lunes, 16 de junio de 2014

Sabiduría cómica de Efraín

15/Junio/2014
Confabulario
José Montelongo

Para saber que en cada poeta hay muchos poetas no hace falta llamarse Fernando Pessoa. De una etapa a la otra, de un libro al siguiente, los poetas cambian y a ninguno se le va a exigir que permanezca igual a su retrato. Dentro de un mismo poemario (pienso, por ejemplo, en los sonetos de Homero en Cuernavaca) admitimos que haya poemas graves y melancólicos al lado de otros burlescos y lúdicos. Con todo, no deja de sorprender un viraje como el de Efraín Huerta. Sorprende que tras publicar durante cuatro décadas un cierto tipo de poemas que no cabe calificar de jocosos, en los años setenta encuentre dentro de sí la vena cómica. En su bien perpetrado prólogo a Los hombres del alba (1944), Rafael Solana había escrito: “Efraín Huerta carece por completo de sentido del humor; es el más duro, el más inflexible, el más sin sonrisa de todos nuestros poetas”. No era reproche sino descripción, y agregaba que Huerta descollaba en ese libro como un poeta “de vigorosa personalidad, de exquisita pureza, de novedad sorprendente”. ¿Quién iba a decir que hoy se le recordaría más por sus poemínimos, esa poesía epigramática y coloquial, alburera y desparpajada, que por sus declaraciones de amor y odio, sus cantos de abandono, sus muchachas ebrias y su airada poesía política?

David Huerta afirma que “los poemas de la última época son una admirable explosión jovial —no por festiva menos amarga, en ocasiones autoescarnecedora—, una saludable muestra de desenfado y desmadre, una lección de frescura y ardiente ironía”. Autoescarnecedora, esta es la cualidad que me intriga, como me intriga también ese desplazamiento tardío hacia la poesía cómica. El poeta, que rondaba los sesenta años, observa su propia decadencia física, la disminución de sus reservas eróticas, sus lances donjuanescos fracasados y, en lugar de lamentarlo u ocultarlo, se ríe. Parodiando una canción popular que hablaba de un ocupadísimo calendario amoroso, del que solo se descansa en domingo, Huerta escribe “Mansa hipérbole”:

Los lunes, miércoles y viernes
Soy un indigente sexual;
Lo mismo que los martes,
Los jueves y los sábados.
Los domingos descanso.

En este poema del antidonjuán o, mejor, del donjuán envejecido, el remate no es una excepción sino un aumentativo: entre semana, no, y los domingos, menos. El tiempo no pasa en balde y Eros va olvidando el domicilio de quien fuera asiduo casanova. Si la poesía amorosa abarca toda la gama del juego erótico —deslumbramiento, seducción, celos, desengaño, endiosamiento de la amada o el amado, y un larguísimo etcétera—, pocas veces suele detenerse en la disminución del ímpetu sexual. Dice Huerta en un poemínimo que alude al poder de la prensa:

Lo de menos
Es que sea
El cuarto poder

Lo que importa
Es poder
En el cuarto

Y en este otro, titulado “Por Supuesto”, declara con resignación:

Algún
Día
Ya no
Funcionarán
Mis luces
Ereccionales.

La anomalía de extraer un chiste a costa de la propia vejez, la extrañeza de hacer mofa de algo que socava el ego de una manera tan cruda como el inminente declive de la potencia sexual, podría iluminarse evocando la teoría de Freud sobre el humor. Antes de recurrir a ella, sin embargo, abro un paréntesis para explicar por qué vale inmiscuir a Freud en este asunto, puesto que no hay que llamarlo a comparecer nada más porque este o aquel poema hablan de sexo.

Sentado sobre el diván del psicoanalista, con la esperanza de aliviar un poco sus malestares anímicos, el paciente escucha a su doctor. “Look”, dice el psicoanalista. “Making you happy is out of the question, but I can give you a very compelling narrative of your misery”. Este psicoanalista habla en inglés porque no es un tipo de carne y hueso sino una caricatura aparecida en The New Yorker. “Mire usted, hacerlo feliz, eso es imposible, pero puedo ofrecerle un relato muy convincente de su desgracia”. Aunque me agrada la caricatura porque le tira a los psicoanalistas, me interesa más porque insinúa la utilidad de las teorías de Freud en la crítica literaria: no estamos discutiendo la validez científica ni el valor terapéutico del psicoanálisis, estamos reconociendo la adaptabilidad de las categorías propuestas por Freud como claves interpretativas. Fenómenos culturales y experiencias personales se pueden leer —de hecho se leen continuamente, aun sin conocer una sola página de Freud— como actualizaciones de las metáforas y los relatos maestros ideados por el padre del psicoanálisis. Los esquemas de Freud nos sirven para leer en la medida en que han servido para leernos.

En un libro de 1905, El chiste y su relación con lo inconsciente, Freud se propone averiguar la conexión del chiste con nuestros estados anímicos. Dentro del modelo de fuerzas encontradas —metáfora hidráulica del comportamiento de la mente— donde las pulsiones se sumergen, chocan y emergen con resultados que van de la neurosis a la sublimación, ¿cuál es la función de ese acontecimiento anímico que es el chiste? Bajo la máscara de un chiste somos capaces de arremeter contra personas o instituciones cuya actuación impone en la psique algún tipo de represión, y de esa manera compensamos un poco la pérdida que comporta el impulso coartado. El placer de un chiste que socava un poder ajeno o una autoridad externa —y en esto que agrega Freud como de pasada está la clave para nuestro asunto— es menor en comparación con el que se obtiene de golpear mediante el humor un obstáculo interno.

Derribar mediante la risa una imagen disminuida del ego, como en los poemas de Huerta, vendría a ser más liberador para la psique que burlarse de los malévolos poderes fácticos. El humor que se dirige contra uno mismo implica colocarse por encima del propio ego. En el caso de Huerta implica distanciarse de manera que, en vez de proteger con discreción o simulación la realidad del declive físico, uno se atreve a reírse de aquel sujeto entrado en años y en achaques cuya imagen nos sonríe desde el espejo. En los poemínimos que tornan cómica la frustración sexual, escuchamos la voz de un hombre que mira acercarse la disminución del deseo y el fin de sus aventuras eróticas, y aun así canta con desparpajo los apetitos de la carne.

El filósofo británico Simon Critchley nos dirige hacia otro texto de Freud, veinte años posterior al famoso libro sobre los chistes, donde el super-ego es descrito por primera vez bajo una luz positiva. En la conferencia titulada simplemente “El humor”, Freud constata que el super-ego ha aparecido en otras instancias como un “severo amo”, una interiorización de la autoridad paterna. El texto de 1927 es notable porque el humor aparece como actividad de un super-ego que ya no es hostil ni lacerante; es la voz que dice al ego, en palabras de Freud: “¡Mira! ¡He aquí al mundo que tan peligroso parecía! No es sino un juego de niños, digno de que hagamos bromas sobre él”.

Se trata de un super-ego, puntualiza Critchley, “que se ha sometido a lo que podríamos llamar ‘maduración’, que viene de aprender a reírse de uno mismo, de encontrarse ridículo a uno mismo”. Si el super-ego antes del proceso de maduración es la voz interiorizada del padre que prohíbe y recrimina, después de alcanzado su desarrollo, dice Critchely, es el padre que conforta o, mejor aún, el niño que se ha convertido en padre: más sabio y más agudo, si bien ligeramente desencantado. Los poemas en que Huerta ha alcanzado esta suerte de sabiduría cómica carecen de la pasión intemperante con que descargaba su admiración y su odio en la obra juvenil; inevitablemente, lo que se gana en flexibilidad se pierde en firmeza. En este sentido la edad propia del humor es la vejez, mientras que de la juventud son el idealismo y la intransigencia. Ante el celo juvenil de perfección, el humor que relativiza los males cabría ser menospreciado como una actitud vil, conformista, trivializante. Un niño que ríe frente a la fatalidad y la tragedia es anómalo por necesidad: o bien padece un cinismo precoz, una capacidad de desengaño que por su edad no le corresponde todavía, o bien posee una sabiduría muy superior a sus años. El humor del viejo, sin embargo, no implica la corrosión de sus ideales, sino una distancia comprensiva, un asumir al mundo, y a sí mismo, con todo y su bagaje de miserias.

“Aunque mayor por su edad”, escribe el crítico peruano José Miguel Oviedo, “Huerta es en su obra jovencísimo: todavía un fauno perturbado por el fragante hechizo de la carne, la noche y la fiesta. Es un romántico, pero que sabe —ardiente saber— que es patético serlo ahora, en que ya a nadie (ni a él mismo a veces) le importa su prolongada bohemia”. Si no fuera una declaración admirativa, sería la demolición implacable de un viejo rabo verde que no logra olvidar sus años en la parranda y el burdel. Pero es que la figura del viejo rabo verde posee un aspecto universal: el viejo que sabe bien lo que es el deseo, que probó sus frutos, que gozó uno de los mayores placeres de la vida, y que observa cómo se le escapa todo aquello sin remedio porque la vida misma se le escapa y la decrepitud se apodera de él. Es un figura de suyo patética, un figura paradigmática de la pérdida y la fatalidad, y por eso mismo es notable la operación de tomar distancia y convertirla en una figura cómica.

La posición ideológica de Huerta, en lo esencial, no es distinta en su poesía de contenido político que en los poemínimos; sigue lamentando, entre otras desgracias, que en México los ciudadanos estén indefensos ante los abusos de la autoridad. Este poemínimo se llama “Lo dijo Monsi”:

Lo dramático
Para muchos
Muchísimos
Mexicanos
Es que
En México
No hay
Embajada
De México

Más que un viraje ideológico, el humor en la poesía de Huerta implica una actitud diferente hacia la poesía misma: despreocupación ante la relativa falta de originalidad de los versos paródicos, desenfado para recombinar dichos y voces que pertenecen al dominio coloquial y anónimo, desacralización de la figura del poeta. Los poemínimos de Huerta se inscriben en una antigua tradición de poesía paródica que retoma dichos, refranes, coplas, lemas y otras frases hechas, transmitidos sobre todo por tradición oral, y mediante una ligera alteración los transforma de admoniciones o sentencias o eslóganes en objetos de risa. En la literatura mexicana, la obra cómica de Huerta enriquece una práctica que divorcia la poesía de la solemnidad, el sentimentalismo y la revelación. Son poemas que revitalizan el ciclo de contaminaciones entre el habla de la plaza pública y el lenguaje poético.

El personaje que los poemínimos van perfilando es un poeta que se enfrenta con la decadencia física y el declive de sus reservas de libido, y que sin embargo hace mofa de su frustración sexual; en su desparpajo, no le importa empañar y burlarse de su imagen de adicto a los placeres de la noche. Esta mirada humorística que se arroja sobre la propia subjetividad, aun cuando los infortunios que se ridiculizan son determinaciones inescapables, contiene una suerte de sabiduría cómica: una manera de asumir y aceptar la ruta de decadencia física y mortalidad que determina la narrativa de nuestra existencia. El problema de entender nuestra vida, la de cada uno de nosotros, como una suerte de novela, es que tiene un final demasiado predecible: ya sabemos cómo termina, y todas terminan igual. La disminución de facultades, las enfermedades que se acumulan, la humillación crasa de la vejez con sus jorobas, sus incontinencias, sus olores… es un cuento trillado, una historia sabida, que invariablemente va a dar en tragedia. Por eso es interesante observar a un personaje poético que asume las determinaciones —la inevitabilidad del derrumbamiento— y decide verlas desde el punto de vista cómico. El final del relato no cambia, nada cambia, excepto la actitud interior del protagonista, su disposición a reírse de la fatalidad.

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