sábado, 28 de junio de 2014

EMMANUEL CARBALLO, CARAY

28/Junio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

A unos meses de la muerte de Emmanuel Carballo es claro que los 1960 fueron suyos; luego se fue retirando, aunque su figura —espectro de su función— persiste.
  
Carballo fue un crítico literario determinante. No quiso ni pudo ser un erudito —algo anticuario— como José Luis Martínez o parafraseador universal como Alfonso Reyes; cuerdamente eligió ser Emmanuel Carballo, el crítico certero y casi inmediato de una literatura en alza. 

Revisar sus textos no mostraría por qué fue tan influyente. Un futuro analista necesitaría saber que Carballo fue gestor de la Revista Mexicana de Literatura con Carlos Fuentes (de quien, sensatamente, desaprobó su segunda etapa) y de libros notables en Diógenes y Empresas Editoriales S. A. Carballo jugaba a las cartas con la literatura mexicana. 

No era profundo; era atinado. Políticamente osciló hasta sedimentar, desencantado y equivocado, en bochornoso conservadurismo. 

Tenía colmillo. Identificaba lo bien escrito. Su buen ojo daba en el clavo; sabía qué era paja y qué, oro. Por eso Carballo señaló que Octavio Paz plagiaba. 

Pero Carballo no fue crítico ejemplar. Fue mafioso y fue tanta su fidelidad a ella, que al separarse él mismo se borró de la arena. 

No fue tanto crítico o editor sino animador, provocador, juez, notario, impulsor. Podía ser periodista y promotor que indica rumbo y reconoce la obra ya hecha y pronostica grandeza o decadencia.

Carballo tuvo la suerte de poder ser zorro en época de abundancia. Pero también en un medio sin teoría o filosofía; de haberlas, Carballo no habría existido. 

Después de Carballo, otros quisieron sustituirlo: Christopher Domínguez y después, ridículamente, Rafael Lemus. Resta tras resta. Uno intentó tener el dedo de Carballo; otro, la pura mueca. Era inútil: ser Carballo después de Carballo no quiso serlo ni Carballo. 

Krauze vivió no solo de Paz y Vuelta sino de hacer una revista gracias al espectro de Carballo, pero sin tener un solo crítico con colmillo u ojo, solo queriendo imitar a Carballo diciendo “esto vale; esto, no” y no atinar. 

¿Qué autor identificó Paz? Ninguno. ¿Krauze? Menos aún, solo inflaron montón de vividores, mediocres, estilizados que hasta el día de hoy sirven de careta al gobierno en turno.

Carballo falló. Se retiró justo cuando todos aquellos que él desdeñó tomaron el poder y él, para ya no quedar totalmente excluido, prefirió no denunciar. 

Se metió a su biblioteca. Se quedó callado. Todo lo que él despreciaba se encumbró. La literatura mexicana imitó sus exactos exabruptos y le lanzó las migajas de un supuesto reconocimiento para que no volviese a desafiar nada. 

Quedan sus libros como registro del tino y dureza de sus intervenciones. Pero Carballo fue, en lo esencial, desactivado. 

Afortunadamente, no habrá más Carballos; desgraciadamente, hay muchos Carballitos.

Ana María Matute: Una vida entregada a la literatura

28/Junio/2014
Laberinto
Ana Ruiz

Cuando en 2010 ganó el Premio Cervantes, el más importante en lengua española, con- movida, Ana María Matute dijo: “He dado toda mi vida a la literatura”. No le importaba si el jurado había realizado hasta seis votaciones porque no se ponía de acuerdo en sus méritos. Ella tomó el premio como un reconocimiento a su entrega total, al esfuerzo que durante más de seis décadas —desde que tenía diecisiete años, cuando escribió su primera novela, Pequeño teatro — dedicó a la literatura. La novela tuvo que esperar once años para ser publi- cada. Sin embargo, Matute perseveró como había perseverado para salir adelante en una sociedad hostil en la que había nacido el 26 de julio de 1925.

Lectora compulsiva, amante de los autores rusos desde que se inició en los cuentos de Anton Chéjov, Matute se dio a conocer en la revista Destino publicando cuentos, a los dieciséis años. En 1948 publicó su segunda novela, Los Abel, finalista del Premio Nadal, y un año más tarde En esta tierra, censurada por el gobierno franquista y reeditada en los años noventa con el título de Luciérnagas.

Se dedicó entonces a la labor docente fuera de España, en Estados Unidos. Fue un silencio largo, pero ella mantuvo su decisión de seguir escribiendo. Publicó en los años cincuenta y sesenta novelas como Fiesta al noroeste y libros de cuentos como La pequeña vida

En los cincuenta se casó y tuvo un hijo, Juan Pablo, al que dedicó todos sus libros infantiles. El naufragio de su matrimonio la llevó a perder no solo la custodia sino la posibilidad de ver a su hijo, lo que la sumió en una primera depresión que marcaría su carácter y su personalidad.

Matute se refugió en la literatura y publicó novelas como Los soldados lloran de noche (1963) y El río (1973), y libros de cuentos como El arrepentido (1961) y El aprendiz (1972). Al rememorar sus inicios, comentaba: “La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a los fabricantes de inventos y sueños, todo eso me empujó a llevar mi primera novela a probar fortuna en una editorial. Pero mi mayor osadía era no solo llevar una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que encima la llevaba escrita a mano, en un cuaderno escolar”. 

Matute decía que desde su primer cuento —a los cinco años— hasta su último libro, que los recoge casi todos, comprobó satisfecha que por fin el cuento había ingresado a los géneros respetados de nuestra literatura, aunque lamentó “que aún en nuestros días los cuentos de hadas sean mutilados bajo pretextos inanes de corrección política. Me estremece pensar que unas manos depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten verdaderas joyas literarias en relatos no solo mortalmente aburridos, sino, además, necios. ¿Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco?” 

En su discurso de aceptación del Premio Cervantes, Matute no olvidó citar la dura experiencia de la Guerra Civil española, que vivió cuando tenía once años y marcó profundamente su vida y su obra: “Solo recuerdo que el mundo se había vuelto del revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastación”. 

En 1984, un tanto reconciliada con su país natal, Matute recibió el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil de España por su libro Solo un pie descalzo, lo que representó su vuelta al primer podio del ruedo literario. Pero su depresión no había acabado y volvió al silencio, del que regresó en 1996 con la que se considera su gran obra, Olvidado Rey Gudú: “Gracias al Rey Gudú y a Carmen Balcells, que me animó a que terminara ese libro, volví a ser la Matute. Las depresiones son muy duras, no se sabe de dónde vienen, porque yo era muy feliz. Y el médico me dijo que la vida pasa factura. Pero la verdad es que no lo sé”. 

Había encontrado un particular método para salir de sus depresiones: la lectura, a la que dedicó la mitad de su vida. “Sin literatura no podría vivir —dijo alguna vez—. La literatura es y ha sido el faro salvador de muchas de mis tormentas”. 

En una rueda de prensa celebrada tras conocerse la decisión de otorgarle el Premio Cervantes, Matute aseguró haber vivido un estallido de felicidad al recibir la noticia y confesó que durante la noche anterior no pudo dormir por los nervios que le provocaba su candidatura. 

Matute aseguraba que “toda la música del mundo, la audible y la interna, nos la inventamos, y que quien no inventa, no vive”. Resumía su vida literaria confesando que, tras la revelación de que sería escritora gracias a una chispa azul que vio cuando partía un terrón de azúcar, comenzó a inventar: “Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor, créanselas. Créanselas porque me las he inventado”.

domingo, 22 de junio de 2014

Centenario de Dublineses: Un libro de una escrupulosa maldad

22/Junio/2014
Confabulario
Alejandro Toledo

Junio es un buen mes para celebrar a James Joyce (1882-1941). Fue en junio cuando este conoció a Nora Barnacle, la recamarera de un hotel de Dublín con la que se fugaría de Irlanda; y el Bloomsday, el día de Leopold Bloom en la novela Ulises (1922), recuerda justamente la fecha en que tuvieron su primera cita formal: el 16 de junio de 1904. Diez años más tarde de ese encuentro, en junio de 1914, publica Joyce su libro de relatos Dublineses.

Como sucede con los clavadistas en las competencias de alto nivel, título a título James Joyce irá aumentando el grado de complejidad de su narrativa. Esta arranca precisamente con Dublineses, colección de estampas sobre la vida en la ciudad construida a partir de la idea literaria de la epifanía: inesperados momentos de revelación que ocurren en lo cotidiano. Sigue con una autobiografía indirecta, Retrato del artista adolescente (1916); y el protagonista, un alter ego de Joyce llamado Stephen Dedalus, se integrará, junto con los personajes del primer libro, al elenco de Ulises, que es, como su título lo insinúa, una versión moderna de la Odisea homérica, aunque concentrada en sólo unas horas y una sola ciudad, y con una Penélope generosa de formas (como lo será también la novela) que accede sin dudarlo a los deseos más alocados de sus pretendientes.

El cuarto ejercicio narrativo de Joyce es Finnegans Wake (1939), en donde el clavadista/escritor no sólo ejecuta piruetas imposibles en el aire sino que las realiza a oscuras, en la noche de los tiempos, y logra lo inaudito: saltar desde el agua para caer de pie en la plataforma o el trampolín.

En el principio fue Dublineses, como proyecto que nace en ese año fundacional que es 1904, cuando George Russell publica a Joyce en The Irish Homestead tres cuentos de la serie, entre ellos “Eveline”… La respuesta desfavorable de los lectores interrumpe esa publicación y a partir de entonces Joyce, para seguir con las metáforas acuáticas, deberá nadar a contracorriente. Es el inicio de una década oscura, una larga pesadilla, en que estuvo a punto de ahogarse o naufragar, como se prefiera, en el río revuelto o el mar profundo de lo inédito. En 1905 entrega al editor londinense Grant Richards su libro, conformado entonces por doce relatos, lo que da inicio a un extraño conflicto a partir del rechazo del impresor por avalar algunos de los cuentos. Había una ley, entonces, que hacía recaer en los impresores la responsabilidad de lo que se publicara, por lo que la censura, o la autocensura, era férrea. Y los textos de Dublineses contenían algunos momentos que parecían problemáticos.

Joyce se defiende por correspondencia. En carta del 5 de mayo de 1906 explica a Grant Richards: “Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. He intentado presentarla al público indiferente bajo cuatro de sus aspectos: infancia, adolescencia, madurez y vida pública. Los relatos están dispuestos en ese orden. En su mayor parte los he escrito con un estilo de escrupulosa maldad y con el convencimiento de que el hombre que se atreve a alterar, y más aún a deformar, en la presentación lo que ha visto y oído es muy audaz”.

Y sigue: “No puedo hacer más. No puedo alterar lo que he escrito. Todas esas objeciones cuyo portavoz es ahora el impresor se me ocurrieron, cuando estaba escribiendo el libro, tanto en relación con los temas de los relatos como con su tratamiento. Si les hubiera prestado oído, no hubiera escrito el libro. He llegado a la conclusión de que no puedo escribir sin ofender a algunas personas” (Cartas escogidas, pgs. 175-176).

Los retrasos ocasionados por la censura fueron a la larga benéficos, pues en el camino se agregarán “Dos galanes”, “Una pequeña nube” y, sobre todo, “Los muertos”. No obstante la desesperación de Joyce por sacar adelante Dublineses, los contratiempos darán una más lograda estructura al libro, que de haberse publicado como estaba en 1905 no tendría la grandeza que llegó a alcanzar. La introspección de Gretta Conroy, en el relato final, parece un anticipo del monólogo de Molly Bloom, como si Dublineses se hubiera convertido, mientras tanto y acaso sin sospecharlo el autor, en una primera maqueta de lo que sería, años después, Ulises.

Cuando Ezra Pound contacta a Joyce, hacia 1913, aún lo encuentra, cual Enoch Soames, penando por dar vida pública a su trabajo. Cede Pound su espacio en la revista literaria The Egoist (del 15 de enero de 1914) para presentar, bajo el título “Una historia extraña”, una carta en la que el irlandés cuenta lo ocurrido a Dublineses primero con Grant Richards y luego con los señores Maunsel, editores de su ciudad natal, que también sugirieron cambios y supresiones. Al fin el libro fue impreso por ellos, pero no distribuido; los planchas de tipografía fueron destruidas y los ejemplares llevados a la hoguera. Cierra Joyce: “Al día siguiente abandoné Irlanda, llevando conmigo una copia impresa que había obtenido del editor”.

Esta historia verdaderamente extraña concluye el 15 de junio de 1914, cuando por fin aparece Dublineses, editado no por los señores Maunsel sino por Grant Richards, quien se mostraba arrepentido por el trato dado a Joyce, cuya fortuna literaria cambia a partir de entonces: por Pound, en The Egoist empieza a aparecer de forma seriada Retrato del artista adolescente; por Pound recibe Joyce algunos apoyos económicos para dedicarse por entero a la escritura… Y es de Pound, por cierto, la primera reseña de Dublineses (The Egoist, 15 de julio de 1914), que así arranca: “Tan poco de la prosa literaria inglesa escapa al desaliño que bastaría decir ‘el libro de cuentos cortos del señor Joyce es prosa libre de desaliño’ para que el lector inteligente salga corriendo enseguida de su estudio a gastar los tres chelines y seis peniques que vale el ejemplar”.

Aún hoy, cien años más tarde, los lectores inteligentes acuden a James Joyce y sus Dublineses para aprender sobre la vida.

El cáliz como redención

22/Junio/2014
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

A quince años de ausencia del gran escritor hidalguense, es justo rememorar sus charlas polémicas. Este 2014 se rememora a Octavio Paz, a José Revueltas y a Efraín Huerta, pero se ha omitido sistemáticamente a Ricardo Garibay, uno de los narradores mayores que mejor llevó el lenguaje a diversos géneros. Justo en esta entrevista aborda la pérdida del padre y lo mucho que se pierde cuando se vive para escribir.

-Dice José Emilio Pacheco que Beber un cáliz es en la narrativa lo que Algo sobre la muerte del mayor Sabines en la poesía...
–Es la muerte del propio padre, es algo evidente y eminentemente personal, atañe al autor de manera directa; no pude evadirme de las emociones que los acontecimientos procuraron. El autor tiene que referirlas a él mismo y no a personajes ficticios que hubiera creado si hubiera tenido otro plan. La muerte de Iván Ilich, de León Tolstoi, es la muerte del personaje. El gran escritor ruso ideó lo que ideó para escribir la obra. Aquí no se ideó prácticamente nada; se ve agonizar y morir al padre y se transcribe directamente lo que es eso y las emociones que produce, sólo puede ser un testimonio íntimo de una intimidad desgarrada, penosa, dolorosa.
–Ha dicho que el arte se hace con el arte y la vida con la vida, ¿en dónde se sitúa Beber un cáliz?
–En hacer el arte de una agonía y de una muerte con el arte, con la literatura. Normalmente se piensa que el arte se hace con la vida y no es así; la vida transcurre como transcurre, el arte es aparte. Si usted quiere hacer arte literario tiene que tener el don de reunir las palabras. La vida transcurre fuera de la puerta de la calle y quién sabe qué sea; si no tenemos fe religiosa no nos explicamos de ninguna manera qué es la vida o por qué o para qué. Esa es una cosa y otra es querer dar un girón de vida con las palabras, esto sería el arte literario, esto fue lo que yo busqué (no digo que lo haya conseguido). Por un lado el arte y por otro la vida, no tienen que ver una cosa con otra.
–Usted reunió la obra poética de Concha Urquiza, ha impartido conferencias sobre El Cantar de los cantares, ¿qué tan importantes han sido para usted las figuras literarias de la religión y los estudios literarios al respecto?
–Todas las convicciones que uno tiene o que uno logra reunir con uno mismo influyen poderosamente en lo que se hace y escribe. Mi formación fue hondamente religiosa, la abandoné después, pero queda como raíz de toda la textura humana que uno es y como la posibilidad de invocación para una explicación de la vida. En un ateísmo radical ilustrado, vamos a pensar en el gran poeta italiano Giacomo Leopardi, cuyo ateísmo era absoluto, no hay explicación de la vida. Él tuvo que inventar reverencia o devoción por la vida antigua de los griegos, porque no tenía a mano nada que pudiera sostener la existencia que él mismo llevaba. Forzosamente se busca un asidero, una explicación de lo que es la existencia, y esa explicación, obligadamente, tiene que ser religiosa. Dado mi comienzo cristiano-católico, las explicaciones que van apareciendo, también las ironías, si es que las tengo, derivan de esta formación de mi infancia; es algo de lo que no puedo desentenderme porque, entonces tanto la vida como mi propio ejercicio literario carecerían de sentido, no tendrían una finalidad ni un arranque más o menos preciso; no habría ningún argumento digno de ser contemplado sin este asidero, sin este apoyo, vamos a llamarle aquí “sin esta fe religiosa”, que es el sustento de lo que se vive.
La casa que arde de noche es una casa non sancta de la que, se ha dicho, lleva en sí un tratamiento exuberante, ¿qué tan religioso es este libro?
–La casa que arde de noche es un burdel, un prostíbulo. Encierra el problema de la belleza en el mundo, pero, sobre todo, el de la belleza masculina en el mundo. Ese es el problema de la novela: cómo la belleza en un hombre, cabalmente hombre, lo conduce a la facilidad en la vida; esta facilidad que no exige de él ningún esfuerzo lo lleva al mal, al abuso, a la violencia, al crimen, y cómo la propia belleza, la llenazón de pecado, lo hace emerger, salir a la superficie de una vida normal, sana, saludable, buena, donde el amor de veras se puede dar. Dice Santo Tomás que el pecado de la carne brutaliza. Aceptemos lo que dice Santo Tomás porque es una frase de mucho gozo literario ¿no?, que no tenemos por qué mejorar, ya está acuñada de manera casi perfecta: “el pecado de la carne brutaliza”, y mientras mi personaje está en el pecado de la carne, que es, para nosotros los mexicanos, el mayor de todos los pecados, el más anhelado, está empantanado en el vicio, en el lodazal, y de ahí emerge poco a poco, buscando, sin saberlo, el verdadero amor. Entonces se junta con el personaje femenino llamado Sara, que es la virtud, la pulcritud, la honestidad, la entrega leal, la contemplación del futuro en paz. Pero antes Eleazar ha tenido que tocar el fondo del pecado hasta el hastío, hasta la saturación que produce vómito y de ahí va emergiendo poco a poco. El pecado de la carne requiere cierta monumentalidad, porque si no se daría de modo muy aburrido, muy inocuo, y la menor monumentalidad que puede tener es la que hay en un burdel internacional; en un burdel donde se peca, digamos, a fondo, sin cortapisas y sin hipocresías, donde se abraza o se asume el pecado con verdadera alegría.
–¿Cómo desarrolla la personalidad de sus personajes?
–Los personajes deben hablar como son, como hablan. La tarea del escritor es entrar en el personaje, oír su habla y escribirla. Los personajes habitualmente no piensan o deben pensar muy poco. A nadie atraería una literatura donde los personajes se la pasaran pensando, filosofando, esas son mamilas que a nadie atraen. El personaje vive de modo inmediato o brutal, como usted quiera, y sólo, de cuando en cuando piensa cosas populares, cosas que están en la superficie. Está muy lejos de ser un pensador o un filósofo cualquier personaje; vive, que es lo fundamental. Al vivir tiene que hablar y uno debe escuchar el habla. Traza el personaje: es un vaquero, un pistolero, un tahúr o un boxeador, ¡por Dios!, ¿es un vividor descarado? Si uno lo ha trazado, uno tiene que oír su habla y reproducirla con fidelidad, con lealtad, tal y como hablan de verdad las gentes en el mundo, así debe hablar el personaje.
–¿Habría accedido a otro género literario para escribir su obra?
–No, puesto que no accedí no me hubiera sido posible. Vamos a decirlo de este modo, según está programado desde el principio de los tiempos. He conocido ya a hombres hechos para la filosofía que han derivado en la literatura, literatura, por cierto, muy pobre. He conocido a personas capacitadas para la literatura que han derivado hacia la filosofía, aquello siempre ha resultado de mucha pobreza. Uno está hecho para determinada cosa y debe hacer eso durante muchos años para más o menos hacerlo bien y no traicionarse nunca. ¿Por qué? No se sabe por qué; unos son escritores, otros filósofos, otros arquitectos y otros, simplemente, son envidiables padrotes en cualquier lugar del mundo. Cada quien tira por el camino que tiene prefigurado, creo, lo que quiere decir que el destino es inevitable, está allí y uno lo va buscando.
–No hay una unidad en su obra pero sí una descripción de la vida, ¿no lo cree?
–Fundamental. El personaje o los personajes deben moverse en un girón de vida que uno escoge y allí, pues hay que conocer o presentir o intuir qué es la vida en esa porción que uno ha escogido. Digamos que hay que cumplir años, hay que trabajar mucho para conocer un poco de la vida, y si pone a los personajes en un determinado terreno o margen vital, puede uno describir esa vida tal como se da. Por ejemplo, en la obra que llamo Par de reyes había que ver bien, a fondo, qué es la vida de dos pistoleros en el norte de la República a fines del siglo XIX, que es ahí donde se da mi argumento. He tratado pistoleros, conozco el norte de la República y traté durante largo tiempo a hombres de allá, de Tamaulipas, los oí hablar. Oyendo hablar a los personajes uno va descubriendo cómo es la vida que uno ha escogido para hacerla novela; el habla es la vida, la lengua es la vida; si uno ve la lengua, la conoce y la domina, uno sabe cómo es la vida de esos personajes.
–¿Hay alguna obra suya que haya deseado continuar?
–El escritor se echa a escribir una obra, a veces tarda, como en el caso de Par de reyes, veintiséis años; en el caso de Triste domingo, ocho o cuatro (no recuerdo cuántos), a veces, como en el caso de La casa que arde de noche, un mes; escribí un mes doce horas diarias y salió la novela. Uno pone el punto final y ese punto es final definitivamente, uno no va a continuar con esas historias. Hay escritores que sí. Está el caso del buen escritor Álvaro Mutis con la saga del gaviero, digamos; él sí sigue un personaje, yo no. Yo termino con un personaje y termino para siempre. Después hay mucha nostalgia de eso, uno quisiera haber seguido escribiendo sobre eso, pero ya no dio para más.
–¿Cómo logra el autor ser olvidado para que su personaje sea inmortal?
–Es el ideal de todo escritor, no tanto sobrevivir él, sino que sobreviva su creatura. Digamos que pocos saben quién es Cervantes, pero todo mundo sabe quién es el Quijote; es el ejemplo supremo, a propósito de todo esto. Difícilmente se sabe quién es Homero. Hay que estudiar en la preparatoria y luego en la Facultad para saberlo; pero ahí están Héctor y Áyax y Aquiles para siempre. Sobreviven los personajes, no el autor, nadie sabe quién escribió El cantar de los cantares, pero ahí está el gran poema inmortal, que en este mismo momento está sucediendo. En la literatura no hay tiempo, no transcurre, no pasa, queda fija como un logro: la gran literatura, perfecto. Producido por un autor, por un ser humano ¡que quién sabe quién será y a nadie le importa ya!
–¿Usted ha elegido a los personajes o ellos lo han elegido?
–La pregunta es buena porque es las dos cosas. Uno va buscando un ideal, un ideal que uno quiere para uno mismo; cada personaje forma parte de un afán personalísimo de vivir como el personaje, un afán personalísimo y siempre frustráneo porque nunca se consigue. Yo hubiera querido ser un padrote insigne como mi personaje Eleazar de La casa que arde de noche, sí, me hubiera gustado mucho; hubiera querido ser un pistolero letal, como uno de mis dos personajes de Par de Reyes, sí, evidentemente; uno querría ser todo un señor de mundo como el Eleazar de Triste domingo; uno quisiera alguna vez haber vivido un amor como el de Fabián por Alejandra en Triste Domingo, sí, pero uno acaba siendo un pobre escribano que escribe casi el dictado, ha buscado los personajes, y los personajes han surgido ellos solos, no sé de dónde. En la autobiografía de Golda Meir, la mujer que fue primera ministra de Israel, mujer excepcional, ella dice: “No que Jehová nos haya elegido [ella es judía], como pueblo elegido, sino que nosotros elegimos a Jehová; como pueblo escogido por él, nosotros lo buscamos y lo elegimos”. Eso me pareció extraordinario, me pareció un atisbo hermosísimo. 
Jesucristo: si no creemos en su divinidad sí creemos en su grandeza, se elige a sí mismo como hijo de Dios y Dios mismo, como el principio y el fin de todo, como el hacedor y como el redentor; él dice de él eso. Bueno, Jesucristo es una persona y se elige como personaje; yo elijo a mi personaje, lo vislumbro, conforme voy escribiendo él se hace. El personaje no se hace solo, no existe fuera de mis palabras, por su puesto, pero conforme van saliendo mis palabras, mis diálogos, mis descripciones, el personaje se va haciendo. ¿Yo lo elijo? Sí. ¿Él se elige a sí mismo? Sí. ¿El me elige como autor? Sí. Uno acaba profundamente agradecido, cuando logra la obra, con los personajes. Porque cumplieron, por encima de la capacidad y esperanzas de uno, un papel, y ahí están, existen.
–¿Ha pensado en lo que se convertirá su obra con el paso del tiempo?
–Sí, es probable. Uno escribe todo con el afán de conseguir, a través de cada renglón, una obra maestra. Ese es el afán. En algunas obras donde pone especial intensidad o interés o tiempo, uno siente que ha logrado eso: la obra maestra o la obra ineludible literariamente hablando. Uno también tiene que reconocer que en algunas obras, cuando la obra ya es un poco extensa –veo el caso de Juan Rulfo, que escribe dos brevísimos libros; a Rulfo no le quedaba más que considerar excelentes sus dos obras–; cuando la obra ya es extensa, uno tiene que reconocer que en muchas partes se ha quedado en el valle, no ha llegado a ninguna cumbre. Y muchas veces la proposición literaria original ya, en sí misma, no es ni puede ser una cumbre, porque no habría literatura amena, todo sería sensacional, monumental, y no hay muchas obras excelentes que no rebasan un codo del suelo, ahí van y son muy dignas de ser leídas además, ¿no? Henry James nunca logra una obra cumbre, Aldous Huxley tampoco. Muchos escritores contemplan la vida como una medianía y la reproducen excelentemente, otros la contemplan como una cima, como una montaña colosal, es el caso de Tolstoi (¡y lo consiguen!). ¡Qué sé yo! Valles y cumbres, hay eso en toda obra un poco extensa.
–¿Cómo identifica el lector una obra maestra?
–Yo creo que ahí viene el temperamento del escritor. Cuando está usted delante de un escritor inmoderado, desorbitado, digamos de temperamento en cierta forma heroico, estará ante la posibilidad de esperar una obra cumbre. Si está ante un hombre muy equilibrado, muy académico, no esperará nunca la obra cumbre porque nunca se dará. Tenemos el caso de dos o tres buenos escritores mexicanos que contemplan la vida como una medianía, acaso porque la medianía les pertenece. No hay el aliento desorbitado de crear algo de mucho nivel, de mucha altura, y claro, no se consigue. ¿Yo lo he conseguido? No digo eso. Digo que sí he pretendido hacer obras cumbres, que he pretendido, no que lo haya logrado, porque luego declaro una cosa y me ponen otra, entonces me ven como alguien de una pedantería insoportable.


Carlos Monsiváis, a los cuatro años

22/Junio/2014
La Jornada
Elena Poniatowska

A Carlos Monsiváis debería declarársele patrimonio cultural de la humanidad porque más que un hombre es una escuela, una casa, una asamblea, una plaza arbolada, una galería de arte, un bar gay, una biblioteca, un aula, una taquería, una flauta, unos frijoles, un Vips, un San Simón, un gato con siete vidas.
No le alcanzaron las siete vidas para hacer todo lo que quería, pero lo que logró resulta asombroso. No sólo maulló sobre los tejados de la colonia Portales, sino que desde las torres del mundo nos hizo comprender que sabía no sólo de condición humana y de política, sino también de arte. Visitar un museo con Carlos, como lo hice en Tel Aviv y en Berlín, es una lección que todavía atesoro como uno de los buenos momentos de esta tremenda y hermosa vida.
Siempre me llamó la atención que NO dijera groserías y que jamás utilizara las palabras cuate o mamón o rascuache o pinche, que es una de las que usan las niñas bien. Recurría a ideas cultas que tejía en una urdimbre compleja, ácida, a ratos vitriólica. Así, con ese lenguaje que oscilaba entre la lucidez y la crueldad, reunía en sus columnas los desaciertos de nuestra detestable política, recogía las declaraciones de nuestros diputados y senadores, se pitorreaba de las ínfulas o las desgracias literarias de las mafias intelectuales. Los adjetivos más hirientes los destinaba a sus amigos que, a sabiendas, jamás dejaron de serlo, no fuera a irles peor.
Su crítica terrible podía destazar en menos de tres minutos, su risa de hilo de navaja, de cuchillo largamente afilado, de machete mexicano hendía la noche, el cable telefónico, el de la luz, el del oído. Ya está, ya me mató, con esto se acaba todo, pensaba yo al colgar la bocina, pero al otro día a primera hora sonaba el teléfono y era Monsi, encarnado en un gato sin garras ni pelos erizados que ronroneaba una canción muy dulce.
Carlos se refería a sus libros como bodrios. Te voy a mandar mi bodrio. “No sé cómo vayan a tomar los de Vuelta este bodrio”. Uno de esos bodrios resultó ser Lo marginal en el centro, su ensayo sobre Salvador Novo. Muchos adivinaron que en realidad se trata de su autobiografía.
A Monsi le importaba la crítica de los que saben, pero más esencial en su vida resultó lo que les sucedía a los demás. Por eso, uno de los últimos actos de su vida, ya sin resuello, sin su tanque de oxígeno, porque prefería morir a usarlo en público, fue su encuentro el 22 de febrero de 2010, con familiares de los 15 jóvenes asesinados por un comando armado de sicarios en la colonia Lomas de Salvárcar, en Ciudad Juárez.
Según Jenaro Villamil, con quién escribía Por mi madre bohemios, Monsiváis le dijo a Luz María Dávila, la madre que se puso de pie en Ciudad Juárez frente a Calderón para espetarle que no podía darle la bienvenida, que él, Monsi, la felicitaba porque había convertido la indignación moral en protesta.
Monsiváis murió el 19 de junio de 2010, tres meses más tarde sin recuperar el conocimiento. Recuerdo que los cinco dedos de su mano derecha, los cinco dedos de su mano izquierda estaban cubiertos de curitas. Y ahora? –le preguntaban. Es que me muerden mis gatos – respondía. En terapia intensiva le quitaron sus curitas. Y sus anteojos. Y su pluma. “Monsi ya no es Monsi” –pensé.
Monsiváis aguantaba mucho. También en los viajes era estoico, el avión no llegaba y Monsi leía como si nada, el calor se hacía sofocante, no protestaba, aparecían enjambres de mosquitos, no los veía. Una madrugada sí se quejó: Dormí muy mal. Como teníamos cuartos contiguos con una pared como de papel de china en una casa de campaña en Israel, me enojé: No mientas, toda la noche me desvelaron tus ronquidos.
A Monsi yo siempre le obedecí. Si me hubiera dicho: Guárdame esta pistola unos diítas, lo hubiera obedecido.
Hace cuatro años que no marco el 539-4762. Hace cuatro años que no me asesta su crítica devastadora o su opinión atroz verdaderamente, como diría José Emilio Pacheco; hace cuatro años que nadie repite: O ya no entiendo lo que está pasando o ya pasó lo que estaba yo entendiendo. Todo lo intenso debe ser efímero. Tiene un gran talento, lo único que le hace falta es que un país lo entienda.
Cada año se engrandece lo que logró Monsiváis para la cultura de México. Su Estanquillo cuenta con la asombrosa cifra de 20 mil visitantes al mes.
Seguimos aquí, quién sabe por cuánto tiempo, Rafael Barajas El Fisgón, Jenaro Villamil, Jesús Ramírez, Alejandro Brito, Marta Lamas, Javier Aranda, al pie del cañón, hasta que un día o una noche, Monsi se nos aparezca y ordene que ya no la hagamos de emoción, que todo pasa hasta la ciruela pasa, como dice Liliana Felipe, y que al rato también él nos velará como una concesión inesperada, porque nunca de los nuncas se rebajó a asistir a un funeral.

sábado, 21 de junio de 2014

Efraín Huerta: entre la bala y la flor

18/Junio/2014
La Jornada
Javier Aranda Luna

Contaba el propio Efraín Huerta que hace 70 años, el 6 de junio de 1944, sus amigos Enrique Ramírez y Ramírez y Rodolfo Dorantes lo fueron a buscar a su casa a la una de la mañana. Querían enseñarle un cable con la noticia más reciente de Europa que anunciaba la embestida final contra los nazis. Su reacción fue ponerse a escribir un poema que estuvo listo en dos horas.
Así nació Canto a la liberación de Europa que publicó José Revueltas en la primera plana de El insurgente, periódico quincenal de divulgación política y vida efímera.
Esta anécdota describe el carácter del poeta que hoy recordamos en el centenario de su nacimiento. Un poeta que lo mismo cantó al amor que al Che Guevara, al más puro misterio –que es misterio del aire– que a la amplia y dolorosa ciudad de ceniza y tezontle, a María Félix y al petróleo, a Lorca, al Tajín, a la Diana Cazadora.
A Carlos Montemayor debemos uno de los razonamientos más contundentes contra las razones de quienes menosprecian la poesía con temas políticos: los poemas sólo deben valorarse en función de criterios poéticos. No más, pero tampoco menos: por su lenguaje, sus imágenes, su ritmo. Yo agregaría un elemento adicional: por la emoción que provocan. Emoción duradera, claro, aquella capaz de pasar de una generación a otra.
Así como un trabajo químico sólo puede medirse químicamente, un poema sólo puede medirse poéticamente.
Eso significa que sólo de esa manera podremos distinguir un buen poema de amor de uno pésimo y un poema político mediocre de uno que valga la pena.
Estar enamorado, escribió Montemayor, no exime de hacer un pésimo poema de amor: el ser presa de un arrebato místico o de un fervor religioso, no exime de hacer un mal poema religioso.
La Orestiada, Antígona, La Eneida, La divina comedia son obras geniales aunque también sean poemas políticos.
La crítica a papas deleznables no merma el valor de la obra de Dante, como no disminuye la carga política, el valor estético de El acorazado Potemkin de Serguei Eisenstein.
Efraín Huerta fue, sigue siendo, un gran poeta que lo mismo escribió poemas eróticos o de amor que poemas políticos. Y como todo poeta hizo algunos poemas mejores que otros. Y otros más, francamente memorables como el Responso por un poeta descuartizado dedicado a Rubén Darío, o la Declaración de odio, que se encuentra en ese magnífico libro que es Los hombres del alba que este año cumple 70 años de haber sido publicado y que Efraín Huerta dio a conocer cuando tenía 35.
Con Declaración de odio, Declaración de amor y La ciudad poemas incluidos en el libro citado, Efraín Huerta deja claro que la ciudad será uno de los grandes ejes de su poesía.
La ciudad no como un paisaje ni un ambiente: como un personaje vivo que se dilata y contrae. En ese organismo transcurren nuestras horas que son días, nuestros días que son siglos. Por eso su poesía es triste y absurda, provoca la rabia, el desencanto o nos arranca la risa. Si la ciudad es hoy en nuestra literatura una constante, Huerta nos la hizo ver desde los años 30.
Hace tiempo le comenté a la escritora Mónica Mansour que me parecía que habíamos sido un poco ingratos con El Gran Cocodrilo. Si te refieres a los premios, me dijo, esos no importan. Importan los lectores. No formó parte de ninguna institución que da cobijo o reconocimiento a los creadores, a ninguna academia y sólo fue premiado cuando se supo que tenía una enfermedad terminal.
Más que por su poética se le ha juzgado por su política.
Eugenia, la hija del poeta fue más contundente cuando platicamos hace unos días sobre ese mismo asunto: Efraín Huerta más que un poeta marginal ha sido, desde hace tiempo, un poeta marginado.
Pero si la tragedia, el amor, el erotismo y la política son unas constantes en la obra de Efraín Huerta hay que señalar que los destellos del humor aparecen a lo largo de su obra hasta concentrarse en los famosos poemínimos.
Recordaba el poeta Luis Cardoza y Aragón que cuando Efraín Huerta murió, el mejor homenaje se lo hizo un guerrillero salvadoreño: puso en su ataúd una rosa roja y una bala. Hoy que el mundo es otro, y recordamos el natalicio del poeta, el mejor homenaje que se le puede hacer es leerlo sin prejuicios ideológicos. Acercarnos a su poesía. Leerlo entre la flor y la bala como lo que es: un gran poeta.

¿El libro o internet?

21/Junio/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Los libros se convirtieron en coleccionismo. Muchos libros están agotados y solo reaparecen en librerías de viejo, más caros que nunca. 

Esas obras deberían reeditarse, y esas primeras ediciones circular en librerías de segunda para lectores sin dinero. Pero el Estado y las editoriales prefieren emitir novedades para evitar el peligro de la memoria. 

El fracaso de la industria bibliográfica es su éxito en conseguir que tanta novedad insulsa haya desvanecido el recuerdo de tantos libros importantes. 

Los libros más necesarios del pasado son objetos de colección para unos cuantos; los que debieran ser nuevos libros clásicos son hoy viejos libros escasos. 

Una puerta de escape son los pdfs. Conozco muchos coleccionistas de pdfs. Pero pocos leen en ese formato; a lo mucho se revisan unos segundos antes de ser sepultados en el disco duro, a menos que sea un docente que los envía a estudiantes que los medio abren. 

Los pdfs acostumbran a considerar al libro como un archivo electrónico más (solemne). Debido a Internet, al libro se le ve como obsoleto o nostálgico. 

Quienes lo coleccionan, sobre todo, son lectores sobrevivientes; para las nuevas generaciones, el libro es el e-book y no se le hojea, sino que se le hace una búsqueda o escrolea

Esto ocurrió porque a estas poblaciones no se les permitió tener suficientes y grandes libros.

Los e-books no son el futuro del libro sino su pasado. Son un residuo pantomímico del libro.

El libro de papel no desaparecerá. Será archivado, coleccionado, consultado. Será la evidencia física de que un promisorio proyecto fue interrumpido. 

Las xerox que ni grapa reciben, los e-books y los pdfs simulan continuar o actualizar la misión histórica del libro. Pero más bien son un sabotaje, que resulta casi imperceptible porque muchos creen que una nueva tecnología naturalmente guía a un mejor futuro. 

Pero a las nuevas tecnologías hay que educarlas, como a los humanos, porque si solo se les usa, se vuelven criminales. 

Justo cuando nos acercábamos a los muchos libros para muchas personas en muchos sitios, la sociedad impidió que el libro diera ese paso e hizo pasar al libro virtual como el siguiente escalón, cuando, en realidad, fue una zancadilla. 

Lectores hay muchos en Internet. Pero el lector de libros es otro tipo de lector, más inteligente y heterodoxo, porque la mayoría de los que hay en Internet es convencional y light. En Internet, aun un best seller resulta demasiado. 

El lector es un sobreviviente. Pero incluso muchos que leían libros, después de Internet han visto su hábito debilitado, en cantidad o calidad. 

Un desasosiego ya asoma. Hace veinte años Internet era lo nuevo, alterno y emocionante; hoy es lo rutinario, oficial y aplanado. 

Internet empujó la crisis del libro. ¿Será que ambos caducarán juntos?

La transmisión gozosa

21/Junio/2014
Laberinto
Armando González Torres

Paralelo al descubrimiento del gran poeta, recuerdo que incidentalmente comencé a leer la columna de libros de Efraín Huerta, la cual por su tono afable y divertido llamaba mi atención de temprano adolescente.  Leer es una forma extrema del goce intelectual. La columna “Libros y Antilibros” que por varios años mantuvo Efraín Huerta en el suplemento “El Gallo Ilustrado” del periódico El Día, muestra esta forma del goce. En efecto, los “Libros y Antilibros” de Huerta constituían una manera viva, jocosa, erudita y desenfada a la vez, de compartir una devoción: la lectura, y los diversos prodigios que la rodean. La columna tenía el modesto propósito de brindar noticias y anécdotas literarias, pero ofrecía mucho más: una muestra de la rica formación y del paladar omnívoro del lector Huerta; un testimonio del medio ambiente-intelectual de la época y una visión jubilosa del acto creativo y amistoso de la lectura. Cierto, el genuino amor a los libros no tiene nada que ver con la pomposidad académica o el ánimo de brindar certificados de aptitud y pertenencia a los autores. La biblioteca de Huerta no era la del bibliófilo que se concentra en el libro como objeto, ni la del académico que aspira a depurar un acervo canónico, sino la del lector voraz y abierto que llena sus libreros a la luz del azar, la varia afición y la amistad. 
El lector Huerta era un lector activo y festivo cuyas notas y recensiones resultaban tan divertidas como instructivas y cuyo estilo se permitía la reflexión, la evocación, el juego de palabras, la broma privada y el gracejo. Muchas columnas de Huerta constituían una chispeante tertulia en la que convocaba a sus más preciados volúmenes y amigos y en la que, al lado de las ideas y revelaciones, campeaba el desenfado y el buen humor. En la tertulia de Huerta no solo aparecían los nombres consagrados de su tiempo, sino esos otros animadores a menudo olvidados (libreros, editores, correctores, bohemios), que conforman el complejo ecosistema literario de una época. Así, al lado de los conocidos nombres de José Gorostiza, Xavier Villaurrutia o José Emilio Pacheco, también aparecían los José Herrera Petere, Octavio Barreda, Ricardo Cortés Tamayo, Salomón de la Selva, Demetrio Aguilera Malta, Rafael Gimenes Siles, Jacobo Glanz, Parménides García Saldaña o los aguerridos infrarrealistas. A través de este registro personal y bibliográfico es posible recuperar protagonistas olvidados, restituir atmósferas intelectuales, inferir filias y fobias y revivir el clina vibrante de los setenta. 
Otro rasgo de “Libros y Antilibros” era el sentido común: Huerta ejercía una crítica afable contra la petulancia, la simulación y la banalidad que suelen enquistarse en la República de las Letras. La columna de Huerta representa el aspecto más fecundo y fraternal de la mundanidad literaria, de esos círculos de amistades y afectos que se forman en torno a la página escrita. La forma en que el lector lee, el estilo con que transmite su gusto y su juicio hablan profundamente de su personalidad. En el caso de Huerta, denota a un lector abierto, cálido y efusivo, que a la hora de leer evade las jerarquías y los prejuicios e inicia una aventura en la que incursiona en las páginas ajenas con una generosidad que no excluye la exigencia y la inteligencia. Porque en este torrente gozoso de anécdotas, ocurrencias y juegos de palabras, subyace el afecto, pero también el ánimo crítico y la apuesta por el gusto. Cierto, el arte de leer se acompaña de un arte de escribir, porque la transmisión es una de las formas más altas y rigurosas de la camaradería.

miércoles, 18 de junio de 2014

La vida que nos viene de lo alto: Algaida, de Eduardo Lizalde

Verano/2014
Luvina
Fernando Fernández


a Gabriel Bernal Granados
El comentario de uno de los invitados al programa de radio que organicé en homenaje a Eduardo Lizalde podría hacer pensar que para mí, entre los poemas del autor de El tigre en la casa, no hay otro que haya dejado una huella tan profunda en la poesía mexicana como Algaida. Si no soy la persona idónea para hacer una afirmación de esa naturaleza, puedo en cambio decir que es uno de los que más me gustan. Entre otras razones, porque la expresión del poeta me parece acaso más refinada y conseguida que nunca y sobre todo porque sus temas son algunos de mis preferidos: el jardín, la infancia, el cielo estrellado, el mar, la ciudad perdida. Hay algo más: tengo cierta relación con la historia de sus ediciones, uno de esos vínculos ajenos a la naturaleza de las obras de arte que se han cruzado en nuestro camino que no hacen sino profundizar el apego que sentimos por ellas. En 2007, cuando era director general de Publicaciones de Conaculta, quise hacer que Algaida, que había aparecido tres años antes en una inconseguible edición de lujo, volviera a editarse, esta vez con un tiraje mayor y a un precio más accesible. No fue fácil: como Lizalde era director de la Biblioteca de México, los responsables de la auditoría interna exigieron un trámite para que nadie pudiera ver con suspicacia que Conaculta dedicara algunos recursos a hacer un libro de uno de sus funcionarios. No importaba que ya desde hacía largos años estuviera unánimemente considerado como uno de nuestros máximos poetas e incluso fuera Creador Emérito del Sistema Nacional de Creadores de Arte, institución dependiente del propio Conaculta, desde 1994. Después de algunas justificaciones formalizadas por escrito, conseguí la autorización para editar el libro. Por los días en que eso sucedía hubo un cambio administrativo y me fue solicitada la renuncia. Al menos en ese aspecto, me quedé tranquilo: lo más difícil se había conseguido y el poema empezaría a divulgarse como se merece.
     No tardé en sufrir una decepción, y no sólo por las características que los nuevos encargados de la Dirección de Publicaciones le dieron a la colección Práctica Mortal, probablemente más desafortunadas que las que mantuvo durante los años previos, sino porque el poema apareció con un serio defecto: la cornisa en versalitas que supongo que llevaron las galeras mientras fueron trabajadas, y que decía «algaida» seguida de un número arábigo, nunca fue suprimida, y de esa forma llegó a la imprenta, aun cuando interrumpe el despliegue del texto incluso en los lugares en los que no hay punto, entorpeciendo imperdonablemente su lectura. De esa manera, el gran poema sigue sin una edición accesible que circule de acuerdo a su calidad y su importancia.
     A lo largo de varias lecturas cuidadosas he ido haciendo algunas anotaciones y este artículo no pretende sino poner orden en ellas. Según explica el diccionario, la palabra algaida, que viene del árabe hispánico alḡáyḍa, y ésta del árabe clásico ḡayḍah, significa «terreno arenoso a la orilla del mar». Ya desde la primera estrofa el poeta anuncia que hablará de las grandes modificaciones que el tiempo opera en nosotros, tales y de tal magnitud que al final de nuestra vida podemos decir que somos otros. Esta frase, que solemos usar de manera metafórica, cobra un significado más profundo cuando consideramos lo que opina la ciencia: cómo de tanto en tanto se renuevan todas y cada una de nuestras células, con el paso del tiempo somos otros literalmente. Es así como me gusta interpretar los versos que siguen, que son de la primera página del poema; nótese cómo la segunda estrofa proyecta la imagen de los sucesivos hombres que hemos sido, uno a uno, enfilados y muertos, convertidos en una cordillera de dunas y médanos:
Me arrastra, algaida, fijo hacia el poniente,
grano a grano, corpúsculo a corpúsculo [...]
para reconstruirme en otro punto, edad y hora
y en un orden sólo en apariencia idéntico.
A nuestra espalda el rastro, la enana cordillera
de los borrosos médanos que fuimos,
amarillosos y petrificados, dunas muertas
del brumoso, del remoto o del reciente existir (p. 11).
Los dos epígrafes que siguen a la dedicatoria («a Hilda, mi ángel», en alemán) ya habían adelantado su temática y en cierta medida también su tratamiento específico. El primero reproduce las palabras iniciales de las Metamorfosis de Ovidio, «In noua fert animus mutatas dicere formas corpora» («El ánimo mueve a decir las formas mudadas a nuevos cuerpos», en traducción de Bonifaz Nuño). El segundo es el último verso del Infierno de Dante («e quindi uscimmo a riveder le stelle»), lo que nos hace pensar que el poema será por lo menos en algún sentido un descenso, y que al volver a la superficie nos esperará la visión de las estrellas en el cielo todavía nocturno, tal como dice la famosa línea del florentino.
     Si bien el poema no está dividido en capítulos o cantos ni presenta marcas gráficas de separación —o no, al menos, decididas por el poeta—, sus partes se suceden de manera orgánica y el blanco que se produce entre ellas puntúa sus «episodios» (aunque el defecto de la segunda edición nos impida darnos cuenta de ello). Texto ricamente descriptivo, Algaida es una inmersión del intelecto y la imaginación por los territorios del pasado, en el que todo resplandece con luz particularmente poderosa. El mundo ha sido desprendido de sus explicaciones —mitológicas, religiosas, históricas— y rueda sin rumbo por la gran bóveda celeste. En el centro de la experiencia humana está el jardín, el eje originario en el que el hombre ha sido puesto por un designio ajeno a su voluntad y en donde su soledad cósmica se consuela con lo que los sentidos recogen de la naturaleza, del que el propio jardín es una suerte de esplendoroso microcosmos. De «tía» suya, como la trata Rimbaud y recuerda Lizalde en el epígrafe que antecede a la primera estrofa («Ô Nature, ô ma tante!»), pasa a «¡Naturaleza amiga, tía carnal de mi prole!» (p. 20). Más adelante, «la madre Natura» se transforma, siempre en expresión irónica, en «sólo tal vez tía política nuestra» (p. 26), eso sí, «riente y jubilosa». Lo que es seguro es que es «hembra», como dice el poeta en esa misma página, de la misma forma en que la «íntegra creación es femenina» y también lo son la palabra alemana para «mundo» y las estrellas. Aunque el poema elogia la naturaleza y celebra el lugar que tiene el hombre en su seno, las menciones directas que se hacen de ella, como se ve, están teñidas de distancia intelectual; todo lo contrario ocurre con sus manifestaciones, como si la idea de la naturaleza estuviera en crisis pero no su sustancia, o no al menos la experiencia que de ella tiene el hombre. Así lo concibe éste en el instante en que está en el mundo: el sabor del membrillo será siempre el sabor del membrillo, al igual que una manzana será siempre una manzana y Aldebarán la misma estrella.
     Todo el que se acerque a Algaida se dará cuenta de la enorme profusión de adjetivos que lo caracterizan. La explicación está, me parece a mí, en que el poema intenta fijar con la máxima precisión posible aquello que informan la inteligencia y los sentidos, lo que exige que el poeta añada a sus definiciones de las cosas el mayor cúmulo posible de sensaciones e ideas. La «cordillera de médanos» sobre la que escribe obliga a quien rememora a ser exacto, explícito, lo más expresivo que pueda, y en un poeta arriesgado en el uso de la lengua —como siempre ha sido Lizalde— los adjetivos son un elemento apropiado para intentarlo. Dan ganas de pensar que esos adjetivos son los atributos con los que el hombre va dotando a las cosas en un intento por sobrepujar a la divinidad —una divinidad inexistente a la que es necesario suplir— a lo largo de un prolongado arrebato de felicidad creativa. Esa preeminencia del adjetivo sobre el sustantivo —es decir, del color por encima de la línea, si puedo decirlo así— hace pensar en los pintores venecianos del siglo xvi (Bellini, Giorgione) que descubrieron las posibilidades de trabajar con los colores directamente como parte del proceso creativo, en vez de hacerlo con las líneas. De esa manera, Lizalde no se conforma con dar una pincelada aquí y otra allá sobre los objetos que nombra, sino que con frecuencia los califica de dos y hasta de tres maneras sucesivas. Veamos un par de ejemplos. Cuando pinta por vez primera el huerto, lo hace así (los subrayados son míos):
... los aviesos membrillos acidosos,
la bíblicas manzanas gongorinas de hipócrita arrebol
y los advenedizos pálidos perones
—de genética estirpe bastarda y jardinera,
humana y puritana— de anémica epidermis,
la prestigiosa higuera legendaria
de Rómulo el divino primer rey,
de blanca sangre y gran follaje mendicante y palmario(p. 12).
Véase este otro ejemplo, sin duda uno de los momentos más hermosos del poema. En él los adjetivos vuelven a ser muchos, sin que nos parezcan excesivos, y cada uno de ellos abona a la precisión de las imágenes:
Pero todo era gloria en la inmortal infancia:
la luz floreaba junto a los rosales
y daba extraños frutos que escaldaban la lengua
como los del rojo umbrátil ciruelo japonés,
que sólo producía cada seis meses dos frutillas amargas,
para probar a sus feraces y ubérrimos vecinos
que no era estéril, sino morigerado y elegante como un bonzo (p. 24).
Y así con todo —o casi todo—, flores y frutos, particularmente: el limón, el bambú, las campánulas, el alhelí, el nardo, el sándalo, la mandarina, el ciprés, la rosaleda, la buganvilia, la encina, la siempreviva... Cuando se refiere a la estrella Aldebarán, fascinado por la hermosura de su nombre —de origen árabe, igual que Algaida—, Lizalde no puede sino repetir la palabra hasta tres veces en el mismo verso. Después de afirmar que «la seguidora, la diosa, la pastora gigantesca», como se refiere a ella, es «cincuenta veces nuestro enano astro rey», escribe que brilla rodeada de «su turbulento / rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes» (p. 21). ¡Qué hermosa línea! «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». La dicción del verso produce en nosotros la sensación del fulgor de las estrellas que rodean al potente astro y al mismo tiempo la delicada vacilación con que el velo de la atmósfera las ofrece al ojo humano: «Rebaño de fogosas cefeidas parpadeantes». (Yo mismo caigo en el encanto al que invita Lizalde y me veo repitiendo el verso hasta tres y cuatro veces seguidas).
     Muy al gusto de cierta poesía moderna, como la de Eliot, que se caracteriza, como es sabidísimo, por su asimilación de materiales extraños, frecuentemente aparecen en Algaida referencias que descubren el grandioso entramado con que ha sido levantada su fábrica. El ejemplo más obvio es la serie de expresiones que están en otras lenguas porque carecen de traducción o correlato efectivo o prestigioso en español, y que ni siquiera aparecen distinguidas con la letra cursiva: performance y high fidelity (p. 16), alcuna licenza (p. 17), voyeur (26), mise en scène (27). Sin embargo, son más importantes las muchas citas y alusiones de procedencia diversa; mencionadas por sus nombres encontramos alusiones a «el de Tierra Yerma» —Eliot, por supuesto, aunque la cita no provenga de The Waste Land sino de «Cuatro cuartetos»— (p. 14), Ortega y Gasset, de quien se cita el comentario de que no hay una criatura más seria que la vaca (p. 19), Juan Ramón [Jiménez] (p. 25), Pedro [Salinas] (p. 27), don Miguel [de Unamuno] (p. 31). También hay alusiones al «cordobés», que debe de ser Góngora (p. 20), Ungaretti —el de los célebres versos m’illumino / d’immenso (p. 21)—; a Verne y Salgari, Lugones y Herrera y Reissig (p. 22), y hasta al sentencioso soneto que empieza diciendo «Menos solicitó veloz saeta», aquel que en la célebre opinión de Borges es de Quevedo... pero lo escribió Góngora, y que Lizalde parafrasea con el verso «el tiempo que gastando está los años» (p. 33). Y además de todas las citas y referencias anteriores, por supuesto, las que yo no pesco. (En su reseña del poema, Evodio Escalante dice que hay una alusión a Lorca, que yo no he encontrado).
     Si el tema principal de Algaida es el cambio, al que una y otra vez vuelve el poeta mirando hacia la cordillera muerta de los hombres que ha sido, hay un pasaje en que imagina expresamente una de esas transformaciones y que me gusta interpretar, aun cuando está resuelto en clave infantil —o acaso por esa razón—, como un ejemplo evidente de la manera en la que procede el proteico universo: me refiero a la gran metamorfosis que hace que unos «pobres ajolotes» se conviertan en «ranas saltarinas de un haikai», pasen a ser «iguanas y a veces salamandras de azulado topacio» para convertirse en «dragones de setenta prediluvianas toneladas» y por último en «dioses, astros, galaxias» (p. 18).
     Uno de los versos que más me gustan se refiere a la pobreza extrema, a la que se alude en una larga oración sin sustantivo, o, quizás mejor dicho, en la que la tarea sustantiva ha sido encomendada a tres frases que aparecen en forma de aposición: primero «hiena habitual», luego «miseria deplorable» y por último «llameante llaga locamente folklórica». Gracias a que las frases hacen las veces del sustantivo, el elemento que pretenden especificar, la pobreza extrema, se da por sabido —nuevo argumento en favor de que en Algaida la intención calificativa es más poderosa que la meramente nominativa. El poeta se refiere a esa condición de los pueblos sin pan ni agua, recrudecida por el estúpido crecimiento de la ciudad, que hace que la de México —que es la que aparece en el poema— resulte un infernal conjunto de ciudades perdidas. Me interesa fijarme en la última de las tres frases: «llameante llaga locamente folklórica» (p. 18).
Se trata de un verso que primero me turbó, por el uso, que de buenas a primeras me pareció un tanto frívolo, del término folklórica, quizás porque sin tener en principio una connotación negativa está utilizado para subrayar un momento de obligada oscuridad. Sin embargo, después de pensarlo bien acabó por ganarme al grado de que una mañana me desperté con él dándome vueltas en la cabeza, atrapado por su poder expresivo: «llameante llaga locamente folklórica». Veo en él la llaga ardiendo, inflamada, quemante, exacerbada por el sonido de las dobles eles y el vibrar de las vocales (la a, la e, la o); al mismo tiempo, su significado se me aparece tamizado o, acaso mejor dicho, momentáneamente todavía en suspenso, por la inclusión del término folklórica, una voz que me resulta inusitada en ese contexto. Después de cierta vacilación en mi gusto, el extraño contraste que consigue al lado de «llameante llaga» como definición de la miseria acabó transportándome a espacios de verdadera sugerencia. También es cierto que hacía mucho que el devaluado adverbio locamente no me producía ninguna emoción, lo que vino a recordarme que una de las labores de la poesía consiste en dar vida nueva a las palabras y las expresiones a las que el desgaste ha dejado sin valor. Por otro lado, la poesía tiene la virtud de contagiar a algunas palabras a las que uno se enfrenta por vez primera, por extrañas que sean, un cierto grado de familiaridad, como yo diría que hace Lizalde, por ejemplo, con el verbo dragonear. Las principales acepciones que ofrece el diccionario («ejercer un cargo sin tener título para ello» y «hacer alarde, presumir de algo») aclaran y dan belleza a estos versos —se me perdonará que no me resista a subrayar de nuevo los adjetivos, hasta seis en sólo tres versos:
el alhelí silvestre y blanco, de muy rústico aroma,
que la dragoneaba de altanero lirio
entre las cetrinas y toscas espadañas (pp. 12-13).
El añadido la, en «la dragoneaba», como diciendo «se las daba de» (el alhelí se las daba de lirio altanero), añade felizmente a la expresión un tono coloquial que dudo que haya tenido ese verbo, que más bien tengo como de uso culto, y que da como resultado un efecto cercano y espontáneo que de nuevo me resulta muy sugerente.
     La pérdida del jardín está relacionada con el final de la infancia y la decadencia de la ciudad, y a ello se refiere el descenso al infierno a que alude uno de los epígrafes del poema. El regreso al barrio en la edad adulta aparece marcado por la falta del agua que animaba toda forma en el espacio edénico, y que caracteriza ahora al género de miseria al que se refiere Lizalde. Las imágenes de que se sirve el poeta insisten en mayor o menor medida en esa suerte de gigantesca sequía (nuevamente la duna, el médano, por más que sea limítrofe del mar...), infierno que acaba por marcarlo todo: el barrio es una «lúgubre y terrosa paramera / de casas y tendajones», el día se arrastra «por las calles polvosas» y la villa es una «desdentada gran mandíbula / de figones, tugurios, cavernas de carbón / que muerden al pasar como gaviotas / hambrientas y asesinas, absurdamente desterradas de la costa lejana». Más abajo se habla de los «arrabaleros terregales sin leyenda ni historia», para rematar con la alusión al soneto de Góngora-Quevedo, en el que «cala y corta el tiempo que gastando está los años, / los muros, las aceras, las almas de los troncos / que el viento desarbola todos los febreros / sobre las aguas del antiguo río, / hoy sepultado arroyo bajo asfalto y fierro» (pp. 33-34).
     El momento conclusivo del poema, creo percibir, está unas páginas atrás, cuando Lizalde escribe que «vivimos de lo alto» (p. 21) y nuestras vidas penden de las incontables estrellas. Ocurre unas líneas antes de la estampa que nos deja ver al niño subiéndose a un eucalipto para admirar el cielo nocturno: «pendemos, títeres, de los astros innúmeros / bajo la insondable y depresiva plenitud / de la fáustica comba tutelar». Al final del recorrido, la estrella que asoma en el cielo todavía nocturno hace ver al poeta que, si todo está perdido, algo hay allá arriba que nos nutre y da vida, ese universo a solas cuyas representaciones terrestres desciframos mientras estamos de paso en el mundo, y que a nuestra muerte seguirá supremo, incomprendido y magno sin nosotros:
La Creación a la vista, maestra y ensordecedora obra de nadie,
portento sin gestor, en los matraces
de la perfecta nada concebido (p. 24).
El trazo arquitectónico, la hermosura del glosario y el aliento característicos de Algaida hacen del poema una mezcla que no me parece exagerado llamar perfecta. De la elegancia de su expresión y su belleza he ofrecido algunos ejemplos; he aquí uno de su exquisitez: el episodio marítimo («el mar, rudo operario, / el mar de urgencias masculinas», p. 27), una suerte de intermezzo al que se llega a través de la alusión a los recuerdos infantiles, acaba con un trazo de finísimo pincel. La pincelada es más sutil porque tiene una función de contraste con el carácter del episodio al que sirve de remate: Lizalde dice que el mar, que descarga un poder terrible durante el día (cada una de las imágenes que recrean ese poderío es muy atinada, como aquella que dice que el mar «rompe el corazón enamorado de las rocas»), por las noches en cambio «escribe ya sus tankas de altamar y sus poemas orientales», y arma esta deliciosa imagen en la cual, sin decirlo expresamente, digamos que apenas sugiriéndolo, un par de barcas que flotan junto a la playa aparecen convertidas en un par de sandalias:
Dos barcas a la orilla:
se ha descalzado el mar
para pisar, desnudo el pie, la arena (p. 29).
El tiempo que ha pasado, que en su tránsito nos ha llevado del oriente al poniente de nuestra existencia, nos deja convertidos en esa pequeña cordillera hecha de los sucesivos hombres que hemos sido, cáscara vecina de una indolencia que no puede describirse si no es en comparación con el inmenso mar: ¿el todo? ¿La nada? ¿El vacío que han dejado la religión y la historia? ¿La inutilidad de la filosofía y la política? ¿La muerte, que todo lo circunda, invade y anticipa? Algo no ignoro: poema escrito a las puertas de la vejez, hecho al mismo tiempo de juventudes agolpadas, revividas en tropel contra la página blanca, Algaida es un reclamo a favor de la única realidad asequible, la de los propios sentidos en diálogo con un universo sin respuestas, elaborado con una sensibilidad extraordinaria y un portentoso bagaje lingüístico.
     En la lógica de sus metamorfosis, me gusta pensar que el título del poema, una vez que nos familiarizamos con su uso, vive su propia mutación: ya no es sólo una palabra, nueva para la mayoría de nosotros, sino una suerte de organismo que termina sufriendo una de las transformaciones ovidianas: de ser el nombre de un médano ubicado al lado del mar, termina por aparecérseme como el nombre de una de las luces nocturnas parpadeantes, como Aldebarán y Algol, por mencionar dos que asoman en el poema. Entre ellas podría estar Algaida, con el magnífico esplendor de una y la cualidad cambiante de la otra. Al salir de su peculiar inferno —inolvidablemente enunciado como «báratro mexica»—, vemos, tal como exige la imagen dantesca, un astro que brilla en el cielo nocturno: es una estrella y se llama Algaida.

Las referencias son a la edición de Conaculta, por ser la que se consigue con más facilidad: Algaida, de Eduardo Lizalde. Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, colección Práctica Mortal, México, 2009.
En ambas ediciones de Algaida, el verso de Dante tiene una errata y dice «la stelle».
Tal es el género de la evocación pasada por la reflexión de toda una vida, que los recuerdos sufren un cambio que se representa en el nivel de la lengua, lo que se percibe no sólo en el uso de los adjetivos. Nótese, por ejemplo, cómo Lizalde escribe que el océano azota «sin clemencia» no las playas sino los «amarillosos tumultuosos recuerdos del mar de Veracruz» y otros rincones del Golfo (p. 27).

¿Águila o sol?

Primavera/2014
Luvina
Adolfo Castañon

Es curioso que el libro de poemas en prosa ¿Águila o sol? (1951) de Octavio Paz haya tenido que esperar cincuenta y dos años —cifra del ciclo solar azteca— para ser publicado en forma singular, vertido al italiano por el poeta Stefanno Strazzabosco en una traducción limpia y compacta como una piedra lavada por el río del tiempo. ¿Águila o sol? ocupa un lugar clave en la biografía literaria de Octavio Paz. Este libro llegó a las manos de Alfonso Reyes a través de Rufino Tamayo, quien desde Nueva York lo envió por correo a México. En la carta que le manda Octavio Paz a Alfonso Reyes —recogida en el epistolario preparado por Anthony Stanton para el Fondo de Cultura Económica— se lee: «le envío el manuscrito de ¿Águila o sol? Como usted verá al leerlo, se trata de un “volado” en el que se apuestan muchas cosas. Ojalá que usted no lo encuentre indigno de mis manuscritos anteriores. Ojalá también que Tezontle pueda publicar este librillo. Si se tropieza con dificultades económicas, le ruego que me lo diga. Acaso por un sistema de “suscripciones” o a través de otros artificios puedan obviarse los obstáculos financieros. Me doy cuenta perfectamente de que se trata de un libro de venta difícil».
     El libro iría acompañado de cuatro ilustraciones de Tamayo. La respuesta de Alfonso Reyes —23 de febrero de 1951— no se hizo esperar ni su entusiasmo dejó de tocar las inevitables cuestiones prácticas: «Con su carta de enero me llegó ¿Águila o sol? Muy bienvenida. Ya procedemos a “Tezontlear”, y ya le diré qué arreglo económico le propongo, pues en esta casa de la Cenicienta andamos como de costumbre». El libro finalmente se publicaría hacia fines de ese año, «sería un “Tezontle chico”» que vendría a costar unos dos mil pesos, de los cuales Octavio Paz abonaría mil. La edición venía cuidada por Alí Chumacero y el tipógrafo malagueño Julián Calvo.
Publicado en 1951, ¿Águila o sol? es una de las encrucijadas que orientan hacia su plenitud la obra de Octavio Paz. El breve libro está escrito en medio de esos años milagrosos, entre 1949 y 1950, en que se suceden y agolpan bajo la pluma de Octavio Paz El laberinto de la soledad (1949), los primeros papeles de El arco y la lira y el primer ensayo sobre Rufino Tamayo, para culminar en 1957 con Piedra de sol y La estación violenta. Son años de intensa búsqueda y exploración fecunda.
     Cabe decir que de los cincuenta poemas que incluye la primera edición de 1951, aquí sólo se traducen los veintitrés que pertenecen a la sección titulada «¿Águila o sol?» y se excluyen las secciones «Trabajos del poeta» y «Arenas movedizas».
     Antes de ser título de un libro de poemas en prosa, «¿Águila o sol?» es una pregunta que los niños y adultos se lanzan en México con expresión retadora cuando dejan una decisión a la suerte resuelta por una moneda lanzada al aire, por un volado. ¿Águila o sol? es la pregunta ritual del volado a cuyo alburero resultado todos los mexicanos nos rendimos. Por eso el libro de Octavio Paz que trae este nombre tiene algo de premonición, de apuesta, reto y desafío. «Se trata de un volado», como dice el mismo Octavio Paz a Reyes, es decir, para rascar los sentidos de la voz mexicana: de un juego y de una jugada fuera de la norma. Recuérdese que ¿Águila o sol? es el primer libro del poeta Octavio Paz donde éste practica el poema en prosa.
     ¿Águila o sol? Convoca, en el tiempo mexicano, la sombra del azar, el albur del juego, el juego de palabras. Quizá por eso habría que leer este libro como un libro augural —como un calendario, como por lo demás han comprendido perfectamente los editores italianos—, como cartas de una lotería o de un tarot cuyo ganador sería el que reparte las cartas, el que las anuncia y las dice, el conductor del juego, el poeta-lector que echa el volado y pregunta: ¿Águila o sol?
     En la pregunta del volado «¿Águila o sol?» está presente la dualidad de los dos signos míticos de la identidad mexicana: el águila que simboliza la ciudad de los hombres y de la política, el águila que simboliza al político, como bien sabía Paz: «De un hombre que ve de lejos a sus víctimas y las sorprende desde los aires, rápido, para el ataque y para la huida, verdadera ave de rapiña, se dice que “es muy águila”», «águila silenciosa y voraz, agudo pico, garras terribles y alas poderosas» («Política de altura», en Obras completas, tomo xiii, p. 394).
     El sol, por su parte, es el símbolo mismo de la vida, pero también el padre de la sequía, el ojo sin párpados de lo sagrado que acecha, el símbolo de Huitzilopochtli y el ojo inmóvil de Lautréamont.
     La pregunta que apuesta por un destino todavía no decidido —el poeta tiene treinta y cinco años— le señala una disyuntiva desde nuestra lectura: ¿elegirá la ciudad de los hombres, iniciará desde el poema en prosa el camino de la narrativa (recuérdese que a la hora de escribir ese manuscrito Octavio Paz está muy cerca de Juan José Arreola), o bien escogerá buscar las ciudades sagradas de lo solar e iniciará una heliomaquia? O bien el poeta haría de la convivencia fecunda de estos dos polos —águila y sol— un método para vivir la vivacidad a través de la escritura y la contemplación. De ahí que el autor sea consciente una y otra vez de que «el tiempo se abre en dos» y de que es «hora del salto mortal», hora de lanzarse a sí mismo al aire del azar como una moneda viva y ver de qué lado se cae. Todo está en manos del azar pero toda excepción tiene una regla y cualquiera que haya echado volados una y otra vez sabe que a veces la moneda no da ni cara ni cruz ni águila ni sol, sino que se queda erguida de canto, imantada como por una vida propia, de pie como el poema que ha cortado el cordón umbilical con su autor y va solo en busca de sus lectores. Por eso ¿Águila o sol? cuenta en filigrana una historia, intenta responder a una pregunta que a su manera cada uno de los textos plantea: ¿cuál es el lugar del canto? ¿Cuál es el sitio desde donde debe escribir el poeta moderno? La búsqueda del lugar del canto, del punto de partida desde donde sería posible la palabra es el hilo conductor de este libro que concluye buscando «salidas», «puntos de partida», líneas para llevar «hacia el poema». Ese lugar del canto se sitúa evidentemente en un altiplano mental, en un desierto o arena.
     El hecho de que la primera sección de ¿Águila o sol? se llame «Trabajos del poeta» y antes se haya llamado «Trabajos forzados» debe llamar la atención. Los «trabajos forzados» son los que realizan los presidiarios, y esa expresión, ahí, sugiere que el joven poeta de treinta y cinco años que escribe esas páginas tiene, ya desde entonces, conciencia de ser un presidiario: más todavía, un cautivo de por vida en el castillo de la poesía y la literatura.
     El motivo del poeta como prisionero no ha sido ajeno a la poesía moderna. Ahí está el libro de Jules Supervielle, Le forçat innocent (El presidiario inocente), que seguramente Paz no ignoraba, como tampoco ignoraba las imágenes carcelarias de Arthur Rimbaud o de Lautréamont. Sin embargo, el compromiso de Paz con la imaginación de la pérdida o privación de la libertad como una metáfora adecuada para interrogar su propia vocación poética va mucho más allá, como muestra el afortunado título que abarcará toda la producción poética de su primera época: Libertad bajo palabra. Al que está prisionero de por vida por su propia vocación, la única «salida» que le es dable imaginar es la de una «libertad condicional», la de una «libertad bajo palabra» de la cual se hará merecedor si cumple puntualmente los «trabajos forzados», los «trabajos del poeta» que le han sido encomendados. El primero de esos «trabajos» pone al lector ante un paisaje alucinante, demencial. Estamos ante una de esas escenas abigarradas donde proliferan y pululan las criaturas monstruosas: «Tedevoro y Tevomito, Tli, Mundoinmundo, Carnaza, Carroña y Escarnio», como las que caracterizan la pintura flamenca del Bosco o de Brueghel el Viejo. También podríamos estar ante uno de esos paisajes medievales donde se exponen simultáneamente Las tentaciones de San Antonio en el desierto. De hecho, cuando en la breve introducción de ¿Águila o sol? Octavio Paz dice: «Hoy lucho a solas con una palabra», está señalando el carácter de ese combate singular y solitario que debe emprender quien decide luchar con el demonio (el demonio de las palabras) para intentar romper el hechizo de sus inclinaciones y declinaciones. El resto de los «trabajos del poeta» está marcado por la idea de la purificación, pues ese combate íntimo es ante todo una lucha con y contra la suciedad y la cobardía del lenguaje público y privado.
     Cada uno de los veintrés textos (veintidós más la introducción) que comprende este libro se erige como retablo, como misterio en el camino doloroso y jubiloso de esta vocación apasionada que se pregunta a cada instante ¿águila o sol, cuál es el lugar del canto? Libro de salidas fuera de la «pirámide de lágrimas», fuera del Laberinto de la soledad, ¿Águila o sol? es, como se ha dicho, el libro donde más clara es la filiación, la afinación surrealista de Octavio Paz. No en balde está fraguado como una serie de poemas en prosa. Pero ¿Águila o sol? es un libro, como bien ha sabido señalar Guillermo Sucre, desde donde arranca esa «nueva exploración del lenguaje que la literatura hispanoamericana —y no sólo la poesía— ha venido explorando desde los años sesenta». La clave tensa de esa exploración está en la combinación y fusión, de un lado, de la fuerza sensible, sensitiva y contemplativa, y del otro en la dolorosa y gozosa intensidad con que el poeta deja estallar en su interior la confianza en el lenguaje. Es un libro de monólogos dramáticos donde el «yo elocuente» es un yo inestable, itinerante, nómada, pues tan pronto le da voz al poeta adolescente que se autorretrata como se la presta a la Diosa dolorosa que se autoconsagra en «Mariposa de obsidiana» (implícitamente dedicado a Tonantzin-Virgen de Guadalupe), uno de los poemas «salidas» donde mejor se transparenta la condición profética del poeta que ha sabido asumir la figura del mitógrafo y vivir como propios los mitos y arquetipos nacionales. Paz sabe bien lo que dice, lo que lo dice, el aliento que lo habla y lo hace digno de sus sueños, merecedor de su lenguaje. Esta autoconciencia es la que recorre este breve libro augural que —así lo demuestra la traducción al italiano—, lejos de haber envejecido, brilla hoy como una moneda recién acuñada.
     La edición original llevaba en la portada un dibujo de Rufino Tamayo donde se veía una mano echando al aire un volado, una moneda que en su trayectoria espiral iba preguntando ¿Águila o sol? Cabe subrayar que el título del libro lanza una pregunta, y la deja suspendida en el aire: ¿Águila o sol?
     Además, al artista oaxaqueño está dedicado el poema en prosa titulado «Ser natural. Homenaje a Rufino Tamayo». Hay que recordar que, por esos años —precisamente en noviembre de 1950—, Tamayo expuso por primera vez en París y Octavio Paz escribió el ensayo de presentación que acompañaba dicha exposición. En ese ensayo habla Paz de la «ferocidad» y la «rabia lúcida» que llevan a Tamayo a pintar el «reverso de la medalla, el rostro nocturno de la sociedad contemporánea»: «La pared ruinosa del suburbio, la pared orinada por los perros y los borrachos, sobre la que los niños escriben palabrotas. El muro de la cárcel, el muro del hogar, el muro del dinero, el muro del poder». Paz concluye que sobre ese muro Tamayo ha pintado «algunos de sus cuadros más terribles». Cabría añadir que también contra ese muro —el muro de la historia— está escrito este libro de poemas en prosa; con él se afirma la conciencia crítica del poeta que ya está consciente de que el lenguaje no está dado: «Ayer, investido de plenos poderes, escribía con fluidez sobre cualquier hoja disponible, un trozo de cielo, un muro (impávido ante el sol y mis ojos), un prado, otro cuerpo».
     Por último, unas palabras sobre el diseño del libro y sobre los dibujos de Juan Soriano. En la edición traducida al italiano, cada poema está señalado por una página falsa, pero el tipógrafo ha tenido el cuidado de imprimir en cada una de esas páginas falsas en una columna vertical la serie de los veintidós números romanos de que consta la obra y el título del poema respectivo junto al número romano. Este concepto tipográfico presta al libro una cierta apariencia de reloj o de calendario, además de manifestar en cada momento la «hora» que da cada texto, el lugar que en el conjunto del libro ocupa cada poema.
     Sobre los dibujos de Juan Soriano cabe decir que manifiestan con soberana sencillez y elegancia un diálogo, tanto con los poemas en prosa de Octavio Paz como con la pintura de Rufino Tamayo. Es como si Soriano hubiese ido a la raíz que en el subsuelo imaginario comunicó por un momento a Rufino Tamayo y a Octavio Paz.

  Octavio Paz a Alfonso Reyes, 29 de enero de 1951, p. 137.

Siete tesis para recordar a Octavio Paz

Primavera/2014
Luvina
Enrico Mario Santí 

i
El 31 de marzo de este año Octavio Paz habría cumplido un siglo de vida. Un poeta laureado con el Premio Nobel que también escribió sobre historia y desafió por igual a estados y gobiernos. Un intelectual entregado a la causa de la libertad y, en particular, la libertad de pensar y crear. Un hombre que cantó al amor, al tiempo que analizó la soledad: la del mundo actual y también la suya propia.
     Pero en realidad es imposible resumir la carrera de Octavio Paz. Sus Obras completas abarcarán más de catorce tomos, cada uno de los cuales, en promedio, consta de quinientas páginas, con temas que van de la poética y la teoría literaria a la antropología y la crítica de las artes plásticas. Igualmente difícil sería encontrar una vida paralela a la suya. Como Reyes, su paisano, o Borges, su contemporáneo, fue un humanista, un poeta y un ensayista de amplios alcances. Pero el repertorio de la obra de Paz excede los límites de Reyes y Borges, quienes no incursionaron ni en la crítica de las artes visuales ni en debates sobre política e historia. Valéry y Eliot, por tomar dos casos más o menos semejantes de medio siglo, fueron sobre todo poetas y ensayistas, pero escribieron relativamente poca crítica de la cultura. Tanto Unamuno como Ortega y Gasset, dos ejemplos preclaros del dominio hispánico, produjeron obras en grandes cantidades, que toman sus temas de una amplia gama de la filosofía. Pero ni uno ni otro mostraron una sensibilidad semejante hacia las artes visuales, la cual perdura como una de las mayores contribuciones de Paz. Ninguno de los dos españoles tampoco reflexionó sobre el Oriente, nuestro gran Otro, a la manera creativa y perseverante de Paz; como tampoco lo hizo, por cierto, Neruda, el único poeta latinoamericano de importancia al que Paz se puede comparar, quien pasó temporadas en Oriente, aunque a disgusto.
     Pocos han sostenido el poder convocatorio, en el preciso sentido de «llamar a su lado», comparable al de Octavio Paz. Fundó, a lo largo de su vida, por lo menos seis revistas. En ellas escribió sobre todos a quienes consideró dignos de promoción, realizando así las carreras no sólo de poetas y escritores, sino también de pintores, críticos literarios, filósofos y personajes de la cultura. Su influencia va más allá del mundo hispánico, y llega hasta casi todos los países de Europa y algunos de Asia. Esa influencia se debe, en gran medida, a la variedad de temas presentes en su obra, rasgo inusual que permite a todo lector identificarse con la voz que escribe. El vocero mundial de la hoy tan cacareada «cultura global» fue, precisamente, Octavio Paz. En su obra convergen culturas, tiempos, espacios, idiomas y tradiciones. Dijo Borges alguna vez sobre Quevedo, el mayor poeta de España, que había escrito tanto que, más que un escritor, era una literatura. No menos puede decirse de Octavio Paz.
ii
Cómo fue que Octavio Paz se convirtió en esta clase de escritor puede explicarse, en parte, por sus circunstancias históricas. Estuvo presente, como se sabe, en los principales acontecimientos de este siglo: de la Revolución mexicana, en medio de la cual nació, a la Guerra Civil española, en la que participó. Del París y el Tokio de la posguerra, donde vivió como diplomático, a los hechos sangrientos de 1968, tras los cuales renunció a su cargo de embajador, en señal de protesta; de la Guerra Fría a la caída del Muro de Berlín, asuntos sobre los cuales escribió en cantidad. Pero a pesar de haber presenciado todos estos eventos históricos y políticos, la obra de este escritor mexicano se distinguió sobre todo por privilegiar a la poesía. No exagero al decir que toda su obra constituye una extensa y poderosa defensa de la poesía. Contadas veces a lo largo de la historia intelectual de Occidente, y sólo una o dos en lengua española, un escritor ha concedido a la poesía semejante importancia, rebasando así los estrechos límites de lo que llamamos las Bellas Artes. Llegó a hacer de la poesía el cimiento de la cultura, y defendió su prioridad en relación con otros discursos o modos de conocimiento, incluso del instinto religioso. Porque según Paz, la experiencia de la Poesía, que para él era la experiencia de la otredad, la extrañeza del ser, es anterior a la experiencia de lo Sagrado. Esto implicó, para Paz y para todos nosotros, que la antigua disputa entre filosofía y poesía en Occidente quedara a un lado. Dice Paz:
La poesía, como la filosofía […] es una actividad anfibia […] que participa en las aguas movientes de la historia y de la limpidez del movimiento filosófico, pero que no es ni historia ni filosofía. La poesía siempre es concreta, es singular, nunca es abstracta, nunca es general.
iii
La tensión que sostiene la totalidad de la obra de Paz asombra a cualquiera que se acerca a ella. A falta de una descripción más precisa, es posible decir que esta tensión se establece entre pureza estética y contaminación social. El propio Paz solía contar una anécdota que la ilustra. Comiendo un día a finales de la década de los treinta con los poetas del grupo Contemporáneos —Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodet—, éstos apuntaron la perturbador contradicción que atravesaba su joven obra. Su poesía, heredera de la tradición simbolista, trataba los temas acostumbrados en un lenguaje tradicional: naturaleza, deseo, el yo. Pero sus opiniones políticas, cerca de marxistas y anarquistas, favorecían, en términos por demás estridentes, una revolución social. Tal vez a resultas de esa reunión con sus mentores, Paz escribió poemas políticos, de los cuales unos pocos, como la oda a la segunda República española, «¡No pasarán!», llegó a incluir, como excepción, en sus Obras completas. Pero a lo largo de su vida, Paz siguió siendo una especie de figura de Jano en lo que toca a la relación entre Poesía e Historia. Tal vez sea esta característica la consecuencia menos conocida de los lazos entre Paz y el Surrealismo. Porque en la opinión de los surrealistas, la revolución de la sociedad no debía confundirse con la del poema ni, para el caso, con la del espíritu.
Edward Hirsch, el distinguido poeta estadounidense y autor de un conmovedor ensayo en homenaje a Paz, ha escrito sobre esta partición:
Paz tenía un agudo sentido de las responsabilidades cívicas del poeta. Participó en la lidia política con energía como enviado diplomático, como fundador de numerosas revistas, como polémico pensador crítico. La reputación erudita de Paz, sus libros sobre historia y política contemporáneas, amenazaron hacer sombra sobre su obra poética, a pesar de que todo lo que escribió nació de su entrega a la poesía.
Paz defendió esta partición, esta doble actitud hacia Poesía e Historia, a veces contra sus críticos. Interesado por las dos, no por ello dejaba de sentir que cada una tenía sus propios géneros literarios, sus manifestaciones y hasta sus ocasiones. Reaccionaba, de esta manera, contra la historia más reciente de la poesía moderna, cuya posición frente a las convulsiones políticas del siglo había extremado las opciones poéticas. Poetas como Yeats, Valéry, Juan Ramón, Rilke o Eliot habían continuado la tradición por igual de románticos y simbolistas: lejanía de la sociedad e indiferencia hacia ella con el fin de aislar a la imaginación de la barbarie cotidiana a través de la impersonalidad poética. Otros, como Pound, Neruda o Brecht, se fueron al otro extremo al reclamar del lenguaje poético una retórica civil y del poeta un compromiso político. Así fue que Paz, aun de joven, se llegó a separar de sus primeros dos modelos, inmediatos y opuestos: Xavier Villaurrutia y Pablo Neruda. El primero, poeta introspectivo de la muerte y el idioma; el otro, bardo apasionado del amor corporal y el «compromiso». Se acercó, en cambio, a otros cuyo uso del idioma cotidiano le era más afín: Machado, Cernuda y Frost, a quienes llegó a conocer personalmente. Como Machado y Frost, Paz emprendió la tarea de acercar el lenguaje a la experiencia humana sin ser traicionado ni por la imaginación abstracta ni por el sectarismo político. En 1979, años después de haber rebasado estos modelos, resumió todo ese peligroso funambulismo en una poderosa declaración:
Entre la persona más o menos real y la figura del poeta las relaciones son a un tiempo íntimas y circunspectas. Si la ficción del poeta devora a la persona real, lo que queda es un personaje: la máscara devora al rostro. Si la persona real se sobrepone al poeta, la máscara se evapora y con ella el poema mismo, que deja de ser una obra para convertirse en un documento. Esto es lo que ha ocurrido con gran parte de la poesía moderna.
Al escoger esta poética de la «cuerda floja», como aquel que dice, donde la poesía no es confesión ni documento, y al reconocer la naturaleza precaria de todo lenguaje poético, Paz se percató, hacia fines de los años cuarenta, de que debía dirigir su fáustica curiosidad hacia dos actividades paralelas: la poesía y el ensayo. A veces, es cierto, no pudo separarlos. Contra todos los imperativos racionales y geométricos, terminó juntándolos. Así, muchas veces cuando transitamos por la poesía de Paz —de las reflexiones introspectivas de Libertad bajo palabra a la pasión desesperada de La estación violenta, de las meditaciones orientales de Ladera este a la conciencia histórica de Vuelta y árbol adentro — encontramos una creciente incorporación de especulaciones filosóficas y comentarios históricos, como si la percepción poética debiera sostenerse cada vez más sobre un razonamiento metódico. Lo contrario, es decir, la incorporación del procedimiento poético a la prosa, tal vez sea menos frecuente. Y sin embargo, tras su definitivo regreso a México, a principios de los años setenta, empieza a producirse una paulatina fusión de sus personalidades poética y política.
iv
Tal vez lo más crucial sea que, bien escribiendo prosa o verso, bien sobre sí mismo o sobre historia, la experiencia que Octavio Paz invocaba sin falta era la poesía: atalaya desde la cual todo debate contemporáneo sobre cultura y sociedad podía ser atendido y juzgado. Para Paz, Poesía no era meramente la actividad de escribir versos, sino una manera, a la vez escurridiza e implacable, de acercarse a la condición humana. Fue el discurso poético el que le otorgó una autoridad moral fuera del tiempo, trascendiendo así a la historia misma. No es otro el argumento de El arco y la lira (1956), piedra angular de su poética, y algunas de cuyas líneas principales ya estaban presentes durante los años treinta y cuarenta. Para Paz, la Poesía es el núcleo alrededor del cual gira toda la cultura humana. También era, por tanto, el centro privilegiado desde el cual podía interpretarla.
Al recibir el Premio Alexis de Tocqueville, en 1989, Paz dijo:
Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí mismo. Pronto descubrí que la defensa de la poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales que han agitado a nuestro tiempo.
Uno de los peores malentendidos que persiguieron a Octavio Paz a lo largo de su vida, y podría decirse que aún después de su muerte, es que ese descubrimiento y construcción de la poesía como plataforma para juzgar hechos históricos fue interpretado como un intento por parte de Paz de erigirse en autoridad divina: especie de oráculo a la mexicana. Importa comprender que Paz siempre habló de la defensa de la Poesía, no del poeta. A diferencia de Shelley, quien alegaba que los poetas eran «irreconocidos legisladores de la humanidad», pensaba que había otra ley: la Poesía. ¿Pero entonces cómo distinguir, al decir de Yeats, the dancer from the dance? ¿Es acaso posible separar las opiniones personales e interesadas del poeta de los requisitos impersonales de la moral poética? Contestó con sencillez. La legitimidad de toda ciudadanía poética se encuentra no tanto en la dicción personal del poeta como en la capacidad que demuestre para incluir a los otros en su discurso. Esto es, la fascinante habilidad que posee el poeta para incluir a quienes se encuentran más allá de su propia experiencia personal incluso cuando —como el loco, o como el niño— hable consigo mismo.
     A esta sencilla verdad le siguen otros corolarios. Más allá del poeta, está el poema; más allá del poema, está la Poesía; más allá de la Poesía, está el lenguaje; y más allá del lenguaje, están la Naturaleza y, por supuesto, el tiempo. Así como la Poesía habla a través del poema, es el lenguaje el que habla a través de la poesía y, por tanto, a través de cada uno de nosotros. Poesía y lenguaje fueron para él, en última instancia, dos horizontes ontológicos que, junto al tiempo, circunscriben la experiencia humana y ponen en claro los límites del sujeto. No es la persona quien construye el lenguaje; es el lenguaje quien construye a la persona. Y lo mismo vale para la Poesía, el poema y el poeta. Es la Poesía la que habla a través de todos ellos.
v
Resulta consecuente identificar en esta declaración una polémica entre Paz y la mayor presencia filosófica de nuestro siglo: Martin Heidegger. En efecto, Heidegger pensaba que el último horizonte ontológico era el tiempo. Así, Heidegger privilegió el lenguaje, y en especial el lenguaje poético tal como lo maneja el poeta lírico —cuyo prototipo, a sus ojos, era Hölderlin—, porque la poesía revelaba el Ser, con lo cual el poeta pasaba a convertirse en lo que Heidegger llamó «el pastor del Ser»: Hirt des Seins. Paz pone distancia de por medio con respecto a Heidegger para acercarse a Wittgenstein, la otra gran presencia filosófica de nuestro siglo, para declarar que el poeta es el siervo, no el pastor de la Poesía, y que la meta de la Poesía no es Lenguaje, o ni siquiera el Ser, sino el silencio. Poco antes de fallecer, escribía:
El escritor dice literalmente lo indecible, lo no dicho, lo que nadie puede o quiere decir. Por tanto, todas las grandes obras literarias son cables de alta tensión, pero no eléctricos sino morales, estéticos y críticos.
Durante su estancia en la India había escrito, a su vez:
No es poeta aquel que no haya sentido la tentación de destruir el lenguaje o de crear otro, aquel que no haya experimentado la fascinación de la no-significación y la no menos aterradora de la significación indecible.
Los críticos concuerdan, y con razón, en vincular estas ideas con el contacto que tuvo Paz con el pensamiento oriental, y en especial el budismo y su notoria abolición del sujeto. Pienso, sin embargo, que a pesar de la evidente importancia que el budismo y el pensamiento oriental tuvieron en Paz, él mismo preferiría que viéramos la experiencia poética no a la luz de una experiencia filosófica o religiosa dada sino como la condición suficiente de cualquier experiencia subjetiva. Me atrevo a sugerir, sin embargo, que a Paz sólo le interesaba Buda en tanto su silencio pudiera convertirse en meta del conocimiento y, por tanto, pudiera servirnos de modelo para comprender el fenómeno poético.
vi
Igualmente grave fue el malentendido con que fueron recibidas las posiciones políticas de Paz, en especial tras su regreso definitivo a México en 1971. Resulta a todas luces irónico que después de ese regreso haya habido temporadas en que Paz llegara a ser más conocido en México por sus opiniones políticas que por su poesía, mientras que en el resto del mundo (y en especial en Francia y Estados Unidos) la situación era diametralmente opuesta. Es precisamente durante estos años que Paz renuncia a su cargo de embajador en la India, en repudio del sistema de gobierno unipartidista mexicano; cuando también propone la llamada «crítica de la pirámide» contra las izquierdas mexicana y latinoamericana, muchas veces a través de sus revistas Plural y Vuelta. En su propia tierra, sus enemigos, cuya inmensa mayoría proviene de la clase privilegiada del partido oficialista, lo tildaron o bien de reaccionario y anticomunista rabioso, o bien de haber abandonado sus orígenes revolucionarios para abrazar las conspiraciones neoliberales del propio priy del imperialismo estadounidense. Es bien sabido que cuando Paz se atrevió a criticar públicamente las tendencias violentas del sandinismo en 1984, una turba organizada quemó al poeta en efigie frente a la embajada norteamericana. Poco después, la Unión Soviética se desplomaba con el resto del bloque socialista, bajo el peso de su autoritarismo e incompetencia. Paz recibió el Premio Nobel en 1990 y luego fue recibido triunfalmente en México, con todo y mariachis y botellas de tequila. Pero a pesar de esta victoria, sin importar que el sistema político mexicano en parte deba su reciente apertura gracias a sus fuertes y oportunas críticas, sin importar ni siquiera su propia desaparición, nadie en México ha tenido la delicadeza, sensibilidad o cordura de retractarse públicamente para tratar de limpiar este bochornoso incidente.
     Incluso en Estados Unidos, donde se le aclama como poeta y pensador, se pasan por alto la gran mayoría de sus ensayos históricos y políticos, y su pensamiento se ve con desdén en ciertos círculos, en especial entre académicos estadounidenses de dudosa filiación ideológica. En algunas universidades del Oeste, por ejemplo, el nombre de Paz es anatema, debido en parte al absurdo resentimiento de un puñado de influyentes profesores méxico-americanos que se niegan a leer sus obras y a veces hasta llegan a prohibir su lectura a estudiantes. En cambio, en los tiempos turbulentos que corrieron a partir de los años setenta, lo que Paz celebró fue la causa de la libertad, y no precisamente la derrota de la izquierda o el desplome del comunismo. Poco antes de recibir el Premio Nobel escribió:
La libertad es la dimensión histórica del hombre, porque es una experiencia en la que aparece siempre el otro. Al decir sí o no, me descubro a mí mismo y, al descubrirme, descubro a los otros. Sin ellos, yo no soy. Pero ese descubrimiento también es una invención: al verme a mí mismo, veo a los otros, mis semejantes: al verlos a ellos, me veo. Ejercicio de la imaginación activa, la libertad es una perpetua invención.
vii
Sí: la poesía tiene derechos. Tiene el poder que proviene de un poder superior: la marginalidad a la que la modernidad ha relegado el discurso poético, incapaz de producir nada de valor, salvo tal vez las preguntas que la poesía siempre plantea. A saber: ¿Quién soy yo? ¿Por qué estoy aquí? ¿A quién amo? O ¿quién me ama a mí? La poesía tiene el derecho de inventarme mientras la escribo, tanto como yo invento al otro mientras el otro me inventa a mí. Así pues, la poesía no es sólo un derecho sino un ritual o ceremonia que comienza en el mutuo reconocimiento y termina en la experiencia que llamamos amor. Uno de los grandes poemas de su última época dice:
Memoria: cicatriz:
—¿de donde fuimos arrancados?,
cicatriz
memoria: sed de presencia,
querencia
de la mitad perdida.
El Uno
es el prisionero de sí mismo,
es,
solamente es,
no tiene memoria,
no tiene cicatriz:
amar es dos,
siempre dos,
abrazo y pelea,
dos es querer ser uno mismo
y ser el otro, la otra;
dos no reposa,
no está completo nunca,
gira
en torno a su sombra,
busca
lo que perdimos al nacer;
la cicatriz se abre:
fuente de visiones;
dos: arco sobre el vacío,
puente de vértigos;
dos:
Espejo de las mutaciones.
La poesía tiene el derecho a nombrar la libertad en nombre del lenguaje, y a nombrarse a sí misma en nombre de la libertad. Tiene también el derecho a cuestionar el lenguaje, y tiene el derecho a cuestionarse a sí misma, e incluso a destruirse a sí misma junto al lenguaje en nombre de la vida y del amor.
Coda
Vi a Octavio Paz por última vez en vida el primero de abril de 1998. Había ido a llevarles flores a él y a su esposa Marie-José a la Casa de Alvarado, en Coyoacán, mansión colonial que fue su último hogar y hoy es sede de la fundación que lleva su nombre. El día anterior había viajado a México para presenciar un homenaje especial con motivo de su octogésimo cuarto cumpleaños. Esa noche me entristeció que se sintiera demasiado débil para asistir, y que ninguno de los amigos ahí reunidos lo pudiese llegar a ver. Había ido a Coyoacán con la esperanza de verlo, y tal vez de despedirme antes de regresar a Washington.
     Era un día soleado, con aire de primavera. En cuanto llegué, Marie-José me informó que su esposo se sentía mal y que, por desgracia, no podía recibirme. Pensé: Abril es el mes más cruel. Maté el tiempo conversando con mis amigos Guillermo Sheridan, director de la Fundación, y Eliot Weinberger, el traductor norteamericano de su poesía, cuando de pronto volvió a aparecer Marie-José anunciando que su esposo había despertado y quería que lo llevaran al patio, donde brillaba el sol y una fuente cantaba. Vimos a Marie-José empujar la silla de ruedas. El poeta vestía un suéter grueso y una manta cubría sus piernas. A pesar de su aspecto débil y estragado, me llenó de emoción volver a verlo. Recuerdo haber saltado y estrechado sus manos. Perdido en el silencio, miró las mías y alzó un rostro radiante, todo dientes y ojos azules, rostro inocente que, sin embargo, permaneció callado. «Es sonrisa de amigo», dijo su esposa, como traduciendo la cortesía. Pero tanto él como yo sabíamos que no quedaba nada que decir, salvo tal vez lo indecible, que ni uno ni otro dijimos, porque en realidad ya lo sabíamos.
     Mis amigos llegaron a recogerme. Musité torpes despedidas, y como de costumbre, a Octavio le di un abrazo. Al tiempo que cruzaba la puerta de esa casa colonial, con su fuente cantarina, no pude evitar una última mirada hacia atrás y pensar que ésa era seguramente la última vez que le vería. No me abandona la tristeza que sentí en ese momento. Sí sé, en cambio, que esa sonrisa, esa mirada, ramo azul, y, sobre todo, ese magnífico silencio suyo nos protegerán y sostendrán, a sus lectores y sus amigos, durante el próximo milenio. Tal vez más.
Traducción del inglés de Mauricio Sanders y el autor

Obra poética (1935-1988). Seix Barral, Barcelona, 1990, pp. 758-759.