la real influencia en nuestra literatura.
En el caso de Rulfo el camino es inverso; la desmesurada bibliografía en torno a su obra tuvo su auge al término de la década de los ochenta y principios de los noventa. Hoy se vive un momento de transición; luego de varias décadas de la fascinación por la muerte y la reivindicación de la esencia de lo propio, de lo mexicano, corresponde a los jóvenes lectores encauzar las nuevas lecturas de Rulfo, que en los últimos lustros han sido reveladoras alrededor de la fotografía y, más recientemente, en torno a su vínculo con el cine, amén de trabajos biográficos. Ahora las investigaciones más esmeradas que conocemos en torno al escritor de Apulco se dirigen por una parte a su vida, más que a su obra, lo cual puede implicar una desmitificación o una deificación; por otra, los estudiosos están realizando más una suma de la crítica por más de medio siglo, planteando nuevos enfoques y temas de análisis. Buscan distintas metodologías, nuevas maneras de enfrentar a un autor cuyo inefable poético ha llevado su obra de la exégesis interpretativa al paulatino silencio: el mismo que llevó a cuestas con dignidad los últimos 31 años de vida.
Notas
1 Efrén Rodríguez, “Hay que hacer tablas con la vida”, en Arreola en voz alta, Conaculta, México, 2002, p. 360.
2 Gunther Staphenhorst se publicó en 1946 y fue reeditado en México por Aldus en 2001.
3 Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, Diana, México, 1998, p. 180.
4 Sobre la labor del editor Juan José Arreola, véase de Oscar Mata Juan José Arreola, maestro editor (Ediciones sin nombre-Universidad Autónoma Metropolitana, 2003) que registra los proyectos mencionados, sus autores y sus títulos.
5 Mauricio de la Selva, “Autovivisección de Juan José Arreola”, en Arreola en voz alta, Conaculta, México, 2002, p. 76.
6 Héctor de Mauleón, “No me interesa nada, sino lo imposible”, en Arreola en voz alta, Conaculta, México, 2002, p. 356.
7 Idem.
8 Ibid., pp. 356-357.
9 Veáse Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso, Conaculta, México, 1994, p. 18.
10 Orso Arreola, op. cit., p. 199.
11 Antonio Alatorre, “Juan José Arreola”, en Letras Libres, núm. 10, octubre de 1999, p. 85.
12 Antonio Alatorre, “Presentación” de Pan en Revistas Literarias Modernas, Eos, 1943. Pan, 1945-1946, FCE, México, 1985, p. 224.
13 Sergio López Mena, Los caminos de la creación en Juan Rulfo, UNAM, Biblioteca de Letras, México, 1993, p. 59.
14 Véase Antonio Alatorre, “Presentación” de la revista Panop. cit., p. 224-226.
15 Juan José Arreola, “Juan Rulfo y yo: La yunta de Jalisco”, unomásuno, 25 de enero de 1986, s/p.
16 Véase Antonio Alatorre, ibid., pp. 219-238.
17 Juan José Arreola, “Juan Rulfo y yo: La yunta de Jalisco”, op. cit.
18 “¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?” (A. Ponce, A. Alatorre y Juan José Arreola), en Homenaje a Juan Rulfo, recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina, Universidad de Guadalajara, Jalisco, 1989, pp. 208-209.
19 Roberto García Bonilla, “Mirada de la memoria”, entrevista con Antonio Alatorre, Los Universitarios, núm. 87, septiembre de 1996, p. 13.
20 Antonio Alatorre, “La persona de Juan Rulfo” en Literatura Mexicana, vol. X, núms. 1-2, 1999, Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM, pp. 244-245.
21 José Emilio Pacheco, “Obras completas de Juan Rulfo” (Inventario), Proceso, núm. 39, 1 de agosto de 1977, p. 56.
22 Emmanuel Carballo, “Arreola y Rulfo” (fragmento), en Joseph Sommers, La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, SepSetentas, núm. 164, 1974, México, pp. 23-25.
23 “¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?” (A. Ponce, A. Alatorre y Juan José Arreola), en Homenaje a Juan Rulfo, Recopilación, revisión de textos y notas de Dante Medina, Universidad de Guadalajara, Jalisco, 1989, p. 209.
24 Juan Cruz, “Juan Rulfo desde Las Palmas” (entrevista con Juan Rulfo), en Thesis, núm. 5, año II, abril de 1980, p. 50.
25 El estudioso que ha confrontado con más minucia y rigor el imaginario respecto de la afinidades, diferencias y leyendas en torno a Juan José Arreola y Juan Rulfo es Felipe Vázquez. Véase Rulfo y Arreola. Desde los márgenes del texto, Universidad Autónoma de la Ciudad de México, México, 2010.

Juan José Arreola: un juglar para Gutenberg

29/Diciembre/2018
El Cultural
Adolfo Castañon

I
En 1962 tendría yo unos diez años. Acompañaba a mi padre, don Jesús Castañón (1916-1991) a su trabajo, en la Secretaría de Hacienda, en Palacio Nacional. Salíamos a visitar la Antigua Librería Robredo en la esquina de Guatemala y Argentina. Ya no existe ni la esquina ni aquella vieja casona colonial en uno de cuyos remotos patios interiores asomaba una piedra prehispánica, ni están vivos don Rafael Porrúa, ni su hermano, los dueños de aquel espacio encantado. En la esquina, afuera, las vitrinas desplegaban muestras de libros antiguos y modernos. Me gustaba escaparme librería adentro. En uno de esos confines interiores, tal vez en el patio donde asomaba la piedra antigua, estaban amontonados unos pequeños libros o folletos cuyas portadas de colores llamaron de inmediato mi atención. Cada uno tenía un color distinto. En la portada se estampaba la silueta de un unicornio que parecía bailar. Yo los quería comprar todos, pero mi padre me dio el gusto de comprarme uno. Me dijo que estaban escritos para gente de mayor edad. Tenía razón. Aquellos libros que me parecía que irradiaban una luz particular se amparaban bajo el nombre de los “Cuadernos del Unicornio”. Le pregunté a mi padre de dónde venían esos hermosos libros en cuyas portadas parecían bailar los unicornios. Me dijo que los editaba “un gran escritor raro” que se llamaba Juan José Arreola (1918-2001). Esa fue la primera vez que escuché el nombre del escritor nacido en Zapotlán en 1918. Lo oí en los labios de mi padre, don Jesús Castañón, que había nacido en 1916, conocía al editor y autor, se parecía a él y compartía con él al menos tres cosas: el gusto por los buenos libros bien encuadernados, la afición a los buenos vinos franceses y el gusto por las amplias capas españolas de fieltro que uniforman a los miembros de la Guardia Civil Española. O sea que el primer recuerdo que tengo de Juan José Arreola es el de los objetos fabricados por él y el de su condición de editor y fabricante, fabbro de libros hermosos.
La lista misma de esos Cuadernos del Unicornio y de sus autores es tan fascinante como la de otra colección dirigida por Arreola, “Los presentes”. Por cierto, esa palabra andaba en el aire. Hay que recordar que el primer libro de Ramón Xirau se tituló El sentido de la presencia (México, FCE, 1953). Los Unicornios estaban presentes.
Arreola se dio el lujo de fundar tres editoriales: Los Presentes, Cuadernos del Unicornio, la revista y las ediciones de Mester. Más de cien autores se publicaron bajo esos sellos en que el prodigioso Arreola alentó durante décadas a varias generaciones de escritores, entregándose a una tarea incomparable de educación práctica a través de lo que él llamó talleres literarios, aunque quizá también podría hablarse de laboratorios de la poesía y la letra.
Van aquí las tres listas de esos catálogos paralelos inventados por Arreola. Su lectura casi podría armar una hermosa letanía:
Colección Los Presentes, Primera serie (1950-1953): Ernesto Mejía Sánchez, El retorno; Francisco Tario, Yo de amores qué sabía; Carlos Pellicer, Sonetos; Juan José Arreola, Cuentos; Rubén Bonifaz Nunño, Poética; Juan Soriano, Homenaje a Sor Juana; Jaime García Terrés, El hermano menor; Augusto Monterroso, Cuentos: Uno de cada tres El centenario; Andrés Henerestrosa, El retrato de mi madre.
Colección Los Presentes, Segunda serie (1954-1957): Elena Poniatowska, Lilus Kikus; Carlos Fuentes, Los días enmascarados; Tomás Segovia, Primavera muda; Juan José Arreola, La hora de todos; Alfonso Reyes, Parentalia (Primer capítulo de mis recuerdos); Archibaldo Burns, Fin; Max Aub, Algunas prosas; Emmanuel Carballo, Gran estorbo la esperanza; Ángel Bassols Batalla, Relatos mexicanos; Carlos Valdés, Ausencias; César Rodríguez Chicharro, Eternidad es barro; José Luis González, En este lado; (Roberto) Olivera Unda, El pueblo; Mauricio Magdaleno, Ritual del año; Ricardo Garibay, Mazamitla; José Alvarado, El personaje; Antonio Souza, El niño y el árbol; Artemio del Valle Arizpe, Engañar con la verdad; José de la Colina, Cuentos para vencer a la muerte; Pedro Duno, No callaré tu voz; Baltasar Hidalgo, Metamorfilia; Roberto López Albo, Bertín; Salvador Reyes Nevares, Frontera indecisa; Mercedes Durand, Espacios; Antonio Montes de Oca, Contrapunto de la fe; Mario Puga, Puerto Cholo; Fernando Sánchez Mayans, Poemas; Alfredo Cardona Peña, Primer paraíso; Luis Córdova, Cenzontle; Arturo Sotomayor, El ángel de los goces; Jorge Aguilar, Ecce Homo; Augusto Lunel, Los puentes; Gutierre Tibón, Los Ángeles; Jorge López Páez, Los mástiles; José Mancisidor, Me lo dijo María Kaimlová; Dagoberto de Cervantes, Adiós, mamá Carlota; Felipe Montilla Duarte, Luz interior; César Garizurieta, Juanita “La Lloviznita”; Leopoldo Zea, América en la conciencia de Europa; Eugenio Trueba, Antesala; José Revueltas, En algún valle de lágrimas; José Luis Martínez, De poeta y loco…; Eduardo Novoa, Fragmentos; Carmen Rosenzweig, El reloj; Vicente Echeverría del Prado, La dicha lenta; C. E. Zavaleta, El Cristo Villenas; Francisco Mancisidor (Capitán de Navío), El pescador de la montaña; Rodrigo Mendirichaga, Un alto en el desierto; Josette Simo, Mensaje; Emilio Carballido, La veleta oxidada; Julio Cortázar, Final del juego; Salvador Calvillo Madrigal, Dilucidario; Wilberto Cantón, El nocturno a Rosario; Pedro Juan Soto, Spiks; Luis Córdova, Tijeras y listones; Raquel Banda Farfán, Valle Verde; Margarita Paz Paredes, Casa en la niebla; Pío Caro Baroja, ¡Esos cojos del camino!; Armando Olivares Carrillo, Ejemplario de muertes; Simón Otaola, El lugar ese….
Cuadernos del Unicornio (30 números, 1958-1960): Beatriz Espejo, La otra hermana; Leopoldo Chagoya, La jaula; Emilio Uranga, Historia de Meretlain (Según la cuenta Gottfried Keller); Eduardo Lizalde, Odessa y Cananea; Carlos Valdés, Dos ficciones; Carlos Illescas, Friso de otoño; Eduardo Soto Izquierdo, Poemas; Elsa de Llarena, Prosas; Elías Nandino, Nocturno amor; Enrique González Rojo, Cuaderno de buen amor; Raymundo Ramos Gómez, Enroque de verano (o la partida imposible); Gastón Melo, Poblado de pequeñas bestias; Rafael Solana, Las estaciones; Sergio Pitol, Victorio Ferri cuenta un cuento; Roberto Escalante, Pensando enteramente; Carmen Rosenzweig, Mi pueblo; Mauricio de la Selva, Poemas para decir a distancia; José Emilio Pacheco, La sangre de Medusa; Alfredo A. Roggiano, Viaje impreciso; G. Manley Hopkins, Halcón del viento(traducción de Ángel Martínez); Fernando del Paso, Sonetos de lo diario; Tita Valencia, El hombre negro; Selma Ferretis, Insomnio; Rubén Bonifáz Nuño, Canto llano a Simón Bolívar; Gelsen Gas, Fábula en mi boca; Juan Martínez, En las palabras del viento; Elías Nandino, Sonetos; Luis Antonio Camargo, Imágenes papales; Jorge Eduardo Navarrete, Cielo sin estrellas; Yuriria E. Iturriaga, En medio de mi espacio.
Autores de la revista Mester (1964-1967): Antonio Acosta, Salvador Alcocer, Eduardo Andrés, Javier Aragón, Homero Aridjis, Alejandro Aura, Leopoldo Ayala, René Avilés Fabila, José Carlos Becerra, Abigael Bojórquez, Federico Campbell, Jaime Cardeña, Antonio Castañeda, Rosario Castellanos, Elsa Cross, Fernando Curiel, Roberto Dávila, Antonio Delgado, Salvador Elizondo, Guillermo Fernández, Selma Ferreris, Carmen Galindo, Lourdes de la Garza, Argelio Gasca, Raúl Garduño, Sergio Gómez Montero, Andrés González Pagés, Agenor González Valencia, Arturo Guzmán, Martín Hernández, Hugo Hiriart, Héctor Jákez Gamallo, Horacio Juván, Antonio Leal, Vicente Leñero, Elva Macías, Jorge Maillefert, Alberto Martínez Rosas, Lourdes Meaney, Carlos Monsiváis, Lázaro Moussali Flah, Thelma Nava, Raúl Navarrete, Carlos Nieto, Marta Obregón, Jorge Arturo Ojeda, Roberto Olivera Unda, Alex Olhovich Greene, María Ortuño, Guillermo Palacios, Roberto Páramo, Carlos M. Perezalonso, Raúl Pineda Bojórquez, Irene Prieto, José Agustín Ramírez, Barrera Reyna, Rafael Riquelme, Rafael Rodríguez Castañeda, Eduardo Rodríguez Solís, Jaime Sabines, Leopoldo Sánchez Zúber, Carlos Santa Anna, Luis Shein, Roberto Suárez, Luis Terán, Gerardo de la Torre, Juan Tovar, Juan Trigos, Tita Valencia, Óscar Villegas Borbolla, Víctor Villela, Mari Zacarías.
Esta serie de nombres sanciona el apellido de Arreola como il miglior fabbro para invocar la dedicatoria que T. S. Eliot puso a Ezra Pound. El mejor artífice, el más alto artesano. Su nombre debe inscribirse en el catálogo de los poetas-tipógrafos o escritores-editores como: Manuel Altolaguirre, José Bergamín, Octavio Paz, Camilo José Cela, Miguel N. Lira, Sergio Mondragón… Un linaje de urbanistas de las letras y la imaginación en el cual ha de inscribirse su nombre.
II
No se ha reflexionado lo suficiente en el hecho de que Arreola haya elegido la figura del unicornio como cifra de sus Cuadernos. El unicornio vive en el espacio imaginario de la cultura medieval. Representa la virginidad y la lealtad a los valores asociados al amor cortés, al amor platónico. Remite a un universo tradicional de la poesía. No es una incongruencia que el último proyecto editorial de Arreola se titule Mester, nombre con el que se conoce el oficio de los juglares y los clérigos poetas medievales. En esa perspectiva podría pensarse que el proyecto de Arreola se da como una radical propuesta de atracción y recreación de los valores del pasado en el presente, como un arma para enfrentar la cultura de la guerra y de la violencia. No andaba solo Arreola en la afición por la Edad Media. Tengo a la mano la Antología de la poesía de los siglos doce al dieciséis que el surrealista Paul Éluard hizo en 1954, año en que Arreola lanza la colección Los Presentes.
III
El segundo recuerdo que tengo de Juan José Arreola no es el de sus cuentos sino, ahora o entonces, de su persona o si se quiere de su personaje público. Es la memoria de ese señor vestido con capa y sombrero que llegaba a la Facultad de Filosofía y Letras rodeado de estudiantes que lo seguían y que en clase lo aplaudían. Nunca tomé clases con él, pero fue entonces cuando empecé a leer sus cuentos… Esas ficciones breves estaban imantadas por la imaginación y tenían mucho de Borges y de Papini, de Gutiérrez Nájera y de autores que no se suelen mencionar: Jules Renard, Marcel Schwob, Alphonse Allais, Max Jacob, Jean Cocteau y las ficciones breves de Marcel Jouhandeau, Georges Duhamel, Marcel Bealu y algunos todavía menos citados como Julio Camba y Eugenio D’Ors, para no hablar de los clásicos españoles y de Alfonso Reyes. El “deslumbramiento” es, según el Diccionario de la Lengua, la “turbación de la vista por la luz excesiva o repentina”, o bien, “ofuscación del entendimiento por efecto de una pasión”. La lectura de los cuentos de Arreola me deslumbró y ofuscó, es decir, me impresionó tanto que esas ficciones breves se me impusieron no como un objeto externo sino, por así decir, como un método. Dicho de otro modo, casi sin darme cuenta empecé a arreolar, a leer y a escribir como él. Descubrí que, al igual que otros grandes autores, el de Confabulario era un escritor infeccioso y había que tener cuidado con él, para no verse reducido a un mal imitador joven de ese buen escritor sin edad.
IV
Había que tener cuidado con Arreola. Era un peligro. Un mal consejero para los jóvenes. Un mal consejero que predicaba con sus actos y con su escritura la libertad y que, a diferencia de Octavio Paz o de José Revueltas, daba o parecía dar las espaldas a la Ciudad. Arreola no tenía un discurso político. No era un opositor rampante. Se había escurrido entre los géneros sin dar la cara al mercado, como lo habían hecho Carlos Fuentes o Luis Spota. Era, como José Gorostiza o Juan Rulfo, un refractario, y algo más…
V
Arreola no sólo era católico sino que venía de la Edad Media. De François Villon y de Gil Vicente, de Rutebeuf y de Garci-Sánchez, de Badajoz. Afrancesado hasta las puntas de las uñas. Se sabía de memoria a Paul Verlaine, Émile Verhaeren y Georges Rodenbach, como me dijo en Bélgica su traductor francés, que estaba deslumbrado por la memoria del maestro mexicano que no dejaba de recitarle de memoria a esos y otros poetas mientras paseaban por Bruselas y Brujas. Ese temple medieval sorprendió a Alfonso Reyes y a Octavio Paz, y le abrió de par en par las puertas de Francia, que él prefirió cerrar… para no dejar de ser él mismo.

VI
Juan José Arreola es uno de los grandes constructores, uno de los grandes civilizadores de México. Al ver su creatividad que arranca de letras indiscutibles, de su poderosa Varia invención, sigue con el teatro en Poesía en Voz Alta, florece en la edición de los Cuadernos del Unicornio y Los Presentes, continúa en sus libros dictados sobre educación y sobre la mujer, se dispersa en la radio y la televisión, se piensa necesariamente en Vasconcelos, Pellicer, Reyes, Paz. Hay que decir que Arreola tuvo la decencia de no sucumbir a esa forma del fracaso espiritual que es el éxito fácil. Maestro de vida, vivió entre dificultades, llevó una vida difícil y supo arreglárselas con sus pocos años de primaria en un mundo tiranizado por los diplomas. Eso no le impidió ser campeón de ajedrez y de ping-pong y caer una y otra vez rendidamente enamorado de las dulcineas que jugaban al ajedrez con su corazón, como él, hay que decirlo, jugaba con el de ellas.
VII
Tuve la fortuna de tratar a Arreola a lo largo de los años y la más rara suerte de que me pidiera que le leyera mis cosas. Él conoció el volumen de cuentos El pabellón de la límpida soledad publicado por El Equilibrista. Me animó mucho con sus comentarios. Por eso, en aquellas páginas aparece su nombre en la dedicatoria del texto “El escriba”. Creo que esta suerte la tuvieron también otros. Por ejemplo, los amigos a quienes fue publicando en las series de los Cuadernos del Unicornio y Los Presentes. Luego, años más tarde, me tocó ser parte del jurado que le dio el Premio Internacional de Literatura de la Feria del Libro de Guadalajara que llevaba el nombre de Juan Rulfo. Como el FCE estaba encargado de hacer una edición del autor premiado, se le propuso a otro de los conjurados, Saúl Yurkievich, que hiciera la antología, pero finalmente sólo hizo la introducción: Arreola decidió hacerla él mismo, a través de las manos anónimas de un editor. Ese editor fui yo. Durante más de un año fui de México a Guadalajara dos veces al mes para entrevistarme largamente con Arreola y decidir el contenido de la antología que es una edición de su obra, cuidada por él y, atrás, armada por mis manos y desde luego las suyas. Cada sesión, yo le aportaba algo que él aparentemente había olvidado, pero que tenía bien presente, por ejemplo, las traducciones de los poemas de Paul Claudel sobre los apóstoles que él había traducido para su amigo Moisés Gamero, de Mazapanes Toledo y que se habían publicado en una edición aparatosa que pocos tenían y que a mí me había regalado el propio Moisés. Juan José aceptó la inclusión, encantado, me recitó cada uno de los poemas que se sabía de memoria y no descansó hasta que le conté con todo detalle cómo había conseguido el libro. Así fue con todos y cada uno de los textos misceláneos que cierran esa edición. Uno importante es el dedicado a Michel de Montaigne, figura que nos unió a lo largo de los años.
Aquí una digresión. Como le demostré a Arreola que la edición original de Montaigne en la serie Nuestros Clásicos de la UNAM tenía una traducción manoseada e ilegible, le propuse que se cambiara por la de Constantino Román y Salamero, que era de hecho la que él tenía en su biblioteca, además de otras. Aceptó con una condición: que a la traducción y a su texto las acompañaran las páginas de mi ensayo “Por el país de Montaigne” —la edición que actualmente circula es esa.
VIII
Muchas veces me encontré a Arreola a lo largo del tiempo. Hay una fotografía donde aparecemos a principios de los años noventa. Estoy con él y con Angélica de Icaza. Arreola estaba feliz. El acto que nos reunía lo era también. Se trataba de la presentación de la reedición del libro de su querido amigo peruano, el historiador y escritor José Durand titulado Desvariante (FCE, 1980). El autor de Ocaso de sirenas no sólo era un experto erudito en el Inca Garcilaso: había reconstruido varios siglos después la Biblioteca selecta de este noble indio del Siglo de Oro, y también a un personaje legendario pues como Arreola mismo ha declarado en las memorias de El último juglar, Durand era el dinosaurio que provocó la fantasía brevísima de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí”.
Esto me lleva a evocar el paralelo y la simpatía que puede haber entre Arreola y Monterroso, maestros ambos con los que tuve la suerte de formarme en mis años de juventud. Uno me llevaba al otro, Arreola a Monterroso, Monterroso a Arreola en una suerte de espiral prosódica y poética. Monterroso era un gran lector de aquellos autores que habían nutrido a Arreola, pero sobre todo un conocedor de las letras de este ilustre jalisciense. Otras veces me lo encontraba en la Feria del Libro de Guadalajara. Me pedía que lo acompañara por los pasillos de aquella Babel. De pronto se sentaba fatigado. Buscaba un banco. Se acercaba la multitud a su alrededor. Le pedían autógrafos. Él, exhausto, les tendía la mano para que se la besaran y a veces les daba la bendición. La última vez que vi a Arreola fue en la casa de su hija Claudia. Estaba en cama. Más delgado que el licenciado Vidriera. La mirada viva y los oídos atentos. Le fui a leer ahí, semanas antes de que muriera, mi poema Recuerdos de Coyoacán (Ditoria, 1998). A cada rato me interrumpía y exclamaba: “¡Ese es Villon!”, “¡ese es Manrique!”, “¡ese es Reyes!”, “¡ese es Lope!”. No se le iba una alusión al fino oído de ese ajedrecista del universo. Salí de ahí con un nudo en la garganta luego de haberlo abrazado y, en mi fuero interior, de haberme despedido de su majestad. Ya no lo volví a ver. Me lo encontré de nuevo en la tinta de otros escritores que habían sido sus amigos. También me lo encontré en sus propias páginas. Tuve la fortuna de aceptar un encargo de parte de la Dirección de Publicaciones para hacer un breve libro sobre Juan José Arreola. Decidí pedirle ayuda a una amiga que también estaba trabajando sobre él: Nelly Palafox. Durante más de dos años nos entregamos a un ejercicio feliz: leer a Arreola con lupa, lápiz y regla de cálculo editorial. Las hojas que íbamos escribiendo cada uno regresaban a las manos del otro. Y volvían de nuevo para irse cristalizando en una construcción. Insisto en la palabra: construcción. La felicidad que nos deparó la escritura de ese texto sobre Arreola me ha sido refrendada por un lector exigente como el poeta y crítico chileno Pedro Lastra. En enero de 2017, en Chile, mientras caminábamos rumbo a una librería de viejo, el maestro me dijo que uno de los libros más felices que había leído firmados por mi pluma era Para leer a Juan José Arreola.La redacción de esa obra nos enseñó a Nelly y a mí que la obra de Juan José Arreola era un instrumento noble capaz de enseñar mucho a quienes estaban dispuestos a comprenderlo.
X
Después del canon que es la serie de libros publicados por Joaquín Mortiz, Varia invención,Confabuario, Palindroma, La feria, Arreola deja de escribir y se vuelve un dictador que necesita amanuenses para recoger sus dichos, como en La palabra educación.
Ramón López Velarde: El poeta, el revolucionarioEl último juglar: Memorias de Juan José Arreola. ¿Cuándo empieza ese Arreola dictador? Podría darse como una fecha tentativa la de la publicación de los “Diez textos” que publica en la Revista Mexicana de Literatura y son objeto de la ácida crítica de Emilio Uranga [reproducida enseguida de este texto], quien se atrevió a romper el encanto hipnótico que rodeaba al juglar con una aproximación crítica que no dejó de ser comentada, o al menos compartida por los geniecillos dominicales de la murmuración. El punto de Uranga es punzante, en algunos de esos “Diez textos” Arreola daba gato por liebre y podría decirse que su rigor literario había menguado a la par que aumentaba su generosidad como editor y tutor literario, modesto partero de las obras de los otros a cuyos pies se ponía para lanzarlos a la fama arropados por la suya propia. Una empresa ciertamente peligrosa, arriesgada, a la cual Arreola se entregó durante años.
X
Más tarde, me encontré a Juan José Arreola en las referencias de dos autores que fueron sus amigos y contemporáneos. Uno es su fraterno rival: Octavio Paz, con quien tantos puntos en común tiene. Otro, más virulento, es Emilio Uranga, quien enunció vigorosas medias verdades sobre Arreola. Medias verdades porque, en parte, se refieren a Arreola y en parte al propio Uranga.
Sobre Paz llama la atención el hecho de que el futuro Nobel le haya dedicado un poema y que más tarde haya matizado la dedicatoria transformando las palabras: “Oyendo a Juan José Arreola (Noche del 10 de septiembre)” por “Juegos lúdricos. A un juglar”.

OYENDO A JUAN JOSÉ ARREOLA

(Noche del 10 de septiembre)

Hicieron fuego ludiendo dos palos secos
el uno contra el otro.
Cervantes, Persiles
Como juega el tiempo a la mitad del Espacio
como el Espacio juega al borde del Gran Hoyo.
Juan José juega al filo de la noche
lude dos, tres, cuatro, seis
¡palabras!
y las echa a volar hacia el lado de allá,
[Ilegible]
que giran, brillan, cantan y desaparecen
como este mundo en el otro
pero vuelven,
a cualquier hora, esta noche o la otra,
música dormida en el caracol de la memoria.2

FUEGOS LÚDRICOS

A un juglar

Hicieron fuego ludiendo dos palos secos
el uno contra el otro.
Cervantes, Persiles

Como juega el tiempo con nosotros
al borde del gran hoyo,
al filo de la noche
lude dos, tres, cuatro, seis
¡palabras!
y las echa a volar hacia ese lado
que no es ni aquí ni allá.
Soles, lunas, planetas,
giran, brillan, cantan,
desaparecen
como este mundo en el otro.
Han de volver,
esta noche o la otra,
música,
dormida en el caracol de la memoria.3
Después de la corrosiva pero saludable aproximación de Emilio Uranga y del homenaje poético de Octavio Paz, cabría buscar un término medio para hacer justicia al arte, y a esos artistas que, cada uno a su manera, se quemaron en el fuego de la fama. Tal vez los tres están renaciendo de sus cenizas.
XI
A diferencia de Juan Rulfo, que luego de la publicación de dos libros indiscutibles prefirió no seguir publicando, Juan José Arreola, después de Varia invención, Confabulario, La feria,Palindroma, se entregó no sólo a la fundación de tres editoriales que reunirían más de cien autores, sino que se prodigó en el aula, las salas de conferencias, la radio y aun la televisión. De esas generosas dilapidaciones de su genio oral salieron libros dictados como el dedicado a Ramón López Velarde: el poeta, el revolucionarioY ahora, la mujer… y La palabra educación (compilados por Jorge Arturo Ojeda), a los cuales debe sumarse el libro de memorias dictado a su hijo Orso Arreola: El último juglar…. Sus programas en Televisa —según me advierte David Noria— pueden verse en la plataforma YouTube. Todavía se puede encontrar a Arreola armando castillos verbales en España en los santos lugares del nacimiento del idioma. Desde su punto de vista, al parecer, no había ruptura sino continuidad. Una continuidad que podría llamarse trágica, si se piensa que Arreola fue objeto de burlas e imitaciones por sus propios amigos actores de la televisión que, como Los Polivoces, llegaron a imitarlo seguramente alentados por algún genio travieso de Televisa.
¿Cómo pensar estos hechos, cómo compaginarlos en la memoria? Arreola se transformó en un ícono de la cultura popular y fue estampado en un billete de lotería, pero no ha alcanzado todavía la dignidad de verse estampado en una moneda de veinte pesos o en un billete de quinientos como Diego Rivera. ¿Cómo pensar estos hechos?
S. Al salir de la conferencia que enuncian las páginas anteriores, el director de la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada, el historiador José Manuel Herrera, contó algo revelador. Cuando era niño, su padre solía escuchar de la mañana a la noche discos de música clásica. Un día llevó al niño a oír un concierto en Bellas Artes. Fue una revelación. Era como si hubiesen dado otra dimensión a la música. Cuando escuchó a Juan José Arreola, le sucedió lo mismo. Era como si escuchara por primera vez a la orquesta encarnada en un hombre que hablaba ante él.
Notas
Texto leído en el homenaje Varia Arreola. Las invenciones de Juan José a 100 años de su nacimiento, en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada el 17 de octubre, organizado por la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, en colaboración con las Unidades Azcapotzalco y Xochimilco, la Universidad del Claustro de Sor Juana, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y el Centro Cultural Casa Lamm.
1 Conaculta, México, 2008, 81 pp.
2 El último juglar: Memorias de Juan José Arreola, Orso Arreola, Jus Libreros y Editores, México, 2015.
3 Este poema se recoge en las Obras completas, Obra poética, tomo VII, Galaxia Gutemberg, Círculo de Lectores, 2004, p. 734. Octavio Paz se refiere a Arreola en distintos momentos de su obra, por ejemplo en: “Poesía en movimiento. Repaso”, Seis vistas de la poesía mexicanaObras completas, t. IV, México, FCE, 1995, p. 127: “Juan José Arreola es admirado, con razón, por sus ‘confabulaciones’. Lo hemos incluido porque pensamos que ha escrito verdaderos poemas en prosa. Fantasía, humor y el elemento poético por excelencia, el elemento explosivo: lo inesperado. Sin embargo, ni por el espíritu ni por el lenguaje esos textos revelan afinidades con las tendencias más recientes del poema en prosa (desde Owen hasta los más jóvenes). Más bien son un regreso a Torri, aunque sean más tensos y violentos. La corriente que transmiten esas transparentes paradojas es de alto voltaje”.