martes, 29 de octubre de 2013

Alatorre, crítico literario

26/Octubre/2013
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

Hace unos años, un amigo me preguntó quién era a mi parecer el mejor crítico literario actual y no dudé en responderle que Antonio Alatorre (Autlán de la Grana, Jalisco, 25 de julio de 1922-ciudad de México, 21 de octubre de 2010). Él me dio la razón pero enseguida se lamentó de que Alatorre no publicara más críticas de libros. En realidad, le hice ver, Alatorre siempre estaba publicando reseñas sólo que aparecían publicadas en revistas especializadas que únicamente circulan entre públicos muy específicos. Pero ¿en qué me basé para responderle que Alatorre era el mejor crítico literario de la literatura mexicana? Para empezar, en dos cosas, muy simples en apariencia: Alatorre nunca perteneció a una mafia literaria a la cual serle fiel reseñando favorablemente cada uno de los libros de sus miembros y, por otra parte, no se callaba lo que pensaba sobre un escritor o un libro (quizá esa era la consecuencia de que no cayera muy bien en cenáculo alguno).

La primera reseña que publicó Alatorre fue sobre Los hombres del alba, de Efraín Huerta, en el último número de la revista Pan (enero y febrero de 1946, pp. 39-45). Es una reseña extensa para ser una revistita como lo era Pan hecha, en la práctica, por dos amigos, formada e impresa por ellos mismos en las imprentas del diario El Occidental (donde Juan José Arreola se supone que trabajaba como “distribuidor”) y también para ser Alatorre un joven de apenas 24 años, défroqué del seminario y de la carrera de leyes. Sin embargo, ya en esa reseña, en apariencia elemental, Alatorre muestra que es un atento lector, hace subrayados en los elementos poéticos más importantes que después enumera, puede notarse una ligera capacidad analítica y queda patente su vena crítica. Aunque sólo se limita a ser descriptivo y no hay objeción alguna al poeta es evidente que le gustó Los hombres del alba.

Es significativo que lo primero que haya reseñado Alatorre fuera un libro de poesía de quien en ese momento era un prometedor poeta, apenas unos cuantos años mayor que él, pero quien después se convertirá en uno de los más altos líricos de la literatura mexicana. Por su parte, posteriormente Alatorre será un puntual lector de poesía, de la grecolatina y la de los Siglos de Oro pero también, aunque más esporádico, de poesía moderna: de ello da cuenta esa primera reseña sobre Los hombres del alba y, según lo contó en repetidas ocasiones, por esos días él y Arreola leían con admiración a Pablo Neruda; años después, escribirá otro texto crítico sobre el poema de José Gorostiza, Muerte sin fin (en Biblioteca de México, núm. 1, 1991), en el que, no es erróneo pensar, veía una especie de Primero sueño del siglo XX. En años más recientes, a pregunta expresa, Alatorre me contestó que leía con particular interés a Tomás Segovia y Gerardo Deniz.

Alatorre fue un crítico completo: por una parte, ejerció la crítica literaria activamente y, por otra, lanzó unas cuantas teorías sobre ese quehacer literario. En el germen del activo crítico literario estaba, antes que cualquier otra cosa, su pasión como lector (de esas lecturas se desprendieron sus reseñas, siempre y cuando, como decía él, tuviera “algo que decir”). Por el otro lado, durante 15 años Alatorre impartió la materia de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, que le había heredado Agustín Yáñez y que él, a su vez, heredó a Huberto Batis, y luego un Seminario de Crítica y Teoría que duró otros diez años, ese fue su laboratorio (leían, según escribió él mismo, a razón de un libro a la semana que a la siguiente sesión era comentado). Pero donde en realidad quedó claramente expresada su vena teórica fue en sus Ensayos sobre crítica literaria (Concaulta, 1993), una serie de 12 ensayos sobre el quehacer crítico que escribió y publicó a lo largo de treinta años (el primero es de 1955 y el último de 1987), incluido su discurso de ingreso a El Colegio Nacional.

En uno de esos Ensayos… revela su método: “El buen crítico no estorba, sino ayuda, y su misión, entre otras cosas, es de índole pedagógica, pues guía a los demás lectores. El crítico es un lector, pero un lector más alerta y más ‘total’, de sensibilidad más aguda: las cualidades de recepción del lector corriente están como extremadas y exacerbadas en el lector especial que es el crítico. Y éste, además, tiene una íntima necesidad de comunicación: debe participar a otros la impresión recibida. Recrea, en cierta forma, la obra del poeta; es una especie de creador. En el poeta, la creación tiene un carácter absoluto: él no juzga. El crítico sí juzga, pero en esta tarea no se apoya fundamentalmente en bases científicas, sino en una intuición personal iluminada por la inteligencia”. Me parece que ese “lector especial” que es el crítico, de que habla Alatorre, se convierte en tal, por paradójico que se antoje, gracias a que es un lector interesado en múltiples temas, sólo así podrá aguzar su inteligencia, tener una “intuición personal iluminada” y, entonces sí, juzgar, es decir, ubicar la obra en su justa dimensión. Justo lo que hacía el propio Alatorre: ser un voraz y lúcido lector que ponderaba, o no, las virtudes de una obra literaria.

Siguiendo esa línea, a principios de los años ochenta publicó un par de reseñas en Vuelta: una sobre A ustedes les consta (1981), de Carlos Monsiváis, y otra sobre Los pasos de López (1982), de Jorge Ibargüengoitia, que dio pie a una breve escaramuza entre ambos. Finalmente, la mayoría de sus reseñas de libros y de revistas fueron publicadas en la Nueva Revista de Filología Hispánica, que Alatorre dirigió con gran tino durante más de 30 años. Si bien todas esas reseñas eran académicas (por el lenguaje usado y por el aparato crítico), algunas no dejaban de ser muy severas, con señalamientos concisos de pifias y malinterpretaciones, en particular las ediciones modernas de los poetas de los Siglos de Oro, pero algunas también, como señala Antonio Carreira, “llenas de aportaciones, de pasión y lucidez”. La última que escribió, y que ya no alcanzó a ver impresa en la NRFH, fue sobre una nueva edición del Neptuno alegórico (ed. Vincent Martin, Cátedra, Madrid, 2009) de sor Juana Inés de la Cruz.

Cuando mi amigo me hizo aquella pregunta sobre el mejor crítico literario, lo hizo mientras en unas publicaciones se daba una polémica entre un par de críticos, que justo representaban esa crítica literaria visceral, que denosta más por elementos extraliterarios y que parece actuar más por intereses de grupo (la “Sociedad de los Elogios Mutuos”, la llama Huberto Batis) que por genuino interés literario. Alatorre nunca entró en esa dinámica, su crítica la hizo siempre desde una visión personal, con total independencia pero sobre todo con lucidez y humildad.

Antonio y yo

26/Octubre/2013
Confabulario
Miguel Ventura

Muchos amigos y conocidos de Antonio han hablado ya de sus libros y valiosas contribuciones al conocimiento y la cultura, yo hablaré de mi relación con él. Conocí a Antonio en 1972, en mi primer semestre en la Universidad de Princeton. Antonio fue mi maestro en un curso que pudo haber sido uno más de tronco común de introducción a la literatura latinoamericana. Afortunadamente, no fue sólo un curso más sino que cambió el rumbo de mi vida. Fue el comienzo de una aventura de conocernos y compartir nuestras vidas a lo largo de 38 años. Antes de ir a su clase, tenía yo que asistir obligatoriamente a un curso de educación física —tenis y patinaje sobre hielo—, por eso siempre llegaba un poco tarde. Al llegar, Antonio ya estaba en marcha. Lo que más me impresionaba de este profesor, fumador compulsivo, con pelo largo pero vestido de saco y corbata, era cómo hablaba, y de cosas que a veces se salían del tema, lo que era poco ortodoxo en la academia gringa. Por ejemplo, un día que llegué tarde a la clase, me desconcertó oírlo hablar en inglés, explicando que estaba muy decepcionado de nosotros porque nunca hablábamos en clase; éramos una bola de estudiantes sumamente tímidos. Inmediatamente después empezó a impartir una cátedra sobre la masturbación, siempre en inglés. Si había una cosa que Antonio odiaba era hablar inglés así que era una forma de decirnos que hiciéramos un chingado esfuerzo. Nunca en mi vida había oído a alguien hablar de una forma tan lúcida como seductora. Antonio hablaba, y hablaba, y hablaba, y le fluían las palabras y las ideas mientras no paraba de fumar. Fuera de clase, me contaba del mundo de su infancia en Autlán, Jalisco, sobre literatura, su matrimonio en ruinas, sus hijos, sexo, de música y de mil cosas más. En nuestros largos paseos por Princeton, Antonio me comunicaba su intoxicación con las palabras y la propia celebración de alguien que acababa de descubrir la fuerza de su parloteo y de su balbuceo. Antonio fue un narrador nato.

Ya en 1972 Antonio estaba harto del mundo académico y no dejaba de quejarse de las limitaciones de la academia. Me contaba que había sido un hombre bastante ensimismado, pero en aquellos años que lo conocí ya era un hombre sumamente comunicativo. Y ahora que había empezado a descubrir la fuerza de su palabra quedaba claro que quería dedicarse a escribir sus “chingaderas”, como él solía llamar a su novela, y dejar atrás lo que él consideraba un mundo entelarañado. Hablaba de quemar las fichas bibliográficas que recolectó durante años en archivos y bibliotecas de Boston, Nueva York, París y Madrid. Antonio sabía que algo estaba atorado en su vida y que corría el riesgo de convertirse en otro coleccionista más de aquellas fichas. El dilema era qué hacer con tanta chingada ficha. En otras palabras, ¿para qué servía tener tanta información si no estaba haciendo nada con ese arsenal bibliográfico? Los ficheros se habían convertido en un peso muerto. El mundo académico estaba escandalizado por la conducta de Antonio y decían que estaba loco. Por ejemplo, la decisión que tomó de dejar sus clases en Princeton dejó perplejos a sus colegas de aquella universidad del Ivy League. Y, efectivamente, sí creo que por los años en que lo conocí tuvo una crisis o un ataque de “locura”, que no lo convirtió en novelista o cuentista sino que permitió que se diera una transición en su vida personal y que se alejara del mundo académico durante un rato. De esa manera pudo desarrollar y madurar a su debido tiempo su propia voz como escritor e investigador. Aun así, terminó de escribir una novelita llamada La migraña.

Afortunadamente, nunca quemó sus ficheros y recuerdo bien el día que fuimos por ellos a su antiguo cubículo de El Colegio de México y los instalamos en su estudio de nuestra casa en Las Águilas. No recuerdo exactamente cuándo, pero creo que fue después de que terminó de escribir Los 1001 años de la lengua española. Aquel día se reconcilió con su pasado, cuando compulsivamente almacenaba información sin saber qué función tendría en su trabajo. Desde ese día le encontró una razón de ser a toda esa información y siguió usando esos “aborrecidos” ficheros hasta el final de su vida.

Antonio y yo compartimos muchos años de vida juntos; junto a él llegué a amar este país. Los dos somos de familias humildes; nuestros abuelos fueron campesinos. Antonio no tenía mucho en común con intelectuales señoritos como Jaime García Terrés (a quien respetaba mucho, por cierto) o Carlos Fuentes; nunca supo jugar ni le interesaron los jueguitos sociales de la burguesía intelectual mexicana. Llegué a entender las implicaciones de ser “culto” en México y lo importante de poder tener un poquito de culturita para poder distinguirse de los no-cultos. Antonio podía ser sumamente cortés y sumamente directo, al punto de ser grosero, una calidad que molestaba mucho a sus interlocutores. Aquello fue el resultado de los casi 10 años de educación que tuvo en un seminario religioso. Esa experiencia no solamente lo hizo ateo (aunque creo que Antonio siempre fue ateo, ya que él no era capaz de creer en pendejadas), no era necesariamente rabioso, pero estaba totalmente en contra de las creencias fantasiosas de cualquier religión. A lo largo de nuestra vida juntos, nos desenvolvimos en mundos totalmente diferentes: yo como artista plástico y él como filólogo y crítico literario. Mientras Antonio escribía sobre sonetos barrocos, yo, vestido de pies a cabeza en un traje de látex color rosa, daba a luz treinta glifos en uno de mis videos. Cada quien trabajaba en su mundo. No estábamos totalmente enterados lo que hacía el otro en su trabajo; compartíamos nuestros tiempos libres, viajamos juntos, me dediqué a restaurar y arreglar nuestra casa y jardín. A mí nunca me interesaron ni el mundo del Colegio de México, ni el del Colegio Nacional o el mundo literario decimonónico del México de los setenta, ochenta y noventa. Eso sí, me divertían enormemente las descripciones que hacía de aquellos mundos: las juntas con todo y sus protocolos, las interminables comidotas en El Colegio Nacional, los desayunos con algún secretario de Educación, los pleititos entre académicos e intelectuales. Después del divorcio de Antonio en 1975 y, quizás porque éramos una pareja de hombres gays, Antonio se alejó de muchos de sus colegas y vivimos una vida muy privada. Aunque no hablaba mucho a sus colegas de nosotros, el mundito intelectual mexicano tenía una cierta actitud hipócrita con respecto a nuestra relación, la de un hombre maduro como Antonio con un joven como yo. Antonio y yo nos casamos en 2010 al legalizarse la unión gay. Indudablemente, Antonio fue sumamente valiente al tomar decisiones en el México de hace más de 35 años, que estaba muy lejos de ser un país donde ya las parejas gays se pueden casar legalmente. Durante los primeros años de vida juntos, nos sentimos cómodos con un reducido grupo de amigos, entre ellos Jorge Aguilar Mora, Coral Bracho, Marcelo Uribe y David Huerta; después hubo otros amigos, pero siempre pocos. Antonio tenía un sentido del humor muy diferente al de colegas de su edad que en general no tenían ninguno, y eso fue un factor decisivo en la relación tan larga que tuvimos. Así como se emocionaba viendo Andrei Rublev de Tarkovsky, le encantaba también ver películas como GremlinsStar Wars, Mars Attacks! y películas de guerra y desastres en general. Eso sí, a priori odiaba las películas mexicanas; no las toleraba. La única que le gustó mucho fue Luz silenciosa, de Carlos Reygadas.

A lo largo de los años, siempre admiré a Antonio por su independencia como pensador y su afán de no quedarse callado frente a nadie así como no tolerar a los pendejos y sus pendejadas. Unos de sus refranes favoritos era: “No se hagan bolas como mierda en agua”. En ese sentido era implacable. Antonio nunca fue un maestro de lo políticamente correcto, como es lo común en la academia y el mundo en general en nuestros tiempos. Yo me imagino que su edición de la Poesía lírica de sor Juana ha incomodado a varios intelectuales y académicos (hasta al mismo Fondo de Cultura Económico que publicó esta edición); se sigue negando la naturaleza pasional/sexual de varios de los poemas de sor Juana. Antonio tuvo varios encuentros y desencuentros con varios personajes del mundo académico y literario durante su larga vida. Por escrito, Octavio Paz lo acusó de ser un profesor defroqué o exclaustrado; Antonio le prestó esa carta, sin haberle hecho fotocopias, a Orso, el hijo de Arreola, y Orso nunca se la devolvió. En otra ocasión, el mismo Paz, enojado con Antonio por su supuesta falta de respeto, no quiso compartir el mismo elevador en El Colegio Nacional con él. Antonio le dijo: “Ay, Octavio, qué infantil eres”. Antonio fue acusado, también, de representar a la falocracia sorjuanista por una feminista ardida (obviamente) por la crítica que le hizo Antonio a su presentación en un congreso sobre sor Juana (la verdad es que a Antonio le encantó esta crítica). En este mundo de miedosos, pocos quisieron enfrentarlo directamente para dialogar con él; la comunidad académica ñoña prefirió distanciarse de Antonio (y de Martha Lilia Tenorio) por su falta de cortesía al criticar el libro Carta de Serafina de Cristo, 1691, de Elías Trabulse. Al final de su vida, Antonio le decía a su mejor amigo, Antonio Carreira, quien hizo lo que pudo para que los libros y artículos de Antonio se conocieran más en España, que sus escritos no tenían lectores. Antonio se sentía un poco cansado, solo y desanimado. Criticar y revisar las interpretaciones de sus colegas no era la mejor manera de ganarse “aliados” y amigos en el mundillo académico de hoy, pero el valor que siempre tuvo Antonio de hablar con claridad, sin tapujos fue su mayor legado. Antonio entendió muy bien el cómo intelectuales, artistas y académicos suelen servir de objetos decorativos en la corte del régimen y, en ese sentido, mantuvo una independencia intelectual y moral que necesariamente lo apartaba de la grilla académica e intelectual de este país.

Tiré al viento la gran mayoría de las cenizas de Antonio en un valle precioso entre el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, en el Paso de Cortés.

Memorias de un filólogo sin corbata

26/Octubre/2013
Confabulario
Julio Aguilar

En noviembre de 1998 visité a Antonio Alatorre en su casa de Las Águilas, en la ciudad de México, para entrevistarlo por el Premio Nacional de Lingüística y Literatura que recibiría. Al transcribir aquella larguísima conversación, me pareció que lo mejor era dejar la voz de Alatorre en primera persona, desapareciendo las intervenciones del entrevistador y tratando de recrear el sabroso tono de su conversación. El resultado es esta versión de un texto memorioso que, sin embargo, él no aceptó que se publicara tal cual en el suplemento cultural Sábado (“me haces parecer como si yo fuera Borges, y además me voy a meter en muchos problemas”, dijo), pero me autorizó a reproducirla cuando “ya no estuviera”. Ahora lo hago como un homenaje personal al filólogo riguroso y, sobre todo, al maestro entrañable. (JA)

Cuando Juan José Arreola se fue a París a fines de 1945, sentí que Guadalajara se quedaba árida; entonces decidí venir a la ciudad de México a la buena de Dios. Antes sólo le había escrito a don Alfonso Reyes, que respondió mi carta como acostumbraba hacerlo siempre con quien le escribiera, porque era una persona extraordinariamente amable. Y con la misma amabilidad que don Alfonso, me recibió también Daniel Cosío Villegas. Este me trató muy bien cuando le dije que tenía ganas de estudiar letras. Sin embargo, había un problema: en El Colegio de México sólo funcionaba un Centro de Estudios Históricos (donde, por cierto, ya se había colocado muy bien Luis González), pero no existía uno de estudios literarios, así que, mientras se abría, Cosío Villegas me ofreció un trabajo en el Fondo de Cultura Económica.

Había entonces en el Fondo de Cultura una sala grande donde estaba el Departamento Técnico; ahí se hacían los libros y, abajo, en el entresuelo, estaba la imprenta. En aquel Departamento Técnico entré y así me convertí en el primer mexicano en trabajar en ese lugar donde ya chambeaban Eugenio Ímaz, Medina Echeverría, Julián Calvo, Joaquín Díez-Canedo, Luis Alaminos y Sindulfo de la Fuente que, como había sido muy cuate de Valle-Inclán, nos contaba anécdotas divertidísimas sobre éste. Todos ellos eran españoles refugiados.

Mi labor en el Fondo era trabajar con originales. A veces tomaba pluma y armaba frases, o sea que hacía corrección de estilo para que el libro apareciera decentemente, y también corregía pruebas. De esa época recuerdo cuando se editó el Aristóteles, de Werner Jaeger, famoso ya por su Paideia, que ya se había publicado con mucho éxito. Yo me hice cargo de que en este Aristóteles, traducido por José Gaos, las citas en griego no tuvieran ninguna errata. Tengo la impresión de que a partir de entonces al corrector se le da crédito en el colofón, lo cual no era una costumbre porque hasta ese momento simplemente se anotaba “edición al cuidado de Daniel Cosío Villegas”, y esto abarcaba todo; pero en el Aristóteles se cambió la costumbre y se consignó que la edición había estado al cuidado de Antonio Alatorre.

En mis tiempos, los libros en el Fondo de Cultura se hacían como Dios manda. Lo digo porque después han aparecido ediciones tan poco cuidadas que me han llenado de indignación. Recuerdo por ejemplo que, cuando José Luis Martínez era el director, fue publicado un libro maravilloso, Siete noches, de Jorge Luis Borges, pero tan lleno de erratas vergonzosas que me animaron a decirle al director: “¿Te acuerdas, José Luis, de aquellos tiempos en que se hacían en serio las cosas?” Y es que el Fondo se burocratizó, lo cual explica muchas calamidades.

Este amor por el trabajo editorial ya lo traía desde que Juan José Arreola y yo hacíamos casi de contrabando la revista Pan en una imprenta de mano que estaba en los talleres del periódico El Occidental, en Guadalajara. A Juan José lo conocí cuando acababa de publicar en la revista Eos un cuento largo, “Hizo el bien mientras vivió”, una primicia ya que antes no había publicado nada más. Lo conocí cuando un amigo que le hacía a la escribidera en la Facultad de Derecho (en donde dizque yo estudiaba), al ver que yo también le hacía a la escribidera pensó que quizá estaría interesado en un trabajo en El Occidental, y me puso al tanto de la oportunidad. “Ahí vas a conocer a un tipo muy curioso”, me anticipó. Y aquel tipo curioso resultó ser un tal Juan José Arreola, de quien me volví cuate instantáneamente; lo cual fue maravilloso porque yo, que era un pendejo genuino en cuestiones de literatura, pude aprender mucho de ese hombre que, sin certificado de primaria, había paseado largo y tendido por la literatura. Así nos hicimos amigos y al poco tiempo ya estábamos haciendo la revista Pan.

Cuando José Luis Martínez me dijo que había que reproducir el facsímil de Pan, me reí porque para mí esa revista no fue sino una vacilada, pero José Luis me respondió que fue una vacilada en la que se publicaron primicias de Arreola y de Rulfo. Sin embargo, en ninguno de los dos casos puede decirse que lo publicado en Pan fueron estrictamente primicias, porque Rulfo ya había publicado un cuento en la revista América, que editaba Efrén Hernández, mientras que Arreola, como digo, ya había dado a conocer “Hizo el bien mientras vivió” en Eos.

Las revistas que han hecho historia, como Contemporáneos o El Hijo Pródigo, por ejemplo, han surgido de un grupo, mientras que Pan nació de un grupo formado por dos personas: Juan José y yo. Por eso era una revista pequeña que regalábamos, y uno de nuestros lujos era no publicar ningún anuncio de cosméticos ni de pelucas ni de máquinas de escribir ni de nada; Pan era una publicación limpiecita, a diferencia de otras que estaban llenas de anuncios que hoy es desagradable encontrar, porque lo anticuado de esa publicidad se les contagia a los textos, aunque éstos sean perfectamente, digamos, modernos. Eso siento cuando las hojeo.

Volviendo a Pan, al salir el primer número, como Arreola y yo éramos muy amigos de Juan Rulfo, se la llevamos a su oficina, que estaba muy cerca de El Occidental. Juan José, que lo conocía muy bien, fue quien me presentó a Rulfo, un personaje que me resultó enigmático.

Cuando conocí a Arreola me había parecido un hombre muy curioso por sus movimientos, que me hacían imaginarlo lleno de azogue. Con él quedé apantalladísmo, y con Rulfo también, pero en otro sentido. Rulfo era más bien silencioso, metido en una oficina, donde estaba sólo de güevón. Juro que Arreola y yo nunca lo vimos hacer nada cuando llegábamos a visitarlo en aquella oficina donde se encerraba a leer novelas gringas. Esto era lo único que hacía.

Para mí, resultaba gracioso tener como amigos a un ser tan activo como Arreola y a un burócrata de tercera fila que no hacía más que leer novelas gringas. Rulfo era silencioso pero de pronto nos contaba cosas con ese humor un poco socarrón que tenía, y entonces Arreola y yo comentábamos que Juan era un tipo formidable, un tipo formidable que nos tomó por sorpresa cuando, al regalarle el primer número de Pan, en respuesta nos entregó un texto llamado “Nos han dado la tierra”, diciéndonos: “Ahi a ver si les sirve un cuento”. Arreola y yo nos quedamos, como se dice, de a seis. Y es que no sabíamos que Rulfo escribiera. Naturalmente publicamos su cuento de inmediato.

Por ese momento que viví en Guadalajara, la época de la revista Pan, puedo decir que tengo el honor de formar parte, junto con Arreola y Rulfo, de una misma generación, una generación de tres cuates cuyas vidas fueron muy distintas en los años siguientes.

Sobre los efectos nocivos de la pinche fama

Fue en Poesía en Voz Alta cuando traté a Octavio Paz, a quien ya había conocido en París. Sobre esos años escribí en un texto llamado “Octavio Paz y Poesía en Voz Alta”, que me pidieron en la revista Textual cuando le dieron el Premio Nobel. ¡Qué agradable era tratar con Octavio Paz en 1956, cuando era uno de nosotros! En ese momento, el Premio Nobel era algo inconcebible. Sin embargo, al ganar el Nobel, Octavio se fue a la estratósfera y uno aquí, en la Tierra, apenas lo veía. Después del premio se hizo muy vanidoso, sin duda una consecuencia muy natural de la fama, la cual surte algunos efectos desastrosos que he visto también, por ejemplo, en Rulfo, aunque no a la manera de Octavio.

Cuando conocí a Rulfo en Guadalajara, en la época en que se la pasaba leyendo puras novelas gringas, me recomendó sus lecturas. Gracias a él la primera novela gringa que leí fue una de Erskine Cadwell, y luego me ponderó mucho a William Faulkner, de tal manera que compré Santuario en inglés y me di cuenta de que el entusiasmo de Juan estaba muy justificado. A mí Faulkner me impresionó muchísimo también. Bien, pues cuando se cumplieron 25 años de la aparición de Pedro Páramo, Juan hizo unas declaraciones muy solemnes en Excélsior, en las que comentaba algo más o menos que decía así: “Se están diciendo muchos cuentos sobre cómo escribí Pedro Páramo, y ahora voy a contar cómo ocurrieron las cosas para que ya no se anden con más cuentos. Por ahí se dice que hay influencia de Faulkner en Pedro Páramo. No es verdad, porque cuando escribí Pedro Páramo todavía no conocía a Faulkner”. Y ahí lo agarré en una mentirota. Si yo me hubiera llevado con Rulfo en ese momento, le habría dicho: “¡Pero, Juan, cómo dices eso, por qué! Pero ya no nos veíamos. ¿Por qué lo dijo? Por la fama, por la pinche fama. Él, que sin duda era muy ingenuo, pensó que quienes hablaban de la influencia de Faulkner en Pedro Páramo estaban achicando su novela. Y claro que su novela tiene influencias. El haber desconocido sus lecturas de Faulkner constándonos a varios, no sólo a mí —pues, por ejemplo, Arreola también fue testigo—, se explica por los efectos de la fama.

Otra cosa lamentable fue que, al hacer sus declaraciones sobre Pedro Páramo, Rulfo no mencionaba que Arreola lo sacó del aprieto final, cuando no sabía qué hacer con el pedacerío que había escrito para el Centro Mexicano de Escritores; y es que Arreola fue quien le dijo: “Pero es que así es esta novela; son fragmentos, vamos a organizarlos”, cuando él estaba neurótico porque ya tenía que entregar la novela. Entonces Arreola le propuso serenarse para organizarlo. Esa parte tan importante no la contó Rulfo, lo cual también fue una forma de mentir bajo los efectos de la fama. ¡Nada de que la estructura de Pedro Páramo obedecía a una intención de… ni qué la chingada! Y es que Juan hablaba como si hubiera sido un genio planeador de esa estructura temporal y de todo lo demás. No. Todo fue resultado de algo no premeditado y de que Arreola le propuso dejarlo así. Cómo no voy a decir esto, si recuerdo cuando Arreola me dijo: “El otro día vi a Rulfo. Ya terminó. Por cierto que andaba muy preocupado por… y entonces le ayudé a…” Yo estaba muy pendiente de todo esto porque había visto en la Revista de la Universidad de México “Los murmullos”, un adelanto que me dejó fascinado, y cada que veía a Juan le preguntaba: “¿Cuándo, cuándo el libro?”

En el caso de Octavio Paz, los efectos de su fama los percibí según se comportó en los distintos contactos que tuvimos. Esta es la historia.

Cuando Octavio publicó Las trampas de la fe, me envió su libro con una dedicatoria amable. Lo leí y dije: Pues sí es un libro muy importante, no cabe duda, aunque está lleno de cosas con las que no estoy de acuerdo. Y al leerlo comencé a marcar mi ejemplar para señalar las erratas viles o para subrayar cuestiones de contenido. Hice una lista de más de cien erratas y se la mandé a Paz, quien me contestó en una carta muy agradecido. Por esto, en la tercera edición de su libro, añadió a los agradecimientos uno a mí, que está redactado de manera tan ambigua que algunos han entendido que Octavio me sometió su manuscrito y que yo le di el visto bueno, lo cual no hubiera sido posible. Ahí terminó el asunto.

El otro contacto fue muy distinto. En 1993, cuando hubo un simposio sobre sor Juana en la UNAM, me pidieron que lo inaugurara. Entonces pensé que era una buena oportunidad para decir cosas que tenía ganas, entre ellas que el poema más importante de sor Juana, Primero sueño, es uno de los que recibe el peor tratamiento en el libro de Octavio, quien no lo entiende en cuanto a conjunto porque, aparte de complicarlo innecesariamente, mete un montón de cosas que no están en el poema, fantasea y toma el poema como pretexto para decir cosas tremebundas (por ejemplo, algo que llama mucho mi atención es que varias veces dice que el Sueño es una especie de viaje espacial, y habla de las esferas siderales, pero esto no es cierto, no hay tal cosa). Entonces escribí un texto, lo leí y, antes de publicarlo, le mandé copia a Paz para que no le sorprendiera. Recuerdo que le dije: “Te envío esto porque si lo ves de pronto en imprenta ya sé lo que vas a decir: ‘¡ah, enemigo!’ Esta es una crítica y tú, aceptador de la crítica, dime si algo no está bien”. Pero no pudo decirme nada excepto una cosa un poco ingenua: que había querido engrandecer a sor Juana y que yo la achicaba (como si inflar a sor Juana con hermetismo fuera engrandecerla), así que en resumidas cuentas no pudo decir nada.

El primer choque lo tuvimos Paz y yo en los años setenta, cuando apareció La divina pareja, el estudio de Jorge Aguilar Mora sobre Octavio Paz, un libro muy difícil que constituye una crítica muy fuerte al pensamiento de Paz, y con el que, por cierto, Octavio se impresionó. Pues bien, hablando con Jorge Aguilar y con algunos de sus amigos en una reunión, alguien comentó: “Ya han pasado semanas de que apareció el libro y nadie lo ha reseñado, seguramente hay una consigna de Octavio Paz para que lo hundan en el silencio”. Entonces les respondí: “¡Carajo, cómo exageran!”, y me contraatacaron todos diciéndome que yo no sabía nada de la vida literaria, lo cual era cierto y por eso me quedé callado. Sin embargo, unos días después encontré a Huberto Batis en El Agora. Le comenté el incidente y le pregunté si creía que hubiera una mafia Octavio Paz. Él me respondió: “No, no creo, lo que pasa es que el libro de Jorge es difícil y por eso no ha sido reseñado”. Sin embargo, ahí no murió la cosa. Huberto, que entonces escribía una columna donde hablaba de los chismes de nuestra republiquita de las letras, relató aquella conversación en El Agora, que Octavio leyó y concluyó que Antonio Alatorre andaba propalando la idea de que él tenía una mafia. Entonces me mandó una carta que decía, en resumidas cuentas: “Nunca fuiste un gran amigo y ahora veo que te has pasado a las filas de mis enemigos”. Y a esto yo le contesté muy en serio, diciéndole en una carta que leyera atentamente la crónica de Huberto para que dijera en dónde estaba la maledicencia.

La reconciliación no consta por escrito. Semanas después de que recibió mi respuesta, seguramente luego de darle vueltas al asunto, me llamó por teléfono para decirme: “Antonio, quiero decirte que olvidemos el asunto, no hay nada más y perdona que te hable rápido pero es que me está esperando el coche que me llevará a Cuernavaca. Adiós”. Pero no dio por terminado el asunto, porque en el último incidente me echó esto en cara.

Todo está por escrito. Comenté y discutí con Paz por escrito, por eso me apenó que, a causa de los comentarios que dije en El Colegio de México sobre mi relación con Octavio, semanas después de que había muerto, me acusaran de aprovecharme de su muerte para hablar de él, y me pareció grotesca la retórica que se usó para reclamarme: Alatorre es el enanito que se aprovecha de la muerte del gigante para hablar de él. Nada de eso. Lo que conté en El Colegio fue la historia de una relación humana que tuvo momentos buenos y que terminó mal.

Otro incidente con Paz sucedió cuando al publicarse La segunda Celestina, dizque escrita por sor Juana Inés de la Cruz —según Guillermo Schmidhuber—, lo obligué a publicar en Vuelta mi artículo sobre el descubrimiento de Schmidhuber. Mi intención fue delatar a la Editorial Vuelta por cometer la estupidez de apadrinar un libro tan mal hecho por un improvisado, así que le llamé a Enrique Krauze y le dije: “Tengo preparada una reseña a fondo de este libro; dile a Octavio que, si tan aceptador de críticas es, me la publique, y si no me la publica entonces se la pasaré a Huberto Batis en el suplemento sábado con una nota que dirá: ‘Este texto no quiso publicarlo Octavio Paz en Vuelta’.” Así lo puse entre la espada y la pared. Poco después, Krauze me respondió: “Ya le dije a Octavio, no dio precisamente brincos de gusto pero dice que sí”. Y la respuesta de Schmidhuber se hizo esperar. Se ve que estuvo trabajando para ver qué replicaba, pero lo que consiguió fue sólo una reseña de un profesor suyo buena gente, Luis Leal, que no conoce nada del teatro español, sino más bien del cuento hispanoamericano.

Yo tengo una visión muy estricta, exigencias de seriedad muy concretas, de manera que cuando me encuentro con un interlocutor que pretende discutir sobre los temas que he investigado toda mi vida y me dice: “no, es que de esto no sé”, “esto no lo he leído”, para mí entonces muere la discusión. No me refiero a mi nivel intelectual, nada de eso; hablo de los pertrechos de lectura. Por esto le dije no a Guillermo Schmidhuber y no a José Pascual Buxó a propósito de sus investigaciones sobre sor Juana.

Una cosa que no me parece bien en el sorjuanismo mexicano moderno es la aceptación de todo lo que dice Octavio Paz como si ya hubiera hablado el maestro, el oráculo. En otro nivel, esto también sucede con lo que ha dicho Elías Trabulse, a quien se cita y se cita como si fuera también un oráculo. Falta crítica, y la razón de esto es que realmente los sorjuanistas no están bien formados. Un ejemplo es mi amiga Margo Glantz, quien ha aplaudido a Paz y a Trabulse una y otra vez. Ella hace muchas otras cosas, es decir, no está metida completamente en el tema, y entonces es natural que acuda a Paz, a Trabulse y a mí; sin embargo, mi amiga no está para hacer crítica sobre sor Juana, está para hacer ensayismo a propósito de sor Juana, sobre la situación de la mujer, sobre la opresión, etcétera. Todo esto es legítimo, pero sin duda lo más importante es leer a sor Juana atendiendo los textos mismos, que son lo central, porque el conocimiento directo del texto debe ser el núcleo de todo estudio literario, no las especulaciones personales en donde el texto queda lejísimos. Bueno, pues como Margo, muchos otros están así.

Sin embargo, nadie afecta a sor Juana por lo siguiente: el secretario de la Condesa de Paredes, Francisco de las Heras, fue testigo de cómo el nombre de sor Juana estaba en boca de todos los mexicanos que iban a las iglesias y oían cantar sus villancicos y decían: “Son de una monja muy sabia”, de manera que todo el mundo sabía que en San Jerónimo vivía una monja muy chingona. Esta era su aura popular. Bien, pues De las Heras, al escribir uno de los dos prólogos del primer tomo de la obra de sor Juana, que se llamaba Inundación Castálida, publicado en España, aclaraba a los españoles: pero no vayan a pensar ustedes que la monja es una populachera, lo que pasa es que cuando hay una llama chiquita, como la de una vela, un soplo llega y la mata; pero cuando se trata de una gran llama, entonces el viento la aviva. Este es un testimonio de alguien que vio el fenómeno sor Juana, a quien, efectivamente, todos le aplaudían. Que se hable de sor Juana en conferencias y simposios y que estampen su imagen en los billetes es su aura popular, pero siendo sor Juana lo que es, todo esto es inofensivo porque ella lo aguanta y lo seguirá aguantando sin duda.

domingo, 27 de octubre de 2013

Basho en las versiones de Pacheco

27/Octubre/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Una de las muchas maravillas que José Emilio Pacheco, The Great Translator,  ha traído de otras lenguas al español, es la versión de veintiocho haikús de Matsuo Basho (Como el viento que pasa), que publicó la Editorial Era. Lo más admirablemente asombroso es cómo, en brevísimas piezas, hallamos de continuo alta poesía, y cómo esto es mucho más plausible si tomamos en cuenta que las leemos en una lengua ajena a la que se escribió.
Los haikús de Basho parecen escritos con un lápiz de punta finísima donde cada palabra nos cuenta. Todo está dicho por el poeta con una voz acompasada, con una voz que nunca alza el tono, ni siquiera cuando menciona la palabra grito. En los haikús de Basho la sorpresa en el último verso es elemento esencial.
Dentro de la poesía de Basho encontramos temas queribles a Pacheco: lo fugaz y lo fugitivo, lo que no pudo ser ni nunca será, lo terrible detrás de aquello que es en apariencia inocente y puro, la conciencia de que venimos del polvo y en la muerte continuaremos siéndolo, instantes paisajísticos que quedan fijos en la hoja.
No hay prácticamente uno solo de los haikús que no tenga al menos una doble lectura. Algunos me son inolvidables, como este que da la conciencia de la vejez mientras los elementos permanecen: “En mi vida es ya invierno./ La luna/ sigue intacta.” O este, que terriblemente notifica la muerte próxima: “En el campo los huesos/ ya sin rostro./ Hiere el viento mi cara.” O este, que nos da el sentimiento tanto de la soledad del poeta como la de la naturaleza: “La soledad:/ le queda al árbol/ sólo una hoja.” O aún este, que no menciona la muerte pero nos da aquello en lo que Basho se convertirá -nos convertiremos- después de la muerte: “Ante una tumba pienso:/ mi grito será un día/ como el viento que pasa.” Quizá no esté de más reiterar que del último verso Pacheco toma el título del pequeño libro.
En los haikús de Basho suelen unirse pensamiento y emoción, y su lectura nos produce un goce puro y un melancólico sosiego. Al leerlos en las versiones del mexicano Pacheco sentimos que el japonés Basho es nuestro contemporáneo y que los haikús escritos hace más de tres siglos parece que se hicieron en nuestra lengua ayer o hace unas horas.
La plaquette, fuera de comercio, se imprimió en el Taller Martín Pescador y consta de 65 ejemplares. José Emilio tuvo la amable deferencia de regalarme la número

Concha Urquiza y la oscura lumbre de Dios

27/Octubre/2013
Jornada Semanal
Evodio Escalante

A Luzelena Gutiérrez de Velasco
Aunque la leyenda urbana sostiene que conoció a Arqueles Vela y que frecuentó durante una temporada a los estridentistas en el Café de Nadie, Concha Urquiza (1910-1946) tiene que ser considerada como un caso que se cocina aparte. No sólo no se encuentra en su poesía ninguna huella de las vanguardias, sino que tampoco se puede presumir que haya leído a otros de sus contemporáneos, como podrían ser Villaurrutia, Novo o Torres Bodet. Gran lectora de la Biblia y de ciertos poetas del Siglo de Oro, como Fray Luis de León, las escasas huellas de autores mexicanos se reducen, en mi opinión, a tres: sor Juana, Laura Méndez de Cuenca y Ramón López Velarde. La de este último sólo ha sido posible documentarla gracias a la publicación de sus poemas de adolescencia realizada hace un par de años por la investigadora de la UNAM, Margarita León. Para mi sorpresa, en efecto, en un par de estos poemas tempranísimos hay una referencia al zenzontle, un pájaro enjaulado y célibe que en López Velarde encarna toda la potencia del deseo sexual reprimido. Si en el poeta de Zozobra el ave, que invita a la aventura con su canto, “no teme despertar a los monstruos de la noche”, en Urquiza, de forma más mesurada, “desgrana sus tímidos cantares/ que se quedan dormidos en la noche bruna”. En el otro poema juvenil de Urquiza lo que emerge es una petición: “Calla zenzontle, calla… No desgranes/ los mágicos joyeles de tus notas./ ¿No ves que duermen todos los sultanes?/ ¿No ves que las gardenias están rotas?” Pese a la obvia reticencia, el vínculo con López Velarde parece imponerse.
La presencia de Laura Méndez de Cuenca (1853-1928) podría documentarse, lo digo como una conjetura, en el último de los “Cinco sonetos en torno de un tema erótico”. Dirigiéndose sin duda al ser amado, las dos primeras cuartetas del texto señalan lo siguiente: “Del ser que alienta y del color que brilla/ me separa tu cálida presencia,/ clausurando el sentido en la vehemencia/ de una noche sin fondo y sin orilla.// En ella mi tortuosa pesadilla/ te confiere su trágica opulencia,/ y tórnaste inmortal como una esencia/ siendo que eres trivial como una arcilla.” Más allá de esta referencia a “una noche sin fondo y sin orilla”, que resulta impactante, la antítesis final evoca un poco los versos con los que Laura Méndez de Cuenca se había dirigido a su corazón: “Vives, para ser barro, demasiado,/ y para ser verdad, vives muy poco”.
La de sor Juana se antoja un tanto más firme y la encuentro en uno de los sonetos de Concha Urquiza dedicados a Cristo. Las poderosas antítesis que uno encuentra en los sonetos de sor Juana parecen reflejarse en el siguiente texto, sin duda magistral:
Entre el cobarde impulso de olvidarte
y el doloroso afán de poseerte,
el corazón vacila de tal suerte
que ya no sabe huirte ni buscarte.
Conozco que he nacido para amarte,
que dejarte de amar será mi muerte,
y más quiero perderme con perderte
que mi torpe placer sacrificarte.
Mas, ¿qué mucho, mi Dios, si me quisiste
de contrarios principios engendrada?
Cielo y tierra es el ser que tú me diste;
y cuando busca el cielo su morada
primera, y va a subir, se le resiste
la tierra, de la tierra enamorada.
Pocas veces se ha expresado con tal concisión el conflicto entre el alma y el cuerpo, entre el cielo y la tierra. Empero, el hecho de que la urgencia sexual, indeclinable, o los conflictos con Dios se revistan siempre con los ropajes de una tradición que se remonta a la literatura castellana de los Siglos de Oro, alienta una terrible duda muy similar a la que experimenta uno cuando lee los poemas de Pita Amor o la “Décima muerte, de Xavier Villaurrutia: ¿Hasta qué punto estos textos se quedan en pastiches? ¿En admirables ejercicios de estilo que pertenecen a la “historia anticuaria” pero que son esencialmente ajenos a la modernidad? Sostiene Arthur C. Danto, siguiendo en esto a Wölfflin, que lo único que no puede hacerse es crear una obra de arte repitiendo los modos de una época anterior. El anacronismo resulta inevitable. No es posible que entrados en el siglo XXI un pintor quiera repetir a Rembrandt o Vermeer, diría Danto en Después del fin del arte. Como tampoco es posible que una escritora coetánea de Owen y Gorostiza pretenda escribir en la tesitura de Garcilaso o de Fray Luis de León.
Este es sin duda el talón de Aquiles de Concha Urquiza. La inmensa mayoría de sus textos se quedan en imitaciones, voluntarias o involuntarias, lo mismo da, de textos que pertenecen a otra época, y que hoy resultan reiterativos y hasta cansinos. Si somos sinceros, sólo unos pocos se salvan. Cierto, entre esos pocos (¿seis o diez?) hay algunos que estremecen, como el poderoso soneto titulado “Job”, que me parece altamente catártico.
Poesía del erotismo y de la angustia, de la sensualidad y la zozobra, tramada muy a menudo a partir de imágenes bíblicas, Urquiza no deja de invocar nunca los vientos negros de la catástrofe. Podría decirse que son los “golpes de Dios”, de César Vallejo, aunque urdidos desde una dimensión que se resiste a entrar en los parámetros de la vanguardia. Esta reescritura del Libro de Job, condensado portentosamente en un soneto, basta para que se la considere entre los grandes:
Él fue quien vino en soledad callada,
y moviendo sus huestes al acecho
puso lazo a mis pies, fuego a mi techo
y cerco a mi ciudad amurallada.
Como lluvia en el monte desatada
sus saetas bajaron a mi pecho;
Él mató los amores en mi lecho
y cubrió de tinieblas mi morada.
Trocó la blanda risa en triste duelo,
convirtió los deleites en despojos,
ensordeció mi voz, ligó mi vuelo,
hirió la tierra, la ciñó de abrojos,
y no dejó encendida bajo el cielo
más que la oscura lumbre de sus ojos.
Urquiza no sólo sintetiza el relato bíblico, sino que radicaliza la crueldad del Creador, quien acaba con los posibles amantes de la escritora en el momento en que se meten en su cama. Inspirado por una decisión no divina sino demoníaca, terrible sin concesiones, el soneto se cierra con una suerte de incendio cósmico que magnifica la sensación de angustia hasta la desesperación: “y no dejó encendida bajo el cielo/ más que la oscura lumbre de sus ojos”. Decir que la mirada de la eterna sabiduría está envuelta en párpados de fuego sería un eufemismo. Lo que Urquiza refiere es un oxímoron categórico y a la vez deslumbrante: la oscura lumbre de sus ojos, con lo que se simboliza el poder del Altísimo frente a sus inermes creaturas. Una lumbre oscura a la que estamos condenados, y que es como un ojo que nunca se apaga. ¡Espeluznante!
Si se me da licencia, concluiría diciendo que el anagrama fantasioso de Concha Urquiza bien podría ser: Así cura, hachón de Dios. Como toda gran poesía, la de Urquiza alivia el alma, produce una misteriosa catarsis, pero lo hace con golpes que parecen irremisibles y que igualmente producen desasosiego.

sábado, 26 de octubre de 2013

LA CRITICA PAPARAZZI

26/Octubre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Gabriel Zaid no permite que se le fotografíe. Pero ha escrito el ejemplo más acabado de la crítica paparazzi.

“No me rescates, compadre” de Zaid (Letras Libres, octubre) se suma a la larga lista de ninguneos a Mario Santiago Papasquiaro, cuya obra le parece “basura”.

“Son de temerse sus obras completas, que no le harán ningún favor”. Añade que sus comentaristas no han comprobado “el supuesto ninguneo” y escribe un texto lleno de ninguneo.

El texto es un cofre de chismes sobre la vida privada de Papasquiaro. Escuchemos la afinidad de Zaid con Paty Chapoy:

“Como niño consentido, exigía atención. No podía aceptar que Juan Villoro se cansara de escuchar sus poemas a las cuatro de la mañana, por lo cual se los recitaba por teléfono hasta agotar la cinta de la contestadora... Hizo un acoso más desagradable a una escritora que lo rechazó. La persiguió hasta Israel, con boleto de avión pagado, naturalmente, por su mamá”.

La crítica paparazzi renuncia al pensamiento. Consiste en perder todo componente disensual y volverse otro producto cultural chatarra, que busca habladuría, valores retrógradas, risas grabadas.

Su clave: el ataque ad hominem, emboscadas contra la moralidad de la persona biográfica, para mostrarla incorrecta, ridícula, repugnante, abyecta.

La crítica paparazzi pide al lector que acepte la falta de análisis serio de obras y, en su lugar, le da chismes o chistes. Chacota facebookeable.

La crítica paparazzi tiene una regla: si no te ríes con ella es que tú no tienes sentido del humor —Coca Cola Light dice ¡Ríete de la Vida!—; así que aliviánate y diviértete con estos Amenos Amanuenses. ¡No Te Tomes Todo Tan En Serio!

En la crítica paparazzi impera la lógica de la tele-visión: el otro es un ser distante al que debes acercarte gracias a los comediantes.

El espectáculo ganó. Letras Libres y Laura en América tienen programación indistinguible.

Ambas instancias dirigen su chismorreo contra el sujeto de clase “inferior” (social o estética), tratando de “exhibir” al “personajazo” apelando al morbo público.

La crítica paparazzi es un instrumento de la clase literaria mexicana para ridiculizar a los agentes que perturban su sistema y debilitan su poder soberano o popular.

Para sus estrellas, la República de las Letras escribe en un alto tono religioso, hagiográfico; para los vasallos, en cambio, pun y circo.

Letras, Letrillas, Letrones, este multifacetismo y variedad permiten mantener lazos con quienes aspiran a Letrarse y con quienes piden mero Espectáculo Literatoso, Vida de Escritores. ¿Literatura? ¡Sí, también está incluida!

Y mientras tanto, gobierno y empresas controlan tu existencia y Letras Libres aclara que justo eso es el libre mercado, el liberalismo, la cultura.

Quita esa cara seria, jodido. ¡Apenas viene Lo Mejor!

viernes, 25 de octubre de 2013

Eduardo Lizalde: "La felicidad es una vergüenza"

19/Octubre/2013
Laberinto
Iván Trejo

En su familia hay ingenieros, dibujantes, actores, incluso militares destacados como su bisabuelo Trinidad García de la Cadena, entre tanta diversidad de oficios. ¿Cómo es que elige la poesía?
Estudiamos canto mi hermano Enrique y yo a los 14 años, fui cantante desde muy niño. Mi padre descubrió que era melómano pero no cantante. En la primera etapa del siglo, él oyó a los mejores del mundo, incluido Caruso, que visitó México hacia 1919, y también a otros genios musicales. Mi padre tenía una enorme colección de discos, algo impresionante para la época, así que de él aprendimos todo eso. Era muy buen lector, ingeniero, dibujante, con él también descubrí a escritores, poetas y novelistas.
¿Recuerda el primer poema que leyó?
No, pero leí tempranamente a todos los poetas del modernismo, a los románticos del siglo XIX y también a los clásicos españoles. Sobre todo, leía a Machado y Darío, cuyos poemas me aprendí de memoria desde la infancia, y empecé a intentar escribir desde los doce o trece años de edad.
Estudia en la Escuela Superior de Música con la intención de dedicarse a la ópera, ¿en qué momento decide abandonarla?
Yo no la abandoné, la ópera me abandonó a mí. Estudié varios años, tenía grandes facultades para el canto, una voz poderosa, canté como soprano en los boy scouts a los once años y a los catorce empecé a estudiar. Formalmente, a los 17 o 18 entré a la escuela de música y tomé clases particulares con Don Agustín Beltrán, un viejo cantante que había sido de la generación de Titarrufo, de Caruso y de los grandes tenores, pero en ese entonces no había las condiciones necesarias para dedicarse a esa disciplina, a no ser que uno emigrara a Europa, como lo hicieron mis amigos siendo muy jóvenes, y que ya son grandes estrellas. En mi época no se vivía del canto, hubiera podido ser miembro del coro de Bellas Artes, pero no me interesó. A lo que yo aspiraba, con gran y frustrada ambición, era a ser una estrella de la ópera. Aún hoy, a mi avanzada edad, conservo la voz, pero no encontré la oportunidad o no tuve la disciplina musical de otros, ya que también, desde muy joven, me dediqué a la literatura.
Después de eso entra a la Facultad de Filosofía de la UNAM.
No me gradué intencionalmente, pero cursé por completo la carrera de filosofía. Eso, por supuesto, fue muy favorable. Me enteré de una enormidad de obras y autores que no conocía. Continué estudiando literatura, me convertí en profesor y debido a mi labor docente en la Escuela de Verano, en la escuela para extranjeros de la universidad y luego en la misma facultad, por ahí de los años 70 el Consejo Universitario me declaró profesor definitivo de literatura, lo que equivale a un título universitario por la larga carrera y los logros literarios en campaña. De manera que mi carrera académica fue exhaustiva. Fui secretario de la Escuela de Verano y director de la radiodifusora de la universidad, pero nunca abandoné la música: sencillamente no tenía ninguna posibilidad de ser cantante profesional.
Entre la literatura y la ópera, ¿cuál es su vocación más genuina?
Mí más grande vocación era la música pero, obviamente, la literatura es otra carrera difícil. Los logros literarios no son de la primera edad, la literatura mayor se escribe en la madurez. Lope de Vega escribió desde los cinco años pero sus obras mayores surgieron a los 28 o los 35 de edad; Dante muere con la pluma en la mano y acabando su obra maestra, Cervantes termina la vida escribiendo la segunda parte del Quijote. Son pocos los portentos como Mozart, que a los 17 años escribe obras mayores de composición violinística y orquestal, pero también sus obras maestras son las de la última madurez. La filosofía no puede ser de niños prodigio. No hay filósofos–niños prodigio, Hegel escribe la Fenomenología del espíritu a los 40 años.
¿El movimiento poeticista dejó algún legado?
El movimiento poeticista nos impulsó: el primero de nosotros, Marco Antonio Montes de Oca, fue un poeta de menor formación cultural que nosotros pero con un talento notable, mientras que Enrique González Rojo continuó escribiendo. Tratábamos de producir poemas que fueran una mezcla de vanguardia supuestamente poeticista y de marxismo. Aquellos son mis peores textos, por eso los recojo como curiosidad y memoria en Autobiografía de un fracaso. Teníamos buena formación y fuimos muy precoces, ya habíamos leído a una enorme cantidad de poetas y novelistas, escritores de estética y técnica literaria a los 18 o 19 años de edad.
¿Había alguna obsesión técnica en el poeticismo?
La técnica de la poesía contemporánea es mucho más compleja que la técnica de la poesía clásica, porque recoge todas las experiencias técnicas de la historia. Lo que queríamos era renovar la literatura, creíamos que era posible y buscamos un género que no se pareciera al de los surrealistas o de los poetas en boga de ese periodo. Creo que, de todas maneras, tomamos diferentes caminos, esa formación y esa preocupación estética por una literatura nueva nos llevó a leer y a consolidar una experiencia literaria. De cualquier modo, una cantidad enorme de poemas quedaron guardados en los cajones y ahí deben permanecer.
Funda la revista La letra y la imagen, y colabora en muchas más…
La letra y la imagen fue una revista que concebimos con Octavio Paz, quien para hacerla aceptó una oferta del periódico El Universal. Octavio se encargaba de Vuelta, ya había publicado Plural, y les dijo que no estaba en condiciones para hacer otra revista, por lo que me propuso para dirigirla. Conté con la colaboración de José de la Colina y duramos año y medio en el consejo editorial, amparado por ilustres escritores como Juan Goytisolo, Arreola y Paz. Duró poco tiempo pero la colección era importante. Al terminar La letra y la imagen, decidimos lanzarnos a otra aventura editorial donde siguieron colaborando estos personajes. Vargas Llosa era miembro del comité editorial, se llamaba El semanario de Novedades, y lo dirigí durante 2 o 3 años. Luego lo puse en manos de José de la Colina, quien lo dirigió 20 años más hasta su desaparición, junto con el periódico, a finales de los años 90.
Volviendo a la poesía, ¿se acuerda de aquellos 14 poemas microscópicos?
Esos poemas son de infancia, los publiqué como curiosidad, y no pertenecen exactamente al poeticismo. Son previos a esa etapa, fueron mis primeras publicaciones en 1948, en el suplemento cultural del periódico El Universal, donde se publicó el soneto que sí declaramos poeticista y que amparaba la entrada de mis obras.
Después toma otro rumbo hasta llegar a Cada cosa es Babel, donde, me parece, hay un diálogo abierto con Pessoa, Machado, López Velarde, Gorostiza, Paz, y con la Generación del 98.
Claro, y con Juan Ramón Jiménez, esa generación que leímos a fondo junto con los poetas que tocaron la mentalidad y el estilo de los poetas contemporáneos, Paul Valéry y Saint–John Perse. Uno se alimenta de la tradición y otras fuentes, la dificultad es encontrar un camino que no hayan surcado los poetas leídos. Cada cosa es Babel era un reflexión filosófico–literario–poética sobre la palabra, texto largo que me llevó muchos años escribir. Cuando el libro se publicó, yo ya trabajaba en El tigre en la casa, un libro con otro aliento. Pensé que iba a ser un fracaso pero fue el libro que mayor reconocimiento me dio. Lo celebraron Neruda, Paz, Fuentes y mis contemporáneos, qué misterioso es el camino del trabajo literario.
En La zorra enferma hay un registro muy interesante y un ejercicio casi antistalinista.
Era totalmente antistalinista. Es el libro por el que fui condenado casi como agente del imperialismo por la izquierda sectaria del país. Un compañero comunista de los que me atacaron, me dijo después: “Oye, qué profeta, eso fue lo que ocurrió tras la caída del muro”, y yo le dije: “Ocurrió antes, pero ustedes no se dieron cuenta”. La zorra enferma es todo un trabajo epigramático de carácter político, misceláneo, complicado, ese ha sido el proceso y los demás libros, que ya son muchos, se siguieron publicando a partir de ese periodo. Generalmente tardo mucho en construir un libro, he escrito más de lo que yo hubiera querido.
¿La poesía puede salvarnos de nosotros mismos?
Absolutamente no, no sirve para nada, hacemos poesía porque somos parte de ese proceso emotivo de conmoción, disfrute, gozo y sufrimiento que es la creación artística, pero la gran literatura transforma la mentalidad del mundo, la razón cambia tardíamente en un plazo mucho más largo que las transformaciones económicas y políticas, pero no porque haya reglas racionales y universales.
Volviendo a sus libros, ¿a cuál le tiene mayor aprecio?
Me parece más perfecto, desde el punto de vista técnico, el material de libros que no han sido tan celebrados como El tigre en la casa: Caza mayor y Tavernarios y eróticos. Son libros escritos con mucho más rigor porque el poeta está sujeto a los procesos de cambio de su formación, de su conocimiento, de sus nuevas preocupaciones y de las nuevas corrientes estéticas del mundo en que vive. Entonces, la literatura se transforma constantemente, es un río.
¿A qué se debe que en la actualidad no se le lea a Montes de Oca ni a González Rojo?
Son poetas complicados, pero han sido reconocidos enormemente. Sus obras son mayores junto a las de otros maestros y poetas. Monsiváis, gran lector de poesía, escribió un artículo en el que comentaba: “¿Qué pasa con los poetas de primera línea como Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde, que no alcanzaron la celebridad y el reconocimiento de Sabines y de Pacheco?” Hay características que impiden que el público llegue a esas obras de mayor dificultad, son fenómenos extraños, el reconocimiento de la gran poesía es muy tardado, hay que pensar en el público general. ¿Qué poemas son los que la gente llega a memorizar? Los de Díaz Mirón, de Nervo, de Luis G. Urbina, pero no los de López Velarde.
Quizá en su época. Si acaso, ahora se sabrán alguno de Benedetti.
Un poeta muy mediano. Comparado con Juarroz, Benedetti no es nadie. Hay poetas fáciles de leer pero eso no los hace mayores ni menores, se parte de una corriente. El tiempo es cruel y termina por establecer las estaturas.
En el Partido Comunista se vuelve disidente. ¿En su decisión influyen las charlas con José Revueltas y sus lecturas previas de Marx, Lenin, Trotsky, Plejánov, Serge?
Entré al partido a los 25 años, ya hecho y formado, mis lecturas eran más amplias que las de Revueltas, que no era precisamente un gran lector de filosofía. Paz lo reconocía al decir: “No soy tan enterado en cuestiones de historia revolucionaria como ustedes”. Me guardaba un poco de respeto, mi instrucción empezó mucho antes, entre los 18 y 20. A los 25 ya tenía una formación. Cuando ingreso al partido en el año 55, empezamos toda una lucha de disidencia a la que se incorporó Revueltas junto con un grupo de amigos de mi generación y de otras anteriores, para criticar al estalinismo y al partido comunista. Nos tocó la caída de Stalin y todo eso, pero después del 57 fuimos expulsados del partido. Nos echaron por disidentes. Junto con Revueltas y otros amigos, ingresé a la Dirección General Nacional del Partido Obrero Campesino, que era un residuo de los rompimientos de los años 40 a los que perteneció Revueltas. Protestamos contra el Partido Comunista, contra la expulsión de Hernán Laborde y de otros grandes dirigentes que estuvieron en la cárcel por el movimiento del 58. Rompimos también con Sánchez Cárdenas. Él proponía una especie de reconciliación con el lombardismo, que era una especie de PRI socialista, y fundamos la Liga Espartaco, de la que fuimos dirigentes nacionales. Poco después, también nos depusieron por enemigos del maoísmo, de la revolución cultural y del estalinismo chino del periodo. Después de 3 años de fundada, la Liga Espartaco se convirtió en un movimiento de rebeldía en el país.
¿La izquierda y la derecha de hoy son mitos del siglo XX?
No hay tal izquierda y tal derecha. La izquierda mexicana radical es absolutamente hipócrita y vergonzante, ya ni quien hable del socialismo, de la evolución de los medios de propiedad capitalista y de la evolución de los medios de propiedad privada, que son socialistas. Que no me vengan con ese cuento. López Obrador propone un proyecto socialista de los años 40 y 50 democrático–burgués, con ofertas sociales y morales del cardenismo y todos sus seguidores, desde mi punto de vista, no van más allá. Le decía a Alí Chumacero, partidario de la izquierda, y a sus hijos: yo no cambié mi punto de vista sobre la monstruosidad del capitalismo y de lo que debería ser el socialismo, los que cambiaron fueron ellos. Los de la hermosa traición socialista, como decía Octavio Paz, fueron los comunistas, fueron los partidos autoritarios. Cuba es un Estado policiaco, conviví y compartí con ellos el nacimiento de la Revolución Cubana y sus ánimos, pero aquello se convirtió en el horror que ahora es, y hay que ver lo que ha pasado con el bloque socialista internacional. China, como decían los propios disidentes del periodo contemporáneo, se ha convertido en un país capitalista de ideología autoritaria socialista, que lo que hace es explotar de manera terrible a los trabajadores. Es un país capitalista con ideología autoritaria hitleriana y estalianiana, algo muy grave. Desgraciadamente, el socialismo fracasó. Me hubiera gustado que ganara, pero nosotros no fuimos los equivocados, los equivocados fueron ellos y la propuesta de la izquierda mexicana es sencillamente grotesca. Qué es eso, cuál izquierda, cosas tan primitivas, elementales e infantiles como lo de la tierra es de quien la trabaja. Eso es de Proudhon y los anarquistas, acá también lo decían. Si Villa y Zapata hubieran dirigido el país se hubiera ido al desastre, total, los caudillos rebeldes estaban incapacitados y lo sabían, y los que ocuparon el poder después de la revolución mexicana continuaron con un trabajo liberal, democrático–burgués. Y que quede claro que no soy creyente ni partidario de la derecha clerical; aunque quisiera, el PAN no podría convertirse en la inquisición ni en los gobiernos clericales del mundo franquista, no hay condiciones para eso. Son tan conservadores los del PRI como los del PAN.
¿En qué momento se reconoce agnóstico?
Desde hace muchísimo tiempo. En realidad, el marxismo, como decía Breton, disidente del socialismo cuando el rompimiento con Stalin en los encuentros del año 34, en que hubo fusilamientos de disidentes y todo eso, nos fascinó porque estábamos en una batalla inevitable y terrible contra el monstruo fascista. Contra Hitler no podíamos hacer nada, así que no teníamos más bandera que una filosofía de características sólidas, de planteamientos humanistas, de grandioso cuerpo filosófico como el marxismo. Creímos que esa era el arma y el arma estaba envenenada de autoritarismo, llevó al desastre a todas las sociedades que tomaron ese camino. Por tanto, mi agnosticismo es muy temprano, quizá fortalecido después de la lectura de los filósofos escépticos y agnósticos como Wittgenstein.
¿Para qué sirve Dios?
Dios es una idea, un cuento chino, un instrumento mental como lo dice Hegel: la idea del infinito imposible. La propuesta de Hegel es de una enorme profundidad, la contradictoria ilusión de la existencia del mundo es absolutamente humana, igual que la ilusión de que existe un creador que haya construido el mundo sin moverse, como suponía Aristóteles. El motor inmóvil, nuestra concepción racional del movimiento, de la realidad, de la historia, de las leyes de la naturaleza, es una obsesión humana.
¿Qué luz puede ofrecer un poeta ante la oscuridad del mundo?
Lo digo por ahí en algún texto de La zorra enferma: “solo el idiota, el loco y el imbécil piensan que el mundo es un durazno con sabor a esmeralda”. La felicidad es una vergüenza, un escritor no puede ser completamente feliz en un mundo como este. ¿Cómo celebrar la felicidad del mundo? Solo siendo un inconsciente.
La pregunta de las mil repeticiones: ¿qué es la poesía?
Eso no se sabe, la poesía es producto de una sociedad y una serie de concepciones, además, como decíamos, hay muchos géneros de narrativa y de poesía, hay tanta poesía en Musil, Joyce y Proust como en Rilke, Verlaine y Baudelaire.
¿Cuándo decide que un poema está terminado?
Cuando uno no puede agregarle más ni perfeccionarlo, la respuesta está en Valéry: “el poema no se termina, se abandona”.
Si tuviera una glorieta de poetas ilustres, ¿a quién pondría?

A mí no me gustaría estar en ninguna glorieta, sino sobrevivir permanentemente. Ningún hombre decente querría estar en ella. Además, me da igual.

ELIJA UN DIABLITO: ¿ENSAYAR O ACADEMIZAR?

19/Octubre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

A los interesados en literatura mexicana —especialmente en el ensayo y crítica— recomiendo Ensayando el ensayo. Artilugios del género en la literatura mexicana contemporánea (2013).

El libro lo publican Ediciones Eón, Colegio de Puebla AC y Grand Valley State University. Lo coordinan las académicas Mayra Fortes González y Ana Sabau Fernández.

Pensar al ensayo sin escribir ensayo: reto de un libro de 13 artículos mayormente de académic@s en USA.

Los artículos analizan ensayos de Vivian Abenshushan y Fabio Morábito (E. Hind); de Juan Villoro (R. F. Long y J. V. Waldron); de Parménides García Saldaña (Fortes); Roger Bartra (Sabau); Evodio Escalante (I. Sánchez Prado); Fausto Alzati (Potter); entre otros.

Su introducción caracteriza al ensayo como persuasión estética.

Pero hay una diferencia más determinante (pienso en el caso de México): los ensayistas escriben para lectores literarios regulares (en revistas y periódicos).

Mientras que el académico (pienso, sobre todo, en USA, cuya lógica académica da forma al libro) escribe para otros académicos.

La posición que se busca tener con el otro–lector determina formas y contenidos de ensayística y academia.

El estatus social de la prosa académica es mayor (como su valor económico, ya que un texto académico es siempre un escalafón hacia un puesto y salario).

Pero el estatus estético de la prosa ensayística es mayor. (Y ambos grupos deben creerlo para que su relación los beneficie simbólica y económicamente).

Debido a lógicas globales y nuevas comunidades de la escritura, entre México y Estados Unidos la relación entre ensayismo y academia seguirá creciendo.

Esto quizá endurecerá la índole reaccionaria del ensayo (buscar diferenciarlo vía “estilo”): prejuicios sociales hechos retóricas agradables.

Y endurecerá la índole reaccionaria de la academia (buscar consolidarlo como definición interna de un otro externo). Lo que ocurre en la Academia se queda dentro de la Academia.

Unos lo hacen en nombre del arte; otros en nombre de la ciencia. Ambos son grupos que buscan poder intelectual. Pero no lo aceptarán.

He disfrutado Ensayando el ensayo aunque muchos de los artículos usan lenguaje estándar (que estandariza ideas).

Si medito las tensiones entre ensayistas y académicos es para animar a los lectores a buscar este libro (y otros). Son los lectores quienes romperán las inercias, costumbres y dogmas de ensayistas y académicos.

Pongan mucha atención a las relaciones entre ensayistas y académicos (en México y Estados Unidos) porque esta dinámica comienza a definir el destino de lo literario mexicano.

Hay tensiones entre ambos grupos acerca de qué define a la literatura. Ambos grupos están separados por puntos ciegos que posee cada uno.

Son dos bandos de escritor@s cuya profesión los obliga a desconfiar uno del otro. Cada vez habrá más choques.

EL COMPLÓ DE LOS LETRADOS

12/Octubre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

En mi balance breve de Rulfo en el 2013 decía que pervive el disgusto paceano por Rulfo y recordaba un texto de Guillermo Sheridan (Letras Libres, 2012) que dibuja a Rulfo como un patético delirante que él llevaba a casa en “condiciones deplorables”.

Ahí Sheridan dice ¡transcribir! un relato de Rulfo sobre un caballo ciego y ridiculizado al que “ya todo le importa una chingada” y concluye que ese caballo era Rulfo.

Sheridan respondió a mi texto en El Universal (8/10/2013): “No tengo idea de cómo el lector profesional Yépez se las ingenia para leer ‘chismes y chistes cobardes’ en la evocación que hice”.

Lo cito: “[Rulfo] decía... cosas rarísimas, como una vez que dijo ante mí y Huberto Batis algo que anoté...: ‘Una vez, por allá, creo por Sayula, me llevé a una muchacha atrás de unas saponarias, me unté un dos de mentolato en la cornisa, y zum, nomás le hicieron los oídos’”.

Sheridan dice que esta “evocación” es “afable, emocionada y agradecida”, haciendo guiño irónico a quienes han leído esta burla a Rulfo y desinformando a quienes no.

Su réplica ilustra sus trucos. Sabiendo que mi texto critica que la mayoría de académicos no analicen seriamente a Rulfo, me llama irónicamente “profesor” y usa terminologías chistosas. Sheridan al escribir desprecia y tergiversa para sacar “risas”.

Sheridan caricaturiza. Falsea. Ejemplo: dice que llamo “colegas” a académicos cuando, en verdad, me referí a escritores, pidiendo que como tales repensemos lo literario. Una gran crisis social lo exige.

Otro falseamiento: para probar que Paz estimaba a Rulfo dice que en Vuelta y Letras Libres se le dedicaron textos.

Pero omite decir que algunos de esos textos buscan mermar lo rulfiano.

Sheridan escribe imaginando lectores que no cotejan; sin memorias o archivos. Sin historia, sus palabras parecen ciertas.

Juega a ser un bufón para “identificarse” con lo que llama “ignorantes”. Pero ese bufón letrado se burla, sobre todo, de los lectores.

Como sabemos, Sheridan se burla del populismo de López Obrador (su texto se titula “El compló de Paz contra Rulfo...”). Pero su réplica usa expresiones populistas como el “sencillo pueblo que tanto lo leemos y queremos” o “el verdadero compló contra Rulfo es” oscurecerlo “con palabrerío académico”.

Nótese: lo escribe irónicamente pero quiere que se lea literalmente.

El compló de los letrados consiste en identificarse falsamente con la población que desprecian, como queda registrado en su literatura neocolonial.

Prosa hipócrita, la bufonería letrada de Sheridan no es algo aislado. Su prosa exhibe el poder insultante de cierta retórica literaria en México.

Se trata de persuasión mediante sátira reaccionaria, prejuicios y desinformación acerca de otros.

Lo “literario” como mentira y desprecio vuelta gracia y estilo. Señorial Ironía.

Este proyecto busca mantener (hasta donde se pueda) unas Letras libres de crítica–lectura.

Con la muerte del patriarca, su poder —petrificado y petrificante— se va desmoronando como si fueran un montón de paceanos.