jueves, 31 de julio de 2014

Mucho más que cien años de soledad

Julio/2014
Nexos
Roberto González Echevarría 

La muerte de Gabriel García Márquez me hace recordar, con ánimo muy propio del autor de Cien años de soledad, el impacto que tuvo sobre mi vida esa gran novela cuando apareció, en 1967, justo entonces yo hacía mis estudios doctorales en la Universidad de Yale. Me hace evocar como si fueran un solo instante los cuarenta años de carrera como profesor y crítico que habrían de seguir, y es que esa deslumbrante obra marcaría de forma indeleble mi manera de ver la literatura escrita en lengua española, y la narrativa en general. La publicación de Cien años de soledad me hacía contemporáneo de una indiscutible obra maestra, a la par con cualquiera en las otras lenguas que yo leía y estudiaba (inglés, francés, italiano, etcétera), y de cualquiera de las que figuraban en las historias literarias que había sido mi deber asimilar con reverencia. No era poco. Era como haber estado presente cuando apareció el Quijote, A la recherche du temps perdu o el Ulises y haberme podido dar cuenta del portento que esto significaba. Y en el caso de Cien años de soledad me lo supe enseguida.
Me hipnotizó la prosa fluida, sin afectaciones pero tampoco poses populacheras, capaz de lidiar con todo, lo elevado y lo bajo en un mismo tono, con un ligero dejo irónico y un humorismo latente que a veces se hacía explícito. Era éste un castellano culto pero carente de la retórica que heredamos del latín y el legado romano, parecido en esto al de Borges, y al inglés de un Hemingway o un Faulkner —ambos reconocidos maestros de García Márquez—. Me impresionó cómo la voz narrativa se acoplaba a lo que serían las creencias de los personajes, que se mencionaban con toda naturalidad, sin falsas benevolencias, por muy sobrenaturales que fueran los acontecimientos narrados o los seres y objetos descritos. El llamado “realismo mágico”, que García Márquez aprendió leyendo a Alejo Carpentier, se trataba de eso; de narrar con impavidez lo que creen personas provenientes de una cultura profundamente católica que creen en milagros a pie juntillas. A ese trasfondo prodigioso que nos viene de la Colonia se sumaban otras creencias populares derivadas de culturas no occidentales —africanas, indígenas— asimiladas al catolicismo.
Pero al profesor de literatura en ciernes que era en 1967 lo estremeció sobre todo el delicado trabajo de relojería de la trama de Cien años de soledad y del discurso mismo de García Márquez, fraguado con base en un intrincado sistema metafórico y simbólico que no parecía tener salideros de ningún tipo. Las raíces de esa maleza tropológica se extendían hasta la Biblia y los griegos, con un espesor que no tenía nada que envidiar a los más cultos escritores en cualquier lengua. Los ecos del Antiguo Testamento se oyen desde las primeras páginas de la novela, así como las referencias al mito de Edipo, y otros de la tragedia griega. Cervantes está por todas partes, desde los manuscritos de Melquíades, especie de figura de Cide Hamete Benenjeli —supuesto autor árabe del Quijote en la ficción cervantina— hasta los juegos de autoría y origen del texto que leemos y el humorismo que éstos encierran. Además, el humorismo cervantino de García Márquez se basaba en el equilibrio logrado entre la fatalidad trágica de las persistentes repeticiones y la comicidad de éstas, reforzado por el uso hilarante de las hipérboles —todas esas guerras civiles que el coronel pierde.
Borges también figura en Cien años de soledad, especialmente en sus páginas finales, especie de versión de “Las ruinas circulares”, entre otros cuentos del argentino. Ya he mencionado a Carpentier, pero hay que incluir también a Juan Rulfo, cuyo Pedro Páramo García Márquez leyó en un momento decisivo de su carrera —a fines de los años cincuenta—. Macondo tiene mucho de Comala. También hay resonancias poéticas muy fuertes que pocos o nadie han notado. El alcance global —totalizante— de la existencia de Macondo, que contiene la historia entera de América Latina, es una especie de prosificación irónica del Canto general de Pablo Neruda —irónica porque García Márquez no se permite nunca la prosopopeya algo solemne del gran poeta chileno—. Pero su historia también empieza “Antes de la peluca y la casaca…” y nos retrotrae al presente (más o menos), recogiendo acontecimientos señeros de la historia del continente. El tejido temporal de Cien años de soledad, con su sugerencia de circularidad debe mucho a Piedra de sol, el gran poema de Octavio Paz cuya factura refleja el calendario azteca.
También me impresionó, desde que tuve que analizarla en clases con estudiantes de Yale, que Cien años de soledad resistía airosa el más implacable escrutinio crítico. Tomemos el principio de la novela que es, con el del Quijote, el más famoso en lengua española, y uno de los más famosos de todos los tiempos en todas las lenguas. Esa primera oración, que tantos nos sabemos de memoria, reza: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. García Márquez podría haber escrito, usando el potencial simple, “recordaría”, en vez de “había de recordar”, el compuesto. Pero no lo hizo, tal vez obedeciendo al ligero arcaísmo predominante en el español colombiano, pero pienso que hay una razón más profunda. “Había de recordar” expresa el futuro de un pasado y mediante el uso del auxiliar y el verbo principal, en vez del contracto, “recordaría”, produce la sensación de que ambos momentos están presentes a la vez, que es precisamente la sensación que se quiere crear, y que forma parte de la estrategia general de la novela que tiende a sugerir la simultaneidad de pasado, presente y futuro en el instante de la lectura. “Había de recordar” es un giro que se repite varias veces en Cien años de soledad, por lo que es lícito pensar que pertenece a un diseño más amplio, que simplemente se anuncia en esa primera oración. A esto se suma, por supuesto, la fábula de que, en el instante de la muerte, nos posee una visión de conjunto de nuestras vidas, por lo que constituye un relámpago en que se suspenden las leyes temporales. El acto de lectura debería ser paralelo a la visión del coronel ante los rifles que lo encañonan. Un ligero matiz gramatical aparece cargado de significación integral con respecto a la obra entera. No sabremos jamás si García Márquez tuvo conocimiento de lo que hacía, pero no importa, su subconsciente sin duda le fue tan importante como sugestivo para el lector.
Ese principio es, además, sublime, porque resulta difícil expresar de golpe tantos sentimientos simultáneos y contradictorios. Se trata de un momento de visión, de profecía, asistida en parte por la autoridad de que se reviste sacrificado, ungido por esa experiencia definitiva y definitoria en todos los sentidos. Por eso la escena del coronel ante el pelotón de fusilamiento, y sus repeticiones con otros protagonistas, como Arcadio, proyecta tantas significaciones sobre el resto de la novela. La comparecencia de éste ante el pelotón se narra casi con las mismas palabras que las de su padre: “Años después, frente al pelotón de fusilamiento, Arcadio había de acordarse…” (p. 68). Y poco más adelante: “Fue ella [Remedios] la última persona en que pensó Arcadio, por años después, frente al pelotón de fusilamiento” (p. 82). La escena prácticamente se convierte en un acto ritual. El castigo colectivo siempre tiene visos trágicos, y el reo adquiere un aura de sacralidad, precisamente por ser inmolado por la comunidad, a veces de forma cargada de simbolismo, como las crucifixiones de los romanos, los despeñamientos de la roca Tarpeya, y las decapitaciones por guillotina de la revolución francesa.
El acto de memoria del coronel frente al pelotón, es decir, ante la muerte perentoria impregna al resto de Cien años de soledad con un hálito poético por su implícita instantaneidad: todo lo que sigue se va a agolpar en ese momento de clarividencia provocado por un cúmulo de emociones que incluyen el terror, el placer y la lucidez. Este haz de sentimientos lo representa el bloque de hielo que recuerda el coronel: “Al ser destapado por el gigante, el cofre dejó escapar un aliento glacial. Dentro sólo había un enorme bloque transparente, con infinitas agujas internas en las cuales se despedazaba en estrellas de colores la claridad del crepúsculo” (pp. 22-23). Ese bloque transparente es como el mundo ficticio de Macondo, con límites sólidos pero translúcidos y complejas relaciones internas que son como esas agujas de luz fragmentada. El nexo entre el hielo y Macondo se verifica cuando se relata que José Arcadio Buendía soñó, antes de fundar el pueblo, con “una ciudad ruidosa con casas de paredes de espejo”, sueño que no logró descifrar “hasta el día en que conoció el hielo” (p. 28). Las agujas internas son representación de los lazos entre los personajes que le dan cohesión y movimiento a ese mundo, que a mí me gustaría ver como reflejo (valga la palabra) de las obligaciones que organizan la sociedad macondina; ataduras determinantes pero inconsútiles en su mayoría. Así, pues, el chispazo de visión del coronel frente al pelotón de fusilamiento, emblema del vínculo entre individuo, comunidad (ley) y castigo, proyecta una síntesis completa de Macondo, su historia íntegra, con los mecanismos que la arman.
Esa historia está contenida en la figura del archivo que la novela proyecta en varios niveles y que refleja los estudios que García Márquez hizo de derecho, y la presencia determinante del derecho romano en la cultura latinoamericana en general. (Ha dicho que aprobó el curso de derecho romano con la ayuda de la prostituta con quien dormía en el burdel donde se alojaba en Cartagena durante sus años de pobreza extrema). El archivo se aloja en la habitación de Melquíades, donde éste redacta el manuscrito que resultará ser el de la novela misma, y se atesora la enciclopedia, suma escrita del saber del que emanan los conocimientos que hacen posible su existencia. El predominio de lo escrito y codificado en Cien años de soledad manifiesta la presencia del derecho en la misma y su entronque con las fuentes de la ficción de la novela. El archivo es el depósito fichado de la historia de Macondo, y también, de su arché, de su arcano, secreto o cifra. En el juego dialéctico entre ambos radica la poesía que está en su base, que cautiva a los lectores —sobre todo al que esto escribe— sin entregarse a ellos. Tal vez ese misterio poético sea un vestigio del origen coetáneo del derecho y la poesía, según postularon románticos como Jacob Grimm, o un filósofo adelantado a éstos como Giambattista Vico; ambos situaban ese origen compartido en la violencia primigenia de la vida en sociedad, que sólo puede acoger el lenguaje poético. De ahí la relevancia de la escena del coronel frente al pelotón de fusilamiento. La presencia de ritmos y rimas en épicas como el Beowulf o las sagas nórdicas quizás corrobore esa asociación de ley y poesía en sus más recónditos inicios. La violencia en el origen del derecho es todavía muy visible en la Ley de las XII Tablas (siglo V a. C), precursor primitivo pero perdurable del derecho romano, de notoria crueldad, pero sin poesía. El derecho romano representa un estadio superior, prosificado desde luego, que intenta sustituir la violencia con la razón.
Pero también se nota la presencia generalizada del derecho romano en algo que se le ha atribuido, no sin alguna razón, a ecos del vanguardismo literario en la novela, y a la influencia de Borges: el predominio de lo escrito, precisamente en la preeminencia del archivo y de la enciclopedia. Cien años de soledad es ese manuscrito pergeñado en un papel como de hojaldre, parecido al “pellejo hinchado y reseco” (p. 549) del niño muerto que las hormigas arrastran al final de la novela. Ésa es la ficción de la ficción. Pero anterior a ésta se cierne la constitución legal de Macondo, en cuyo trasfondo está la del derecho romano, la primera legislación escrita de Occidente. La relación del manuscrito de Melquíades, que es en la ficción la historia de Macondo, con el pellejo reseco del niño producto del incesto es altamente significativa —con él se cumple la profecía que servía de epígrafe al texto del gitano: “El primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas” (p. 349, cursivas en el original)—. El bebé y el manuscrito son consustanciales, ambos son productos del incesto. Es ésta la manifestación más profunda de la autorreflexividad en la obra y en el mundo de Macondo —todo se vuelve sobre sí mismo como en una esfera sellada al vacío—. Macondo, como universo imaginario y como texto, existe en un estado permanente de violación de la ley; vive al margen de la ley, o mejor, se inscribe en las entrelíneas de ésta. Lo que se escribe en ese espacio es el texto de la novela, que es su transgresiva constitución, texto literalmente escrito en el latín caído que es el español, que se remite a las primeras leyes escritas que son las del derecho romano y la Ley de las XII Tablas, como si quisiera, al igual que el patriarca, revertir al latín original.
García Márquez sabrá hoy, si puede algo saber, el secreto de la muerte, cuya amenaza y enigma se ciernen sobre Cien años de soledad, como sobre toda obra maestra. Su visión ante ésta, como la del coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento, nos dio esa inmortal novela, que perdurará por mucho más de cien años, como si el bloque de hielo se transformara en la sustancia diamantina que remeda. Y lo hará, en la imaginación de los muchos lectores que gozarán de esa sensación fugaz de plenitud que una obra de esta envergadura provoca, salvándonos por un instante del incesante roer del tiempo y de la presencia rigurosa de la “siempre segura muerte”, al decir de Quevedo.

martes, 29 de julio de 2014

Antología poética

27/Julio/2014
Confabulario
Huberto Batis

En 1978, cuando apareció la Antología poética que hizo Efraín Huerta para las Ediciones del gobierno del Estado de Guanajuato (224 pp., 4 mil ejemplares, 1977), escribí una nota que al Gran Cocodrilo le pareció “jugosa”. Presentaba el libro como una despedida y me invitaba a releer los corridos que recogió Vicente T. Mendoza dedicados a Bernardo Gaviño: “Adiós, Ponciano querido, / ya te dejo en mi lugar, / te encargo mucho cuidado / cuando vayas a torear”. Quiero, en su homenaje, reproducir algunos párrafos:
“Se conspiraba / se era pobre / se empurpuraba la poesía / porque queríamos ser / recelar masturbar el viento / aromar la algarabía / al pie de los murales / de Siqueiros y Orozco / Vagar / estudiar / criminalmente / … / Cafetear en el café / del chino Alfonso / y sabiamente huir / beber absurdamente / como asnos en celo / Danzar la perra danza / (Preparatoria nacional) / mentársela a Kelsen / (Escuela de Derecho) / y emprender la fuga / decisiva / con pasos de tezontle / y un hambre endemoniada”.
             En la portada, verde pistache (sí, ¡verde pistache!), junto al escudo heráldico del Estado, Efraín, socarrón, chupa una colilla entre índice y pulgar y aguanta ¡un Prólogo de Rafael Solana!, quien nos cuenta cómo Huerta Romo, Efrén (luego cambiaría a Ephraím para hacer juego con su hermana Raquel), dibujaba y cantaba antes de que brotara en él la poesía, que Solana ve como hija de amor, “aunque haya tenido versos de ira y pequeños poemas de chufla” (obsérvese ese sí pequeño aunque).
El periodo energuménico, cuando Efraín soltó los demonios de la rabia y del odio “(Vengo de la tristeza / de la agria cortesía”, “pero el amor es muerte”… “esta ciudad de cenizas y tezontle cada día menos puro”… “de las mujeres asnas, de los hombres vacíos”… “sarcástica ciudad donde la cobardía y el cinismo son alimento diario”… “Te declaramos nuestro odio, magnifica ciudad, / A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses, / a tus chicas de aire, caramelos y films americanos, / a tus juventudes ice creamrellenas de basura, / a tus desenfrenados maricones… te declaramos nuestro odio perfeccionado”), cuando Efraín soltó su desprecio por los “poetas publicistas” y su “enfadosa categoría de descastados, / por sus flojas virtudes de ocho sonetos diarios, / por sus lamentos al crepúsculo y la soledad interminable, por sus retorcimientos histéricos de prometeos sin sexo / o a estatuas del sollozo, / por su ritmo de asnos en busca de una flauta”, cuando Efraín juntó al odio el insomnio de“Los hombres del alba”, de “La muchacha ebria”, de sus “Cantos de abandono”y dijo “la robusta verdad de los verdaderos hombres” y comió “el negro pan del ansia”, cuando escribió “bajo el ala del ángel más perverso y vivió” la noche de fango y miel, de alcohol y de belleza, / del sudor como llanto y llanto como espejos”, cuando abjuró de “verdades convencionales hasta el asco”, y supo “la fina traición de las lluviosas tardes / en que comíamos uvas y redondos granizos”, al besar bocas que sabían “a taza mordida por dientes de borrachos”,al descubrir Efraín que su poesía era de la noche porque el día no les pertenecía a los esclavos, “tigres en guardia”; entonces, Efraín Huerta veía a “La poesía enemiga”, y la veía “muerta sin sentido” y apenas lo traía del tedio de la vida.
Atrás había dejado el poeta Huerta“el agua tibia del deseo”, “el perfecto motivo del sexo” y “la muerte / que tenemos por sueño y por amor”, y había empezado a saber —como Ezra Pound de la Usura— de la existencia del Becerro de Oro. Tendría Huerta que olvidar “el chorro de mármol de tus piernas”, “tu grupa de seda”, “la mordedura de tus dientes” de su libro Absoluto Amor (1935), para entrar al acongojado volumen que juntó sus Poemas de guerra y esperanza (1943), donde “España—según escribió García Lorca— entierra y pisa su corazón antiguo… y hay que salvarla pronto con manos y con dientes”. Huerta regresó “cansado / de gruñir como tierra malherida”, cansado de haber visto morir ensangrentados tantos“vientres prodigiosos de muchachas”, tantos “brazos prodigiosos de muchachos”,tanto dolor español: él mismo “demasiado muerto para poder, después, / ver con serenidad ramos de rosas / y hablar de las orquídeas”.
Luego vinieron los nazis (“el hombre es una agonía en pie”), y arreció “el llanto de Israel” y otra vez el odio de Efraín Huerta se volvió devastador, incendiario, purificador: “odio por centenares de razones sangre”, “llegué a ofrecer mi sangre, / mi aguda sangre de loco minucioso”. Y Huerta, que a las veces venía de Ramón López Velarde, cerró la puerta a “la zozobra” y se volvió anhelante al “infinito día del desprecio”, la “verdad perfecta”, “no el odio vulgar” ni “el llanto imperfecto”, el Desprecio con mayúscula inicial robusta.
1950, año del libro La rosa primitiva, año de volver a amar, año del “deseo muerto a vuelta de esquina”, año del propietario absoluto de “tu infierno” y de “tus odios”; año en que sólo el pueblo y la hembra encienden “cuanto hay de ti de hermoso”, porque hasta la poesía “Nos llega mutilada como ruinas del alba”; año en que se siguen rimando insomnio y odio en “el deseo cuesta arriba”.
1949-1953: Los poemas de viaje. Recuerdo haber leído por primera vez una reseña de Emmanuel Carballo sobre Huerta que me llevó con entusiasmo a la jocunda cachondería del “Nocturno de Mississipi”, en donde jóvenes negros se aman“larga y estrechamente al amparo del cielo”, tanto como es larga la vida de este poema que trajo consuelo al poeta, como trajeron consuelo, y mucho, revuelto con la ternura del papá presumido, Andrea, Eugenia y David sus hijos. Desde Praga escribe al “gran Telémaco que buscaba a su padre”, entonces con el pensamiento atravesado por una “aguja gótica”, que meses después produciría en el poema “Hoy he dado mi firma para la paz”, que según un consenso tan cruel como certero marca la noche oscura poética de este talento que se pondría humildemente al servicio de la propaganda, por ponerse al servicio de la fraternidad universal que, según eso, iba a “ahogar y aturdir al político y al industrial de guerra” con “La firma de la humildad —la del poeta”.
En Poesía en movimiento, la antología enjuiciadora de Octavio Paz et al.,esta noche oscura marca un salto entre “Problema del alma”, anterior a 1950, y“El Tajín”, que apareció como plaqueta de Pájaro Cascabel en 1963, la revista de Thelma Nava, segunda esposa de Huerta. Dice Octavio Paz que Efraín sacó partido de la situación en que José Gorostiza dejó a la poesía mexicana al volverla “callejera” cuando la mandó al diablo por “putilla”; Paz se confiesa sordo y ciego entonces, cuando Taller, a “La otra voz, blasfema, anónima, la voz maravillosa de la transeúnte desconocida, la voz de la calle”; hasta aquí todo iba perfecto, sólo que“después, Huerta escribió desafortunados poemas ‘políticos’”. En el Danubio, Efraín dejó dos o tres líneas de aquella su espléndida poesía (“y el río abriéndose y cerrándose como alas de paloma” / el tautológico y gorostiziano “la paloma volaba con alas de paloma”;por ahí utilizó el “¡qué agua tan agua!” y el río “debajo de sí mismo”).
Entonces vino Efraín Huerta comprometido de Estrella en alto (1956), que rescataba viejos poemas de hacía veinte, quince años en un intento por disfrazar sin conseguirlo el tono circunstancial y los“manifiestos líricos” que bien supo sentir —porque lo anotó— que iba a ser considerados “fuera de tono”. Este libro fue publicado por Metáfora, la revista maldecida en los años 50, que a tantos nos inició, de Jesús Arellano autor de la Antología de los 50 poetas contemporáneos de México(Ediciones Alatorre, 1952). En el Prólogo afirmaba, quién sabe para qué, Chucho:“Díaz Mirón, Othón, López Velarde, González Martínez, creemos… no han sido superados”. Su Antología, partiendo de Contemporáneos, de Pellicer exactamente, hasta Rosario Castellanos y Jaime Sabines, denunciaba (según él), un “descenso”en la poesía mexicana, en el que destacaban acaso Efraín Huerta y Octavio Paz. Los jóvenes poetas, sin crítica que orientara y adoctrinara, investigaban en obras extranjeras que “no obstante ser superiores, están hechas para temperamentos diferentes y, aunque no negamos que el arte será universal, sí creemos que debería haber una estética propia que alimentara la raíz de la poesía de México”. De esto hace un cuarto de siglo; efectivamente brillaron Huerta y Paz por sobre todos, y son ahora máximos poetas de México.
¿La felicidad de los hijos y la beatitud política embonaban? La novia ciudad de Praga, olvidaba aquí la novia ciudad de México (o como empezó a decirle Efraín, México City), pareció volver chocho antes de tiempo a Efraín Huerta. Parecido a un viejo verde recorre la Callejuela de los Alquimistas de Rilke, con “la lengua de fuera” por Lily la católica, a la que no pide más “porque nada me niega”. En realidad Huerta caminaba, aunque no creyera hacerlo, hacia la condenación y el martirio, “bajo la larga sombra del miedo, / siempre al pie de la muerte”.Regresa a México y en su poema a la “Avenida Juárez”: “saluda a los amigos, y los amigos / parecen la sombra de los amigos”, “los poetas tienen el seco olor de las estatuas”, “la patria es polvo y carne viva”… “el becerro de oro todo ha comprado”, “no se tiene respeto ni al aire que se respira / ni para la mujer que se ama tan dulcemente / ni siquiera para el poema que se escribe”… “todo parece perdido”, mientras por la Avenida Juárez “las tribus espigadas, la barbarie en persona, / los turistas adoradores de ‘Lo que el viento se llevó’las millonarias neuróticas cien veces divorciadas, / los gangsters y Miss Texas, / pisotean la belleza, envilecen el arte…”
La pregunta “¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?” es sólo el anuncio de “¡Perros, mil veces perros!” el poema que Octavio Paz califica compasivo como desafortunado, si bien “político” (lo pone entre comillas con veneno). Los asesinos de los Rosenberg matan de hambre y de sangre al Continente (“Chapultepec no olvida”),Guatemala, El Caribe, Asia: “Yanquis, mil veces perros, / yanquis de Wall Street! / “¡Maricones de McCarthy, rectores de Columbia, / condecorados de Corea”. De 22 poemas apenas se salva“Estrella en alto”: “En el taller del alma maduran los deseos, / crece, fresca y lozada, la ternura”…, acaso también los “Buenos días a Diana Cazadora”;“serena, rodilla al aire y senos hacia siempre”; pero todo se quiebra y se frustra: “abandono las alas rotas de este poema”. Habrá que esperar a “El Tajín” para salir de la noche oscura; quizá entonces (1963) Efraín Huerta salió a flote, y no sólo recuperó su canto sino que con ese poema alcanzó el alto sitio de pedernal y de relámpagos de la gloria: “el mar de sangre petrificada”,ahí “los muertos dan vida a sus muertos / y los vivos sepultura a los vivos”;“Puedo cortar el pensamiento con una espiga, / la voz con un sollozo, o una lágrima, / dormir un infinito dolor”. Quizá Huerta maduró entonces del todo (cuando por entero sea ruido y polvo el “país-serpiente”, sólo quedará del naufragio “el impuro templo desolado”).
Una imagen recurrente en Huerta, el cocodrilo, hace pensar en estos largos años de llanto y quietud. Para esa época Octavio Paz, Jaime Sabines, Rosario Castellanos habían dado ya lo mejor de su obra. Creo que Efraín Huerta comienza aquí su gran época de poeta longevo. Encuentro en un poema acerca de la dicha sexual el nacimiento de su aportación a la filosofía del relajo,“el poemínimo”, que luego daría a conocer a pasto por mi intermediación en aquella revista La capital (1969); se trata del texto “Sandra sólo habla en líneas generales”, y el poemínimo: “—lo virginal no quita lo caliente—”,puesto así entre guiones, casi como una travesura. El poema estaba dirigido a una putita de Polanco, “pelirroja horizontal”, con ojos “que brillan y rebrillan como santelmos a la mitad del naufragio”, vecina lejana “como de aquí a ella”, Sandra “sandrísima”.
Tal fugaz heroína poética inaugura en esta Antología la sección Otros Poemas, algo así como poemas no coleccionados, cuadros nunca expuestos, canciones nunca cantadas. ¿Poemas de circunstancias los dedicados a Ernest Hemingway en su muerte, o al maxilar de Franz Kafka, el único de sus poemas que Octavio Paz consideró digno de Poesía en movimiento, de los escritos después de “El Tajín”, aparecido en aquella revista pocha-beat de Sergio Mondragón y Margaret Randall: El Corno Emplumado? Es la época de la confluencia, del encontronazo entre la poesía gabacha, y la “nacional” o europeizante; choque tan violento como el de las generaciones del alcohol y de la mota. Huerta, creo, tuvo una conciencia sombría de su papel: manejar “la humildad de nuestro lenguaje y su negra lucidez” (“Sílabas por…”) En su “Responso por un poeta descuartizado” Huerta se suelta totalmente la greña; está dedicado a Rubén Darío, o más bien a la inteligencia (“cerebro que nunca se detuvo”) y al valor del poeta (“mucho hombre… / aquí el hígado y allá los riñones”). Huerta cumple 50 años de vida; había sido poeta de vena a los 25 (“teníamos más de veinte años y menos de cien” —le dice a Octavio Paz a quien dedica su “Borrador para un testamento”)—, y vuelve ¿o empieza? a ser de nuevo el gran poeta de siempre, “desoladamente triste a la orilla del mundo” (y subraya la línea tomada del amigo). Se ve como poeta de trajes raídos, desventurado después de haber querido redimir al mundo, y anuncia su voluntad de dejar de escribir “los malditos versos / que nunca pude terminar”. Pero otra muerte, ahora la del Che Guevara lo lanzará a la “Cantata”. Una cosa es clara para el lector de esta Antología: en 30 años, Huerta, que comenzó sin vocabulario, adquirió con el tiempo el rico léxico del dolor. Otra muerte: la de Martín Luther King. En abril de 1968 entre el día 9 y el 10, en esa media noche el poeta escribió las líneas que definen la tensión interna que lo despedaza: “Se necesita ser muy hombre para no ser violento: Se necesita saber musitar un versículo”.
El poeta de las declaraciones de odio no olvida su primer rencor por la muerte de Federico el 16 de octubre de 1936: “Tendría yo que apagar con el alma / todas las risas del mundo”; las víboras cristianas” del franquismo, los “negros perros” del fascismo, los “maricas” (eso sí) de siempre abrieron por mitad del cuerpo de Federico García “el joven del infinito” y lo encontraron “lleno de rosas y gritos amarillos”. Pero muchas otras muertes de poetas, hasta la de Pablo Neruda, emponzoñaría el alma de Efraín Huerta que en su Prólogo a la Antologíaquiere Rafael Solana ver lleno de amor. ¿Cómo tal cosa? si en Mi País “hay miedo en los ojos y nadie habla / y nadie escribe y nadie quiere saber nada de nada…” “Porque al granadero lo visten / de azul de funeraria y lo arrojan / lleno de asco y alcohol / contra el maestro, el petrolero, el ferroviario, / y así mutilan la esperanza / y le cortan el corazón y la palabra al hombre”; la hipocresía grita por el orden en México “y la sucia consigna la repiten / y los micos de la prensa / los perros voz-de-su-amo de la televisión, / el asno en su curul / el león y el rotario / las secretarias y ujieres del Procurador / y el poeta callado en su muro de adobe”. Supongo que los versos de “¡Mi País, o mi país!” no son poesía aquí ni en ninguna parte: es hiel, bilis, desahogo, vómito negro; tienen un epígrafe del profeta Isaías nada menos, y claman por la venganza eterna contra los soberbios envilecedores: “los honorables banqueros, los honestos industriales, / los generosos monopolistas, los dulces especuladores / los vendepatrias / … los esbirros, / los soldadones, los delatores, y los espías”… Estamos en 1959: apenas el panorama es de “botas, culatas, bayonetas, gases…”, todavía faltan diez años para año axial de 1968.
“Indigente sexual, dormilón a rienda suelta, poeta de segunda del tercer mundo, espirisexual, viajante alrededor de mi vida y de mi muerte, completo porque faltan hombres y mujeres no le sobran, hacedor de versos de contenido sexual, no deseador de la poesía de su prójimo, arreola del camino andante, viajante por LSD Airways, canceroso para merecer su neurosis. Efraín Huerta hace que todo quepa en un poemínimo porque lo sabe acomodar.
1974: Los eróticos y otros poemas. Aquí Huerta saquea su poesía anterior para vivir de ella; el autoplagio —se sabe bien— es de poetas bien nacidos: “vertí en el vaso de tu Belleza / los disecados diamantes del olvido”, “no puedo vivir sin el reino del follaje”, “tu almendrado sexo”, “el doble universo que no me niegas” deben más a la poesía que a los trabajos amorosos, aunque Huerta presuma que va a envejecer en la Casa de los Poetas Embrutecidos por la “lección de las sábanas”, “la meridiana entrepierna”, el “goce a secas”, las “posturas incómodas”, los “míticos nectáreos seminales”, los “segundos abrazos”, los“terceros goces” de las “caderas cantoras de retórica sexual”, de las “caderas que rechinan” de la dama becqueriana, de la seductora seducidísima. (“Pensé que no debí amar tanto y tan mal”.)
¿Qué mexicano no conoce los poemas “Juárez-Loreto”, “Afrodita Morris” y ese magno mea culpa de las “Variaciones sobre una misma Thelma”, todos poemas ya de los años 70. En febrero de 1977 me mandó recién “este cocodrilo llamado Efraín Huerta”,con tinta verde pantano, verde Tajín, el libro Circuito Interior de J. Mortiz. Ya había el poeta perdido la voz en la mesa de operaciones del Seguro Social. “Sólo / A fuerza / De poesía / Deja uno / De ser / Un poeta / A fuerza”), pero a los 60 años vive “la primavera de la muerte” con “la garganta rota”; ahora escribe —con “el ocio bien ganado”, ladrando “como deberían de ladrar los cocodrilos”— la palabra Deseo con mayúscula como siempre, la palabra Poesía también con mayúscula porque “es una torre de funcional erección / y ay de quien lo ponga en duda”. Ahora ya se ha ido también Carlos Pellicer y el café sabe a cerveza agria, y ya duele la desnudez de las muchachas en las playas o en las camas, si bien la náusea antiimperialista es la única que no ha desaparecido.
Tiempo es de saber por fin en poesía que la Belleza es Verdad (“Junio, N. Y.”) como lo supo el viejo Platón; tiempo es ya de entonar la “apocalíptica letanía”, de enamorarse como siempre, “a lo bestia”, pero cerrando los ojos “para no llorar tanto”. Al fin que “de los poetas es el reino de los senos”, y por tanto hay que amar y mamar la inmensa ubre de la ciudad de México, que tiene ya “150 cementerios” y“10 millones de mediovivos”. Los pasos a desnivel del Circuito Interior “tienen una crueldad / de rosas gemidoras, / aplastadas / por la irrupción del tiempo… Amor se llama / el circuito, el corto, el cortísimo / circuito interior en que ardemos”. Tiempo es ya de decir siempre (“siempre quiere decir ahora”), de decir eterno (“lo infinito y los enfermo”). Tiempo es ya del“granito de anís”, que apareció en el primer poema de Huerta y pervive en el último; símbolo que por fin en la “Milonga libre en gris menor”, con un epígrafe de Baudelaire (Une nuit que j’etais prés d’une affreuse juive. Comme au long d’un cadavre un cadavre étendu), se pone de manifiesto: “una nadita de carne que se podía mordisquear / sin que el pinche mundo se detuviese”… “lamidísimo pétalo de minúscula orquídea”. Efraín el asaeteado, que tanto ha blasfemado y tanto ha amado —lo dice muy a lo hombre—, se prepara“a que lo manden muy pero muy mucho / a las espaciosas colinas / donde habitan, claro, / el olvido y la paz. / Yo suelo llamarla / la región más transparente / del Odio”. Y en odio se cierra el ciclo del amor de Efraín Huerta. “42 años de labor, pero no es el fin. Al menos eso espero”. No era.
En 1978 reunió 50 poemínimos, en el Taller Martín Pescador. Y todavía vimos si Transa poética (Era) en 80, y de pilón en 81 la reunión de sus Prólogos en Difusión Cultural de la UNAM. En la brega hasta el último día. En los Cuadernos del Cocodrilo(junio de 1957) leo Para gozar tu paz: “Crece la hierba, el río, / y el ala de la garza / es la mano de Dios que se despide. / Crece el amor en invisible grito / (quemante, activa), / y el corazón despierta / como herido de muerte. / Doblo la lenta hoja del silencio / y te apareces tú, página y perla, / con el cabello al viento / y, una cierta sonrisa de alta luna. / Suave y veloz, como el aire de junio, / beso tu cabellera de diamantes, / el tesoro escondido de tu sueño. / Y digo adiós a la violencia / para gozar tu paz, / tu dulce, tu gloriosa geografía, / por siempre detenido, / por siempre enamorado”.
¿Podría ser ese un epitafio: “por siempre detenido, por siempre enamorado”?, ¿o mejor, aquella su Gideana: “No / Habiendo / Tenido / El valor / De matarse / Decide / Que está / Muerto”? Con su tan maltratado cuerpo se enterró el juguete que le hizo su nieta Tania: ¡un cocodrilo!
Ojalá el Fondo de Cultura Económica haga cuanto antes el volumen de la Colección de Letras Mexicanas con la Obra de Efraín Huerta que le quedó a deber, si no ¡que la patria se lo demande!

sábado, 26 de julio de 2014

FOUCAULT 30 AÑOS DESPUES

Julio/26/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Foucault cumple 30 años de muerto y en los últimos años, desde Francia hasta Estados Unidos, su legado se altera.

Todavía en los noventa identificábamos a Foucault con Las palabras y las cosas, La arqueología del saber, Vigilar y castigar y sus distintas obras (variaciones) sobre la locura. Conocer a Foucault era conocer esos libros.

Eso ya cambió. A partir del fin de siglo comenzaron a publicarse sus cursos en el Collège de France (impartidos en los años setenta y ochenta). Y esos cursos alteran qué es Foucault.

En retrospectiva, La hermenéutica del sujeto, publicado hasta este siglo, podría ser su obra más revolucionaria (y estimulante).

El Foucault de los cursos no termina de asentarse; todavía una buena parte de los lectores del pensamiento posmoderno al pensar en Foucault piensan, sobre todo, en la clínica, el fin del Hombre, el panóptico, el orden del discurso, las redes del saber y el poder.

Pero sus últimos cursos nos han enseñado a pensar en Foucault en términos de biopolítica y el cuidado de sí, por ejemplo. Los cursos de Foucault ya son tan influyentes como sus libros. Todo gracias a sus estudiantes y viejos casetes.

Entre sus libros y sus cursos median los tres volúmenes de su Historia de la sexualidad publicados en 1976 y 1984 (año de su muerte). Pero si los leemos sin predeterminarlos como supuestos puentes coherentes entre ambas partes, es claro que estos libros son tentativas, cuyas ideas muchas veces son superadas en sus lecciones en Francia o conferencias en Estados Unidos.

Creo que Foucault lo sabía y no logró resolver qué hacer con estas reflexiones, cómo cerrar y firmar a modo de libro todo aquello, ya que, en más de una manera, problematizaba sus bases intelectuales previas.

Al final, Foucault estaba pensando en Grecia, la ética, el sujeto y la política de un modo que no lo había hecho antes. Pero quizá no quiso aceptar, acelerar o realizar una ruptura completa consigo mismo y la modernidad y nos quiso hacer creer que Kant o su proyecto de una historia de la sexualidad eran el fundamento y el cauce de aquellas reflexiones.

Algo, sin embargo, se mantuvo firme: Foucault pensaba no desde el Ser o la Razón, sino desde la historia y los archivos. No era un filósofo sino un analista, como gustaba precisar.

Pero si en sus libros Foucault se constituyó como el pensador que ayudó a sepultar la figura del filósofo como sabio; en sus cursos finales, estaba pensando en cómo el sujeto se modifica a sí mismo para poder conocer la verdad.

Resulta fácil pretender que su interés en la figura del sabio fue una más de sus investigaciones académicas, pero es claro que Foucault estaba repensándose, aunque murió sin haber dado el salto.

Qué difícil decirlo: Foucault estaba adelante de casi todos los hombres pero murió todavía detrás de sí mismo.

lunes, 21 de julio de 2014

La dama del pañuelo

20/Julio/2014
Confabulario
Monica Lavín

La escritora sudafricana Nadine Gordimer se descubrió escritora a los quince años, cuando publicó su primer cuento, y de allí hasta los noventa años fue incansable. La noticia de su muerte —luego de que su larga vida y su mirada aguda sobre la Sudáfrica que le tocó vivir, su compromiso ético con la justicia y la igualdad y su prosa precisa y vigorosa nos dieron la posibilidad de comprender ese país de indigna segregación y de un estreno democrático 20 años atrás (uno de los momentos más luminosos del cierre del siglo)— conmueve porque su lucidez estuvo siempre a tono con los tiempos, y el tapiz emocional de su pluma no tuvo descanso. Basta saber que su última novela, Hoy mejor que mañana, fue publicada en el 2012 y que ella se dejó entrevistar hasta muy recientemente. El Premio Nobel en 1991 (el primero para un autor sudafricano; J. M. Coetzee lo recibiría en el 2003) la acercó a los lectores de todos los idiomas, y magnificó nuestra visión sobre un país tan lejos del nuestro y tan esquivo de la justicia humana que mantuvo vivo el apartheid en tiempos inconcebibles. Me llega la noticia de su muerte con las imágenes de su rostro en las solapas de sus libros, en las entrevistas en Internet y desde luego en su visita a México en el homenaje a los 80 años de Carlos Fuentes, su amigo. Un rostro de rasgos finos, la melena canosa, a veces recogida, su figura menuda, su manera estilosa de vestir con una pañoleta de tonos variables en el cuello. Poco adorno, sutil, afable. Contrasta aquella estampa con la potencia de su escritura. Con la creación de personajes memorables y situaciones en las que la violencia, la segregación racial, la rivalidad interétnica, la indignidad, la injusticia, el resentimiento en tiempos de integración recorren sus páginas para llevarnos a las historias tramadas en el marco de una división racial tan inútil como vergonzosa que aún veinte años después del triunfo del Consejo Nacional Africano, con el que ella simpatizó y al que después perteneció, no logra la armonía ni el mestizaje que (expresa ella en alguna entrevista) sería el sueño: que no se hable más de ser negro o blanco.

Nacida de padre ruso judío y madre inglesa en el pueblo minero de Spring, donde la población era blanca europea, educada en escuela de monjas, se asombraba porque los domingos se escuchaban cantos y tambores. Son los mineros, le decían. Mucho tiempo después supo que eran los negros, los habitantes nativos de Sudáfrica, quienes llenaban el aire de esos sonidos entonces ajenos que ella volvió cercanos cuando por primera vez a los 21 años conoció un ghetto negro a través de un grupo de teatro en el que estuvo. La realidad le pegó en la cara. La literatura ya le había pegado en su soledad adolescente cuando la biblioteca del pueblo le dio los alicientes que su entorno no proveía. Leyó a Proust a los quince años y le gustó. Soltó la pluma a esa misma edad y se dio cuenta que lo suyo era la escritura, y que la vida estaba en Johannesburgo a donde se mudó como estudiante universitaria. Sus temas, los dilemas del alma humana (sobre todo las relaciones familiares, de pareja, amistosas) en una realidad muy particular, extrema. La de Sudáfrica, botín de holandeses e ingleses, donde la lengua oficial es el inglés, pero se hablan afrikáner y otras lenguas. La escritora vislumbraba un escenario para la literatura sudafricana en el que se escribiera y publicara en las diversas lenguas nativas.

Yo no escribo sobre el apartheid, se defendía Gordimer, frente al marbete. Escribió sobre la realidad sudafricana en tiempos del apartheid y después puso el acento en la nueva realidad que el triunfo de Mandela, su amigo, sembró. Una realidad complicada, de obligada integración, que aparece en el primer libro publicado en 1994, Nadie que me acompañe, donde la protagonista participa en proyectos de vivienda integrada y se enfrenta al costo histórico del vacío de las décadas de segregación, mientras intenta una nueva relación y tiene que encarar la elección de su hija que le presenta a su pareja mujer. La construcción de un nuevo tejido social e individual casi resulta imposible. El tema la seguirá en Un arma en casa, donde una pareja de blancos contrata los servicios de un abogado negro. En su escritura está la realidad de su país y el sexo y la política que ella ha definido como los aspectos más intensos de la vida.

Cuando sus libros —La hija de Burger, desde la experiencia de la hija de un padre comunista que muere en la cárcel; Un mundo de extraños y El último burgués— fueron censurados en los años setenta, afirmó que era como ser un fantasma en tu país. Por eso defendió la necesidad de la libre expresión. Siempre se consideró una optimista realista, aun con el desencanto de la corrupción que también ha distinguido al propio CNA. Hasta el último momento sostuvo que creía que Sudáfrica se volvería un lugar habitable con menos división, con una sociedad más equitativa. También consideró la ficción como un medio para explorar posibilidades no imaginadas dentro de la experiencia de una vida única. “Escribir es el intento de descubrir de qué se trata la vida”. Y mientras Nadine Gordimer compartía esos descubrimientos construyó para sus lectores la crónica de un siglo sudafricano. Nos dejó la certeza de que todo escritor escribe desde la conciencia del tiempo que le toca vivir. Para fortuna nuestra, compartimos ese tiempo con Nadine, tan aguda y elocuente. No en vano uno de sus últimos libros de cuentos se llama Beethoven era un dieciseisavo negro. En la nueva Sudáfrica, vaya ironía, el tener un poco de sangre negra se había vuelto un atributo social, explicó.

En uno de sus cuentos, “Enemigos”, una mujer mayor y adinerada viaja en tren hacia Johannesburgo. Durante el trayecto muere otra mujer, también de edad, que viajaba en el mismo vagón. Cuando llega a su destino y sospecha el sofocón que debe de haber sido para sus allegados leer la noticia —“Muere anciana en el tren”— aclara que ella no ha muerto. En el tren de la vida, con su cálido humor, su crítica punzante, su manera de indagar en las relaciones humanas, padres hijos, parejas, a través de las palabras, Nadine Gordimer puede confirmar que ella no es la mujer de 90 años que acaba de morir. Sus libros la mantienen viva entre nosotros.

domingo, 20 de julio de 2014

Crítica y arte de la inventiva

20/Julio/2014
Jornada Semanal
Adriana Cortés Koloffon


Julio Ortega (Perú, 1942), uno de los críticos más notables en el ámbito de las letras en lengua española, conversa acerca de Pedro Páramo, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Bolaño y José Emilio Pacheco, además de otras pasiones literarias. Ha sido docente en prestigiosas universidades de Latinoamérica y Europa, y director del Departamento de Estudios Hispánicos en la Universidad de Brown. Miembro de la Academia Puertorriqueña de la Lengua, es autor, entre otros libros, de La contemplación y la fiesta sobre el boom, Arte de innovar, Taller de la escritura (conversaciones, encuentros y entrevistas) (Siglo XXI editores), Adiós Ayacucho y César Vallejo. La escritura del devenir.

–Como crítico, ¿qué le interesa de una obra?
–La parte de invención que tanto las formas como los temas exploran, abren, liberan y proyectan. Siempre he creído en una literatura capaz de renovar la tradición y de imaginar el porvenir.
–¿Cuál es, desde su perspectiva, la tendencia actual de la narrativa latinoamericana?
–Por mucho tiempo la identidad latinoamericana fue sustentada por las naciones, las razas, las ideologías, las clases sociales, los partidos políticos, los movimientos sociales, las migraciones. Más recientemente, nuestra identidad moderna, hecha del lenguaje del futuro, se debe a la cultura, donde nos reconocemos con mayor libertad creativa. La literatura latinoamericana nos libera del pasado y sus genealogías autoritarias para proyectarnos como una historia del futuro en construcción.
–¿Qué piensa acerca de las cartas inéditas de Carlos Fuentes?
–Fundamentalmente, las cartas entre Paz y Fuentes demuestran su extraordinaria amistad. Personal, empática, literaria, de lectores mutuos, hecha de confidencias, pero también públicas, llenas de protestas contra el sistema político mexicano, que Paz define como una casta burocrática, semejante al Estado soviético pero aún más eficaz en su control del Estado.
–¿Cómo sugiere leer a Octavio Paz?
–Hay muchos abordajes posibles de la obra de Paz, y el que yo he propuesto evita las pompas y el presupuesto nacional: en Madrid reuní un grupo de colegas que hablaron del Paz pasional, esto es, un Paz lector. De modo que una colega habló de Paz lector de Sor Juana, otra de Paz leyendo a Darío, alguien más de Paz lector de Buñuel, otra del Paz que lee y traduce a e.e. cummings y a William Carlos Williams, y alguien más de Paz y la lectura interactiva con Alejandro Rossi. Yo propuse reconstruir la Biblioteca de Octavio Paz, salvada del incendio de su piso, a partir de estas lecturas y de las muchas que faltan por hacerse. La conclusión fue que Paz leyó la modernidad internacional para hacernos hijos de la innovación y la inventiva.
–¿Qué crítica considera que hace Pedro Páramo del México postrevolucionario?
–En mi lectura, Pedro Páramo es la primera gran desconstrucción de la idea mexicana de nación. Es poderosamente alegórica: todos están muertos pero el mundo ideológico que esos personajes tributan sigue articulado y pasa por lo real. Creo que Rulfo nos demuestra el infierno de la ideología (en este caso la ideología católica tradicional) que nos devora con su pérdida del otro, que equivale a la pérdida del yo.
–¿Por qué dice en El arte de innovar que Terra Nostra es un verdadero palimpsesto hispánico?
Terra Nostra es una visión cultural de la tradición hispánica que se afirma en la metáfora del Escorial como mundo cerrado. Los latinoamericanos tenemos en la lengua española y en la tradición cultural vínculos fantasmáticos y agónicos con esa tradición. Gracias a la crítica que propicia la idea de lo moderno, hemos combatido, a veces con éxito, esos fantasmas poderosos. Por eso es un libro arqueológico: el edificio de la tradición es leído como una ruina.
–¿Qué opina sobre Estrella distante y Nocturno chileno, de Roberto Bolaño?
–Son novelas breves y brillantes que circulan el cielo nocturno de Chile con su lumbre crítica, con su ironía aguda, con sus historias de poderes y caídas. Bolaño parece exorcizar las penas y penurias de su país inventando un lenguaje narrativo que ofrece un manual de sobrevivencia y, de paso, da lecciones de vuelo y clases de natación para remontar las corrientes.
–José Emilio Pacheco era un gran admirador de Borges. ¿Encuentra vasos comunicantes en la obra de ambos?
–La escritura y la voz se funden en ambos como una sola materia emotiva e intelectual. Ambos fueron maestros en decir el verso como si fuera parte de la voz natural, como si la poesía fuese una forma de la respiración.
–¿Qué nos dice César Vallejo hoy?
–Vallejo escribió su poesía en tiempo futuro. Temprano, imaginó “una mañana eterna en que desayunaremos juntos”. Y al final de su vida escribió sobre la Guerra civil española: “Si la madre España cae –digo, es un decir– salid, niños del mundo; id a buscarla!” Esa futuridad, sin embargo, no está sino en el lenguaje: “Sólo la muerte morirá,” escribe, y, en efecto, la muerte muere en el poema. Con las palabras construyó un horizonte de futuro donde el sujeto redimido podría, humanamente, habitar.
–¿Cuál es el papel actual de la universidad en la enseñanza de la literatura?
–Nuestras universidades no deben incluir en sus programas “textos obligatorios” sino nuevos. Cuanto más recientes, mucho mejor, porque la lectura tiene que ofrecer a los estudiantes una dimensión de su tiempo vivo y actual. No se puede leer sólo a los clásicos, hay que leerlos contaminados de la vivencia de los tiempos presentes.
–¿Por qué dice que la literatura debe ser la prueba de nuestra sobrevivencia moral?
–Porque la claudicación de la mayoría de los discursos a los poderes del Estado y del mercado ha desamparado a la sociedad, que contaba con la cultura para recobrar su dignidad y su humanidad. La literatura, por lo mismo, debe ser consciente de que es el último discurso moral (responsable, capaz de devolver la palabra a los otros, sensible a la agonía diaria de los excluidos y los marginados), discurso entrañado en el sufrimiento contemporáneo.


sábado, 12 de julio de 2014

UN NUEVO PUNTO DE PARTIDA: DUSSEL

12/Julio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Durante décadas, el lector ha sido engañado acerca de las obras (hechas en México) que debe conocer.

    El autor mexicano más importante de este momento es Enrique Dussel. Esto no es ningún secreto. En ciertas cátedras dentro y fuera de México, Dussel ya es canónico.

    Dussel es filósofo, marxista y descolonizador. Es argentino de nacimiento, mundial por proyección y mexicano por decisión propia. Llegó a México en 1975 y escribió Filosofía de la liberación, su breviario fundamental.

    Desde entonces, su obra se ha expandido hasta convertirse en una reinterpretación cada vez más sistemática de la historia entera de la filosofía.
    Hoy no se puede pensar desde el “Pienso, luego existo” de Descartes —mostrado como “Yo conquisto, por lo tanto, yo soy”— hasta la presencia de la teología en Marx, sin pensar en Dussel.

    A pesar de la extraordinaria relevancia de estas aportaciones, en la discusión intelectual mexicana hay un ocultamiento de Dussel. 

    En todo el continente, en realidad, no posee suficiente visibilidad, debido a derechismos, ignorancia, mala distribución o distracción. 

   Y en la oferta editorial su obra está dispersa y muchas de sus decenas de libros, agotadas. Dussel lo sabe y por eso digitalizó su bibliografía y la hizo accesible en www.enriquedussel.com

    Su obra debería estar al centro de la discusión. Pero si la intelectualidad mainstream mexicana reconociera el lugar de Dussel, ese circo se vendría abajo.

    Un defecto de la obra de Dussel es que puede ser desigual y repetitiva. Además, tiene algunas zonas de generalización y mitificación remanentes de cierto romanticismo latinoamericanista y hay un exceso de colonialismo religiosado (cristianismo) atando algunas de sus visiones. Esas son las condescendencias teológicas de Dussel. 

    Un desafío a su recepción es que para leerlo hay que entender filosofía, tener una perspectiva anti-eurocéntrica y ser sensible a los problemas sociales de la modernidad y la globalización. La influencia de Dussel, por ende, crece pacientemente. 

    Nuestro reto es ir más allá de Dussel con Dussel: estudiarlo a profundidad, radicalizarlo y superar esas zonas en que todavía se mantiene colonial, complaciente o esquemático. 

    Hay que ser críticos con Dussel pero sin olvidar que él es más pertinente que cualquier intelectual mexicano vivo y que su obra es, a final de cuentas, más importante que la de Alfonso Reyes u Octavio Paz, a quienes no debemos ignorar —todo lo contrario: debemos leerlos muy críticamente—, pero si alguien conoce a Reyes o Paz y no conoce a Dussel, comete un terrible descuido. 

    Dussel escribe buscando explicar la realidad, partiendo de la filosofía y teniendo como meta reescribir el pasado, presente y futuro de la civilización. Si el campo intelectual mexicano quiere retomar el camino, nuestro siglo debe comenzar siendo dusseliano.

domingo, 6 de julio de 2014

Eduardo Lizalde: El poeta y sus partituras

6/Julio/2014
Confabulario
Juan Domingo Argüelles

En 1989, cuando cumplió 60 años de edad, le pregunté a Eduardo Lizalde (ciudad de México, 14 de julio de 1929) cuál era su definición de poesía. Respondió: “La poesía, como toda la literatura y como toda la creación artística (pintura, música), es desfiguración, y ésta no es una frase mía sino de Baudelaire, nada menos que el padre o uno de los padres fundadores del temperamento moderno y contemporáneo”. Por ello, concluyó, “la poesía es el arte de desfigurar la realidad”.

A esta definición estética, Lizalde añadió una noción filosófica abarcadora no ya sólo de la poesía ni específicamente de la lírica, sino de toda producción artística: “El arte es un producto desnaturalizado en el que no se refleja únicamente el trabajo de un creador particular, sino el trabajo de generaciones”.

Puso entonces como ejemplo Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, y sentenció que esta obra no habría podido ser escrita si antes de Neruda no hubieran existido las numerosas generaciones de poetas chilenos, argentinos, mexicanos, españoles, ingleses, franceses, etcétera y, “en general, toda la experiencia estética que apoya la producción de este libro”.

Pocos poetas, como Eduardo Lizalde, tienen una conciencia teórica tan clara y a la vez tan profunda del oficio y el ejercicio poéticos. Hay sin duda grandes poetas cuya idea de la poesía se detiene en la práctica. No es el caso de Lizalde, cuyo conocimiento de la poesía rebasa con mucho el muy común y simplificador concepto que asocia el desarrollo del poema al misterio y a la inspiración. Para Lizalde, el poema es, además de un fruto estético, un producto histórico.

Con plena conciencia de esto, sabe que cada poema, como artefacto verbal, aspira a ser una creación plenamente lograda en cuya hechura coincidan la complejidad (es decir, la profundidad), la claridad y la originalidad. Si lo que se logra es menos, poco sentido tiene el esfuerzo. Por ello es inolvidable su epigrama “La mano en libertad”, arte poética y, a la vez, crítica de la censura: “Escribir no es problema. / Miren flotar la pluma / por cualquier superficie. / Pero escribir con ella / ―Montblanc, Parker o Pelikan―, / sin mesa a mano, tinta suficiente / o postura correcta, / es imposible, / y a veces pernicioso. / Puedo escribir, señores, / con los ojos cubiertos, / vuelta la espalda al piso, / atadas las muñecas, / esparadrapo encima de los labios. / Puedo: / pero no garantizo ese producto”.

Si, desde un punto de vista teórico, Eduardo Lizalde define la poesía de manera magistral, en la práctica no es menos convincente. Ha escrito algunos de los poemas más significativos de la lírica mexicana y tres o cuatro libros que podemos catalogar como perfectamente memorables. Según lo estimo, estos libros son El tigre en la casa, La zorra enferma, Caza mayor y Tabernarios y eróticos.

La transparencia y la precisión con la que Lizalde ejecuta sus poemas (y en este caso el verbo ejecutar está muy cercano a la música que es otra de las artes que ha acompañado todo el tiempo la obra de este gran poeta mexicano) pueden dar la muy falsa impresión de que escribir poesía es muy fácil: que es un desahogo del temperamento, como por ejemplo en “Lamentación por una perra” y en “La ciudad ha perdido a su Beatriz”. Pero detrás de estos poemas hay una tradición y una conciencia de esta tradición que involucran lo mismo a Góngora y a Quevedo, que a Bécquer, Baudelaire y Villon. Bien leídos, bien asimilados, perfectamente integrados a su cultura, estos y otros muchos poetas, filósofos, narradores, dramaturgos, etcétera, hacen las veces del humus sobre el cual nacen, florecen y fructifican los poemas lizaldeanos.

La poesía para Lizalde no es, nunca, una simple descarga sentimental o un desahogo: es una construcción arquitectónica y una partitura: es la música que resuena en una catedral acompañada de la oración fúnebre que dice: “Murió la perra impune y nadie / la habrá de rescatar del césped blando / en que hoy retoza, / y no despertará del sueño sin raíces / que ata su fronda infame al cuerpo”.

La música en la poesía lizaldeana no sólo se limita al contenido lírico del poema, sino también a la exactitud de su ejecución. Cada poema de Lizalde es una “composición” que involucra emociones pero también inteligencia y geometría. El poeta es plenamente consciente de que la palabra tiene una virtud tal y como la formulara Rosario Castellanos: “si es exacta es letal como lo es un guante envenenado”.

Lizalde maneja con consumada maestría esa inteligente herramienta de labor que es la ironía. Sus epigramas son certeros y sus sátiras dan siempre, con precisión, en el blanco de las pretensiones chabacanas que suelen arrobar y conformar a tanta gente que confunde poesía con sensiblería. Dístico ejemplar es el epigrama con el que abre las páginas de La zorra enferma y que lleva por título “Ojo, sectarios”: “Sordos, odiad este libro. / Eso incrementará mis regalías”.

Siendo la poesía un arte de la alusión y la elusión más que de la ilusión, el auténtico poeta conoce las reglas que van más allá del artificio y que conjugan emoción con inteligencia, irracionalidad con lucidez. Quien las ignora no escribe poemas, sino declaraciones espontáneas que, como todo acto de espontaneidad, se pierden en los lodos de la cursilería y el olvido.

Quien carece de ironía poética escribe boleros sentimentales; el poeta, en cambio, los parodia, los destaza y los reconstruye en una melodía que no tiene miel sino hiel, sal y almizcle (este último para fijar la esencia), y dice entonces: “Amada, no destruyas mi cuerpo, / no lo rompas, no toques sus costados heridos. / No me lastimes más. / Me duele el pelo al peinarme. / Duéleme el aliento. / Duéleme el tacto de una mano en otra”.

No me lastimes más podría ser el título de un bolero sin ironía ninguna, pero la inteligencia de Lizalde evade con maestría la declaración elemental y el “no me lastimes más” burla burlando la cursilería apropiándose de ella con el fingimiento soberano del arte. La más profunda poesía, que está hecha de revelación y tradición, es decir de descubrimiento e historia ―y con la clara conciencia de sus antecedentes y sus antecesores― es un ejercicio de lúcida emoción, de inteligente irracionalidad.

En Lizalde se cumple la certidumbre de la estética moderna formulada por Pessoa: “El poeta es un fingidor. / Finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor que en verdad siente”. Proust diría de otra manera lo mismo: “Los libros son obra de la soledad e hijos del silencio. Los hijos del silencio no deben tener nada en común con los hijos de la palabra, con los pensamientos nacidos del deseo de decir algo, de un reproche, de una opinión”.

Si el poema es un artefacto verbal de liberación interior capaz de cambiar al mundo, lo es por las muchas razones que Octavio Paz ofreció en las primeras páginas de El arco y la lira. Y esto no lo ignora Eduardo Lizalde. La poesía es para él, como para Paz, “oración, letanía, epifanía, presencia. Exorcismo, conjuro, magia. Sublimación, compensación, condensación del inconsciente”, pero también “experiencia, sentimiento, emoción, intuición, pensamiento no-dirigido. Hija del azar; fruto del cálculo”.

Paz mismo elogiaría tres elementos esenciales en la poesía de Lizalde: precisión, limpieza e ironía, que emplea en una operación de cirujano sobre el cuerpo de la realidad. Tal definición es aplicable a todos los libros de este autor, pero especialmente a los que lo ubican perfectamente como uno de los mejores poetas mexicanos del siglo XX y, hoy sin duda, a sus 85 años, el mejor poeta vivo de México.

Desde Cada cosa es Babel (1966) hasta Tabernarios y eróticos (1989), pasando por El tigre en la casa (1970), La zorra enferma (1974), Caza mayor (1979), Tercera Tenochtitlan (1982) y Al margen de un tratado (1983), la poesía de Lizalde se alza invicta en su decir aquello que no alcanza la prosa incluso en el prosaísmo deliberado. No hay un solo poema de Lizalde que no contenga ironía y, por lo tanto, que no juegue con las contrariedades de los contrarios, con el envés de lo que se enuncia (y a lo cual renuncia); en otras palabras, con la paradoja o, para decirlo con una sonrisa marxista-leninista y una cara seria de Hegel, “la dialéctica, compañero, la dialéctica”.

Nadie puede leer con provecho el insuperable “Vino, mujeres y canto” si su lectura está ausente de malicia histórica y perspicacia estética: “La historia del país ―dicen―, se ha hecho / en las cantinas y en los lupanares , / como la de toda nación culta. / Por eso es duro para las mujeres, / si no pisan los antros por oficio, / ocuparse de historia o de novela / ―y mucho menos de novelas históricas―. / No basta acaso / ―cautela. imberbes―, / ser docto en las tabernas y congales / para hacer buena prosa, / mas suele resultar indispensable”.

Partiendo de la certeza irónica y directa de que “el poema es una contribución a la realidad” (Dylan Thomas) y de que “la palabra viene del poeta”, en Cada cosa es Babel Lizalde abre su obra poética con esta seguridad admonitoria: “Y le digo a la roca: / muy bien, roca, ablándate, / despierta, desperézate, / pasa el puente del reino, / sé tú misma, sé mía, / dime tu pétreo nombre / de roca apasionada. / Y no sabe decirlo, / no cabe un alfiler de labios / en su cuerpo sin rostro. / Pero yo sé su nombre: / roca, le digo, / y comienza a ablandarse”.

Narrador, ensayista, melómano, divulgador de la cultura musical y protector del legado bibliográfico, Eduardo Lizalde es, sobre todo, poeta e, insisto: uno de los mayores poetas mexicanos. Aún vivían Rubén Bonifaz Nuño y José Emilio Pacheco cuando, hace algunos años, una encuesta entre poetas lo declaró el mayor poeta vivo de México. Lo es desde hace mucho tiempo. Apenas en febrero de 2014, en España, recibió el Premio de Poesía Federico García Lorca. No sé si los españoles apenas descubrieron al gran poeta que es Lizalde (no sólo para la poesía mexicana, sino para la poesía en lengua española). De lo que no tengo duda es que los lectores mexicanos no lo ignorábamos.

La poesía sin corbata

6/Julio/2014
Confabulario
Guilherme Freitas

A los 99 años Nicanor Parra habla sobre literatura, música y filosofía y dice que dejó de escribir para dedicarse a anotar frases de niños

En una calle de tierra en Las Cruces, poblado de dos mil habitantes en el litoral chileno, hay una casa que se distingue de las otras por una palabra clavada en la puerta: “antipoesía”. En ella vive el hombre que creó ese término y con él revolucionó la literatura del siglo XX: Nicanor Parra, el antipoeta. ¿Qué es la antipoesía? “Un bofetón al rostro del Presidente de la Sociedad de Escritores”, dijo hace mucho tiempo. ¿Qué es un antipoeta? “Un sacerdote que no cree en nada”, “un bailarín al borde del abismo”, “un vagabundo que se ríe de todo, hasta de la vejez y de la muerte”.

En Chile ya se preparan los homenajes por el centenario de Parra, en septiembre, que incluyen una exposición en Santiago, una fotobiografía y una obra inédita de los años ochenta, recién anunciada. Él prefiere quedarse en Las Cruces, a cien kilómetros de la capital, en su casa con vista al Océano Pacífico. No participa en eventos, no le gustan las entrevistas ni ser fotografiado. Hay algunos días en que no recibe a nadie. Hay otros en que le ofrece a sus visitas muestras generosas de su memoria y su afilado sentido del humor. A los 99 años mantiene el gusto por conversar, leer y escribir en cuadernillos (dice que guarda más de 300).

En una tarde de mayo, Parra recibió a un visitante brasileño con una sorpresa antes de los saludos de rutina: recitó de memoria y en buen portugués versos de Fernando Pessoa (“Todas las cartas de amor son ridículas / no serían cartas de amor si no fueran ridículas”) y Carlos Drummond de Andrade (“En medio del camino había una piedra / había una pierda en medio del camino”). Siempre candidato para el Nobel, ganador del Premio Cervantes y uno de los autores más celebrados de la lengua española, pero sin libros publicados en Brasil, ¿habrá tenido Parra un interés especial por la poesía en lengua portuguesa?

—¡No doy entrevistas! Yo sólo quería decirle esos poemas a mis amigos brasileños y tú ya me vienes con preguntas! —le dice el antipoeta al periodista de O Globo, y amenaza con terminar el encuentro, pero rápido cambia de idea, sella la paz ofreciendo galletas y se pone a hablar.

Sentado en el sofá de la sala, frente a la ventana con vista a un mar nebuloso, Parra salta de un asunto a otro con su voz aguda e irónica. Encara al interlocutor con una mirada firme, enmarcada por los cabellos blancos, revueltos. Durante una hora, habla de matemáticas, que estudió y enseñó durante décadas, y de música popular chilena, pasión compartida con su hermana, la cantante y compositora Violeta Parra. Recita y comenta pasajes de Shakespeare, de quien ya tradujo El rey Lear, y de quien prepara hace años una versión de Hamlet. Y da pistas sobre el estado actual de la antipoesía.

—La gran cuestión de la literatura es cómo hacer una frase. Dejé de escribir cuando comprendí que ningún poema se compara con las frases de un niño. Ahora lo que hago es anotar lo que ellos dicen— cuenta Parra, citando a uno de sus nietos: “¿Por qué maullar? Si yo fuera gato, haría AU”.

—Ningún poeta, profesor, crítico o Nobel lo hace mejor.

Nicanor Segundo Parra Sandoval nació el 5 de septiembre de 1914, en el poblado chileno de San Fabián de Alico, hijo de un profesor de primaria y de una costurera. Es el mayor de los nueve hermanos de una familia que se convirtió en una dinastía de la cultura chilena, presente en la literatura, la música, las artes plásticas, la danza y el circo.

Con Violeta, investigó la música folclórica, sobre todo la cueca, género de los rincones más pobres del país. Fue el gran impulsor de la hermana más joven, que en la década del cincuenta y sesenta exaltó las culturas tradicionales de América Latina y compuso canciones celebradas en todo el continente, como “Gracias a la vida” y “Volver a los 17”. Después de su suicidio, en 1967, el hermano escribe uno de sus poemas más largos y conmovedores, “Defensa de Violeta Parra”: “Porque tú no te vistes de payaso / porque no te compras ni te vendes / porque hablas la lengua de la tierra / […] Eres un manantial inagotable/ de vida humana”.

Un poeta licenciado en Matemáticas

Nicanor fue el primero de los Parra en llegar a la facultad. Estudió matemáticas y física en la Universidad de Chile, en Santiago, mientras colaboraba en revistas literarias de la capital. En 1937, dos años después de que Neruda se consagrara con Residencia en la tierra, y cuatro antes de que Gabriela Mistral llegara a ser la primera chilena en ganar el Nobel, publicó su primer libro, Cancionero sin nombre, del que después renegaría. La poesía de Parra comenzó a transformarse en el periodo en que vivió en Inglaterra, donde desembarcó en 1949 para especializarse en cosmología.

En el viaje del navío a Oxford, Parra hizo su única visita a Brasil, una escala en el puerto de Santos. Conocido por su memoria prodigiosa, narra con detalles una escena ocurrida hace 65 años, que parece salida de uno de sus poemas cómicos: la pelea entre un grupo de borrachos marineros norteamericanos y dos brasileños de facciones indígenas, mucho más bajos que los adversarios (“y los indios ganaron”, dice divertido).

En Oxford profundizó en el modernismo y en la vanguardia, pero también en la poesía medieval declamada en la plaza pública y llegó a la intuición esencial de la antipoesía. Contra lo que llama “poesía de traje y corbata”, creó una obra anclada en el habla popular, en el humor y el rechazo a los temas clásicos y a la pompa literaria. En “Advertencia al lector”, escrito en esa época, se lee: “Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse: / La palabra arco iris no aparece en ninguna parte, / Menos aún la palabra dolor / […] / Sillas y mesas sí que figuran a granel, / ¡Ataúdes!, ¡útiles de escritorio!/ Lo que me llena de orgullo / Porque, a mi modo de ver, el cielo se está cayendo a pedazos”.

En 1954, de vuelta en Chile, lanzó Poemas y antipoemas, que presentó la expresión que definía su obra y algunos de sus versos más conocidos hasta hoy. En “Autorretrato”, se describe como un profesor ogro y agotado por el exceso de trabajo. “Soliloquio del individuo”, en forma de un largo monólogo, acompaña la evolución humana desde la prehistoria al presente, concluyendo con un verso seco: “Pero no: la vida no tiene sentido”.

La contradicción aparente de una poesía que “niega” la poesía, lejos de ser incoherente, es la base del trabajo de Parra. En un momento dado de la conversación pide que traigan de su biblioteca un ejemplar de Fundamentos de física, de los estadounidenses Robert Bruce Lindsay y Henry Margenau, publicado en Chile en 1969. Abre en la primera página y muestra con orgullo el crédito: “Traducción de Nicanor Parra”. Después comenta un pasaje sobre el “principio de la indecisión”. Entusiasmado, manda traer un libro del matemático austriaco Kurt Gödel, Sobre proposiciones formalmente indecidibles.

—Esas son cosas avanzadas —bromea, mostrando páginas de gráficas y ecuaciones—. Lo importante es que este señor probó que algunos enunciados pueden ser verdaderos y falsos al mismo tiempo.

Cuando le sugieren que la antipoesía es una suerte de filosofía, Parra corrige:

—Antifilosofía.

El aprecio de Parra por la contradicción era un cuerpo extraño en las polarizadas décadas de los sesenta y setenta. Mientras Neruda, ganador del Nobel y afiliado al Partido Comunista, era la estrella de la intelligentsia chilena, el antipoeta era visto con desconfianza por su rechazo a alinearse a partidos, aunque siempre se haya dicho de izquierda. Aun así, a la consagración de Poemas y antipoemas siguió el éxito de libros como Versos de salón (1962) y Canciones rusas (1967) y el Premio Nacional de Literatura en 1969. Parra viajó por el mundo, participó en eventos en Cuba, Rusia y Estados Unidos (recuerda con alegría un desayuno con João Guimarães Rosa en un congreso del PEN Club en Nueva York, en 1966). Fue bien acogido por los beatniks y algunos de sus poemas fueron traducidos por Allen Ginsberg, Lawrence Ferlinghetti y William Carlos Williams. Se le publicó en varios idiomas y pasó a ser señalado como candidato al Nobel.

En 1970, un hecho cambió para siempre su relación con el medio intelectual chileno. Al año siguiente de la elección de Salvador Allende, a quien no apoyó abiertamente, fue captado tomando el té con la mujer del entonces presidente Richard Nixon en la Casa Blanca. Parra estaba en Estados Unidos como jurado de un concurso literario, y la foto, armada por asesores del gobierno, fue tomada durante una recepción protocolaria. Pero, en medio de la guerra de Vietnam y de las amenazas estadounidenses contra Allende, se armó un escándalo en su país natal. Si antes Parra había sido llamado por los conservadores “tonto útil de izquierda”, comenzó a ser acusado por la izquierda de ser “payaso de la burguesía”. De poco sirvió recordar que también era jurado del premio Casa de las Américas del gobierno cubano, que le retiró la invitación cuando se enteró de la foto.

Ecología en tiempos de represión

En el fuego cruzado de la Guerra Fría, Parra vivió un cambio creativo. Comenzó a componer obras con frases cortas y explosivas, acompañadas por dibujos o montajes fotográficos, que bautizó como “artefactos”. La polarización política era uno de sus blanco preferidos. Parodió un eslogan castrista en el artefacto “Cuba sí, yankees también”. Ridiculizó el sueño americano con los versos “USA / donde la libertad / es una estatua”. Dibujó a una multitud cargando la pancarta “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.

La sala de la casa de Las Cruces está repleta de artefactos. Como si Parra viviera instalado en su obra. Una foto con los colegas de la escuela en Santiago se ganó el pie de “Todas íbamos a ser reinas”, título de un poema de Gabriela Mistral. Recargada en una esquina, casi cubierta por una pila de libros y revistas, hay una señal de tránsito con tres grandes flechas —Pasado, Presente y Futuro— apuntando en direcciones diferentes. Cerca de esta hay una foto de Parra dando clases en la Universidad de Chile, donde trabajó durante 50 años: él aparece frente al pizarrón que, repleto de inscripciones y de señales, recuerda un artefacto en progreso.

—Para mí, el pizarrón era como un poema— recuerda sobre la foto.

Después del golpe militar encabezado por Pinochet, y del suicidio de Salvador Allende, en 1973, Parra, al contrario de muchos artistas e intelectuales, no se exilió. Continuó dando clase en la Universidad de Chile, en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Facultad de Ciencias y Matemáticas, que se volvió una isla de libre pensamiento durante la dictadura, que atraía disidentes de diversos matices ideológicos. En 1977, creó al personaje Cristo de Elqui inspirado en el caso real de un “profeta” barbón e histriónico que predicaba por Chile. En una serie de poemas protagonizados por él, lanzaba diatribas contra el régimen: “Aquí no se respeta ni la ley de la selva”, se lee en uno de ellos.

Los alumnos fueron testigos de un nuevo cambio de rumbo en la obra de Parra. En los años setenta encontró en la ecología y en los derechos humanos la plataforma desde la cual podía disparar contra los dos lados de la Guerra Fría. “Ni socialista ni capitalista sino todo lo contrario: ecologista”, resumió. En las clases, comenzó a hablar de literatura ecológica. En vísperas de la visita de Juan Pablo II a Chile, en 1987, definió como objetivos del curso: “1) averiguar si es lícito esperar que el Papa sirva de mediador entre Capitalismo y Socialismo Real con miras a la recuperación del planeta. 2) Colapso y Holocausto, ¿son evitables? ¿Cómo sobrevivir?”. Después de ver al Pontífice saludando a la multitud al lado de Pinochet, escribió el poema “La sonrisa del papa nos preocupa”.

En 1994, Parra dejó la universidad y se instaló en Las Cruces, donde se dedicó a un proyecto antiguo: traducir a Shakespeare. En 2004, publicó su versión de El rey Lear, intitulada Lear, rey y mendigo. Parra dice haber encontrado en El rey Lear una oposición entre “el lenguaje popular del bufón” y “el arte del bien decir del rey”, por eso defiende que el método de Shakespeare es antipoesía. Su versión fue elogiada por transponer el tono coloquial del autor inglés en el español. Trabaja hace décadas en una esperada traducción de Hamlet. Al preguntarle sobre esta, se limita a declamar su pasaje favorito, un diálogo en el que el protagonista sorprende a Ofelia al pedirle que le permita recostarse en su regazo: “¿Qué puede un hombre sino alegrarse?” —recita, repitiendo la pregunta de Hamlet—. ¡Esa es la clave!

Pasión por la música de los bajos fondos

En su retiro en Las Cruces, una de las alegrías de Parra son los nietos y los niños de los vecinos que alimentan su colección de frases. Además de la del nieto sobre el sonido de los gatos, enumera otras que bien podrían estar en sus artefactos, como la ocasión en que una de sus nietas interrumpió una fiesta de familia con la orden: “¡Yo canto! Ustedes aplauden”.

—Yo me apropio de todo, de Shakespeare a Homero. Pero de las frases de las personas, no. Siempre les doy el crédito —dice Parra, mostrando un poema reciente publicado en una revista chilena, compuesto a partir de una conversación con su empleada doméstica, Rosita, sobre las razones que la llevaron a abandonar la escuela—. Hoy sólo me interesa el discurso infantil y el discurso limítrofe: el de los borrachos, locos y marginales.

Parra pide que le traigan un disco de cueca. La música que sale del aparato es acelerada con guitarras y percusiones que marcan un ritmo rápido, hombres y mujeres alternándose las voces. Él escucha en silencio durante varios minutos hasta que dice en tono bromista:

—No son artistas los que están cantando. Es la música de los bajos fondos de Valparaíso. ¡Prostitutas y ladrones! Si vas solo, no sales de ahí entero. Escucha cómo hablan. ¡Eso es lo mejor!

Comienza a seguir el ritmo golpeando los dedos en la mesa de madera, siguiendo con precisión el ritmo de la cueca. Invita al periodista a que lo siga también y, cuando se da por satisfecho con el acompañamiento, comienza a hacer sonar la cucharita de metal en la taza de té.

—Eso es más difícil, usar las cosas como instrumento —dice subiendo la voz para hacerse oír en medio de la música—. ¡Tenemos que transformar todo en instrumento musical!

Más tarde, ya de salida, el periodista le pregunta sobre un cartel que cuelga en la pared, al lado de la ventana que da hacia el Pacífico. Es el anuncio de la edición de este año de la feria literaria de Las Cruces, en homenaje al centenario de “nuestro vecino Nicanor Parra”. Él hace un gesto insolente y guiña un ojo con complicidad:

—¡Yo no voy a nada de eso! —dice, y se despide con un abrazo.

A pesar de estar apartado de la vida literaria, el antipoeta es cada vez más festejado. En 2006, el Palacio de la Moneda, sede del gobierno chileno, acogió una exposición con sus artefactos. Señal de los tiempos: un lector insistió en registrar en una carta al periódico El Mercurio que todo eso le pareció “una gran falta de respeto que le hace mucho bien a nuestra democracia”. En 2011, salió en España el segundo volumen de sus Obras completas y algo más, con recepción que lo consagra (en el prefacio, el crítico Harold Bloom lo llama “poeta esencial”). El mismo año, ganó el premio Cervantes, máximo honor en la literatura en lengua española.

En su representación en la ceremonia en Madrid, mandó a su nieto Cristóbal y la vieja máquina de escribir que usó para componer los primeros antipoemas. En uno de ellos, hace más de 50 años, dijo: “así pasa la gloria del mundo / sin pena / sin gloria / sin mundo/ sin un miserable sándwich de mortadela”. En el discurso leído por su nieto, Parra concluyó con un diálogo imaginario:

—Usted se considera merecedor del Premio Cervantes?

—Sí.

—¿Por qué?

—Por un libro que estoy por escribir.

*Traducción: Alma Miranda

Reina Matute

6/Julio/2014
Jornada Semanal
Verónica Murguía

Hoy que escribo este artículo, murió la escritora española Ana María Matute. Estaba a punto de cumplir espléndidos, llameantes ochenta y nueve años, y tenía un libro en preparación. Voy a extrañar la imagen de su rostro en los periódicos: la nariz de águila, los ojos vivísimos ceñidos por las arrugas, el pelo blanco: la belleza de una anciana que supo ser al mismo tiempo alegre y melancólica, franca y enigmática. Ironizaba ferozmente sobre sí misma y desdeñaba las alabanzas, pero también apreciaba a los buenos lectores y amaba los libros.
Comenzó a escribir muy joven. Terminó su primera novela, Pequeño teatro, a los diecisiete años, aunque la daría a la imprenta una década después. Ganaría entonces el Premio Planeta. Fue prolífica –publicó quince novelas– pero también hablaba con naturalidad de un bloqueo que le impidió escribir durante dieciocho años, años felices, pero ensombrecidos porque en ellos no hubo escritura.
Y es que para Matute la escritura no era solamente un oficio: fue la tabla de salvación que le impidió naufragar en las tempestades familiares; el lugar desde donde consideraba el mundo y la pócima para sanar los maleficios de la guerra que la marcó profundamente. Escribo esto y no puedo huir del lugar común: la guerra la marcó. ¿Y cómo no? ¿Quién puede cerrar los ojos ante los muertos? El raro valor que le otorgó después a la vida, a los animales y las flores, quizás procede del contraste de la tierra yerma a fuerza de ser quemada y el mundo que construyó con sueños y palabras. Su obra tenía dos vertientes: la fantasía y la postguerra. Y estas dos vertientes de signo distinto fluían del mismo venero, la infancia.
En 2010, durante la ceremonia en la que se le otorgó el Premio Cervantes leyó: “San Juan dijo que ‘el que no ama está muerto’ y yo me atrevo a decir que el que no inventa, no ha vivido.”
Matute misma se burlaba de la aparente paradoja de su talante. Se le clasificó como una escritora neorrealista, pero su discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua se tituló “En el bosque” y es una apasionada defensa de la imaginación, en especial la que se expresa en los cuentos de hadas.
Quizás por eso sus relatos están llenos de imágenes crueles y tiernas, de cadáveres de niños, de árboles devastados, de jardines donde crece la cizaña. Un día, en una entrevista le preguntaron por qué hay niños muertos en sus libros y contestó con sencillez: “Es que da la casualidad de que los niños también mueren.”
Este aplomo tan poco cursi se despliega en el diorama de sus cuentos de hadas, muchos de ellos para adultos, como el inclasificable volumen Los niños tontos de 1956. En este libro, formado por veintiún cuentos protagonizados por niños, Ana María Matute se revela como una creadora de mitos: los niños juegan, desean, sufren, se transforman, tienen celos, matan y son muertos. La relación de sus protagonistas con la naturaleza es estrecha y tempestuosa, alejada de toda corrección política. El perro, eterno acompañante del hombre, es en estos cuentos la sombra benévola del mundo que atestigua a la distancia los dolores humanos. Es el único deudo en el entierro de un niño, le trata de salvar la vida a otro que desea morir.
Rara vez callaba sus preferencias: sabía que muchos críticos y algunos de sus lectores valoraban los libros realistas sobre los de fantasía, pero ella no. El libro que prefería de su producción era Olvidado rey Gudú, un tomo de más de setecientas páginas y que ocurre, naturalmente, en la Edad Media, el espacio temporal de privilegio para los mitos. En el reino de Olar, Gudú llevará la corona, pero está maldito. A pesar de su valor y su belleza, no podrá amar y será condenado al olvido. El ritmo de este libro es el brioso saltarello medieval: el violento contraste entre la ternura y la furia, la carcajada y la muerte dolorosa. Abundan las batallas, los jefes valerosos y crueles, hay un eunuco flaco llamado Tuzo, jinetes bárbaros que se pierden en la brumas de los tremedales, una reina que urde conspiraciones tras el trono (Ardid se llama, para que no haya duda), un príncipe bueno y una princesa tonta. Todo lo mira y lo impulsa un trasgo aficionado al vino que, a su pesar, se va alejando del mundo humano, como fatalmente el mundo contemporáneo se ha ido distanciando del espíritu para sustituirlo por el tosco culto al dinero y la fealdad.
Matute lo sabía y le irritaba. Por eso escribía. Y por eso la voy a extrañar.