sábado, 31 de octubre de 2009

La literatura del narco otra vez bajo ataque

2009-10-31
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

La semana pasada en este suplemento Jorge Volpi denunció que “‘la literatura del narco’ es el nuevo paradigma de la literatura latinoamericana”.

Dice que la literatura del narco está saturada de pistoleros pero qué curioso: ante la narcoliteratura todos se sienten gatilleros. (O policías).

Como el sicario Rafael Lemus en 2005, que quiso acribillar lo narco-norteño, en salvable balacera con Eduardo Antonio Parra.

Volpi repite errores de Lemus. Pero no su puntería.

Alega que las librerías rebosan de narco-novelas. Lo cual es falso. Pero, claro, todo lo del norte es “horda”. Hay mucha más novela “neutra”, estilística y global.

Se desprecia la narco-literatura. Se le juzga epidemia que mancha a las letras mexicanas. No se parece a su sagrada retórica somnífera.

Dicen que es moda para vender ejemplares. Qué ingenuos y librescos. El narco es avasallante. Vivimos entre retenes, ejecuciones, dílers y levantones; la droga estructura a la frontera. Somos ciudades idénticas al tráfico.

A veces no se escribe a partir de una biblioteca sino a partir de la violencia.

Se le acusa, además, de no ser literatura sino trascripción. Pero en el norte nadie habla como los personajes de Élmer Mendoza o L.H. Crosthwaite, cuya forma, por cierto, suele ser lúdica.

A los centrípetas sólo les agrada aquella literatura del norte que sigue la regla #1 de la literatura nacional: escribir para estetizar la realidad; purificar la palabra de la (pichurrienta) tribu.

Lo entusiasta está prohibido. Lo nacional-literario debe ser escéptico, poético, melancólico o abstracto. Baudelaire es su rey.

En el fondo, lo que molesta es el ambiente moral de estos librejos. Su vulgaridad. No ser intelectuales. Ser promiscuos con el “habla coloquial” (sic) y “venderse” al mercado. ¡Rebajarse!

“El narco vuelve a concederle a América Latina el carácter violento y exótico que se espera de ella”. La narcoliteratura, ¡qué piruja!

La periódica descalificación de la “pseudo-novela” del narco es —hora de decirlo— una nueva fórmula para seguir choteando al norte, siempre bárbaro, nunca del todo “literario”.

Olvidan algo. La narcoliteratura no proviene de la novela sino del reportaje, el corrido, la crónica, la nota, la viñeta y la oralidad. Sus puntos de partida son géneros menores o desprestigiados. Esto les ha pasado inadvertido. Por ende, cuando la comparan con la novela no pueden sino condenarla.

Recórcholis: no todo es García Ponce. (Who?)

No me interesa que la narcoliteratura sea buena o mala. Me interesa que es un experimento latinoamericano para narrar más allá de la ficción literatosa.

Algunos quieren una novela que logre despegarse de la realidad: monarquía lejana; otros, narrar hasta pegarse a la herida: desgarrar la cortina.

La biblioteca es la respuesta

2009-10-3
Suplemento Laberinto
Ray Bradbury

En 1950, Ray Bradbury publicó Crónicas marcianas y tres años después Farenheit 451, sin duda sus libros más conocidos. Nació en Illinois el 22 de agosto de 1920 y desde niño mostró una gran afición por la lectura. Entre sus obras también se encuentran los relatos de Remedio para melancólicos (1960), El signo del gato (2005) y Ahora y siempre, y las novelas La muerte es un asunto solitario (1985) y El verano de la despedida (2006). Varios de sus textos han sido adaptados para el cine, entre ellos Fahrenheit 451 filmado en 1966 por François Truffaut, con Oskar Werner y Julie Christie. Amante y defensor de las bibliotecas, en una entrevista reciente con The New York Times expresó un tajante rechazo a internet. “Es una gran distracción —le dijo a su interlocutor—. Yahoo me llamó hace 8 semanas. ¡Querían poner un libro mío en Yahoo! ¿Saben qué les dije? Al demonio con ustedes. Al demonio con ustedes y con internet. Es una distracción. No tiene significado; ¡no es real! Está en el aire, en algún lugar”.



Dinosaurios y espejos

Debes tener curiosidad en saber cómo fue que me enamoré de los libros. Recuerda esto: el amor es el centro de tu vida. Las cosas que haces, deben ser cosas que amas. Y las cosas que amas deben ser las cosas que haces. Eso lo aprendes de los libros. Aprendí a leer cuando tenía tres años, me encantaban las tiras cómicas, los dibujos animados los domingos; tuve un libro de cuentos cuando tenía cinco años y me enamoró leer todas esas historias maravillosas como La bella y la bestia, Juanito y los frijoles mágicos. Y así empecé con la imaginación. Cuando tenía tres años vi mi primera película y me enamoré de las imágenes en movimiento: El jorobado de Notre Dame; anhelaba crecer para ser un jorobado. A los cinco vi El fantasma de la ópera con Lon Chaney, quedé embobado. Vi una película de dinosaurios y los dinosaurios llenaron mi vida. Y entonces, a la edad de seis años comencé a leer sobre los dinosaurios.

Si llegué a trabajar en Moby Dick (Bradbury escribió el guión de la película cuando se filmó en 1953) fue porque me había enamorado de los dinosaurios cuando tenía seis años. Puedes ver cómo funcionan las cosas, cómo algo que comienza cuando tienes tres o seis o diez o doce años, llega a convertirse en tus ficciones cuando tienes treinta. Las cosas que haces deben ser cosas que amas, y las cosas que amas deben ser las que haces.

Cuando tenía seis años viajé con mi familia desde Illinois a Tucson, Arizona. Cada vez que parábamos en un hotel de ruta a descansar, yo corría a la biblioteca acompañado por las hojas de octubre silbando conmigo. Esperaba encontrar El maravilloso mago de Oz de Frank Baum, y Tarzán de Edgar Rice Burroughs, o cualquier libro que hablara de magia. Abría la puerta de la biblioteca, miraba alrededor, y toda esa gente estaba ahí esperándome. Las librerías son personas, no libros. Cada vez que abres un libro, la persona salta afuera y se convierte en ti. Miras a Charles Dickens y tú eres Charles Dickens, y él eres tú. Así que vas a la biblioteca y sacas un libro del estante y lo abres, ¿y que estás buscando? Un espejo. De improvisto hay un espejo ahí y puedes verte a ti mismo, pero tu nombre es ahora Charles Dickens. Eso es una biblioteca. Si el libro es de Shakespeare te conviertes en William Shakespeare, o te conviertes en Emily Dickinson o en Robert Frost o en cualquiera de los grandes poetas. Así que encuentras al autor que pueda guiarte en la oscuridad. Shakespeare comenzó conmigo, con Hamlet y Ricardo III. Y Emily Dickinson me condujo después, y Edgar Allan Poe dijo, “Por aquí, aquí está la luz.” Así es que vas a la biblioteca y te descubres a ti mismo.

La primera máquina de escribir

Mi mayor influencia es John Steinbeck. Leí Las viñas de la ira cuando tenía 19 años. Cuando escribí Crónicas marcianas necesitaba una estructura. No me di cuenta que había recurrido a Las viñas de la ira; Crónicas marcianas es completamente la estructura de Las viñas de la ira. De noche, solo, cuando tenía 12 y miraba al planeta Marte yo pedía “llévenme a casa”. Y el planeta Marte me llevó a casa y nunca regresé. Lo importante es que cuando salí de la escuela no teníamos dinero. Yo no podía ir a la universidad y lo mejor que ocurrió fue que fui a la biblioteca. La biblioteca educa. Los profesores inspiran, pero la biblioteca te satisface.

Tuve un trabajo vendiendo periódicos en una esquina y hacía diez dólares a la semana, y cada mañana me levantaba y escribía historias, y en las tardes me iba a la biblioteca. A los 19 pude expresarme acerca de mis pasiones en la vida y las puse en mis libros. Y ése es el secreto de mi vida. Gracias a Dios seguí mi camino y no el camino que la gente me dijo. Son tus ideas las que cuentan, y una biblioteca te puede ayudar con tus ideas, porque están todos esos grandes maestros, esos escritores te están enseñando cuando te sientas en medio de la biblioteca y los dejas irradiarte. ¿Es así, o no? Tienes que ir a la biblioteca para educarte. La biblioteca es la respuesta.

Cuando tenía doce años vi los pelos en el dorso de mi mano y dije, “Dios, estoy vivo. ¿Por qué nadie me dijo que yo estaba vivo?” Un mes después, un hombre llegó para el carnaval a la orilla del lago. Se sentó en una silla con electricidad, sacó una espada que tenía fuego. Me vio entre el público. Apuntó con su espada y me tocó la punta de la nariz y dijo, “Vive por siempre, vive por siempre”.

Por qué dijo eso, no lo sé, pero fui a buscarlo al día siguiente porque quería preguntarle ¿cómo puedo vivir por siempre? Y me llevó a una tienda donde estaban todos los freaks. Me encontré con El hombre ilustrado (el libro que publicó en 1951). ¿No es maravilloso? Supe que mi vida había cambiado, y regresé a casa; al llegar me dieron una máquina de escribir de juguete. Escribí mi primera historia. Descubrí que tal vez podía vivir por siempre si me convertía en escritor. Así que he estado escribiendo cada día desde esa vez en Tucson, Arizona. En los últimos 75 años nunca he dejado de escribir.


Jugando con fuego en el subterráneo

Tenía aquel libro de cuentos, La bella y la bestia. Y mi tía me introdujo a Alicia en el país de las maravillas y a Un cuento de Navidad de Charles Dickens. Y todas estas cosas me afectaron, me hicieron vibrar, y enamorarme constantemente de los libros. En una buena biblioteca cuando abres un libro huele a polvo. El polvo del tiempo. Polvo egipcio. El polvo de todos los lugares del mundo que sopló el viento. Cuando tomas un libro puedes aspirar y oler el antiguo Egipto y todos los amores y la vida, toda la gente que vivió allí, todas las mujeres hermosas, y los valientes guerreros, todos están ahí. Y el libro tiene el aroma de esa gente, y de esas tierras maravillosas.

Deberíamos aprender de la historia respecto a la destrucción de los libros. Cuando yo tenía quince años, Hitler quemó libros en las calles de Berlín. Y eso me aterrorizó, porque yo era una persona de biblioteca y él estaba metiéndose con mi vida: todas esas grandes obras, toda esa gran poesía, todos esos maravillosos ensayos, todos esos grandes filósofos. Se volvió algo personal. Entonces descubrí que en Rusia se quemaban libros fuera de escena. Lo hacían de tal forma que la gente no se enteraba. Mataban a los autores tras bambalinas. Quemaban a los autores en vez de quemar libros. Así aprendí cuán peligroso era todo aquello, porque sin libros y la habilidad de leer no podrías ser parte de civilización alguna. No podrías ser parte de una democracia. Líderes de muchos países temen a los libros porque los libros enseñan cosas que ellos no desean que sean enseñadas. Y bueno, si tú sabes cómo leer, tienes una educación completa sobre la vida. Sabes cómo votar en una democracia. Pero si no sabes cómo leer, no sabes cómo decidir. Lo grande de nuestro país es que somos una democracia de lectores y deberíamos seguir así.

Publiqué la primera versión de Farenheit, El bombero, en una revista de ciencia ficción, Galaxy, en febrero de 1951. Y vino Ballantine (el editor) y leyeron mi novela corta de veinticinco mil palabras y me preguntaron: “¿Puedes alargarla?, ¿puedes escribir otras veinticinco mil palabras?, publicaremos la novela completa y tienes que encontrarle un título porque no es El bombero”. Me quedé pensando en cuál era la temperatura en la que los libros se queman. Llamé al departamento de química de la Universidad de California y no sabían, llamé a otra universidad y tampoco. Me dije: “Bobo, llama el departamento de bomberos”. Y llamé al jefe de bomberos, “¿podría decirme a qué temperatura los libros arden y se queman?” Dijo, “espere, ya vuelvo”. Volvió y me dijo “el papel de los libros arde y se quema a los 451 grados Farenheit”. “Eso es bueno”, le dije. Entonces le di vuelta, tenía que ser Farenheit 451.

Me trasladé a Los Ángeles con mi familia, tenía dos hijas. Necesitaba una oficina porque mis hijas eran muy ruidosas y maravillosas y encantadoras. Pero no tenía dinero para una oficina. Estaba merodeando por la biblioteca de la Universidad de California y oí tipear en el subterráneo. Bajé y había una habitación con doce máquinas de escribir. Pude rentar una máquina por diez centavos la media hora. Así es que dije, “por Dios, esta es mi oficina”. No me importaba estar rodeado de estudiantes. Tenía una bolsa de monedas. Gastaba nueve o diez dólares y escribí Farenheit en su primera forma llamada El bombero. Lo excitante de todo eso era subir y bajar escaleras, tomando libros y llevándolos abajo donde estaba mi máquina de escribir, abrirlos y encontrar una cita que podía poner en el libro para que Montag la leyera. Así que puedes ver el lugar en que Farenheit 451 fue escrita. En una biblioteca.

Entonces, firmé el contrato con Ballantine y volví a la biblioteca donde, con la máquina y la sala de máquinas, agregué 25 mil palabras a la novela. ¿Cómo lo logré? Dejé que los personajes vinieran a mí. Montag vino y dijo, “¿Sabes totalmente quién soy?” “No”, le dije, “cuéntame”. Y el jefe de bomberos vino a mí y me relató su vida previa. Le pregunté, “¿por qué quemas libros?” Y me lo dijo. Clarisse McClellan vino, era una chica de 16 años, que amaba los libros y las bibliotecas y la vida. Y me contó más acerca de sí misma. Y Fabers vino, era un filósofo; él escribió el libro. Como ves, todos mis personajes escriben el libro. Yo no lo escribo. Todos estos personajes vienen y me dicen, “escúchame”. Entonces los escucho, lo anoto y el libro es escrito. Así es cómo escribo.

Una vez salía de un restaurante cuando tenía treinta años, iba caminando por el Wilshire Boulevard con un amigo, un coche de la policía se detuvo y el policía se bajó. “Qué están haciendo”, nos preguntó. “Poner un pie delante del otro”, le dije. Fue la respuesta incorrecta. Pero él siguió, “mire en esa dirección y en la otra; no hay peatones”. Y el peatón se transformó en Montag. Por lo que el oficial de policía es responsable de la escritura de Farenheit 451.

Amor en la librería

El libro fue muy bien recibido; la mayor parte de mis libros ni siquiera fueron reseñados. O les dieron un obituario de una pulgada apenas. Pero Farenheit salió y autores reconocidos de todo Estados Unidos me escribieron y reaccionaron ante la novela. Finalmente, había sido aceptado en la comunidad intelectual. Bueno, Isherwood (el escritor Christopher Isherwood) me ayudó primero. Cuando yo tenía treinta años me llamó por teléfono. Le había dado una copia de las Crónicas marcianas y me llamó. “Por Dios, señor Bradbury, ¿tiene idea de lo que ha escrito?” Le pregunté, “¿qué?” Dijo, “ha escrito un libro extraordinario. Voy a reseñarlo en la revista Tomorrow”. Él cambió mi vida. Fue la primera gran reseña. Y me llamó y dijo “Aldous Huxley quiere conocerlo”. Aldous Huxley era el autor de Un mundo feliz, mi héroe. “Me encantaría conocer a Aldous Huxley”, le dije. Así que un día fui a tomar el té con él, y el señor Huxley se echó hacia adelante y me dijo, “señor Bradbury, ¿sabe lo que usted es?, ¡usted es un poeta, es un poeta!” Mis editores me dijeron que era un novelista. Y él me dijo que era un poeta. Yo no sabía que era un poeta, porque estaba enamorado con Shakespeare, Emily Dickinson y todos los grandes poetas.

¿Ves lo que el amor hace por ti? Tú no sabes lo que eres porque estás enamorado. Clarisse soy yo. Clarisse McClellan es Ray Bradbury, el joven que se enamoró de la vida. Y Clarisse es la esencia de la vida y la esencia del amor. Y ella educa a Montag, sin saber que es una educadora. Es una persona de biblioteca. Es una profesora que inspira. Y entonces él se atreve a ir a casa y roba un libro y lo mira, porque Clarisse McClellan, Ray Bradbury, le dijo que lo hiciera.

Los libros son inteligentes, brillantes y sabios. El libro más importante de mi vida es Un cuento de Navidad de Charles Dickens, porque es todo sobre la vida y sobre la muerte. Es una combinación. Lees ese libro y sales cambiado, junto con Ebenezer Scrooge. Lo que haya de Scrooge en ti es derrotado, desaparece, así es un gran libro. A los treinta años escribí El árbol de las brujas, de alguna manera mi versión de Un cuento de navidad.

Aquí tengo un libro de Scott Fitzgerald, Suave es la noche; tengo siete copias. He estado en París veinte veces. Cada vez que voy llevo este libro y comienzo en la torre Eiffel y camino por París desde que amanece hasta que el anochecer. Paro en restaurantes y leo otro capítulo, y al terminar el día ya lo he leído entero. Leer debe ser una experiencia total. Puedes leer mientras caminas y te sientas en los restaurantes y lees el siguiente capítulo, y te enamoras más.

Yo encontré a mi amor en una librería, no en una biblioteca, pero una librería es también una biblioteca. Encontré a una bella chica que esperó por mí, y la invité a un café y a comer y me enamoré de ella y de los libros que la rodeaban. Y ella tomó votos de pobreza un año después y se casó conmigo, porque mis ingresos eran nada. Era una chica rica, y dejó todo su dinero para volverse pobre como yo y vivir en Venice (California) sin teléfono ni coche. Pero vivimos con amor y libros, y escritura. Es la respuesta a la vida. Si puedes encontrar una persona para amar, que ame la vida tanto como tú, y ame los libros tanto como tú, agárralo o agárrala y cásense. Es muy bueno, ¿no? Ja, ja. ¡La vida es maravillosa!

La razón por la que mis libros son populares es porque soy alguien que ama y mis trabajos son poéticos. Yo no sabía que estaba haciendo poesía, pero lo hago. Al centro de mis libros está el regalo de la vida, está ese día, cuando tenía 12, y descubrí que estaba vivo. Cuando la gente toca mis libros, ellos viven. Es el regalo que les doy, y quiero que ellos los saquen de la biblioteca y los lleven de vuelta, así una y otra vez. Ama lo que haces y haz lo que amas. No escuches a nadie que te diga lo contrario. Tu imaginación debe ser el centro de tu vida. La fantasía al centro de tu vida. [Eso creo y por eso mi epitafio debería decir] Aquí yace Ray Bradbury quien amó la vida por completo.

*Transcripción del video realizado por el National Endowment for the Arts, para promocionar The big read, campaña en favor del libro y la lectura.
Traducción de Elisa Montesinos.

lunes, 26 de octubre de 2009

Páginas sin papel

2009-10-26
Milenio
Xavier Velasco

La máquina de leer

Llegó en un poco menos de cuarenta horas. Venía muy bien empacado, en una caja de cartón que se dejaba abrir al jalar de una tira con la frase Once upon a time… Por más que uno lo hubiera visto de perfil en las fotos, cuesta trabajo no dejarse impresionar por su grosor y peso. Menos de un centímetro, menos de trescientos gramos. Había en la pantalla un leyenda que supuse impresa en el plástico protector, hasta que conecté el aparato a la corriente y entendí, con el pasmo de un súbito idólatra, que así era la escritura sobre la pantalla. Diáfana, por decir lo menos. Sin luz detrás. Sin brillo ni reflejo. Por alguna razón, atribuible tal vez al fetichismo propio de quien tiene en las manos su primer Kindle y sospecha que nada volverá a ser igual, hice a un lado las instrucciones de papel y me fui sobre el texto digital, toda vez que no había otro libro en la memoria y nada quería más que probar la experiencia.

Fui ajustando el tamaño de la letra y aprendiendo a exprimir el diccionario conforme me dejaba apabullar por las funciones del artefacto, hasta que resolví comprar el primer libro. Según había leído en la publicidad de amazon.com, podría bajar mi compra en no más de sesenta segundos y lanzarme a leer de inmediato, sin otra conexión que la del Kindle. Una vez que he bajado mi primer libro —dos minutos y medio, reloj en mano— descubro que hay un cargo extra por no haberlo bajado con la computadora, pero igual me consuelo calculando qué tanto habría pagado por el envío del libro físico. Qué expresión redundante: libro físico. Teóricamente, me bastaría con llamarlo libro, pero no estoy seguro de que sea lo mismo. Tampoco me acomoda la ñoñería de llamarlo e-book o libro electrónico. Es decir que me acabo de comprar un libro que no sé si es un libro, y ni siquiera acabo de asumir que es mío (la portada es horrible: plastas en gris y negro en lugar de los rojos originales). Según el contador, no he llegado siquiera al 10 % del volumen cuando me veo a merced de la maquinita, presa de alguna rara fascinación obstétrica, donde el texto se me abre como un microorganismo en un portaobjetos.

¿Soborno del demonio?

He comprado un archivo electrónico al que puedo manipular con la arbitrariedad y precisión que el papel no permite imaginar, donde nada está fijo y el número de folio ha sido reemplazado por una cifra de cuatro dígitos, amén del porcentaje de texto recorrido. Si quiero consultar el diccionario, no tengo más que empujar el cursor hasta el inicio de la palabra buscada. Y si he olvidado algún detalle relativo entre lo ya leído, la máquina permite rastrear cualquier palabra o una frase a lo largo del libro entero. En segundos sabré dónde y cuándo aparece esa idea. La puedo subrayar, añadirle una nota, borrarla después. Aún bajo los efectos del resquemor, me pregunto si es sano que uno como lector tenga semejante control sobre el libro que lee, pero apenas descubro que he olvidado el significado de una siglas, me apresuro a buscarlo y en un tris ya releo el primer párrafo donde esas siglas aparecieron. Dos segundos más tarde, regreso a mi lectura. Más que servirme, temo todavía, este artilugio me va a echar a perder.

Nadie es del todo ajeno al poder corruptor de una pequeña máquina diabólica. Y he aquí que para terminar de ensimismar al tripulante, el Kindle es asimismo un reproductor de música en mp3. Sirve, por tanto, para los audiolibros. Lee, al final, todos los archivos de texto. Pues al cabo la máquina del diablo no es mucho más que un mero disco duro donde teóricamente hay espacio para unos mil quinientos libros. O menos, por supuesto, si se le cargan archivos en audio: eso mismo que antes se almacenaba en discos de vinilo negro, y hasta donde recuerdo tenía valor y precio.

Me pregunto, no bien conecto el Kindle a la computadora y atraganto de música la carpeta indicada, si de aquí a diez años el dueño de una máquina de leer encontrará sensato comprar un libro, o asumirá que son todos gratuitos y desechables, como esos cientos de canciones que ha bajado de la computadora de quién sabe quiénes y cualquier día borrará sin haber escuchado.

El papel del papel

En un principio, el Kindle funcionaba solamente en Estados Unidos. A tres días de su lanzamiento internacional, amazon.com anunciaba ya un éxito en tal modo rotundo que su precio bajó de 279 dólares a 259. Para estos momentos, ya los primeros compradores recibimos, no sin algún asombro divertido, una bonificación de veinte dólares en la tarjeta de crédito. Semejante mensaje de juego limpio no será suficiente para perder el miedo a que el librito mágico se transforme en la biblioteca del pirata, pero sin duda alcanza para amistarse más y mejor con la librería.

Escribo estas palabras a unas horas de terminar la lectura de The Killing Of Reinhard Heidrich. Más que leerlo, he peinado el libro. Fui adelante y atrás cuantas veces sentí la comezón y me rasqué cuanto me fue preciso. Fechas, nombres, operativos, batallas. Si un día quisiera consultar algún dato, me tomaría menos tiempo que un par de clicks en Google. Pienso en esta y otras ventajas evidentes, no sé si indispensables, todavía bajo el influjo de la pantalla-página con poderes digitales, pero ya abro las hojas de un libro de papel y respiro de nuevo, por más que encuentre la letra muy pequeña y el fondo amarillento. Manosear el papel me tranquiliza, pero es verdad que pronto compraré mi segundo libro electrónico, todavía bajo la vigilancia de un pelotón de suspicacias atávicas. No estoy aún seguro de hacer la misma cosa cuando leo en el Kindle que al sumergirme en un pedazo de papel, pero ya no querría renunciar a la prótesis. No sé dónde ni cómo, pero presiento que algo se acaba de romper.

Rebeldía

26 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Rebeldía es una palabra que en la actualidad despierta escasas pasiones, pero si sus raíces son genuinas tampoco nos permite la indiferencia. Es una palabra excedida de sentido, ridiculizada por los medios y despreciada por quienes conciben el progreso no como una suma de rupturas, sino como una labor paciente y continua. Aun así, estoy seguro de que una vida que no ha sufrido o proclamado rebeliones íntimas o sociales vale más o menos lo mismo que un pepino.

Mi candor no me lleva a creer que la prudencia o la sensatez son virtudes menores, pero si uno nunca experimenta el deseo de rebelarse contra una injusticia o una opresión, entonces es que se ha convertido en santo y es la peana de un oratorio y no la sociedad su verdadera morada.

Joseph de Maistre, quien ha pasado a la historia como un filósofo conservador y pesimista y para quien las ideas de la Ilustración debían ser tamizadas por una fina y amarga mirada, escribió: “El hombre debe obrar como si lo pudiera todo y resignarse como si no pudiera nada”. Detrás de la rebelión está el fracaso y el hombre romántico se rebela, porque en su más profunda intuición sabe que ha perdido de antemano la batalla.

Lo que diré ahora sonará a un dislate, pero si el conocimiento de la historia nos ofrece alguna certeza es que los rebeldes fracasan de antemano. Y lo hacen porque el sentido de la rebeldía no se complace con la obtención de ciertos fines o propósitos, sino que encarna un malestar continuo que da vida desde la conciencia de la muerte. No creo que la rebeldía se aprenda en los libros, sumándose a una doctrina o practicando diariamente principios morales. Por el contrario, se expresa en un deseo de liberación que viene unido a la razón y al carácter de la persona misma. El fracaso es lo de menos en las guerras que uno comienza contra lo que nos oprime. La cuestión es dar la pelea para saber en qué consiste el vivir en sociedad. Y para que no se me considere un lector ferviente y tardío de J. G Hamann, lo cual no me molestaría en absoluto, pondré como muestra lo que me inspiran los rebeldes de cartulina que han poblado el país en que vivimos.

Los sindicatos, que tendrían entre sus funciones esenciales la de rebelarse contra las injusticias laborales de las que suelen ser objeto, los obreros, no son más que sistemas a escala de privilegios. Los líderes no practican los principios de equidad económica elementales, hacen sus propios negocios y acumulan fortunas inmensas, mientras que los obreros buscan colarse a la burocracia sindical para ascender en sus puestos y obtener por complicidad lo que deberían conseguir por medio del derecho. No añado nada nuevo a esta escena que conocemos de memoria y me repele que a los sindicatos mexicanos se les conceda la virtud de la rebeldía cuando encarnan justamente lo contrario.

Max Horkheimer se equivocaba al afirmar que son necesarios determinados acontecimientos para cambiar la vida de un hombre de manera irreparable y disponerlo así para traspasar las fronteras o los límites de su vida cotidiana en pos de una vida mejor. ¿Qué otro acontecimiento más adecuado para rebasar las “fronteras” que presenciar el enriquecimiento material de los líderes o la degradación en casi todos los sentidos de la vida de un trabajador que no se encuentra bendecido por la burocracia sindical? Y, sin embargo, no pasa nada.

La referencia a los sindicatos es sólo una muestra de cómo la rebeldía transformada en institución se disuelve en su contrario: la conservación del estado de cosas. Y para recibirme como un conservador acudiré a otra frase de Joseph de Maistre que creo viene bastante bien a cuento: “No hay un instante en que una criatura no esté siendo devorada por otra. Y sobre todas estas numerosas especies de animales está colocado el hombre, y su mano destructora no perdona nada que viva”. Pues es precisamente en este campo pesimista donde la rebeldía tiene aún sentido. Sé que fracasaré en mi intento por sacudirme a los tiranos de cualquier escala, pero lo intentaré todo el tiempo. Y cuantas veces tenga que rebelarme ante lo que considero una guerra perdida lo haré con más entusiasmo.

Dijo Camus que el pensamiento rebelde no puede prescindir de la memoria, pero en estos tiempos absurdos la memoria no importa más que la indignación. Quizá pierda todas las peleas, pero al menos no me van a vender en el mercado como a un pepino.

sábado, 24 de octubre de 2009

Samuel Ramos corregido y aumentado

2009-10-24
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Hace 50 años murió Samuel Ramos, autor de El perfil del hombre y la cultura en México (1934), el primer y todavía mejor auto-psicoanálisis mexicano.

Ramos encabeza la línea intelectualmente más temeraria del ensayo mexicano: la psicohistoria, es decir, la interpretación de la relación entre psique individual y devenir nacional.

El resto del ensayo mexicano es pavada: decir bonito, resumen elocuente, pasear ideas ajenas y turnar elogios. Priismo. Ramos, en cambio, descifraba.

Alfred Adler definía a la neurosis como la posesión de un plan ficticio de vida. Según Adler-Ramos, el mexicano padece de un inconsciente complejo de inferioridad y de ahí se derivan los rasgos “mexicanos”. A través del lenguaje y su ser en general, el mexicano compensa su sensación de minusvalía.

La idea le gustó tanto a Paz que se la apropió en El laberinto de la soledad.

A Ramos, por cierto, le faltó agregar que el literato mexicano para borrar los signos bajos de su idioma se afana en conseguir un elegante y grácil estilo, del que queda excluido todo lo corriente.

Como no tiene ideas, el escritor mexicano retoriquea: es un Cantinflas al que le salen bien sus discursetes. La estilitis, pues, es otro salpullido del complejo de inferioridad mexicano.

De Reyes y Torri hasta Arreola y Elizondo, nuestra literatura padece de complejo de inferioridad. Por eso aspira ganosa a la Página Perfecta.

En lo que toca al mexicano en general, Ramos debe ser corregido. Desde que Ramos hizo su diagnóstico, el complejo de inferioridad ya mutó.

El complejo de inferioridad fue provocado por la exclusión racista de las capas pobres desde la Colonia. Pero a raíz de la reivindicación ideológica post-revolucionaria de lo popular, el Pelado poco a poco subió al trono (imaginario) vía la demagogia (tripartita), hasta que las televisoras hicieron del Público-Pueblo, un dios telefísico.

El Pelado se volvió el Puro; la Chorreada, la mesmésima Virgencita. Juan Pueblo hoy, mediática y políticamente, es retratado como lo Superior.

La inferioridad mutó: el mexicano hoy padece un inconsciente complejo de superioridad. Vivimos actualmente el otro lado del complejo.

Por eso no cree en la educación, ¿para qué? ¡Tal-cual estoy Bien Cabrón! Y si algo sale mal, la culpa la tienen otros, porque, obvio, yo jamás me equivoco. ¡Yo soy lo chido! La Neta es mi Naturaleza.

Al no crear mejores condiciones de vida, el mexicano decidió envanecerse de su deplorable estado, santificando su forma de ser, derivada de la miseria y el dogmatismo. Nuestra cultura “popular” consiste ahora en una gran masturbación mental de egolatría popular.

Sensacional de traileros: ¡el mexicano se cree inmejorable! Somos los Aumentados.

Corregido y aumentado, Samuel Ramos se quedó chico.

Cruzar la frontera

2009-10-24
Suplemento Laberinto
Jorge Volpi

Como si fuese una epidemia más que de un conflicto social, el narcotráfico —y en especial la guerra contra el narcotráfico— parecen haber contaminado todos los órdenes de la vida pública de México y otras naciones. Poco importa que el principal problema de América Latina continúe siendo la inequidad: los políticos de todos los colores, apuntalados por los medios de comunicación, no cesan de referirse al narco como la mayor amenaza, desatando una histeria que no se corresponde con las estadísticas. Contaminados de puritanismo anglosajón, nuestros gobiernos han transformado a los cárteles en monstruos siempre al acecho, dispuestos no sólo a mantener sus negocios ilícitos, sino a “destruir nuestras libertades” o “atentar contra la democracia”, empleando la retórica aplicada a los terroristas. Lo anterior no quiere decir, por supuesto, que los niveles de violencia no se hayan incrementado drásticamente —sobre todo cada vez que un capo es capturado y sus subordinados se despedazan entre sí—, sino que el inflamado lenguaje de los poderosos es responsable de que el narcotráfico haya rebasado la esfera policial para convertirse en una obsesión omnipresente.

El arte no podía escapar a esta tendencia: más allá de la popularidad de los narcocorridos, la “literatura del narco” se ha convertido en el nuevo paradigma de la literatura latinoamericana (o al menos mexicana y colombiana): donde antes había dictadores y guerrilleros, ahora hay capos y policías corruptos; y, donde antes prevalecía el realismo mágico, ha surgido un hiperrealismo fascinado con retratar los usos y costumbres de estos nuevos antihéroes. Desde que Fernando Vallejo escribiese la primera cumbre del género, La virgen de los sicarios (1994), la novela del narco se ha convertido en el subgénero dominante de nuestras letras, con un imaginario bien asentado a partir de las primeras obras de Jorge Franco o Élmer Mendoza. A partir de entonces, un alud de historias vinculadas a este universo ha inundado las librerías: cuando se creía que los rasgos distintivos de la literatura latinoamericana se habían desvanecido —que McOndo había triunfado sobre los epígonos de Macondo—, el narco vuelve a concederle a América Latina el carácter violento y exótico que se espera de ella. En una época aséptica, dominada por la desconfianza hacia lo político, los lugares comunes se refuerzan: adolescentes pobres, reclutados por las mafias hasta convertirse en sicarios; hermosas jóvenes utilizadas como moneda de cambio; pistoleros enfrentados sin otra razón que el vacío existencial; héroes y villanos patéticos, ni siquiera fáciles de distinguir; policías torpes y mal pagados, siempre vendidos al mejor postor; y, por supuesto, unos cuantos capos convertidos en multimillonarios, dueños de ejércitos y haciendas, capaces de cometer las mayores excentricidades.

Por fortuna, a lo largo de la historia siempre han aparecido artistas capaces de subvertir las reglas de la moda, de torcer sus modelos y clichés: obras que surgen dentro de un género pero que, a fuerza de retorcerlo, acaban con él. El Quijote frente a las novelas de caballería sería el mejor ejemplo, pero se podría decir lo mismo de Pedro Páramo frente a la novela de la Revolución. Con sólo dos novelas, el mexicano Yuri Herrera (1971) parece decidido a llevar a cabo esta tarea frente a la inercia que predomina en las novelas del narco. En Trabajos del reino (2004), Herrera construyó una inteligente e insólita manera de aproximarse a este territorio: el arribo de un compositor de corridos al círculo íntimo de un capo es narrado como si fuese el encuentro de un antiguo bardo y un señor del medioevo. La metáfora funciona de manera sorprendente y, sin necesidad de reproducir la jerga de sus personajes, condensa en unas cuantas páginas lo que a otros narradores les lleva cientos: esa feria de lealtades y traiciones que circunda a los jefes; la vileza, la impericia y el miedo de los sicarios; la irredimible corrupción del entorno; y, sobre todo, la manera como el arte se vuelve cómplice del delito. Novela del narco y crítica implícita de las novelas del narco, Trabajos del reino era ya una pequeña joya literaria.

Cinco años después, Herrera ha superado cualquier expectativa con Señales que precederán al fin del mundo (2009). Algunos de los elementos presentes en su primera novela también se renuevan aquí: la sabia reinvención del habla coloquial del norte de México; la mezcla de distintos niveles de lectura; la creación, con apenas unas pinceladas, de personajes memorables; una trama que puede leerse en varios niveles. Pero Herrera se ha vuelto dueño de sus recursos y los lleva a extremos de una enorme eficacia y belleza lingüística, como si los nietos de Pedro Páramo o Susana San Juan se hubiesen convertido en mojados a principios del siglo XXI. De hecho, Señales no es una novela del narco, o lo es sólo de manera tangencial: contada a manera de fábula, es más bien una reflexión sobre la frontera, donde se narra la aventura de Makina, una joven astuta, libre, temperamental, que ha de transitar de un mundo a otro en busca de su hermano desaparecido. El homenaje a Rulfo es claro, pero no se queda en eso: Makina sobrevive en el mundo machista del Norte, como una pícara del Siglo de Oro escapa de un sinfín de entuertos —no sin magulladuras— y, cuando por fin consigue su objetivo, éste terminará transformándola, muy a su pesar, en otra. Su odisea posee obvias referencias míticas, provenientes tanto de la tradición occidental como de la indígena —el impagable episodio del cruce a nado del río que es como la Estigia, el otro lado visto como territorio de los muertos—, pero sin jamás perder la turbulenta y conmovedora humanidad de su protagonista: Makina está destinada a convertirse en un personaje imprescindible de nuestro tiempo. El sorprendente final, que otorga su verdadero sentido al título de la novela, revela más sobre la dolorosa y extrema vida de los migrantes que cientos de estudios académicos. Señales que precederán al fin del mundo aparece como una de las mejores novelas mexicanas de los últimos años e invita a ver en Yuri Herrera a uno de los más lúcidos observadores de nuestro tiempo.

lunes, 19 de octubre de 2009

Niños

19 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Recuerdo que en primero de secundaria teníamos, los alumnos, un tutor que señalaba y describía a los estudiantes de preparatoria como seres holgazanes, indolentes, abúlicos y próximos a ser presa de los vicios humanos. Los niños escuchábamos a nuestro tutor con un terror no disimulado mientras él depositaba en nosotros, sus entenados, las más sólidas esperanzas.

A diferencia de aquellos pelmazos, nos decía, en nosotros había un verdadero deseo de vivir y nuestra inocencia nos permitiría emprender cualquier actividad plenos de entusiasmo y honestidad. Años después, instalado en el último año de preparatoria, sentía sobre de mí la mirada reprobatoria de mi antiguo tutor y sus palabras marchaban en mi cabeza a paso firme: me había convertido en un ser vicioso e indolente dejando atrás la época dorada de mi vida. Era probable -pensaba entonces- que después de los 11 años hubiera comenzado a morir.

En una de las sentencias más crueles que he leído jamás, Thomas Bernhard dice que es un error creer que las personas traen niños al mundo. Lo que hacen es traer adultos, asesinos, ancianos que mean por todas partes, pero no niños. Y los padres no quieren comprenderlo porque es justo su ceguera la que permite que la vida continúe avanzando. El loco de mi tutor ha quedado totalmente sepultado por las palabras de Bernhard: nunca somos niños y por lo tanto los vicios y la miseria moral nos acompañan desde que nacemos. Acaso esa es la sensación que me ha acompañado desde siempre y que nunca pude comprender del todo, sino hasta que los años se encargaron de entregarme las palabras adecuadas. Y cuando, para reponerme del inconveniente de estar vivo, me digo a mí mismo que valió la pena ser alguna vez un niño, entonces otra voz me dice que nada de eso es verdad y que lo que estoy haciendo es crear un mito para ocultarme que la niñez nunca sucedió.

Es cierto que quienes obedecen son una copia exacta de los que mandan y recibir órdenes te hace tan odioso como el que las dicta. Es por eso que en contra de todas mis ambiciones y proyectos ubico la utopía en el hecho de no recibir órdenes de nadie aunque esto, por supuesto, es casi imposible de cumplirse porque siempre existe una fuerza que se impone sobre de mí para disminuirme y mostrarme que en el mundo en que vivimos nadie tiene derecho a la absoluta libertad. Y es justamente el odioso de Bernhard quien ha escrito varios relatos acerca de su juventud en uno de los cuales hace decir a su abuelo: “Cuando -siendo niños- causamos dificultades a nuestros padres es cuando en verdad conseguimos algo”. No es esta sólo una sentencia literaria o un aforismo sin sustento porque al menos en mi caso fue hasta que le causé problemas a mi padre cuando mis temores por vivir comenzaron a ceder. Y causar problemas quiere decir, en el mejor sentido, incomodar con nuestra existencia, provocar desasosiego y tomar las riendas a costa de los otros. Lo cual no deja de ser aterrador.

Hay una historia de Kenzaburo Oé en la que narra la vida de varios niños japoneses dentro de un reformatorio que, en determinado momento, es abandonado por los adultos a causa de la guerra. Contra lo que pudiera pensarse, estos niños son unos verdaderos crápulas. No sólo aguardan escondidos a que las niñas se acuclillen para espantarlas a gritos mientras orinan, sino que buscan ranas, musarañas, gusanos que sacan de la tierra para matarlos. Le caen con golpes de azada a todo animal que esté vivo. Lo que me ha sorprendido de este relato es precisamente que no me ha sorprendido para nada. Me ha parecido un hecho tan normal lo que hacen estos niños como me parece normal que los hombres maduros sean tan aficionados a despreciarse entre sí o a competir como si fueran animales en celo que pelean por una hembra.

Mi tutor de primero de secundaria puede estar tranquilo, los niños no se echan a perder en la preparatoria sino que así nacen y con el tiempo, si tenemos suerte, se convierten en niños, no en niños reales sino en la mítica imagen que tenemos de ellos. Esta es de algún modo la suerte de ciertas personas excepcionales. El resto seguimos el camino.





Análisis: Huevos revueltos

19/10/09
Periódico Noroeste
Denise Dresser

La frase recurrente. El aplauso contundente. La locución vulgar pero que captura el sentir de muchos mexicanos en estos días sobre Felipe Calderón: "tiene huevos". Se escucha en los cafés, se oye en la calle, se lee en los blogs, se repite en las sobremesas.

El reconocimiento a un Presidente que reemplaza la cautela con el coraje, que sacude el doblegamiento con la decisión, que sustituye la administración de la inercia con una medida, como la liquidación de Luz y Fuerza del Centro, capaz de remontarla.

Sin duda el Presidente ha demostrado en días recientes la intención de combatir privilegios, confrontar cotos y desmantelar cuellos de botella que han retrasado la modernización de México.

Ahora le falta hacerlo consistentemente. Ahora necesita enseñar que los cojones tan celebrados están bien puestos, y que los usará para enfrentar intereses atrincherados dondequiera que estén: tanto en la izquierda como en la derecha; tanto en el mundo sindical como en el ámbito empresarial.

Porque si no lo hace, la confrontación con el Sindicato Mexicano de Electricistas terminará por ser una demostración de fuerza, más que un acto de buen Gobierno. Y hay una diferencia. Sí, hay una diferencia entre decisiones oportunistas que se toman para cambiar la correlación de fuerzas en favor del Gobierno, y decisiones estratégicas que se toman para cambiar el balance de poder en favor de la ciudadanía.

Hay una diferencia entre revivir el "Quinazo", e inaugurar un nuevo tipo de relación entre los sindicatos públicos, el Gobierno y la sociedad.

Hay una diferencia entre empujar medidas que fortalecen momentáneamente la popularidad presidencial, y empujar acciones que fomentan de manera coherente el crecimiento económico.

Hasta el momento, Felipe Calderón ha optado por lo primero, pero no ha sido capaz de transmitir lo segundo.

Ha mostrado, como se dice coloquialmente, "tener huevos", pero todavía son huevos revueltos o en algunos casos, tibios.

El Presidente ha desplegado valor para cerrar una empresa ineficaz, pero no el suficiente como para impedir su simple absorción por parte de otro monopolio público con pocos incentivos para ofrecer un servicio mejor y más barato.

El Presidente ha tenido arrojo para confrontar a un sindicato que su Gobierno apapachó, pero no el suficiente como para explicar cual será su posición ante otros sindicatos con prebendas similares.

El Presidente ha demostrado valentía para denunciar los abusos cometidos en contra de los consumidores, pero le falta hablar de los que se dan en tantos otros sectores.

El Presidente ha demostrado, por fin, la audacia para enarbolar la lucha contra los privilegios, pero le urge criticar los que gozan sus aliados en la élite empresarial. Como el Gobierno ha sido incapaz de crear una visión consistente sobre su actuación, aún las decisiones necesarias se vuelven blanco fácil para la crítica. Como el Gobierno no ha logrado construir una narrativa anti-corporativa, su lucha contra el SME aparece como un pleito contra la izquierda.

Como el Gobierno no ha buscado armar un frente anti-monopólico, el llamado a fomentar la eficiencia liquidando a Luz y Fuerza genera menos credibilidad de la que debería.

Y por ello, aunque acciones como la de LyFC se tomen en favor de la modernización, son vistas como manotazos.

Aunque la decisión sea técnicamente correcta, es percibida como políticamente discrecional.

Ante la impericia del gobierno para explicar por qué hace lo que hace, actos legítimos de autoridad se vuelven tan sólo gestos de arbitrariedad.

La única manera de remediar la confusión conceptual y política en la cual se halla Felipe Calderón hoy es a través de la consistencia.

A través de decisiones guiadas por el imperativo de denunciar privilegios y combatir ineficiencias e impedir abusos a los consumidores, de donde provengan.

En los monopolios públicos y en los monopolios privados; en la Compañía de Luz y Fuerza y en Telmex; en el Sindicato Mexicano de Electricistas y en el Consejo Coordinador Empresarial; en la provisión del servicio eléctrico y en la provisión de servicios financieros; en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y en el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios; en las cúpulas sindicales que compran ranchos y en las cúpulas empresariales que evaden impuestos; entre los líderes charros que chantajean al Gobierno y los oligarcas de la televisión que lo hacen también .

En pocas palabras, Felipe Calderón tendría que demostrar que la valentía desplegada no es una valentía selectiva.

Tendría que convencer que el combate a los privilegios se llevará a cabo aún contra los de casa.

Tendría que enseñar que está desmantelando al viejo régimen y no sólo liquidando a trabajadores políticamente incómodos.

Si no vincula la audacia aplaudida con la visión auténticamente reformista, la oportunidad que ha abierto con la liquidación de Luz y Fuerza del Centro será una oportunidad desperdiciada. En lugar de preparar huevos bien cocidos, servirá tan sólo huevos mal revueltos.

sábado, 17 de octubre de 2009

Historia del becario ingrato

2009-10-17
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Lleva semanas la campaña contra el escritor Rogelio Guedea de parte de defensores de Miguel Ángel Aguayo, rector de la Universidad de Colima, a quien Guedea señala por actos de corrupción.

Además de la información que ha salido a relucir llama la atención la estrategia para censurar o amedrentar su crítica.

A Guedea lo han querido sobornar. No aceptó y continúo su crítica hacia la corrupción por medio de prensa e internet, entonces, por medio de prensa e internet la campaña contra él continuó.

Lo volvieron el “becario ingrato”. Según esta lógica, si Guedea ganó una beca tuvo que ser del mismo modo que los funcionarios corruptos obtienen sus puestos: sin mérito o competencia.

Además resulta que ser becario implica no sólo que eres corrupto —si tienes beca pecas— sino que una beca no es una beca sino una mordida para taparte el hocico.

Y si eres becario y eres crítico —y eso es incongruente en la moral mexicana culpígena— entonces, ¿qué más buscas? Nadie puede ser crítico porque tenga convicciones o, digamos, crea que la obligación de un escritor o artista sea precisamente ser crítico, no, ¡qué va! El crítico algo quiere —averíguame, Pancho, cuál es su sueño— y si resulta que no es soñador o que critica para “llamar la atención” —y ahí la mitad del electorado se une al corrupto, porque en México nos choca que alguien levante la mano—; ‘tonces, a darle con un palo hasta bajarle lo ego-huevos.

Estas últimas semanas ha sido Guedea. Ayer ustedes, yo o ella. Mañana, tú.

Hay una regla no escrita entre los premios, publicaciones, becas o distinciones que otorga el Estado y quienes las reciben. La regla dice: te tienes que sentir culpable (comprado).

Como te vas a sentir culpable (comprado), es una mordida de facto.

Si quieres criticar algo, alguien te va a acusar a ti de ser parte del sistema. No importa que hayas ganado compitiendo con decenas o centenares, ¡no!, lo importante es que te sientas culpable y no abras la boca en asuntos reales. Punto.

Eres privilegiado, ergo, no te quejes.

Y como en México todo se trata de pureza, si criticas, se alegará que te sientes más puro. Y como todos semos “impuros”, el que esté libre de pecado que tire la primera piedra, reza el Evangelio de la Santa Impunidad.

Un intelectual está obligado a ser crítico. Y será atacado por los guardianes del amo, resentidos y conexos.

Guedea gana beca. Identifica un acto de corrupción. Lo denuncia. A Guedea le va a llover.

Le aconsejo que lo disfrute. Sufrir es cristiano.

Guedea, entonces, a lo tuyo. Y no te quejes o sientas muy macho. Criticar no es ningún mérito. Ni para criticar hay que ser héroe o santo.

Para eso te pagamos los ciudadanos: para que hagas tu trabajo: no quedarte callado.

Por último: escríbelo bien. Así, si el país no cambia, al menos, la lengua avanza.

lunes, 12 de octubre de 2009

Viejos

12 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Desde que era un niño pensaba en la vejez y me intrigaba cómo sería yo mismo sesenta años después. El paso del tiempo va despejando poco a poco la incógnita y ahora sé que todo será mucho peor de lo que imaginaba. No lamento mi suerte y creo que nada podría haber sido distinto. El tiempo corre en sentido contrario y el futuro carece de misterio. Nacer es un hecho tan sorprendente que desborda toda imaginación, en cambio la muerte cubre el horizonte y cada día que pasa se presenta para darnos un ligero empujón hacia la fosa. “Juro que cuando sea viejo no seré cobarde”, este ha sido mi más firme propósito, no suplicaré a nadie por un día más de vida y nadie se enterará de que el momento de partir se encuentra próximo, me repito todo el tiempo, no permitiré a los doctores opinar sobre mi salud e intentaré tirar un par de golpes antes de que un joven se apiade de mí y me mire con misericordia. En sus memorias, Thomas Bernhard cuenta que siendo un niño le gustaba ir a los sepelios, pues eran una aventura que hacía menos aburrida la rutina del pueblo donde vivía. En estos actos, dice Bernhard, se cubría con mucha tierra a los muertos para evitar que continuaran envenenando a los vivos. Nunca estará de más añadir un poco más de tierra en la tumba.

Si para mis funerales me queda todavía un amigo, le ruego que le dé unos cuantos pesos de más al sepulturero para que no sea tacaño a la hora de echar las paladas.

Comienzo a extrañar a mi padre ahora que los años comienzan a pesar como una montaña. El efecto de su muerte fue tan distinto al que me invadió cuando murió mi madre porque si bien la mañana en que ella se marchó la vida me transformó en otra persona, cuando él lo hizo sentí que su muerte era mi muerte anticipada. Sus huesos endebles son ahora los míos y no puedo parar de pensar que cada uno de sus pensamientos ha tomado mi mente para demostrarme que ninguna rebelión logró apartarme de los caminos más trillados: no tengo vida y soy un remedo vanidoso de ese hombre que nunca me comprendió. Me habría gustado que me pusiera sobre aviso de las miserias a las que nos condena la arrogancia y que me contara sobre las frustraciones que van doblando la espalda de un hombre maduro. La rutina va tejiendo una mortaja y los ojos no miran más allá de su propia tristeza. En “La caída” un Camus desesperado hace decir a uno de sus personajes: “Nunca pude creer profundamente que los asuntos humanos fueran cosa sería.” Yo he creído que lo eran durante mucho tiempo y me he decepcionado y mi padre no me advirtió que a cierta edad las personas dejan de ser importantes y uno comienza a sustituirlas por los recuerdos.

Contra lo que pudiera pensarse me repele la nostalgia y gradualmente he ido perdiendo el miedo a la muerte. Respeto a los ancianos como a nadie y los únicos jóvenes que me interesan son los que tienen alma de viejos. Perder algunas batallas te mantiene despierto, aunque demasiados fracasos hacen amargas a las personas y secretan un veneno que oscurece la vida de los demás. No hay proceso anímico más triste, más desesperado que cuando se enfría la amistad entre dos hombres, dice un personaje de Sánor Márai en “El último encuentro”, lo afirma un hombre de setenta y cinco años que intenta soportarse a sí mismo y aceptar que existen hombres que son superiores a él por sus cualidades morales e intelectuales. La amistad es una compañía pasajera que puede llegar a ser más intensa que una enfermedad o un amor, pero sólo a condición de que sea efímera pues la desgracia quiere que el paso de los años carcoma las relaciones amistosas y vuelva cínicos a los hombres.

A mí me causa placer escuchar las historias de los viejos, y si las repiten varias veces porque la memoria comienza abandonarlos no me importa. Y si inventan y cambian los hechos del pasado para darse importancia los escucho aún con más atención. Lo único que me duele es que se den por vencidos desde temprano, que se acepten viejos y que después de su jubilación se conviertan en elotes que exigen ser tratados con compasión. Tampoco comprendo por qué los ancianos que han sido ateos toda su vida titubean cuando tienen los días contados y miran al cielo con esperanza. Fuera de eso puedo decir sin ninguna duda que la tierra sería un paraíso si todos envejecieran de repente y transformaran en futuro su pasado. Creo que sería un mundo bello e inofensivo.

domingo, 11 de octubre de 2009

La universidad en vías de extinción

2009-10-10
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El medievo inventó a la universidad. Nunca ha sido moderna. Del clero al capital, intocada por la ciencia. La universidad es una institución en vías de extinción.

La universidad tiene como fin crear conocimiento. Como efecto colateral, crear profesionistas. Pero casi todas sólo sirven como kindergardens extemporáneos. Aun la tesis ha desaparecido. Nadie ahí investiga. Universidad y ciencia, divorciadas; en el mejor de los casos, amantes de ratos libres.

Si un profesor desea impartir cátedra debe hacerlo a la antigüita: dar clase solipsista. Si es progresista y aplica, digamos, constructivismo, y baja al nivel de los alumnos y construye la clase con base en su interés, necesidades y saber real, tendrá que olvidarse de impartir su curso: los alumnos vienen de prepas mexicanas, es decir, su nivel es de primero de secundaria.

Los planes de estudio universitarios son inaplicables.

Además de patito, la universidad tiene mala imagen. Desde el 68 se le ve como trinchera de revoltosos; hoy esa idea prosigue vía Lucía Morett (estudiante de la UNAM acusada de terrorismo por el gobierno colombiano) y últimamente por el arresto de Ramsés Villarreal (estudiante de la UAM, acusado de ser el ecoloco detrás de los bombazos en cajeros automáticos). En México, el universitario aún es el Malo.

Como remate, la uni no ayuda a ganar más. Entonces —pregunta popular— ¿pa’qué estudiar?

En Estados Unidos, por cierto, la Universidad de California, que alguna vez fue un prestigiado sistema de educación pública, hoy se vuelve una universidad mexicana. Ya incluso estudiantes del campus de Santa Cruz han tomado un edificio en protesta y los medios les hacen mala cara.

El desprestigio de la universidad en México y EU está vinculado al ascenso de la derecha y la decadencia de la izquierda. Los gobiernos neoliberales desean deshacerse de áreas enteras del sistema universitario —las Humanidades—; convertir carreras en proveedoras de tecno-jornaleros y, en el plano de las ideas, evitar lo izquierdoso y lo darwiniano.

Y —dice el absurdo zurdo— si la universidad es su templo, ¡Marx no ha muerto!

El secreto mejor guardado del capitalismo es que el último marxista del planeta morirá en Berkeley. Y los Republicanos desean ya fumigarlo.

Detrás de los ataques y recortes a la universidad pública está la privatización y frenar la crítica latente que ella genera.

La universidad siempre ha sido saboteada.

Familia, gobierno, negocio, espectáculo, religión y, sobre todo, sistema escolar la vuelven imposible. Nadie parece aún notarlo, pero la universidad está pasando de utopía iluminista a dinosaurio (que sólo existió en los museos). La universidad está desvaneciéndose.

¿Qué sigue de nosotros, los posmodernos? La verdadera Edad Media.

La curiosidad del poeta

10/10/2009
Suplemento Babelia
Pablo Ordaz

Hay una voz que emociona a los jóvenes mexicanos. Es la de un hombre de 70 años que conoció a Octavio Paz, a Luis Cernuda, a Vicente Aleixandre, a Max Aub, a Jorge Luis Borges. Hay un poema de 1967 que emociona a todas las generaciones de mexicanos. Se llama Alta Traición y dice así: "No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, montañas / -y tres o cuatro ríos". La voz y el poema pertenecen a José Emilio Pacheco, pero más allá de lo extenso de su obra, de la importancia de los premios recibidos, lo que inspira la vida y la obra del último premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana se resume en una frase que intercala en la conversación: "Es muy curioso todo". Y es en la manera gozosa en que lo dice, en el deseo inagotable de aprender y en su forma de transmitir lo que sabe, siempre como un regalo, nunca como una lección, donde está el alma de José Emilio Pacheco, su conexión tan íntima con lo mejor de México.

-Qué casa más bonita.

-La queremos mucho.

La cita es a las nueve de la mañana, en su casa, para desayunar. José Emilio Pacheco estrecha la mano del periodista y en ese momento, fin del verano, ciudad de México, colonia de La Condesa, dos temores se sientan frente a frente. El del poeta a las entrevistas. El del periodista ante un sabio que odia las entrevistas. Después de un primer café de tanteo, y ante las primeras preguntas, José Emilio Pacheco decide confesar: "¿Ves?, encendiste la grabadora y enmudecí. Hay gente que tiene el talento para hacer entrevistas, pero yo carezco absolutamente de ese talento. Después de cada entrevista, me quedo pensando: ¿por qué no le dije esto...? Debería haberle dicho aquello otro... Ten en cuenta que yo estoy acostumbrado a escribir, a ver lo que pienso. Y si no veo lo que estoy diciendo, ¿cómo puedo pensar?".

Confesión por confesión, el reportero le cuenta que hasta la noche anterior no le llegó por correo electrónico su último libro, La edad de las tinieblas, que en España publica Visor. Y que fue abrir el archivo, empezar a leer los 50 poemas en prosa y sentir ternura con Bolotó, "el terror de las hormigas", miedo ante la mirada del insecto, "en la noche del insecto hay un minuto en que se pregunta a qué sabrá sentirse humano", nostalgia de aquella lejana tarde con aquella mujer, "nos llevamos tan bien que sin decirlo preferimos no volver a vernos...". Al apagar el ordenador, ya alta la madrugada, el periodista había desaparecido y se había convertido en uno más de sus rendidos admiradores. Cuando José Emilio Pacheco acude a alguna celebración literaria en México, los organizadores saben que habrá lleno absoluto, y que sus lectores no se conformarán con la delicia de escucharlo hablar, sino que querrán saludar al autor de Las batallas en el desierto, que se retrate con ellos, que les dedique un libro... Cuando se pregunta aquí y allá por José Emilio Pacheco, las respuestas coinciden: "¿Lo vas a entrevistar? ¡Qué suerte! Es una persona encantadora, un sabio como los de antes. Eso sí -bajan la voz-, ten en cuenta que José Emilio Pacheco odia las entrevistas". Pacheco se disculpa: "La paradoja es que a mí me gusta mucho leer las entrevistas, pero hay veces que me preguntan: ¿y usted qué intentó reflejar con este poema...? Ah, pues yo, no sé qué responder... Prefiero que hablemos tranquilamente y luego tú escribes lo que creas más conveniente. ¿Te he ofrecido ya café? ¿Qué poema me decías que te había gustado?".

Sin duda, uno de los poemas más sobrecogedores es precisamente el que da título al libro, 'La edad de las tinieblas'. En uno de los párrafos, José Emilio Pacheco describe así un quinqué: "Me intriga pensar en lo que han dicho mis padres: en el petróleo de la lámpara flotan reducidos a esencia bosques y dinosaurios de la prehistoria. Millones de años se han necesitado para humedecer la lengüeta de jerga que convertida en mecha soporta la llama. Una campana de cristal la protege y le permite iluminarnos. En el quinqué se consumen los restos fósiles de una vida improbable. La noche huele a luz carbonizada".

PREGUNTA. ¿Qué se siente cuando uno escribe una frase redonda, una frase definitiva como ésa? "La noche huele a luz carbonizada...".

RESPUESTA. Uno se siente muy satisfecho, sí, eso sí.

P. ¿Y cuando se percata de que un libro suyo publicado en 1981 - Las batallas en el desierto- tiene aún tanta vigencia que sigue siendo traducido, admirado por lectores de 16 años...?

R. Una gran satisfacción, sí, pero también alguna forma de humildad. Uno no tiene la intención de provocar ese efecto, es algo que tiene el texto. Porque uno siempre quisiera escribir bien y que las cosas salieran. Pero no salen...

P. ¿Es muy exigente?

R. Sí, guardo o destruyo mucho.

P. ¿Y cuándo sabe si un texto es bueno o malo?

R. Eso me costaría mucho decirlo. Tal vez uno sí tiene la intuición de lo que está bien. El problema es que es una intuición provisional, porque después de que sale el libro sigo corrigiendo... Soy un horror para los editores.

P. A propósito de los versos, usted cuenta en La edad de las tinieblas: "Los veo formarse indefensos y salir en busca de alguien que los resguarde. La inmensa mayoría les da la espalda. Cuando ellos se acercan las personas desvían la mirada y hacen como si los versos no existieran". ¿Cuándo decide que sus poemas están listos para subir al metro y vencer "la hostilidad, el desprecio o cuando menos la indiferencia de los pasajeros"?

R. No hay ninguna regla. Podemos ver poema por poema, y te diré: "Mira, éste me costó un trabajo infinito, un trabajo de años". Y otros, en cambio, salen prácticamente de primera intención. Es muy extraño...

P. ¿Y ni siquiera la experiencia sirve?

R. Para nada, al contrario. Con 20 años piensas que tal vez un día llegues a escribir con una facilidad, con una certeza y un conocimiento... Y no, nunca. Siempre es por primera vez, siempre. Y, además, la mayoría de las cosas salen muy mal. La mayoría de los textos que haces son malísimos, para que uno te salga bien necesitas hacer 50 muy malos.

P. Tan malos no serán...

R. Sí, sí. Mayans, un neoclásico del siglo XVIII, decía: "En la poesía, lo que no es excelente es despreciable". Y tenía razón.

P. O sea, que hay pocas cosas más espantosas que un poeta malo...

R. Sí, sí, y además hay otra cosa: ya nadie admite la crítica. Eso se acabó con los cafés. Hay que acostumbrarse de nuevo a que la gente no esté de acuerdo en todo contigo, que no te diga que todo lo que escribes está bien. Porque si yo ahora le digo a alguien: oye, no me gustó... No lo acepta. Eso es impensable ahora.

P. ¿Cómo agrupa los poemas?

R. Se van haciendo y de repente digo: aquí hay un libro, pero nunca me he propuesto escribir un libro de poesía. Ésa es una cosa muy singular que tenía Pablo Neruda. Que Pablo Neruda decía: voy a hacer un libro. Y entonces lo hacía. No iba reuniendo poemas. Por ejemplo, yo digo que Rubén Darío es un poeta de poemas, no de libros de poemas. Rubén Darío hace poemas, nunca piensa en el libro, y Neruda sí.

P. Por cierto, ¿es verdad que usted no quiso conocer a Pablo Neruda?

R. Sí, porque yo qué le iba a decir a Neruda, prefería leerlo. Me dijeron: esta noche va a estar aquí Neruda (supongo que rodeado de otras 800 personas). Y qué le iba a decir yo: buenas noches, señor Neruda, me gustan muchos sus poemas...

P. Neruda, Cernuda, Aleixandre... Los conoció a todos...

R. Los conocí a todos por cuestiones de edad. Sobre todo a la gente de los sesenta. La influencia de la literatura española en México fue muy grande. Hay que tener en cuenta que el exilio fue una catástrofe humana, pero a la vez una bendición cultural y de intercambio. Yo nazco en el 1939, y por tanto toda mi vida pasa al lado del exilio. Hay dos escritores que tuvieron mucha importancia en México: Max Aub y Vicente Aleixandre... Vicente Aleixandre escribía una carta a cualquier poeta hispanoamericano que le mandara un libro. Recibí muchas cartas de Aleixandre, pero cuando estuve en Madrid en 1968 no me atreví a ir a Velintonia. Jamás lo vi en persona. Y los libros españoles llegaban a casa de Max y uno podía leerlos. Él fue realmente un vínculo muy importante. Me da mucho gusto que ahora se le esté haciendo justicia a Max.

P. Hasta no hace mucho era prácticamente un desconocido en España.

R. Sí, y aquí también. Es lo que suele pasar con una obra tan vasta y tan variada. De hecho, él tiene una frase muy buena: el hombre orquesta nunca alcanzará la notoriedad del solista.

P. Da la impresión a veces de que antes, en los tiempos de las cartas y los barcos, había más contacto entre las dos orillas que ahora, con el correo electrónico y el avión..., que ahora hay más distancia.

R. Sí, pero es precisamente por lo contrario. Porque hoy todo está más a la mano. ¿Cuántas veces voy yo al castillo de Chapultepec o al Museo de Antropología? ¡Nunca! Porque me quedan a unos minutos de mi casa. Si en vez de vivir aquí viniese a México de visita, estaría allí ahora mismo. Es lo que pasa también con Internet.

A José Emilio Pacheco le apasiona la riqueza del español. Se puede pasar horas hablando -y disfrutando- de las distintas maneras que tiene nuestro idioma de nombrar la misma cosa. "Yo creo que hay que respetar. ¿Por qué la gente de Santiago de Chile o de Tegucigalpa va a hablar como yo? No tiene ninguna razón. El castellano es de Castilla, pero en México hablamos español porque está hecho de todas las Españas. Camilo José Cela y Francisco Umbral o Miguel Delibes escriben en castellano, pero yo no puedo escribir en castellano. Yo escribo en español".

P. ¿Y se puede traducir del uno al otro?

R. Claro, no seamos demasiado puristas en esto. El traductor debe traducir para su comunidad lingüística inmediata. Sólo hay que fijarse en el teatro. Las obras de teatro se adaptan hasta por regiones. Hay muchas palabras que se utilizan en la Ciudad de México que no se dicen en Monterrey o en Mérida. Y se tienen que adaptar. Por ejemplo, cosas tan elementales como la resbaladilla... ¿Cómo se dice en España?

P. El tobogán.

R. Pues en Nuevo León es el resbaladero. Había cuando era niño un artículo del Reader's Digest que se titulaba 'El inglés que usted no sabe que sabe', por todas las palabras similares, los falsos amigos o cuñados... Yo quiero escribir un libro que se llame El español que usted no sabe que sabe...

Y sobre eso hay una anécdota que viene a colación: "Vas a ver. Vino Borges, en 1973, nunca había venido. Era muy antimexicano Borges, y le dieron el Premio Alfonso Reyes. Regresa a Buenos Aires, lo entrevistan en La Nación y le preguntan cómo fue su viaje. Ah, maravilloso, respondió, estupendo, me trataron tan bien... ¿Y qué fue lo que le gustó? Todo, las pirámides de Teotihuacán... Pero más que nada, yo pensé que a los 74 años yo hablaba castellano, y aprendí un verbo mexicano que me encanta, y que ahora uso todo el tiempo, que es platicar. Entonces, la próxima vez que vi a Borges, le dije: es inconcebible, porque quién sabe qué pasó en el mundo hispánico que hacia 1930 desapareció de todas partes excepto de México platicar. Y le añadí: platicar está en toda la literatura medieval, está en toda la literatura del Siglo de Oro, del siglo XVIII, del siglo XIX y está en sus libros... Y él me decía, no, es que platicar es conversar. Y yo le respondía que no. En este momento tú y yo estamos platicando, si estuviéramos ante la televisión estaríamos conversando. Platicar es una cosa privada. En España es charlar. Pero a mí, para mi habla de la Ciudad de México, charlar es un cultismo de platicar. O poniendo como ejemplo otra palabra: en Guanajuato, aguardar es lo normal y lo culto es esperar, para mí no. Para mí suena más raro estoy aguardando. Fíjate, en el mismo país, ¿no te parece maravilloso?".

P. Yo soy de Sevilla y allí se utiliza mucho convidar en vez de invitar, y en el resto de España no tanto...

R. Ah, convidar es muy de México. Te puedo convidar a un café... O, mira, la primera vez que yo llegué a Bogotá, me dijeron: ¿no le provoca un tintico? Y yo le respondí, no, no bebo antes del almuerzo... Y resulta que un tinto es un café... Pero, además, aquí provocar se perdió. En el habla de mi infancia, provocar es tener ganas de vomitar. Qué curioso es todo. ¿Tú entonces crees que el andaluz es el origen del habla de América...?

P. A tanto no soy capaz de llegar, pero sí es verdad que en México se encuentran en perfecto estado de salud palabras que en España ya están muertas y que en Andalucía sólo están moribundas...

R. Pues a mí me han dicho ingleses que la misma impresión tienen en Estados Unidos. Por ejemplo, a ti qué te sale más natural, ¿estrecho o angosto...?

Sobre la mesa hay una foto que acaba de cumplir 50 años. En ella están, sentados en el suelo y en animada conversación, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis. Los tres escritores, los tres mexicanos, los tres supervivientes de una época que ya sólo queda en la memoria. Dice José Emilio Pacheco: "Antes de la inseguridad, esta ciudad era muy agradable. Por eso se vino a vivir aquí García Márquez, tanta gente. Yo conocía a los cineastas, a los pintores... Ahora no conozco ni a los escritores. Entonces se podía vivir en la calle. Yo acompañaba a Monsiváis a su casa y de regreso él me acompañaba a mí". Hay en La edad de las tinieblas un poema en prosa, titulado 'A la extranjera', en el que Pacheco llora a México perdido: "A usted le duele esta ciudad que también ha hecho suya y lamenta ver cómo la hemos destruido y la seguimos arrasando. No entiendo sus razones para amar un sitio desesperante y sin esperanza. O tal vez existe la esperanza porque usted se encuentra aquí una vez más y llena de luz otra estación sombría.

Nací en un lugar que se llamaba como éste y ocupaba su espacio. Ahora también en mi suelo natal soy extranjero en tierra extraña. Ya no conozco a nadie ni reconozco nada. Usted, en cambio, no es extranjera en ningún lado. Usted es de todas partes como la música.

Por favor, no se vaya. No se lleve al partir un fragmento de luz entre el desierto pardo y la barbarie que por codicia y estupidez hemos engendrado".

Han pasado dos horas. José Emilio Pacheco sale a la puerta de su casa a despedir al invitado. Unas muchachas que pasan por la acera de enfrente lo reconocen y sonríen. A finales de noviembre, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, mil jóvenes se reunirán con Pacheco para celebrar su 70º aniversario. Porque su poesía "es de todas partes como la música". Porque en México aún se ama a los poetas más que a los futbolistas. Porque aquí "tal vez existe la esperanza".

¿Literatura mundial?

11 de octubre de 2009
El Universal
Pedro Ángel Palou

¿Puede hablarse de literatura mundial? ¿Desde dónde? No desde la producción, creo, sino desde condiciones similares de recepción del texto. En ese sentido sintomático Pascale Casanova se embelesa en su propio discurso y desde la comodidad del eurocentrismo habla de condiciones objetivas de universalidad (con el ejemplo del Nobel, mecanismo de consagración, no de producción estética) y, por ejemplo, no reconoce que un escritor que lee a otro escritor, las más de las veces desde la traducción, no lee normalmente. Un escritor lee a los otros desde su obra y la redibuja permanentemente.

Pero quizá la mayor miopía sea pensar la tradición como una sola. Es curioso que un escritor de las periferias, desde hace años colocado en un centro, París, Milan Kundera, reflexione en su último libro, El telón, sobre el particular con especial agudeza. “Sea nacionalista o cosmopolita, arraigado o desarraigado, un europeo está profundamente determinado por la relación con su patria; (…) al lado de las grandes naciones, hay una Europa de pequeñas naciones entre las cuales muchas han obtenido o reencontrado su independencia política en el curso de los dos últimos siglos (…) mi ideal de Europa: la máxima diversidad en el mínimo espacio”.

La argumentación es impecable: cada país de Europa vive el mismo destino común pero cada quien lo vive de modo distinto a partir de sus experiencias particulares. De allí, dice, que la historia del arte europeo parezca una “carrera de relevos”. Metáfora curiosa que contradice el simplismo de Casanova. En fin. Me interesa, sin embargo, un pequeño argumento de Kundera: “Lo que distingue a las naciones pequeñas de las grandes no es tan sólo el criterio cuantitativo del número de habitantes; es algo más profundo: su existencia no es para ellas una certeza que se da por hecha, sino siempre una pregunta, un reto, un riesgo: están a la defensiva frente a la Historia, esa fuerza que las supera, que no las toma en consideración”.

Hay tantos polacos como españoles, se dice Kundera, pero los últimos pertenecen a una potencia colonial cuya existencia nunca estuvo amenazada, mientras que la Historia ha enseñado a los polacos lo que quiere decir pertenecer al corredor de la muerte. ¿Gombrowicks pudo ser español, es mundial? Nada más imposible. Y luego llega al centro: el testamento goethiano, una weltilerature, es traicionado. Basta abrir una antología, una historia: siempre se presentan superposiciones, una historia de las literaturas, en plural.

Se puede, afirma el novelista checo, ver la realidad desde una perspectiva local, la del pequeño contexto, o leerse desde la perspectiva del gran contexto, de lo universal. Y afirma que sólo desde la traducción puede leerse la contribución de una gran novela. Sólo desde la distancia puede apreciarse el arte. Lo mismo que pensaba Bourdieu cuando decía que el traductor es quien lee de la manera más parecida a como leerá la posteridad. No se me malentienda: en todos los casos estamos hablando de lecturas, de recepciones, no de la producción literaria. Digámoslo muchas veces: la literatura mundial es un efecto de lectura, es un efecto —hoy en día más que nunca— de mercado.

No se nos olvide que el provincianismo de los grandes es tan dañino como el de los pequeños. Traigo a colación a otra escritora periférica, la novelista croata Dubravka Ugresic. En su libro Thank you for not reading ha escrito quizá la mayor defensa del escritor actual frente al mercado. Un escritor, afirma, a quien le preocupa el contexto en el que escribe debería quedarse callado. De lo contrario es como si separara del árbol la rama que lo sostiene. Y para un pájaro que se sostiene en tan endeble rama se trata de un acto peligroso. Sin embargo, sólo se sabe la calidad de un artesano por sus herramientas. Y entonces tira el dardo: los escritores de los países del este estaban tan aislados del mercado y de sus tendencias que pudieron escribir sus obras con la libertad que Occidente desconoce ya. En su cuarto, por las noches, alejado de toda estética imperante, el escritor puede crear una obra propia. Y reitera: los escritores en una cultura literaria orientada por el mercado son solamente “hacedores de contenidos”.

Podríamos seguir esta argumentación. La literatura mundial produce temas, modos reiterados de abordarlos, contenidos universales. La forma estética está fuera de la discusión. Sólo desde la periferia (algo que sabía muy bien Borges) puede renovarse profunda, duraderamente. Porque se trata de formas, descubiertas en el oficio, el taller, con los ojos estrábicos de los que habla Piglia: allá y acá. En ningún lado. Dice Ugresic que el peor descalabro para un escritor del este al encontrarse en el mercado occidental es reconocer que hay una ausencia de criterios estéticos absoluta.

Los criterios para una evaluación literaria eran el mundo cotidiano, afirma, de un escritor del este, no Oprah. Eran su capital y ahora descubre que “vale mierda”. En el mundo no comercial no había mala y buena literatura, sino literatura y basura, concluye. Pero la mierda es accesible a todos, paradoja final del mercado que Casanova y Moretti parecen desconocer. No se trata de oponerse a lo global con la tiranía manipuladora de lo local. Se trata, aún, de producir formas novedosas. La novela es, desde Cervantes, un arte de la resistencia, de la periferia. Y es el género que mejor les sirve a los detentadores del poder literario para producir esa especie de producto de igual sabor y textura, ajeno a la diversidad, que es lo mismo El alquimista de Cohello que El zorro de Allende o esa plaga de Dan Brown. No importa que sean malos. Los lectores incluso lo afirman: “Sé que es una porquería, pero me encanta”, dicen a coro. Tal vez sería bueno regresar a la espesa selva de lo real desde donde se escriben las verdaderas novelas.

Resistir al mercado es hoy resistir a la llamada literatura mundial, desde el exilio. Y no hay que olvidar la maravillosa frase de Edward Said: el exilio es un estado celoso.

Cortar alas al “hiperpresidencialismo”

11 de octubre de 2009
El Universal
Ricardo Raphael

En el mundo no hay muchos intelectuales que provoquen tanto respeto como lo hace el profesor Giovanni Sartori. Ese gran teórico de la política contemporánea y reconocido arquitecto de las constituciones democráticas.

Ha recibido el Premio Príncipe de Asturias, es doctor honoris causa por la UNAM y por las universidades de Génova, Georgetown, Guadalajara, Complutense, Bucarest y Buenos Aires.

También es comendador de la Orden du Cruzeiro du Sul otorgada por la presidencia de Brasil.

De todos los reconocimientos que ha recibido a lo largo de sus 85 años de vida, el que más parece hacerlo feliz por estos días es el de constituirse en gran detractor de Silvio Berlusconi, quien recientemente ha sido bautizado por Sartori como El Sultán democrático.

Los italianos han sustituido con este apelativo el que solían utilizar para referirse al líder de Forza Italia. Por obra de la pluma del profesor, Berlusconi es hoy Il Sultano y no más Il Cavallieri.

En una rápida visita que realizó a nuestro país durante la última semana del mes de septiembre, se celebró la siguiente entrevista en la que este ilustre politólogo volvió a demostrar el profundo conocimiento que tiene de la realidad política mexicana.

Profesor Sartori, en estas fechas se discute en México sobre los ajustes al sistema político que permitirían consolidar nuestra democracia. A su juicio, ¿qué deberíamos revisar antes de realizar eventuales reformas al Estado?

Ya no creo en grandes reformas, ni en nuevas constituciones inventadas desde cero. Se producen constituciones muy pobres. En cuanto a las reformas soy minimalista. Sugiero tan sólo la revisión de algunos aspectos para que la Constitución mexicana siga siendo una buena Carta Magna.

Usted sugirió hace algunos años la idea de introducir la “segunda vuelta” en el sistema político mexicano.

Yo propuse para México la segunda vuelta presidencial y todavía lo hago.

Daría estabilidad al mandato del jefe del Ejecutivo.

En México se teme que la segunda vuelta en la elección presidencial, sin segunda vuelta en la elección para el Congreso, produzca debilitamiento en el Ejecutivo.

En Francia, el sistema de la doble vuelta para la Asamblea ha sido maravilloso. En Alemania va muy bien, en Italia todos demandamos una segunda vuelta en el Parlamento… pero ahí mi voz ha sido acallada por la voz de Berlusconi.

Para México, en cambio, yo pienso que podría ser malo, porque durante demasiado tiempo hubo una distribución histórica de los votos que le permitió al PRI ganar alrededor del 80% de los asientos en el Congreso. Esto hay que tomarlo en cuenta. Si hay un equilibro estable entre derecha e izquierda, el sistema de doble vuelta puede ser muy bueno. Si tal no es el caso —y todavía no sabemos si en realidad lo es— entonces con el sistema de segunda vuelta, el PRI podría ganarlo todo de nuevo.

Algunos senadores han propuesto la ratificación por parte del Congreso para los miembros del gabinete presidencial. ¿Cómo valora esta iniciativa?

Pienso que los mexicanos han inventado un nuevo tipo de sistema presidencial, uno muy distinto al que existe en el resto del mundo. El sistema presidencial nunca ha marchado bien en Sudamérica.

En cambio en México ha funcionado hasta ahora —a veces con excesos— pero es un sistema genial. Su éxito es comparable con el del sistema francés que es un gran invento.

¿Deberíamos los mexicanos apreciar mejor nuestro sistema político?

Han de recortar las alas del hiperpresidencialismo. Deben de dar más poder al parlamento pero, en general, el presidencialismo mexicano seguiría siendo único. Me parece, de hecho, que debería de servir de ejemplo para otros sistemas de América Latina.

En revancha, si no se tiene experiencia en el sistema parlamentario, de la noche a la mañana no se puede implantar. Si México empieza de cero porque no tiene práctica con este sistema es muy probable que aquí resulte un desastre. Conduciría a un gobierno rebelde y a un parlamento ingobernable. El sistema parlamentario de Inglaterra funciona muy bien porque ha estado vigente durante un par de siglos. Los parlamentarios ahí son muy correctos y educados entre sí. Por ejemplo si en Inglaterra 10 miembros de un partido tienen gripa y no pueden asistir a una sesión importante, el partido en cuestión llama por teléfono al otro partido y dice: “mira, tenemos 10 miembros que no vendrán.” Entonces el otro partido instruye a 10 de sus miembros para que tampoco asistan y con ello se equilibran de nuevo los votos. Esas son las reglas del juego. Es muy elegante. No creo que eso pase fácilmente en México, ni en Latinoamérica.

El punto es que los sistemas parlamentarios no funcionan necesariamente bien. Y en la realidad muchos de ellos funcionan muy mal. Así ha ocurrido en el pasado. La Cuarta República francesa funcionó muy mal. En Italia, la misma situación. Ustedes solamente tienen práctica con el sistema presidencial, no pierdan esta práctica y traten de mejorarla. Ese sería mi consejo.

¿Qué opinión le merece la idea de introducir en México la figura de la revocación de mandato?

Me asusta mucho porque lo que generalmente se tiene en las constituciones democráticas, específicamente en las de corte presidencial, es el juicio político; una institución estrictamente regulada y que tiene muchos requisitos para prosperar. Pero esto es diferente a la revocación de mandato; un dispositivo muy vago y por ello peligroso. El presidente puede ser enjuiciado políticamente pero es una mala idea enviarlo a casa por una revocación injustificada a la mitad de su mandato.

Usted ha insistido con reforzar al Congreso mexicano a través dela reelección de los legisladores.

En México la no reelección consecutiva ha sido un importante instrumento de poder y de control. De hecho ayudó para que el PRI mantuviera mayoría en las posiciones políticas, incluyendo los cargos burocráticos.

Los miembros del parlamento amables con el presidente eran y siguen siendo recompensados. En cambio, los desobedientes no consiguen luego trabajo. Se ha tratado de un fuerte instrumento de manipulación y el PRI lo utilizó frecuentemente. Por lo tanto, yo recomiendo reforzar al parlamento —la independencia del parlamento— por medio de la reelección.

Los críticos de esta propuesta advierten que, de permitir la reelección consecutiva en un país como México, donde los poderes fácticos (los económicos, los sindicales, los vinculados al crimen) pueden manipular las elecciones, sería altamente perjudicial. ¿Cuál es la diferencia entre manipular la primera elección y la segunda elección?

México tiene ahora elecciones muy creíbles. En el mundo las elecciones mexicanas ahora son creíbles. El IFE ha funcionado muy bien y yo no veo por qué el argumento de la manipulación habría de aplicar para el segundo mandato y no para el primero. Si la primera elección es manipulada, muy mal.

Debe eliminarse la manipulación y con ello queda también a salvo el segundo periodo electivo.

¿Qué opinión le merece la figura del veto presidencial?

En México hace falta una reforma para otorgarle al presidente lo que se denomina el veto parcial. Esto quiere decir que el Ejecutivo no sólo tenga la facultad de vetar el paquete completo de una legislación, sino también cada una de las partes que la integran.

Si existe el veto parcial, el Ejecutivo no tiene por qué estar sometido al dilema indeseable de desechar toda una iniciativa suya reformada por los legisladores, porque siempre podrá usar su lápiz, quitar lo que no le parezca y conservar en su lugar las cosas que valore como buenas. Es para mí un instrumento muy importante para el buen gobierno.

Como especialista de las relaciones entre los medios de comunicación y la democracia permítame preguntarle sobre el papel de la televisión en México. Usted es un experto en esto…

Bueno, yo escribí un libro… lo cual no significa que sea un experto, el Homo videns… en Italia, que es el caso que yo conozco, tenemos no dos, sino una sola empresa en la televisión privada, la del señor Berlusconi, o presidente Berlusconi. La audiencia televisiva en Italia ha sido siempre controlada por los políticos y los partidos. Hoy Berlusconi controla, en realidad, el 95% de la televisión italiana. Esto es peor que lo que tienen ustedes en México.

Yo no sé qué discusión tengan sobre la televisión pública. En Italia yo siempre digo: “la televisión pública debe sobrevivir a pesar de los costos, porque una vez que la eliminas nunca regresará”.

La televisión pública puede ser mediocre, buena o mala, tener audiencias menores, pero ese no es el punto; la televisión ahora, en la era de la telecracia o videocracia, tiene importantes funciones educativas.

Los niños están acostumbrados a la internet, están acostumbrarnos a la televisión, ellos no están realmente habituados a leer muchos libros; entonces la función educativa de la televisión se vuelve vital y debe ser desarrollada.

Yo pienso que con la televisión comercial esto nunca va a pasar.

La televisión comercial está dedicada a producir dinero, tiene que hacer tanto dinero como sea posible; de ahí que la calidad de la televisión privada sea por lo general muy mala.

Bajo estas condiciones, el debate se desarrolla entre dos polos: cantidad versus calidad. La televisión comercial es cantidad y si se elimina la televisión pública todo será cantidad.

Sería un golpe bajo. Deben seguir teniendo una televisión pública, la cual actúe por el interés público, que no sea adicta al dinero y que también tenga un propósito educativo. Aunque la audiencia no sea superior al 3%, ese 3% multiplicado en importancia, vale mucho a la hora de construir opinión.

Parece que en el mundo y ahora en México, los partidos de izquierda están viviendo una crisis de identidad y de organización…

La izquierda está en problemas en todos lados. Pienso que el problema radica en que los partidos marxistas o comunistas —partidos viejos cuyo sistema de creencias quedó rebasado— no han logrado renovarse. ¿Qué queda de la izquierda?

En el pasado, la verdadera diferencia entre la izquierda y las demás fuerzas políticas era la defensa que se hacía delEstado de Bienestar.

Sin embargo, a excepción de casos contados como el sueco, las instituciones de esta suerte de Estado han sido destruidas por la globalización.

Supongo que en Suecia han sobrevivido porque ahí a la gente le gusta pagar impuestos. Pero en otros lados, ¿quién paga por el Estado de Bienestar?

La economía exige precios de mercado y si quieres competir no puedes excederte con los impuestos. Por lo tanto, no existe un margen para sufragar el costo del Estado de Bienestar. Yo estoy muy preocupado por esto.

Con todo, estoy convencido de que la izquierda, la buena izquierda, debe permanecer orientada hacia el bienestar.

Ocho de cada 10 ciudadanos mexicanos no confían en los partidos, ni en los políticos. ¿Qué les diría usted a todas estas personas?

Bueno, los políticos no son muy queridos, ni aquí ni en otros países. Y el principal motivo es la corrupción. Entre más corruptos son los políticos, más gente se siente enojada. Es una mala propuesta pagarle al Estado sin poder contar en revancha con un buen gobierno. Mientras la gente siga pensando que “los funcionarios se hacen ricos gracias a la política,” no tendremos nunca un gobierno democrático y a la vez popular.




lunes, 5 de octubre de 2009

Interroguen a Samantha

05 de octubre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Una buena parte en la vida de las personas se va en intentar dominar sus pasiones y en poner diques a sus impulsos, pues de lo contrario la vida se haría insoportable. Ocultar lo que piensas y hacer cuanto puedas para silenciar los deseos parece necesario si no quieres entrar a una guerra permanente con quienes te rodean. No se puede ser siempre honrado cuando se vive en una comunidad porque entonces los otros también serán honrados y sus sentimientos nos serán incómodos e incluso detestables. Practicar la hipocresía es un ejercicio de supervivencia común, aunque aceptarlo convierta a las personas en cínicas.

Por eso es que las mentiras piadosas no son una excepción durante el tiempo que dura una vida, sino probablemente sean la esencia de las relaciones humanas. Si en una comunidad los habitantes acordaran decir la verdad durante un día entero terminarían en guerra, porque nadie posee tanta sabiduría como para aceptar, sin inmutarse, la sinceridad en boca de las demás. Y pese a que en mi caso intento ser lo más honrado posible cuando doy un juicio o una opinión nunca se puede ser honesto totalmente. Si lo eres da por sentado que causarás heridas. La prueba de que mis palabras son ciertas es que cuando más deseo insultar o atacar a alguien simplemente le digo lo que pienso.

Poner límite a las pasiones es en buena medida ocultarse, mutilarse o decirle mentiras al espejo. En cambio, ser descarado se paga o con el desprecio público o con la felicidad momentánea. Cada uno hará su balance e intentará administrar sus deseos y sus actos como mejor le conviene, de lo contrario la libertad carecería de sentido. ¿Qué caso tiene decir que somos libres si no tenemos la capacidad de elegir entre lo que es bueno y lo que es malo? Pero si uno elige libremente seguir el impulso de sus pasiones podría ir a la cárcel, herir a quien más quiere u ofender a los desconocidos. La libertad es un concepto no una realidad y esta conclusión no proviene de una meditación sino sólo de la experiencia. Yo no puedo oponerme a los celos por más que lo intento y tampoco logro quitarme de la cabeza la imagen de una mujer hermosa. Quiero decir que sufro, como casi cualquier persona, una tiranía que hace de la idea de libertad una broma inocente.

A Roman Polanski se le ha detenido en Suiza a causa de haber cometido un delito 30 años atrás en Estados Unidos. Se le acusó de tener sexo con una adolescente de 13 años. Polanski aceptó ser culpable, por lo que estuvo unos días en la cárcel y antes de que se le llevara a juicio pudo marcharse a Europa de donde no volvió: esto es lo que sabe cualquier persona que lee periódicos. Lo que me interesa saber es si ejecutar una ley puede llegar a ser un acto de injusticia o, dicho de otra manera, hasta qué punto la justicia está en verdad representada por las leyes.

La teoría dice que un artista o un ser excepcional como Polanski debe someterse a las leyes como cualquier persona común. Y no importa si ha creado obras para beneficio del espíritu humano o su presencia en el mundo ha traído consigo bien para muchos y mal sólo para unos cuantos, tampoco importa si su visión nos ha ofrecido una ventana para conocer a fondo el extremo de los miedos y las pasiones. Aun a costa de estas virtudes se le castiga no porque tiene que cumplir con la justicia, sino porque debe someterse a las leyes que prevalecen en su sociedad. Ahora bien, si las leyes no hacen excepciones es porque quienes las representan llevan a cabo un papel de verdugos que no dudan y que por lo tanto son tan inhumanos como cualquier criminal que trata a sus víctimas como objetos o cosas. Samantha Geimer, la víctima de Polanski, dijo hace unos días que la publicidad alrededor de su persona ha sido para ella un acoso más traumático que lo sucedido 30 años atrás y que tanto ella como su familia desean olvidar el asunto. Sin embargo, esto no tiene importancia para quienes persiguen al director en la actualidad. La realidad es que no se le trata como a una persona común. Se le persigue por ser excepcional. Me gustaría saber cuántos crímenes por discriminación contra mexicanos se cometen en el estado de California todos los días y qué tanto su aparato de justicia persigue con tanto encono a los culpables. ¿Justicia?