sábado, 30 de marzo de 2013

Los fracasos del editor

30/Marzo/2013
Laberinto
Braulio Peralta

Es sano que un editor conozca la bodega de libros, el stock de obras que toda empresa editorial tiene celosamente oculta. Libros, en su mayoría sin posibilidades de venta, una vez que retornaron de su primera distribución sin captar el interés del lector. Que un editor no visite esas bodegas es negarse a observar de primera mano los fracasos en su elección para decidir el libro que, creyó, sería un gran éxito comercial.
La primera vez que tuve oportunidad de ir a la bodega la imaginé como un cementerio de ideas que ni siquiera sobrevivieron, de cara al lector. Múltiples razones para el fracaso de una obra. Los editores son soñadores; los vendedores, gente que apenas mira la portada del volumen sin conocer sus contenidos: asume que el editor les cuenta la historia, misma que verterá al distribuidor para que lo adquiera para su colocación, y a esperar su destino...
Los fracasos del editor se huelen en esas bodegas. Sueños rotos en todo tipo de género: narrativa o poesía, ensayo o crónica, autoayuda o supuestos best sellers…Una lista interminable de títulos que son un desastre económico para la editorial. Obras que tuvieron la oportunidad de ser novedad y salir a la venta en una primera ronda, una segunda y quizá hasta una tercera ocasión. Si no venden, el retorno a las bodegas será su tumba, hasta que llegue a la trituradora, la desaparición absoluta de toda idea contenida en una página. Vida cruel para un editor con ilusiones.
Ahora que tenemos el Gran Remate de Libros en el Auditorio Nacional recordé las bodegas de las grandes empresas trasnacionales. Bodegas enormes, insuficientes para tanto fracaso. Fracaso que ahora quiere revertirse como éxito por los organizadores del evento. No: ahora las bodegas de libros salen a exhibición, la vergüenza que se disfraza de éxito cuando la realidad es otra. Dime qué libro publicaste y te diré que tipo de editor eres.
Enumerar los fiascos de un editor es hacerse hara kiri. Un editor aprende de sus errores: una larga lista de libros “extraordinarios” que por diversas razones no encontraron su lector. O el vendedor no hizo su tarea, o el distribuidor no se interesó en el título, o estuvo presente en librerías pero el lector simplemente ni lo peló. También, pésima difusión y peor publicidad. Un excesivo, inventado, o ineficiente mercado del libro. Es más fácil fracasar que lograr un éxito de ventas.  Así, hasta la eternidad.
Consejo: deje para la venta nocturna toda adquisición de libros en el Auditorio Nacional. Ninguna editorial quiere regresar nada a sus bodegas. Es archivo muerto.  Aproveche y, de paso, vaya a presenciar el fracaso de la industria editorial, aunque presuman de su gran consolidación, de ese gran remate con saldos de libros con hasta 80 por ciento de descuento. Los lectores son los que ganan de un fracaso, claro, si encuentran algo que valga la pena.
Coda
No estaría mal que algunos autores con ínfulas de éxito se dieran una vuelta para verse en el espejo de su realidad.

¿ERES INFRARREAL O REALEZA DE LAS LETRAS?

30/Marzo/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Hace poco difería con el trato de Luis Felipe Fabre hacia el infrarrealismo de Mario Santiago Papasquiaro en Arte & Basura, cuyo prólogo estima y ningunea obra y figura de Papasquiaro, desde un puesto superior en que el poeta-salvaje resulta defectuoso y fascinante. Fabre es sólo la punta del iceberg-pirámide.
En Letras Libres de marzo, una reseña de David Medina Portillo intensifica este modelo. Si para Fabre, Papasquiaro es un invento de Bolaño y sí mismo; para Medina, es un invento de Bolaño y Fabre.
“Papasquiaro es una leyenda alentada por Bolaño, un mal sueño de Ulises Lima que —mira tú— no acredita en Anagrama. Un bardo… convulso entre lumpen y dadá, envuelto hoy en el incienso de una mistificación que subvierte al intratable en víctima: nuestro olvidado en la república de las letras… solo gracias a la ‘curaduría’ de Luis Felipe Fabre, [Arte & Basura] es el capítulo más reciente y más pretencioso de esta mistificación”.
Esta aPAZionada caracterización lleva a Medina a definir la poesía de Papasquiaro como un “crispado desdén, precisamente, a la literatura y sus instituciones”; sorprendente (y no) eco del discurso de PRI y PAN contra el “anti-institucionalismo” de AMLO.
Los gustos literarios como campanas y vectores de campañas y victorias políticas.
Para Medina, Papasquiaro es un “impresentable resuelto en artista conceptual, por si las moscas”. Y anuda el resurgimiento de Papasquiaro con una revisión de la historia literaria mexicana. Y opina que debemos dejar esta Historia en Paz.
Existe un aparato estético decidido a no reconocer lo que no proviene de sus clases o ideales sociales. Diré tres directrices suyas.
La primera es juzgar que el sujeto-otro es irreal. A autores que retan el orden de castas estéticas, se les concibe como “irreales”: mitos, modas o fabricación. Para esta crítica solo las clases estéticas altas son reales, mientras que los otros son sub-reales, infrarreales. Solo la Realeza es Real.
Una segunda directriz es juzgar personas y obras de distintos grupos desde los criterios estéticos del grupo en el poder, cuya estética concibe a la poesía como purificación de las palabras de las tribus urbanas, rurales, regionales, indígenas, políticas, no-masculinas o migrantes.
Una tercera directriz es el gesto de defender la Literatura contra una supuesta mayoría (y creciente) vulgarizante: bellacos que amenazan la Belleza. A quienes hay que ponerles Alto.
Desde esta poética como clase superior, las poéticas vinculadas con el Bajo —desde el estridentismo hasta los poemínimos—  son despreciadas como inferiores a las poéticas —desde los Contemporáneos hasta lo post-norteño– que presumen o ejercen separación o burla hacia la vulgar y bárbaro.
Para cierta crítica, Poesía es Elegancia. Lo Otro: Efímero & Salvaje.
Hay literaturas que insisten en ser ramas de la división de clases.

Pessoa infinito

30/Marzo/2013
Milenio
Ariel González Jiménez

La obra de Fernando Pessoa se me figura como una galaxia en expansión. No sólo están las infinitas posibilidades de su lectura, sino sobre todo el constante descubrimiento y ordenamiento de nuevas páginas suyas, lo cual hace que la edición de algunas de sus obras sea siempre provisional. Particularmente eso sucede con El libro del desasosiego, punto de convergencia de fragmentos de su diario, pequeños relatos de vida cotidiana, aforismos y observaciones escritos por el poeta durante más de dos décadas.
Del inmenso filón que representan miles de escritos legados por el autor portugués, ahora se ha conseguido extraer cinco textos inéditos que dan forma a una nueva edición del Libro del desasosiego, más un conjunto de apuntes que se han ordenado como Escritos sobre genio y locura. Las publicaciones corren a cargo de Acantilado, sinónimo de excelencia editorial y espero que pronto lleguen a México, porque de momento esto sólo es una noticia dada a conocer en estos días de guardar y en los que nos encontramos con tantas cosas.
Ambas obras aparecieron en Portugal en 2006, y es una verdadera garantía que tras esta nueva edición del Libro del desasosiego se encuentre una vez más ese infatigable investigador de la obra de Pessoa que es Richard Zenith.
Dice la nota que consulto (El País, 29-III-2013), que “entre los cinco textos sacados a la luz hay reflexiones sobre la muerte y sobre el hecho mismo de divagar. Y entre ellos, uno especialmente sintomático. Es el más largo y se compone de una deliciosa redacción sobre la niñez del poeta, sobre sus recuerdos de juego inventando personajes con las piezas del ajedrez y sobre la nostalgia infinita de la infancia. Me dolía esto como hoy me duele no poder dar expresión a una vida. ¡Ah! Pero ¿por qué recuerdo yo esto? ¿Por qué no permanecí niño para siempre? ¿Por qué no morí yo allí, en uno de esos momentos?”
Y qué bueno que no murió y que el niño creció y pudo dejarnos todas esas páginas deslumbrantes que cada tanto pueden darnos nuevas revelaciones sobre el genio de Pessoa. El Libro del desasosiego, es decir, los escritos que componen el texto que conocemos con ese título, fue encontrado en un sobre en 1980, pero en vida Pessoa publicó doce fragmentos de esa obra que él mismo había anunciado en su correspondencia como un proyecto con ese nombre. De acuerdo con lo que dice Zenith en su introducción a una de las anteriores ediciones de la obra (que es la que consulto en este momento: Emecé, 2000, traducida por Santiago Kovadloff), aparte lo publicado, Pessoa dejó “en muy diversos estados de elaboración, aproximadamente 450 párrafos adicionales”.
Aunque el libro, por instrucciones del propio Pessoa, debía aparecer como “compuesto por Bernardo Soares auxiliar de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa”, con el tiempo y en los hechos —no habiendo dejando en orden la mayor parte del material que lo integra— la verdadera composición del texto ha quedado en manos de Richard Zenith, a quien debemos su estructura actual y la nueva edición en cuestión.
En todo caso, Bernardo Soares, no es el único (aunque sí principal) autor del libro. Zenith Dice que el libro, “que tomó diversas formas, conoció también diversos autores. Mientras el Libro era un solo libro de fragmentos pos-simbolistas, cada uno de ellos con su título, el autor anunciado era Fernando Pessoa, pero apenas se incorporaron fragmentos de diario de carácter inevitablemente más personal (lo que no debe haber ocurrido muy tarde), el autor dio curso a su costumbre de esconderse detrás de otros nombres, siendo el primero de ellos el de Vicente Guedes”.
Pero es Soares el que dice, como adivinando la necesidad de las muchas otras voces que hacen a la literatura de Pessoa: “Escribo, triste, en mi cuarto quieto, solo, como siempre he sido, solo como siempre seré. Y pienso si mi voz, tan poca cosa en apariencia, no encarna la sustancia de miles de voces, el hambre de decirse de miles de vidas, la paciencia de millones de almas, sumisas como la mía al destino cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin vestigios”.
Si la poesía de Pessoa irradia en todo momento una luz mortecina sobre las cosas de este mundo, su prosa —y la mejor es la del Libro del desasosiego— la proyecta con mayor claridad, valiéndose de las calles de Lisboa “que se extienden tristes” o de los trabajos y fatigas cotidianos que lo hunden en la soledad, la misma que lo hace pensar: “Vivo en una era anterior a la que vivo”.
Es un milagro que los lectores de Pessoa, literalmente, nunca terminen de leerlo porque a cada tanto nos obsequia desde esa era en la que vivió y vive nuevas páginas. La obra que creyó que “su instinto de perfección” nunca le permitiría terminar sigue construyéndose, alzándose como una catedral imponente.
Uno de los fragmentos de Libro sirvieron como epígrafe de la edición que conozco (ansío desde luego conocer la nueva de Acantilado), y deja bien establecida la percepción pessoana sobre el Libro del desasosiego: “Me quedo pasmado cuando termino algo. Me quedo pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería impedirme acabar; debería impedirme incluso empezar. Pero me distraigo y obro […] Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; termino porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía”.
Y a pesar de eso —o precisamente por ello— el Libro del desasosiego sigue completándose. No parará.

martes, 26 de marzo de 2013

Escribir en Cuba

Marzo/2013
Nexos
Leonardo Padura

Hay tres preguntas que me hago con cierta frecuencia, y aunque para otras personas algunas de esas interrogantes puedan no tener demasiado o ningún sentido, tratar de encontrarle una respuesta convincente a cada una de ellas es uno de los desafíos que más me obsesiona. Y suelo ser bastante obsesivo.
La primera pregunta, y quizás la de más fácil y en apariencia obvia respuesta es ¿por qué soy cubano? La posible facilidad con que podría ser contestada, es decir, soy cubano simplemente porque nací en Cuba y he vivido toda mi vida en Cuba, por lo cual sentimental, cultural y humanamente no tengo otra opción que la de ser cubano, se puede complicar con cierto sentimiento de predestinación cósmica, de fatalidad o gracia geográfica (la maldita circunstancia de Virgilio o la Perla de las Antillas desde tiempos de España), razones todas ajenas a mi voluntad o capacidad de decisión. Pero incluso la respuesta podría enrevesarse más si a esa condición natal o incluso escogida, se le añaden los elementos de lo que implica una pertenencia asumida por encima de lo jurídico, y que caería entonces en un territorio donde sí incide el albedrío personal —de cierta importancia en mi caso, pues disfruto del privilegio de tener un segundo pasaporte y una segunda ciudadanía.

Ahora bien, si como ocurre en tantas ocasiones, a esta simple pregunta se le intercala una recurrida y utilísima interjección muy común en el vocabulario de un cubano, y se ubica en un determinado contexto, puede perder toda su simplicidad aparente y convertirse en un desafío histórico o filosófico. ¿No es eso lo que ocurre cuando en lugar de preguntarse “¿por qué soy cubano?”, alguien se pregunta, “¿por qué coño tendría yo que ser cubano?”…?

Hecha y matizada esa pregunta, su pertinencia en mis obsesiones se hace más evidente, pues sin ella y sus posibles respuestas, que pueden estar condicionadas por factores coyunturales, difícil me resultaría empezar a hacerme las otras dos preguntas recurrentes y evidentemente más complicadas: ¿por qué soy un escritor cubano? Y, sobre todo, una que calca y a la vez amplía y modifica el sentido de la anterior con una subordinada: ¿por qué soy un escritor cubano que escribe y vive en Cuba?

Si confieso que para la primera de estas dos últimas preguntas no tengo una respuesta convincente, tal vez no me creerán. Sobre todo porque mucha gente, empezando por mí mismo, no suele creer en esas predestinaciones cósmicas que antes mencioné. Solamente debo advertir que nací y crecí en una casa donde sólo había nueve libros —ocho volúmenes de las Selecciones del Reader’s Digest y una Biblia—, que soy hijo de un masón y una católica a la cubana de los más corrientes y típicos, que crecí en un barrio llamado Mantilla donde todavía se dice “ir a La Habana” cuando alguien se traslada al centro de la ciudad, y que hasta 1980 el nivel escolar más alto alcanzado por alguien de mi familia era el octavo grado al cual habían llegado, a duras penas, mi madre y una tía paterna. Resulta evidente que, con tales antecedentes, con la agravante de que durante los primeros dieciocho años de mi vida lo que más me atrajo y a lo que más tiempo dediqué fue a practicar, ver o pensar en el juego de pelota, y a que entre todas las obligaciones académicas de los estudios medios mi asignatura favorita era la de matemáticas, no veo en mi pasado remoto razón alguna que pueda indicar una vocación, en la edad en que se forjan las vocaciones más profundas.

Fue en la Escuela de Artes y Letras de la Universidad de La Habana, en un momento mutilada y condenada a ser sólo Escuela de Letras y, de pronto, transfigurada en Facultad de Filología, donde me topé con el deseo de ser escritor, como si no pudiera dejar de hacerlo. Lo interesante es que llegué a ese sitio y encuentro por pura causalidad socialista, pues mi intención de graduado preuniversitario fue la de estudiar periodismo con el sueño de fungir como cronista deportivo. Pero en aquel preciso curso académico no abría la carrera de periodismo, como tampoco la de Historia del Arte, por la que luego intenté decantarme. Ante tanta reorganización de lo que estaba organizado —era el año 1975, la cúspide de la institucionalización del país—, trastabillando tras mi sueño de escribir sobre pelota y limitadas mis libertades de escoger, terminé estudiando Literatura Hispanoamericana, sin imaginar siquiera que aquellas “actualizaciones” universitarias me pondrían en el camino de lo que ha sido mi vida profesional y sentimental, o sea, toda mi vida, pues mientras estudiaba esa carrera sentí por primera vez la posibilidad de soñar, no ya con la crónica deportiva, sino con la práctica de la literatura, y además encontré a la muchacha que, desde entonces, me acompaña en cada acto de mi existencia (aunque debo admitir que a veces lo hace a regañadientes). Por ello, a diferencia de otros pretendientes a escritores o incipientes escritores que comenzaron a levantar la cabeza en la isla por aquellos años finales de la década de 1970 y que se harían más visibles en el decenio siguiente, cuando yo comienzo a sentir las exigencias de la literatura, no tenía la menor conciencia de en qué universo pretendía entrar y, de hecho, estaba entrando.

Justo por aquellos años una de las profesiones más ingratas a las que se pudiera aspirar en Cuba era precisamente la de practicar la literatura, a la cual, sin embargo, se daban entusiastamente tantos habitantes del país que se podía tener la impresión de que éramos el paraíso de los escritores. Porque en la Cuba de 1980 había, además de poetas, narradores y ensayistas a secas, también muchísimos creadores “colectivos” de teatro nuevo, legiones de escritores policiales, de testimonio y de ciencia-ficción, y miles de talleristas, escritores voluntarios y escritores aficionados, todos con sus concursos, premios y publicaciones. Curiosamente aquella superpoblación de nuestra República de las Letras había cuajado justo cuando varias decenas de los más notables escritores cubanos, por causas, sospechas y hasta simples suspicacias de diverso origen, había vivido, como consecuencia de una ortodoxia socialista llevada a los extremos, toda una década de marginación y silencio, en medio de la cual algunos de ellos se encontraron con la muerte y el silencio eterno, sin poder llevarse al otro mundo siquiera la esperanza de una reparación de su obra y vida. Mi desconocimiento o mal conocimiento de aquella historia oscura, de la que se hablaba poco o en voz baja, no me hizo dejar de notar, sin embargo, algo que me pareció alarmante: ¿tan graves habían sido los pecados o deslices de estos escritores cubanos si en aquellos inicios de la década de 1980 se les rehabilitaba silenciosamente, como si lo pasado nunca hubiera pasado y sin que nadie asumiera culpas ni ofreciera disculpas?

Fue en el ambiente más favorable de esos años cuando me hice —o comencé a hacerme— un escritor cubano que vivía en Cuba, y por vía atmosférica, más que por un proceso de racionalización, fui descubriendo cómo debía enfrentar la literatura alguien que pretendiera ser aquello en lo que yo me estaba convirtiendo: un escritor cubano que vive en Cuba. Para comenzar, alguien con tal condición era un compañero que necesariamente debía tener un trabajo (como periodista, asesor literario, profesor, funcionario) y realizar además sus empeños literarios, que se hacían en horas robadas al descanso o al horario laboral; era alguien cuya aspiración máxima radicaba en el hecho de sacar un turno en la cola para publicar sus obras en alguna editorial de la isla, pues el extranjero resultaba algo difuso, lejano, sólo accesible para figuras ya históricas como Alejo Carpentier y Nicolás Guillén, o para autores tan reconocidos como Manuel Cofiño, el representante por excelencia del realismo socialista cubano (o sea, el escritor ejemplar de aquel tiempo), un hombre que se hacía acompañar por un maletín donde siempre cargaba los sobados contratos de las traducciones al ruso, moldavo, rumano, usbeko de sus exitosas, muy promovidas y reeditadas novelas. Y un escritor cubano debía ser, además, un ser social con suficiente conciencia de clase, del momento histórico —no hace falta precisar cuál, pues siempre hemos vivido en un momento histórico— y de la responsabilidad del intelectual en la sociedad, como para escribir sólo lo que se suponía —o le hacían suponer— que debía escribir. En dos palabras: alguien capaz de manejar con tino el arte castrante de la autocensura para evitar el agravio de la censura.

Para un pretendiente a escritor cubano mis destinos laborales de aquella década de 1980 fueron los mejores que hoy pudiera imaginar y, si me hubiera sido posible, escoger —en una época en la que el acto individual de elegir no era práctica frecuente—. Para mi fortuna, mi primer centro de trabajo fue El Caimán Barbudo cuando “El Caimán” se estaba convirtiendo en el centro más activo de las pequeñas (o no tan pequeñas) preocupaciones de los jóvenes escritores de entonces. Así, en “El Caimán” pude hacer mi conocimiento del mundo y las figuras de la literatura cubana de aquel momento y desarrollé un fuerte sentimiento de pertenencia generacional. Allí, mientras trataba de encontrarme a mí mismo, también aprendí que las reglas de juego establecidas en la década de 1970 para el mundo de la cultura seguían funcionando en una especie de extra inning interminable y que cualquier movimiento en falso podía ser considerado un “balk” por los árbitros de la pureza ideológica. Luego, tras mi salida bastante estrepitosa del mensuario cultural (me cantaron un “balk”), fui a trabajar al vespertino Juventud Rebelde, donde se suponía que debía ser reeducado ideológicamente, pero donde en realidad me eduqué literariamente, gracias al conocimiento más íntimo de la historia de mi país, a las muchas horas que pude dedicar a la lectura y a la práctica de un periodismo que me abriría las puertas de una conciencia de lo que iba a ser mi literatura. Pero, sobre todo, porque en esos años conseguí hacer un reconocimiento más maduro de mis expectativas, de mí mismo y de la sociedad en la que vivía —a lo que mucho me ayudó, de manera dolorosa pero rápida y eficiente, el año que pasé en Angola y a lo largo del cual conocí no sólo el miedo (algo muy personal, pero que muchas personas padecimos), sino también la verdadera pobreza material, y las miserias y bondades de los seres humanos, manifestadas en sus estados más consolidados y patentes.

En aquella época, aunque escribí muy poco —sobre todo en la etapa de Juventud Rebelde, cuando fui cariñosa y peligrosamente absorbido por la labor periodística—, junto a otros escritores de mi generación, fui perfilando unos intereses literarios que mucho tenían que ver con nuestras propias experiencias, pero también con una lógica reacción a lo que se había escrito en Cuba, y cómo se había escrito, en los años anteriores, los del terrible decenio negro. Una incipiente conciencia de que la política y la literatura debían tener existencias independientes, de que el hombre y sus dramas pueden o deben ser el centro de la creación artística, y de que mirar críticamente el entorno era una responsabilidad posible para el escritor, fueron moldeando unos intereses colectivos y haciéndose patentes en las obras que, con mayor o menor fortuna artística, creamos y hasta publicamos en esos tiempos, no sin ciertos sobresaltos, aunque en realidad atenuados respecto al pasado inmediato.

Pero (por la dichosa conjunción cósmica o por una simple necesidad histórico-concreta) sería la década de 1990 la de mi conversión real y definitiva en un escritor, por supuesto que cubano y que viviría en Cuba, con el colofón de llegar a ser, a partir de 1995, un escritor profesional... Sería aquella época, además, y por cierto, la de la caída del Muro de Berlín, el tambaleo y derrumbe de la hermana Unión Soviética, y la de los tiempos más álgidos del Periodo Especial. Si en medio de aquellas catástrofes, que tuvieron efectos tan directos como la falta —entre otras cosas— de electricidad, comida y transporte, además de la paralización de la industria cultural y editorial del país, si en medio de tantas incertidumbres continué siendo un escritor cubano que vivía en Cuba quizás se deba, sobre todo, a que la primera pregunta de las que me obsesionan —es decir, ¿por qué soy cubano?— colocó en las balanzas posibles todo su peso específico a través de un sentido de pertenencia y porque ya era un escritor cubano (a esas alturas ya difícilmente podía ser otra cosa) y mi intención era ser un escritor cubano que escribiera sobre Cuba, con la mayor libertad y sinceridad posibles, un creador empeñado en reflejar los conflictos (al menos algunos de ellos) de mi sociedad y asumiendo los riesgos inherentes a tal empeño. Y, atado a mis pertenencias y para conseguir ese propósito literario, decidí personal, soberana y conscientemente quedarme en Cuba y, a pesar de las carencias e incertidumbres que nos tocaban las puertas a casi todos, y hasta a pesar de mis propios miedos, escribir en Cuba y sobre Cuba.

Fue la práctica de la literatura la que me salvó entonces de la locura y la desesperación a la que me abocaba el medio ambiente. Entre 1990 y 1995, mientras fungía como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba y tres veces a la semana hacía en bicicleta el recorrido de treinta kilómetros Mantilla-Vedado-Mantilla, en invierno y en verano, en seca o en lluvia, la escritura se convirtió en mi refugio y escribí en ese periodo tres novelas (Pasado perfecto, Vientos de cuaresma y Máscaras), un libro de cuentos, mi largo ensayo sobre Carpentier y lo real maravilloso, tres o cuatro guiones de cine y hasta organicé dos libros con mi periodismo de los años anteriores y una antología de cuentistas cubanos, El submarino amarillo. Gracias a la literatura viajé a España, México, Colombia, Argentina, Italia, Estados Unidos. Gracias a la literatura y a esos viajes y al pasaporte uruguayo de Daniel Chavarría pude comprarme una computadora y hasta una lavadora y algunas bandejas de picadillo de res en las tiendas donde se expendían productos en divisas, cerradas entonces para los cubanos, pero con un resquicio abierto para los escritores cubanos que vivíamos en Cuba y obteníamos alguna moneda fuerte de nuestras estancias en el extranjero, cuando esa moneda era convenientemente trocada en unos cheques rojizos que nos permitían acceder a aquel privilegio que, aunque no incluía las computadoras, nos salvaba de la inanición y de la cárcel (cuando allá podías terminar por andar por la calle con unos dólares en el bolsillo).

Es hora ya de advertir que, si para hablar de lo que ha sido y, sobre todo, de lo que es la práctica de la literatura en Cuba a estas alturas del siglo XXI, parto de un recuento de caminos forzados por la realidad, avatares sociales y económicos y, al fin, de decisiones personales, se debe a la percepción de que mi relación con el entorno y mi experiencia individual como escritor cubano que ha vivido y vive en la isla, recibió y ha recibido a lo largo de treinta años el peso y la presión de todas las circunstancias por las que ha ido pasando el ejercicio de este arte en el país. Una influencia que, de muchas maneras, ha condicionado mis expectativas y necesidades de creador y de ciudadano perteneciente a una generación muy específica de cubanos: la que nació en la década de 1950, estudió en las universidades durante el crítico periodo de los setenta y entró en la literatura insular, con una tímida ruptura, en los años de 1980. La generación que, en el momento de su madurez y posible eclosión, vio alterado su desarrollo o evolución con la llegada del eufemísticamente bautizado Periodo Especial que marcó la última década del siglo XX y proyectó su espectro hasta este presente de hoy, de ahora mismo, la generación literaria cubana que tal vez con mayor encono recibió los golpes pero también los beneficios —sí, los beneficios— de esos años que el solo hecho de recordarlos da hambre, calor y hasta riesgos de sufrir una polineuritis cegadora que, como una plaga silenciosa, comenzó a invadir la isla.

Porque en medio de aquel caos, locura, lucha por la supervivencia pura y dura que se instauró en el país, mientras escribía como un loco para no volverme loco, algo comenzó a cambiar en la condición del escritor cubano que vivía en Cuba, movida por la presión de esa especie cultural —los escritores— que, por supuesto, ya no era tan abundante como en los días de 1970 y 1980, por varias razones: 1) porque publicar un libro en una editorial nacional o regional se convirtió en algo excepcional y muchos dejaron de intentarlo; 2) porque muchos “escritores” emergidos en los setenta, en verdad no lo eran tanto y se evaporaron; y 3) porque otros muchos de los escritores cubanos que vivían en Cuba cambiaron su condición por la de escritores cubanos que vivían fuera de Cuba o, como se les ha dado en llamar, escritores de la diáspora o el exilio (una relación, lamentablemente desactualizada, aparece en el epílogo al Informe contra mí mismo, del entrañable y ya desaparecido Lichi Diego, alias Eliseo Alberto).

Lo que se movió en el territorio de la creación y específicamente de la literatura cubana fue una suma de circunstancias materiales y espirituales capaces, en su conjunto, de redefinir la situación del escritor que vivía en Cuba y alterar de modo bastante radical el contenido y las intenciones de su obra. Entre esos elementos estuvo la ya mencionada paralización de la industria editorial del país, lo que obligó a los escritores a buscar por el mundo un premio literario que los salvara de la inopia y, a la vez, una vía para estampar sus obras, sin que, por primera vez en tres décadas, aquellas intenciones editoriales se convirtieran en un pecado, punible como todos los pecados. Por supuesto, esta relación diferente con el presunto o al fin encontrado editor extranjero contribuyó a crear una dinámica a su vez diferente, menos prejuiciada, entre el escritor y su obra, pues esta última ya no estaba destinada, al menos en primera instancia, a un editor cubano que podría leerla como un funcionario del Estado cubano y, desde tal perspectiva comprometida y condicionante, admitirla o rechazarla. Pero habría que sumar a estos dos elementos otros de carácter social y espiritual que marcarían la época: el desencanto, el cansancio histórico, la revisión crítica de la sociedad y sus actores a que nos abocaron la crisis y el conocimiento de nuestra y otras realidades, de algunas verdades ni siquiera sospechadas en toda su dimensión y los propios cambios en una sociedad que estaba sufriendo violentas contracciones y dando origen a actitudes y necesidades antes sumergidas o incluso inexistentes… El resultado de todas esas revulsiones fue una literatura que muy pocos, quizás nadie, podía concebir o imaginar en los años anteriores, una literatura de indagación social, de fuerte vocación crítica, incluso en muchas ocasiones de disenso con el discurso oficial, que con su carácter y búsquedas marca los rumbos que ha seguido desde aquellos años finales del siglo XX hasta estos ya no tan iniciales del siglo XXI lo que puede considerarse el mainstream de la literatura cubana. Y en ese rubro incluyo, por supuesto, la que escriben los que viven en Cuba y los que viven fuera de Cuba, la que se publica y distribuye en Cuba y la que se edita fuera de la isla. Una creación que, justo es decirlo, muchas veces consiguió ser estampada y distribuida en Cuba, gracias a una percepción más realista del entorno y de las necesidades de expresión artística por parte de las autoridades culturales del país.

Esa literatura que se comenzó a escribir y publicar en la década de 1990, y de la cual yo participé, se propuso indagar en rincones oscuros o inexplorados de la realidad nacional, mirar críticamente hacia el pasado, bajar a los fondos de la sociedad en que vivíamos, encontrar respuestas a preguntas existenciales, sociales y hasta políticas a las circunstancias que habíamos atravesado y trastocado muchas estructuras de la sociedad, especialmente en el orden ético. Varios de los escritores de ese momento consiguieron el propósito de encontrar casas editoriales fuera de la isla, entidades que publicaron y promovieron su obra, y les confirieron un nuevo sentido de independencia, tanto literaria como económica. En el terreno de lo artístico tal independencia se manifestó en una creación cada vez menos condicionada a lo establecido, más abiertamente crítica incluso, o sencillamente, más personal. En el plano de lo económico permitió la profesionalización de algunos escritores y la posibilidad o cuando menos el anhelo de conseguirlo de muchos otros, una condición impensable hasta la década de 1980 y que, por supuesto, confería otra dosis de independencia al escritor cubano que vivía y escribía en Cuba.

En medio de esa nueva circunstancia nacional, tal vez el mayor error de esta literatura más desenfadada o desencantada o intencionadamente crítica haya sido su falta (o la incapacidad de algunos de sus creadores) de una perspectiva más universal, es decir, menos localista. La insistencia en determinados mundos sociales, personajes representativos, problemáticas específicas y modos expresivos que se tornaron repetitivos, hizo que una parte notable de esta literatura se encallara en lo inmediato, en las tan peculiares peculiaridades cubanas, y creó una retórica que, al pasar el momento de júbilo internacional por esa nueva literatura creada en la isla, en especial la novelística, cortó o dificultó el acceso a las editoriales foráneas (las cuales viven sus propias crisis) de nuevos escritores cubanos que viven en Cuba y escriben sobre Cuba.
Pero sobre esta creación, desde los años finales del siglo pasado y sobre todo en los que corren del presente han gravitado otras condiciones que, a mi juicio, están afectando su desarrollo.

Ante todo está la certeza de que la escritura en Cuba es un acto o vocación de fe, un ejercicio casi místico. En un país donde la publicación, distribución, comercialización y promoción de la literatura funciona de acuerdo a coyunturas por lo general extraartísticas y no comerciales, búsqueda de equilibrios culturales y hasta códigos aleatorios de imposible sistematización, la situación del escritor y su papel se vuelven inestables y difíciles de sostener. Los escritores que sólo publican en Cuba reciben por sus obras unos derechos retribuidos en la cada vez más devaluada moneda nacional —en función de lo que se puede adquirir con ella—, cantidades pagadas muchas veces con relativa independencia de la calidad de su obra o de la aceptación pública que consiga. Estos derechos de autor, por supuesto, hacen casi imposible la opción por la profesionalización de los escritores (lo cual, justo es recordarlo, resulta bastante común en todo el mundo), lo cual puede incidir en la calidad de la obra emprendida. ¿Con qué recursos cuenta un escritor cubano para dedicar, digamos, tres o cuatro años a la escritura de una novela que requiera de ese tiempo de elaboración? Resulta evidente que no puede depender sólo de sus derechos en pesos cubanos y que debe buscar otras alternativas laborales o profesionales con las cuales ganarse la vida o en las cuales desgastarse la vida mientras dedica el tiempo restante a la creación. El estado calamitoso de la novela cubana de los últimos años puede o no tener una relación directa con esta situación existencial y económica (imposible de revertir o al menos de aliviar mientras no cambie toda la “situación económica” o el “momento histórico”), pero su estado de deterioro puede ser visible, por ejemplo, si contamos cuántas obras de este género, el más leído y publicado en el mundo, obtienen los premios anuales de la Crítica Literaria, un rasero subjetivo pero posible para medir las calidades de lo que se difunde a través de las casas editoras del país, o cuántas logran entrar en los circuitos editoriales foráneos más reconocidos y con mayor presencia comercial.

Otra cuestión que afecta al escritor cubano desde hace décadas, pero que se ha agudizado en los últimos tiempos, es su lamentable desinformación respecto a la literatura que se está creando en otras latitudes. Todos los lectores cubanos, todos los escritores que vivimos en la isla, padecemos de esta desactualización porque, incluso en el caso de los más enterados, siempre su relación con lo que se lee en el mundo resulta aleatoria, dependiente no de sus necesidades sino de sus posibilidades de comprar o encontrarse con determinados autores y obras que, en ningún caso, se publican o distribuyen normalmente en el país. De esta forma, el escritor cubano del siglo XXI que vive en Cuba —donde tiene un precario acceso a internet, o simplemente no lo tiene—, se mueve a bastonazos de ciego por el universo de la literatura de su tiempo, en la cual debe insertarse y con la cual debe compartir el mercado, si logra llegar a abrir alguna puerta de esa instancia tan satanizada pero a la vez tan necesaria, incluso para la creación y la promoción nacional e internacional de la literatura.

No se puede olvidar tampoco que con mucha frecuencia el escritor cubano que vive en Cuba y escribe en Cuba debe además enfrentar una muy deficiente política promocional, entre otras razones por la propia inexistencia de un mercado del libro dentro del país, pero también, entre otros factores, por el ruinoso estado de la crítica literaria doméstica y por la todavía presente, en estos tiempos de cambio de mentalidad y de muchas otras cosas, sospecha política a la que puede verse sometido si su obra no es complaciente con los preceptos de la ortodoxia fundada en aquellos lejanos pero todavía (para algunas mentes) actuantes límites de lo “correcto” o lo “conveniente” patentados en los años 1970. La suma de estos elementos ha creado, en contra de la propia validación de la literatura que se hace en el país, la sensación de que por dos generaciones la isla apenas ha dado —o simplemente no ha dado— escritores de importancia, provocando una falsa imagen de vacío —que hacia dentro de Cuba se potencia con la marginación editorial, todavía sostenida, de la mayoría de los autores de la diáspora.

Aunque no lo deseaba especialmente, para hacer más evidente esta situación de la promoción del escritor, debo volver ahora a la experiencia personal para ejemplificar cómo puede funcionar la realidad antes descrita... Cuando la Casa de las Américas me invitó a ser el escritor que protagonizara la Semana de Autor del año 2012, más aún, el primer escritor cubano al que se le dedicara una Semana de Autor, mi previsible reacción fue de asombro. Como suelo hacer, comencé a preguntarme cosas y la primera cuestión fue: ¿por qué yo y no otros escritores más reconocidos o institucionalizados, figuras que incluso exhiben premios nacionales en sus currículos? Antes de hacerme más preguntas, dije a la dirección de la Casa que sí, por supuesto que sí aceptaba, con mucho orgullo, el honor y reconocimiento a un trabajo que una acción como la Semana de Autor representa, pero a la vez no pude dejar de recordar que un año atrás, cuando la Maison de América Latina de París, el Pen Club francés y la sociedad de amigos de Roger Caillois me entregó el premio que lleva el nombre de ese importante escritor, ningún medio oficial nacional se acercó a mí o promovió, como se promueven otros acontecimientos o acciones, un suceso que me desbordaba como escritor y entrañaba, como es evidente, un reconocimiento para la literatura cubana, sobre todo la que se hace en Cuba por los escritores que vivimos en Cuba. Porque, en la lista de los anteriores galardonados con el premio —ninguno cubano— aparecían los nombres, entre otros, de Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Álvaro Mutis, Adolfo Bioy Casares… y ahora el de un cubano que sigue escribiendo y viviendo en Cuba.

No se puede olvidar, al recorrer la situación actual del escritor cubano que vive en Cuba y anotar algunas de sus tribulaciones y logros, el más esencial de los elementos que, a mi juicio, definen su carácter y, sobre todo, el de su obra. A diferencia de otros países, donde los escritores más notables o activos suelen tener una presencia social o artística gracias al soporte de los medios de mayor circulación o prestigio, el escritor cubano apenas tiene su obra y alguna que otra entrevista como vía para expresar su relación con el mundo, con su realidad, con sus obsesiones. Muchas veces la obra literaria se ve obligada a asumir entonces roles más ambiciosos y complicados de los que normalmente le competen, y funciona —o se le hace funcionar— como instrumento de indagación social y como medio para testimoniar una realidad que, de otra forma, no tendría un reflejo que la fijara y diseccionara. El escritor cubano que vive en Cuba, y día con día enfrenta la realidad del país, con sus cambios, evoluciones, reacciones sociales y sueños personales realizados o frustrados, se ha convertido en uno de los más importantes recolectores de la memoria del presente que tendrá el futuro. Esta responsabilidad añadida a la propia responsabilidad literaria confiere al escritor un compromiso civil que le da una dimensión más trascendente a su trabajo. Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que merecen esas entidades sociohistóricas y humanas, es tal vez la tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el escritor cubano que vive en esta Cuba del siglo XXI. Porque es un deber con los cubanos y con la nación, con la verdad, la historia y la memoria, porque es su destino, y porque si alguna vez ese escritor se pregunta ¿por qué soy cubano?, ¿por qué soy un escritor cubano? y ¿por qué soy un escritor cubano que vive en Cuba?, también podría cambiar el “por qué” en un “para qué” y quizás encontrar sus propias respuestas. Unas respuestas que incluso podrían estar más cercanas a las predestinaciones cósmicas, pero también al papel social que ha asumido con esa vocación de fe que es la práctica de la literatura en esta Cuba que se adentra, como el resto del mundo al que pertenece, en un inseguro y caótico siglo XXI.

Mantilla, noviembre de 2012 

Hablándome de tú con Dios

Marzo/2013
Nexos
Élmer Mendoza

Escribo de madrugada, aunque últimamente mi reloj gira bastante desquiciado. Ahora mismo no sé si son las siete de la tarde o las cinco de la mañana. Me hago un té verde, lo bebo sin azúcar y descubro que son las doce del día. Antes de empezar, me gusta leer poemas, ver fotos y tirarle migajas de pan a los chanekes que habitan en mis bugambilias. Me tomo muy en serio, parto de que debo escribir la línea que nunca se ha escrito y de que soy un privilegiado. Enciendo mi laptop. Ahora que soy un escritor que viaja alrededor de seis meses al año me resulta de gran utilidad. Puedo escribir siempre sin importar dónde me encuentre.

La escritura no me produce angustia; tampoco es algo que disfrute al cien. Es como la vida, generalmente divertida mientras puedo inventar una historia e inventarme a mí mismo. Lo que realmente me estimula son las posibilidades del lenguaje, la provocadora hibridez entre lo callejero y el estándar. Cómo puede cambiar una historia, conseguir que se extienda y provocar choques emocionales en los lectores. Me sorprende cómo expresa nuestro perfil cultural. Me agrada que mis lectores encuentren mis historias pretenciosas, que se sientan exigidos, que reconozcan que no pueden desbocarse fácilmente. Me gusta lo que me cuentan. Me complace que digan que un mexicano no puede escribir sobre algo y que luego sonrían cuando advierten que claro que es posible.

Generalmente escribo en tres meses la base anecdótica de mis novelas. Después paso de dos y medio a tres años corrigiendo, eliminando, anticipando, soñando. Hablándome de tú con Dios. Considero que he terminado cuando no puedo meter ni sacar una palabra. Cuando la trama que pensé se manifiesta impecable e imagino al más desgraciado de mis amigos sonriendo con indulgencia. Puedo lograr esto después de seis u once correcciones en que rozo el umbral de la locura. Es cuando Leonor me lleva al desierto de Sonora y me cuenta leyendas de aparecidos y Arturo Pérez-Reverte me llama, lo mismo que Eduardo Antonio Parra y Verónica Flores. Los tres me cuentan historias de alcohólicos, inventores de dijes y futurólogos de gabardina. Cada quien tiene los amigos que se merece, a poco no. Cristina Rivera Garza telefonea mortificada, sólo que conversa con Leonor de modas y perfumes y no hay poder humano que las sustraiga de ese costoso universo. Es cuando me recupero y lo celebramos charlando sobre que debería escribir una historia de sexo donde una señora lee a Harold Bloom, pensando que es Leopold Bloom.

Planeo mis novelas. Proyecto un esquema de capítulos donde anoto lo que pudiera ocurrir. Por lo general lo hago hasta las dos terceras partes, el punto en que una buena novela provoca ansiedad y el lector se siente obligado a adivinar el final; sobre todo cuando la trama es uno de los atractivos. Desde luego, lo que anoto puede ser eliminado en cualquier momento. Ya saben, la primera versión no sirve, pero quien no escribe la primera no desayuna con la segunda. Hago una relación de personajes a quienes busco el nombre cuidadosamente. También organizo listas de palabras que pudiera utilizar. Sin embargo, siempre la imaginación es mi tío Celestino.

Tomo en cuenta la estructura, el lenguaje, el ritmo, el tono, los personajes y la música. Todo lo que me hace sentir novelista. Al principio la música era una vacilada. Con los años y las novelas se ha convertido en un factor acústico para fijar ciertos momentos dentro del discurso. Funciona también para acelerar, para que el lector identifique situaciones a través de sus recuerdos, que podrían, en un momento dado, empatarse con los de algún personaje. No es sencillo musicalizar un beso; inténtenlo y saquen chispas.

Cuando estoy muy cansado o una atmósfera se me sale de control, hago velocidad en bicicleta. Hay en Latebra Joyce un velódromo profesional. Lo construimos para que Lance Armstrong entrenara una vez que nos visitó. Ahora me explico por qué ni desempacó su Madone 6.9. También compro sombreros y acompaño a Leonor a buscar macetas con gerberas y nochebuenas que florecen en abril. Generalmente comemos cerdo, frijoles refritos, asadera oreada, machaca, tortillas de harina y cerveza Pacífico. Luego visitamos el Jardín Botánico de Culiacán. Además de las plantas tropicales y los bambúes, nos entretenemos en el Espacio Escultórico, particularmente en las obras de Gabriel Orozco, Teresa Margolles, Dan Graham y James Turrell. Luego, me dejo atrapar por el hechizo de la escritura y soy idiota y genio al mismo tiempo.

Ser escritor es dominar la ambigüedad sin importar la corbata. Sin embargo, los trucos se reducen a dos: escribir y escribir. Y para los novelistas la primera frase es la clave: “En un lugar de Comala de cuyo nombre María Carlota de Bélgica”. Qué frío, ¿no? Y eso que estoy en Culichi. 

lunes, 25 de marzo de 2013

La coartada Kafka

Marzo/2013
Letras Libres
Carlos Franz

Esto de que algunos autores sigan publicando libros después de muertos resulta macabro. Pero efectivo, porque lo macabro atrae a mucha gente. La muerte “aviva” el interés por los finados. Los manuscritos encontrados en las gavetas de los escritores muertos producen una fascinación morbosa. Especialmente si sus autores los dejaron incompletos y hasta marcados como impublicables.
Los editores post mórtem suelen justificar ese fúnebre empeño usando lo que podríamos llamar “la coartada Kafka” (un autor casi totalmente póstumo). Como sabemos, antes de morir Franz Kafka le encargó a su amigo Max Brod que destruyera sus manuscritos. Probablemente no creía en su valor, pero tampoco se atrevía a quemarlos él mismo. A cada escritor lo une un lazo filial con sus ficciones. Lo que nos costó crearlas (que se parece a “criarlas”) hace que, aunque sean imperfectas, nos resulte muy difícil destruirlas. Podremos, quizás, no publicarlas, no exponerlas al riesgo de su posible escarnio en el circo romano de la literatura. Pero quemar nosotros mismos esos manuscritos es algo que solo pueden algunas voluntades sobrehumanas, como la de Gógol que tiró a la chimenea la segunda parte de su incomparable Almas muertas (acaso porque era incomparable). Volviendo a Kafka, Brod decidió que si su amigo no destruyó personalmente sus obras fue porque “en el fondo” no quería hacerlo. Y empleando esta coartada publicó esos manuscritos sin terminar. Gracias a eso contamos con algunas de las obras de ficción más inspiradoras e influyentes del siglo XX. Y los editores cuentan con la coartada Kafka.
Coartada que últimamente se ha usado mucho. Por ejemplo, en el caso de Roberto Bolaño, sus editores y amigos han exhumado de los cajones del muerto (cajones cibernéticos, ahora) varias obras que dejó incompletas. El resultado es malo y debilita a la coartada. Estas obras de publicación póstuma son muy inferiores a lo que Bolaño publicó en vida, o dejó autorizado que se publicara (como su última novela, 2666). En este caso, la infidelidad de los amigos y editores a la voluntad implícita del autor difunto, a sus pudores y escrúpulos literarios, no se ha justificado. Tenemos que darle la razón al muerto. Habría sido preferible que los editores no invocaran el nombre de Kafka en vano.
Otro autor que se ha añadido a la lista macabra de autores muertos que siguen publicando es José Donoso. Hace unos años apareció, tanto en español como traducida al inglés, una novela que Donoso dejó incompleta y sin revisar: Lagartija sin cola. Por causa de la coartada Kafka me aproximé a este reptil novelesco con sumas precauciones.
El manuscrito quedó entre los papeles que Donoso vendió a la Universidad de Princeton, donde hay un archivo dedicado al escritor. Allí fue descubierto por su hija, quien decidió publicarlo, y luego fue editado por el crítico Julio Ortega. La edición en inglés apareció el año 2012, en Estados Unidos, donde la traducción, realizada por Suzanne Jill Levine, ganó el premio más prestigioso.
El protagonista, Armando Muñoz-Roa, es un pintor español de bastante éxito que, súbitamente, decide dejar de crear. Renuncia argumentando que la pintura se ha mercantilizado hasta el extremo de deformar todo el ambiente del arte: no solo la recepción sino incluso la creación misma. Él es esa “lagartija” que se ha cortado a sí misma la cola (del arte) para escapar de sus enemigos, reales e imaginarios.
En su huida, ya sin “cola”, Arman- do recala en un remoto pueblecito entre Cataluña y Aragón. Después de atravesar el infierno de la costa turística española comercializada, como el arte, hasta la más abyecta fealdad, Muñoz-Roa cree encontrar en Dors un santuario de autenticidad y belleza. La parte antigua del pueblo es un empinado laberinto de callejuelas y casas medievales, coronadas por un castillo en ruinas. Por muy poco dinero –la novela está ambientada a comienzos de los setenta– el expintor compra un viejo caserón de piedra amarilla. La ilusión de Armando es reiniciar su vida desde cero. En ese pueblo olvidado, lejos de la inmundicia del arte comercializado y de la naturaleza violada de la costa turística, pretende reencontrarse con la belleza de vivir.
No hay artista auténtico que no haya soñado lo mismo, me parece a mí. Quizás no hay persona, verdaderamente sensible, que no experimente un similar deseo de evasión, alguna vez en su vida. Cortarse la cola de responsabilidades, transacciones y fealdades acumuladas, para empezar de nuevo, en otro sitio. La metáfora es buena, porque tal cambio no se hace sin desprendernos, dolorosamente, de una parte de nosotros mismos. ¿Quién tiene el coraje?
El final de la novela queda abierto. Los cabos quedan sueltos ya que el autor nunca terminó el manuscrito. A veces la falta de final, de cola, frustra a un relato. En el caso de esta fábula la indefinición amplía sus posibles sentidos. Igual que en las novelas de Kafka la indeterminación de la trama potencia las posibilidades del tema. Esta vez, creo, la coartada Kafka fue bien empleada. ~

La decadencia de las reseñas

Marzo/2013
Letras Libres
Elizabeth Hardwick

En 1959 la novelista Elizabeth Hardwick denunció el estado de lamentable complacencia que abundaba en la secciones de reseñas de libros en Estados Unidos. El texto lo publicó la revista Harper’s, en ese entonces  editada por Robert Silvers, y causó el debido revuelo. No solo era una diatriba contra los críticos acomodaticios y las reseñas medrosas, sino que daba expresión a las inquietudes de un grupo de amigos que incluía, además de Silvers, Hardwick y su esposo, el poeta Robert Lowell, a los editores Barbara y Jason Epstein. Cuatro años después, animados por esas inquietudes, ellos cinco fundaron el New York Review of Books, que recientemente cumplió cincuenta años de aparecer cada quincena. El tono crítico y el estilo tan particular de hacer reseñas –a través de ensayos extensos y complejos, profundamente involucrados con los libros que revisan– son dos constantes que pueden rastrearse en el artículo de Hardwick, un manifiesto en pos de la reseña como verdadera escritura, como literatura. 

Existía la idea de que a Keats lo mató una mala reseña; que desamparado y desahuciado recargó la espalda contra la pared y se rindió en su lucha contra la tuberculosis. Evidencia reciente ha mostrado que Keats tomó las reseñas hostiles con bastante más calma viril de la que nos contaron en la escuela y, sin embargo, la imagen del joven y raro talento derribado por reseñistas venenosos permanece afianzada con firmeza en la mente del público.
Todavía se piensa en el reseñista y el crítico como personas de una crueldad peligrosa, demonios veleidosos, crueles con los jóvenes y ciegos ante las nuevas obras, empeñados en alejar al público letrado de la frescura y la importancia por pura envidia, conservadurismo malicioso o lo que sea. Pobre Keats: si viviera ahora sufriría una muerte literaria, pero no sería debido a un ataque: se ahogaría en cambio en lo que Emerson llamó una “masilla de concesión”. En América, hoy, el olvido, el fracaso literario, la oscuridad y el ninguneo –todas los momentos cumbre de la tragedia y el malentendido artístico– siguen sucediendo, pero las condiciones naturales para tales sucesos están en un curioso estado de camuflaje, como aquellas nociones decorativas en las que la madera se pinta para parecer papel y el papel para parecer madera. Un genio sin duda puede irse a la tumba sin haber sido leído, pero no sin haber sido elogiado. Dulces y mullidos elogios caen por toda la escena; reina una aceptación universal, si bien algo lobotomizada. Un libro nace en un charco de melcocha; la salmuera de la crítica hostil es apenas un recuerdo. Todos, resulta, “llenan un vacío”, hay que “agradecerles” por alguna cosa y hay que perdonarles “faltas menores en una obra por lo demás excelente”. “Un artista completamente maduro” aparece varias veces a la semana y a veces a diario; muchos son los pregoneros de esos “mensajes que el Mundo Libre ignorará bajo su propio riesgo”.
El estado de la reseña popular se ha vuelto tan apático, el efecto de sus juicios convenientes tan enervante para el público lector en general, que los hábiles editores de Lolita han intentado estimular sus ventas citando las reseñas negativas junto con, sin lugar a dudas, las de siempre, las repetitivas y buenas. (Orville Prescott: “Lolita es una noticia innegable en el mundo de los libros. Desafortunadamente es una mala noticia.” Y Gilbert Highet: “Me apena que Lolita haya sido publicada. Me apena que haya sido siquiera escrita.”)
No es solo el elogio de cualquier cosa a la vista –un problema en sí mismo– lo que irrita y confunde a quienes miran con detenimiento la escena literaria, también existe la incomprensible indolencia de la sección de reseñas dominicales del New York Times y el Herald Tribune. El valor y la importancia de los libros individuales se exageran vertiginosamente, en concordancia con el humor americano del momento, pero las secciones de reseñas de libros como una iniciativa cultural se hallan, como un parche de desempleo, en un estado de depresión perniciosa en lo que a la vivacidad y el interés se refiere. Uno no pensaba que podrían decaer, ya que siempre han sido periódicos modestos y algo convencionales. Aun así, ha habido espacio para la decadencia en los últimos años y esta oportunidad ha sido aprovechada. Una mañana de domingo con las reseñas de libros es a menudo una experiencia lúgubre. Lo mejor es estar en un ánimo de tolerancia distraída al encararlas, en especial las del Herald Tribune Book Review. Esta publicación no es solo mediocre; tiene también una incompetencia extraña  y desconcertante al aparecer con timidez semana tras semana.
Para el mundo del libro, para lectores y escritores, la torpeza del New York Times Book Review es todavía más sobrecogedora. Vienen a la mente todos esos profesores de literatura en bachillerato, todos esos bibliotecarios y libreros fieles, aquellos habitantes de los suburbios confiados, esos jóvenes y jovencitas brillantes de provincia, todos ellos, que creen en el juicio del Times y que requieren de su orientación. La peor secuela de su decadencia es que actúa como una especie de preventivo oculto, que cancela suave, blanda, respetuosamente cualquier vivo interés existente por los libros o los asuntos literarios en general. El elogio plano y la tenue disensión, el estilo minimalista y el pequeño artículo ligero, la ausencia de involucramiento, pasión, carácter, excentricidad –la carencia, a fin de cuentas, de un tono literario propio– han hecho del New York Times un periódico literario de provincia, más extenso y más grueso pero en nada distinto de todas esas “páginas literarias” dominicales de periódico pueblerino. (El New Yorker, Harper’s, The Atlantic, los semanarios de opinión y noticias, las revistas literarias todas dedican una buena cantidad de espacio y de pensamiento a reseñar libros. Los resultados, con frecuencia torpes y siempre variables, no deberían pasar inadvertidos. Sin embargo, en estas revistas las reseñas son solo una parte de la oferta que busca la atención del lector y las desilusiones particulares que provoca la manera en la que a veces se trata a los libros no puede ser entendida sin hacer un estudio preciso de cada revista como un todo.)
“Cobertura” que mata
Consternado, uno decide que el malestar de las publicaciones de reseñas –el Times y el Tribune y el Saturday Review– no debe siempre ubicarse a los pies del comercio. Ha sido sencillo y gratificante creer que la presión sobre los editores de libros y los libreros es responsable del recibimiento hospitalario dado a las novelas basura, los libros “de ideas” llenos de lugares comunes y demás. Los editores necesitan reseñas favorables para utilizarlas al exhibir su producto, del mismo modo que una canasta de Pascua necesita papel picado verde debajo de los huevos. Nadie pensó que la presión fuese sencilla ni directa: se ha imaginado que es sutil, práctica, básica, esto es, que tiene que ver con el hecho de que la publicidad de las editoriales mantiene económicamente a las secciones de reseñas de libros. Esta explicación, claro, se ha aceptado de una manera exagerada.
La verdad es que los editores –al ver sus mejores y sus peores productos recibidos con una uniforme ecuanimidad– deben darse cuenta de que el drama del mundo de libro está siendo eliminado con lentitud y sin dolor. Todo es de alguna manera similar, sea una obra rutinaria de historia escrita por un académico respetable, un conjunto de obviedades emitidas por el Pentágono, un tomo de versos, una obra de ideas radicales, una obra de ideas conservadoras. La simple “cobertura” parece haber triunfado sobre el drama de la opinión; la “legibilidad”, una palabrita cómoda, ocupa el lugar del anticuado requisito de un claro y buen estilo en la prosa, que es algo distinto. Todas las diferencias de excelencia, de posición, de forma, han sido borradas por la parsimoniosa aceptación. Este borroneo anula lo bueno y lo malo por igual, lo convencional y lo extraño, hasta que al final parece que el autor, como el reseñista, no tienen una postura. La gracia del reseñista cae sobre ricos y pobres por igual; una obra que será unbest seller, a la que los editores le han depositado su fortuna, es elogiada apenas un poco más extensamente que el libro con el cual los editores esperaban salir tablas. De este modo existe una especie de euforia democrática que ayuda al libro ligero, pero que casi nunca cumple con las necesidades de una obra más seria. Cuando un libro es reprobado, la reprimenda a menudo no es más que un pequeño piquete con una aguja, administrado en medio de elogios terapéuticos: “______ a veces es tímidamente juguetón”, decía una reseña. “Pero contiene suficiente del famoso ingenio y estilo de ______, para hacer que valga la pena su publicación nacional...”
Los editores de las publicaciones que reseñan parecen ya no estar involucrados con la literatura. Los libros se apilan, se envían y vuelve una reseña. Muchas mentes distinguidas unen sus nombres a artículos cortos y extensos en el Times, el Tribune y el Saturday Review. Los productos que entregan los mejores escritores generalmente resultan ser algo menor que sus mejores obras. Después de despertar a tantos domingos sombríos, aceptan sus encargos con un espíritu cooperativo y entregan un texto “legible”, poca cosa, claro. (Alice James escribió en su diario que a su hermano Henry le pidieron escribir para la prensa popular y le aseguraron que podría escribir lo que quisiera, “siempre y cuando no hubiera nada literario en ello”.)
Mantener a ciertos comentaristas repetitivos y amargados es suficiente por sí mismo para poner en entredicho las nociones de comercialismo vil de parte de las publicaciones de reseñas. Un editor empresarial, una organización en “crecimiento” –como las que escuchamos todo el tiempo en la prensa– habría evaluado las protestas y habría sacado a pasear a esas mentes tambaleantes. Por ejemplo, ¿qué podría ser más cansino que los ataques de J. Donald Adams en contra del pobre de Lionel Trilling por intentar ser interesante al hablar de Robert Frost?[1]Únicamente un ataque en contra de Adams quizá –quien no es, como tampoco la presión del comercio, el verdadero problema con el Times–. Adams es como esos monumentos que solo percibe un extranjero o alguien que ha estado lejos por mucho tiempo. Lo que verdaderamente consterna acerca del Times y el Tribune es la calidad de la edición.
Una pequeña revista llamada Fifties publicó una entrevista con el editor en jefe del New York Times Book Review, Francis Brown. El señor Brown se muestra en este intercambio como un hombre con mucha experiencia editorial y muy poco “tacto” para la obra particular que le ha sido encomendada, esta es la de editor del poderoso e importante Book Review semanal. Tristemente en ninguna parte de la entrevista muestra un interés vivo, ni siquiera sofisticado, frente a los asuntos literarios, el mundo de los libros y los autores, lo mínimo necesario para alguien en su posición. Su aproximación es modesta, ingenua y curiosamente falta de espíritu. En la universidad, nos dice en la entrevista, estudió historia y subsecuentemente se convirtió en editor general de Current History. Después pasó a Time, donde “no tenía nada que ver con libros”, y finalmente fue elegido para “probarse con el Book Review”. El entrevistador, sugiriendo algunos de los defectos del Book Review, se pregunta si no hay una dependencia excesiva de los especialistas, una práctica en extremo frecuente de asignar libros a reseñistas que hayan escrito libros similares, o sobre el mismo país o el mismo periodo. El señor Brown opinó que “un campo es un campo”. Cuando se le pidió comparar el Times Book Review con el Times Literary Supplement de Londres, Brown opina que “ellos tienen un público estrecho y nosotros tenemos uno amplio. Creo que en ficción están haciendo el peor papel de todas las publicaciones de renombre”.
Esta es una opinión sorprendente para cualquiera que haya seguido las reseñas del Times de Londres y las de otros diarios ingleses, como el Sunday Times y el Observer. Estos periódicos de manera constante fijan un parámetro intrínsecamente mucho más alto que el estadounidense, tanto que una comparación detallada es casi imposible. No es solo lo que ofrecen en una reseña individual; en el fondo el asunto es el tono, la seriedad, la independencia de mente y de temperamento. Richard Blackmur en un artículo reciente cuenta de una conversación con el editor del Times Literary Supplement, quien sentía que el problema con las reseñas norteamericanas era justamente esta ausencia de una dirección editorial fuerte e independiente y se aventuró a decir que muy pocas editoriales retirarían sus anuncios si desapareciera ese producto soso que se escribe en este momento. Una descripción del Times Literary Supplement, la publicación londinense, de Dwight Macdonald, encuentra que el diario inglés “parece haber sido editado y leído por personas que saben quiénes son y qué les interesa. Que la gran mayoría de sus conciudadanos no compartan su interés por el desarrollo de la prosa en inglés, la bibliografía de Bielorrusia, el trato que André Gide daba a su esposa, la relación precisa entre el canto llano y el canto popular, y ‘la gran mancha’ en una carta del doctor Johnson que ha atormentado a varios de sus editores... parece no preocuparlos en absoluto”.
La reseña como escritura
Invariablemente la opinión acertada no es el único juez de los poderes del crítico, aunque un gusto que a menudo yerra, ¡solo se le permite a las mentes más grandes! En cualquier caso, todo depende de quién está bien y quién está mal. La comunicación del deleite y la importancia de los libros, las ideas, de la cultura misma, es lo menos que uno espera de una revista dedicada a reseñar obras nuevas y antiguas. Más allá de ese inicio, el interés de la mente del reseñista individual lo es todo. Reseñar libros es una forma de escritura. No abrimos el Times del domingo para descubrir qué opina el señor Smith de Doctor Zhivago. (En el caso del Herald Tribune probablemente sería la señora Smith.) ¿Qué te queda cuando descubres qué es lo que el señor Smith piensa de Doctor Zhivago? Claro que importa lo que piense una mente atípica, capaz de presentar ideas frescas de manera vívida y original e interesante, de los libros que aparecen. Para obtener información llana, un catálogo editorial un poco extendido serviría igual de bien que muchas de las reseñas que aparecen semanalmente.
En un estudio de las reseñas de libros realizado en Wayne University descubrimos que nuestra vieja conocida, la eterna “reseña favorable” defiende su puesto con toda la resistencia que hemos aprendido a esperar. 51% de las reseñas que aparecen en el Book Review Digest de 1956 fueron favorables. Una cifra mucho más interesante es que ¡el 44.3% eran reseñas indecisas! La definición básica de “reseña” llevaría a la mayoría de la gente a emitir una opinión de cualquier tipo y por eso la renuencia de los reseñistas indecisos a desempeñar su papel provoca gran perplejidad. Las reseñas desfavorables suman 4.7%.
Un domingo
Un domingo hace algunos meses en el Herald Tribune. Los siguientes son extractos de cinco reseñas de novelas actuales, reseñas que tristemente hacen pensar en un tema adolescente:
1. “El valor real de la novela está en su conciencia de carácter, en su personalidad esencial y en el sutil efecto del tiempo.”
2. “En ocasiones algunos de los mecanismos de la historia parecen forzados, pero es solo en la primera impresión, porque por encima de todo está la recreación de una atmósfera que es tan fuerte que dicta un destino.”
3. “La señorita ______ escribe bien, cuenta la historia con una naturalidad y una vivacidad que sirve para cargar la extrañeza de su tema central. Para el lector que se deleita con un toque de lo macabro, esta es una intrigante exploración de la imaginación.”
4. “____ ____ ____, sin embargo, es un libro interesante y de ritmo veloz; más complicado que la mayoría de su tipo, y con un matiz más sutil para sus personajes. Es una buena lectura.”
5. “También es, dentro de la estructura que _____ _____ ha creado para sí, una historia cálida e interesante de lo que puede suceder cuando un grupo de personas comunes en una situación peligrosa, una situación, incidentalmente, casi tan probable como la que Nevil Shute postula en On the beach.”
(“La que Nevil Shute postula en On the beach.” La seguridad de esta frase hace que el lector se detenga, al recordarnos, como lo hace, que hay todo tipo de ejemplos de lo que se conoce como “oscuridad de referencias”.)
Con el Saturday Review, uno siente que no está contento con su trabajo. Es temperamental, como una actriz en busca del papel adecuado para entonces sí hacerla en grande. Ha borrado las palabras “de literatura” de su título;[2]una escisión que justifican los contenidos misceláneos de la revista. La búsqueda de ideas de portada es tan vigorosa como en cualquier otra revista nacional; los editores están buscando frenéticamente estar a tono con los tiempos. Con el incremento de la venta de discos, los departamentos de música han absorbido más y más espacio en la revista. Los viajes, en todas sus manifestaciones, se han convertido en una preocupación importante –libros de viaje, consejos de viaje, guías para casi tantos eventos como los que Cue intenta cubrir[3]–. Incluso esto no es suficiente. Hay también temas de autos de carreras y “El SR va a la cocina”. A la redacción se le ocurren ideas de promociones extraordinarias, como el Premio Anual de Publicidad del Saturday Review. Algunas líneas del artículo sobre este tema dicen:
Porque el Saturday Review se preocupa continuamente por los patrones de comunicación en Estados Unidos, ha observado con profundo interés el progresivo desarrollo de la publicidad como un medio de comunicación de ideas, una habilidad mucho más sutil incluso que la comunicación de noticias.
La portada puede “presentar” una fotografía de Joanne Woodward y, recientemente, en un número que incluía las ideas de Max Eastman sobre Hemingway, era el retrato de Hemingway, no Eastman, con un suéter de cuello de tortuga quien miraba desde la portada. Las reseñas, los artículos cortos y los extensos, en el Saturday Review no son ni mejores ni peores que los del Times; están marcados con la misma falta de esfuerzo sostenido. Obviamente tienen a sus lectores en mente –unos, se cree, que pueden tolerar muy poco.
Los deseos de los editores
El periodismo literario alcanza, en el caso de muchos escritores, tales niveles de vitalidad e importancia y deleite que la excusa del momento pasajero, la presión del tiempo, las necesidades del gran público no pueden aceptarse, como querrían que hiciéramos los editores. A Orville Prescott del Times ¿podría considerársele como una víctima de la velocidad? ¿Lo que hace falta en un crítico es simplemente tiempo para escribir, un mes en lugar de un par de días? El tiempo sin duda produciría una reseña más larga de Orville Prescott, pero que llegara a producir una inspiración más constante es motivo de duda. Richard Rovere mencionó en algún lado el hecho de que podía fascinarse al leer un artículo casual escrito por Edmund Wilson en 1924 en Vanity Fair o The New Republic. Los ensayos largos que Wilson ha escrito en los últimos años sobre cualquier tema son obras literarias que uno no puede esperar que aparezcan con regularidad, o siquiera esporádicamente en el Times, el Tribune o el Saturday Review. Aun así, sus reseñas tempranas son de la calidad que un editor bien podría, o por lo menos eso imagina uno, tener en mente. Nada importa más que el tipo de cosas que un editor querría si pudiera cumplir sus deseos. Los deseos editoriales siempre se cumplen parcialmente. ¿De verdad el editor del Times Book Review anhela tener a un escritor excelente como V. S. Pritchett, quien sí escribe textos cortos casi semanales para New Statesman con una brillantez que entrega tras entrega asombra a todos? Pritchett es tan bueno sobre “El mito de James Dean” o Ring Lardner como sobre la novela rusa. ¿Este es el tipo de cosas que nuestras revistas ansían o es más bien un pequeño texto ligero de, digamos, Elizabeth Janeway en “Atrapada entre libros”? Es típico de la mentalidad editorial en el Times que se le pida a Pritchett escribir una carta ligera y casual desde Londres, una obra de periodismo insignificante, que utiliza muy pocos de sus talentos singulares para escribir reseñas de libros.
Al final es la publicidad la que vende libros y las reseñas son solo, cuando más, el gran dedo del gigante. Para algunos best sellers recurrentes como Frances Parkinson Keyes y Frank Yerby, los lectores no pedirían una reseña positiva antes de dar su aprobación y su dinero tanto como un padre no insistiría en la aceptación pública antes de darle un beso a su nuevo bebé. El negocio de la edición y la venta de libros es muy complicado. Pensemos en esos editores que, en su búsqueda comercial de una novela erótica, seguramente habrían rechazado Lolita por no tener el tipo de sexo adecuado. Es fácil, una vez que el éxito comercial de un libro ha quedado establecido como un hecho, colegir una razón convincente para explicar el entusiasmo del público. Pero antes de que ese hecho suceda, el negocio es misterioso, azaroso, impredecible.
Por ejemplo, se ha estimado que las reseñas en la revista Time tienen el mayor número de lectores, posiblemente cinco millones cada semana, y también se menciona que ¡muchos editores sienten que las reseñas en Time no afectan las ventas de un libro ni a favor ni en contra! Ante este misterio, algunos editores han concluido que los lectores de Time, al enterarse de la opinión que tiene Time sobre un libro, sienten que ellos de alguna manera ya leyeron el libro, o si no leído, por lo menos lo han hecho suyo, lo han experimentado como “un hecho de nuestro tiempo”. No sienten la necesidad de comprar el objeto mismo tanto como no sienten la necesidad de ir a Washington para tener una visión de primera mano de las obras de la administración republicana.
En un mundo de libros como ese donde todo es anguloso e inmanejable, no parece ser verdaderamente necesario que estas manos laboriosas estén ahí trabajando para transformarlo en una pequeña bolita de mantequilla semanal. Es probable que el reseñista adaptable, el comentarista plácido y superficial sobrevivan razonablemente en los periódicos locales. Pero, para las grandes publicaciones metropolitanas, lo inusual, lo difícil, lo extenso, lo intransigente y, sobre todo, lo interesante, debería esperar hallar ahí a sus lectores. ~
© Harper’s
Introducción y traducción de Pablo Duarte


[1] J. Donald Adams fue un editor y luego columnista del Times Book Review, de 1943 a 1964. En este caso, Hardwick se refiere al discurso que dio Lionel Trilling con motivo del cumpleaños 85 del poeta Robert Frost. En lugar de elogiarlo, Trilling polemizó con el festejado y pronunció la famosa frase, “Pienso en Robert Frost como un poeta atemorizante” [I think of Robert Frost as a terrifying poet]. Adams, desde su columna “Speaking of Books”, respondió con vehemencia.
[2] Desde su fundación, en 1924, hasta 1952, el Saturday Review se llamó The Saturday Review of Literature. Cerró en 1971.
[3] La revista Cue, fundada en 1932 por Mort Glankoff, servía como una guía de eventos y lugares en la ciudad de Nueva York. En los ochenta fue comprada por los dueños de la revista New York Magazine e integrada a esta.

Los 50 años de la Rayuela de Julio Cortázar

22/Marzo/2013
Marabillas
Karina Sainz Borgo

A punto estuvo Rayuela de desaparecer por culpa de Alejandra Pizarnik. Julio Cortázar, que en aquel entonces acababa de publicar Los Premios –su primera novela- llevaba más de una década viviendo en París, ciudad a la que la joven poeta recién había llegado desde Buenos Aires. Para hacerle un favor y asegurarle “unos pesos”, Cortázar le dio a Pizarnik el manuscrito para que ella lo pasara a máquina. Transcurrieron los días; Cortázar no tenía noticia de Pizarnik ni de sus originales. Comenzó a llamarla, insistentemente. “Decile que acabo de salir…que todavía … no los encontré”, se excusaba Pizarnik para ganar tiempo y recuperar el manuscrito extraviado. Cortázar finalmente encontró los originales, los recuperó en un viaje a Buenos Aires y en 1963 publicó –a pesar de Pizarnik- la novela que hoy cumple 50 años.
Rayuela fue al momento de su aparición un fenómeno literario que terminaría por convertirse en uno de los epicentros bibliográficos del boom. Su publicación junto al Premio Biblioteca Breve entregado a La ciudad y los perros supuso un hito en la historia del grupo literario, si es que puede llamársele de esa forma a la coincidencia entre 1962 y 1972 de una cierta narrativa latinoamericana representada en autores como Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, José Donoso, Juan Carlos Onetti, entre otros que integraron el llamado boom latinoamericano.
Su nombre, Rayuela, invitación al juego infantil dibujado en el asfalto -donde hay una tierra y también un cielo; un lado de acá y otro de allá-, encerraba una estructura de “infinitas compuertas”, a decir de José Lezama Lima. Por su París cortaziano, sus juegos de tiempo, saltos de estructura y su potente condición de caja de Pandora, Rayuela se convirtió en una lectura de iniciación. No es raro que quienes la hayan leído, lo hicieran entre el final de la adolescencia y la temprana juventud. Hoy, medio siglo después de su aparición y a unos años vista de las primeras lecturas que sobre ella se hicieron, cabe preguntarse si Rayuela ha envejecido o si, por el contrario, permanece intacta.
Para averiguarlo, hemos decidido consultar a un grupo de lectores-escritores qué fue en su momento Rayuela para ellos y qué es ahora. Antes sin embargo habría que tomar por obvias algunas observaciones que sobre la novela han surgido tras el paso de las décadas: su excesivo romanticismo; su explícita misoginia; el hermetismo de los discursos de Morelli y, en especial, la visión totalitaria que tuvo el argentino del lector con sus instrucciones. Existen, según Cortázar, tres formas distintas de leer Rayuela: de manera convencional, empezando por la primera página hasta llegar al capítulo 56; siguiendo el Tablero de dirección que propone leer sus 155 capítulos a saltos, de manera alternada, y la tercera opción, en “el orden que el lector desee”.
Siguiendo cualquiera de las tres alternativas, el lector puede recorrer El lado de allá, en el que Cortázar cuenta la historia de Horacio Oliveira, un argentino que emigra a París y conoce a La Maga, una joven uruguaya con la tiene una relación tan “romántica” como déspota y vertical. Valga la pena decir que frente a Horacio Oliveira y el grupo de amigos que conforman el Club de la Serpiente –que pasan el tiempo discutiendo sobre el arte y la vida-, La Maga aparece cual ignorante ninfa. A esa primera, se suman la segunda parte, Del lado de acá, que se supone es el regreso de Oliveira a Buenos Aires, y De otros lados, que agrupa textos muy distintos entre sí: recortes de periódico, citas de libros y textos atribuidos a Morelli, un viejo escritor, que hace las veces de álter ego de Cortázar.
Hay algo más que decir antes de pasar a las opiniones de sus lectores. En el año 2009, se publicaron Los papeles inesperados, un grupo de textos que habían permanecido ignorados en una cómoda hasta que Aurora Bernárdez, albacea y heredera universal de la obra de Cortázar, y el crítico Carles Álvarez Garriga decidieron sacarlos a la luz pública. En ese volumen, donde está contenido Un capítulo suprimido de Rayuela, un demasiado comprometido y militante Cortázar –entonces completamente volcado en el hombre nuevo de la Revolución Cubana- se refiere a la novela casi como una versión primigenia e imperfecta, una especie de cuasimodo de El Libro de Manuel, que es, según Cortázar, su verdadera gran novela. “Un libro –dice refiriéndose a Rayuela- que me contiene tal y como fui en ese tiempo de ruptura, de búsqueda, de pájaros”.
¿Ha envejecido la Rayuela de Cortázar?
Rosa Montero. “Leí Rayuela creo que a los 20 años y me fascinó. A los 40 leí algunos fragmentos otra vez. La novela había envejecido bastante. La primera vez me emocionó aunque me irritaron algunas cosas, porque es que es tan machista, La Maga como estereotipo telúrico de lo femenino. De todas maneras, no se puede negar que Cortázar es un cuentista fantástico”.
Patricio Pron. “Leí Rayuela cuando tenía unos dieciséis o diecisiete años. Sin embargo, lo dejé a las cien o ciento veinte páginas, bastante irritado por la insoportable incapacidad de sus personajes (muy argentina, por cierto) para dejar de tomarse en serio a sí mismos por un instante. Años después, y en varias ocasiones, intenté volver a leer la novela sólo para descubrir que yo seguía siendo el joven lector irritado de entonces y que el libro de Cortázar era el mismo también. Así que ahora lo dejo a quienes aman tomarse en serio a sí mismos y sufren mucho, a los que viajan a París, a los adolescentes que aún no han leído lo suficiente, a los lectores de suplementos sabatinos que creen saber sobre literatura por ello, a los que no saben quién fue Raymond Queneau (que hizo bien lo que Cortázar llevó a cabo tan deficientemente), a los que disfrutan de los filmes de Eliseo Subiela, a los que han conseguido que su adolescencia se extienda hasta donde su inteligencia no ha podido llegar”.
Marta Sanz. “Cuando leí Rayuela tenía unos dieciocho años. Mi impresión fue la de estar entrando en un grupo de iniciados: el de los lectores de la literatura con mayúscula. Esa sensación es, por una parte, muy buena, y por otra, terrorífica. Muy buena porque yo creo que me hice consciente de todas las cosas que podían expresarse con el lenguaje y con sus juegos, me hice consciente del placer del texto y de su sensualidad; sin embargo, también, empecé a percibir que la literatura es una herramienta de desclasamiento y ese asunto ya es un poco más problemático. Confieso que no he vuelto a leer la novela completa, solo fragmentos para cerciorarme de si me seguían gustando tanto como me gustaron a los dieciocho años y, sí, "Toco tu boca..." "Y apenas él le amalaba el noema..." me siguen gustando muchísimo: ¿será porque soy una sentimental?”.
Iván Thays. “No recuerdo la edad exacta que tenía cuando la leí, pero sí que estaba en los primeros años de universidad, es decir 17 o 18 años. Me causó una fuerte impresión, me pareció un libro extrañísimo, difícil de leer en la forma propuesta (aún así, me esforcé por hacerlo) y con escenas extraordinarias, especialmente en la parte que sucede en París y la presencia maravillosa de la Maga. La he leído muchas veces, la última el año pasado, y aunque creo que es una novela poco pareja en calidad, con algunos capítulos bastante malos y otros maravillosos, en suma es una novela imprescindible. Creo que Cortázar tenía un enorme talento y, aunque sus cuentos son mejores que Rayuela, usó ese talento para escribir un libro memorable”.
Antonio Ungar. “Tenía 17 años cuando la leí. No la pude acabar ni en el orden convencional ni en el sugerido ni en el anárquico, pero entonces era políticamente muy incorrecto admitirlo, así es que me sumé al coro de alabanzas. La tuve que leer completa para participar de un foro reciente sobre Cortázar. Me gustó menos, me pareció pesada, estancada en el tiempo, inútil. Hay que agregar, eso sí, que Cortázar es un gran cuentista”.
Juan Carlos Méndez Guédez. “Tenía unos quince años cuando la leí. Me produjo una inmensa perplejidad; una cieta fascinación nacida del descubrimiento de una forma de narrar que desconocía. La releí varias veces. La última con 45 años. Y la impresión es la de una novela con grandes momentos; con capítulos fascinantes; pero a partir de ella comprendí que lo que más me sigue interesando ( y mucho) de Cortázar son sus cuentos; verdaderas joyas; verdaderos ensambajes del lenguaje y la mirada perturbadora sobre lo real”.
Juan Casamayor (Editor). "La leí con apenas 17 años. En una colección de kiosko, Literatura Contemporánea Seix Barral. Recuerdo que me costó. Curiosamente los cuentos completos de Cortázar no los leí hasta dos años después, en una convalecencia hospitalaria. Mi relectura, finalizando ya mis estudios universitarios, fue de un placer auténtico. Yo poseía otra mirada, otro bagaje de lecturas. Sabía quién era Julio Cortázar. Creo que Rayuela es un juego memorable de lector y lectura, como diría Fernando Iwasaki. En ese sentido no envejecerá, pues siempre habrá lectores dispuestos a jugar con su lectura".

Cumple 50 años “Rayuela”, el libro de cinco generaciones de jóvenes

25/Marzo/2013
Revista Ñ
Juan Mendoza

En los 60, cuando apareció, se transformó muy rápidamente en un clásico. Por su formato, por su vanguardismo, por la forma en que mezclaba el surrealismo francés de los años 20 con el realismo mágico del boom latinoamericano.
Para los lectores argentinos en particular, la novela traía algo de la vanguardia de Macedonio Fernández. Por las aspiraciones poéticas del libro, también traía algo de Oliverio Girondo. Venía a bordo de las velocidades de su tiempo, a bordo del rock, el pop, las revueltas políticas y la revolución sexual.
Pero cómo no recordar aquel texto de David Viñas que apareció en 1969 y en el que se cuestionaba la influencia que Cortázar estaba teniendo en una nueva generación de escritores de entonces: Manuel Puig, Ricardo Piglia, Germán García. En los 70, aclamada por una nueva generación de jóvenes, leerla se volvió una forma de ser más joven todavía. Así como los capítulos de la novela podían reordenarse según los caprichos del lector, del mismo modo, la novela era también una forma de imaginar otro orden del mundo.
Pero ya se encontraban definitivamente divididas las aguas respecto de las formas de leerla: mientras algunos la reivindicaban por su vitalismo, su lenguaje coloquial y el mensaje social del escritor en sus entrevistas, había quienes en cambio reivindicaban la novela por el mundo cultural y artístico que evocaba, por su experimentalismo y su vanguardia.
En los años 80, ya definitivamente considerada un monumento literario, se transformó en la novela de un autor referente ineludible de la izquierda internacional. Cuando ese autor de fama exorbitante en el que se había transformado Cortázar regresó al país luego de treinta años de vivir en el exilio, el recientemente electo presidente de la Democracia, Raúl Alfonsín, no lo quiso recibir. Ya para entonces Rayuela se había transformado en la novela argentina del boom latinoamericano y en un clásico de repercusión universal. Los 80 eran también los años en los que se apagaría la vida del creador de la historia de La Maga y Horacio.
Durante los 90, cuando a los de mi generación nos tocó leerla, Rayuela estaba en todas las bibliotecas en formación, aquellas que no tenían más de veinte libros. En todas había un ejemplar con la historia duplicada entre calles de París y Buenos Aires. De entre nuestros primeros libros, Rayuela era probablemente uno de los pocos destinados a sobrevivir, el primer ladrillo de una nueva forma de leer.
Porque Rayuela también era eso: un libro con una biblioteca adentro. Leerla era también una forma de descubrir que por debajo de la historia de La Maga y Oliveira vagando por París, se asomaba una historia más sórdida: la de un triángulo escéptico formado por Horacio, Talita y Traveler en un circo de Buenos Aires primero y en un manicomio después.
Era una de nuestras primeras educaciones sentimentales para reivindicar la locura. Y era una forma de no llevarnos tan mal con nuestras pobrezas, una forma de pelearnos con la indigencia cultural en la que el menemismo nos hundía. Recuerdo que cuando la empecé a leer bajé corriendo a comprar un disco de jazz para escucharlo mientras la seguía leyendo. Para mí era la puerta de entrada a los años 50, una época que venía con su propia música. Pero si el jazz era la música de fondo de Rayuela, la estructura moral de la novela era la del tango de los años 40. Era el tango de los años 40 y “Buenos Aires Hora Cero” de Piazzolla todo junto, como en una coctelera: por las palabras del lunfardo, por la forma de relacionarse entre sus personajes, por la ruptura de las formas y la nostalgia frente al tiempo que pasa.
Leída en los 2000, Rayuela es un gran hipertexto de papel, lleno de referencias e imágenes adjuntas, sonidos y notas musicales, con links que reenvían de una zona a otra del libro. No sería extraño tropezar con una edición en la web: una versión de la novela con ruidos, fotos, dibujos con líneas rotas, collages y canciones.
Hoy, a cincuenta años de su primera edición, y a pesar de su reconocimiento internacional, su potencia sigue siendo la de una novela compleja. Celebrada en congresos internacionales de literatura, todavía es desdeñada por ciertas zonas de la crítica académica argentina.
Pero para muchos Rayuela trae consigo una visión del mundo y una teoría de la literatura que incorpora la reivindicación de géneros literarios menores, la prueba de que los experimentos literarios y los juegos de las vanguardias son también cosas que pueden cautivar a muchos lectores.
Para otros, a pesar de que la novela ponía el acento en el protagonismo del lector, apelando a que fuera él quien reorganizara el texto, también traía un “Tablero de dirección” un “manual del usuario” puesto al comienzo, una forma de subestimar al lector al que supuestamente se quería jerarquizar.
Y ni hablar de aquella distinción desafortunada, la que separaba a “Lector Macho” de “Lector Hembra” y de la que después Cortázar pretendió desdecirse.
Para algunos escritores contemporáneos Rayuela fue una novela revolucionaria que transformó a la literatura. Por ejemplo Washington Cucurto –nacido en 1973, autor de La máquina de hacer paraguayitos y Cosa de negros, entre otros– confiesa que no hace mucho la leyó y le pareció un texto impresionante: “Toda novela tiene su lenguaje, y el de Rayuela no envejeció.” Para autores y críticos contemporáneos, sin embargo, es válido cuestionarse si la novela envejeció: por su misoginia y su machismo, por las posturas del narrador frente a las minorías sexuales, por la forma en que la figura de la mujer es subestimada.
Pese a las críticas que se le puedan hacer, Rayuela sigue estando en nuestras bibliotecas, con sus armas secretas y cautivando a cada nueva generación.
En algún lugar de la literatura La Maga y Horacio –sus protagonistas– se siguen encontrando para cazar estrellas, sepultar paraguas o suicidarse arrojándose a los ríos metafísicos. Y Talita y Oliveira siguen con insomnio jugando a la rayuela en el patio húmedo de un manicomio.
Rayuela se sigue encontrando con nuevos lectores. Lectores exigentes, como la escritora Mariana Enríquez (1973, autora de Bajar es lo peor y Cómo desaparecer completamente): “ Rayuela es una novela de su época –ese narrador es tan contemporáneo de sí mismo que es difícil aplicarle objeciones de este milenio–. Talita es un personaje que me encanta. Hay párrafos de esa novela de una belleza y una técnica pasmosas. Creo que, en general, a Cortázar se le pega demasiado”.