miércoles, 24 de junio de 2015

Monsiváis: aproximaciones y reintegros

24/Junio/2015
La Jornada
Javier Aranda Luna

Hace cinco años murió uno de los críticos más agudos de la sociedad mexicana. Pocas zonas no escrutó su mirada: sus lecturas multiculturales de la política, la sociedad y la literatura donde se cruzaron el cine, la poesía de Borges, la deslumbrante prosa de Martín Luis Guzmán con las canciones de José José, Chavela Vargas y Paquita la del Barrio.
La investigación erudita y el rumor de la calle fueron el crisol de su crítica.
Ya lo he escrito, pero conviene repetirlo: durante muchos años Carlos Monsiváis fue nuestro Google, nuestro disco duro, nuestra biblioteca de Alejandría.
Por fortuna nos dejó espléndidas crónicas donde fijó su quehacer memorioso y el brillo de una inteligencia poco común. Carlos, a diferencia de otros intelectuales, siempre nos sorprendió mostrándonos correspondencias inimaginables, como encontrar en La Guayaba y La Tostada de la cinematografía de Pedro Infante el impulso rector de las brujas de Macbeth.
Escuchamos con frecuencia un ¿qué hubiera dicho Monsiváis de tal o cual tema? Del fallo de la Suprema Corte, por ejemplo, sobre la constitucionalidad de matrimonios entre homosexuales o sobre los novísimos candidatos ciudadanos en las pasadas elecciones.
Al margen de las nostalgias personales allí están los depósitos morales de sus ensayos, la cultura comprendida como un elemento indispensable de movilidad social, la tolerancia no vista como gesto de superioridad sino como principio fundador del lenguaje de la convivencia; la solidaridad como voluntad democrática y su certeza de que la creación literaria es, sobre todo,respeto a los dones y a las posibilidades de la palabra y a la imaginación y razón de los lectores.
Un sábado, mientras platicábamos con Carlos y mirábamos sus fotografías vintage recién compradas en la Plaza del Ángel, llegaron al salón de té Auseba dos jóvenes diplomáticos. Uno resultó ser agregado cultural de la desaparecida Checoslovaquia.
Después de abordar los lugares comunes de la literatura checa, el funcionario de aquel país empezó a mencionar autores menos conocidos hasta llegar al punto en el que el único que los conocía era Monsiváis.
Quizá para llamar la atención, el diplomático empezó a hablar de cine checo y Carlos, naturalmente, fue el único que pudo seguirle la conversación y demostrarle, por cierto, que sabía más de cine checo que el funcionario de marras.
Herido en su orgullo el diplomático decidió ensayar un salto mortal: pasó del cine a la fotografía de su país.
Recuerdo entre penumbras que empezó hablando del único fotógrafo checo que yo conocía: Václav Chochola, al que debemos algunos de los mejores retratos de Salvador Dalí, y después pronunció un nombre que me pareció casi un conjuro: Frantisek Drtikol, que Monsiváis ubicó perfectamente y le sirvió incluso para hablar de otro fotógrafo que el attachésólo conocía de nombre. El hombre se derrumbó…
Ese día confirmé que a Monsiváis le apasionaban la fotografía, el cine, la literatura. Que era un grafógrafo, un grafómano, un grafófago, y que la cultura de la imagen lo cautivaba. Las 11 mil fotografías de la colección de El Estanquillo lo confirman.
Los últimos programas de televisión que hizo fueron producidos por TV UNAM. Llegó varias veces con oxígeno. Recuerdo con claridad una tarde cuando me dijo, después de grabar un programa, que lamentaba que las distintas minorías por las que había luchado no se pusieran de acuerdo en lo esencial, que cada una caminara por su lado.
Esa observación, por desgracia, sigue siendo cierta: muchas veces a las minorías sexuales parece no importarles la intolerancia religiosa ni a las minorías religiosas los crímenes de odio. El laissez faire, laissez passeren materia de derechos, me dijo, es suicida. Como sea, ante la adversidad siempre existen reservas morales que combaten la barbarie.
Ahora que Monsiváis ya es solo sus lectores es deseable que sus indignaciones, sus no sistemáticos y las reservas morales de la sociedad nunca descansen en paz.

domingo, 21 de junio de 2015

2010-2015: cinco años con Carlos Monsiváis

21/Junio/2015
Confabulario
Gerardo Ochoa Sandy

A Beatriz Sánchez Monsiváis

Le pesa todavía, a Carlos Monsiváis, la figura pública. En parte la construyó: su militancia, a lo largo de cinco décadas, dio origen a la versión, en varias ocasiones cierta, acerca de su capacidad para ubicarse en dos lugares a la vez: en una conferencia en las aulas universitarias y en una marcha hacia el Zócalo, en la cháchara de la Lagunilla y la Plaza del Ángel y en la extinta arena de lucha libre Pista Revolución, detrás de la línea telefónica o ante las cámaras. En parte también la versión se construyó por cuenta propia, a resultas del hueco que existía entre el intelectual y la sociedad, que Monsiváis disolvió. Desde los 70, varios intelectuales y académicos comenzaron a intentarlo, a través de artículos de fondo en los diarios, e incluso Televisa ofrecía, a algunos, programas y cortes de opinión. Sólo que, desde entonces, el único al que el ciudadano se topaba en la calle e identificaba era Monsiváis. Antes de la explosión de la realidad virtual, libreta de notas y pluma en mano, Monsiváis ya era caudal de blogs, invocado trending topic –“lo dijo Monsiváis” –, red social desde lo marginal hacia el centro, diderotiano buscador google. La dedicación con la que colocó la cultura popular dentro de la conversación cultural, la desacralización de su propia figura intelectual y la perseverancia en las trincheras de las causas perdidas de México, completaban la conspiración a favor de la “figura pública”. Lo que más pesa sobre la obra.


Monsiváis era un polígrafo: cronista y crítico, ensayista y polemista, estilista y libelista, caudaloso aforista en el artículo de cada ocasión y dramaturgo de piezas en un acto, el brindis de “la R” más temido por la clase política nacional, legión de heterónimos que escribían a solas o al alimón y se agazapaban bajo “Monsiváis, denominación de origen”. La copiosa presencia periodística de sus textos que se publicaban en torno a asuntos de coyuntura impedían a muchos de sus lectores advertir las distintas líneas de continuidad, más allá del denominado con estrechez “rescate de la cultura popular”. Lo mismo ocurre con sus textos “de izquierda”, leídos básicamente como tomas de posición, aunque es sistemática la puntualización crítica acerca de sus prácticas, sus alcances y sus aporías. Unas cuantas crónicas canónicas, verbigracia la del 68, la del eclipse y las del terremoto, opacan a las demás. Lo que menos se lee es el estilo: los estilos. Lo menos analizado, su crítica sobre literatura, artes plásticas, fotografía, procesos culturales.


Durante los cinco años transcurridos desde su muerte, que se cumplen el 19 de junio de 2015, la figura pública ha comenzado a decantarse. Las reimpresiones por parte de Era, en ediciones de bolsillo, con portadas de Rafael Barajas, y una decena de nuevos títulos de distinto perfil, perseveran en la necesidad de la relectura y las nuevas valoraciones. Salvo alguna omisión, desde 2010 a la fecha se han publicado un libro que dejó concluido: Los mil y un velorios. Crónica de la nota roja en México (Debate, 2010, corrección y ampliación de la edición de 1994 publicada por Alianza Cien a solicitud de René Solís, lanzada en 2009, edición destinada a las bibliotecas públicas) y dos estructurados en lo fundamental: Historia mínima de la cultura mexicana en el siglo XX (El Colegio de México, 2010, edición final preparada por Eugenia Huerta) y Las esencias viajeras. Hacia una crónica cultural del Bicentenario de la Independencia (FCE, CONACULTA, 2012, prólogo de Antonio Saborit). En el lapso se han publicado también cuatro antologías realizadas por terceros, en colaboración y/o con su supervisión y casi con su vistazo o aprobación final: Que se abra esa puerta. Crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual (Paidós, 2010, presentación de Martha Lamas y prólogo de Alejandro Brito), Los ídolos a nado. Una antología global (Debate, 2011, prólogo y selección de Jordi Soler, lanzada inicialmente en España), Aproximaciones y reintegros (Trilce, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2012, compilación, notas y edición de Carlos Mapes) y Misógino feminista (Debate Feminista, Océano, 2013, selección y prólogo de Martha Lamas). Una quinta antología es Maravillas que son, sombras que fueron. La fotografía en México (Era, Museo del Estanquillo, CONACULTA, 2012), que no precisa si contó con su participación. Y en 2014, Miguel Ángel Porrúa y el CONACULTA reeditan El género epistolar: un homenaje a manera de carta abierta, publicado en 1991, con una investigación iconográfica ampliada.


Las esencias viajeras de 2012 es uno de los libros centrales de Monsiváis, dedicado a las corrientes culturales que circulan en México y Latinoamérica. Junto a Aires de familia,Imágenes de una tradición viva e Historia mínima de la cultura mexicana del siglo XX,conforma la involuntaria tetralogía sobre tal vez su proyecto intelectual de más largo alcance. En rigor, esta preocupación se remonta de manera natural a las bases que estableció con la puesta en visión de la cultura popular. El registro de lo que ocurría debajo de la cultura institucional y en los márgenes de las bellas artes figura en Días de guardarAmor perdido,Escenas de pudor y liviandadLos rituales del caos y Apocalipstick que son, en su conjunto, exposición de un muestrario heterogéneo, indagación de una taxonomía, construcción de conceptos guía y vigía. La tetralogía abreva en esas obras en busca, desde la órbita nacional y latinoamericana, de los puentes colgantes entre la expresión popular y la expresión de las élites, apuesta cultural y política en defensa de la tradición laica.


En Las esencias viajeras, Monsiváis se ocupa de las identidades nacionales, el dilema Iglesia y Estado, el liberalismo y la secularización, la querella humanista y sus variaciones, el costumbrismo y el cosmopolitismo, la explosión de la revolución mexicana y la aparición de la ciudad letrada, las izquierdas emblemáticas y los feminismos en la zona, el protestantismo y la disidencia gay, la batalla educativa y la globalización. Monsiváis construye esta crónica de las mentalidades inclinándose, de manera predominante, hacia pensadores, escritores, poetas y cineastas: Sarmiento y Facundo, Rodó y Reyes, Mariátegui y Martí, de manera destacada Paz y Buñuel, entre otros. En Las esencias viajeras, el “ser nacional” no es una entelequia, como ocurre en El laberinto de la soledad, sino una sucesión de acontecimientos culturales y políticos de diversa índole y distintas latitudes, que no ajusta a una corriente de pensamiento, ni expone desde la lógica de una evolución aunque no está ausente la intención. Elige, por el contrario, acercarse desde una actitud intelectual a la vez más cauta y de más alcance: la que se apega a lo que arroja el repaso histórico, con sus zonas aún no descubiertas. Monsiváis no construía sistemas desde posturas o certezas con un ánimo integrador, que a menudo es excluyente, como le sucede a algunos materialistas históricos e historiadores liberales de México. Eso consta, lo advierte el lector atento, en los frecuentes ejercicios de re-definición de nociones como cultura, democracia, izquierda, nacionalismo, entre muchas más, que aparecen en varias de sus obras. La acepción “esencias viajeras”, solo contradictoria en apariencia, ilustra la indagación en la que se esforzaba, que la muerte interrumpió.


Es la misma preocupación de su Historia mínima de la cultura mexicana del siglo XX, cuyo antecedente son las canónicas “Notas sobre la cultura mexicana”, de 1977, de la Historia general de México de El Colegio de México. Aunque incluye la nota introductoria de Monsiváis, donde ubica la investigación en el contexto de sus tareas en el Seminario de Cultura de la Dirección de Estudios Históricos del INAH, muestra más su naturaleza inconclusa, no solo por los pasajes pendientes sobre Jorge López Páez, José de la Colina y Luis Cardoza y Aragón, que estaban contemplados, sino por el tránsito de la apuesta ensayística de digamos la mitad inicial a los apuntes y semblanzas biográficas de lo demás, sobre lo cual con alta seguridad Monsiváis hubiera trabajado todavía, para brindarles un análisis histórico más articulado, como se palpa que era su intención original. La aproximación precisa las estaciones centrales de la historia cultural mexicana del siglo XX, desde sus temáticas y problemáticas, movimientos y grupos, la narrativa y la poesía, las artes plásticas y el arte popular, en menor medida otras expresiones artísticas. El corte, por acuerdo con El Colmex, es la década de los 80, precisa Monsiváis. La Historia mínima de la cultura mexicana del siglo XXes una cartografía que clarifica y envía señales hacia futuros asedios.

En tanto, sobre las antologías. Invaluable contribución a la batalla por las conquistas de las libertades de género son Que se abra esa puerta, evocación de los versos “que se cierre esa puerta que no me deja estar a solas con tus besos” de Carlos Pellicer, y Misógino feminista, que reúne una parte sustancial de lo que escribió entre 1978 y 2008 sobre la “segunda ola” del feminismo en México. Lo es también el empeño de Jordi Soler en Los ídolos a nado que le ofrece al lector de España una aproximación a figuras del cine y la cultura popular, complementadas con textos sobre Siqueiros, el metro, Marcos y la cultura iberoamericana. Es difícil asegurarlo, pero aunque Monsiváis llegó a sugerir el título, también un verso, de López Velarde, quizá habrían quedado fuera varios de sus registros temáticos, si la finalidad era ofrecer una visión más integral de su obra al lector español, lo que podría llevar a sugerir que la selección final estaba todavía por concluirse. El recate de Carlos Mapes, en tanto, contribuye a consolidar la certidumbre de que Monsiváis es uno de los críticos de literatura más importantes del siglo XX, a través de una compilación de lo publicado originalmente en “La cultura en México” de Siempre!, revisados por Monsiváis para su edición. Sobra, en la portada, la aseveración: “Por primera vez se reúne en un solo volumen la crítica literaria de Carlos Monsiváis. Casi toda ella apareció en el legendario suplemento La Cultura en México”, mercadotécnica y catedraliciamente inexacta.


Finalmente, Maravillas que son, sombras que fueron. La fotografía en México, abre con las “Notas sobre la historia de la fotografía en México” preparadas para la Bienal de Fotografía de 1980 y cierra con “El fotoperiodismo. La historia se hace a cualquier hora”, repaso panorámico que anticipa la lista de ensayos más vastos sobre varios autores que quedaron pendientes, solitario texto de la sección tres. La antología agrupa en la primera parte textos sobre clásicos de la fotografía en México –los Casasola, Sotero Constantino Jiménez, Manuel y Lola Álvarez Bravo, los hermanos Mayo, Gabriel Figueroa, Armando Herrera, Héctor García– y en la cual pudieron figurar los dedicados a Mariana Yampolsky, Graciela Iturbide y Pedro Meyer, colocados en el segunda parte, junto a Rogelio Cuéllar, Rafael Doniz, Daisy Ascher, Yolanda Andrade, Lourdes Grobet, Francisco Mata, Francis Alys y los desnudos de Spencer Tunick en el Zócalo. La antología es una aportación que complementa lo publicado en diversos catálogos, todavía pendiente de reunión, aunque no ofrece una nota introductoria acerca de los criterios de selección y agrupación, ni figura el nombre del antologador. El subtítulo “La fotografía en México”, generaliza.


La presencia editorial post-mortem de Monsiváis tiene un mérito adicional: no hay una revista o corporativo intelectual que se ocupe de su defensa y promoción, lo cual confirma que su ausencia en la vida pública de México se resiente en verdad, y sus lectores, investigadores y editores asumen el compromiso intelectual y moral de seguir acercándolo a los lectores.

sábado, 20 de junio de 2015

La literatura mexicana está en Nueva Zelanda

20/Junio/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Los escritores mexicanos actuales tienden a ser chic@s blanc@s y fresas. Allende está la literatura heterodoxa de México.

Uno de esos sitios es el poeta, narrador y crítico Rogelio Guedea (Colima, 1974).

De entrada, su obra resalta por su compulsividad: cuenta ya con decenas de libros, muchos realmente notorios.

(Su obra más reciente es la compilación Historia crítica de la poesía mexicana. Tomo 1, que quizá desate polémicas públicas o enojos privados).

Su poesía es tradicional pero llega a alcanzar una intensa sensibilidad lírica, poco común en su generación.

En sus novelas, Guedea se distingue por reinventar mundos mexicanos llenos de personajes e historias desde un tono de densa cercanía.

Conducir un tráiler41 y El crimen de Los Tepames aguardan ser debidamente reconocidas dentro de la novelística mexicana actual.

A diferencia de mucha literatura mexicana, Guedea no escribe desde un drón irónico que sólo sobrevuela, esquematiza o estiliza la realidad social.

Guedea escribe desde los nudos entre el lenguaje y el mundo. Escribe boxeando. Escribe desde el lance o la herida.

Este impulso asegura que escriba enganchado con las palabras y sus fantasmas. Así es cómo su literatura logra ser un registro de vivencias.

También lo pone aparte su relación con la política.

Mientras el escritor mexicano estándar o se cree apolítico (es decir, indiferente a que continúe el régimen de la desigualdad) o se limita a opinar abstracciones sobre la política (nunca tocando poderes concretos), Guedea, en cambio, lleva mucho tiempo dando luchas desde su periodismo, momentos electorales y redes sociales.

Al revisar su trayectoria en redes, por ejemplo, sorprende su sistemática denuncia de la corrupción en Colima (donde estos días se ha consumado un fraude electoral). Guedea es un escritor directamente politizado.

¿Cómo es que un escritor mexicano tan excepcional más bien ha quedado fuera de los (auto)retratos (de familia) del Nuevo Canon literario? La pregunta es ya la respuesta: Guedea no pertenece a los grupos que simulan ser la mejor literatura mexicana.

Guedea, además, vive ahora en Nueva Zelanda, donde trabaja en una universidad y, probablemente, vive una especie de exilio, porque su combatividad contra poderosas figuras seguramente le dificultaría vivir en su tierra natal.

Leer sus libros nos permite escuchar a un escritor que no es un mero emisor de gestos retro-semióticos en un mercado virtual de literaturas insustanciales, sino a una voz que escribe desde sus experiencias, obsesiones y destrezas.

Desde los noventa, la literatura mexicana paulatinamente se ha ido convirtiendo en un dosificado fraude electoral.

En un lugar distinto de ese fraude, se sitúa la obra de Rogelio Guedea, de lo mejor de la literatura contemporánea de México.

domingo, 14 de junio de 2015

Tuberías narrativas

14/Junio/2015
Jornada Semanal
Ana García Bergua

En estos días, mientras preparo una charla sobre la pertinencia de la narrativa y gracias a mis alumnos de Sogem, he estado leyendo dos libros de Vicente Leñero, cuya columna “Lo que sea de cada quién” en la Revista de la Universidad extraño mucho. Los libros que he estado leyendo ocupan distintos lugares dentro de la enorme obra de don Vicente como novelista, dramaturgo, narrador, periodista y todo aquello que fue en su prolífica trayectoria: estos libros son Asesinato yLa gota de agua.
Asesinato es ciertamente una de sus novelas principales, si bien ya es muy difícil de conseguir. Cuenta de manera objetiva, un poco al estilo de Truman Capote, un crimen muy sonado a finales de los años setenta. No sé si los de mi generación y las anteriores recordarán aquellos titulares enormes de los periódicos que rezaban “Fue el nieto”. Se trataba del asesinato del político Gilberto Flores Muñoz y su esposa, la escritora Asunción Izquierdo, alias Ana MairenaAsesinatonos deja ver toda la serie de descuidos, omisiones e ilegalidades en que se incurría (y bien sabemos que se incurre todavía) a la hora de armar un caso como aquel, en esos años en que Durazo era el jefe de la policía, ni más ni menos. También nos deja ver otra ciudad recorrida incansablemente por los actores del drama, otros pobres y otros ricos, los de entonces. El libro no es propiamente una novela: es un reordenamiento de documentos, historias, acciones, todos apegados estrictamente, se nos avisa, a lo que se asentó en actas o se dijo efectivamente. Es decir que Vicente Leñero no inventa, no hace ficción –de hecho, en la parte “novelada” del libro incluye versiones distintas de los actos, aclarando que éstas surgen de declaraciones sucesivas– y sin embargo, en el ordenamiento de los hechos, en la tensión que se mantiene todo el tiempo, en el hecho de poner el foco aquí o allá, alcanzamos a ver la mano maestra del narrador llamándonos la atención, conduciéndonos en el entreveramiento de imposturas y deformaciones de los hechos por parte de sus protagonistas, los policías, los abogados, los jueces, a algo que deja sospechar la verdad. Asesinato es una crónica periodística, sí, pero también una pieza narrativa de primer orden, llena de ecos: es una pieza literaria. ¿Es pertinente la narrativa aún? Desde luego. Y pienso también, como acotación, en el espléndido trabajo que Héctor de Mauleón, también periodista y narrador, realizó sobre el caso de Florence Cassez para la revistaNexos: una reconstrucción narrativa que revelaba las omisiones y deformaciones conducentes a que nunca supiéramos realmente la verdad.
Al contrario de Asesinato, cuyo tema es complejo, toca de entrada al aparato político y está lleno, como dicen, de aristas, La gota de agua, reeditada hace poco por el Fondo de Cultura Económica, narra un episodio doméstico en apariencia pequeño en la vida del escritor: un mes de escasez de agua en la colonia San Pedro de los Pinos, donde vivía la familia Leñero, en 1981. La operación literaria ejecutada enLa gota de agua es similar a Asesinato: una revisión obsesiva, exhaustiva y ordenada de cada detalle, cada pequeño incidente. Uno va a la mitad del libro y de repente levanta la cara sorprendido de llevar horas y horas leyendo apasionadamente sobre la construcción de una cisterna, las dificultades con los tlapaleros, plomeros y adláteres, las circunstancias de la ciudad en aquella época (cuando San Pedro de los Pinos estaba “al final” de la urbe), los materiales adquiridos para resolver el problema, los jicarazos, las comidas sin agua y otros muchos detalles que suelen ser una pesadilla si se padecen, pero a nadie se le ocurre contarlos como novela. A Vicente Leñero –quien por cierto estudió la carrera de ingeniería con resultados medio desastrosos, que también relata en el libro– se le ocurrió hacerlo y con ello escribió un libro no sólo interesante de por sí, sino que su mirada entomológica se vuelve panorámica: ante nuestros ojos aparecen un México y una Ciudad de México muy distintos y complejos, lo cual sucede también, ya lo dije, en Asesinato. Quizá la narrativa y la plomería se relacionan de algún modo: hay tuberías ocultas, conexiones, historias que llegan y otras que se desechan, alta presión y caídas a chorro. Todo un mundo que recorre las paredes de los edificios y que sin él, no funcionarían. Se sostendrían en pie, tal vez, pero nadie podría habitarlos, como los lectores a los libros.

Ramón López Velarde: papeles inéditos

14/Junio/2015
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

a Luis Alberto Navarro, por sus muchos rescates
de poesía y literatura jaliscienses

Mi excelente amigo, el poeta e investigador tapatío Luis Alberto Navarro, me hizo llegar hace cosa de dos años y medio la copia de una carta de Ramón López Velarde a su abuelo, el escritor, pintor y político jalisciense José Guadalupe Zuno. Se me traspapeló desde entonces y hasta ahora. Fechada el 22 de enero de 1919, se publicó modestamente en 1954 en el boletín bimensual Alcance, de los meses octubre y noviembre, es decir hace sesenta y un años. El boletín dependía del Patronato del Museo Ramón López Velarde jerezano, auspiciado por el gobierno de Zacatecas. En la carta se habla de otra enviada a (Juan) Ixca Farías (y Álvarez del Castillo), director del Museo del estado, ahora Museo Regional. Le pedí a Navarro hurgar en los archivos del museo y encontró tanto la enviada por López Velarde como las dos que le mandó Ixca Farías; asimismo el artículo de J. G. Zuno, donde habla sobre la inauguración del recinto. Todo el mérito del rescate de las cuatro cartas es de él. Por increíble que parezca, las breves misivas se le escaparon a José Luis Martínez en las minuciosas ediciones de las obras completas del poeta jerezano de 1971 y 1988. Alguna vez tendrán un lugar en esas páginas.
Reproducimos aquí las cartas inéditas entre Ixca Farías y López Velarde y la carta, prácticamente desconocida, a Zuno, y trataremos, en la medida de la posible, de darles un contexto. Tienen un valor especial, ante todo por las negociaciones de López Velarde en lo que concierne a la tentativa de venta de algunos cuadros del  admirable pintor aguascalentense Saturnino Herrán. Respetaré la sintaxis, puntuación y errores de dedo de los corresponsales.
La primera carta de Ixca Farías a López Velarde es del 26 de diciembre de 1918. Se observa que ya tenía conocimiento de la inquietud de López Velarde por vender los cuadros del amigo recién muerto. Por la posdata colegimos que la información le habría llegado por Zuno.
Sr. Lic. Ramón López Velarde. México. D.F.
Estimado señor y amigo:
–Me permito manifestar a Ud. que con fecha 10 del pasado [noviembre], fue inaugurado el Museo del Edo. En esta ciudad, y deseando enriquecerlo con obras de arte y de historia, me permito pedir al Sr. Lic. Aguirre Berlanga algunos de los cuadros de Saturnino Herrán y si es posible de algunos otros artistas mexicanos. Además, deseo formar una galería a rareducación (sic) de nuestro medio artístico, y conociendo las dotes intelectuales de Ud., me permito suplicarle que de acurdo (sic) con el Sr. Berlanga si a bién (sic) lo tiene, seleccionar algún contingente de esta clase que mucho he de agradecérselo. Perdone la confianza.
–Le repito su afmo. amigo y S.S.
PD. Reciba Ud. saludos de J. G. Zuno.
Dirección: Ixca Farías. Director del Museo.
López Velarde contesta a Farías el 15 de enero de 1919. En autógrafo tiene al calce su firma.
Sr. Ixca Farías. Guadalajara, Jal.
Estimado señor y amigo:
–Con algún retraso, tuve el gusto de recibir la suya del 26, en la que manifiesta el deseo de adquirir para el Museo del Estado algunos cuadros de Saturnino Herrán y contingente de otros artistas. En debida contestación, me permito indicarle que los cuadros de Herrán tienen señalados precios muy altos, y que cuando tenga yo del Lic. Aguirre Berlanga una resolución general sobre este asunto, me será grato trasladarla a usted.
Soy su afmo. servidor y amigo.
La carta está membretada con los nombres de él y de sus colegas abogados (J.Aguirre Berlanga y F. Martín del Campo) y el lugar es el de su despacho (Avenida Madero 1, es decir, donde se alza ahora la Torre Latinoamericana).  Siete días después, el 22 de enero, al no recibir aún respuesta de Farías, envía la carta a José Guadalupe Zuno, sin duda para que haga buenos oficios con el museólogo. Como nadie desconoce, Zuno fue en los años veinte gobernador de Jalisco y padre de María Esther, esposa del expresidente Luis Echeverría.
Sr. José Guadalupe Zuno. Guadalajara, Jal.
Muy estimado amigo: Supuso usted muy bien al calcular que yo tomaría interés porque el Museo del estado adquiriera pinturas nacionales modernas, sobre todo de Herrán, a quien nunca acabaremos de llorar como se merece. En mi carta a Ixca [Farías] le decía que los trabajos de Herrán son muy costosos, y el Licenciado [Manuel] Aguirre Berlanga me encarga decir a ustedes que a pesar de ello y de que el mismo Gobierno Federal no ha adquirido hasta hoy ninguna obra de Saturnino, él pondrá todo empeño en que aquel Museo se enriquezca con un buen contingente de arte. Tan luego como tenga yo otra noticia, se la trasladaré.
Deploro no haber recibido el dibujo que Ud. bondadosamente me ofreció el año pasado. No quite el dedo del renglón y aproveche un conducto menos distraído.
Aunque no a gritos, como [Manuel] Martínez Valadez, también yo le encargo saludar a todos y preguntar al Sr. [Juan] Labat si ha acrecentado ya su rebaño.
Cuente con la adhesión de su amigo y servidor.
Fechada el 24 de enero, Farías contesta de una manera cortés pero contundente a López Velarde:
Sr Lic. Dn. Ramón López Velarde. México. (D.F.).
Estimado señor y amigo:
Tento (sic) el gusto de referirme a su atenta fecha quince del corriente, por la cual veo que los cuadros de Herrán están valorizados muy alto y por consiguiente difícil de obtener alguno este Museo. Sin embargo, le ruego no olvidar que cuando se presente alguna oportunidad para adquirir los cuadros de Herrán o de algún otro artista renombrado que indudablemente servirán mucho para la educación artística en este lugar.
Le ruego haga presentes mis respetos al Sr. Lic. Aguirre Berlanga y a su hermano Joaquín.
Me repito su afectísimo y S.S.
El escritor jalisciense Luis García Carrillo, íntimo amigo de Zuno, miembro del Centro Bohemio y compañero de tertulia de él en la década de los diez en Guadalajara y Ciudad de México, en el prólogo a un libro del escritor, pintor y político jalisciense (José María Estrada. Padre de la Independencia de la Pintura Mexicana, 2ª. Edición, Guadalajara, 1971), cuenta que, en las postrimerías del gobierno de Venustiano Carranza, huyendo del general Manuel [M.] Diéguez, Zuno salió de Guadalajara y se refugió en la capital. En México tenía tertulia en la Fama Chiquita, al lado de la Fama Italiana, en la calle del Factor (Donceles). García Carrillo recuerda que, camino al Palacio de Cobián, es decir, la secretaría de Gobernación, donde López Velarde trabajaba entonces como secretario particular del ministro Manuel Aguirre Berlanga, recalaba en el sitio. “No recuerdo que tomara asiento en nuestra mesa, más bien lo sigo imaginando de pie tan alto como era, elegantemente vestido, a veces de jacquet y con sombrero negro ‘ligeramente mosquetero’, como escribió Rafael López. Era parco en el saludo y su voz tenía un suave –y a mí me lo pareció– tímido acento provinciano”. Cuando el joven zacatecano se aparecía por el local, Zuno le preguntaba: “¿Qué tal el tal por cual de tu jefe?” López Velarde le pedía con comedimiento que no hablara así del ministro. Según García Carrillo, Zuno y López Velarde eran “amigos entrañables” desde años atrás. ¿Una amistad entrañable? No creo, tal vez una muy buena pero lejana relación. Se percibe en la carta que López Velarde envía a Zuno, aun si le escribe de Usted, un tono de confianza, y más, se permite al final incluso un par de ironías sobre conocidos de ambos: el poeta y político Manuel Martínez Valadés y el periodista y cronista teatral Juan Labat. Por demás, Zuno e Ixca Farías no aparecen mencionados en ninguna página ni en el índice de las obras completas de López Velarde preparadas por el también jalisciense José Luis Martínez.
El 10 de noviembre de 1918 se inaugura en Guadalajara el Museo del Estado. J. G. Zuno ya está de vuelta en Guadalajara porque asistió a la inauguración y escribió la crónica del acto que apareció al siguiente día en El Informador. Hay inclusive una foto de la inauguración, donde están retratados, entre otros, el gobernador Manuel m. Diéguez, Ixca Farías, Jesús Reyes Ferreira y J. G. Zuno –lo que quizá sugiera o evidencia que, si acaso hubo una persecución por parte de Diéguez a Zuno, no existía más o no fue en ese tiempo. El Museo lo dirigió Farías desde su apertura en aquel año hasta su muerte en 1948.
Si Zuno comentó con Farías sobre los cuadros de Saturnino Herrán, debió haber conversado antes con López Velarde en Ciudad de México sobre la probable compra de los cuadros luego de la muerte de Herrán el 8 de octubre y antes de la inauguración del museo en noviembre de aquel 1918. Zuno debió haber hablado del Museo y López Velarde sobre la posibilidad de la venta de los cuadros de Herrán y de un “contingente” mexicano, con apoyo sustantivo en moneda de Manuel Aguirre Berlanga. Eso debió haberle repetido Zuno a Farías. ¿Zuno fue alguna vez a la casa de Herrán a ver los cuadros? Lo ignoramos. ¿Los vio Ixca Farías? Me parece del todo improbable.
El 8 de octubre de 1918, como dije, Saturnino Herrán murió en Ciudad de México, en su casa de la calle de Mesones. Tenía treinta y un años. López Velarde lo consideraba su mejor amigo. Con la de su padre en 1908 y la de Josefa de los Ríos (Fuensanta) en 1917, fueron sin duda las muertes que más lo afectaron en su fugaz paso por la Tierra. Cuánto sería el afecto que le tendría a Herrán que le dedicó el conmovedor poema “El minuto cobarde” y escribió sobre él tres inolvidables textos, publicados póstumamente el año de 1923 en El minutero: “Las santas mujeres”, divertido y a la vez trágico; “El cofrade de San Miguel”, en el que interpreta a su manera el cuadro del mismo nombre, y “Oración fúnebre”, retrato entrañable del amigo.
Pero ¿qué hay detrás de la solicitud de López Velarde a Ixca Farías? Según deduzco: primero, lo hacía para apoyar a la familia de Herrán, es decir, a la viuda (Rosario) y al pequeño hijo, que estaban en la pobreza; segundo, pese a que Herrán era aún muy poco conocido y había muerto relativamente joven, al destacar López Velarde lo costoso de los cuadros, estaba seguro de su indiscutible valía y, por ende, que a causa de eso podía proporcionarles más dinero a la viuda y al hijo; tercero, buscaba que los cuadros llegaran a un museo de toda ley y no acabaran malbaratándose con particulares, y para eso aun creía contar con el apoyo económico del ministro de Gobernación, porque es sabido que Herrán prefería guardarlos a mal venderlos a cualquier hijo de vecino que no los apreciara. ¿Por qué no aceptó Farías y por qué no sirvió la mediación de Zuno (si la hubo luego de la última carta)? Es difícil responderlo, pero tal vez no le gustó ni lo dicho ni el tono de la carta del 15 de enero de López Velarde, en especial en estas líneas, ligeramente arrogantes, donde se entrevé que no hay certeza de que el ministro de gobernación apoyaría la compra: “En debida contestación, me permito indicarle que los cuadros de Herrán tienen señalados precios muy altos, y que cuando tenga yo del Lic. Aguirre Berlanga una resolución general sobre este asunto, me será grato trasladarla a usted.” Es muy probable que Farías no considerara para su compra cuadros de un artista recién fallecido, todavía sin prestigio en el mercado, el cual se valorizaba “muy alto”, ni que creyera, como se lee entre líneas, que Aguirre Berlanga los fuera a pagar, y educada pero drásticamente cortó por lo sano y dejó todo para una mejor ocasión que nunca llegó. La carta de López Velarde a Zuno, enviada dos días antes de la negativa de Ixca Farías, debió de llegar días más tarde, y no influyó para que Zuno convenciera después al amigo museólogo, si acaso lo intentó. Todo hace parecer que López Velarde, luego de la respuesta de Farías, no volvió a insistir. Por lo demás, el Museo Regional, como Zuno refiere en su artículo, contaba aún con escaso acervo pictórico y, como dice Ixca Farías en su carta, su presupuesto era reducido.
En 2010 por tres meses se exhibieron en Guadalajara 107 obras de Herrán, al que podríamos llamar como llamaban a Andrea del Sarto, “el pintor sin errores”, ante todo por un buen número de admirables piezas de caballete. Las piezas para la exposición provenían de diversos museos, como el de Aguascalientes (de manera significativa), de la Pinacoteca del Ateneo Fuente de Saltillo, del IPN y de la colección Blaisten de la UNAM. No hubo ni hay (lo comprobó Luis Alberto Navarro) ninguna pintura de Saturnino Herrán en las colecciones permanentes del hoy Museo Regional. La solicitud de López Velarde cayó en el vacío entonces y después. Una lástima. Los jaliscienses fueron los únicos que perdieron.

sábado, 13 de junio de 2015

Ramón Rubín "El novelista etnólogo"

13/Junio/2015
Laberinto
Omar Delgado

Quienes conocieron a Ramón Rubín (Mazatlán, Sinaloa, 1912–Guadalajara, Jalisco, 1999) cuentan que tenía por costumbre trabajar arduamente en sus fábricas de calzado, durante meses enteros, sin descansar domingos o días festivos, con el fin de ahorrar la mayor cantidad de dinero posible. Cuando consideraba tener los suficientes recursos, armaba su equipaje y se internaba en las comunidades rurales o indígenas que eran de su interés. Rubín pasó largos periodos de su vida conviviendo con coras, tzotziles, rarámuris y miembros de otras etnias, para conocer a profundidad su mentalidad, empaparse de su misticismo y aprender su lengua. Al final, con los datos y vivencias recabados, regresaba a escribir.

Ya sea que la anécdota anterior sea verdadera o no, lo cierto es que Rubín era un aventurero nato. Hijo de emigrados españoles, empresario y contrabandista de armas durante la Guerra Civil española, su vigor le impedía estar enclaustrado en un lugar o dedicarse solo a un oficio. Es por eso que, en parte por sus negocios y en parte por placer, recorrió como pocos el territorio nacional, adentrándose en los rincones más ocultos: de las sierras de Chihuahua a las selvas de Chapas, y de las montañas de Nayarit a las playas de Veracruz. En esos viajes, y en los retiros que él mismo se imponía, recabó los datos y vivencias que luego nutrirían sus ficciones.

En su extensa obra, que incluye doce novelas y quince compilaciones de relatos, Rubín intentó hacer lo que Fernando Benítez logró con Los indios de México: un registro puntual de las etnias del país. Sin embargo, a diferencia de Benítez, el autor mazatleco utilizó las herramientas que le proporcionaba la narrativa: en lugar de registrar, recreó escenarios; en lugar de teorizar acerca de las creencias de las etnias, imaginó personajes en los que el lector pudiera verlas en acción; en lugar de entrevistar, dio sustancia a la palabra escuchada. Así logró capturar la esencia a del pensamiento indígena, retratándolo con toda su magia pero también con todas sus atrofias.

Rubín mismo dividió su obra en tres grandes bloques: la narrativa indígena, la mestiza y la citadina. Sin embargo, son las obras que tratan a las comunidades indígenas las más logradas, destacándose El callado dolor de los tzetziles y La bruma lo vuelve azul que abordan, respectivamente, a los pueblos de la selva de Chapas y a los huicholes de Nayarit. Ambas historias tienen como protagonistas a dos hombres que caminan por la vida en busca de su honra e identidad y que se destruyen en el proceso: José Damián es el tzetzil que repudia a su esposa debido a su infertilidad y que, buscando huir de su soledad, se recluta como matancero en una hacienda, oficio sacrílego para su pueblo; Kanayame es el huichol que, repudiado por su padre, es despojado de sus raíces en las escuelas del hombre blanco, convirtiéndose después en bandolero. Ambos están atrapados en la maraña de supersticiones y normas de su pueblo y, peor aún, en el cepo que forman sus propias obsesiones. Para Rubín, la peor tragedia que le puede ocurrir a un indígena es semejarse al hombre blanco, al vecino. Esta acción lo convierte en un proscrito que nunca será aceptado por el mestizo al tiempo que se vuelve un extraño para los suyos.

El autor mazatleco escribió sus obras en un lenguaje abigarrado que, sin embargo, logró imágenes cargadas de misticismo al nutrirse con la imaginería de los indios. Por otro lado, su visión acerca de los pueblos autóctonos era equilibrada: no idealizaba a los indios; al contrario, al escenificar sus creencias, puso en evidencia sus contradicciones. Lo mejor de su narrativa fue la construcción de los  personajes: hombres frágiles y terribles que jamás dejan de ser entrañables.

domingo, 7 de junio de 2015

Eros a debate

7/Junio/2015
Confabulario
Ana Clavel


Pobre Eros… Como si no fuera suficiente tarea abrirse espacio en nuestras sociedades profanas pero fanáticas, híper informadas pero cada vez con menos contacto amoroso, ahora lo hemos traído a la mesa de discusión a partir de un fenómeno de mercadología comprobada:Cincuenta sombras de Grey. (Ahí están, por ejemplo, su génesis en un blog como vertiente erótica de la zaga vampírica de Crepúsculo y sus coqueteos con la estupenda películaSecretary de Steven Shainberg, de 2002, en la que un discreto Edward Grey sostiene juegos sádicos con su torpe y sumisa secretaria.)

Y las preguntas que vienen al caso: ¿Ha puesto esta obra en circulación de nueva cuenta al género erótico? ¿Aunque sea nula su calidad literaria, en estos tiempos post-feministas, liberaliza a las mujeres frente a sus fantasías de sumisión? ¿O cuando menos las gana como lectoras potenciales para otros géneros o abre puertas para captar nuevos lectores? Se le ha tildado de “mommy-porn” porque ha sido consumida por millones de lectoras en el mundo, muchas de ellas guarecidas en dispositivos electrónicos que impiden saber qué clase de libro están leyendo, en una gran mayoría jóvenes señoras medio aburridas, medio confundidas como la propia protagonista de la zaga: Anastasia Steele… Y uno se pregunta: ¿Qué clase de vida sexual deben llevar estas mujeres para excitarse con una obra tan anodina, una prejuiciosa telenovela rosa con tantita tinta roja-sado-maso, un estereotipado y simplista cuento de hadas a lo Bella y la Bestia –o más bien: la mujer Bestia y el Bello y poderoso señor? Y no es que les pida que disfruten 120 días de Sodoma porque la racionalización del sexo a niveles de profanación y perversión del Marqués no es para cualquiera.

Se trata sin duda de un fenómeno complejo del que sociólogos, semiólogos, filósofos de la nueva era digital podrían ocuparse. Pero al menos a mí me evidencia una ambigüedad, una contradicción, un síntoma de estas sociedades neo-puritanas que, espantadas de los excesos, propagan al menos en la superficie y de cara a los medios, la corrección política a ultranza –aunque me sospecho que en realidad buscan prevenirse, por demás inútilmente, de la obsolescencia, la vejez, la enfermedad, la locura, la muerte.

Tras las bambalinas del mercado
En Los siete pecados capitales (2005) Fernando Savater señala que nuestra sociedad de consumo nació en el siglo XVIII y, como bien dice el filósofo y médico británico Bernard de Mandeville en su obra Vicios privados, virtudes públicas (1714), esa sociedad de consumo vive precisamente “gracias a los vicios”. Desde entonces asistimos a la secularización escalonada de la satisfacción de los deseos en aras de intereses predominantemente económicos. De hecho, existe una industria cada vez más sofisticada para generar deseos y apetitos ficticios. Señala Omar Abboud, orientalista citado por Savater: “Estamos viviendo una época en la que muchos dicen no tener religión. Creo que pueden no tener creencias monoteístas o de cualquier otro tipo relacionado con dioses, pero sí tienen una gran religión: el capitalismo y el consumo llevados al paroxismo, como absolutos. Vivimos inmersos no en los pecados capitales, sino en los pecados del capitalismo”.

Sin duda, esta puesta en circulación de los deseos en aras del consumo va de la mano con la liberalización de la sexualidad y de los cuerpos a partir de la Revolución Industrial. En palabras de San Foucault en su Historia de la sexualidad:

Merced a una inversión que sin duda comenzó subrepticiamente hace mucho tiempo … hemos llegado ahora a pedir nuestra inteligibilidad a lo que durante tantos siglos fue considerado locura, la plenitud de nuestro cuerpo a lo que mucho tiempo fue su estigma y su herida, nuestra identidad a lo que se percibía como oscuro empuje sin nombre. De ahí la importancia que le prestamos, el reverencial temor con que lo rodeamos, la aplicación que ponemos en conocerlo. De ahí el hecho de que, a escala de los siglos, haya llegado a ser más importante que nuestra alma, más importante que nuestra vida; y de ahí que todos los enigmas del mundo nos parezcan tan ligeros comparados con ese secreto, minúsculo en cada uno de nosotros, pero cuya densidad lo torna más grave que cualesquiera otros. El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida toda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte.

Dice el filósofo Gilles Lipovetsky en la Era del vacío (1983) que el universo de los objetos, de la publicidad, de los mass media, la vida cotidiana y el individuo ya no tienen un peso propio, han sido incorporados al proceso del consumo y de la obsolescencia más acelerada, formas de control de los poderes actuales que se dedican a producir y organizar lo que debe ser la vida de los grupos e individuos, hasta en sus deseos más íntimos.
Es en este terreno donde considero que podría situarse buena parte del fenómeno deCincuenta sombras de Grey. No una obra de verdadero erotismo, con su más allá siempre transgresor, sino una puesta en escena para ofrecerle a un público aturdido por la frivolidad y la moda, y por su escaso contacto con su propia intimidad, la tentación de una idea de erotismo superficial y esquemático, dictado por unas buenas conciencias que hoy, más que nunca, le han vendido su alma, en términos de transacción económica, no al diablo, sino a dios…

Peligros de la literatura chatarra

En una entrevista reciente, la especialista en temas de literatura erótica, Rocío Barrionuevo, comenta que “actualmente se maneja una doble moral en nuestro país: respiramos sexo en la TV, en internet, en el cine, en las letras de las canciones más fresas; indudablemente se habla más sobre el tema, pero a los mismos hombres y mujeres que oyen y ven diariamente toda esa lujuria desbordada les causa rubor que los vean leyendo una novela erótica o que los atrapen leyendo una revista pornográfica”. Pero no sólo en nuestro país, un neopuritanismo campea en todos lados como puede verse en las políticas de redes sociales mundiales en cuanto a temas como la desnudez; o en los lineamientos de museos e instituciones culturales sobre lo que se exhibe o no cuando se tocan las sensibles fibras de temas que pueden mancillar el “decoro” de las buenas conciencias, y se juzga con filtraciones de lo moralmente correcto un terreno que en principio no debería ser invadido por tales prejuicios: el arte.

(Un caso ejemplar se presentó en el 2008 en la exposición temática Controversias. Una historia ética y jurídica de la fotografía, en la que la escandalosa imagen de Brooke Shields desnuda de escasos diez años fue motivo de censura, de tal modo que la sede que albergaba la muestra, el Museo Fotográfico del Elíseo de Lausana, Suiza, tuvo que alinearse y prohibir la entrada a menores de 16 años. A la inauguración asistió el fotógrafo responsable de esas fotos polémicas de los años setenta: Garry Gross, quien con ironía y tristeza reconocería: “Sencillamente, son fotos que hoy no podrían hacerse”. De puritanismos semejantes hablaba el pintor de nínfulas resplandecientes, el místico Balthus, quien no pocas veces vería calificado su trabajo de pornográfico: “Realmente no entiendo la incapacidad de la gente para captar las diferencias esenciales entre erotismo o sexualidad y pornografía. Por ejemplo, la industria publicitaria es pornográfica, especialmente la de Estados Unidos, donde se ve a una jovencita poniéndose un producto de belleza en la piel como si tuviera un orgasmo”.)

Ante tal acometida de principios de corrección política, que va de la mano con la pudibundez de un público que se solaza en fórmulas repetidas y superficiales porque le resultan cómodas y familiares, y porque le tiene miedo a enfrentar su propia interioridad, no es de extrañar el éxito de ventas de productos para consumo masivo. Se me dice a menudo que estos productos estimulan por lo menos el hábito de la lectura y que en el terreno del erotismo reactivan un territorio anquilosado. Creo que se equivocan: si bien las escenas de sexo implícito o explícito han pasado a formar un registro más de lo literario en las obras de la mayoría de los escritores actuales, también es cierto que la verdadera literatura erótica –la que trasgrede y nos habla de lo individual humano, esa zona en penumbras que todos compartimos– nunca ha sido un asunto de mayorías absolutas, como no lo es tampoco el asunto de la lectura. Cierto que en otras épocas cuando no existían ni la televisión ni el cine ni mucho menos internet, gozaba de cierta popularidad por ser uno de los espacios de entretenimiento “masivos” de entonces.

En nuestros días de vértigo y aceleración de la información, la lectura literaria es un antídoto contra el vacío y la disolución, pero es también un acto moroso y amoroso que nos exige tiempo, paciente entrega, exponernos con toda nuestra memoria involuntaria pasada y la memoria futura que no sabríamos que nos habita si no fuera por intermedio de este ejercicio de imaginación y libertad íntima e individual. De acuerdo con Fernando Escalante Gonzalbo y su espléndido A la sombra de los libros. Lectura, mercado y vida pública, ahí están las estadísticas de países acostumbrados a la lectura como Alemania en las que los lectores “habituales”, o lectores “libres” como escuché hace poco nombrar a aquellos que eligen lo que leen y van más allá de las modas y los imperativos del mercado, apenas alcanzan un 11 % de la población. Los sueños de lectura totalitaria producen monstruos: todos a leer sin importar qué. Todos a consumir aunque sea literatura chatarra, total qué importan la gordura y la zafiedad interiores si podemos disimular con cirugía plástica la fachada exterior. Todos a iniciarnos en la lectura aunque sea con best-sellers… para uniformarnos mejor, para ser la gran medianía de seres informes, cuerpos esclavizados por nuestras mentes, desconocidos hasta para nosotros mismos. Así se perpetúan los esquemas de dominación y violencia, los clasismos, los racismos, los prejuicios, la saña y la virulencia: una gran masa que sólo aspira a telenovelas en la vida pública y privada; pan, sexo y circo como lo venden plastificado y en dosis convenientes los mercaderes y los políticos.

En una conferencia reciente en la ciudad de México, el filósofo Lipovetsky, quien ha definido a la actual como una sociedad hiperconsumista, habló sobre el verdadero ideal del ser humano: no se trata de consumir, sino de crear, compartir, amar. No basta con buenas intenciones, hay que formar personas inteligentes, “que hagan de su existencia una obra de arte, como quería Óscar Wilde”.

En “Derecho de muerte y poder sobre la vida”, último capítulo del primer tomo de su Historia de la sexualidad, Michel Foucault nos habla de las argucias de una sexualidad que se exhibe por todos lados, nos tiraniza al ofrecer revelarnos todos sus secretos, y al mismo tiempo nos escamotea su libre acceso y su auténtico misterio: “Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra ‘liberación’.” Y la ironía se prolonga a dispositivos de control del erotismo y la sexualidad perpetuados en reality shows, telenovelas, best-sellers, manuales de autoayuda, publicidad. A partir de la confusión de suponer que la cultura es igual a entretenimiento, llegamos a la banalización del arte y su papel ritualizador en nuestras vidas. Según la escritora Luisa Etxenike una poderosísima industria del entretenimiento es en buena medida responsable de hacernos perder de vista el impulso emancipador, el sentido de crecimiento personal y social de la cultura. Como bien puntualiza Etxenike, la cultura –y yo añadiría en especial el arte, la literatura y por supuesto la verdadera literatura erótica– no es “una actividad del tiempo libre sino lo que nos hace libres todo el tiempo”.

Dos abismos: escritura y censura

7/Junio/2015
Confabulario
Andrés De Luna

El erotismo es una incandescencia que pasa por el tamiz del deseo. Es también la conciencia de la fragmentación que se opone de manera definitiva al afán ocioso de la totalidad. Eros busca la parte aunque deba acercarse al todo. En este acto íntimo la cercanía es una elección, algo que se decide con el pretexto del gusto. Por ello, el erotismo requiere de una complicidad que se asume en el desfiladero de la experiencia y en los bajos fondos de la inmediatez. ¿Qué ocurre entonces con la literatura referida al tema de la lubricidad?   Un proceso difícil enfrenta el texto erótico al otorgarle una dirección específica a las palabras. Se trata entonces de un sentido que tiene algo de fantasmal, de aquello que abre su compás de espera en busca de un nexo con lo literario.

El siglo XX es un periodo en el cual la literatura erótica se cargó de sentido, aún cuando se le descalificaba por inmoral. D. H. Lawrence tuvo, sin embargo, que esperar 32 años para que se publicara de manera íntegra “El amante de Lady Chatterley”, que para 1928 sólo saldría en una edición privada en Florencia. Y, fue hasta 1960, cuando Penguin Books se acercó al original y sustituyó las copias expurgadas. Esto trajo problemas con la corona británica, que trató de evitar tal hecho. Un año antes se había promulgado la Ley sobre Publicaciones Obscenas. Aquí el criterio, que deviene del siglo anterior, manifiesta una serie de juicios inoportunos que sólo hacen que la reglamentación sea un obstáculo más que un medio para la edición formal de textos. El libro de Lawrence llegó al juicio y, por fortuna, los argumentos en contra se desecharon y por fin pudo ver la luz un texto que estaba en la sombras. Coetzee, el premio Nobel, ahora naturalizado australiano, en Contra la censura, cita un párrafo que ha sido deleite de aquellos que disfrutan con las letras eróticas: “El guardabosque le acarició las nalgas con la mano… Con la caricia del gutural acento dialectal, el hombre dijo:
–Tienes un trasero muy bonito. Tienes el culo más bonito del mundo. ¡Es el culo de mujer más bonito que existe!…
Y las puntas de sus dedos tocaron las dos entradas secretas del cuerpo de Connie, una y otra vez, con su suave y menudo cepillo de fuego.
–Y me gusta que esto cague y mee. ¡No quiero una mujer que no cague ni mee!”

Luego de este párrafo que debió sumergir en las olas de fuego a muchos lectores es el propio Coetzee quien anota que: “la relación sexual de Connie Chattterley con el guardabosques transgrede por lo menos tres normas: es adúltera, cruza las fronteras de casta y en ocasiones es antinatural’, es decir anal… La tercera transgresión la lleva a cabo el guardabosques no solo porque tiene relaciones sexuales con la señora de la casa solariega, sino que la sodomiza. Además, la exesposa de Mellors difunde la información de que es sodomita. De este modo, en toda la zona se sabe que en el cuerpo de Connie Chatterley se ha cometido lo que solía llamarse un ‘crimen contra natura’, un delito cuyo carácter transgresor estaba marcado en el código penal británico de la década de 1920 por castigos draconianos, incluso sí se producía entre marido y mujer.

Otro caso que llenó los archivos de la censura británica es Ulises de James Joyce, un trabajo que incluye 30 mil vocablos en inglés y que posee momentos que fueron considerados obscenos. Los singulares problemas que suscitó este libro ejemplar son tantos y tan plenos de vergüenza, que más valdría obviarlos. El hecho significativo es que Joyce vivía en 1922 en París y que gracias a esta circunstancia pudo ver sus páginas impresas gracia a la editora Sylvia Beach. La estadounidense mantenía una librería en las cercanías de Notre Dame, pues ella en su libro, que tiene el nombre de su espacio literario, Shakespeare and Company, escribió que: “Empezaba a decirse que Ulises iba a aparecer muy pronto. Las pruebas de imprenta de todo el texto hasta el final de Penélope estaban ya en mi poder. Se acercaba el día 2 de febrero, fecha del cumpleaños de Joyce y yo sabía que le hacía ilusión celebrar aquel mismo día la aparición de Ulises. Vi salir al revisor sosteniendo un paquete y buscando a alguien –a mí–. Minutos después, estaba llamando a la puerta de Joyce y le entregaba la copia número uno de Ulises. Era el 2 de febrero de 1922. La copia número dos fue para Shakespeare and Company, pero cometí el error de ponerla en el escaparate. La noticia se propagó rápidamente por Montparnasse y distritos periféricos y, al día siguiente, antes de abrir la tienda, ya había suscriptores haciendo cola, mirando el Ulises. De nada sirvió explicarles que sólo habían salido dos copias y que el libro aún no había aparecido para el público. Parecía como si fueran a arrebatarme mi ejemplar del escaparate para repartírselo en pedazos y, sin duda, lo habrían hecho si no hubiese actuado con rapidez, llevándomelo a un lugar más seguro.” Luego saldría la primera edición de quinientos ejemplares.

Todo esto sirva de enlace con una película reciente llamada Código Enigma (Gran Bretaña, 2014) de Monter Tyldum, quien tomó el libro de Andrew Hodges sobre la biografía del científico Alan Turing para realizar su filme. Debe decirse que lo visto en la pantalla es correcto, sin mayores atributos. Lo que causa una enorme extrañeza es el rescate de un hecho altamente significativo dentro de la centuria pasada. Alan Turing, el hombre que con una suerte de computadora resolvió el código que enviaban los nazis para cometer sus fechorías en Inglaterra, fue descifrado por el criptólogo y matemático. Esto fue el inicio de una serie de acontecimientos que terminarían con la vida del científico, pues el gobierno inglés, al ubicarlo como homosexual, lo condenó y dos años después de este acto deshonroso y absurdo, él hombre se suicidó. En la cinta apenas si se alude al hecho aunque todo esté encaminado para resolver tal fin. En una de las conclusiones se lee que el 24 de diciembre de 2013 Isabel II lanzó un edicto con el cual quitaba todos los cargos a Turing, quien se había matado en el ya lejano 1952. ¿Cómo un país tan culto como la vieja corona británica pudo mantener vigentes códigos que atacaban cuestiones personales tan íntimas y tan comunes? Esto resulta tan lamentable como los casos de Joyce, Lawrence y Turing, para mencionar tan solo tres ejemplos de la censura inglesa.

Esto sin contar con Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio de Henry Miller o los Diariosde Anaïs Nin. En todas estas obras la lengua cobra sentido, y lo hace en el trasfondo de un trabajo con las palabras que, a contrapelo de la obviedad, procura ir tras los frutos de una tradición a la que exaspera y rompe. Joyce fue un lingüista de primerísimo nivel; bastaría el “Monólogo de Molly Bloom” para instalarlo en un terreno de particular importancia ante esa ‘intimidad’ que se desvela al ponerla en palabras y otorgarle un sentido, o sea convertirla en acto literario. Algo semejante a la operación realizada por Miller, Lawrence, Durrell, Nin y tantos otros que han hecho del deseo una construcción a partir de la palabra literaria.

Para el caso de México, donde esta literatura pareciera de escasez infinita en los años cincuenta del siglo pasado, aparece por ahí Alfonso Reyes, un escritor que fue diplomático y que tuvo en su amplia bibliografía un acercamiento a lo erótico. Su fama estaba en ebullición y él determinaba muchas de las cosas que pasaban por aquellos tiempos en las letras nacionales. El crítico José Luis Martínez, en su Introducción al tomo XXIII, Ficciones (1989), señala: “Quedaban más anécdotas, aunque en las carpetas anotó su autor, en general, ‘No publicables por el momento’ y en un apunte añadió, ‘quizás hasta el año 2060’. Se trata de recuerdos amargos de la vida diplomática inicial y de la vida política e intelectual de años posteriores, desahogos, chismes, retratos, parecidos y sucedidos, algunos con observaciones agudas e interesantes, en cuanto guardan rasgos y hechos que suelen olvidarse. En una de las gavetas hay una sección llamada El licencioso, parte del cual se publicó en la Revista Mexicana de Literatura, en un número de ‘Textos eróticos’ (Nueva Época, marzo-abril de 1962, números 3-4, pp. 16-20). Estas páginas se recogen aquí, junto con otras más inéditas. Son cuentos y dichos verdes, algunos del folklore corriente, un soneto en respuesta a otro que le envió Salvador Novo –nótese que el de Reyes está escrito en el mes de su muerte–, y anécdotas picantes. La obsesión de Reyes por escribirlo todo lo llevó a estos registros de hechos escandalosos, turbios o pintorescos que pasaron –nunca escribió falsedades o calumnias–, de observaciones sobre particularidades de gente que trató, y de despropósitos y agudezas, más o menos ingeniosas que escuchó. Es el rincón reservado de la catedral que es la obra de Alfonso Reyes.”

Luego de las palabras de José Luis Martínez, valdría la pena otorgar dos de esos textos de El licencioso. Este primero se llama “La urticaria”: “El miembro se me hinchó y creció como una trompa de elefante, y el picor, ardiente e insoportable, me causaba durante las noches un verdadero frenesí. Puse tristemente mi aparato en manos de un facultativo, y –Doctor –le dije–, quítele la comezón y déjele la dimensión… Ya se ve, era demasiado pedir.”

El segundo es “Matemática erótica”, y este dice así: “Era judeo-rusa-norteamericana, ya del todo hecha a la ‘cultura cuantitativa de los Estados Unidos’. Por discreción callo su nombre. Se la inició en esa práctica erótica en que el ‘primo Basilio’ inició a su prima en la novela de Eça de Queiroz. Quedó fascinada, y dijo: ‘La sensación es once veces y media mayor que en el coito normal.” Basten este par de textos de Reyes para darnos cuenta de lo que es El licencioso.

En la actualidad el discurso erótico vuelve a recobrarse. Tal parece que los vahos apocalípticos del sida, sin que se resuelva el gran conflicto de esa pandemia, de pronto dejan que el péndulo oscile hacia la vitalidad del deseo. Por ejemplo, la inglesa Jeannette Winterson hizo una novela de múltiples aristas: Escrito en el cuerpo (Anagrama, 1994), que es un recorrido por la ambigüedad, de tal modo que el personaje central es una figura neutra, sin una definición más o menos clara de tal o cual género, una simple máquina de deseo que enseña los pormenores del amor. Claro está que en la versión al español se pierde ese enigma por las dificultades que entraña una traducción imposible. Algo semejante está en la novela del argentino-canadiense Alberto Manguel (1948), quien narra el caso de Anatole Vasanpeine, un personaje enamorado de los efectos de las fotografías, quien trabaja en una casa de baños públicos y va a ir tras sus sueños sexuales en un texto magnífico por su brevedad y su hondura.

El cuerpo se ha abierto a las interpretaciones. Hombres y mujeres saben que la belleza es algo movedizo, cambiante. Las ideas grecolatinas han pasado a la historia. Ahora la incidencia de las consideraciones estéticas radica en ese proceso constructivo-reflexivo en donde lo bello es transitorio y carece de un patrón específico de juicio. La subjetividad de la belleza es nudo real e invisible del eros. Para el que desea su objeto también está a la búsqueda de esa definición. Tan es así que, como anota Gilles Deleuze en Proust y los signos, el enamorado, al igual que Cándido de Voltaire, apuesta “al mejor de los mundos posibles”. En esa red la belleza cobra forma y pude otorgársele un nombre. Se le otorga un sentido y se le recrea con las palabras. Barthes diría: “en el bar, el cuerpo del otro no se transforma nunca en ‘persona’ (civil, psicológica, social, etc.): me propone su paso, no su interlocución. Como una droga especialmente adaptada a mi organización, el bar puede entonces convertirse en el lugar de trabajo de mis frases: no sueño, fraseo: es el cuerpo mirado, y ya no el cuerpo escuchado, lo que toma una función ‘fática’ (de contacto), y de ahora, entre la producción de mi lenguaje y el deseo flotante de que se nutre esta producción, hay una relación de vigilia, no de mensaje. El bar es, en suma, un lugar neutro: es la utopía del tercer término, es alejarse a la deriva de la pareja demasiado pura: hablar-callar”. En el presente escrito lo que aparece con toda forma es la condición homosexual de Barthes, quien en Incidentes (Anagrama, 1987) hace un relato autobiográfico que habla de un afamado crítico, una de las mentes más pulcras y refinadas del siglo XX, enfrentado en el bar a una serie de personajes tan lamentables y oscuros, que el escritor y filósofo percibía su soledad de manera cáustica. Barthes alguna vez escribió que lo peor de la censura es la autocensura, porque en esta se involucra de manera directa el autor.

Un diálogo silencioso es la hipervitrina llamada La vida sexual de Catherine M (Anagrama) de Catherine Millet. Una de las mejores críticas de arte en Francia y editora de “Art Press”, texto que habla de cifras, en el libro importa mucho el conjunto, la transgresión de la multitud anónima que se abalanza sobre una intimidad abierta. El proyecto conserva la valentía del destape de una figura pública que hace un acto de exhibicionismo literario, que antes parecía monopolio de varones. Tan sólo baste recordar las Memorias de Giacomo Casanova o Mi vidade Frank Harris, y muchos otros volúmenes cuyo origen es victoriano. Catherine Millet pone en crisis esa identidad corporal. Las páginas que escribe, que al principio se siguen con interés curioso, llegan al tedio. Sus partes escatológicas, esa escena en la que tiene diarrea y ensucia en el brazo a un amante que le hurga el ano, son tan insustanciales que mueven más a la náusea que al deseo. Sin embargo, el libro se defiende sin más, en ese espectro en donde una autobiografía erótica se convierte en un espejo de realidad.

En otra tesitura, sin llegar a la novela erótica, aunque con visos de evidencia autobiográfica, Rosa Nissán en Los viajes de mi cuerpo (Planeta) narra los avatares de un par de mujeres sobradas de kilos que son polos opuestos. Una es la desenfadada, la que va a los bares con esa operación que marca Roland Barthes, para ejercitar el “deseo flotante”. Mientras que la otra gorda se resguarda bajo sus conservadurismos. Poco a poco, esta última, aprenderá los rigores del amor, esa enseñanza imposible según En busca del tiempo perdido de Proust. La novela es aleccionadora y vale por su honestidad emocional.

Ahora bien, en esa variedad de propuestas sobre la sexualidad y el erotismo llegó un texto demoledor en su extravío: Felices como asesinos (Anagrama) de Gordon Burn, obra maestra de la investigación periodística, que hace el relato de unos asesinos seriales, Fred y Rosemary West, quienes hicieron de su vida íntima un estallido destructor. Burn escribió un libro demoledor, atroz en su veracidad. En él está el incesto, el crimen, el abuso de todo tipo y el cinismo. Inglaterra queda en sitio deplorable ante la miseria existencial que marca ese trabajo profundo, en donde la genealogía de los personajes es la piedra imán de sus acciones homicidas. En el territorio de la sexualidad, Fred, el marido, obligaba a su esposa Rosemary a acostarse con otros. Para ello la proveía de calzones oscuros que permitieran la mancha clara del esperma. Al regresar de sus correrías, la mujer entregaba ese tributo al esposo, quien luego de examinarlas las quemaba y colocaba las cenizas en un frasco. Era la labor de un obseso que derivó en un monstruo de agresividad.

Con esa vena de la crueldad y el manejo cómplice de las actividades eróticas, llegó la novelaLlámalo deseo (Tusquets) de José Luis Rodríguez del Corral, premio La Sonrisa Vertical en su edición XXV, que es un texto cargado de sugerencias y de miradas que terminan por estallar. El texto está narrado en pianísimo, casi en sordina, para que cuando llegue el encuentro de las dos mujeres y el marido de una de ellas se celebre la ceremonia del látigo y los celos. Mejor resultaba el premio XX, de la misma colección, Kurt (Tusquets), que firmaba un tal Kurt K, una especie de irrupción en la literatura libertina del XIX, sólo que ahora tratada con el vigor de finales del siglo XX.

Un libro ejemplar de relatos es Secreciones, excreciones y desatinos (Cal y Arena) de Rubem Fonseca, que revisa con indudable ironía aquello que escuece a las buenas conciencias. Él acerca el erotismo a una visión cotidiana, en donde los problemas hormonales, la revisión de las heces de la mujer amada, o la imposibilidad de que una dama orine en la pierna a un hombre son atisbos de un universo. El volumen ganó el Premio Luis de Camões en el presente año y Fonseca se llevó el Premio Rulfo del 2003. Justos reconocimientos a un hombre que es, sin lugar a dudas, el mejor de los escritores brasileños. Él puede hacer la magia de convertir las palabras de lo inmediato en un dispositivo de reflexión. Es decir con la sencillez de su prosa se construye un arsenal de reflexiones.

Por otro lado, Alejandro Zenker e Ivonne Gutiérrez crearon la colección Minimalia Erótica, que se publica bajo el sello de El Ermitaño. En este espacio editorial aparecen títulos comoBatallas de amor perdidas de Gustavo Sainz, La huella del grito de Alberto Ruy Sánchez oMuñecas rotas de Hernán Lara Zavala, en todos los casos se han incluido imágenes fotográficas del propio Zenker, quien toma a los escritores con una modelo. La calidad de los relatos eróticos es indudable. Ahora en México se publican los libros de Ana Clavel, David Martín del Campo y Josefina Estrada, tres buenos autores eróticos que se defienden solos.