domingo, 25 de agosto de 2013

Una revolución conservadora

25/Agosto/2013
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

* Horas antes de emprender la escritura de estas líneas, al ver la película Tras la puerta, entendí algunas de las justas razones para abordar la complicada tarea que me aguardaba. En esa imperdible cinta de István Szabó, filmada en el para mí entrañable segundo distrito de Budapest, se habla de la memoria, sus traumas y sus falsificaciones; de secretos; de gatos, de muchos gatos que llevan una existencia clandestina; y de la rehabilitación de una escritora excluida.

* Tengo la extraña sensación y a un tiempo la certeza total de que rendir homenaje a Los recuerdos del porvenir no es sólo un acto literario sino también un rito de rehabilitación pública. La vindicación de una figura polémica que aún no recibe un examen crítico a la altura de sus contradicciones humanas y culturales.

* Por un lado es bien sabido que Los recuerdos del porvenir es ya una obra consagrada como objeto de estudio por la academia literaria internacional y que ocupa, al menos nominalmente, un lugar canónico en la historia de nuestra narrativa. Nadie duda al tratarla como una de las principales novelas mexicanas modernas.

* Esto no ha garantizado que sea una obra atendida por los lectores contemporáneos ni que cuente con la difusión correspondiente a una pieza referencial. ¿Por qué no ha sido posible dotar a Los recuerdos del porvenir de una recepción masiva como la de las obras de Juan Rulfo o los así llamados “cuatro grandes” novelistas del Boom narrativo latinoamericano de los años sesenta? ¿Por qué no hay una sola escritora que goce de una recepción semejante? ¿En realidad hubo una estigmatización de género, una exclusión machista en contra de Garro y otras de sus colegas del siglo XX en el momento en que aparecieron sus obras maestras? Pienso ahora en Josefina Vicens e Inés Arredondo. ¿Por qué sucedió lo mismo a otras escritoras latinoamericanas caracteriológicamente cercanas a Elena Garro, de Silvina Ocampo a María Luisa Bombal? Hay que razonar muy bien las respuestas a estas preguntas para comprender por qué el caso Elena Garro sigue siendo tan electrizante, tan conmovedor.

* Esto no ha garantizado que sea una obra atendida por los lectores contemporáneos ni que cuente con la difusión correspondiente a una pieza referencial. ¿Por qué no ha sido posible dotar a Los recuerdos del porvenir de una recepción masiva como la de las obras de Juan Rulfo o los así llamados “cuatro grandes” novelistas del Boom narrativo latinoamericano de los años sesenta? ¿Por qué no hay una sola escritora que goce de una recepción semejante? ¿En realidad hubo una estigmatización de género, una exclusión machista en contra de Garro y otras de sus colegas del siglo XX en el momento en que aparecieron sus obras maestras? Pienso ahora en Josefina Vicens e Inés Arredondo. ¿Por qué sucedió lo mismo a otras escritoras latinoamericanas caracteriológicamente cercanas a Elena Garro, de Silvina Ocampo a María Luisa Bombal? Hay que razonar muy bien las respuestas a estas preguntas para comprender por qué el caso Elena Garro sigue siendo tan electrizante, tan conmovedor.

* Me incomoda utilizar la palabra rehabilitación porque esta es una noción característica del socialismo real, más exactamente del discurso de los países socialistas durante la época postestalinista, y eso me lleva a pensar que en nuestra sociedad literaria impera un régimen de inclusión/exclusión mucho más ideologizado o politizado de lo que parece. Para todos resultará obvio que los escritores y sus obras tienen ciclos de vigencia, y aun produciendo libros perdurables y cardinales como Los recuerdos del porvenir los autores están sujetos a periodos de caducidad, mucho más ahora cuando para la canonización literaria ya no imperan necesaria ni únicamente criterios estéticos sino simple y llanamente las reglas de rotación del mercado.

* No obstante, en nuestra sociedad literaria abundan casos en que no sólo es necesario sino imprescindible rehabilitar a ciertas obras y ciertos escritores para devolverles la combatividad que de suyo deberían tener, pues se encuentran canonizados en ediciones críticas, en monumentales obras completas y en antologías. Lo que no garantiza nada: me cuestiono y pregunto abiertamente si narradores cruciales como Martín Luis Guzmán, José Revueltas y Rosario Castellanos cuentan hoy con el favor de los lectores, el seguimiento crítico y la recepción natural que se merecen. Dejo abiertas esta pregunta y esta conclusión: es lógico que, en una escena literaria donde los ciclos de legibilidad van acortándose cada vez más, recurramos sistemáticamente a los homenajes públicos para llamar la atención sobre autores referenciales y vigentes (y muchas veces vivos, lo que es aun peor) desplazados de la memoria colectiva y de la recepción mediática con toda impunidad.

* El caso Elena Garro y sus Recuerdos del porvenir revisten aspectos muy precisos que agudizan este fenómeno de exclusión. La novelista fue una figura escandalosamente incómoda y escurridiza para la historia literaria y la crítica cultural.

* Voy a permitirme citar un prolongado fragmento de un ensayo de José Carlos Castañeda, a quien considero uno de los críticos más lúcidos de la obra de Elena Garro de mi generación y quien en su lectura aborda dos temas que me parecen los más pertinentes para leerla hoy: la relación de la autora con la modernidad y el tema de su identidad política. Ambos asuntos se vinculan y fusionan con el tema más pertinente para mí en su proceso de rehabilitación: ¿cómo entender a Elena Garro políticamente, cómo situarla en el panorama de las ideas en México?

* “Elena Garro –escribe Castañeda— es la narradora de nuestra iniciación en la modernidad. Registra el choque cultural que significa una revolución que toma por asalto fundamentalmente a la mentalidad rural. Para el campesino, la lucha revolucionaria simboliza una resistencia frontal al progreso de la vida moderna, pues el desarrollo de las prácticas urbanas profetiza su derrota como clase y como cultura de apego a la tierra. En sus inicios, Garro narra la desaparición de esta cultura de la tierra, tratando de recuperar sus orígenes mitológicos y sus costumbres mágicas. Los recuerdos del porvenir es una novela sobre la destrucción del Edén y el eclipse de la inocencia. Es una réplica en prosa de un poema de López Velarde: “El retorno maléfico”. A partir de la relectura de la rebelión cristera, Garro evoca la historia de la expulsión del paraíso. Recreada como la subversión del Edén, que se calla tras la mutilación de la memoria. Esta evocación de la infancia secuestrada por la guerra profundiza esa íntima tristeza reaccionaria, que observa con escepticismo el espíritu liberal del siglo XIX.”

* Estoy cierto de que ninguna otra noción de la historia cultural y política occidental puede cobijar mejor el perfil político de Elena Garro que el oxímoron “Revolución Conservadora”, designación de una inmensa constelación de tendencias, pensadores, escritores, propagandistas, filósofos, científicos, poetas y políticos surgido en Alemania entre el fin de la Gran Guerra y la consolidación del III Reich.

* Si bien la idea de una Revolución Conservadora no es exclusivamente alemana, pues Charles Maurras también la esgrimió en Francia a principios del siglo XX para impulsar una restauración monárquica, en Alemania y Austria alcanzaría una expansión y cobraría una resonancia múltiples, lo mismo en grupos antidemocráticos y antiliberales como en círculos reacios a la modernidad y críticos de la inexorabilidad del progreso.

* De manera inopinada sería Thomas Mann quien emplearía por primera ocasión en un texto alemán la idea de una Revolución Conservadora, en su caso para referirse a Friedrich Nietzsche en un ensayo recogido en libro hasta 1922. Allí señalaba la síntesis nietzscheana de sensibilidad y crítica, expresada políticamente como la suma de conservadurismo y revolución. Mann, como Hugo von Hofmannsthal, entre otros críticos de la modernidad, pasaron por la Revolución Conservadora de costado. A estas notas les interesa otro novelista, un revolucionario conservador militante consagrado como tal: Ernst Jünger.

* Las coincidencias de la sinuosa acción pública y la estética literaria de Elena Garro con muchas de las ideas y actitudes de autores identificados bajo el arco de la Revolución Conservadora son perturbadoras. Como algunos de los filósofos y escritores alemanes contrarios a la democratización parlamentaria de Alemania a través del gobierno republicano de Weimar, Garro practicó una Zeitkritik, una crítica del tiempo. Sus principios axiales: el transcurso hacia la modernidad no es inexorable, el eterno retorno es factible, la democracia no es necesariamente el futuro ni el fin común. En Los recuerdos del porvenir esta resulta más que evidente. Por algo su frase más célebre sintetiza esa visión: “la Revolución estalló en una mañana y las puertas del tiempo se abrieron para nosotros.”

* Compárese Los recuerdos del porvenir con Eumeswil, una de las novelas más enigmáticas de Ernst Jünger. En ambas hay trasuntos, parodias, alegorías y símbolos. Garro fue un anarca, un rebelde, un corazón aventurero como lo pidió Jünger. No es extraño que el novelista alemán, emblema de los más exquisitos creadores de la Revolución Conservadora, haya encontrado un lugar en el entorno íntimo de Elena Garro y Helena Paz Garro, a quien el autor de Tormentas de acero dedicó un célebre prólogo para una recolección de poema. 

El tiempo de la política

25/Agosto/2013
Confabulario
Rafael Lemus

Horror: la imagen de Elena Garro que circula aquí y allá. No tanto una escritora (la dramaturga de Felipe Ángeles [1979], la cuentista de La semana de colores [1964], la novelista de Testimonios sobre Mariana [1981]) como una anciana desquiciada, histérica, corroída por el rencor a Octavio Paz. No una de las primeras autoras mexicanas en participar, con sus relatos y obras de teatro, en los debates sobre la Revolución y el régimen que le siguió sino una mujer que, perturbada, sirvió como informante al gobierno de Díaz Ordaz en 1968. Por fortuna basta con volver a Los recuerdos del porvenir (1963), su primera novela, publicada hace cincuenta años, para contrapesar, e incluso desmentir, esa imagen. Es cosa de leer las primeras páginas del libro para darse cuenta de que no se trata de una obra intimista y claustrofóbica, producto de una mente obsesiva, ni de un relato político de corte conservador. Todo lo contrario: es una intervención, bastante radical, en el espacio público mexicano.

Se conoce el escenario en que se ubica la novela: Ixtepec, un pequeño pueblo en el sur de México, a finales de los años veinte. Se conoce la estrategia narrativa: es el propio pueblo, Ixtepec, el que relata la anécdota, a veces en primera persona, como un montón de piedras que dice “yo” y cuenta la vida de sus habitantes, y a veces en la primera persona del plural, como una voz comunitaria que dice “nosotros” y narra la historia de un sujeto colectivo. En el centro del poblado, y de la trama, descansa un fuereño, el general Francisco Rosas, jefe militar que acaba por operar como cacique y gobernar a todos salvo a la mujer que ama, la imponente Julia Andrade. Debajo de él se suceden otros pocos militares y, más abajo, una nómina más o menos previsible de pueblerinos: el cura, el poeta, el loco, algunas prostitutas, un puñado de familias acomodadas y, claro, un pícaro que, coludido con los militares, se enriquece a medida que Ixtepec se arruina.

Es bastante fácil, y provechoso, leer esta novela al lado de otras novelas sobre la Revolución mexicana. Allí, dentro de esa tradición, vaya si destaca –no como un documento más “realista”, o más “crítico”, sobre el movimiento revolucionario sino como un documento otro–. Un poco a la manera de Cartucho (Nellie Campobello, 1931), Los recuerdos del porvenir esquiva las versiones heroicas, mitologizantes, de la Revolución y, en lugar de prodigar héroes y batallas, se ocupa de los efectos del proceso posrevolucionario en un pueblo marginal. A ello suma por lo menos otros dos elementos: una clara voluntad de deconstruir el discurso oficial (“el nuevo idioma oficial, en el que las palabras ‘justicia’, ‘Zapata’, ‘indio’ y ‘agrarismo’ servían para facilitar el despojo de tierras y el asesinato de los campesinos”) y una pizca de esa paranoia que tiempo después afligiría las declaraciones públicas de Garro y que aquí da con frecuencia en el blanco: “Había intereses encontrados y las dos facciones en el poder se disponían a lanzarse en una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras”.

También es posible, y sensato, leer esta novela al interior de otro archivo: el de las novelas latinoamericanas sobre el conflicto modernidad/tradición. Lo que se cuenta en las casi trescientas páginas del libro es, de algún modo, sencillo: el avance del Estado nacional, acompañado de su ejército y sus nuevos capataces, y la terca pero vana resistencia de las élites locales. Desde cierto punto de vista podría decirse que la novela adopta una postura progresista ante el asunto: se solidariza con las víctimas de la violencia “modernizadora” (indígenas, zapatistas, pueblerinos) y parece clamar por una comunidad nacional en la que puedan coexistir distintos tiempos y espacios y saberes. Desde otra perspectiva puede afirmarse casi lo contrario: la voz narrativa no se salva de arrastrar tópicos conservadores (la idea del edén subvertido, por ejemplo) y de idealizar las comunidades tradicionales, con todo y sus curas y sus viejos burgueses terratenientes.

Léase el libro desde otros enfoques, al interior de otros archivos, y se verá cómo también destaca en esos casos: ya dentro de la narrativa sobre la guerra cristera, ya por su galería de personajes femeninos empoderados, ya debido a esa mezcla de realismo y fantasía que de algún modo se anticipa al realismo mágico. Ninguna de sus dimensiones, sin embargo, resulta más contemporánea que la estrictamente política. Dicho de otro modo: Los recuerdos del porvenir es, entre otras cosas, un relato sobre el poder y la comunidad y como tal arrastra una noción de lo que es y debe ser la política –una noción muy distinta a la que defienden hoy los liberales y que, para decirlo pronto, privilegia, antes que la negociación y el consenso, el antagonismo y el conflicto.

En la primera mitad de la novela la voz narrativa se detiene una y otra vez para lamentarse de lo mismo: el tiempo parece haberse suspendido en el pueblo. Dice Ixtepec:

En esos días yo era tan desdichado que mis horas se acumulaban informes y mi memoria se había convertido en sensaciones. La desdicha como el dolor físico iguala los minutos. Los días se convierten en el mismo día, los actos en el mismo acto y las personas en un solo personaje inútil. El mundo pierde su variedad, la luz se aniquila y los milagros quedan abolidos. La inercia de esos días repetidos me guardaba quieto, contemplando la fuga inútil de mis horas y esperando el milagro que se obstinaba en no producirse. El porvenir era la repetición del pasado. [...] Como en las tragedias, vivíamos en un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era en vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido el tiempo.

¿Cómo entender esto? ¿Cómo explicar que el pueblo se lamente de la inmovilidad del tiempo, de la idéntica repetición de las horas, cuando es obvio que ni el flujo de días y meses ni el movimiento expansivo del Estado se han detenido? No es que no pase nada en Ixtepec: hay persecuciones y fusilamientos y, en el proceso, una nueva élite destruye y sustituye a otra. Lo que ocurre es que hay acontecimientos, muchos y de pronto brutales, pero no un Acontecimiento –el gran evento, la Revolución, ha quedado atrás y ahora se viven tiempos de estabilización y reflujo–. Así, no es el tiempo sino la política lo que se ha suspendido: hay actividad pero no hay conflicto entre las partes que componen la comunidad ni sujetos colectivos capaces de desafiar el estado de las cosas. En vez de política, prevalece lo que Jacques Rancière ha llamado policía: las labores jurídicas, administrativas y de seguridad necesarias para mantener un determinado orden social. En lugar de conflicto, hay pura y simple dominación: la tiranía de una parte sobre las otras.

Si la primera mitad de la novela describe el quieto orden de la dominación, la segunda pone en escena el desorden, el disenso, la política. Han pasado algunos meses desde el día en que Julia abandonó a Rosas (hecho con que cierra la primera parte del libro) y lejos, en el centro del país, Calles ha declarado la guerra a la iglesia católica. Los habitantes de Ixtepec no presumen de ser vehementemente religiosos, pero las noticias sobre la insurgencia cristera sacuden a todos y activan de golpe eso que estaba apagado: la ilusión política, la convicción de que el estado de las cosas no es irremediable y puede ser resistido y hasta reconfigurado. Las calles de Ixtepec se encienden en un instante: “Me invadió un rumor colérico. [...] Una ola de ira inundó mis calles y mis cielos vacíos. Esa ola que no se ve y que de pronto avanza, derriba puentes, muros, quita vidas y hace generales.” Los habitantes tejen de un momento a otro inesperadas alianzas (“Llegaron las señoras y los señores de Ixtepec y se mezclaron con los indios, como si por primera vez el mismo mal los aquejara”) y, ya recobrada su agencia, traman un plan: distraer con una fiesta a los militares para que el cura local puede huir y encontrarse con las milicias cristeras. Es el momento de la política, del conflicto entre las partes, y por lo mismo todo se transfigura: los hombres y las mujeres de Ixtepec, antes previsibles y un tanto caricaturizados, se tornan misteriosos (mantienen, por ejemplo, un doble discurso: uno para ellos y otro para las autoridades) y el pueblo entero se vuelve “humo” y se escapa “entre las manos” de los militares.

¿Es necesario decir que la alianza entre los indígenas y los mestizos dura poco, que la ilusión política de algunos se extingue rápidamente y que la guardia militar termina desmembrando, con cierta facilidad, la efímera resistencia? ¿Es necesario agregar que, una vez aplastada la insurgencia, vuelven los fusilamientos y el Estado posrevolucionario continúa su marcha? Aunque las últimas páginas relatan el fracaso de la resistencia popular, la novela no concluye con una nota pesimista, desencantada, y menos con un llamado a abandonar las protestas, resignarse al estado de las cosas y ocupar mansamente un lugar en el orden existente. Al revés: lo que la novela deja claro es que solo donde hay conflicto hay política, que solo la efervescencia civil y la expresión radical del disenso pueden impedir que el tiempo de la dominación militar y económica se congele y perpetúe.

Al final es como si la novela deslizara la misma pregunta que hoy recorre las calles y plazas de numerosas ciudades: ¿cómo lograr que las insurrecciones ciudadanas se extiendan, resistan y tengan efectos perdurables?

La herida que se resiste a cicatrizar

25/Agosto/2013
Confabulario
Nadia Villafuerte

Resulta imposible leer el principio de Los recuerdos del porvenir sin imaginar a Elena Garro (“el Tolstoi mexicano”, en palabras de Borges) repitiendo, para sí misma, el “Aquí estoy, sentado(a) sobre esta piedra aparente. Sólo mi memoria sabe lo que encierra”… “Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme”. Si algo pulsa en la obra literaria de Garro es la evocación insistente, incierta y maleable de dos mundos: el suyo (ese universo interior turbio, contradictorio, enigmático) y el construido, a la manera de una geografía imaginaria, mediante su obra.

“Yo no puedo escribir nada que no sea autobiográfico”, dijo la escritora y quizá por ello su obra posea esa “rara alianza entre invención verbal y fatalidad pasional”, destacada por Octavio Paz al referirse a la poética de e.e. cummings. Temperamento y visceralidad serían las palabras, el brillo maligno de la escritura como un proceso de expiación y confidencia. Para Elena, escribir es la incisión en las páginas, la herida que se resiste a cicatrizar, porque sus temas (ese conjunto obstinado y pesadillesco de sus recuerdos elegidos) se restriegan sobre la misma llaga.

No es casual sentirnos incómodos e impacientes al leer parte de su obra reunida (Cuentos, FCE, México, 2007). Reeditados los dos libros de relatos más importantes de Garro, además de un cuento inédito incluido, el lector se hallará ante un paraje de vastísimas voces en constante tensión: el México en perpetuo derrumbe que, no obstante su amenaza de caer, nunca estalla como debería; la revolución cristera y la guerra civil española; la cartografía del destierro; personajes tópicos (niños, mujeres, campesinos, desclasados, vulnerables y desprotegidos), escribiendo su versión de la historia desde la marginalidad; y sobre todo, una mujer: siempre Elena confundiendo sus nombres, extraviándolos en la necesidad de escribir para redimirse, explicarse y entender cada terreno minado donde se detuvo (México, España, Francia, Estados Unidos).

Con una introducción de Lucía Melgar, en que se enfatiza la relevancia literaria de Elena Garro por encima del controvertido papel de la autora en la escena pública y política (la tormentosa relación con Paz, sus declaraciones acusatorias contra los intelectuales en el movimiento estudiantil del 68, su presunta participación como ‘informante del gobierno de Díaz Ordaz’, las excentricidades y amoríos, el cruel exilio, el rumbo, en fin, de lo considerado para algunos ‘la exposición siempre pública y descarnada de su desdichado destino’), este primer tomo nos devuelve dos obras fundamentales: La semana de colores y Andamos huyendo Lola; junto a la posibilidad de examinar en su lectura, ya no digamos el guiño irónico o el diagnóstico político de sus personajes para revelarnos su visión del mundo, sino la belleza expresiva con la que Garro edificó hallazgos estilísticos irrefutables en la narrativa mexicana.

Lo atribuible a Elena Garro (ese sentido “fantástico” de sus historias después inscritas en la ominosa etiqueta del “realismo mágico”), tuvo un sentido distinto al atribuido en García Márquez, Rulfo, Carpentier. “En Garro, la palabra es invocación, advocación, maldición y presagio. La parte mágica de la palabra viene de la cosmovisión indígena pero también del teatro español del siglo de oro, donde el público se dejaba seducir por las imaginerías de un cuentero”, cita Melgar y agrega: “Garro amplía la dimensión de lo real sin romperlo, capta lo insólito que se esconde en los pliegues del tiempo o en el revés de las cosas, pero a diferencia de Borges, por ejemplo, no lleva una lógica al extremo ni construye una trama en función de casualidades causales, sino que percibe e inscribe como parte del tejido de la realidad otra lógica, otra forma de pensar y otro tipo de deseo”.

Pero, ¿quién podría negar incluso la ineludible influencia kafkiana o surrealista lograda gracias al humor negro, el lenguaje poético y delirante en algunos relatos de La semana de colores? ¿Cómo no sentirnos seducidos por el tono irónico y teatral existente en su narrativa? ¿O por el desconcierto producido ante la anulación específica del tiempo, creando en la lectura sensaciones de irrealidad, vértigo y vacío?

El conjunto de relatos de La semana de colores (publicado en 1964) linda entre lo extraordinario y lo común. Se trata de historias en las que lo sobrenatural se confunde con la vida cotidiana sin otorgar concesiones: alimentados por la imaginería y el absurdo, aquí a los personajes les corresponde escribir, desde su memoria reprimida y olvidada, su versión ante la historia “hegemónica, patriarcal, adulta, criolla, racional y razonable” del país que habitan.

En “La culpa es de los tlaxcaltecas”, acaso una de las mejores piezas de Garro, la culpa histórica —ese cáncer congénito identitario— se convierte en metáfora de una mujer casada a la vez con dos hombres: un soldado náhuatl combatiente de los españoles en Tenochtitlán, y un marido anodino del siglo XX. La traición —¡femenina y por tanto abominable!, valga decirlo— duplicada por el tiempo.

Si algo une los relatos de este libro (la voluntad estilística, la poética de la oralidad, la escritura ex-céntrica de seres en perpetua fuga, la evocación nostálgica de la infancia, el capricho del tiempo “todos los tiempos son el mismo tiempo”), algo también los confronta: la relación tensa entre contrarios; tensión resuelta en el lenguaje (el giro críptico de la palabra, la densidad del silencio) y las acciones. No hallamos amos y criados maniqueos, adultos tiranos y niños angelicales, hombres malvados y mujeres sumisas. Atrapados en su contradictoria naturaleza humana, los personajes van de víctimas a verdugos sin la menor sutileza, obligados a representar su violencia en escenarios de los que difícilmente logran escapar.

Andamos huyendo Lola (1980) significa, en cambio, una transición abrupta de temas y estilo. Escrito quizá en los años correspondientes al exilio de Garro, el rasgo autobiográfico se enfatiza. Aquí, distintas voces recuerdan desde su visión parcial la anécdota azarosa de haber conocido a dos mujeres cuya constante casi patológica es el misterio de un peligro inefable. La fuga de éstas, en compañía de sus gatos, tiene un telón de fondo sombrío: atmósferas sórdidas, tiempos y espacios más definidos, así el itinerario —si acaso existe— esté signado, de nuevo, por la incertidumbre. Si estos relatos se corresponden con el periodo neoyorquino de la autora (con sus vivencias en hoteles y pensiones), lo asombroso no es el cariz biográfico, sino el presenciar la sublimación literaria, ahí donde Garro es capaz de distanciarse de sí misma para verse con escarnio e ironía: ningún enemigo sino ella frente al espejo, ninguna errancia más sistemática que la suya. Bien lo señala Lucía Melgar: en Andamos huyendo Lola encontramos “la mirada sensible y crítica de Elena Garro sobre la marginalidad”, “una narrativa de la memoria y el exilio como la búsqueda de una voz a contracorriente”.

Podría reprochársele a Elena Garro haber sido insidiosa con sus personajes y tramas (la persecución in crescendo cercana a la locura se vive no sólo en estos relatos, sino en las novelas Un corazón en un bote de basura o Testimonios sobre Mariana), pero justo el trazo obsesivo de las mujeres protagónicas (van de pensión en pensión, de ciudad en ciudad fugándose de sus destinos ambivalente y letales) las vuelve hermosas por inadaptadas, outcast, como Elena decía.

Al final, y más allá de oír detrás de estos relatos la maquinaria infernal de la escritura como un ajuste de cuentas, como una reinvención fabuladora de la memoria, lo que resuena es el concierto de historias —inusuales algunas, abruptas y violentas otras— grabadas por la sensación de la melancolía, la soledad y el desamparo de todo aquello que conmueve por su intimidad, pero también por su intemperie.

Texto publicado originalmente en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, agosto de 2007. Incluido sólo en la edición digital de Confabulario.

El río y el encuentro

25/Agosto/2013
Confabulario
Jorge Fernández Granados

El destino es el tema de los mejores poemas de Álvaro Mutis. No el único, pero sí aquel que despierta sus más hondas resonancias. Entiendo aquí por destino la supuesta fuerza o causa a la que se atribuye la determinación de todo lo que ha de ocurrir, cierta fuerza adscrita particularmente a cada ser, que gobierna su existencia de manera favorable o adversa. Considero que el destino formula para él dos grandes metáforas: el río y el encuentro.

El río

La creciente”, el texto que abre la Summa de Maqroll el Gaviero1 nos presenta ya la primera evocación central: cierto recuerdo infantil del río Coello, en la región colombiana de Tolima, cuya creciente al amanecer arrastra las más diversas materias, confundidas en el agua: árboles, ramas, restos vegetales, animales vivos y muertos, máquinas, estructuras deshechas e irreconocibles, cuerpos ahogados… “Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra”.2
Este recuerdo lo persigue y lo fascina. Aparecerá bajo diversos episodios, en elegantes juegos de metáforas, a lo largo de su obra, tanto poética como narrativa: el río, las aguas que transitan sin cesar, que parecen conducirse a sí mismas y arrastran todo lo que se interpone a su paso, el agua como portadora de la vida y de la muerte. Esta metáfora acude espontáneamente en diversos pasajes, pero también Mutis la desarrolla con más amplitud en otros dos poemas, “Exilio” y “Siete nocturnos”:

El río de nuevo.
El mismo que conocí hace poco más de treinta años y cuya parda corriente
donde los remolinos trazan la huella de un poder sin edad, de una providente rutina soñadora—
no ha dejado de visitarme desde entonces cada noche.3

No es una casualidad que en esa primera evocación del río estén ya presentes también un par de entidades distintivas de toda su obra literaria: por un lado el tránsito, la caravana, la circulación de la riqueza de seres y de objetos por el mundo, en este caso arrastrados por el río de su región natal; y por el otro la manifestación inesperada de una fuerza integral y superior que conduce los destinos. Es decir, dos fuerzas de arrastre. Pero dos fuerzas ajenas por completo al hombre. Dos fuerzas de la naturaleza ante las cuales el hombre es un simple objeto arrastrado. El destino es percibido como una fuerza fluvial capaz de traer a la superficie (al presente) lo que se halla escondido o no manifestado aún. Fuerza a cuyo poder de arrastre nada se escapa, hecha de puro poder y capricho. No es solamente un río entonces el que evocan estos poemas, es la persistente imagen de la fatalidad:

Es entonces cuando el río me confirma en mi irredenta condición de viajero,
dispuesto siempre a abandonarlo todo para sumarme al caprichoso y sabio dominio de las aguas en ruta,
sobre cuya espalda será más fácil y menos pesaroso cruzar el ancho delta del irremediable y benéfico olvido.4

Esa imagen del destino puesto en las aguas de un río es quizá la que lo lleva a desarrollar la figura de Maqroll: el Gaviero, el navegante, el aventurero, el eterno errante sobre las aguas que, como uno de los objetos arrastrados por el Coello, se abandona al irrequieto flujo del devenir. “Maqroll mantenía el rumbo, en el centro de la corriente, sentado en un banco de tablas. Dejábase llevar por el río, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, más frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Allí el río empezaba a confundirse con el mar y se extendía en un horizonte cenagoso y salino, sin estruendo ni lucha”.5
De este modo inventa al personaje que sabe navegar por el río (y por el mar), pero también al personaje que sabe que las aguas finalmente lo conducen, para bien o para mal, a su destino. Lo entiende y lo acepta como un oficio justo para su condición humana. Las aguas, finalmente, son también las del tiempo y Maqroll fluye por los días de su vida con la serenidad e incertidumbre con que pilotea su barca en la corriente. Así, el personaje de Álvaro Mutis muere precisamente en las aguas del estero de un río. No podía ser de otra manera: “El Gaviero yacía encogido al pie del timón, el cuerpo enjuto, reseco como un montón de raíces castigadas por el sol. Sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos”.6
En la muerte de Maqroll precisamente en las aguas del río la primera de las grandes metáforas del destino que animan la poesía de Mutis parece evidenciarse en toda su magnitud y alcanzar una estatura épica.

El encuentro

Los primeros libros de la Summa de Maqroll el Gaviero parecen incluso intentar, en ocasiones, reproducir aquella misma fuerza fluvial e ingobernable del río a través de una procesión de imágenes y tropos, inesperados y no en pocas ocasiones delirantes: “Un enorme cangrejo salió de la fuente para predicar una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron sobre su caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos del pueblo lo crucificaron por la tarde en la puerta de una taberna”,7 donde es innegable la influencia que el surrealismo mantiene con esta etapa de su escritura (libros anteriores a Los emisarios). Influencia que se disipará paulatinamente en sus siguientes colecciones, más íntimas y precisas en su lenguaje. El componente narrativo, por el contrario, nunca deja de acompañar y singularizar su poesía y es tal vez en Caravansary donde alcanza su más distintivo perfil.
Es notable, asimismo, cómo la otra gran metáfora del destino, el encuentro, aparece también casi desde el principio de la Summa de Maqroll. Tal metáfora, en una serie de magníficos poemas dispersos a lo largo de todo el volumen, se confirma y desarrolla.
Con un tono que aún evoca mucho a Paul Éluard o a Robert Desnos, el poema “Una palabra”, del libro Los elementos del desastre, nos plantea la posibilidad de que todo poema provenga de una palabra pronunciada por casualidad. El encuentro del poeta con esa palabra desencadenaría, como si de un conjuro o de una reacción química se tratase, el destino insospechado de dar forma a un particular poema; el cual, por cierto, no es visto como don o riqueza alguna, sino como una “fértil miseria”:

Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada…

[...]

Sólo una palabra.
Una palabra y se inicia la danza
de una fértil miseria.8

Tenemos así que el poema es un encuentro; casi una casualidad si no fuera porque es una palabra jamás antes pronunciada (¿por el poeta?, ¿por el idioma?) la que lo produce. Ni el poeta ni el lenguaje saben cómo sucede, o mejor dicho, ninguno sospecha que tienen una cita en una palabra que les está predestinada para encontrarse.
El encuentro también puede ser con la muerte; y en este caso la hora y el sitio son tan irrevocables como desconocidos:

Bien sea a la orilla del río que baja de la cordillera

[...]

O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado

[...]

O quizá en el hangar abandonado en la selva

[...]

También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;
pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.9

Tanto en este poema, titulado convenientemente “Cita”, como en el anterior, ni el arte ni la muerte son razones, procesos o consecuencias de la vida; no son producto de la voluntad individual tampoco de divinidad alguna; son, sencillamente, encuentros, encuentros con el destino.
La condición esencialmente azarosa de estos encuentros les otorga su misterio pero también nos impide preverlos, manipularlos y, lo peor, seguramente la mayoría se nos pasan de largo; todo el tiempo, sin darnos cuenta, simplemente no coincidimos con ellos y los perdemos. En “Canción del Este” nos dice:

A la vuelta de la esquina
un ángel invisible espera;
una vaga niebla, un espectro desvaído
te dirá algunas palabras del pasado

[...]

Ni la más leve sospecha,
ni la más leve sombra
te indica lo que pudiera haber sido
ese encuentro. Y, sin embargo,
ahí estaba la clave
de tu breve dicha sobre la tierra.10

El encuentro bien puede no acontecer, entonces, y las posibilidades de que se anule son matemáticamente superiores a las de que ocurra. Pero la sola idea de que algo estuviera aguardándonos a la vuelta de la esquina y no acudimos a la cita, perdiendo de esta manera la clave de nuestra breve dicha sobre la tierra es, en cierto aspecto, una ironía celeste o una ficción borgeana.
No voy a hablar aquí de los vínculos entre Mutis y Borges, que no son pocos. Ése sería tema para otro ensayo. Baste sólo con señalar que la compleja metáfora del encuentro con el destino en el escritor colombiano tiene más de una coincidencia con las concepciones literarias de Jorge Luis Borges.
Más adelante, llegamos al libro Los emisarios, donde el tema de los encuentros y los desencuentros con el destino adquiere una madurada hondura y una belleza particular. Todo este libro está dedicado a esas insospechadas entidades (personas, lugares, objetos, instantes) que nos comunican desde el exterior algo que sólo era una intuición en el interior. Inmejorable, el epígrafe del poeta cordobés Al-Mutamar-Ibn Al Farsi, lo advierte: “Los emisarios que tocan a tu puerta / tú mismo los llamaste y no lo sabes”.
Uno de los encuentros con sus emisarios se da en, o más bien es, la ciudad de “Cádiz”, lugar del que provienen sus ancestros y donde el hallazgo es ante todo una heredad espiritual:

Y llego a este lugar y sé que desde siempre
ha sido el centro intocado del que manan
mis sueños, la absorta savia
de mis más secretos territorios,
reinos que recorro, solitario destejedor
de sus misterios, señor de la luz que los devora,
herencia sobre la cual los hombres
no tienen ni la más leve noticia,
ni la menor parcela de dominio.11

Se trata de un encuentro consigo mismo, o con una parte desconocida hasta entonces de él mismo, que se hallaba dispuesta en una ciudad distante. El emisario en este caso es la ciudad de Cádiz; pero el encuentro no es con ella sino con una zona de su personalidad que él reconoce por primera vez ahí. Ella le hace saber que su destino no es sólo individual y que se halla unido a una herencia desconocida.
Quizás el poema donde lleva más lejos (y más alto) el atisbo del significado del encuentro con el destino es “Una calle de Córdoba”. Si Maqroll, el aventurero marino, no conoce jamás el descanso sino hasta que halla la muerte en el río —y aun sus ojos abiertos y fijos en la nada nos permiten sospechar que no es la paz, sólo el fin lo que allí le aguardaba—, el otro Mutis, en cambio, es tocado por la más inefable plenitud en una calle de Córdoba:

en una calle de Córdoba cuyo nombre no recuerdo o quizá nunca supe,
a lentos sorbos tomo una copa de jerez en la precaria sombra de la vereda.
Aquí y no en otra parte, mientras Carmen escoge en una tienda vecina las hermosas chilabas que regresan
después de cinco siglos para perpetuar la fresca delicia de la Medina en los tiempos de Al-Andaluz,
en esta calle de Córdoba, tan parecida a tantas de Cartagena de Indias, de Antigua, de Santo Domingo o de la derruida Santa María del Darién,
aquí y no en otro lugar me esperaba la imposible, la ebria certeza de estar en España.
En España, a donde tantas veces he venido a buscar este instante, esta devastadora epifanía,
sucede el milagro y me interno lentamente en la felicidad sin término

Plenitud que parece desprenderse de todo y de nada, accidente dentro del devenir que, paradójicamente, anula el devenir por un instante que asimismo parece contenerlo y desbordarlo. La cita con esa felicidad sin término no es posible concebirla y menos predecirla, pero él se atreve a orar por que se cumpla, porque aparezca el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para mí:

Desde niño he estado pidiendo, soñando, anticipando
esta certeza que ahora me invade como una repentina temperatura, como un sordo golpe en la garganta,
aquí en esta calle de Córdoba, recostado en la precaria mesa de latón mientras saboreo el jerez
que como un ser vivo expande en mi pecho su calor generoso, su suave vértigo estival.
Aquí, en España, cómo explicarlo si depende de las palabras y éstas no son bastantes para conseguirlo.
Los dioses, en alguna parte, han consentido, en un instante de espléndido desorden,
que esto ocurra, que esto me suceda en una calle de Córdoba,
quizá porque ayer oré en el Mihrab de la mezquita, pidiendo una señal que me entregase, así, sin motivo ni mérito alguno,
la certidumbre de que en esta calle, en esta ciudad, en los interminables olivares quemados al sol,
en las colinas, las serranías, los ríos, las ciudades, los pueblos, los caminos, en España, en fin,
estaba el lugar, el único e insustituible lugar en donde todo se cumpliría para mí
con esta plenitud vencedora de la muerte y sus astucias, del olvido y del turbio comercio de los hombres.
Y ese don me ha sido otorgado en esta calle como tantas otras, con sus tiendas para turistas, su heladería, sus bares, sus portalones historiados,
en esta calle de Córdoba, donde el milagro ocurre, así, de pronto, como cosa de todos los días,
como un trueque del azar que le pago gozoso con las más negras horas de miedo y mentira,
de servil aceptación y de resignada desesperanza,
que han ido jalonando hasta hoy la apagada noticia de mi vida.
Todo se ha salvado ahora, en esta calle de la capital de los omeyas pavimentada por los romanos,
en donde el Duque de Rivas moró en su palacio de catorce jardines y una alcoba regia para albergar a los reyes nuestros señores.
Concedo que los dioses han sido justos y que todo está, al fin, en orden.12

Lo curioso es que la cita con esta plenitud tendría que haberse dado si es que existe el destino, puesto que no es casual. Se trata de una señal, una evidencia pactada con el orden de la divinidad. Puesto que los dioses han sido justos, todo está, al fin, en orden. Pero sólo en un mundo donde haya un orden puede hablarse de destino. Orden y destino van juntos porque son la manifestación de una misma estructura —desconocida pero no caótica— de la realidad. El instante que se hallaba en una calle de Córdoba, y que él pidió a los dioses, era la certeza de la existencia de dicho destino, es decir, del orden. El emisario mayor era precisamente este encuentro con el sentido de los encuentros.

Conclusión

Podemos decir ahora que la persistencia del tema del destino, en sus dos grandes metáforas que aquí se comentan, y la búsqueda de un orden son, en la obra de Álvaro Mutis, una misma entidad. Pero esta entidad oscila o evoluciona entre la poderosa y caótica corriente del río que todo lo arrastra, y la secreta y exacta coincidencia de una cita. El río y el encuentro son figuras que aluden al destino, pero como hemos visto lo conciben de maneras distintas. En la primera el destino es una fuerza dinámica y fértil, pero carente de sentido; mientras que en la segunda es un álgebra minuciosa y constructiva, aunque enigmática. Ambas entrañan, sin embargo, visiones totales de este orden interrogado por su poesía.
Ensayo perteneciente al libro El fuego que camina. Huellas de 17 poetas hispanoamericanos, de Jorge Fernández Granados, que próximamente publicará la Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, en la colección El Centauro. Incluido en la edición digital de Confabulario, con motivo de los 90 años de vida que Álvaro Mutis cumple hoy 25 de agosto.
1 Álvaro Mutis, Summa de Maqroll el Gaviero, poesía reunida, Fondo de Cultura Económica, México, 2002. Tierra Firme.
2 Álvaro Mutis, “La creciente”, Primeros poemas (1947-1952), op. cit. p. 22.
3 Álvaro Mutis, “Siete nocturnos”, V. Un homenaje y siete nocturnos, op. cit., p. 260.
4 Ibid., p. 261.
5 Álvaro Mutis, “En los esteros”, Caravansary, op. cit., p. 172.
6 Ibid., p. 174.
7 Álvaro Mutis, “El húsar”, III. Los elementos del desastre, op. cit., p. 57.
8 Álvaro Mutis, “Una palabra”, Los elementos del desastre, op. cit., pp. 51-52.
9 Álvaro Mutis, “Cita”, Los trabajos perdidos, op. cit., pp. 87-88.
10 Álvaro Mutis, “Canción del Este”, ibid., p. 106.
11 Álvaro Mutis, “Cadiz”, Los emisarios, op. cit., pp. 180-181.
12 Álvaro Mutis, “Una calle de Córdoba”, ibid., pp. 194-196.

El destiempo de una novela crítica

25/Agosto/2013
Confabulario
Lucía Melgar

Dramaturga, narradora, ensayista, periodista, guionista, lectora, testigo de su tiempo e intelectual pública comprometida y controvertida, Elena Garro nos ha legado una obra amplia, compleja y desgarrada en sus distintas facetas de luz y sombra. Mujer de su tiempo, Garro lo observa y vive a fondo, lo inscribe en su memoria y a través de ésta recrea en su escritura sus contradictorias facetas. Su obra da cuenta del compromiso de Garro con su oficio, y ofrece una visión lúcida, desencantada o apasionada de un siglo xx turbulento. Desde Los recuerdos del porvenir, su escritura ilumina tanto los paraísos perdidos de la infancia como las historias acalladas de las luchas y los ideales fracasados del siglo XX. La Historia y las historias, las memorias y la autobiografía novelada se funden en una obra que, como ha señalado la crítica, da voz a los marginados, libertad a la imaginación, dimensiones maravillosas a la vida y poder transformador a la palabra. La veta poética de Garro, su talento dramático, su originalidad destacan sobre todo en Los recuerdos, en los cuentos de La semana de colores (también publicada como La culpa es de los tlaxcaltecas) y en el drama Felipe Ángeles. Como ha señalado Gabriela Mora, bastarían Los recuerdos del porvenir y La semana de colores para situar a Garro a la par de Rulfo.

No obstante la calidad de sus mejores textos, la obra garriana y en particular su primera y mejor novela no han sido del todo accesibles al gran público. Incluso hoy se echan de menos los grandes tirajes conmemorativos del medio siglo de La región más transparente o Rayuela. La dinámica del mercado, las tensiones del ámbito literario y las contradicciones de la figura pública de Garro, cuya huella aún persiste en algunos círculos, han acotado el impacto cultural y la intensa experiencia que ofrece la lectura de una novela magistral.

Sin embargo, como afirmara en los años setenta el escritor argentino José Bianco, Los recuerdos del porvenir quedan; la política, la vida y sus personajes pasan. De ahí que, sin restar importancia a una necesaria historia intelectual del siglo XX ligada a una historia de la recepción de la obra, que permitirían apreciar mejor la figura pública de Garro como escritora y crítica de su tiempo, interese más proponer aquí un acercamiento a Los recuerdos como texto literario que conlleva códigos, enigmas, relaciones intertextuales y tensiones internas que han sugerido y sugieren ciertas formas de leer, o instigan a cuestionar y subvertir la lógica de la realidad desde el mundo novelesco.

En particular, quisiera retomar y proponer líneas de lectura de Los recuerdos del porvenir desde el destiempo, como obra en que se conjuntan la demora y la anticipación, como novela que “llegó tarde” y se adelantó a su época; cuyo lugar, en apariencia secundario, no se debería tanto (o no tan sólo) a leyendas negras o influjos biográficos, como a su textura y complejidad. Desde esta perspectiva, la novela puede apreciarse como precursora de innovaciones que transformaron la literatura latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX, como exploración temprana de facetas del mundo social e ideológico que sólo más tarde pasarían al debate público, y como territorio de signos donde subsisten zonas inexploradas.

A modo de invitación al viaje, más que argumento desarrollado, ofrezco aquí algunas notas para una relectura de Los recuerdos del porvenir desde el pasado y hacia el futuro.

De destiempos y primeras lecturas

Novela emblemática del mundo garriano, Los recuerdos del porvenir inicia o predice la sujeción de los manuscritos a las vicisitudes de su autora y su entorno, en el camino de la creación a la imprenta. La historia de su publicación, tal como se delinea a través de la correspondencia y algunas entrevistas de Elena Garro, remite también a la construcción del mito de origen que elaborara su autora y a sus contradicciones.

Como se sabe, la novela, publicada en 1963, fue distinguida entonces con el Premio Villaurrutia a la par de La feria de Arreola. Aparece en el ámbito literario como contemporánea de La muerte de Artemio Cruz y Oficio de tinieblas y precursora de Cien años de soledad. Sin embargo, a través de sus cartas con los escritores argentinos José Bianco y Adolfo Bioy Casares en los años cincuenta, y declaraciones posteriores a Emmanuel Carballo, sabemos que Garro empezó la novela en Francia hacia el invierno de 1951-52 y terminó una primera versión en Berna en 1953. De haberse publicado por ese entonces, se habría leído tal vez al lado de Pedro Páramo, lo que permite imaginar un diálogo más rico e intenso entre ambas. La falta de manuscritos en el archivo de Garro en la Universidad de Princeton nos impide especular más. Sabemos que en la década que separa la creación inicial de la obra publicada, la autora extravió y recuperó el manuscrito, lo echó al fuego y su hija (o su sobrino) lo rescató. En 1957 Garro menciona la novela como posible libro y más adelante manifiesta un claro interés por publicar que no aparece en versiones posteriores. Le interesa sacar la novela en inglés y francés, pero debe antes tenerla en español, por lo que le pide a Bianco que se la corrija y le ayude a buscar un editor en Argentina, convencida de que en México (por sus actividades políticas) no le publicarían nada. Pese a los esfuerzos de Bianco y Bioy, la editorial Fabril de Argentina rechazó la novela, por razones que desconocemos. Se conserva en cambio la respuesta del editor español Carlos Barral, a quien Garro había enviado el manuscrito: Los recuerdos, explica, no encaja en el panorama editorial español donde prima el realismo (1962). Aunque retrospectivamente sorprenda esta falta de visión, es evidente que la veta fantástica y mágica que fascinaba a Bianco, Bioy y Paz, no había encontrado su momento. Garro cedió entonces a la insistencia de Paz, quien propuso la novela a la editorial Joaquín Mortiz. Tras su publicación, Paz también formó parte del jurado que la premiaría, aunque según su correspondencia con Usigli (citada por Leñero) no votó “por razones obvias”.

Mientras que este enmarañado proceso de publicación nos aproxima al mundo editorial de la época, las versiones públicas que de su creación dio Garro han construido un mito de origen que la configura —falsamente— como escritora a su pesar y que —extrañamente— escamotea su perseverancia ante la adversidad e incluso el exceso autocrítico con que descalifica sus Recuerdos como “muy ñoños”, en 1961. Lejos de ser un mero divertimento, esta primera novela alcanza una intensidad narrativa y poética que “ha deslumbrado” a sus primeros lectores (escritores), y demuestra el arte de Garro para transmutar las vivencias y el dolor personal en una historia de desdicha colectiva, donde la violencia arruina ilusión y vida, y persiste en la memoria la magia de la palabra.

Rupturas y reinterpretaciones

Desde un inicio, Los recuerdos del porvenir es una y muchas novelas. Continuadora de la literatura fantástica y precursora del “realismo mágico”, novela de la memoria que “contiene todos los tiempos”, relato histórico y novela de amor desdichado, queda al margen del boom latinoamericano, aunque pueda leerse como “nueva novela”, porque este club excluye a las escritoras, así se apelliden Bombal, Ocampo (como antecesoras) o Garro. Atrae, no obstante, el interés de la mejor crítica mexicana y extranjera que va trazando tres líneas de lectura principales a partir del narrador colectivo, el elemento fantástico y la reinterpretación histórica —retomadas y ampliadas en lecturas posteriores—. Desafortunadamente, en un primer momento su visión del pasado choca con el discurso político todavía dominante en 1963 y se adelanta a las revisiones del sentido de la Revolución mexicana. Tachada de novela cristera, algunos la consideraron reaccionaria, cuando es sobre todo una novela de la microhistoria que escucha y da voz a los vencidos, y despliega una aguda crítica de la revolución fracasada y de una posrevolución que pretende imponer el orden del terror, y despojar a las comunidades de sus tierras y de la espiritualidad que les permite vivir con dignidad pese a la miseria. Si con el tiempo la configuración positiva de la iglesia y de la religión que distingue la obra de Garro ha perdido notoriedad, su crítica del poder desde los márgenes ha cobrado mayor importancia y le otorga, en mi opinión, una actualidad que la sitúa a la par de Pedro Páramo y Yo el Supremo, como grandes novelas que exploran los abismos de un poder que, en su afán de absoluto, destruye vidas y tierras, distorsiona el discurso público con mentiras, busca apropiarse de todas las versiones de la historia para imponer su voz única, y acaba por congelar el tiempo y el espacio en el silencio de la muerte.

Del destiempo a la actualidad

Si ya esta variedad y bifurcación de lecturas ha dado vida y vigencia a un texto que, en más de un sentido, superó a sus contemporáneos, en el contexto literario y sociopolítico actual cabe destacar la actualidad de una visión crítica que se caracteriza por su compleja conceptualización de la violencia, por la centralidad de las mujeres y de la violencia de género, y por la defensa de la imaginación, el arte y la palabra, contra la opresión, la mentira y la destrucción.

Los recuerdos se ha considerado una “obra feminista de primer orden” (ha dicho Mora) y puede decirse que sintetiza los planteamientos centrales de una crítica del patriarcado y sus violencias que se despliega a través de cuentos, novelas y obras de teatro. Su originalidad —aún hoy— radica en que no sólo cuestiona el orden machista y reivindica la libertad de las mujeres, también devela la violencia sexual y su ocultamiento, muestra conexiones ocultas entre violencias públicas y privadas, da expresión al deseo femenino, y reconoce que las ansias de liberación de las mujeres no bastan para alcanzar la libertad o la felicidad. Sin duda, en un país y un mundo atravesados por la violencia —y por la violencia extrema, cotidiana y naturalizada contra las mujeres, los indígenas, los pobres y todo aquel que carezca de poder—, esta novela y dramas como Los perros y El rastro, cuyas historias podrían contarse hoy, merecen una mayor atención de la crítica y del público lector.

Más allá de la lucidez de la crítica, de la inteligencia y sensibilidad de la narración, a lo largo de este medio siglo la obra de Garro se ha destacado por la belleza y el poder de su prosa. Desde las farsas de 1957 y con singular maestría en Los recuerdos, la magia de la palabra se despliega, reivindica y reafirma en los mejores textos de la escritora. Poeta en la prosa y maga en la imaginación, maestra en el oficio de pulir y moldear el lenguaje, Garro le otorga a la palabra el poder de transformar el mundo, de embellecer la vida, detener el horror o provocarlo. Su prosa, cercana a la poesía en su entrelazamiento de palabra y silencios expresivos, sus imágenes deslumbrantes, su oralidad musical, el ritmo variado de diálogos y descripciones, da cuenta de una escritura poderosa y sutil y de una “fe” en la palabra tan honda como la que atribuye su autora a Felipe Ángeles y Juan Cariño, sus personajes más garrianos. En la fe del loco de Ixtepec en la palabra transformadora y en su temor a los vocablos peligrosos “que deberían permanecer secretos” se enciende y se apaga la ilusión como ficción y esperanza de alcanzar la felicidad.

En los tiempos que corren corresponde cerrar esta invitación al viaje por la memoria de un pueblo petrificado por la violencia, con la imagen entrañable de un “Presidente” —como se lee en esa primera novela— cuya “misión secreta era pasearse por [las] calles y levantar las palabras malignas pronunciadas en el día… Una por una las cogía con disimulo y las guardaba debajo de su sombrero de copa. […] Todos los días buscaba las palabras ahorcar y torturar y cuando se le escapaban volvía derrotado…”

El enigma de Felipe Ángeles

25/Agosto/2013
Confabulario
Julio Aguilar

Hundida en un sofá frente al televisor, con un camisón blanco ligero y muy corto que dejaba al aire sus rodillas angulosas, Elena Garro parecía un recuerdo sin porvenir en medio del ambiente enrarecido por la peste de una docena de gatos que holgazaneaban a sus anchas en el pequeño departamento de Cuernavaca.

Ahí, una tarde de 1993, cinco años antes de la muerte de la escritora, oí dos comentarios a los que no les di importancia: “Octavio me apuraba a escribir las obras para Poesía en Voz Alta, estaba encima de mí apurándome para que las terminara. Lo mismo con Felipe Ángeles…”. En eso la interrumpió, como de costumbre, su hija Helena Paz: “Mi papá le decía que Felipe Ángeles era una tragedia genial. Él quería firmarla”. “Pues por mí hubiera firmado todas”, le respondió entonces Garro.

Aquello fue todo lo que se dijo acerca de Felipe Ángeles antes de que la conversación se interrumpiera para proseguir, mucho más tarde, sobre cualquier otro tema. Así eran las dispersas entrevistas con la narradora y con Helena Paz, hija del poeta Octavio Paz, en las que había que distinguir en qué frase terminaba la realidad y dónde comenzaba la fantasía.

Quince años después, aquellos comentarios cobraron de pronto una dimensión y un sentido inesperados. Entre los volúmenes de correspondencia de Octavio Paz que poco a poco han comenzado a publicarse apareció, a finales de 2008, Jardines errantes. Cartas a J.C. Lambert 1952-1992 (Seix Barral) un tomo de misivas que el poeta dirigió a su traductor al francés de cabecera. En ese libro, en una carta fechada el 9 de diciembre de 1955, Octavio Paz escribe a Jean-Clarence Lambert:

“En estos días, en colaboración con Helena, he escrito —aprovechando diez días en que me fugué a un pueblo cercano a la ciudad de México— una tragedia mexicana. Aún no está terminada del todo. Apenas lo esté la ofreceremos a alguna compañía […]. También pensamos mandarla a María Casares. Posiblemente a María le interese, pues aunque se trata de un tema de la revolución mexicana, posee interés universal. Naturalmente estamos a oscuras acerca del valor de lo que hemos hecho”.

Para quienes conozcan al menos un poco la obra y trayectoria de Paz así como las de Garro, ese documento es, por lo menos, desconcertante ya que no se conoce ninguna obra teatral escrita por Octavio Paz además de La hija de Rapaccini, una pieza breve en un acto que ni es “una tragedia mexicana” ni aborda “un tema de la revolución”.

Pero quien sí tiene en su bibliografía una obra con esas características precisas es Elena Garro, autora de Felipe Ángeles, un drama histórico considerado por muchos críticos como una de las grandes obras del teatro mexicano del siglo XX. Para mayor desconcierto, los estudiosos de la obra de Garro fechan la escritura de Felipe Ángeles entre 1954 y 1956, es decir, el periodo en que Octavio Paz escribió a Lambert la carta citada. La fuente de ese dato era la propia autora.

Hasta antes de esta investigación, ningún estudioso de la obra de Paz había manifestado públicamente sus inquietudes sobre el enigma que guarda la carta del poeta. ¿Se trata de una obra de teatro de Octavio Paz hasta ahora desconocida? ¿Él y Garro coescribieron una primera versión inédita de Felipe Ángeles? ¿El texto conocido de esa obra es en realidad tanto de Elena Garro como de Octavio Paz? ¿En qué consistió su colaboración? ¿Él se atribuyó en esa carta una obra que no era suya? Esas preguntas son parte de lo que podría llamarse el enigma sobre Felipe Ángeles.

La obra desconocida de Paz

“Tengo mis sospechas sobre a qué se refería Octavio, pero yo no le puedo confirmar nada. Podría hablar sobre su vida, pero no soy especialista en su obra”, me dijo Marie-José Paz, segunda esposa y viuda del poeta, cuando la llamé para preguntarle si Octavio Paz le reveló alguna vez que hubiera escrito otra obra de teatro además de La hija de Rapaccini.

“¿Se tratará de alguna versión de Felipe Ángeles?”, le pregunté a la señora Paz. “No estoy segura, pero… creo que sí”, me respondió.

Que Octavio Paz haya escrito más teatro que aquella obra basada en un cuento de Nathaniel Hawthorne que se estrenó como parte del legendario programa de Poesía en Voz Alta en 1956, es un asunto que no ha sido explorado en ningún estudio sobre el poeta. Ése es uno de los pendientes de Enrico Mario Santí, quien prepara una amplia y documentada biografía sobre el único Premio Nobel de Literatura mexicano. En ese trabajo, en el capítulo que estará dedicado a la participación de Paz en Poesía en Voz Alta, el ensayista de origen cubano adelanta que escribirá sobre el tema.

“En efecto, a finales de 1955 Octavio Paz y Elena Garro estaban elaborando un texto trágico, una tragedia sobre la Revolución mexicana. Me di cuenta del dato cuando revisé en París la correspondencia que se publicó”, comenta vía telefónica Santí, profesor en la Universidad de Kentucky y un estudioso a conciencia de grandes autores de la literatura latinoamericana, como Pablo Neruda, José Lezama Lima, Reinaldo Arenas y, por supuesto, Paz.

Santí, quien mantuvo una comunicación privilegiada con Paz en largas conversaciones sobre diversos temas, lamenta no haber podido comentar con él el contenido de la carta a Lambert. “Tomé nota del asunto, pero no profundicé. Desafortunadamente ya no pude comentarlo con Paz. Ahora no sabemos si ese texto es Felipe Ángeles tal como lo conocemos o si es una versión primitiva que después la propia Elena Garro pudo haber revisado”, reflexiona Santí.

Si por el lado de Paz las fuentes pueden ser limitadas para dar luz al asunto, por el lado de Garro hay más opciones. Sin embargo, antes había que agotar las posibilidades y preguntar directamente a Jean-Clarence Lambert, el corresponsal al que Paz escribió la carta en 1955.

Desde París, Lambert, un poeta apreciable de las letras francesas, respondió por correo electrónico: “Me parece muy plausible que se refiera a Felipe Ángeles, obra que fue de gran preocupación para Elena Garro durante unos años […] Lamento mucho que las cartas de OP se publicaran sin notas y/o comentarios míos…” Lambert no pudo aportar más.

Hasta aquí sólo había una certeza: además de La hija de Rapaccini, en los años cincuenta Octavio Paz escribió otra obra de teatro.

Las pistas de Elena Garro

De acuerdo con su propio testimonio, Elena Garro comenzó a documentarse sobre la figura del general revolucionario Felipe Ángeles hacia 1954, una vez que la familia formada por ella, Octavio y su hija Helena regresó a México luego de un largo periplo por Estados Unidos, Europa y Oriente. Esa vida errante se debía a que desde 1943 Paz hacía una carrera diplomática.

De vuelta al país, Elena se involucró en el activismo en pro de reivindicaciones agrarias de grupos campesinos. Se acrecentó entonces su interés por los temas de la Revolución mexicana y por figuras específicas: las de los revolucionarios marginados por la historia oficial, entre ellos Felipe Ángeles, sobre quien comenzó a buscar información de primera mano en hemerotecas y en los archivos históricos de la Secretaría de la Defensa Nacional, apoyada por el general Carlos Zapata Vela, contaba la escritora.

Cuando Garro se interesó en el militar, éste era una figura relegada por la historia oficial. Ángeles representa el paradigma del revolucionario íntegro, el humanista del movimiento armado, que fue condenado al paredón de fusilamiento por un consejo militar manipulado por Venustiano Carranza. Así, Felipe Ángeles fue asesinado en Chihuahua en las primeras horas del 26 de noviembre de 1919. Con él, escribió Garro, murió la Revolución.

“Elena tenía interés en Felipe Ángeles como uno de los héroes olvidados de la Revolución. Buscó información en los archivos y de ahí tomó nota de partes del discurso del fiscal para incluirlos en la obra”, explica Lucía Melgar, una investigadora que ha ofrecido en sus investigaciones sobre la escritora trabajos sobrios y rigurosos.

Melgar, quien editó el primer tomo de las Obras reunidas de Elena Garro que publicó el Fondo de Cultura Económica, recuerda que la escritora le dijo en alguna entrevista que Octavio Paz invitó a varios escritores a una lectura de la obra y que al terminar ésta los presentes concluyeron que era imposible montarla porque en aquel entonces el general Ángeles era un tema prohibido.

A parte de esos datos, Lucía Melgar no tenía referencias sobre una posible coautoría de Paz en Felipe Ángeles o sobre una versión desconocida de la obra. “Antes de que la UNAM editara el texto en 1979 tal como lo conocemos, un año después de que la obra fue montada en un teatro de la Universidad, el texto se publicó en Cóatl, una revista de Jalisco. Otros investigadores que han podido ver ese texto aseguran que no hay grandes variaciones”, revela Melgar.

Rastrear aquella versión publicada en la revista Cóatl era imprescindible para conocer el texto primitivo en el que pudo haber colaborado Paz. La publicación, sin embargo, no está en el acervo de la Hemeroteca Nacional ni de grandes bibliotecas especializadas como la del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM o la de El Colegio de México.

Luzelena Gutiérrez de Velasco, coordinadora del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, es una de las personas que ha consultado ese texto y confirma las palabras de la investigadora Lucía Melgar.

“Yo he revisado la obra publicada en Cóatl en 1967. Las modificaciones al texto que hoy conocemos son mínimas. Por otro lado, no veo en Felipe Ángeles la intervención de Paz. A lo mejor lo que él hizo fue darle algún tipo de consejo pero eso es muy diferente a una colaboración. El estilo de Felipe Ángeles no tiene nada que ver con el de Paz, es el de Garro. No sé por qué él escribió eso en esa carta. Ahora bien, como investigadora no meto las manos al fuego para afirmar algo; habría que hacer un estudio serio, profundo, de Felipe Ángeles y eso lo tiene que llevar a cabo alguien que conozca muy bien tanto la obra de Paz como la de Garro”, explica la investigadora del Colmex.

Así que la versión de Felipe Ángeles publicada en la revista no es el eslabón perdido en esta historia, pero ¿Elena Garro habrá comentado con su primer editor la génesis del trabajo? ¿Al poeta nayarita Ernesto Flores, editor de Cóatl, la escritora le habrá dicho algo sobre una primera versión escrita en colaboración con Octavio Paz?

Las versiones encontradas

Ernesto Flores, ya retirado de las actividades académicas y editoriales, finalmente fue contactado en Guadalajara. A sus 80 años, el poeta dice recordar como si fuera ayer lo que Garro le contó sobre Felipe Ángeles. Su testimonio, nunca antes recogido en investigaciones sobre la autora, aporta información inédita al tema.

“Llamé a Elena porque quería que me diera algún texto para publicar en Cóatl. En 1963 yo había leído ‘El árbol’ en la Revista Mexicana de Literatura, y me había gustado mucho el cuento. Nos hicimos amigos y un día en que le insistí, me dijo que había escrito algo sobre Felipe Ángeles, que tenía una obra de teatro escrita años antes. Pero ella considera que no estaba completa porque sólo tenía un acto. Yo le ofrecí todo el número de la revista y ella se entusiasmó. ‘Si de veras la quieres, dame 15 días y te la entrego’, me respondió. Así fue como publiqué la obra por primera vez en 1967”, recuerda Ernesto Flores.

Sin embargo, el poeta afirma que Garro nunca comentó nada acerca de un texto escrito a cuatro manos con Paz que fuera el antecedente de la versión de Cóatl. “Sólo me dijo que reescribió lo que ya tenía, lo recuerdo perfectamente”, concluye Flores.

Es inquietante que Elena Garro se haya referido en 1967 a que la primera versión o borrador de la obra Felipe Ángeles sólo tenía un acto en los años cincuenta; esta es la razón: en octubre de 1978, con motivo de un nuevo montaje de La hija de Rapaccini en La Casa del Lago, Octavio Paz le dijo a Esther Seligson en una entrevista publicada en la revista teatral La Cabra: “…Siempre pensé que lo ideal deberían ser piezas en un acto, de una duración de 40 minutos máximo —l’action restreinte como la llama Mallarmé—, piezas de una gran intensidad tomadas de modelos ideales: el teatro griego, el auto sacramental y el teatro Noh”.

Esas declaraciones de Paz llaman la atención porque Felipe Ángeles, un drama histórico con tema de la revolución, es una obra que contiene elementos característicos del teatro griego; además, si se considera que la supuesta versión primitiva de la obra era de un acto, ¿será posible que el texto desconocido siguiera las ideas de Paz sobre el teatro citadas arriba? ¿En eso consistió una parte o toda la colaboración de Paz?

La hija de Rapaccini, de Paz, así como Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido, todas de Garro sin lugar a duda, son obras breves en un acto que fueron escritas para montarse en Poesía en Voz Alta entre 1956 y 1957. A ese mismo periodo corresponde también la escritura de la primera versión de Felipe Ángeles.

En la carta de la discordia, Octavio Paz sólo comenta a Lambert que en México se había desarrollado “cierto interés por el teatro” sin especificar que se estaba gestando el proyecto experimental de Poesía en Voz Alta. En cambio le confía que él y Helena (escribía el nombre de su primera esposa con h) pensaban enviar su obra a María Casares, la célebre actriz hispano-francesa, esposa de Albert Camus y musa del teatro producido por los autores existencialistas, a quien Paz conoció a principios de los años cincuenta en París en un homenaje a Antonio Machado.

A María Casares es imposible preguntarle si Paz le escribió alguna vez sobre aquella obra misteriosa o incluso si le envió el texto. La actriz falleció en 1996. Pero en México hay gente de teatro que puede aportar información para aclarar el enigma o para hacerlo aun más oscuro…

Héctor Mendoza, una institución del teatro en México, respondió al teléfono. Él recuerda que por instancias de Juan Soriano tomó la dirección de las obras escritas para Poesía en Voz Alta por Octavio Paz y por Elena Garro.

“Ninguno de los dos me comentó que estuvieran escribiendo una obra juntos. Creo que en aquellos años ya se llevaban mal como pareja. Lo que recuerdo es que Elena organizó una lectura de Felipe Ángeles en su casa en la calle Nuevo León. Fuimos Julio Bracho, Juan Soriano, Juan García Ponce, Pilar Pellicer y yo. Octavio no estuvo presente”.

Mendoza dice además que la obra leída no era una versión en un acto sino el texto conocido de Felipe Ángeles. Esto contradice la historia que Garro le contó a Ernesto Flores. Por si esto fuera poco, hay que recordar que en una carta muy conocida de Garro que dirigió a Carballo, recogida en el libro Protagonistas de la literatura mexicana, ella le dijo al crítico que en 1957 escribió la obra en tres actos y que la corrigió en París en 1961.

Para más confusión, el director teatral aclara que lo que se dijo al final de la lectura fue que la obra era “poco teatral”, no que fuera imposible montarla porque abordar el tema del fusilamiento de Ángeles estuviera prohibido, como años después contó la escritora. Las versiones abundan.

Honesto en sus gustos, Héctor Mendoza hoy sostiene lo dicho entonces: “Felipe Ángeles es una obra poco teatral”, afirma. Al margen de esta crítica, el director reflexiona: “Ésa es una obra que, en efecto, no se parece al resto de la producción de Elena; es muy diferente, pero se parece aun menos a lo que escribía Octavio Paz, así que entiendo que eso podría crear dudas. Yo no puedo asegurar nada. Supongo que pudieron darse pláticas entre ellos y de ahí salir ideas para la obra, eso es muy común”, concluye Mendoza.

El eslabón perdido

Elena Poniatowska consignó por escrito la supuesta colaboración de Paz en la obra de Elena Garro. Lo hizo en una frase que pasa casi inadvertida en el libro Octavio Paz. Las palabras del árbol, publicado en 1998.

“Elena Garro confirma que interviniste directamente en una de sus principales obras de teatro: Felipe Ángeles”, escribe la periodista y narradora dirigiéndose a Paz en segunda persona. Poniatowska ya no recuerda cuándo oyó o leyó que Garro hubiera dado ese dato y en qué consistió la intervención del poeta.

“Era una historia muy conocida desde siempre, yo no la inventé. Elena decía que Octavio Paz la ayudó a terminar Felipe Ángeles”, me comenta Poniatowska, y agrega: “Ningún libro sobre Octavio Paz podía ser publicado sin que él lo leyera antes. Ese libro que publiqué lo leyó y si no pidió corregir el dato es que no era mentira, es verdad”, dice la escritora.

Sin embargo, para otros contemporáneos de Paz que lo trataron en su momento, la “historia muy conocida desde siempre” hoy es una novedad. “Es la primera noticia que tengo”, dice Héctor Mendoza al igual que el poeta Ernesto Flores y el crítico y ensayista Emmanuel Carballo; este último es una fuente obligada para investigar sobre la literatura mexicana del siglo XX y sus creadores.

“No sabía ni del rumor ni de la carta, pero si Octavio escribió eso debe ser cierto. Él no era un mentiroso. Hay que investigar a fondo qué hay detrás de esas palabras”, comenta Carballo, quien fue amigo del matrimonio Paz Garro y luego de ambos escritores ya divorciados.

“Soy testigo de que la relación intelectual era realmente buena. Había un diálogo literario muy intenso entre ellos. Octavio tuvo una influencia fundamental tanto ideológica como literariamente en Elena. Sin embargo, aunque a ambos les interesaba la Revolución, era a Elena a quien se le caía de la boca el tema de Felipe Ángeles en sus conversaciones; para ella era una obsesión. Quizá sí pensaron la obra entre los dos pero no creo que la escribieran juntos. No veo el estilo de Paz. De ellos la que sabía hacer teatro era Elena, unas obras bellísimas a diferencia de la de Octavio. Él escribió La hija de Rapaccini, que es infame por aburrida”, dice Carballo.

El verdadero eslabón perdido e imprescindible para aclarar el enigma sin duda es el original de la primera versión de Felipe Ángeles que pudo conservar Elena Garro. Pero no aparece entre los documentos que se han abierto para la investigación en la Universidad de Princeton. “El texto no está. De hecho hay muy pocas cosas de los años en que fue escrita la obra”, confirma Lucía Melgar, quien ha revisado los documentos en aquella universidad estadounidense.

Patricia Rosas Lopátegui, otra investigadora que ha dedicado varios trabajos de lectura obligada sobre Garro y quien ha tenido acceso como nadie a los archivos de la escritora, también confirma que el primer original de la obra no está entre los papeles legados por Elena.

Desde Estados Unidos, donde es profesora universitaria, Lopátegui aporta información al tema. Ella ha consultado un diario inédito de Helena Paz Garro en el que la hija de los escritores apuntó que en diciembre de 1955, su padre se reunió con ella y Elena en Cuernavaca (el dato cuadra: éste es el “pueblo cercano a la ciudad de México” al que se fugó diez días para escribir con su esposa “una tragedia mexicana”, según la carta a Lambert).

El resto de la versión de Helena Paz fue consignada por Rosas Lopátegui en Yo quiero que haya mundo, un grueso volumen publicado en 2008 sobre la dramaturgia de Garro.

“Según Helena Paz, su papá escribió las escenas con los generales pero no sirvieron y Elena las volvió a escribir”, dice la investigadora vía telefónica desde Nuevo México. En el libro, a partir de testimonios de Helena Paz, Rosas Lopátegui abunda en la versión de que Octavio Paz quiso firmar la obra junto con Elena Garro. “Mi papá se sentía autor de Felipe Ángeles, afirma Helena en una entrevista citada por la investigadora.

Sin embargo, hay datos notablemente contradictorios e imprecisos que ofrece la hija de los escritores en sus testimonios. Por ejemplo, los nombres de quienes asistieron a la lectura de la obra. Ella dice que fueron Alfonso Reyes, Carlos Fuentes y Martín Luis Guzmán. Nada que ver con los citados por Héctor Mendoza, presente en la sesión. Esto quizá se deba a que en 1955 Helena apenas era una adolescente de 15 años. Entrevistada en 2009, a punto de cumplir 70, Paz Garro afirma lo dicho: “Mi papá quiso apropiarse de Felipe Ángeles”, dice por teléfono desde una casa de reposo donde se encuentra internada en Cuernavaca. A parte de su propio testimonio ella no ofrece otras pruebas para fundamentar su acusación.

Patricia Rosas Lopátegui, por su parte, afirma que otros miembros de la familia Garro también pueden ser testigos de que Elena Garro es el único autor del texto de Felipe Ángeles que se conoce. Uno de ellos es Jesús Guerrero Galván, cuñado de la escritora, a quien no se pudo localizar. La profesora de la Universidad de Nuevo México coincide con otros en que la prueba definitiva para aclarar el enigma es el original de la primera versión. Al margen de esto ella sostiene, y de hecho encabeza, las opiniones de quienes consideran que Paz fue un obstáculo más que un apoyo para el desarrollo literario de Elena Garro. Su escepticismo sobre una posible colaboración es más que fuerte. Pero hay quienes piensan de otro modo.

“No sería raro que Paz hubiera aportado opiniones sobre la obra. De hecho, hay obras de ambos que pueden leerse como respuestas entre sí, pero este campo ha sido poco estudiado. A Octavio Paz y a Elena Garro se les ha tomado como antagonistas pero la verdad es que tenían una vida intelectual muy rica, por eso no descartaría que haya habido una colaboración de Paz en Felipe Ángeles”, dice Melgar quien tiene esperanzas de que el original de la primera versión de la obra no esté destruido y aparezca en los próximos años, quizá en México, en Estados Unidos o incluso en Argentina, donde los herederos de Adolfo Bioy Casares guardan con celo algunos documentos de Garro de cuando la escritora mantuvo una intensa relación amorosa con el argentino.

Santí coincide con Lucía Melgar en que algunas obras de Garro y Paz pueden y deben estudiarse sin prejuicios antagónicos. “Tenemos ejemplos célebres de colaboraciones entre escritores que han vivido en pareja y creo que ellos no son la excepción. A la obra de Elena Garro la leo con atención porque la considero un contrapunto de la de Paz. La carta de él a Lambert representa que su relación literaria e intelectual con Elena fue significativa, es una señal de riqueza creativa en pareja.

“Por otro lado, la carta también representa un gran problema para los críticos que rechazan la idea de una colaboración entre Paz y Garro porque creen que esto significa disminuir o menospreciar el valor de la obra de ella. Pero la obra de Elena Garro se extiende más allá de esto. Su narrativa y el resto de sus obras teatrales son importantes por sí mismas. Ahora con Felipe Ángeles tenemos una incógnita que no aclararemos hasta que tengamos una prueba concluyente: el manuscrito al que se refiere Paz. El gran problema es que desconocemos dónde está”, concluye Santí.

El enigma sobre la génesis Felipe Ángeles está por aclararse. Podría no resolverse nunca la incógnita, pero en el camino sin duda se conocerá más y mejor la obra de Elena Garro y de Octavio Paz y su colaboración literaria e intelectual durante los años que vivieron en pareja. Y eso no es poca cosa para la literatura mexicana.